8 de noviembre. Conocí a Alex ayer, como estaba convenido. Se apellida Loom: está escrito al lado del timbre del apartamento 36, fuera del portal de Wharfside Court, el bloque de viviendas donde vive. Un apellido infrecuente, fácil de recordar, y como estaba escrito abajo sé que era el correcto. No estoy tan seguro respecto a todo lo que oí durante la tarde, porque mucho de lo que me dijo fue sorprendente, y como tiende a bajar la voz en momentos cruciales de su elocución, yo no tenía una seguridad absoluta de haberle entendido correctamente. He aquí la transcripción ordenada, expurgada de ambigüedades y no del todo fiable de lo que hablamos.
Como tantas ciudades industriales, la nuestra ha colaborado con British Waterways en la reforma de los canales realizada hace unos años, con objeto de convertirlos en lugares de ocio agradables y accesibles: han arreglado los caminos de sirga, pintado las esclusas, colocado postes indicadores y farolas de diseño retro, y han animado a la gente a pasear, correr y andar en bicicleta por los senderos. También han construido muchos bloques de apartamentos destinados al mercado de compra para alquiler, a lo largo del canal que serpentea a través del centro urbano. El piso de Alex está en uno de los inmuebles más modestos, un bloque de cuatro plantas de un estilo que Fred llama Lego posmoderno, de un ladrillo rojo vivo con bandas adosadas de plástico verde, que da a una especie de estanque de agua estancada, al fondo del cual se ha acumulado un feo montículo, sumergido a medias, de basura biodegradable. Me costó un buen rato encontrar el sitio, porque la dirección que Alex me había dado no estaba en mi sobado callejero. Recorrí en coche una zona de solares, almacenes abandonados y pequeños talleres hasta llegar al aparcamiento que hay detrás de Wharfside Court. Me sorprendió lo silencioso que parecía el lugar: el tráfico del centro, a apenas un kilómetro de distancia, era sólo un murmullo, y no se veía un alma por allí. Era media tarde, cuando la mayoría de los residentes estaba trabajando, pero aquel silencio resultaba inquietante en mitad de esta ciudad de más de medio millón de habitantes; de hecho, la ciudad no parecía la misma vista desde aquella perspectiva, con todos sus hitos —el Castle Keep, el campanario del ayuntamiento, el zigurat del Hilton— situados en lugares distintos, como si los hubiesen revuelto. Era una tarde fría y despejada, con buena visibilidad. El sol estaba bajo y proyectaba sombras largas y afiladas sobre los caminos de sirga desiertos, como en un cuadro hechizado de Chirico.
Comprendí de repente que el extraño silencio lo acentuaba el hecho de que no me había puesto el audífono. Prefiero conducir sin él porque vuelve tan silencioso como un Mercedes a mi Ford Focus, que tiene cuatro años. Tras insertar en mis oídos los pequeños auriculares de plástico pulsé el timbre del apartamento 36 y oí la voz de Alex a través del chisporroteo del interfono: «Hola. Es en el tercero, me temo que tendrá que subir andando, el ascensor no funciona.» Subí tres pisos de una escalera de cemento sin pulir, polvorienta, descuidada, y ella me estaba esperando en la puerta de su casa cuando llegué sin aliento. Vestía pantalones negros y un suéter en pico, y llevaba poco maquillaje, salvo alrededor de los ojos, realzando su azul intenso. Es como el azul del escritorio de Microsoft, luminoso pero opaco.
—El ascensor casi siempre está averiado —dijo, con una sonrisa de disculpa—. Llamo continuamente a la empresa de mantenimiento, pero no hacen nada. Entre.
El apartamento es pequeño: un dormitorio, un cuarto de baño y una kitchenette al fondo de la sala. Cogió mi abrigo, lo colgó en el recibidor diminuto y me hizo pasar a la sala. No es mucho más grande que la de mi padre, pero sí más clara y brillante. Había un portátil abierto encima de una mesa, cuyo protector de pantalla se disolvía y se reconstruía sin cesar, y una estantería contra una pared que contenía libros, archivadores y carpetas. Las otras paredes estaban decoradas con reproducciones modernas y posters: reconocí un cuadro de Munch de una delgada adolescente desnuda sentada en una cama. Dos sillas verticales, un pequeño sofá, una butaca, una mesa de café, un archivador blanco de dos cajones, un radiocasete y un pequeño televisor de pantalla plana completaban el mobiliario, y la mayoría daba la impresión de haber sido comprado recientemente en Ikea. Sonrió y extendió las manos.
—Chez moi —dijo.
Fui hasta la ventana, que daba a un edificio al otro lado del agua estancada.
—Bonita vista —dije, cortésmente—. ¿Hace mucho que vive aquí?
—No mucho —dijo ella.
—¿Es suyo?
—¡Dios, no! —se rió—. Es de alquiler, pero muy barato. Los dueños están bastante desesperados, hay mucha oferta en el mercado. La mayoría de los apartamentos de este bloque están vacíos.
—¿No se siente un poco sola?
—No, me gusta esto. Es muy tranquilo. Un buen sitio para trabajar en mi doctorado.
—¿En qué? —pregunté.
—Déjeme que antes le prepare una taza de té. ¿Earl Grey o Assam? ¿O té de hierbas?
Opté por Assam y ella entró en la kitchenette, que daba directamente a la sala, sin una puerta divisoria. Me senté en la butaca, pero no me encontraba a gusto. Por alguna razón, se me pasó por la cabeza la idea de que nadie sabía que yo estaba allí. Ella dijo algo en lo que me pareció oír la palabra «suicida». Me puse en pie de un salto y di un paso hacia la kitchenette.
—¿Cómo dice?
Ella salió de la cocina con el servicio de té en una bandeja.
—Notas de suicidas —dijo, depositando la bandeja encima de la mesa de café. Al inclinarse sobre la mesa se le abrió el escote del suéter y vislumbré la división imprecisa de sus pechos, como lo había hecho en la galería—. Es el tema de mi doctorado. Un análisis estilístico de notas de suicidas.
Estuve a punto de preguntarle cómo se había interesado por el tema, pero no lo hice por miedo a estar invadiendo un sensible territorio personal. Ella advirtió mi titubeo y se rió.
—Veo que se pregunta por qué escogí algo tan morboso. Todo el mundo lo hace. Hace una temporada salí con un psicólogo clínico de Columbia y él estaba analizando el contenido de unas notas de suicidas con el fin de evaluar riesgos al comparar las notas entre los suicidas reales y los fallidos. Había reunido un pequeño corpus y pensé que sería interesante analizarlo estilísticamente, ¿no le parece? Por ejemplo, ¿constituyen un género? ¿Emplea fórmulas retóricas la gente sometida a un estrés extremo? ¿O la desesperación les mueve a traspasar los límites normales de sus dotes expresivas?
—¿Cómo saberlo sin obtener otros escritos de esos infelices? —dije.
—No podemos saberlo, por supuesto, salvo por medio de pruebas internas; de vez en cuando aparece una frase que se destaca expresivamente de las demás del discurso. Pero eso es sólo un aspecto de mi tesis.
Le pregunté dónde estaba haciendo el doctorado, y me asombró descubrir que era una posgraduada de nuestro departamento de inglés y que se lo supervisaba Colin Butterworth.
—¿Por qué en Inglaterra y no en Estados Unidos? —pregunté—. Usted es americana. ¿Me equivoco?
Aunque no lo delatase un fuerte deje ni un acento gangoso, el suyo era inconfundible.
—No. Cuando reeligieron a Bush pensé que tenía que marcharme del país. Llevaba meses trabajando en la campaña de Kerry y estaba deprimidísima…
—¿Era voluntaria? —pregunté.
—No, me pagaban. La verdad es que estuve pensando en trabajar para el gobierno, pero decidí volver a la facultad y empezar una carrera académica. Me gusta Inglaterra, pasé una temporada aquí cuando era niña; mi padre trabajaba en la embajada de Londres. Y un doctorado aquí cuesta muchísimo menos que en Estados Unidos. Cuando me matriculé no sabía que por eso no te enseñan nada. —Se rió mientras yo mostraba mi sorpresa al oírla—. Quiero decir que no hay cursos, no hay exámenes, sólo la tesis, que se supone que la hace cada uno por su cuenta, aparte de alguna que otra reunión con el supervisor.
—¿No hay ningún seminario de doctorado? —dije.
—¿Se refiere a uno de esos donde la gente habla de lo que está preparando y todos los demás son tremendamente serviciales y te apoyan y hacen preguntas fáciles? Sí, hay seminarios así —dijo secamente—. Por suerte prefiero trabajar sola. El sistema me va bien, o me iría si las supervisiones valieran algo.
—¿No se entiende con Butterworth? —pregunté. Empezaba a entender por qué ella no había querido que nos viésemos en el campus.
—Eso es poco decir —dijo—. Leí un artículo suyo sobre el efecto del e-mail en el estilo epistolar que me llevó a pensar que sería interesante que dirigiera mi tesis doctoral, y por eso quise hacerlo aquí, pero él no me ha ayudado nada.
—Seguramente es porque no tiene mucho tiempo —dije—. Estará muy ocupado asistiendo a reuniones, preparando presupuestos, haciendo evaluaciones del profesorado y las otras cosas que los catedráticos tienen que hacer hoy día en vez de pensar.
—Quizás, pero tampoco es muy inteligente —dijo Alex.
No pude reprimir una débil sonrisa de complicidad a este respecto. Siempre he pensado que la reputación de Butterworth es un tanto exagerada, y que debe más a su instinto para temas de moda, y a su popularidad con los medios de comunicación como experto del uso lingüístico contemporáneo, que a su erudición original. Pero me desconcertó el siguiente comentario de Alex.
—Por eso quiero que usted dirija mi tesis doctoral. —Dijo que últimamente había estado leyendo mis trabajos y que le habían impresionado—. Ya había leído algunos, por supuesto, cuando hice el máster en Columbia, pero cuando descubrí que hasta hace poco usted enseñaba aquí, me emocioné mucho… He leído toda su obra en la biblioteca. Creo que usted es el asesor que necesito.
—Pero estoy jubilado —le señalé.
—Sí —dijo ella—. Pero he oído que algunos jubilados siguen supervisando a licenciados.
—Serán alumnos a los que ya supervisaban antes de jubilarse —expliqué—. Les siguen hasta que terminan la tesis. Pero después de jubilarse no pueden aceptar alumnos nuevos.
—¿No? —dijo, con un mohín de sonrisa—. ¿No puede obtener una dispensa especial?
—Me temo que no —dije—. Aparte de que yo quiera o no…
—¿Quiere, en principio? —me interrumpió.
—Aparte de eso, sería sumamente insultante para Butterworth si yo saliera de mi retiro para hacerme cargo de una alumna suya. No estaría de acuerdo. Y la universidad no lo consentiría. No es posible, me temo.
Me alegré de tener este motivo sólido para declinar su petición, porque de lo contrario podría haberme tentado. No dejaba de resultar seductora la idea de participar de nuevo en un doctorado, aplicando mi conocimiento y experiencia a un tema harto extraño pero indudablemente interesante, y comentarlo periódicamente con aquella joven obviamente inteligente, dotada y, seamos sinceros, muy atractiva. Pero la experiencia me ha enseñado que dirigir un doctorado puede ser una tarea complicada y preocupante: es fácil que llegues a sentirte responsable de lo que consiga el alumno, de su amor propio, de su destino, y la cosa dura años. Menos mal que en aquel caso ni siquiera tuve que sopesar los pros y los contras para decir que no.
—Oh, qué decepción más grande —dijo, desconsolada.
—Lo siento —dije. Apuré una taza de té que se había enfriado y miré mi reloj—. Quizás debería irme.
—Oh, no, por favor, no se vaya —dijo ella—. Tome otro té.
Me volvió a llenar la taza.
—Dígame algo más de su doctorado —dije—. ¿De dónde saca los datos en bruto?
—Oh, hay antologías. E Internet es útil. Le enseñaré. —Se levantó y bajó de la estantería una carpeta grande—. Aquí está mi corpus hasta ahora. Lo tengo todo en el disco duro, por supuesto, pero guardo este álbum de recortes para repasarlo de vez en cuando.
La carpeta pesaba sobre mis rodillas, y metafóricamente estaba cargada de sufrimiento humano. Hojeé fotocopias de notas de suicidas, algunas de fuentes impresas, otras reproducciones de originales mecanografiados o manuscritos. Sólo recuerdo algunas de las frases y expresiones que Alex había marcado y anotado en una letra minúscula, casi ilegible: «Estoy cansado de la vida y voy a suicidarme. Esta familia de mierda sólo se aprovecha de mí»… «El gas está haciendo ruido, me está silbando miedo»… «No tengo otra alternativa. Para que todo mejore tengo que morir»… «El hombre tumbado a mi lado no es más que una infeliz coincidencia»… Esto último lo decía una mujer que evidentemente había ligado con un desconocido infortunado y había hecho el amor con él antes de encender el gas mientras dormía. Al levantar los ojos descubrí que Alex me miraba atentamente.
—Interesante, ¿no? —dijo.
—Fascinante… pero desagradable. ¿No le deprime trabajar con este material día tras día?
Se encogió de hombros.
—¿Se deprimen los patólogos haciendo autopsias todos los días?
—Supongo que habrá hecho investigaciones estadísticas sobre sus datos.
—Sí… ¿Sabe cuál es la palabra no gramatical que más veces aparece?
—¿Matar? ¿Morir?
—Amor.
—Um. ¿Y las colocaciones?
—Oh, ahí no hay sorpresas: nombres, pronombres, algunos negativos. Te quiero, mamá. Te quiero, papá, te quiero, Jack, nunca me quisiste de verdad, mamá y papá nunca me quisieron, nadie me quiere…
Leí otras cartas —lo habitual es hablar de «notas» de suicidas, pero muchas de ellas eran verdaderas cartas— y comenté que a menudo había cierta ambigüedad respecto al destinatario.
—Aparentemente van dirigidas a un pariente o compañero, pero a veces contienen información bien conocida por ambas partes, como si también el destinatario fuera el mundo en general.
—Sí, y a veces incluyen algo dirigido también a Dios. Como si quisieran tocar todos los puntos en sus últimas palabras —dijo Alex—. Está claro que le interesa este tema. ¿Seguro que no quiere supervisarlo?
—Segurísimo —dije—. ¿En qué fase del proyecto se encuentra?
—Bueno, lo empecé en Estados Unidos hace algún tiempo, y lo dejé. Me matriculé aquí en primavera y lo reanudé.
—No recuerdo haberla visto en el campus.
—No, pero yo le he visto a usted. Alguien en la biblioteca me dijo quién era. Por eso le reconocí en la galería ARC.
—Ah —dije. Yo creía que aquella conversación había sido fortuita, pero es evidente que no.
—No voy mucho a la universidad, excepto a la biblioteca. Prefiero trabajar en casa. Y tengo que trabajar en otras cosas para pagar el alquiler.
—¿Qué cosas?
—Empleos interinos. De camarera, en un restaurante o en un bar. Esperaba encontrar un puesto docente en el departamento de inglés, pero no hay nada que hacer.
—No, rara vez empleamos a licenciados para dar clases, como sí hacen en Estados Unidos —dije.
Entonces ella se rió y, como de pasada, dijo algo de lo que sólo capté la palabra «huelebragas». Cuando siguió contando entendí que una chica con la que había trabajado una temporada en un bar le había hablado de un hombre que pagaba por bragas usadas que no se habían lavado. Las enviabas por correo, precintadas en una bolsa de congelador, una vez a la semana, y tres días después recibías un cheque. Nunca veías al hombre. Era dinero fácil.
—El dinero más fácil que he visto en mi vida —dijo Alex. Pero como yo me había perdido la introducción de la historia no sabía si ella había participado en aquel trato o si sólo estaba refiriendo la experiencia de su amiga. Me vi, por tanto, obligado a asentir, sonreír y murmurar, a deducir del tono y la expresión de Alex, con una actitud de diversión educada e impasible, hasta que hice una pregunta normal: «¿El hombre le dice qué tipo de lencería prefiere?», lo que revelaba que al menos se me había pasado por la cabeza que la propia Alex podría estar financiándose de aquel modo el doctorado.
Me miró boquiabierta un momento y se rió.
—¡Profesor Bates! No pensará que yo le envío mis bragas a ese tío, ¿no?
Me puse como un tomate, y eso que no me ruborizo con frecuencia, y dije:
—No, no, claro que no.
—¡Creo que sí! —dijo, con expresión maliciosa. No parecía ofendida.
—He dicho «le» en el sentido de «les» —dije, pedantemente.
—Bueno, no niego que la oferta podría ser tentadora si estás realmente sin blanca —dijo Alex, con ligereza.
—No sé por qué el inglés de Norteamérica emplea «estás» en sentido impersonal —dije, desesperado por cambiar de tema—. Usan la primera persona al principio de la frase y luego cambian a la segunda. En cambio, nosotros diríamos: «No niego que a una podría tentarle si estuviera realmente sin blanca.» —Reparé en que mi ejemplo había vuelto al tema de mi pifia.
—No lo sé, la verdad —dijo ella, sonriendo por mi turbación. La aprovechó para presionarme de nuevo sobre el doctorado, y me preguntó si leería su texto y le daría algún consejo, informal y confidencialmente. Impaciente por marcharme, le dije que lo pensaría. Me dio una tarjeta con su número de móvil; no tiene teléfono fijo. Aunque lo intenté, no encontré una forma que no pareciese grosera ni cómplice de disuadirle de que me llamara a casa.
En el trayecto de vuelta decidí que debía contarle a Fred mi encuentro con Alex antes de que lo descubriera por culpa de otra llamada telefónica. Pero contarle la historia completa, tal como había ocurrido desde el principio —la petición a la que yo había accedido en la exposición de la ARC sin oír una sola palabra, la llamada posterior de Alex cuando no me presenté a la cita, la que concertamos en su piso, y la entrevista mantenida allí—, parecía un relato tan largo y complicado que no podría eludir la pregunta de por qué no le había mencionado antes nada de esto. Así que preparé una versión abreviada, dando por sentado, sin decirlo explícitamente, que todo había sucedido esa tarde misma en la universidad: «¿Te acuerdas de aquella mujer rubia con la que estuve hablando la noche de la ARC, y de que no oí una palabra de lo que me decía? Pues la he vuelto a ver esta tarde y resulta que estudia en el departamento de inglés, es una americana que hace un doctorado dirigido por Butterworth, sobre notas de suicidas, nada menos. Hemos tomado un té juntos. Quería camelarme…, ha dejado caer una insinuación muy clara de que en realidad preferiría que yo le supervisara la tesis. Le he dicho que era imposible, por supuesto. Pero quizás le eche una mano extraoficialmente. El tema me intriga…»
Largué esta parrafada, o algo parecido, durante la cena, y Fred pareció acogerla sin recelo, y hasta sin mucho interés. Estaba preocupada por un problema relacionado con una tela de cortinas italiana que habían entregado en Décor por la mañana. Resulta que había en el tejido un defecto que afectaba a todo el rollo, y por tanto habría que devolverlo, pero los proveedores no tenían más existencias y el fabricante de Milán tendría que manufacturarlo entero, lo cual llevaría varias semanas, y a la cliente le habían prometido las cortinas para Navidad.
—Es posible que todavía lo entreguemos a tiempo, pero justito —dijo.
—¿Se nota mucho el defecto? —pregunté.
—No —dijo ella.
—Pues, entonces —dije—, quizás la clienta aceptaría la tela con un descuento.
—Quizás —dijo Fred—. Pero le fastidiaría en todo momento ver las cortinas colgadas en el salón. Se acordaría cada vez que las descorriese. Estaría siempre preguntándose si la gente lo notaba, y conteniéndose para no decírselo. Se quedaría con la idea de que somos un poco chapuceras. No puedo aceptarlo.
—¿Y qué vas a hacer?
—Iremos a buscarla —dijo, con una sonrisa nerviosa—. Tendremos esa tela a tiempo aunque yo misma tenga que volar a Milán.
Una mujer resuelta, la mía.
Alex Loom es una persona interesante, pero un poco enigmática. Incluso su nombre es un misterio. No encontré «Loom» en el Diccionario de apellidos de Penguin. Podría ser una de esas mutaciones norteamericanas de apellidos de inmigrantes. Alemana o escandinava, quizás; tiene un aire nórdico de doncella glacial. Por pura curiosidad miré el sustantivo loom en el Oxford English Dictionary y tiene una extraordinaria variedad de acepciones, algunas ya obsoletas, además de la conocida de «mecanismo para tejer»; por ejemplo, herramienta o utensilio, telaraña, vasija abierta, barco, la parte de un remo comprendida entre el mango y la pala, diversos pájaros marinos de mares septentrionales, resplandor en el cielo causado por el reflejo de la luz de un faro, espejismo sobre agua o hielo, haz de cables eléctricos paralelos aislados y, la más singular de todas, pene. La cita a este respecto es «Y larga era la verga la longitud de una yarda», de una aliterada novela de caballerías del siglo XV que casualmente se titula Alexander. (Supongo que su nombre completo es Alexandra Loom.) Sería un buen lema para uno de esos anuncios de ayuda sexual de Internet: «Tú también puedes tener una verga de una yarda de larga.» Como verbo, la palabra tiene menos significados: mostrarse borrosamente, perfilarse de una forma indefinida y agrandada, con frecuencia de un modo amenazador; de un barco en el mar, cabecear lentamente.
A pesar del bochornoso final de nuestro encuentro, no me arrepiento de haberlo aceptado. Hace mucho que no hacía algo distinto de mi previsible rutina diaria; hasta la ubicación junto al canal era una zona de la ciudad que nunca había visto. Y el tema de la tesis de Alex es indudablemente interesante. Creo que podría prestarle una pequeña ayuda extraoficial; la idea de complementar subrepticiamente, incluso de subvertir la supervisión de Butterworth es bastante seductora. Me imagino su sobresalto cuando ella le comunique una idea brillante que en realidad procede de mí… Sonrío sólo de pensarlo.