10

24 de noviembre. Acabo de volver de una visita muy perturbadora a Alex Loom. O es una irresponsable absoluta o está mentalmente desequilibrada, o quizás las dos cosas, y lamento profundamente haber llegado a relacionarme con ella.

Esta mañana, en el desayuno, con la mayor naturalidad posible, le he dicho a Fred que tenía una cita con Alex esta tarde en la universidad para darle algunos consejos sobre sus estudios, aunque de hecho había quedado en ir otra vez a su apartamento. Mi plan era decirle a Fred esta noche que Alex me había telefoneado por la mañana más tarde y me había pedido que fuera a su casa en vez de a la facultad porque estaba esperando una entrega de correos. Fred quizás arquease una ceja ante mi disposición a tomarme estas molestias por una posgraduada, pero se me ocurrían modos de responder a esto, como decir, por ejemplo, que siempre había tenido la curiosidad de ver por dentro una de esas nuevas urbanizaciones al lado del canal. Luego podría describirle a Fred el piso como si hoy lo hubiera visto por primera vez, y en adelante no harían falta más subterfugios sobre mi relación con Alex. Ahora deseo con toda mi alma que esta relación no se prolongue. Esto nunca habría ocurrido si yo hubiera oído lo que ella me estaba diciendo cuando nos conocimos. El sordo y la doncella, una combinación peligrosa.[13]

He aparcado el coche donde la vez anterior y he caminado al abrigo de un paraguas hasta la fachada del bloque de apartamentos. Era un día gris y tranquilo, caía de la capa de nubes bajas una llovizna fina que se hundía imperceptiblemente en el canal y una pátina resbaladiza y lustrosa cubría la acera. Llevaba el paraguas bajo para taparme la cara. No podía ahuyentar la sensación de que había algo transgresor en esta expedición, y no quería que me reconociesen, por remoto que fuese el riesgo. Gotas de humedad caían del reborde de plástico de los aleros de Wharfside Court, y el curso de agua estancada en donde está situado parecía aún más silencioso y desierto que antes. En el callejón sin salida había un poco más de basura medio sumergida que en mi visita anterior. Tras comprobar que tengo el audífono en su sitio, llamo al timbre del apartamento 36 para anunciar mi llegada, y la voz de Alex responde:

—Está de suerte. Han arreglado el ascensor. Suba.

Me esperaba en la puerta abierta de su casa para recibirme en cuanto se han abierto las puertas del ascensor en el rellano del tercer piso, vestida con un suéter y un pantalón negro, igual que la otra vez. Me fijo con una atención refleja en que lleva un suéter de cuello vuelto, o sea que esta vez no habrá atisbos de hendidura, aunque para compensarlo la prenda de algodón se ajusta reveladoramente al contorno de sus pechos. Sonríe con sus perfectos dientes americanos.

—Hola. Deme el paraguas y lo pondré a secar en el baño. ¡Vaya día!

Mientras ella se ocupa del paraguas yo cuelgo la gabardina en una percha del pequeño vestíbulo y dudo de si hacer alguna broma sobre que espero no encontrar en el bolsillo ningún objeto extraño al llegar a mi casa, pero decido que es mejor fingir, como la propia Alex había solicitado, que «lo de las bragas nunca ha ocurrido».

Entro en el cuarto de estar con mi cartera de documentos en la mano y me siento en la butaca. Alex viene enseguida y se sienta en el sofá.

—¡Le agradezco tanto que haya venido! —dice—. Y que haya leído el texto. Le estoy muy agradecida.

—Sólo tengo un par de comentarios —digo, sacando su capítulo de la cartera—. ¿Y comprende que todo esto es extraoficial y entre nosotros?

—Desde luego. Por cierto, ¿qué le pareció la guía de redacción?

—Muy inteligente. —Ella esboza una sonrisa complacida—. Pero no he conseguido entender qué finalidad persigue —añadí.

—Oh, sólo me estaba divirtiendo un poco —dice ella.

Me cuesta un momento hacer la deducción.

—¿Quiere decir que la ha escrito usted?

—Claro —dice—. Pensé que lo adivinaría. ¿Creyó que yo no era capaz?

—No, en absoluto, pero… ¿por qué?

Se ha echado hacia atrás con un gesto la cortina de sedoso pelo rubio claro.

—Oh, verá, cuando te pasas el día leyendo notas de suicidas te impacientas un poco con quienes las escriben, su autocompasión, su mala sintaxis, su pura estupidez. Supongo que me estaba desahogando un poco.

Le pregunto qué efecto creyó que produciría leer la guía en alguien que estaba pensando en serio en suicidarse.

—Creo que un buen efecto —dice—. Creo que se dirían: «¿Quién es este cabronazo que se burla de mi angustia trágica?» Y se cabrearían tanto conmigo que a lo mejor no se suicidaban al final. Ya sabe, como en las películas, cuando el poli le dice al tío sentado en el pretil del rascacielos: «Vale, adelante, si vas a saltar salta, pero no me tengas aquí esperando, que termino mi turno dentro de quince minutos», y el tío se cabrea tanto que suelta un puñetazo al poli y éste le engancha y le rescata.

—Supongamos que no son lectores refinados —digo—. ¿Y si se lo tomasen totalmente en serio?

—Entonces merecen morir —dice, con displicencia—. No, quiero decir que no me puedo creer que alguien que leyese la guía fuera a seguir de verdad mi consejo, ¿y usted?

—No lo sé —digo—. La historia literaria está llena de ejemplos de ironía mal entendida.

Ella frunce ligeramente el ceño.

—Tengo la impresión de que lo desaprueba.

—Bueno, para serle franco no creo que el suicidio sea un tema apropiado para la parodia.

—Oh… —dice, con aire incómodo.

—Pero yo soy un viejo con ideas anticuadas —digo, para sacarla del apuro.

—Yo no le llamaría viejo —dice ella, con un asomo de coquetería—. Maduro sí, pero no viejo. ¿Preparo un té?

Le sugiero que antes deberíamos hablar del capítulo. Saca su copia impresa del archivador blanco y gira el sofá para sentarse enfrente de mí, lápiz en ristre. Era como una situación profesoral, y creo que ella buscaba este efecto, definir nuestros papeles respectivos, el de maestro y alumna, y crear la ilusión de que había un vínculo contractual entre nosotros. Me advierto a mí mismo que debo extremar el cuidado mientras recorro el capítulo desarrollando las notas que he garabateado en los márgenes de mi copia, y ella escucha atentamente y toma apuntes rápidamente, asintiendo y murmurando: «Sí, absolutamente, tiene razón, una idea brillante, etc., etc.» Sabía que ella me estaba adulando, pero no por eso me ha gustado menos el halago. He caído en la cuenta de que en los últimos años echo en falta la gratificación de impresionar a mentes peor amuebladas que la mía, y aumenta este placer el hecho de que soy yo el que hablo y Alex la que escucha casi todo el tiempo, conque durante unos veinte minutos olvido por completo mi deficiencia auditiva. Ayuda el silencio perfecto del apartamento, tan silencioso como un estudio de grabación.

—Bueno, ha sido fantástico, de verdad, muchísimas gracias —dice ella cuando acabo—. ¿Qué tengo que hacer después?

La transparencia de esa estrategia me hace reír.

—¡No puedo decírselo! No soy su supervisor.

Ella hace una mueca.

—No, lástima. Puedo decirle, Desmond…, ¿puedo llamarle Desmond? «Profesor Bates» suena muy rígido.

—Si quiere —digo, vacilante.

—Pues puedo asegurarle, Desmond, que esta conversación que acabamos de tener ha sido más provechosa que todas mis supervisiones con Colin juntas.

—Muy amable por su parte —digo, advirtiendo la familiaridad con que ha aludido a «Colin»—. Pero sólo puedo ofrecerle un grado de ayuda estrictamente limitado.

—¿Y cuáles son esos límites? —dice, con una sonrisa.

—Bueno, para empezar no puedo seguir viniendo aquí.

—¿Por qué no?

—Mi mujer podría sospechar —digo, con ligereza.

—¿Sabe que está aquí? —pregunta Alex.

—Oh, sí —digo, pero al decirlo no logro sostener su impasible mirada azul, y sospecho que sabe que estoy mintiendo—. Pero si se convirtiera en una costumbre sería razonable que ella se preguntase por qué ofrezco tanta ayuda no remunerada a una alumna joven y atractiva.

Parece turbada.

—Me temo que no puedo permitirme pagarle ahora mismo, pero…

—No, no me refería a eso —protesto.

—Pero si consigo un puesto docente en el departamento… —continúa.

—Por el amor de Dios, no quiero que me pague nada —digo, aturullado—. No. No me refería en absoluto a eso. Es sólo que Fred…

No termino la frase. Alex tiene el don de descolocarme en una conversación, y ahora he olvidado exactamente lo que quería decir.

—¿Fred?

—Mi mujer. Es un diminutivo de Winifred.

Echa hacia atrás la cabeza y se ríe. Casi suelta una carcajada.

—¿La llama Fred? ¿Y a ella no le importa?

—Creo que no —digo, débilmente.

—¿Qué hace Fred? —pregunta.

—No le importa que yo la llame Fred, pero sí que la llamen así otras personas —digo.

—Perdone. ¿Qué hace Winifred…, la señora Bates? ¿O sólo es un ama de casa?

—Nada de eso. Ella y una socia tienen una tienda-galería en el centro —digo. Le hablo un poco de Décor.

—Parece un sitio estupendo, tengo que ir allí. Necesito cortinas para esas ventanas. —Señala con un gesto las ventanas empañadas de lluvia, que tienen persianas venecianas, pero no cortinas.

—Yo no me molestaría —digo—. Los precios son muy altos.

—No debe preocuparse —dice ella—. No seré indiscreta.

No se me ha ocurrido nada que decir que no dijera demasiado.

—Voy a preparar el té —dice, levantándose—. Assam, ¿verdad?

Mientras ella está en la kitchenette yo me levanto para estirar las piernas y me acerco a mirar el contenido de las estanterías. Al pasar por delante de la mesa que le sirve de escritorio, mi mirada se posa en un rotulador turquesa encima de una bandejita con una serie de bolígrafos y lápices.

Al sentarme a mi mesa y escribir esto bajo el cono de luz de la lámpara Anglepoise, siento todavía el sobresalto al ver el rotulador y la agitación que me ha producido. Simulo que cumplo mi intención de examinar los libros en los estantes, pero no asimilo los títulos escritos en los lomos. Me he dicho que era una simple coincidencia, que hay rotuladores turquesa en todas partes y que no debía sacar conclusiones precipitadas, pero un instinto me decía que aquello era el arma del crimen, cubierta de huellas y goteando sangre. Entonces me ha llamado la atención un tomo en rústica en uno de los estantes, Análisis del discurso: una introducción, de Desmond Bates. Lo cojo y lo abro. El nombre de Alex estaba escrito en la guarda, con una letra pequeña y pulcra: Alex Loom. Hojeo el volumen. En muchas páginas hay pasajes subrayados con un rotulador turquesa. Al oír el tintineo del servicio de té al ser depositado en una bandeja, me apresuro a restituir el libro en su sitio y vuelvo a mi butaca.

Aunque procuro aparentar calma, es evidente que Alex nota algún cambio en mi conducta cuando entra en la habitación.

—Parece muy serio —dice, mientras sirve el té—. ¿Hay algo sobre mi capítulo que no me haya dicho?

—No, no sobre el capítulo —digo—. Me preguntaba si conoce un libro que se titula Análisis del documento, de un tal Liverwright.

—¡Lo he leído! —dice, triunfalmente.

—¿Lo tiene aquí?

—No, era de la biblioteca. Carísimo para comprarlo, y de todos modos no me ha servido de mucho.

—¿La biblioteca de la universidad? —pregunto.

En este momento ella capta el tono inquisitorial de mis preguntas y hace un segundo de pausa antes de contestar.

—Sí. ¿Por qué lo pregunta?

—Bueno, resulta que el otro día yo pedí prestado el mismo ejemplar y descubrí que lo había pintarrajeado algún lector anterior. Estaba lleno de marcas hechas con un rotulador turquesa.

—¿De verdad? —No se ruboriza ni muestra ningún otro indicio de culpa. Sus brillantes ojos azules sostienen sin pestañear mi mirada—. No había marcas cuando yo lo pedí.

—Entonces quizás las hizo usted —digo.

Ella se ha reído, pero era una risa forzada.

—¿Qué le hace pensar eso?

—He visto en su mesa que tiene un rotulador turquesa.

Vuelve a reírse.

—Son muy corrientes, señor Holmes —dice.

—Y acabo de echar una ojeada a su ejemplar de mi libro sobre análisis del discurso, que está subrayado de la misma manera. —Ella ha bajado los ojos y no ha dicho nada—. Desde luego que tiene perfecto derecho a marcar sus libros como le apetezca —continúo—. Pero marcar un libro de la biblioteca es puro vandalismo.

—Me olvidé de que era de la biblioteca —dice—. Estaba trabajando tarde, muy cansada, pasaba de un libro a otro, algunos míos, otros prestados…

—No esperará que me lo crea —digo.

—Es verdad. Lo hice sin querer. De todas formas, ¿es tan grave? No es que haya arrancando las páginas del libro. Todavía es legible.

—Es una cuestión de principios —digo, levantándome.

—¡Oh, no se vaya! —dice, con urgencia, levantándose también, y como si fuera a ponerse de rodillas en cualquier momento—. No se vaya enfadado conmigo.

—No estoy enfadado —digo—. Estoy avergonzado.

—Dígame qué debo hacer. Haré lo que me diga. Compraré otro ejemplar para la biblioteca.

—Sería una buena idea, desde luego. Pero ¿cuántos libros más ha estropeado?

—¡Ninguno! —dice—. Créame.

—Me temo que nunca podría creer a alguien que hace marcas irreparables en un libro de biblioteca —digo.

—¡Oh, Dios, mío, Desmond! —dice, con un mohín risueño, intentando cambiar de táctica—. Escuche lo que ha dicho: «marcas irreparables en un libro de biblioteca». ¡No se lo tome tan a la tremenda!

Pero yo no quería que me calmasen el enfado.

—Y después de aquella estupidez de su ropa interior del otro día… Estoy harto —digo—. Me voy y no pienso volver. Tampoco le daré más consejos sobre su tesis.

Recojo la cartera y la cierro, dejando la copia de su capítulo encima de la mesita.

—¡Oh, no! —gime Alex.

—Oh, sí —digo, y salgo de la habitación. A mi espalda le oigo decir «¡Estúpida!, ¡estúpida!, ¡estúpida!». Cojo el abrigo de la percha del recibidor y salgo del apartamento. Al cerrar la puerta oigo un sonido, como si ella arrojase por el cuarto la bandeja del té y su contenido. Bajo por la escalera en vez de esperar al ascensor. Una fina llovizna seguía cayendo fuera, y me percato de que he olvidado el paraguas, pero no vuelvo a buscarlo.

25 de noviembre. No me imaginaba que Alex aceptase la ruptura de nuestra relación sin intentar una reconciliación. Pensé que se ofrecería a devolverme el paraguas y que lo utilizaría como pretexto para concertar otra cita. Pero esta mañana recibo de ella este e-mail:

Querido Desmond:

Tiene razón en haberse enfadado, lo que hice fue una cosa despreciable, una estupidez egoísta, perezosa, imbécil, y merezco un castigo. Quiero que me castigue. Venga a mi casa a la misma hora del mismo día de la semana que viene. Si no puede, dígame por e-mail qué tardes está libre y escogeré una. Venga a Wharfside Court y a las tres en punto llame al timbre tres veces. No contestaré por el interfono, sino que abriré la puerta de la calle: oirá el portero automático. Encontrará sin cerrar la puerta del piso: basta con que empuje para que se abra. Cierre y suelte el pestillo, que se cerrará solo. No me llame. No diga nada. Cuelgue el abrigo en el recibidor. Entre en el cuarto de estar. Las persianas estarán bajadas y el cuarto estará en penumbra. No encienda la luz principal. Habrá una lámpara de mesa con una bombilla roja encendida.

Me verá encorvada sobre la mesa, con la cabeza en un almohadón. Estaré desnuda de la cintura para abajo. No diga nada. Acérquese por detrás y colóquese para azotarme el culo. Quítese la chaqueta y remánguese la camisa si quiere. No intente follarme. Esto NO es una invitación a follarme, sino a castigarme. Use sólo la palma de la mano, no una vara ni otro instrumento, pero pégueme todo lo fuerte que quiera y tantas veces como le apetezca. No pare si grito o si sollozo contra el almohadón. Expulse el enfado de su organismo. Cuando esté satisfecho, cuando se sienta purgado, váyase en silencio, tal como entró. Cierre al salir la puerta del apartamento y salga del edificio.

La siguiente vez que nos veamos no diremos nada de lo que ha ocurrido ni hablaremos del libro de la biblioteca. El expediente quedará cerrado. Seguiremos como si nada hubiera pasado. Así está bien.

Alex.

Debo de haberlo leído de cabo a rabo una docena de veces y cada vez he tenido una erección. No tengo intención de acudir a la cita propuesta, pero no se me quita de la cabeza el escenario de Sade. Me resulta tan fácil ver, como en una película, cómo me acerco al edificio, consulto mi reloj, pulso el timbre del apartamento 36 tres veces a las tres en punto, oigo el zumbido del portero automático y el chasquido cuando se libera el cerrojo de la puerta, subo al tercer piso, entro sigilosamente, cierro la puerta detrás de mí, me quito el abrigo en el recibidor casi a oscuras, sólo iluminado por un tenue resplandor rojo que llega del cuarto de estar. Cuando entro allí todo está exactamente como ella ha descrito: las persianas bajadas, la habitación iluminada por una lámpara roja en un rincón, y ahí está ella, doblada sobre la mesa, con la cabeza vuelta hacia un lado sobre un almohadón, tan alejada de mí que no le veo la cara, con una camiseta que cubre la mitad superior de su cuerpo y desnuda de cintura para abajo, salvo por un par de relucientes zapatos negros de tacón alto (un detalle añadido por mi imaginación), y con las nalgas rosadas al descubierto. Me quito la chaqueta, me remango el brazo derecho, después con las puntas de las dos manos ajusto la postura de sus caderas y acaricio ligeramente la curva de sus glúteos, como un criador de perros que serena a su tembloroso pura sangre antes de exhibirlo. Lanzo hacia atrás el brazo, lo proyecto hacia delante y descargo el impacto de la palma abierta sobre el trasero de Alex. El sonido y la sensación de mi piel contra la suya explota en mi cabeza. La oigo jadear. Antes de retirar la mano dejo que repose un segundo en el punto donde se ha posado y asesto otro azote y otro y otro más, haciendo una pausa deliberada entre cada uno, me inclino por una nalga, luego por la otra, las alterno y cada vez poso la mano ya escocida un poco más de tiempo donde ha aterrizado…

Nunca he tenido una fantasía así. ¿Cómo ha intuido esta mujer que acechaba, insospechada, en algún lugar de mi psique, sólo a la espera de liberarse?

26 de noviembre. Anoche Fred volvió de la tienda un poco tarde pero de buen humor, después de haber tomado una copa con Jakki para celebrar la venta por la tarde de un cuadro bastante caro. Mientras tomábamos el guiso de pollo que yo había preparado, junto con otra copa de vino, me contó entre risitas la crónica confidencial que le hizo Jakki de su vida sexual con Lionel. Al parecer, de vez en cuando tienen noches temáticas fantaseadas por él. Por ejemplo, una noche india, en que queman incienso en el dormitorio, ponen un raga en la grabadora y el Kamasutra ilustrado abierto como referencia encima de la mesilla. O una noche japonesa: copulación sobre una estera con almohadones, vestidos con yukatas y vasitos de sake a mano como refrigerio. O sexo italiano, con dulces Amoretti para mordisquear, Asti Spumante para beber y arias de Puccini como música de fondo. Nos divertimos inventando otros temas que pondrían a prueba su imaginación, su vigor o ambas cosas: una noche esquimal, una noche de orgía romana, una noche D. H. Lawrence… Aunque nos burlemos de ellos, no es sin una pizca de envidia por mi parte, e intuí que también por parte de Fred.

—Oh, bueno, que tengan buena suerte —dijo, sirviéndose otro vino—. Es evidente que se lo pasan bien, ¿y por qué no?

—¿Te gustaría probar algo por el estilo? —aventuré.

—Somos demasiado viejos para esas jaranas, cariño —dijo, incluyéndose generosamente en la misma franja de edad que yo—. Además, para disfrutar esas cosas hay que tomárselas completamente en serio, y me temo que me parecerían tan absurdas que reventaría de risa.

—Sí, la risa es el enemigo del erotismo —dije, con cierta tristeza.

—Pero podríamos practicar un poco de sexo anticuado esta noche, si te apetece —dijo.

—Vale —dije, poniendo el corcho a la botella de vino.

Más tarde, en el dormitorio, al salir desnudos de nuestros cuartos de baño respectivos y abrazarnos, ella dijo:

—Si tú tuvieras una noche temática, ¿cuál sería?

—Una noche de azotes.

Ella echó hacia atrás la cabeza y me miró fijamente.

—¡Cariño! ¡Vaya idea! ¿Quién azotaría a quién?

—Me gustaría azotarte a ti —dije—, pero supongo que podríamos turnarnos, si te apetece.

Ella se rió casi histéricamente.

—¿Quieres que me ponga encima de tus rodillas? ¿No te pesaría un poco?

Paseé la mirada por la habitación.

—Puedes despejar tu tocador y tumbarte encima.

Me asestó un azote bastante fuerte en el culo, y yo grité:

«¡Ay!»

—¿Ves? —dijo ella—. En realidad no te gusta.

—Me has pillado por sorpresa —dije—, pero el efecto es muy estimulante. Mira.

Sonriendo entre dientes, me dio otro azote, más fuerte. Yo contraataqué. Forcejeando y riendo, caímos sobre la cama. Más tarde, sin reír, le hice a Fred lo que Alex me había prohibido que le hiciera a ella, imaginando con los ojos cerrados que estaba en la habitación iluminada por una bombilla roja. Fue la mejor sesión de sexo que había tenido desde hacía mucho tiempo.