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16 de noviembre. Alex Loom cumplió su promesa de no telefonearme, pero dos días después recibí un e-mail suyo diciendo: «¿Cuándo nos veremos para hablar de mi tesis?» Respondí: «No lo sé. Por curiosidad, ¿cómo ha conseguido mi dirección de e-mail?» Contestó: «Me imaginé que probablemente utilizaría la red de la universidad y que tendría el mismo tratamiento que todo el profesorado.» Tenía razón, por supuesto. Al personal académico jubilado le permiten seguir utilizando la red de la universidad, que te da acceso al catálogo de la biblioteca y te ahorra contratar un proveedor de servicio comercial. Añadió: «Entonces, ¿cuándo nos vemos?» Escribí: «No veo la utilidad de vernos hasta que haya algo de que hablar. ¿Puede enviarme un capítulo?» Me envió una copia de su proyecto de tesis, todo muy general y abstracto. Respondí: «Necesito algo más específico, como un capítulo.» Respondió: «No vale la pena enseñarle nada de lo que he escrito hasta ahora.» Contesté: «Pues esperaré.» Desde entonces, silencio.

Me sorprendo consultando mi correo electrónico con más frecuencia de lo habitual para ver si me ha respondido, y me produce una ligera decepción comprobar en mi buzón de entrada que no lo ha hecho. Su insólita tesis de doctorado parece haber reavivado mi apetito de investigación. Hoy he ido a la biblioteca de la universidad y he buscado en las estanterías dedicadas a la lingüística fichas que hagan referencia a notas de suicidas. No he encontrado ninguna, pero he pedido un par de libros sobre análisis de documentos que podrían resultar pertinentes. Me ha escandalizado descubrir que uno de ellos tenía varios pasajes marcados con un rotulador turquesa, no sólo en los márgenes, sino también unos trazos paralelos directamente sobre las líneas de texto, de izquierda a derecha. Informo del vandalismo en el mostrador de préstamos. «Me parece extraordinario que una persona con la instrucción necesaria para tener acceso a una biblioteca universitaria haga esto en un libro», digo. El bibliotecario hace una mueca y se encoge de hombros. Explica que desde que los estudiantes pueden consultar los libros por su cuenta en una terminal informática y devolverlos mediante algo parecido a una rampa de lavandería que hay en el vestíbulo, no es posible hacer un seguimiento del trato que reciben los volúmenes.

—Pero tendrá que haber un registro en su ordenador de todos los que han pedido prestado un libro concreto —digo—. ¿No puede llamarles, uno por uno, e interrogarles? Quizás los vándalos no confesaran, pero no volverían a hacerlo.

Me ha mirado como si yo estuviese majara. Bueno, puede que lo esté un poco, en este particular. Para mí el modo de tratar los libros es una prueba de conducta civilizada. Reconozco que alguna vez hago marcas leves de lápiz en los márgenes de un libro de la biblioteca, pero las borro escrupulosamente cuando recorro las páginas al pasar a limpio mis notas. Me enfurece encontrar en estos libros pasajes que han sido profusamente subrayados, por lo general con ayuda de una regla, por un lector previo evidentemente sometido a la ilusión de que este método grabará de algún modo las palabras en su corteza cerebral, y el atentado es, desde luego, mucho más grave si el instrumento de escribir es un bolígrafo en vez de un lápiz. La utilización de un rotulador es un tipo de maltrato nuevo y especialmente flagrante, que desfigura el texto con franjas de colores chillones, completamente indiferentes a la distracción que causa en lectores posteriores.

El episodio me puso de un humor adónde-­va-­a-­parar-­el-­mundo, un estado al que soy cada vez más propenso últimamente, incitado por fenómenos como Gran Hermano, palabrotas en el Guardian, anillos vibrantes para el pene que se venden en Boots, parranderos que vomitan la borrachera en el centro de la ciudad los sábados por la noche y quimioterapia para perros y gatos. Por alguna razón es más fácil concentrar la cólera y la desesperación en estos atentados comparativamente triviales contra la razón y la decencia que en las amenazas más graves contra la civilización, como el terrorismo islámico, Israel-Palestina, Irak, el sida, la crisis energética y el calentamiento global, que parecen estar fuera de nuestra capacidad de control. Creo que nunca, ni siquiera en el apogeo de la guerra fría, he sido más pesimista que ahora sobre el futuro de la especie humana, porque hay tantas maneras posibles de que la civilización tenga un final catastrófico, y muy pronto. No mientras yo viva, probablemente, pero es imaginable que suceda durante la vida del hijo en camino de Anne.

17 de noviembre. Tuve un curioso encuentro con Colin Butterworth ayer por la tarde. Fui a la lección inaugural del nuevo profesor de teología, más por las copas de vino en la recepción posterior (el vicedecano que se encarga de comprar el vino para la sala de profesores tiene buen paladar), que por interés en el «Problema de la oración petitoria», pero hay un sistema acústico decente en la sala de conferencias principal de humanidades, y si el acto resultaba interesante yo tenía la seguridad de oírlo todo. Fui solo porque Fred tenía una reunión, una junta de la organización benéfica de la que es miembro, aunque tampoco me habría acompañado, dijo, «Porque sé qué semillero de ateísmo es el departamento de teología». Una ligera exageración, pero es verdad que hoy en día los teólogos académicos suelen ser bastantes escépticos y profesan algo llamado «estudios religiosos» en vez del cristianismo o cualquier otra fe. Este tipo adoptó una actitud de divertido desapego de su tema. «La oración petitoria es pedir a Dios que haga algo», explicó. «Cuando se pide para otros se llama oración intercesora. Los católicos romanos tienen una modalidad especial que consiste en pedir a la Santísima Virgen o a los santos que intercedan por ti, transmitiendo a Dios tu petición.» El auditorio se rió con disimulo, como se esperaba que hiciera. El orador dijo que había varios problemas con la idea de la oración petitoria. Uno era que no suele funcionar. Otro era que, en muchos casos, si surtía efecto para ti denegaba la petición de algún otro, como cuando dos países en guerra o dos equipos de rugby rezaban al mismo Dios pidiéndole la victoria. Pero el problema más grande era la idea de un ser supremo que intervenía en la historia humana para atender a algunos peticionarios y frustrar a otros que manifiestamente no lo merecen menos. Lo sorprendente era que las personas religiosas tuvieran tantos argumentos al racionalizar y superar estas contradicciones y decepciones que persistían en la oración petitoria. En este momento recordé la nota del suicida en Internet, «Por favor, Dios, haz algo por mí y haz que pase este tiempo…», y me pregunté si quien la había escrito, cuando se recuperó de su sobredosis, habría agradecido o deplorado que su plegaria no hubiera sido atendida, y en el ensueño que suscitó esto perdí el meollo de la conferencia y nunca supe si tenía solución el problema de la oración petitoria.

La recepción que hubo después en la sala de profesores fue el calvario habitual del efecto Lombard. Había varios dolientes más entre los invitados de edad a los que suelen atraer estos actos, y tuve algunas de esas conversaciones que transcurren por los cauces conocidos de «Aquí hay un ruido terrible». «¿Qué?» «Digo que aquí hay un ruido terrible.» «Perdone, no le oigo, con este maldito ruido que hay aquí…» Entonces Sylvia Cooper, la mujer del ex director del departamento de historia, entabló conmigo uno de esos diálogos en que tu interlocutor dice algo que parece una cita de un poema dadaísta o una frase imposible de Chomsky, y tú dices «¿Qué?», o «¿Cómo dice?», y él repite lo que ha dicho y la segunda vez adquiere un significado trivial.

—El pasatiempo del baile se estropeó —pareció que decía Sylvia— y pasamos casi todo el tiempo en nuestra mierda, descubriendo que los imbéciles suegros tartamudeaban.

—¿Qué? —dije.

—Digo que la última vez que estuvimos en Francia hacía tanto calor que pasamos casi todo el tiempo en nuestra fonda, cobijados bajo techo detrás de los postigos.

—Oh, ¿hacía calor? —dije—. Debió de ser en el verano de dos mil tres.

—Sí, nos quemamos el culo encima de unas planchas, pero me temo que me ensucié el cubismo.

—¿Cómo dice?

—Estuvimos cerca de Carcasonne. Un sitio bonito, pero me temo que echado a perder por culpa del turismo.

—Ah, sí, pasa lo mismo hoy día en todas partes —dije, juiciosamente.

—Pero me zurzo el jerez. Mierda y sargazo dolían allí, ya ve. Hay un puteo precioso de arte moderno.

—¿Jerez? —dije, dubitativo.

—Céret, es un pueblecito en las estribaciones de los Pirineos —dijo la señora Cooper con cierta impaciencia—. Braque y Picasso pintaron allí. Se lo recomiendo.

—Oh, sí, lo conozco —me apresuré a decir—. Tiene una galería de arte bastante buena.

—El puteo de arte moderno.

—Sí, exactamente —dije, y miré mi vaso—. Creo que se me ha terminado. ¿Quiere otra copa?

Para mi alivio, contestó que no. Tras haber rellenado mi vaso me fui a los márgenes del gentío, donde oía razonablemente bien a las personas que llegaban. Vi a Butterworth y a su mujer en el otro extremo de la sala, charlando con el conferenciante inaugural y sin duda vertiendo los insinceros cumplidos de rigor sobre su ponencia. Butterworth —alto, atlético, bronceado, con una melena de pelo moreno, lustroso y rizado, sobresaliendo del cuello de su traje de seda negro— parece el más joven y guapo de la pareja, aunque supongo que los dos andarán por los cuarenta. Recuerdo que me dijeron que la mujer es o era enfermera, y llevaba un pichi bastante severo, parecido a un uniforme. Se mantenía muy erguida y observaba al teólogo atentamente, como si estuviera estudiando sus síntomas y de un momento a otro fuera a sacar un termómetro de su blusa almidonada y metérselo en la boca. Los ojos de su marido, en cambio, recorrían continuamente la sala en busca de la siguiente persona con quien le interesase hablar. Por un momento nuestras miradas se cruzaron, pero enseguida desvió la suya: no nos conocíamos mucho, y como ex colega jubilado no tenía nada que aportar al progreso de su carrera. Entonces el vicerrector, que había presentado al conferenciante, como es costumbre en la lección inaugural, se me acercó y me preguntó qué tal estaba mi mujercita y qué nos había parecido la nueva obra en el Playhouse, pues nos había visto allí la noche del estreno. No conseguí oír todo lo que me estaba diciendo, pero me las apañé para mantener una conversación convincente. Por el rabillo del ojo vi que Butterworth se abría camino hacia nosotros lo más rápido posible con una copa de vino en la mano. Me saludó llamándome por mi nombre de pila, como si yo fuera un viejo amigo, y luego dirigió su atención al vicerrector, que sin embargo fue requerido casi de inmediato por el decano para que hablara con otra persona.

—¿Disfruta la jubilación? —dijo Butterworth, con aire de decepción por la retirada del vicerrector. La gente me lo pregunta todavía en fiestas, como si llevara cuatro meses retirado en lugar de cuatro años.

—Mucho —dije, sin querer darle la satisfacción de conocer la verdad—. ¿Cómo le va a usted?

—Estoy ocupadísimo —dijo—. No se hace idea de la cantidad de papeleo que hay que despachar hoy día. Usted se retiró en el momento justo.

Es otra de las cosas que suelen decirme mis colegas en fiestas, dando a entender oscuramente cierta equivalencia entre la jubilación temprana y el general al que evacúan en helicóptero de una ciudad sitiada, o ratas que abandonan barcos que se hunden. Prosiguió enumerando todos los ejercicios de evaluación que estaba haciendo, y todos los comités de los que era miembro, y todas las solicitudes de becas que tenía que hacer, y todos los artículos que tenía que arbitrar y todos los estudiantes de posgrado a los que debía supervisar.

—Sí —dije, cuando hizo una pausa para respirar—. Conocí a una posgraduada el otro día.

Fijó la mirada en mí por primera vez desde que nos había dejado el vicerrector.

—¿Oh? ¿A quién?

—A Alex Loom —dije.

Me lanzó una mirada que sólo puedo describir como cautelosa.

—¿Cómo la ha conocido? —dijo. Le dije que en una recepción privada de la galería ARC, sin mencionar nuestros contactos posteriores.

—Me habló de su doctorado —dije (lo cual era cierto, aunque en aquella ocasión no capté ni una palabra)—. Es un tema intrigante.

—Sí —dijo él.

—Aunque un poco morboso —añadí, y asintió. Nunca le había visto tan parco en palabras.

—Está avanzando, ¿no? —pregunté, con un aire inocente.

—Son los primeros días —dijo él—. Todavía está reuniendo un corpus. Necesita más cartas inglesas para tener una muestra equilibrada. Casi todo el material disponible es americano.

Mientras hablaba de los problemas metodológicos se relajó un poco y recuperó parte de su fluidez normal. Fingí que sabía menos de lo que sé de Alex, e intenté sonsacarle. Le pregunté por qué había venido a Inglaterra para su doctorado.

—Quería trabajar conmigo —dijo, como si la respuesta fuera obvia.

—Y supongo que es más barato que en Estados Unidos —dije.

—Sí —dijo, volviendo a los monosílabos.

—¿Dónde se licenció? —pregunté.

—No me acuerdo —dijo—. En alguna facultad de humanidades de Nueva Inglaterra, y luego hizo un máster en Cornell.

—Oh, pensaba que había sido en Columbia —dije. Me miró de nuevo con cautela.

—Quizás. No sé mucho de ella. No viene mucho por la universidad. Trabaja por su cuenta, se mantiene aparte, no se mezcla con los demás licenciados.

—Un enigma —dije, sonriente.

—Eso parece —dijo, mirando por encima de mí al fondo de la sala—. Mi mujer me hace señas, creo que quiere que nos vayamos a casa. Disculpe —dijo, y se fue.

Era tan evidentemente reacio a decir algo de Alex que pudiese revelar que su toque mágico como supervisor no funcionaba con ella que me pregunto si Alex de hecho le habrá dado ya a entender que preferiría que fuese yo el director de su tesis. Le vi acercarse a su mujer y decir algo que pareció sorprenderla, y poco después se fueron.

Me complació haber descompuesto al Butterworth normalmente locuaz y satisfecho de sí mismo, y en consecuencia bebí demasiadas copas del Beaujolais del profesorado. Dejé el coche en el aparcamiento del campus y volví andando a casa, a la que llegué en un estado todavía algo ebrio, que desembocó en uno amoroso cuando descubrí a Fred en el cuarto de baño, a remojo en la gran bañera con patas en forma de garras, con un aspecto de rosado desnudo de Bonnard, los pezones romos asomando sobre la superficie del agua y el vello púbico moviéndose como algas más abajo. Me desvestí y me metí detrás de ella en la bañera, y enjaboné sus hermosos pechos nuevos mientras ella recostaba la cabeza en mi hombro, y le hablé de la conferencia y de la gente con quien había charlado (excepto Butterworth), y ella me contó la reunión donde había estado. Después nos acostamos, los dos desnudos y yo con una erección bastante prometedora, pero me quedé dormido en la mitad de nuestro primer abrazo, tan bruscamente que no me di cuenta de que me estaba durmiendo antes de que me venciera el sueño. Desperté de madrugada, con frío porque no me había puesto el pijama, y vi que Fred dormía profundamente junto a mí, envuelta en su camisón de invierno. Esta mañana, en el desayuno, ha hecho un comentario seco sobre lo mucho que yo había bebido la víspera, pero no se ha quejado de que me quedara dormido antes de tiempo, lo cual ha sido una gentileza por su parte.

18 de noviembre. En mi bandeja de entrada esta mañana: Los más largos e intensos orgasmos de tu vida - Erecciones duras como una piedra - Erecciones de acero - Eyacula como una estrella del porno - Orgasmos múltiples - Córrete una y otra vez - SPUR-M es el producto de farmacia más nuevo y más seguro —100% natural y sin efectos secundarios— Envíos a cualquier parte del mundo en 24 horas. No entiendo cómo me llega la mayor parte de estos correos basura porque no tienen correcto el apellido en la casilla de destinatario, sino sólo las iniciales, como «D. S. Jones», «D. S. Ford», «D. S. Bellwether» y, mi preferido, «D. S. Human». El mensaje de hoy iba dirigido a «D. S. Limp».[12]

19 de noviembre. Un desahogo ligeramente desquiciado de papá cuando le telefoneo hoy, quejándose de que no ha tenido ganancias de los bonos Premium desde hace seis meses. Los que tiene valen varios miles de libras. Estoy bastante seguro de que obtendría mayores beneficios de una buena inmobiliaria, pero los bonos le divierten mucho más. Además, se emociona cuando llega por correo un vale por cincuenta libras, a veces dos juntos, pero sin duda ahora está atravesando un período improductivo. «¡Seis meses! ¡Qué descaro!», le explico lo que parece haber olvidado, que es una lotería y no está garantizado que ganes un premio cada cierto tiempo, o ni siquiera que alguna vez ganes, sino sólo que no perderás tu inversión. «Lo hace un programa informático concebido para elegir números al azar.» «¿Te refieres a Ernie?», dice. «Lo sé todo al respecto. Pero no pensarás que esos tíos de allí arriba…, sea donde sea, en algún sitio del norte, en Blackpool, no pensarás que no pueden hacer que el ordenador elija los números que ellos quieran, ¿verdad?» «¿Por qué iban a hacer eso?», digo. «Ellos no pueden tener bonos Premium.» «No, pero ¿sus familiares? ¿Sus amistades?» «Papá, si el sistema fuera corrupto ya lo habrían descubierto.» «No estoy diciendo que metan en la máquina los números de sus parientes, son demasiado espabilados para eso. Pero pueden favorecer a determinadas zonas.» «¿Zonas?» Me había perdido durante un momento. «Sí, zonas, zonas», me dice, con impaciencia. «Los lugares donde se compraron los bonos. Saben de dónde es cada número. Pueden reducir las posibilidades para sus conocidos. Te apuesto a que gana más premios la gente de Blackpool que la de cualquier otra parte del país.» Había una especie de lógica loca en sus especulaciones y me ha impresionado la cantidad de reflexión que ha dedicado a este tema. «No lo creo, papá», le digo. «Pues yo sí, y voy a escribirles quejándome», dice. «Vale, papá», digo. Supongo que le sirve para ejercitar el cerebro.

He empezado a coleccionar folletos de residencias geriátricas de nuestro distrito y a obtener direcciones en las páginas amarillas y los servicios sociales. Una tarea deprimente. Tendré que hacer una lista y visitarlas yo mismo antes de que papá venga en Navidad. No me he atrevido a abordar el asunto con él por teléfono. Quizás lo haga la próxima vez que yo vaya a Londres; antes habrá otra escapada de un día. No sólo se opondrá enérgicamente a la idea de abandonar su casa; la idea de mudarse a lo que él llama, con un escalofrío en la entonación, «el norte» le disgustará por partida doble. Su Inglaterra es Londres y el sureste: la gran metrópolis, las ciudades costeras del sur, con sus espigones y malecones, y un bonito pedazo de campo entre ellas, no más agreste que las South Downs. Sus destinos en East Anglia y las Shetlands durante la guerra le parecieron exilios, casi en otro país. Cuando viene a pasar una temporada con nosotros, todo lo que hay más allá de nuestra calle arbolada de la periferia le resulta extraño y hasta amenazador: el color diferente de las casas, la «a» muy abierta y las contracciones crípticas del dialecto local, las cuadrículas de mugrientas casas adosadas que rodean a los armazones enormes de fábricas abandonadas a la espera de la demolición o reconversión. El campo circundante, muy admirado por sus amplios páramos, ríos caudalosos y pintorescas abadías en ruinas, le deja indiferente. Muéstrale un bonito panorama de picos y valles y es probable que su comentario sea: «Por aquí no hay ningún sitio donde tomar una taza de té, ¿eh?»

20 de noviembre. Recibo un e-mail de Alex hoy: «Sigo trabajando en aquel capítulo, pero le mando algo divertido para entretenerle la espera.» Envía la dirección de un sitio web llamado La nota del suicida: una guía de redactor. Lo he leído varias veces y soy totalmente incapaz de formarme una opinión: ¿es un documento serio o una broma de mal gusto? ¿O es una astuta estratagema para disuadir a potenciales suicidas? Sin duda ejerce una fascinación horrorosa.

Lo primero que tienes que decidir es qué método utilizar. ¿Vas a mecanografiar la nota o a escribirla en un ordenador? ¿O vas a escribirla a mano? Una nota manuscrita es más personal y tendrá por tanto un mayor efecto emocional sobre tus lectores. Pero si la redactas en un ordenador puedes corregirla y editarla. Al fin y al cabo, será lo último que digas, es tu declaración final para tu familia, tus amigos y el mundo. Puede ser que la lean en el juzgado de instrucción y la citen en los medios de comunicación. ¡Hasta podría acabar en una antología de notas de suicidas! Así que procura que sea lo más clara e inequívoca posible. Una posibilidad es que compongas la nota en un ordenador y luego copies a mano el texto definitivo para darle ese toque personal. Pero que la nota no sea demasiado pulida. Desactiva el corrector ortográfico y gramatical de tu ordenador. Unas cuantas faltas en tu carta le darán un efecto de autenticidad y urgencia.

Al leer la última frase he sentido el tacto frío de lo sobrenatural: es como si el redactor hubiese entrado en mi apunte de diario de hace unos días y me hubiera robado mi observación sobre la eficacia de la tosquedad con que estaba escrita la nota de aquella chica.

Tómate mucho tiempo para escribir la nota. No la dejes para el último minuto, cuando las pastillas o lo que sea ya estén haciendo su efecto. Podrías sucumbir al pánico y olvidar todas las cosas que pensabas decir. O perder el conocimiento antes de terminar el mensaje. Es mejor empezar a escribirlo un día o dos antes de matarte. Repásalo en la cama y corrígelo al día siguiente, como hacen los escritores profesionales. Verás cantidad de maneras de mejorarlo.

Aquí he empezado a preguntarme si el autor de este documento sería un sádico burlándose de las pobres criaturas que quizás hayan tropezado con su sitio web cuando consultaban en Internet la rúbrica «suicidio» en busca de comprensión o ayuda, o si abordaba todo el asunto de una forma tan fría y realista con intención de hacerles comprender brutalmente el carácter irreversible de la muerte e inducirles quizás a rechazarla como solución de sus problemas. ¿O se trataba simplemente de una parodia de mal gusto de los manuales de redacción?

Es mejor escribir la carta en primera persona. Utilizar la tercera para hablar de ti mismo parecerá afectado e insincero. Por la misma razón, evita las citas literarias. Escribe con tu voz propia y emplea el vocabulario que se te ocurre espontáneamente. No busques en un diccionario ni en un léxico una palabra que suene más imponente que la primera que has pensado. Al mismo tiempo, evita tópicos como «Ya no aguanto más», «Mi vida no vale la pena», «Quiero acabar con todo esto», etc. Se han empleado ya tantas veces que han perdido toda su fuerza expresiva y tus lectores se aburrirán y perderán interés.

Es evidente que el autor de la «guía» ha estudiado un montón de notas de suicidas y está familiarizado con algunas de sus estrategias y escollos característicos.

Puedes expresar qué tipo de entierro quieres, pero que no sea demasiado dispendioso (por ejemplo, gaiteros con kilt tocando una elegía sobre tu tumba), o tus familiares sufrirán la molestia y el gasto que les impones… No des instrucciones ni digas a tu pareja cosas como «Recuerda que tu gabardina está en la tintorería y estará lista para que la recojas el jueves». Quizás pienses que esto cause la impresión de que eres una persona considerada y generosa, pero tu pareja lo verá como una treta para que se sienta culpable, y otros pensarán que eres un estúpido por estar pensando en nimiedades semejantes en lugar de concentrarte en el asunto que te traes entre manos… Cerciórate de que dejas la nota en un lugar bien visible donde tengas la seguridad de que la encuentren, pues de lo contrario habrás perdido el tiempo escribiéndola; pero no la envíes por correo, por si tardas en matarte más de lo que habías previsto, en cuyo caso podrían impedírtelo.

Obviamente Alex creía que el documento era una broma, algo «divertido» con lo que entretenerme, y tengo que admitir que en algunos pasajes me reí en voz alta, pero con un ligero sentimiento de culpa, horrorizado de que se pudiera extraer humor de un tema semejante. ¿Y quién era el autor?

22 de noviembre. Anoche fuimos a un pase privado en el Old Wool Mill, uno de los muchos edificios de esta ciudad que han cambiado su función en la última década. Hay almacenes que se han transformado en clubs nocturnos, bancos en restaurantes y fábricas en centros de arte, a medida que las manufacturas tradicionales que construyeron la ciudad, sobre todo de acero y productos de lana, cede el paso a la economía posmoderna de la información, la industria recreativa y el consumo de moda. Hay un febril apetito público, alentado sin cesar por los medios de comunicación, de nuevos estilos en la moda, la comida, la decoración del hogar, los aparatos electrónicos, todo. Los artistas, que se han comprometido a «recrearlo» desde la llegada del modernismo, pero a su propio ritmo, se ven ahora superados por la velocidad del cambio en la cultura popular y se esfuerzan en trazar marcas sobre papel o lienzo, o en ensamblar en el espacio objetos tridimensionales, algo que no se le había ocurrido antes a nadie. La exposición en el Old Wool Mill se titula «Errores» y consiste en una colección de fotografías, fotocopias, faxes y otras imágenes que por una razón u otra sufrieron un fallo en el proceso reprográfico y de este modo produjeron artefactos nuevos, inesperados y supuestamente interesantes. Había fotos que habían sido sobreexpuestas abriendo el chasis de la cámara antes de haber rebobinado la película, imágenes fotográficas intencionada o accidentalmente superpuestas porque no se había avanzado el carrete del rollo, imágenes inidentificables creadas con una cámara digital por el procedimiento de modificar al azar las especificaciones por defecto, palimpsestos creados imprimiendo en una sola hoja mensajes de fax de cinco páginas, y fotocopias de páginas de libros que se habían estropeado porque la máquina se atascaba o habían torcido el libro cuando pasaba el rodillo, formando remolinos como de olas de texto deformado, sombras crudas y espacios blancos. Una de las muestras era una hoja en blanco DIN A4 sacada de una fotocopiadora cuyo operador había omitido insertar el documento que debía copiarse. Se titulaba Oh y estaba en venta por 150 libras (100 sin marco). Según el catálogo, el artista, al introducir o aceptar «errores» en el proceso reprográfico, estaba cuestionando la oposición admitida entre obras de arte «originales» y «reproducidas», y la necesidad de exactitud, uniformidad y repetitividad en la aplicación de la tecnología a la creación artística, llevando así a un nivel nuevo el debate iniciado por Walter Benjamin en su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Nada ilustraría mejor mi tesis de que gran parte del arte contemporáneo se sostiene gracias a un inmenso andamio de discurso sin el cual se derrumbaría simplemente y no se distinguiría de la basura. Se lo estaba diciendo a Fred cuando ella se llevó un dedo a los labios, gesto que yo interpreté como un aviso de que alguien a quien no le sentaría muy bien este comentario andaba cerca, probablemente el artista, lo que resultó ser el caso. Cuando eres sordo, además de no poder oír lo que dicen otros, no te das cuenta de lo alto que estás hablando.

La socia de Fred, Jakki, estaba en la exposición con su socio, es decir, su nuevo novio. «Novio» parece una designación demasiado juvenil para Lionel, un contable bajo y fuerte, de mediana edad e incipiente calvicie, pero el cielo sabe que a mi lado parece bien joven, ligero de pies y dinámico como un campeón de bailes de salón, capaz de bailar el vals entre la multitud de la fiesta con cuatro copas de vino en las garras y sin derramar una gota. Jakki es también más joven que Fred, cuarenta y tantos, le calculo, una morena de figura esbelta y bonitas piernas, a las que les saca partido usando faldas cortas. Tiene una boca ancha, en perpetuo movimiento, y por suerte una excelente dentadura, que exhibe en brillantes sonrisas que van desde lo obsequioso a lo lascivo, según su talante o las circunstancias. Tiene una voz fuerte y un acento de Lancashire que me recuerda a unas cómicas de la radio en mi infancia, aunque no posee un gran sentido del humor. En todos los aspectos personales Jakki parece la antítesis de Fred, pero se llevan sorprendentemente bien.

Habíamos quedado en cenar juntos los cuatro después del pase privado en un nuevo restaurante italiano en el centro de la ciudad y del que Jakki había oído hablar, llamado el Paradiso. En cuanto cruzamos el umbral supe que Inferno habría sido un nombre más idóneo, por lo que a mí respectaba. Las paredes estaban revestidas de mármol, los suelos cubiertos de baldosas de cerámica, las mesas recubiertas de cristal y las sillas hechas de madera dura: los sonidos rebotaban en aquellas superficies como fuego de metralleta. El local estaba lleno de gente y en el aire resonaba el fragor de la conversación, los gritos de los pedidos transmitidos por los camareros a la cocina abierta, un estrépito de cubertería, de vajilla y de cristalería según se iban sirviendo y retirando los platos, y otros varios ruidos adicionales que en realidad yo no conseguí discernir y sólo después supe por mis compañeros que eran el aire acondicionado y, absurdamente, música «de fondo». Incluso a ellos —mis acompañantes— aquel alboroto les dificultaba la conversación y para comunicarse se vieron obligados a inclinarse sobre la mesa, casi con las narices tocándose. Pero se comunicaron, mientras que yo, tras unos cuantos intentos, desistí con un gesto de impotencia y me enfrasqué en la comida, que era muy buena, aunque lenta en llegar, y en el vino, que bebí más de la cuenta. Estuve tentado de quitarme el audífono, ya que sólo servía para amplificar la algarabía circundante, pero recordé que Evelyn Waugh, para revelar que se aburría con la gente sentada a su lado en una fiesta, se quitaba la trompetilla del oído, y quitarse en público la pequeña prótesis de plástico quizás transmitiera el mismo mensaje.

Habíamos entrado en el restaurante en el apogeo de la velada, y para cuando terminamos los platos principales el ruido había disminuido hasta un punto en que pude sumarme a la conversación, que Lionel desvió hacia el tema de mi discapacidad. No suelo acoger bien esta iniciativa, por muy comprensivo que sea el instigador y por muy buena voluntad que tenga. Me cansé de explicar que ni siquiera los audífonos de mayor calidad tecnológica pueden restaurar la capacidad de mi cerebro de separar los sonidos que quiero oír de los que no quiero, y que mi deficiencia auditiva no es de las que pueden solucionarse con implantes, sino una afección incurable que irá empeorando, y en la que «la única incógnita», concluí en esta ocasión, «es si me quedaré como una tapia antes de que me tapien en la tumba, o viceversa».

—¿Has intentado aprender a leer los labios? —dijo Lionel. Tuve que admitir que nunca lo había intentado; asocio esta técnica exclusivamente con los sordos profundos, sobre todo personas con una vida pública, y la considero una destreza casi milagrosa que debe adquirirse a lo largo de muchos años, desde la infancia en adelante.

—Tuve una clienta que se quedó sorda siendo ya mayor, como en tu caso —dijo Lionel—, e iba a clases de lectura de labios. Dijo que eran una gran ayuda.

—¡Qué brillante idea, cariño! —dijo Fred, apretándome la mano y mirando con gratitud a Lionel.

—Bueno, supongo que hasta cierto punto leo los labios, inconscientemente —dije—. Quiero decir que siempre oigo mejor lo que Fred dice cuando la miro a la cara.

—Sí, pero no es lo mismo, Des —dijo Jakki. (Nunca la he invitado a que me llame «Des», pero ella lo hace, de todos modos. También llama «Lie» a Lionel, pero a él no parece importarle.)—. No es lo mismo que aprenderlo.

Su carnoso labio inferior sobresalió cuando pronunció el verbo, y se me ocurrió pensar que observar los movimientos de labios de Jakki podía distraer más que ayudar. Fred preguntó dónde eran las clases y Lionel dijo que lo averiguaría. Por desgracia la anciana en cuestión se había muerto un par de años antes, pero él seguía en contacto con su hijo. Estaba claro que era en un lugar cercano.

—Parece maravilloso, no sé cómo no lo hemos pensado antes —dijo Fred.

—Lie es una fuente de información —dijo Jakki, con aire de suficiencia.

—Bueno, desde luego es una idea —dije, con cautela—. Tendré que estudiarlo.

—Podrías haber mostrado un poco más de entusiasmo, cariño —me dijo Fred cuando volvíamos a casa.

—Bueno, necesito saber algo más sobre esas clases, qué suponen, quién las dirige —dije—. No sé muy bien si me gusta la idea. Es un poco tarde para volver a sentarme en un aula.

—Quizás podrías recibir clases particulares —dijo Fred.

—Sí, quizás —dije—. Pero saldría caro.

—¡Caro! ¡Dios mío! Si funcionaran, valdría la pena pagar cien libras la hora. Y más.

Lo dijo con tanta vehemencia que se olvidó de agregar la coletilla habitual de «cariño». Yo estaba un poco ofendido y no dije nada.

—Prácticamente no has participado en la conversación esta noche hasta que Lionel te ha dirigido la palabra —continuó Fred—. Sé que había mucho ruido allí, pero a veces tengo la impresión de que casi has renunciado a querer oír lo que dice la gente; la sordera es una buena excusa para desconectar y pensar en tus cosas.

—Tonterías —dije—. Es una cruz para mí.

—Pues, entonces, ¿por qué no pruebas a leer los labios?

Estaba acorralado. No me gustaba la idea de volver a ser un estudiante y tenía escasa confianza en aprender a leer los labios a estas alturas de mi vida, pero comprendí que tendría que intentarlo o me acusarían de una indiferencia egoísta al impacto de mi deficiencia sobre Fred y el prójimo. Y me pregunto incómodamente si no habrá alguna verdad en lo que ella dice. ¿Habrá un instinto de sordera análogo al instinto de muerte del que habla Freud? ¿Un anhelo inconsciente de letargo, silencio y soledad subyacentes, que contradice el deseo humano normal de compañía y trato social?

Esta tarde Alex Loom por fin me ha enviado por e-mail un capítulo de muestra. Es corto, pero prometedor. Trata de la disposición de los párrafos en las notas de suicidas. Hace una distinción entre nota «depresiva» y «reactiva». La primera es producto de sentimientos subjetivos de desengaño, fracaso, frustración, etc., y la segunda de circunstancias objetivas, como una enfermedad incurable, la quiebra, una deshonra pública, etc., y su teoría consiste en que los párrafos cortos son más frecuentes en el primer tipo de notas que en el segundo (este aserto exige más pruebas estadísticas), porque hay menos flujo cohesivo en los pensamientos de la redactora; la nota depresiva se compone más bien de lo que ella denomina «chorros emocionales», que pueden no tener conexión entre sí y hasta ser mutuamente contradictorios, cuando la que escribe repasa los motivos de su impulso suicida y el impacto de su acción sobre los demás. (En las generalizaciones, el autor es considerado siempre femenino.) Los ejemplos que pone confirman mi impresión, por lo que ha visto, de que hay un predominio de párrafos de una frase en las notas de suicidas. Por ejemplo, «Alguien hace algo».

Le he enviado algunos comentarios recatadamente positivos y ella me responde con un «gracias» exageradamente efusivo y una propuesta de que nos veamos otra vez en su piso para hablar del capítulo con más detalle. No veo manera de escabullirme, ni tampoco un lugar mejor: si nos vieran departiendo en la universidad o en algún lugar público como la galería ARC podríamos dar pábulo a conjeturas y cotilleos, y es evidente que no puedo invitarla a venir a casa. Su piso tiene la ventaja de una privacidad absoluta. La cuestión es cómo decírselo a Fred de una forma que no revele que he sido bastante poco franco sobre mi contacto anterior con Alex.

23 de noviembre. Lionel averiguó la dirección de correo electrónico de Bethany Brooks, la profesora de lectura de labios, y se la pasó a Jakki, que se la pasó a Fred, quien la trajo a casa y me la dio a mí. De modo que he tenido que cumplir mi promesa de «estudiar» el asunto, y a continuación hubo un intercambio de e-mails. Primero le pregunté a Bethany Brooks si daba clases particulares y me dijo que no, porque da clases en toda la comarca y no tiene tiempo para las individuales, pero que de todas formas era mejor aprender en un grupo. Da una lección semanal en un centro de educación para adultos que no está lejos de aquí y me invitó a inscribirme. «De hecho podemos admitir más hombres en la clase», me escribió, cosa que no me tranquilizó mucho. Para mi sorpresa es totalmente gratuito, «aparte de una pequeña cantidad para el té y el café», ya que lo financia una institución benéfica para los sordos y los que padecen problemas auditivos. Las clases son todos los martes, de 10.30 a 12.30 de la mañana. Sugerí, con optimismo, que un principiante quizás debiera esperar hasta que empiece el siguiente curso, en vez de intentar unirse al actual, pero ella me dijo que no era necesario, porque el curso no tenía un auténtico comienzo ni fin, y casi todos los alumnos llevaban años asistiendo. «No es como aprender otro idioma», escribió. «Se trata más bien de desarrollar hábitos de observación. De identificar lo que es fácil y lo que es difícil. De aprender a prever los problemas y a sortearlos. Tanto mejor cuanto más se practique.»

—Parece sensato —dijo Fred cuando le informé de este mensaje. A pesar de mis recelos no pude discrepar, ni se me ocurrió ninguna razón para no asistir a la clase la semana siguiente.