7 de noviembre. Me he levantado esta mañana antes que Fred y estaba desayunando cuando ella ha entrado en la cocina en bata. Ha dicho «Buenos días, querido» y luego, acercándose a la cocina, otra cosa que no he captado porque no llevaba puesto el audífono; me lo quité anoche, antes de acostarme, en el cuarto de baño familiar, que es el mío cuando no hay familia ni invitados en casa, y allí seguía. Digo «¿Qué?», y ella repite lo que ha dicho, pero tampoco lo entiendo. No ayudaba mucho que ella estuviera abriendo y cerrando cajones y armarios mientras hablaba.
—Perdona —digo—, no llevo el audífono…, está arriba.
Ella se ha vuelto para mirarme de frente y me ha dicho más alto lo que me ha sonado como «farol».
—¿Un farol?
Yo estaba ya inventariando mentalmente las posibilidades: ¿para qué quería un farol? ¿Para buscar algo que había rodado debajo de la cama? En tal caso, ¿no era mejor una linterna?
Se me acerca más y dice:
—Antiadherente. Un farol antiadherente.
—¿Qué es un farol antiadherente? ¿Te refieres a uno cubierto?
Ella levanta los ojos hacia el techo, desesperada, y vuelve hacia la cocina. Reflexiono uno o dos minutos y por fin caigo.
—¡Oh, quieres decir perol antiadherente! Está en el armario de arriba a la derecha.
Pero era demasiado tarde: ella ya estaba haciendo sus gachas en una olla de acero inoxidable que sería mucho más difícil de limpiar después. Y era culpa mía por haber puesto ayer en otro sitio el perol que no se pega.
Fred se ha sentado a la mesa de la cocina, ha apoyado la sección tabloide del Guardian contra el tarro de mermelada y ha empezado a leer con una concentración silenciosa. Yo tenía intención de mencionar de pasada durante el desayuno que tenía una cita con Alex esta tarde. Tenía preparado un pequeño parlamento. «Sí, ¿te acuerdas de la chica con la que estuve hablando en la exposición de la ARC la semana pasada? ¿Aquella rubia? Había tanto ruido que literalmente no pillé una sola palabra de lo que me decía, pero por lo visto está haciendo un doctorado, supongo que con un enfoque lingüístico, porque parece ser que acepté asesorarle al respecto. Telefoneó para quejarse porque no me presenté a la cita, aunque no tenía ni la más mínima idea de que la hubiese concertado. Bochornoso, la verdad. Más o menos he tenido que aceptar un encuentro con ella…» Pero, debido al contratiempo del perol, parecía un momento inoportuno para anunciarlo y he desistido de hacerlo. Tendré que hablarle a Fred de nuestra cita después de que se haya producido, cuando sea mucho más difícil explicarla.
«La sordera de mi madre no es nada grave. Una nimiedad. Si le hablo más alto y repito algo dos o tres veces seguro que me oye; pero es que está acostumbrada a mi voz», dice la señorita Bates en Emma. Con qué sutileza Jane Austen insinúa la frustración y la irritación de los presentes, cortésmente camufladas, por tener que soportar la repetición de cada comentario trivial en un tono cada vez más fuerte para que lo oiga la anciana señora Bates. Debo de encontrarme en peor estado que mi homónima ficticia, porque estoy acostumbrado a la voz de Fred, pero sigo sin oír lo que dice cuando no uso el audífono.
¿Hay algo bueno en la sordera? ¿Alguna virtud salvadora? ¿Una agudización de los demás sentidos? No lo creo; no en mi caso, al menos. Quizás en el de Goya. Leí un libro sobre Goya que decía que su sordera fue la que le convirtió en un gran artista. Hasta promediados los cuarenta años fue un pintor competente pero convencional, que no poseía una gran originalidad; después contrajo una misteriosa afección paralítica que le privó de la vista, el habla y el oído durante varias semanas. Cuando se recuperó estaba sordo como una tapia y se quedó así el resto de su vida. Todas sus grandes obras pertenecen al período en que estuvo sordo: los Caprichos, los Desastres de la guerra, los Disparates, las Pinturas negras. Todas las obras oscuras, pesadillescas. Aquel crítico decía que fue como si su sordera hubiera levantado un velo: cuando vio el comportamiento humano sin la distracción del parloteo lo vio tal cual era, violento, malévolo, cínico y vesánico, como una pantomima en un manicomio. Vi las Pinturas negras hace unos años, cuando estuve en Madrid en una gira de conferencias del British Council, y regresé al Prado dos veces para volver a verlas. Goya las pintó como murales para su casa de campo —los lugareños la llamaban la Quinta del Sordo—, aplicando la pintura directamente sobre el yeso, pero más tarde las despegaron de las paredes y las trasladaron al lienzo. Ahora están en el Prado, Saturno devorando a sus hijos, El aquelarre, Duelo a garrotazos y las demás, la mayoría tan negras de pigmento como de temática. Pero la que siempre tiene más admiradores, intrigados y perplejos, es de un tono más claro que las otras. Se le conoce con el nombre de El perro o El perro semihundido (ninguno de estos títulos era de Goya). Podría ser una obra moderna de expresionismo abstracto, compuesta de tres grandes planos de un predominante color pardo, dos verticales y uno horizontal, si no fuese por la cabeza del perrito negro en la parte inferior del cuadro, pintado casi como una caricatura, enterrado hasta el cuello en lo que podría ser arena, que mira lastimera y aprensivamente hacia arriba, a una masa de la misma sustancia. Hay cantidad de teorías sobre el significado del cuadro, como el final de la Ilustración o la llegada de la modernidad, pero yo sé lo que significa para mí: es una imagen de la sordera representada como una asfixia inminente, inexorable, inevitable.
¿Pensaría Goya, me pregunto, que debía a la sordera su grandeza artística? ¿Estaba agradecido a la enfermedad que le privó de la audición? Lo dudo bastante. Pero debió de pasársele por la cabeza que tenía suerte por haber perdido el oído en lugar de la vista. En términos prácticos, la sordera no es un impedimento para un pintor, de hecho hasta podría ser una ventaja, una ayuda para concentrarse: no tener que hablar con tus modelos, por ejemplo. Para un músico, en cambio, es lo peor que podría ocurrirle. El gran ejemplo es Beethoven. Leí también un libro sobre él, la Vida de Thayer; tengo una especie de interés morboso por los grandes sordos del pasado. Me sorprendió conocer lo joven que era cuando se quedó sordo: sólo tenía veintiocho años. Pilló un resfriado que desembocó en una enfermedad grave, no tanto como la de Goya, pero le dejó una deficiencia auditiva, probablemente una lesión en las células ciliadas que fue empeorando durante el resto de su vida. Cuando lo supo, era conocido sobre todo como un músico virtuoso y director de orquesta, carreras que evidentemente no podía proseguir si perdía el oído, y por eso a partir de entonces se consagró exclusivamente a componer. Así que supongo que podría aducirse que la sordera fue asimismo responsable de la grandeza de su arte, como en el caso de Goya, pero Beethoven, desde luego, no lo veía así, como una bendición camuflada. Se angustió cuando comprendió que estaba perdiendo oído, buscó remedios frenéticamente (por supuesto, ninguno de ellos funcionó) y sufrió lapsos de profunda depresión en los que maldijo a su Creador y en ocasiones pensó en suicidarse. Hizo jurar que le guardarían el secreto a los amigos a los que confesó su desgracia, temiendo que perdería toda credibilidad profesional si su sordera se divulgaba. Y durante largo tiempo consiguió ocultarla, en parte rehuyendo las relaciones sociales y en parte fingiéndose distraído cuando no oía algo que le estaban diciendo. Pero como todos los sordos saben, estas estrategias tienen un precio: hacen que parezcas retraído, insociable, cascarrabias. Seis años después de contraer la sordera, cuando había perdido la esperanza de curarla, Beethoven escribió una carta dirigida a sus dos hermanos, pero en cierto modo a todos sus conocidos, con la intención evidente de que fuera leída después de su muerte, explicando la «causa secreta» de su temperamento y su carácter huraños. Se conoce como el testamento de Heiligenstadt porque lo escribió en un pueblecito a las afueras de Viena que se llamaba así, y donde pasó seis meses de descanso solitario por consejo de su médico. Copié la carta de la biografía de Thayer, y la tengo archivada. Comienza así:
Oh, qué mal me juzgáis vosotros, Los que pensáis o decís que soy malevolente, terco o misántropo. No conocéis la causa secreta de que yo ofreciera esta imagen… Era imposible para mí, por ejemplo, decirle a la gente: «Hable más alto, grite, porque soy sordo.» Ah, cómo habría podido confesar una deficiencia del único sentido que debería ser más perfecto en mí que en los demás, un sentido que poseí en su máxima perfección, tan grande que pocos de mis colegas la poseen… Oh, no puedo decirlo, y por consiguiente perdonadme si me veis retirarme cuando de buena gana estaría con vosotros. Mi infortunio es doblemente doloroso porque estoy condenado a que no me entiendan; para mí no puede haber relajación con mis semejantes, ni conversaciones refinadas ni un intercambio de ideas, tengo que vivir solo como un desterrado.
Es un documento muy conmovedor, una erupción de emociones reprimidas, un grito que brota del corazón. Beethoven dice que a veces sucumbía al deseo de compañía.
Pero qué humillación sentía cuando alguien que estaba a mi lado oía una flauta a lo lejos y yo no oía nada, o cuando alguien oía a un pastor cantando y yo tampoco oía nada. Estos incidentes me empujaban casi a la desesperación, si hubiera sufrido más habría puesto fin a mi vida; sólo me frenaba el arte. Ah, me parecía imposible dejar el mundo sin haber expresado todo lo que bullía en mi interior.
Las referencias a la flauta y el pastor me recuerdan a Philip Larkin, que no oía las alondras cantando en el cielo cuando paseaba con Monica Jones por las Shetlands. También evocan la sinfonía Pastoral, que Beethoven compuso seis años más tarde, una suprema evocación musical de sonidos que él no había oído desde hacía más de un decenio. Tampoco oía la música cuando la tocaban. Supongo que oiría algo, pero ¿qué? ¿Una débil versión distorsionada de la partitura, como un concierto escuchado en un transistor barato, con una pila casi descargada? ¿O podría, mirando a los músicos, recrear en su imaginación toda la riqueza del sonido sinfónico, y oírlo dentro de su cabeza como un usuario de un iPod moderno? Me temo que lo más probable es lo primero.
¿Qué consuelo pueden ofrecerme estos historiales clínicos? No mucho. Lo cierto es que los dos hombres eran genios y encontraron alguna compensación de la desgracia en su arte. Yo no soy un genio ni un artista. Supongo que un lingüista que no puede oír lo que la gente está diciendo se parece más a un músico sordo que a un pintor sordo, por lo que me identifico más fácilmente con Beethoven que con Goya. Pero no puedo afirmar que sólo mi trabajo sobre el análisis del discurso me haya salvado de la desesperación estos últimos veinte años, o que me parezca imposible abandonar el mundo hasta que haya expresado mis últimos pensamientos sobre, pongamos, el cambio de tema y la conexión fluctuante en una conversación informal, cosa que todavía podría hacer utilizando transcripciones de una voz grabada. De hecho ya transmití al mundo hace algún tiempo mis últimos pensamientos sobre estas materias y otras similares. Así que ¿qué sentido tendré que dar a mi vida cuando la relación social y sexual también hayan llegado realmente a su fin? Más vale no profundizar sobre este asunto.