5 de noviembre. La dura responsabilidad del bienestar de papá recae en mí porque no tengo a nadie con quien compartirla. Soy hijo único de unos padres que a su vez no tenían hermanos ni hermanas. Papá y yo prácticamente no tenemos parientes con los que mantengamos contacto, y ninguno de ellos vive en Londres. Él tiene dos primas ancianas por parte de madre, que viven jubiladas en Devon y Suffolk, respectivamente, y con las que nuestra relación se reduce al intercambio de felicitaciones navideñas. Mis hijos visitan a su abuelo muy de vez en cuando, pero los dos viven a cierta distancia de Londres y están muy atareados. Y él apenas tiene amigos. Los que tenía en el mundo de la música han muerto o los ha perdido de vista; y nunca tuvo lo que llamaríamos una vida social. Su vida social era el trabajo, como supe por los escasos atisbos que tuve de su existencia: contar chistes en la tarima entre actuaciones, charlar con los clientes de un club nocturno, reír siempre, sonreír, estrechar manos, porque es lo que se espera de un músico de baile, como una vez me explicó. «Los parroquianos salen a divertirse y les gusta que parezca que tú también te diviertes, aunque seas infeliz.» De modo que fuera de las horas de trabajo no quería ninguna vida social, sino sólo jugar al golf o pescar o practicar alguna de sus otras aficiones. Trabajaba en horarios en que la gente normal está ociosa, y si se quedaba en casa por la noche era porque no tenía un concierto o un empleo estable, y en consecuencia no le apetecía salir a gastar dinero. Hasta los domingos solía tocar en una boda judía o un bar mitzvah. La víctima principal de este estilo de vida era mi madre, que tenía poca vida social y una vida laboral sin el menor encanto durante unos veinticinco años de oficinista mal pagada en la empresa de un contratista local. Ella tenía algunos amigos en la misma calle, pero tras su muerte la mayoría también han muerto o se han mudado, y papá se limita a saludar a los vecinos, aparte de los Barker, un empleado del ferrocarril, ya jubilado, y su mujer, que ocupan la vivienda adosada contigua y que llevan aquí treinta años y en quienes confía, aunque no le gustan. La casa al otro lado de la valla del callejón la ocupa una familia sij con la que mantiene una relación educada y mutuamente distante. En efecto, está solo en Lime Avenue, y yo soy probablemente la única persona que ahora cruza el umbral de la casa, aparte del médico y del hombre que hace la lectura del contador de la electricidad. Es una existencia solitaria y vulnerable. ¿Qué se puede hacer? Lo hablé con Fred cuando volví a casa anteanoche.
Eran poco más de las diez y media cuando mi taxi entró en el camino de grava del 9 de Rectory Road. Al entrar por la puerta principal, como siempre al volver de estas excursiones, me sorprendió el contraste entre la vivienda adosada, oscura, mal proporcionada y lúgubre de la que venía y la casa de estilo Regencia donde ahora vivo, modernizada con gusto y bellamente conservada, con su pintura brillante y sus suelos de madera desnuda, sus techos altos y su elegante escalera curva, sus paredes de color magnolia con cuadros y grabados contemporáneos de colores vivos, su mobiliario confortable y discretamente moderno, sus mullidas alfombras y sus cortinas a la última moda, que se abren y cierran pulsando un botón. El aire estaba caliente, pero olía bien.
Fred adquirió la propiedad de la casa como parte de lo acordado en su divorcio, y mejorarla pasó a ser su pasatiempo predilecto hasta que, tras la apertura de Décor, se convirtió en una ampliación del trabajo, un laboratorio para nuevas ideas y un anuncio para clientes en potencia. Cuando nos casamos me alegré de vender el caserón independiente de cuatro dormitorios, práctico, moderno y bastante aburrido, donde Maisie y yo criamos a nuestros hijos, y trasladarme a la casa de Fred, financiando con el dinero así obtenido sus ambiciosas reformas. Las tres plantas disponían de alcobas suficientes para los hijos de ambos, dos míos, que en todo caso estaban por entonces a punto de ir a la universidad, y tres de ella. Hoy día la casa es exageradamente grande para los dos solos, pero a Fred le gusta organizar grandes fiestas y reuniones de la familia al completo en Navidad y ocasiones similares. Además, insiste en que su lujo es poseer espacio vital: a algunos les gustan los coches rápidos, o los yates, o una segunda residencia en la Dordoña, pero ella prefiere gastarse el dinero en un espacio que disfruta cada día.
Colgué el abrigo en el recibidor y grité: «¡Fred!» para anunciar mi regreso, y la encontré, como esperaba, en el salón. Las luces, atenuadas, eran relajantes, los carbones artificiales del fuego de gas en la chimenea brillaban y titilaban acogedoramente. Fred estaba arrellanada en el sofá con las piernas levantadas, viendo el noticiario en la televisión, y tuve un atisbo de soldados con traje de campaña patrullando por una calle polvorienta de Oriente Medio antes de que ella apagara la pantalla con el mando a distancia. Me acerqué al sofá y ella ladeó la cabeza para recibir un beso.
—Sigue viéndolo, si quieres —dije.
—No querido, es de lo más deprimente. Otro terrorista suicida en Bagdad.
Me desplomé en una butaca y me descalcé. Fred dijo algo que no capté, supongo que algo sobre las noticias, algo de una mina.
—¿Cómo te vas a suicidar con una mina? —pregunté. Vi por su expresión que yo había oído mal—. Espera —dije, y busqué en mi bolsillo el audífono que me había quitado en el tren. Al insertar los auriculares descubrí que uno ya estaba encendido—. ¿Qué has dicho?
—He dicho que estás aullando, querido. O estabas.
—Debo de haberme olvidado de apagar uno de estos chismes. O se ha encendido solo. Sospecho que algunas veces lo hacen.
—¿Qué tal tu día de excursión?
Su tono era receptivo, pero la nimia humillación del audífono aullante, recordatorio de mi deficiencia, persistía como el prurito de la picadura de un insecto y disminuía el placer del regreso a casa. Quizás por eso hice una descripción más sombría de la situación de papá. Describí el estado de la casa, sobre todo de la cocina y la nevera.
—No puede seguir viviendo solo mucho más tiempo —concluí.
Fred se puso seria.
—Bueno, querido, no quiero parecer dura ni insensible, pero tengo que decírtelo; no puede vivir con nosotros.
—Lo sé.
—Yo no podría aguantarlo. En Navidad y alguna ocasión especial de acuerdo, pero no tenerle aquí permanentemente.
Lo cierto es que yo tampoco podría, pero agradezco que Fred esté dispuesta a asumir la deshonra de esta decisión.
—Él tampoco querría —dije. Era verdad. Papá nunca se ha sentido a gusto en casa de Fred. Le intimidan las habitaciones grandes y los techos altos; le dan miedo las corrientes y le asusta ver facturas de la luz tremendas. Una vez llegó a sugerir a Fred, con la mayor seriedad, que debería dividir el salón con una gran cortina de fieltro suspendida del techo para crear una salita cerca de la chimenea; creo que los rieles mecanizados de las cortinas de terciopelo de Fred le dieron la idea. Sinceramente se siente más cómodo en su nidito de aire enrarecido y repleto de muebles, donde tres o cuatro pasos te llevan desde la puerta al rincón más alejado de la habitación, que en este salón de espléndidas proporciones y decoración lujosa.
—¿Pero qué haremos con él? —pregunté.
—Tendrás que buscarle una residencia de ancianos.
—¿Aquí, te refieres?
—¿Se mudaría aquí? —preguntó Fred, dubitativa.
—Si por él fuera, no se iría a ningún sitio —dije—. Pero convendría. Así le tendríamos más a la vista, le traeríamos a comer de vez en cuando.
—Le tendrías, querido, es tu padre —dijo Fred—. Claro que aquí siempre será bien recibido, pero tendrás que ocuparte tú de él. Ya sabes lo atareada que estoy.
Consideré esta perspectiva unos minutos, papá presentándose todos los días a charlar, o más bien rezongar, y no me hizo mucha gracia. Por otra parte me estoy cansando de la peregrinación periódica a Londres, y también sería una lata visitarle en una residencia cercana, en el supuesto de que encontrara una.
—Supongo que puedo buscar algún sitio y que él lo vea cuando venga en Navidad —dije—. No me hago idea de cuánto cuestan, ¿y tú?
—Cualquier residencia decente es cara —dijo Fred—. Pero si vende la casa se la costearía durante unos años.
Por más que lo intenté, no pude imaginarme convenciendo a papá de que aceptara esta solución, vivir dispendiosamente de su capital menguante.
—¿Y después de esos años?
—Si es necesario nos haríamos cargo de él. —Evidentemente no pensaba que fuera a ser necesario—. Hablando de Navidad —dijo—, el día veintiséis quiero organizar aquí una gran fiesta para amigos, vecinos y clientes. Un bufet y bebidas.
Me imaginé la agradable y tranquila habitación llena de gente sonriente y sudorosa que incurría a más no poder en el efecto Lombard, y refunfuñé para mis adentros.
—¿No será una paliza para ti, después de la cena de Navidad? —pregunté, buscando una objeción aceptable.
—Compraremos todo hecho. Jakki conoce una empresa asiática a la que no le importa trabajar en Navidades. Dice que hacen ensaladas y unos curris tailandeses deliciosos. La gente agradecerá algo distinto que el pavo y los pastelillos.
—Papá no —dije.
—Pues entonces que se coma una pata entera de pavo en su dormitorio —dijo Fred, resueltamente—, y todos los pastelillos que le quepan.
Intuí que le vendría muy bien que papá optase por esta alternativa.
Fred se ofreció a prepararme algo de cenar, pero yo había comprado un bocadillo en el tren y no tenía hambre. Me escancié una enjundiosa copa de whisky —una especie de acto de rebelión edípico, quizás, incitado por el sermón de papá al respecto, porque no tengo ese hábito— y me la llevé arriba para tomarla en el baño antes de acostarme. Repanchigado en el vapor y el agua caliente, exudé el estrés y la fatiga del día, y después me puse un pijama limpio y me metí en la cama. Suelo leer un poco de poesía antes de dormirme. Tengo a mis poetas preferidos en la mesilla de noche —Hardy, Betjeman, Larkin—, y los leo al azar. Estaba leyendo «Beeny Cliff» cuando Fred entró en el dormitorio:
Oh, el ópalo y el zafiro de aquel mar errante de occidente,
y la mujer que cabalgaba su cresta con el brillante pelo suelto…
La mujer a la que amé tanto y que me amó lealmente.
Echando alguna ojeada a hurtadillas por encima del libro, observé a Fred preparándose para acostarse, la vi desvestirse, entrar y salir del cuarto de baño, ponerse el camisón, y me vi recompensado por un atisbo de su trasero firme, pero dotado de generosas curvas, y el perfil desnudo de un pecho torneado. Los glúteos son obra suya, pero el pecho debe algo al arte del cirujano. Hace unos años se sometió a una operación para reducir pecho. Entonces yo me opuse, alegando motivos de salud y seguridad (en vista de todas las infecciones que proliferan en los hospitales hoy día, sólo una enfermedad con riesgo de muerte me induciría a operarme), y al principio me mareaba al ver las vendas y los puntos, pero tuve que reconocer, cuando todo quedó cicatrizado y sin marcas, que el resultado final era asombroso. Por la misma época se inscribió en el Health Club y empezó a practicar ejercicios serios, a seguir cursos de yoga, trotar kilómetros sobre cintas móviles y estirarse como una mártir medieval sobre potros atados a pesas y poleas, esculpiendo su torso de matrona hasta darle la seductora forma de un ánfora. No lo hizo por mí, sino como parte de una puesta a punto física general que acompañase a su nueva carrera, y que incluía dieta, teñirse el pelo y la sustitución de las gafas por lentillas. Todo lo cual tuvo efectos en mí, sin embargo, y ocasionó la aparición inesperada de lo que Betjeman llamó «lujuria de floración tardía», adúltera en su caso, conyugal en el mío. Mientras espiaba los preparativos rutinarios y absolutamente nada coquetos de Fred antes de acostarse, sentí que se me removían los genitales y tuve que resistir la tentación de deslizar la mano por debajo de su camisón cuando ella se metió entre las sábanas y se volvió hacia su lado, sabiendo que en mi estado de cansancio y ligera bruma alcohólica yo no podría llevar un conato apasionado hasta una conclusión satisfactoria. Opté por acurrucarme cómodamente contra la curva de sus nalgas, pasando un brazo alrededor de su cintura, una cintura que no existía cinco o seis años antes. Salmodié en silencio «Beeny Cliff» para mi coleto y me quedé dormido en algún lugar de la segunda estrofa:
Y si con cavernosa belleza se yergue aún aquella fiera y extraña costa oeste,
donde ahora está —en otra parte— la mujer a la que portó el poni errante,
y no conoce a Benny ni le importa, y nunca más se reirá allí.
Desperté a las tres y media, seguramente porque el efecto del whisky ya se había evaporado, me levanté a hacer pis y después, desvelado, pasé un rato moviéndome y cambiando de postura. Intenté acurrucarme de nuevo contra Fred, pero ella me rechazó de un empujón, no con una irritación consciente, creo —lo más probable es que fuera una acción refleja en sueños—, pero la retirada de su cuerpo cálido me hizo sentirme rechazado y vulnerable. Mis pensamientos volvieron al punto donde estaban cuando me quedé dormido: sexo con Fred, o mejor dicho no-sexo con ella, y la elegía de Hardy a su primera esposa, lo que me trajo recuerdos desagradables de Maisie.
Procuro no pensar demasiado en Maisie. Los últimos años de su vida fueron atroces, y no sólo para ella, sino también para todos nosotros. En cuanto me dijo que había descubierto un bulto debajo de la axila supe con terrible certeza cómo acabaría aquello, pero no lo largo que sería: las interminables visitas de hospital, las salas de espera llenas de pacientes y mal ventiladas, la inquietud de las consultas, las operaciones y la quimioterapia y la radioterapia, los breves períodos de tregua y esperanza, la inexpresable depresión y desespero cuando los escáneres siguientes mostraron que habían sido ilusorias, la transformación gradual de la casa en un pabellón de desahuciados, primero con la instalación de un elevador en la escalera y luego, cuando ella ni siquiera se arreglaba con esto, la transformación de la sala en una habitación de enfermo, con un cuarto de baño contiguo y una enfermera de la fundación Macmillan que venía a diario. Maisie estaba decidida a morir en casa. Cumplió su deseo, fue lo único que al final pudimos hacer por ella, pero nos pasó factura a mí y a los niños. Creo que una de las razones por las que me amarga tanto mi sordera es que tras haber sobrellevado todo esto, haber sobrevivido y después encontrado una nueva felicidad con Fred, en cierto modo pensaba que ya había sufrido mi parte equitativa de infortunio, que había saldado mis deudas, como dicen los norteamericanos, y que la vida iría viento en popa a partir de entonces. Pero por supuesto no es así, en absoluto.
La única forma de sobrevivir a la tensión de aquel tiempo fue el trabajo, dedicar a la docencia y al doctorado cada hora que no consagraba a cuidar de Maisie y de los niños. En las primeras etapas de su enfermedad hacían el amor para consolarse, pero a medida que empeoraba el estado de Maisie a ella le resultaba doloroso y a él se le hacía difícil, y dejaron de hacerlo por tácito acuerdo mutuo. Maisie sacó a colación el asunto una vez, de un modo conmovedor pero embarazoso, unos seis meses antes de morir, diciendo que comprendería que él necesitase lo que ella llamó el «solaz» de otra mujer, siempre que no lo supieran ella —Maisie— ni sus amigas. Él le aseguró con total franqueza que no sentía aquella necesidad. Ella le dijo a su hermana que era un «santo», pero él rechazó con vehemencia el cumplido cuando le fue transmitido. No consideraba una virtud su continencia. Simplemente estaba entumecido por la desdichada situación. La idea de entablar una relación con otra mujer mientras Maisie se estaba muriendo era impensable, y él no era de esos hombres que recurren a prostitutas o locales de masajes.
Tras la muerte de Maisie, es decir, en cuanto hubo transcurrido alrededor de un año y él ya había superado el sentimiento inmediato de aflicción y pérdida, teñido del alivio de que hubiesen acabado los sufrimientos de la enferma y de que hubiera cesado su calvario de marido, se percató de que volvía a ser un hombre libre y de que le observaban con un interés que a veces era deferente y a veces lascivo, como si su círculo de conocidos estuviera conspirando para ayudarle a encontrar otra compañera o apostando en secreto sobre quién sería. Era consciente también de que Anne y Richard, por entonces adolescentes los dos, y ferozmente leales al recuerdo de su madre, reaccionaban con suma suspicacia cada vez que él volvía tarde a casa por la noche o mencionaba con aprobación a una colega en una conversación. Descubrió que esto ejercía un efecto inhibitorio sobre sus relaciones con las mujeres no comprometidas que conocía, temiendo que se interpretase mal cualquier esfuerzo por su parte de ser agradable, y era posible que ejerciese el mismo efecto sobre ellas. Entonces apareció en su vida Winifred Holt, al principio como una alumna que preparaba una licenciatura combinada en historia del arte y lingüística.
Era una combinación infrecuente, puesto que entre las dos materias no había muchas conexiones de contenido o metodología. De hecho, la única que a él se le ocurrió, y se la dijo a ella en su primera clase de tutoría (en aquel tiempo el departamento tenía aún un sistema de tutorías), fue la aplicación de la famosa distinción entre metáfora-metonimia de Jakobson al surrealismo y al cubismo. Winifred reconoció alegremente que no había un motivo racional en su combinación de materias, sino que sencillamente le interesaban las dos por razones distintas. Siempre le había encantado visitar galerías de arte y contemplar cuadros, y como madre de hijos pequeños le fascinaba la facilidad con que adquirían el lenguaje y quería aprender más sobre el proceso. En realidad no poseía una aptitud natural para la lingüística, pero sacó el mayor partido de su capacidad limitada y, con un poco de ayuda por parte del profesor, obtuvo un sobresaliente en historia del arte por un extenso trabajo sobre la diferencia entre surrealismo y cubismo. Él siempre había tenido un interés moderado por el arte visual y lo desarrolló más gracias a su relación con Winifred.
Era una «estudiante adulta», al final de la treintena, y aparentaba ser incluso más madura. Era alta, de huesos grandes y pechugona, y ya tenía veteados de gris los rizos de su pelo castaño oscuro. Llevaba gafas de lectura con montura de oro que, cuando no se posaban en el puente de su nariz, descansaban en su busto imponente, colgadas del cuello por una fina cadena de oro. Destacaba entre el alumnado en otras cosas cuando llegó al departamento. Era una pija: obvia, ineludible, inconfundiblemente pija. Hablaba de un modo pijo, sus modales eran pijos y su ropa era pija de una forma curiosamente anticuada: conjuntos de suéter y chaqueta de punto, faldas de tweed y zapatos de piel. Cuando empezó el curso tenía la idea de que debías presentarte ante los profesores y los catedráticos como te presentarías ante el médico o el abogado. Las jóvenes estudiantes de los seminarios de primer año, con sus camisetas con monograma, sus minifaldas vaqueras, sus medias de rayas y sus Doc Martens la miraban incrédulas o ponían los ojos en blanco cuando ella hacía una pregunta perfectamente formulada con su acento de cristal tallado. En su momento adoptó un estilo más informal de ropa y se mezcló mejor con el hábitat, pero nunca pudo ocultar su acento.
Él no fue su tutor hasta que ella estaba en segundo curso (él era por entonces profesor adjunto). El sistema del departamento en aquellos tiempos privilegiados era un grupo de tutoría semanal compuesto por dos o tres alumnos para comentar un trabajo académico u otro tipo de deberes, y el profesorado también atendía en determinadas horas a los estudiantes que acudían libremente a sus despachos en busca de consejo y asesoramiento. Winifred utilizaba esta posibilidad con alguna frecuencia, quizás porque no tenía amigas cercanas entre sus condiscípulas, y él pronto tuvo el esbozo de su biografía, que ella fue completando con detalles más íntimos a medida que la relación progresaba. Pertenecía a una familia católica inglesa cuyos orígenes se remontaban a la época normanda y que habían conservado la fe a lo largo de los días punitivos de la Reforma; entre sus antepasados había un mártir jesuita. Su abuela había sido hija de un vizconde, pero los parientes próximos no poseían bienes ni propiedades considerables. El padre de Winifred trabajaba en el servicio consular y ella se había educado en diversos países extranjeros y en un internado de monjas inglés, aislada de la cultura juvenil de los años sesenta. Como no había descollado académicamente y en su familia no había tradición de enviar a las chicas a la universidad, pasó seis meses en un colegio privado para señoritas en Ginebra, seguido por un curso de secretariado en una escuela comercial de Londres, para evitar que tuviera que ganarse la vida durante largo tiempo hasta encontrar marido. Una de sus tías favoritas la tomó bajo su protección cuando sus padres estaban en el extranjero, y le presentó a jóvenes católicos de buena familia, uno de los cuales era un asesor de inversiones llamado Andrew Holt, de Downside[10] y Oxford, de quien, como ella dijo: «Creí que estaba enamorada, cuando en realidad sólo quería una relación sexual con él, y como entonces creía que la única forma de tener sexo era casarse, pues me casé con Andrew.» Un año después tuvieron su primera hija, Marcia, seguida bastante rápidamente por Giles y Ben. «Pero después de Ben empecé a tomar la píldora. Y luego vinimos aquí.» La empresa de Andrew estaba creciendo y le ofrecieron un ascenso si se trasladaba a una de las nuevas sucursales que iban a abrir en el norte de Inglaterra. Buscaron una casa cerca de la universidad porque era práctico para viajar al centro y no muy caro por aquel entonces, antes del gran auge inmobiliario: una zona de casas más viejas y más o menos deterioradas, sobre todo grandes chalés victorianos construidos con la piedra gris local para comerciantes y fabricantes, muchos de ellos transformados en apartamentos populares entre los estudiantes. La casa de Rectory Road, con sus proporciones clásicas y su fachada de estuco, era más atractiva que la mayoría de sus vecinas, pero estaba destartalada cuando la compraron y no pudieron costearse una restauración adecuada. Winifred criaba a duras penas a sus tres hijos pequeños en una casa fría y húmeda, con una instalación eléctrica anticuada que siempre se estaba averiando y un marido que trabajaba todo el día y volvía tarde a casa por la noche. «Sólo que además de trabajar estaba teniendo una aventura con una colega.» Fueron a un consultor matrimonial e hicieron las paces, pero Andrew pronto volvió a las andadas y ella acabó divorciándose. Acordaron que ella se quedase con la casa y una pensión que completó durante una temporada alquilando habitaciones a estudiantes de posgrado. Hablando con ellos cayó en la cuenta de lo que se había perdido por no haber ido a la universidad, y cuando los niños empezaron el colegio pidió que la admitieran como estudiante mayor, un procedimiento que exoneraba de algunos requisitos para ser admitida. «Y aquí estoy; y me encanta.»
Tuvieron que ser muy discretos en cuanto a su relación hasta que estuvieron seguros de que querían hacerla pública, y al principio esto entrañó muchos subterfugios que intensificaron la emoción y las satisfacciones del idilio. Para él era como revivir después de haber estado cubierto de hielo, en un estado de animación en suspenso. Nunca olvidaría el éxtasis del primer fin de semana juntos en un hotel rural, al amparo de unas coartadas ingeniosamente concebidas para engañar a las respectivas proles. La idea del sexo al cabo de un intervalo tan largo le ponía nervioso, pero Winifred lo hizo fácil. Tenía —y seguía teniendo— una actitud nada complicada ante la sexualidad, y a veces él pensaba que ella lo consideraba una especie de ejercicio saludable y tonificante, comparable a montar a caballo o a hacer surf. Lo disfrutaba, pero podía prescindir de él durante largos períodos sin echarlo mucho en falta. «Qué delicia», suspiró, después de la primera vez que hicieron el amor. «Había olvidado lo agradable que era.» Maisie, en cambio, se inquietaba si no hacían el amor regularmente, temiendo que se estuviese enfriando el afecto del marido, pero era sexualmente tímida, una secuela quizás de su origen escocés presbiteriano. Los primeros años de su matrimonio habían sido una época en que, por todas partes, respetables parejas de casados aprendían ávidamente la manera de aumentar el goce de amar en el manual del mismo título y en fuentes similares, y Maisie resueltamente intentó algunas de las variaciones de posturas que él le proponía; pero vio que lo hacía sin ganas y al cabo de un tiempo reanudaron los más convencionales abrazos conyugales. Ella tenía una invencible aversión al sexo oral de cualquier tipo. Fue, por consiguiente, una encantadora sorpresa que la tercera vez que se acostaron juntos Winifred le tratase el pene como si fuera una esquirla de roca de mar especialmente sabrosa. «¿Te gusta?», dijo ella, alzando la cabeza despeinada. «Muchísimo», dijo él. «Andrew me enseñó a hacerlo», dijo, «pero el canalla no me lo hacía a mí.»
Fue el fin de semana en que ella le dijo que en el internado la llamaban «Fred», y él lo adoptó como una especie de nombre cifrado en sus notas y reseñas de diario durante todo el tiempo que duró la historia clandestina. Nunca le habían gustado mucho los nombres de Winifred o Winnie, y Fred adoptó el sobrenombre con que la llamaba. Aguardaron a que sus diversos hijos hubieron terminado los exámenes de aquel verano para anunciarles que iban a casarse. Para entonces los hijos ya sospechaban que sus padres mantenían una relación seria, y aceptaron el enlace con resignación, y algunos hasta lo aprobaron. Les agradaba menos la idea de compartir una casa, pero en su momento la partida a sus distintas facultades y carreras resolvió el problema. Winifred y él se casaron discretamente durante las vacaciones de verano y ella reanudó sus estudios en el trimestre siguiente. Previa consulta con el decano, quedó acordado que para evitar toda sospecha de favoritismo Winifred no haría ningún curso con él en tercer año, y que él no participaría en la reunión de examinadores cuando se discutiera al final de curso el resultado de sus exámenes. Obtuvo un 2.1, lo cual no era tan corriente como llegó a ser más tarde, hizo un máster a tiempo parcial en historia del arte del siglo XIX y empezó sin entusiasmo un doctorado en modernismo y la secesión vienesa, que abandonó cuando Décor empezó a consumir su tiempo y energías.
Se casaron por lo civil porque Fred seguía casada con Andrew para la Iglesia católica. A ella no le importó entonces, aunque disgustó a sus padres. Casi había perdido la fe a causa de la confusión del primer matrimonio, y culpaba a su educación de la elección impetuosa y poco meditada de un marido y del estrés de haber tenido demasiados bebés en tan poco tiempo. Convinieron en no tener hijos propios: a la edad de Fred habría sido arriesgado —tenía treinta y ocho años cuando se casaron— y pensaban que ya habían traído suficientes niños al mundo. Los primeros años de matrimonio fueron, por tanto, como una larga y apasionada luna de miel en la que redescubrieron el placer erótico sin las distracciones e interrupciones de criar a los bebés y niños que habían tenido en sus primeras nupcias. El diagnóstico de sordera arrojó una tenue sombra sobre su felicidad, pero el mutuo goce del sexo no se vio afectado, pues casi todos los sonidos que lo acompañaban eran no verbales y de una longitud de onda de baja frecuencia.
Inevitablemente, con el paso de los años, su vigor viril empezó a declinar, Fred cobró corpulencia y perdió atractivo y, como la mayoría de las parejas, adoptaron una pauta más reposada de relación sexual que él supuso que gradualmente iría decayendo hasta llevarles a la serenidad de una vejez casta. Pero Winifred tomó una profesión y un aspecto nuevos y rejuvenecedores, mientras que él se hacía más viejo, se volvía más sordo y sufría ocasionales disfunciones eréctiles. Cuando se casaron no había pensado en absoluto en los ocho años de diferencia que les separaban, pero después empezó a darle vueltas. No se llevaban décadas como los matrimonios de la literatura del siglo XIX, pero aquella pequeña diferencia parecía más importante a medida que iba envejeciendo, sobre todo cuando Fred comenzó realmente a parecer más joven. Se mostraba siempre comprensiva y jovial si la cópula acababa, digamos, sin orgasmo. Ella comentó que había otras formas de dar y recibir placer sexual, y estaba dispuesta a recurrir a ellas, pero para él eran sólo preámbulos amorosos. Por consejo de su médico probó el Viagra y tuvo el efecto deseado, pero le produjo una reacción alérgica y hubo de dejarla. Así que en esta época tenía que planificar con mucho cuidado el sexo, con un programa que exigía abstenerse de alcohol previamente, una ducha vigorizante en vez de un baño caliente y una temperatura e iluminación adecuadas en el dormitorio antes de proponer que se acostaran temprano. Sin embargo, estos preparativos no siempre funcionaban. El sexo se había convertido en una expectativa inquietante en vez de placentera, y no contribuía a su serenidad la invasión cotidiana de su ordenador por spams que anunciaban Viagra, Cialis y plantas medicinales de charlatanes que prometían fortalecer la virilidad. «Impresiona a tu chica con una erección prolongada, estallidos copiosos y una mayor duración. Potencia tu hombría hasta extremos asombrosos… Todo lo que necesita un hombre de verdad… ¡Hola, amigo mío! Tienes una oportunidad única de olvidar esa angustia para siempre… Tiempo-extra es una solución no hormonal completa e inigualable… ¿Alguna vez te ha dicho ella que tu tamaño es insuficiente? ¿No? ¿No estaría siendo amable? Simplemente imagina tu nueva vida feliz con un tamaño más grande, más adoración de las mujeres y más seguridad en ti mismo. Entra aquí…»
Se me ocurre pensar que si esto fuera una novela, el lector seguramente pensaría: «Ah, ajá, está claro que el pobre Desmond no se ha dado cuenta de que Winifred tiene un amante, y de que todos los kilos perdidos y la operación quirúrgica eran para el otro, y de que con la connivencia de Jakki se escabulle a menudo de la tienda para sus citas adúlteras, al mismo tiempo que tiene contento a su costilla en casa con una mamada de vez en cuando.» Pero estoy segurísimo de que no es así. Dejando aparte mi confianza intuitiva en su fidelidad, el proceso de embellecimiento de Fred coincidió más o menos con su retorno a la práctica religiosa, una evolución que deploro por motivos intelectuales pero que pienso constituye una garantía de que no me está poniendo los cuernos. Parece ser que empezó cuando la boda de Marcia, en la misa nupcial en la que Fred no pudo comulgar junto con su madre y otros familiares sin «causar escándalo», como dijo ella. Antes iba a misa de vez en cuando por su cuenta, obedeciendo a un impulso, sobre todo cuando pasábamos las vacaciones en un país católico, pero yo lo atribuía a un simple licencia nostálgica. Sin embargo, después de la boda de Marcia empezó a meditar sobre su estado civil y decidió pedir la anulación religiosa de su matrimonio con Andrew, alegando que en aquel momento los dos eran emocional y psicológicamente muy inmaduros para comprender lo que entrañaba su unión. A mí me pareció que podía decirse lo mismo de como mínimo el cincuenta por ciento de las gente que se casa joven, entre ellos Maisie y yo, pero no lo dije porque veía la gran importancia que tenía para Fred restablecer su posición en la Iglesia. El proceso duró largo tiempo y requirió entrevistas con curas y la confirmación por parte de su madre y hermanos de que era emocional y psicológicamente inmadura en el momento de su primer matrimonio. La familia, por supuesto, cooperó con mucho gusto. Andrew, que se había vuelto a casar y ya no era católico practicante, al principio se mostró reacio a reconocer su inmadurez juvenil, pero accedió por mantener buenas relaciones con los hijos que había tenido con Fred, y al final ella obtuvo la anulación. Me pregunté qué pensarían sus hijos al respecto, e interrogué a Fred sobre el asunto. ¿La anulación no les convertía en ilegítimos? Ella dijo que no, que la legitimidad era un concepto jurídico civil. Desde el punto de vista legal ella y Andrew estaban realmente casados y su descendencia era legítima, pero a los ojos de Dios no se habían casado aunque ellos pensaran que lo habían hecho, y aunque todo el mundo, incluido el cura que les casó, pensara que eran cónyuges, porque no se había cumplido un requisito fundamental para que el matrimonio fuera válido. La pinché un poco:
—¿O sea que Andrew no cometió adulterio cuando tuvo aventuras con otras mujeres porque en realidad no estaba casado?
—Claro que cometió adulterio —dijo Fred, irritada—. Por eso me divorcié. No seas tonto, querido.
—Adulterio según la ley quizás, pero ¿a los ojos de Dios? —dije.
—También —dijo Fred, con una mirada acerada.
No seguí discutiendo. Me parecía obvio que el proceso de anulación, que desde hace poco es mucho más liberal y accesible que en el pasado, cuando sólo podían obtenerla los ricos y los poderosos con influencia en el Vaticano, es un mecanismo para sortear la histórica oposición de la Iglesia católica al divorcio sin que parezca que la contradice, pero como el efecto es beneficioso no quise insistir sobre el tema. Incluso accedí a someterme a una especie de ceremonia matrimonial en la parroquia de Fred —un acto discreto y privado, al que sólo asistieron como testigos Marcia y su marido—, aunque me parecía un poco idiota hacer de nuevo los votos que habíamos formulado en nuestra boda civil.
—¿Te sientes distinta? —le pregunté a Fred después.
—Sí, por supuesto, cariño —dijo.
—¿Quieres decir que hasta ahora no te sentías casada? —dije.
—No, por supuesto que no; quiero decir, sí, claro que me sentía casada. Sólo que ahora me siento… bien. En paz.
Recibí el bautismo anglicano pero no tuve educación religiosa. Mi madre me enseñó de niño a rezar mis oraciones antes de acostarme, y me llevaba a la iglesia en Pascua y en Navidad, pero eso era todo; papá decía —y lo sigue diciendo algunas veces— que creía en Dios, pero nunca pisó una iglesia, excepto para bodas y funerales. Estudié en un colegio que organizaba asambleas religiosas y alentaba a los alumnos de letras a escoger historia sagrada en el bachillerato, y casi todo lo que sé del cristianismo procede de esa instrucción y de mis estudios de literatura inglesa en la universidad, sobre todo de Milton y Joyce. Envidio su fe a las personas religiosas y al mismo tiempo me disgusta. Las encuestas han demostrado que tienen muchas más posibilidades de ser felices que las personas cuyo credo es totalmente laico; y se entiende por qué. La vida de todo el mundo contiene tristezas, sufrimientos y decepciones, y es mucho más fácil aceptarlos si crees que hay otra vida donde se corregirán las imperfecciones e injusticias de ésta; también vuelve menos triste la perspectiva de morir. Por eso envidio a los creyentes. Su fe, desde luego, no tiene una base firme, pero no puedes afirmarlo sin parecer grosero, agresivo e irrespetuoso: sin que, de hecho, parezca que atacas su derecho a la felicidad. Por eso me disgusta la fe religiosa, incluso la de mis seres más próximos y queridos; en realidad, sobre todo la de ellos, puesto que en su caso es más evidente la imposibilidad de hablar de religión objetivamente. Fred va a misa todos los domingos por la mañana, me deja leyendo los periódicos dominicales y vuelve noventa minutos después con un aire de complacencia virtuosa. Si le preguntara cómo ha sido el sermón respondería algo vago —francamente dudo que lo escuche atentamente—, pero no se me ocurriría preguntarle si, por ejemplo, ha comulgado aceptando sin reservas la doctrina de la transustanciación. No creo que su fe haya tenido nunca una sólida base intelectual. Fue producto de la crianza, la educación y una tradición familiar. Las tormentas de la sexualidad y un matrimonio desdichado en el lindero de la madurez le arrebataron la fe católica, y cuando amainaron retornó al puerto seguro. A juzgar por las pocas ocasiones en que la he acompañado a misa por motivos familiares, diría que es puro ritual para ella, un ritual que la tranquiliza. Se sienta, se levanta, se arrodilla, canta los himnos, murmura las respuestas en una especie de trance, feliz de sentirse unida a un ambiente general de fe y esperanza trascendentales sin necesidad de investigar a fondo su fundamento racional. ¿Y quién soy yo para decir que se engaña, solo en mi casa como estoy con mis dudas, mi sordera y la cháchara superficial y excitante de los periódicos dominicales?
Marcia y su familia han venido a comer hoy, como otros muchos domingos. De todos nuestros hijos, Marcia, la hija de Fred, es la que vive más cerca, a un par de kilómetros sólo, y por tanto la vemos más que a los demás. Siempre me agrada ver a Delfín Daniel y a su hermana mayor, Helena, «Lena», como la llamamos. Con Marcia y con su marido Peter me entiendo hasta cierto punto, pero tengo la sensación de que Marcia, cuando era una adolescente, fue la que más se opuso a la idea de que su madre se casara conmigo —un hombre de más edad, su profesor, no católico, con hijos—, y de que nunca ha superado del todo su antigua desaprobación de nuestro enlace. En efecto, cuando Fred floreció y triunfó en los negocios, mientras que yo me sumergía en la jubilación y sucumbía a la sordera, sospecho que Marcia me consideraba cada vez más un apéndice superfluo de la familia, un lastre infortunado. Como ella es la parte dominante en su matrimonio, Peter sigue su ejemplo y observa conmigo una actitud reservada. Cuando se lo insinué a Fred un día, dijo:
—Tonterías, Marcia te tiene un gran respeto, y si Peter parece un poco «reservado», como dices, es porque piensa que debes de estar criticando su inglés continuamente, como profesor de lingüística que eres.
Me reí al oír esto, porque la lingüística moderna es, casi excesivamente, no-normativa, pero supongo que habrá alguna verdad en ello. Peter procede de la clase trabajadora, habla con un acento local perceptible y emplea algunas palabras dialectales. Estudió contabilidad en lo que entonces era la politécnica y trabaja en la industria, por lo que está culturalmente un poco desnutrido y un tanto intimidado por su familia política. Para intentar que se sintiera a gusto, la siguiente vez que le vi ataqué el éxito de ventas de Lynne Truss sobre el apóstrofo, pero sólo conseguí ofenderle, pues resultó que era un admirador de Truss y utiliza su libro como si fuera la Biblia. Oh, bueno… Son una pareja admirable en muchos sentidos, los dos tienen empleos exigentes pero se vuelcan en el bienestar de sus hijos, a los que dedican un tiempo valioso por las noches y los fines de semana, un tiempo que no se reservan también para ellos solos, que yo sepa, y ojalá pudiera tenerles más afecto. No hay problema con los niños, que son preciosos y encantadores, y están en esa edad interesante en que empiezan a adquirir el lenguaje con una rapidez asombrosa, y a veces cometen errores expresivos, aunque yo no pueda oírlos. Hoy, cuando he felicitado a Lena por su bonito vestido y ella ha respondido que se lo había comprado su madre en Marks & Spencer, todo el mundo se ha reído menos yo. Al ver mi perplejidad, Fred me ha explicado que Lena había dicho: «Me lo compró mamá en Marks and Spensive.»[11] Entonces yo también me he reído.