9 de noviembre. Ha habido una extraña continuación de mi visita a Alex Loom. Esta tarde me estaba preparando para ir al banco y a la estafeta de correos de nuestra calle mayor y he decidido ponerme el abrigo. No me lo había puesto desde el martes, porque ayer el tiempo fue templado y húmedo, pero hoy volvía a hacer frío. Mientras me estaba abrochando el abrigo y comprobando mi aspecto en el recibidor, he notado un bultito encima del pecho, como si tuviese un pañuelo arrugado o una pequeña bufanda en el bolsillo superior interno del abrigo. Deslizo la mano dentro del bolsillo y, como un prestidigitador involuntario, saco un par de bragas de mujer. Las sostengo extendidas entre los índices y los pulgares, y me quedo mirándolas. Eran de algodón blanco, con una delgada tira de encaje. He comprendido al instante cómo han llegado a mi bolsillo: había entrado en el cuarto de baño de Alex antes de marcharme —la taza de té ejerció una presión incómoda sobre mi vejiga— y ella debió de aprovechar la oportunidad para meterme un par de bragas suyas en el abrigo, como una especie de posdata a nuestra conversación. Pero ¿qué trascendencia tenía este hecho?
Estaban usadas, pero recién lavadas; no he tenido que olerlas para cerciorarme, porque estaban inmaculadas y la tela era suave y elástica al tacto. Al mirar dentro de la pretina he descubierto una etiqueta de Bloomingdale’s descolorida, confirmación de que pertenecían a Alex: tampoco es que se me ocurriera ningún otro sospechoso de haberme gastado esta broma durante las últimas cuarenta y ocho horas. Se me ha pasado por la cabeza que fácilmente podría haberlas sacado en presencia de Fred. Si, por ejemplo, anoche me hubiera puesto el abrigo en vez de la gabardina cuando fuimos a un estreno en el Playhouse, podría haberlas sacado aquí en el recibidor cuando salíamos, o en el foyer del teatro cuando estaba entregando el abrigo en el guardarropa, rodeado de espectadores curiosos y divertidos. «¿Qué demonios…?», me imaginé diciendo, al sacar las bragas dobladas del bolsillo interior y desdoblarlas, mirándolas boquiabierto mientras la gente se reía y se daban codazos unos a otros y Fred miraba atónita y después enfurecida. Ella habría pedido una explicación en ambos lugares, ¿y qué iba yo a decirle sin revelar mi visita al piso de Alex, convirtiendo así este acto en algo mucho más culpable de lo que era? He sentido un ramalazo de rabia por la imprudente conducta de Alex.
Me miro en el espejo de la entrada, un hombre demacrado, de pelo gris, con un formal abrigo oscuro, que sostiene un par de bragas blancas, como un detective con una prueba incriminatoria, y me pregunto qué hacer con ellas. Lo primero que pienso es en tirarlas a la basura, pero en el pasado ha habido ocasiones en que Fred ha perdido sus llaves o una joya y ha hecho un rastreo meticuloso de nuestros cubos, poniendo su contenido encima de unas páginas de periódico en el traspatio, y el azar podría decidir que volviera a hacerlo antes de la próxima recogida. He pensado en quemarlas, pero en casa no tenemos ningún fuego de combustible sólido, y si lo hiciera en el exterior, en la barbacoa, pongamos, siempre hay una posibilidad de que un vecino me vea dando vueltas a las bragas carbonizadas con un par de pinzas. He pensado en cortarlas en pedacitos con tijeras y tirarlas a la taza del retrete, pero las cañerías en esta casa vieja no son su punto fuerte, ¿y qué pasaría si se obstruyera el desagüe y los desatascadores recuperasen una bola empapada de fragmentos de algodón, ostentando una etiqueta de Bloomingdale’s? Estas contingencias se hacían cada vez más extrañas y paranoicas según las rumiaba. Al final he metido la causa de toda esta agitación en un sobre acolchado, lo he dirigido a la dirección de Alex en Wharfside Court y he adjuntado una postal con un mensaje lacónico: «Creo que esta prenda es suya. No entiendo cómo ha venido a parar al bolsillo interior de mi abrigo, pero ha sido una gran estupidez que podría haberme puesto en una situación muy embarazosa. En vista de estas circunstancias no puedo comprometerme a prestarle ninguna ayuda o consejo referentes a su doctorado. D. B.» He enviado el paquete desde la estafeta, camino del banco. He pagado la tarifa de entrega rápida para que advierta la magnitud de mi desagrado lo antes posible.
10 de noviembre. Alex Loom me ha telefoneado esta mañana, cuando acababa de recibir el paquete. Por suerte, Fred ya se había marchado a la tienda.
—Lo siento —dice bruscamente, sin decirme su nombre, en cuanto he descolgado el teléfono—. Lo siento muchísimo. Fue una estupidez.
—Sí, una estupidez —digo fríamente. Ella murmura algo que no capto. Subo el volumen del teléfono y digo—: ¿Qué?
—Era sólo una broma.
—Pues me temo que no me ha hecho gracia.
—Las bragas estaban limpias.
(Esto lo dice como alegando un atenuante.)
—Ya sé que estaban limpias —digo, superfluamente. En la pausa que sigue intuyo su deducción de que yo las he examinado detenidamente—. Eso no viene a cuento. Habría sido sumamente engorroso si las hubiera sacado del bolsillo delante de… delante de otra gente.
Oigo en la línea un débil sonido que podría haber sido una risita ahogada.
—¿Su mujer, por ejemplo?
—Exactamente.
—No pensé en eso —dice ella—. Estaba segura de que usted las encontraría antes de llegar a casa.
—Pues no fue así.
—Oiga, lo siento de veras. Prometo no volver a hacerlo.
—No tendrá ninguna otra oportunidad de hacerlo —digo.
—Oh, no habrá dicho en serio lo de no ayudarme en mi doctorado, ¿verdad?
—Me temo que sí —digo—. Adiós.
Y he colgado el teléfono. Ha vuelto a sonar casi de inmediato.
—Por favor, no me haga esto —dice ella—. Empecemos de nuevo. Como si lo de las bragas no hubiera ocurrido. Necesito su ayuda para mi tesis. Me lo prometió.
—Sólo prometí que lo pensaría.
—Pero el tema le interesa, ¿no? Lo vi.
Estaba pensando que debería proponerle a Fred que a la menor oportunidad cambiemos nuestro número de teléfono y que no aparezca en la guía, y me preguntaba qué excusa darle, cuando he caído en la cuenta de que había una solución más sencilla.
—De acuerdo —digo—. Lo pensaré. Pero con una condición.
—¿Cuál? —pregunta ella.
—Que me prometa no volver a llamar nunca a mi casa.
Hay un breve silencio al otro lado de la línea y luego ella dice:
—Vale. Trato hecho.
Después me percato de que tácitamente he accedido a ayudarla, pues de lo contrario no habría manera de impedir que volviera a llamarme. O como dicen los teóricos del acto de habla, mi enunciado habría perdido su eficacia perlocutiva.
¿Qué tipo de acto de habla es la nota de un suicida? Depende, por supuesto, de qué sistema de clasificación se utilice. En el esquema clásico de Austin hay tres tipos de actos de habla en cualquier frase, verbal o escrita: el locutivo (que es decir lo que dices, el significado de la proposición), el ilocutivo (que es el efecto que el enunciado pretende causar en otros) y el perlocutivo (que es el efecto que realmente causa). Pero hay muchas otras distinciones y subcategorías, y tipologías alternativas como los actos de habla indirectos de Searle: comisivos, declarativos, directivos, expresivos y representativos. La mayoría de las frases tienen significado locutivo y fuerza ilocutiva. La zona borrosa es la divisoria entre lo ilocutivo y lo perlocutivo. ¿Es lo perlocutivo un acto lingüístico propiamente dicho? Austin pone el ejemplo de un hombre que dice: «¡Mátala de un tiro!» (puestos a pensarlo, un ejemplo bastante raro, un síntoma quizás de machismo y de misoginia entre los profesores de Oxford). Locución: Me dijo «Mátala de un tiro», «mátala» queriendo decir matarla y «un tiro» un disparo. Ilocución: me instó (o me aconsejó, me ordenó, etc.) a que la matara de un disparo. Perlocución: me convenció de que le disparase. El nivel interesante está en la ilocución: incluso en este ejemplo se ve que las mismas palabras pueden tener fuerza ilocutoria muy distinta en diferentes contextos. Un pequeño ejercicio que yo ponía a los estudiantes de primer año era imaginar estos contextos. «Me ordenó que la matara», verbigracia, podría ser la orden de un oficial de las SS a un guardia en un campo de concentración. «Me aconsejó matarla» requiere un poco más de imaginación, hay una enorme distancia moral entre el frío verbo conjugado y el brutal infinitivo; algún padrino de la mafia, quizás, hablando con un miembro de su familia cuya mujer le había sido infiel. (Pensándolo mejor, sólo un notable bajo para esta hipótesis: normalmente tienen que estar presentes el arma y el objetivo para que «matar» sea acertado.)
¿Y una nota de suicida compuesta exclusivamente de las palabras «Tengo intención de matarme de un tiro»? Locución: declara su intención de matarse, «intención» significando intención, «matar» matar y «me» a mí. Ilocución: aquí hay varias posibilidades. Podría estar explicando, a los que le encontrasen muerto, que se había disparado de un modo deliberado, no accidental, o que no le había disparado otra persona. Podría estar expresando la desesperación que le había empujado a dar ese paso extremo. Podría estar insuflando remordimientos a su familia y amigos por no haberse dado cuenta de que él podría suicidarse y no haberlo evitado. Sin más contexto no hay manera de saberlo. En cuanto al efecto perlocutorio, supongo que dependería de si se había suicidado o no. ¿O no? No es necesario decir o escribir las palabras «tengo intención de matarme» para causar el efecto de haberte matado. No realizas el suicidio en palabras como, digamos, realizas el matrimonio. El nivel perlocutivo de una nota de suicida es inseparable del nivel ilocutivo: el efecto que se pretende en quienes la lean. Pero seguramente influirá el hecho de que hayas o no consumado el suicidio.
En la práctica, las notas de suicidas, incluso las cortas, no son nunca tan escuetas y simples como la de mi ejemplo. He buscado algunas en Internet y hay montones de actos de habla con muchos tipos distintos de fuerza ilocutoria. Por ejemplo:
¿Por qué me hizo esto? Dijo que me quería. Cómo pudo salir con ella sin tener en cuenta lo que yo siento. Estoy destrozada, encima de los estudios y el problema de mamá. Cada vez capeo menos los deberes de clase. Me van a suspender. Ojalá me muriera, así dejaría de ser un problema para todo el mundo.
Mamá bebe más que antes y no puedo controlarla. Esconde las botellas y se enfurece si las encuentro, y Gary no me ayuda, se pone de su parte porque él también bebe. Estoy tan hecha un lío que lo único que hacemos es pelearnos. Siempre que estoy en casa hay pelea. Quiero acabar con todo esto. Por favor, que se acabe. Que acabe este desorden.
Estoy totalmentísima sola, a nadie le importa si estoy viva o muerta. Lo único que hago es causar problemas a todo el mundo. Cómo recuperarle. No sabe cuánto significa para mí y mi vida. Sin él para mí no hay vida.
Mamá y Gary me han dejado en la estacada. ¿No ven lo mal que estoy? ¿No les importa? Por favor Dios haz algo por mí y haz que pase este tiempo. No valgo para los estudios y soy tan fea que nadie se interesa por mí. Qué estúpida de haber pensado que él podía quererme.
La carta sigue así durante otros diez párrafos, oscilando entre la queja, la acusación, la autocondena, la compasión por sí misma, la súplica, la rabia, el miedo y el desespero, y a veces el destinatario es su familia, a veces indirectamente el novio que la ha plantado, a veces Dios o ella misma, en frases que pasan de enunciativas a interrogativas y a imperativas. He pensado en la hipótesis de Alex Loom de que la desesperación suicida aumenta el grado de aptitud expresiva normal del sujeto, y aquí no he visto nada que lo demuestre. Pero si se hace una lectura literaria del documento, el contexto da al estilo ingenuo una eficacia patética; hasta las incorrecciones cobran una especie de elocuencia. «Estoy totalmentísima sola» podría haberlo escrito Gerard Manley Hopkins. Su incapacidad de «capear» los deberes es como un lapsus freudiano que revela su costumbre de «copiar». La puntuación caprichosa transmite la urgencia de la angustia y la confusión mental con un efecto de flujo inconsciente, y conforme avanza la carta el presente de indicativo crea un poderoso ímpetu narrativo: «Pienso todo el tiempo en las pastillas del botiquín pero tengo miedo.» La carta concluye así:
Tengo tanto frío, por favor haz algo. No aguanto este vacío dentro. Mi cabeza es horrible. Para este martilleo, duele muchísimo. No controlo nada de mi vida. Me estoy rompiendo en pedazos.
Que alguien haga algo.
Si fuera un relato corto uno diría que el párrafo final de cuatro palabras es de una simplicidad magistral. Pero, por supuesto, los destinatarios originales de la carta o los que la encontraran no la leerían así; y abordarla estéticamente, analizarla como un texto literario, parece un procedimiento un tanto cruel, indiferente al dolor humano que describe. Fue un alivio descubrir una nota al pie diciendo que en este caso concreto la firmante sobrevivió a la sobredosis y «salió adelante en la vida». La carta, de hecho, está en un sitio de la red dedicado a la prevención del suicidio.
12 de noviembre. Telefoneo a papá, como hago siempre los domingos, hacia las seis de la tarde. Como está esperando la llamada contesta enseguida. Le compré hace poco un teléfono nuevo, con teclas numéricas grandes, como en un juguete educativo, y un control de volumen que él mantiene permanentemente en la posición de «máximo». Hice que le instalaran una toma nueva en el comedor. Antes, cuando el teléfono estaba en el pasillo, podía sonar durante cinco minutos hasta que lo oía. Esta noche debía de estar sentado al lado del aparato, porque descuelga y grita «hola» después del primer timbrazo.
Al principio parece estar de un humor razonablemente bueno. Ha conseguido preparar para la comida un asado de cordero sin quemarlo ni prender fuego a nada, y está encantado.
—Creo que ya tengo la cocina dominada —dice—. Y el asado me durará unos cuantos días.
Pero no tarda en quejarse de que no duerme bien y de que tiene que levantarse cuatro o cinco veces por la noche. Volvemos a tener la conversación sobre el colchón.
—Deberías comprarte un colchón nuevo, papá. Uno ortopédico.
—¿Un nuevo qué?
—Uno firme.
—¿Qué sentido tiene malgastar el dinero en un colchón nuevo a mi edad?
—Te lo pago yo, papá.
—Tampoco quiero que tú malgastes el dinero.
La mención del dinero, por desgracia, le recuerda una correspondencia reciente con Hacienda.
—Ese tipo de Escocia sigue escribiéndome sobre los impuestos. ¿Qué tiene que ver Escocia conmigo?
—Supongo que han trasladado allí la administración que recauda tus impuestos —digo—. Ya sabes, para crear empleo.
—¡Empleo! Seguro que han creado un bonito trabajo para alguien que me escribe cartas y me manda impresos para rellenar.
—¿Qué te dicen, papá?
Hasta donde consigo enterarme, Hacienda le dice que tiene derecho a una devolución de impuestos retenidos en origen de alguna cuenta que tiene en una sociedad inmobiliaria, y le pide que rellene un impreso a tal efecto, pero él sospecha que en la costa occidental de Escocia están tramando un plan para estafarle.
—Mete toda la correspondencia en un sobre y mándamela —digo—. Intentaré ordenarla.
—No, podría perderse en el correo. La miras la próxima vez que vengas. Los carteros de por aquí son una pandilla de ladrones. Y hay otra cosa. He encontrado títulos de acciones de British Leyland. ¿Qué hago con ellos, los vendo?
—Creo que es demasiado tarde, papá. British Leyland desapareció hace años.
—¡Joder! ¡Qué mala suerte tengo!
—¿Cuántas acciones tenías?
—Veinticinco. De cinco libras cada una.
—Bueno, no has perdido mucho.
—Podrían haber subido de valor.
Le aseguro que no lo hicieron. Entonces se explaya sobre otras cuitas financieras y le digo, como le he dicho antes, que si me diera un poder notarial lo arreglaría todo de la manera más beneficiosa para él, pero inmediatamente se vuelve receloso y hostil.
—Lo siguiente que me dirás es que haga testamento —dice, sarcástico.
—Bueno, creo que sí deberías hacerlo —digo. Él lo sabe, por supuesto: es otra conversación recurrente entre nosotros.
—No hace falta —dice, enfadado—. Tú vas a heredar todo lo que tengo. Lo sabes. Eres mi único… como se llame. El pariente más cercano. No hace falta pagar a un abogado para que haga un testamento de lujo.
—Muy bien, papá, como quieras —suspiro. Me causará algunas molestias que muera intestado, pero sería descortés presionarle más: sé que rehúye supersticiosamente hacer un testamento, como si pensara que estaría firmando su sentencia de muerte. Charlo sin ton ni son un rato sobre el tiempo y los programas de televisión hasta que él se calma lo suficiente para que yo pueda despedirme y colgar.
Después llamo a Anne. Está en el sexto mes de gestación y dice que se siente bien, sólo tiene un poco de dolor de espalda, y está contentísima porque les han terminado el cuarto de baño. Trabaja para los servicios sociales de Derby, y vive en un pueblo al lado de la ciudad con su compañero Jim. Es un chico amable, pero poco convencional, que se gana la vida comprando viviendas viejas que restaura mientras vive en ellas y después las vende más caras y se compra otra, con lo que parece que viven siempre en un estado de semicaos, con sólo la mitad de su espacio vital habitable.
—Espero que no vayáis a mudaros otra vez en el futuro inmediato —digo.
—No, he conseguido que Jim me prometa que nos quedaremos aquí una temporada —dice ella—. Hasta que el bebé tenga por lo menos dos años.
—Así me gusta —digo. Me confirma que vendrá a cenar con nosotros la noche de Navidad y que se quedará a dormir—. Fred organiza una gran fiesta el día veintiséis —le digo.
—¿Y tú no organizas nada, papá? —dice. Siempre está insinuando que Fred lleva la batuta aquí.
—Bueno, supongo que sí —digo—. Pero huelga decir que es idea de Fred.
—¿Vendrá también el abuelo?
—Por supuesto.
—¿Y Rick?
—No sé si vendrá tu hermano. Está invitado.
Mi hijo Richard es científico en Cambridge, trabaja en la física de bajas temperaturas. Apenas entiendo nada de lo que explica al respecto y aún menos comprendo a Richard. Me parece que ha permanecido en un estado de baja temperatura desde que murió su madre. Es soltero y, que yo sepa, vive solo en un alojamiento de su facultad, es un apasionado del vino, la música barroca y la física de bajas temperaturas, y poco más. A veces me pregunto si será gay, pero no creo. ¿Me importaría que lo fuera? Probablemente. Intento llamarle, pero responde el contestador. Supongo que estará escuchando una ópera de Händel en su equipo de alta fidelidad de última generación y no quiere que le interrumpan. Debo decir que parece muy satisfecho de su vida, aunque otros opinen que carece de alegría.