4 de noviembre. Parece que esto se está conviniendo en una especie de diario, o notas para una autobiografía, o quizás sólo en terapia ocupacional.
Ayer fui a Londres a ver a papá, una visita obligada que hago cada cuatro semanas, más o menos. Si describo la de ayer con cierto detalle servirá para dejar constancia de casi todas las demás, porque la rutina no varía mucho. Fue un día largo y agotador. Cuando vivía mamá, a menudo me quedaba a pasar la noche en su casa siempre que los asuntos académicos me llevaban a Londres, y mantuve esta práctica hasta unos años después de que ella muriese, pero ahora, cuando voy a ver a papá, prefiero volver el mismo día. Salgo temprano por la mañana —con mi carné de la tercera edad puedo comprar un billete electrónico incluso en horas punta— para llegar a Brickley a tiempo de llevar a comer a papá, y luego paso la tarde con él y me voy después del té para pillar el tren de la tarde. Siempre me dice: «¿Por qué no te quedas a dormir, hijo?», y yo siempre le digo: «No, no puedo, papá, estoy muy ocupado.» Y él dice: «Creí que te habías jubilado», y yo digo: «Sigo haciendo investigación», y él asiente, conforme aunque un poco desilusionado. Si bien seguimos discutiendo sobre cualquier otro tema, mi vida profesional es un misterio para él y la trata con una deferencia respetuosa.
Nunca comenta ni pregunta nada sobre las publicaciones dedicadas que le he enviado a lo largo de los años, pero ocupan un lugar de honor en la librería acristalada del salón, y le he sorprendido presumiendo de su hijo el profesor ante perfectos desconocidos en tiendas o en autobuses. Así que alegar mi «investigación» siempre constituye una buena baza cuando se plantea la cuestión de pernoctar en su casa. La verdad es que rehúyo dormir en la cama abombada, llena de bultos y ligeramente húmeda de la habitación trasera que fue mi dormitorio de niño, y compartir el cuarto de baño triste y el retrete maloliente (el suelo de baldosas apesta a pis porque papá ya no tiene tan buena puntería como antes), y hacerme el desayuno en la estrecha kitchenette donde todo está cubierto por una capa de grasa —las sillas, la mesa, los platos, los cubiertos, las tazas, los platillos, la tostadora, las ollas, la encimera, todo— a causa de la diaria precipitación de moléculas de grasa frita. La casa nunca ha parecido realmente limpia desde la muerte de mamá, hace trece años, pero ha ido cuesta abajo a tumba abierta desde que Irena, la asistenta polaca de papá, enfermó y se jubiló, porque no consigue encontrar a otra persona. El ayuntamiento local intentó mandarle sustitutas, pero él sospechaba que todas trataban de robarle sus «cosas» y el dinero que guardaba escondido debajo de las tablas del suelo en diversos lugares, y les dijo que no volvieran, con lo que el municipio dejó de enviarlas y papá no me deja que le busque una asistenta privada aunque le haya dicho que la pagaré yo.
Lo mejor del día fue el viaje a Londres. Mi tren llegó puntual, encontré un asiento en el vagón silencioso, me quité el audífono y me instalé con el Guardian y una nueva biografía de Hardy. Es complicado saber si ponerte el audífono y cuándo ponértelo durante un viaje en transporte público, si viajas solo y no tienes que entablar conversación con nadie. Es evidente que tienes que llevarlo para comprar el billete y oír eventuales anuncios de cambios de andén en la estación, pero es tentador quitártelo cuando ya estás en el tren, aunque entonces no podrás oír la información que el jefe de estación difunde por megafonía, como por ejemplo el motivo de que el tren se haya parado diez minutos al lado de un campo, o mensajes quizás más importantes, como una señal de avería que ha detenido a todos los trenes que entran y salen de King’s Cross durante un período indefinido; y quizás al hablar con el personal que pasa con el carrito de restauración te hayas equivocado acerca de la leche y el azúcar en el té o sobre de qué son los bocadillos. Por supuesto, podría dejar el audífono puesto pero desconectado hasta que lo necesite, en cuyo caso los auriculares serían como tapones, pero si no sirven para su verdadero cometido noto que poseo una aguda e irritada conciencia de la intrusión de esas bolitas de plástico alojadas en mi cabeza, una sensación que no soporto mucho tiempo sin sacármelas de las orejas. Así que suelo quitarme el audífono en cuanto he encontrado un asiento y el tren se pone en marcha y sale de la estación. La única ventaja de ser sordo es que, por así decirlo, estás naturalmente aislado de un montón de ruido ambiental irritante o desagradable (que se vuelve aún más molesto amplificado por un audífono), y puedes sacar partido de esta circunstancia. Quitarte el audífono en el tren es como una mágica e instantánea promoción de segunda a primera clase: el traqueteo y el chirrido metálico de las ruedas sobre las vías se reducen a un débil chasquido rítmico y las voces de los demás pasajeros se convierten en un murmullo relajante.
Sólo los móviles conservan su facultad de molestar incluso al viajero con problemas auditivos, tanto por sus tonos como por el ritmo de staccato especialmente exasperante que caracteriza a uno de los interlocutores de una conversación telefónica entreoída indistintamente, que es la razón por la que siempre intento conseguir un asiento en el vagón silencioso, donde esos aparatos están prohibidos. Pero es sorprendente la cantidad de personas que no ven o no hacen caso de los anuncios que lo proclaman y empiezan a hacer y a recibir llamadas mientras están sentadas justo debajo de un adhesivo en la ventanilla que dice: «Vagón silencioso. Por favor, absténgase de usar el móvil», y a menudo me incumbe a mí señalárselo a los transgresores, ya que la mayoría de los demás pasajeros se limitan cobardemente a dirigirles miradas de censura de las que el usuario del móvil, mentalmente absorto en su lejano interlocutor, por supuesto no se entera. No me gusta esta tarea, porque perturba la tranquilidad que confiaba en tener quitándome el audífono; de hecho, a veces me lo vuelvo a poner para estar equipado por si necesito discutir. Una determinada dosis de adrenalina tiene que inundar el organismo para instarle a actuar y para decidir cómo y cuándo: ¿intervienes en cuanto el móvil se enciende, esperas hasta que la llamada haya terminado o la interrumpes en la mitad cuando parece que se prolonga durante un rato excesivo? Tengo ya una frase preparada para estas ocasiones: «Perdone, pero ¿sabe que estamos en un vagón silencioso?», que enuncio con un tono confidencial y educado, apuntando con un dedo servicial a la pegatina de la ventanilla, pero las reacciones de los aludidos son sumamente variadas. Algunos, normalmente mujeres, esbozan una sonrisa boba, sonríen, asienten y extienden una mano apaciguadora, como si admitieran que cometen una falta pero implorando clemencia, al tiempo que continúan alegremente su conversación telefónica; otros, que a todas luces ignoran sinceramente que están en un vagón silencioso y que son realmente incapaces de entender la idea misma de un vagón semejante, un lugar donde uno pudiera verse privado del derecho a mantener en público conversaciones privadas en voz alta, te miran con cara de no comprender hasta que caen en la cuenta y dicen algo poco halagüeño de ti a su interlocutor y, enfurruñados, ponen fin a la llamada o se van al vagón siguiente con aire de perseguidos. Un hombre que estaba borracho amenazó con darme tal puñetazo en la puta nariz que me saldría por el otro lado de mi puta cara. Por suerte se quedó dormido antes de intentar esta reorganización de mis facciones.
El viaje de ayer, sin embargo, transcurrió sin percances, y lamenté cambiar la relativa tranquilidad del vagón silencioso por el bullicio y el estruendo de King’s Cross, adonde llegamos con unos minutos de retraso. Bajé a las tripas del metro y cogí la Northern City Line hasta London Bridge, y después un tren de cercanías semivacío hasta Brickley, un trayecto a través de Graffitiland. Hay grafitis dentro del tren, en boquetes abiertos en las ventanillas del vagón con cortavidrios, o garabateados en los paneles de melamina laminada con rotuladores de colores, y grafitis con aerosoles fuera, en las estaciones por donde pasas, en el material rodante inerte de los apartaderos, en edificios que dan a las vías, en paredes y puentes y escaleras y en las puertas de garajes cerrados con llave, en cada centímetro de superficie disponible. El derroche de pintarrajos añade un poco de color, supongo, a este segmento insípido del sureste de Londres, pero lingüísticamente siempre me parece un poco empobrecido: sobre todo son nombres o seudónimos de los artistas, rara vez un epigrama ingenioso o un agudo comentario político. ¿Cuándo fue la última vez que me hizo reír un grafiti? Hace años vi uno que todavía me arranca una sonrisa cuando lo recuerdo: debajo de un letrero, «No Pegar Carteles», un bromista había escrito: «A Carteles le pegaron». Nada igual de divertido descubrió mi mirada cuando crucé el puente peatonal en la estación de Brickley. Sólo nombres, obscenidades y aclamaciones, la mayoría relacionadas con equipos de fútbol.
Brickley es uno de los barrios residenciales más antiguos de Londres, urbanizado hará unos cien años, con calles de hileras de casas contiguas, achaparradas e idénticas, en las partes llanas y, en las zonas en cuesta, filas de casas más grandes y chalés altos y separados o adosados. Estas viviendas, construidas con el viejo ladrillo amarillento de Londres y la decoración de estuco, muy modernizadas, reformadas, divididas y ampliadas, todavía dominan el barrio, intercaladas con otras urbanizaciones más modernas, posteriores a la Segunda Guerra Mundial: bloques bajos de apartamentos e hileras de diminutas casas municipales para compradores de la primera vivienda. Pero Lime Avenue, donde yo nací y donde sigue viviendo mi padre, no pertenece a ninguno de estos períodos arquitectónicos. Es una calle ligeramente en curva de pequeñas casas adosadas de entreguerras, apretujadas sobre el terreno en pendiente, entre una carretera principal y el ferrocarril, y cuyos dos extremos desembocan en esa carretera. Las casas del lado del tren tienen jardines traseros colindantes con un terraplén insólitamente alto y ancho, con árboles, arbustos y hondonadas cubiertas de hierba; los niños que vivían allí en mi infancia tenían acceso a aquel patio ilegal de recreo aventurero que yo les envidiaba. Nuestra casa, en el número 49, como todas las demás en la otra acera de la calle, tiene un jardincillo trasero levantado artificialmente sobre un vertedero tapiado por un muro alto de cemento. Una carretera principal pasa por detrás de esta tapia trasera, y la imperial de los autobuses que circulan se ve desde el primer piso, aunque siempre se oyen desde el jardín. El nombre de la calle proviene de los tilos[8] que en mi infancia había plantados a intervalos regulares a lo largo de ambas aceras, y que más tarde arrancaron y sustituyeron por serbales, tras una campaña organizada por propietarios de coches que protestaron por la resina pegajosa que caía de los tilos a la carrocería de los vehículos. Las casas están separadas por callejones estrechos y no tienen garajes ni cocheras, con lo que la calle está flanqueada de coches pegados unos a otros en ambos bordillos. Cuando yo era niño jugábamos al fútbol y al criquet en la calzada, y hacíamos un alto y nos apartábamos para que pasara un coche o una furgoneta, pero ahora esto sería imposible. Cada vez que vuelvo a Brickley y doblo hacia Lime Avenue desde la carretera experimento un bandazo mental de la memoria y vuelvo a ser un colegial de pantalón corto que regresa a casa al atardecer, con los calcetines caídos, raspaduras del campo de fútbol en los zapatos y ansioso de jugar otro partido con mis camaradas antes de que me llamen para tomar el té y hacer los deberes. Siempre me pareció una calle bonita para vivir y sigue pareciendo más elegante y atractiva que las monótonas y más antiguas filas de viviendas adosadas que la rodean. Las casas están cubiertas de cemento rugoso, con zonas de madera pintada de diferentes colores contrastados, y cuidados jardincillos delanteros con arbustos, tiestos y enlosados, aunque el número 49 tiene un aspecto algo triste actualmente: el seto de ligustro necesita una poda, la parte baja de la cancilla de madera se está pudriendo y el corto sendero de cemento hasta la puerta de entrada tiene fisuras y desniveles, y entre las grietas crecen hierbajos. Papá sigue empeñado en ocuparse él mismo de las tareas básicas, lo que significa que no se hacen o se hacen mal. Hace diez años, cuando se estaba recuperando de una operación, accedió a regañadientes a dejarme contratar a alguien para que pintase la casa, pero no me atrevo a sugerirle que hay que volver a pintarla por miedo a que saque la escalera de mano e intente hacerlo por sí mimo.
Pulsé el timbre y como no me abrió utilicé la aldaba y di cuatro golpes fuertes. Papá es duro de oído, no tan sordo como yo, pero como no quiere usar un audífono, a efectos prácticos es igual de sordo, de hecho aún más que yo. Hace cinco años, tras una larga y agotadora serie de discusiones, conseguí convencerle de que le examinaran y le facilitasen un audífono de la Seguridad Social, pero se quejó de que era incómodo y difícil de usar, de que las pilas se gastaban y de que silbaba. Pronto dejó de ponérselo. Como vive solo no tenía muchos incentivos para perseverar. Oye la televisión con auriculares, porque los vecinos del otro lado de la pared medianera se quejaron del volumen de los altavoces, y tiene un teléfono con un timbre especialmente alto y una luz que centellea. Pero a menudo no se entera de que llaman los repartidores porque no oye la aldaba, y si no hubiera estado esperándome podría haberme pasado un largo rato delante de la puerta. La primera señal de que se disponía a abrirme fue descorrer la cortina de la ventana redonda de cristal esmerilado. Se trata de una cortina de fieltro grueso que llega hasta el suelo y que él mismo instaló para evitar las corrientes de fuera y conservar el calor en los meses de invierno. Por el mismo motivo tiene cerradas total o parcialmente las demás cortinas de la casa, lo que añade una penumbra sepulcral a la sordidez general del interior. Se abrió la puerta. Un anciano vestido como un pordiosero me sonrió.
—Hola, hijo —dijo—. Veo que lo has conseguido.
Se apartó para dejarme paso y, antes de cerrar la puerta y correr la cortina, asomó la cabeza para mirar con suspicacia a ambos lados de la calle, como si temiera que me hubieran seguido unos delincuentes con intención de perpetrar un robo a mano armada.
—¿Qué tal el día? —dijo, mientras yo me quitaba el abrigo y lo colgaba en la percha al lado de la puerta.
—Muy bien. Por una vez, el tren ha sido puntual —dije.
—¿Qué?
Esta palabra sale con mucha frecuencia en nuestros diálogos.
—El tren ha sido puntual —grité.
—No hace falta que grites —dijo él, y me condujo a través del pasillo a lo que siempre llamamos el comedor, supuestamente porque era el uso que le asignó el agente inmobiliario, pero que era y sigue siendo la sala, y que es muy pequeña, unos doce metros cuadrados, calculo. Está al fondo de la casa, al lado de la cocina. La habitación delantera o «salón» es un poco más grande, pero cuando yo era niño apenas se usaba, salvo en días especiales y en vacaciones, sobre todo en invierno, para evitar la molestia de encender una segunda chimenea. Cierto es que en la sala hay un aparador y la mesa donde hacemos casi todas las comidas, pero también dos butacas y un buró y una radiogramola y, llegado el momento, un televisor, y que era el lugar donde hacíamos vida de familia. En aquel tiempo papá usaba la habitación delantera para practicar el saxófono y el clarinete. Era riguroso en ejercitarse una hora al día, al final de la mañana, para mantener la digitación flexible y exacta, y tocaba una y otra vez lo que a mí me parecían escalas fragmentarias y frases sin una melodía continua. Era enloquecedor, y me pregunto si esto no sería una de las razones por las que de joven nunca intenté seriamente aprender a tocar un instrumento: no parecía producir ningún placer. Fue una revelación la primera vez que le oí tocar un solo con el saxo tenor en el quiosco de la música. Más adelante, escuchando sus discos, me aficioné al jazz y soñé con tocar la trompeta como Harry James o Dizzy Gillespie, pero por entonces ya me encontraba en una trayectoria académica orientada hacia la universidad, con montones de deberes, y no estaba lo suficientemente motivado para dedicar a lecciones de música ni un minuto de mi escaso tiempo libre, con lo que nunca aprendí a tocar un instrumento, y ahora que tengo abundante ocio es demasiado tarde, porque el audífono me ha privado de la mayor parte del placer de la música.
A papá también, creo. Ya no toca, por supuesto, vendió sus instrumentos hace unos años —ha perdido los dientes y tiene artritis en los dedos—, y ya no escucha tanta música como antes. La pletina y el casete de su equipo están rotos y no quiere cambiarlos ni llevarlos a arreglar. La Navidad pasada, cuando me ofrecí a comprarle un equipo nuevo, con un reproductor de CD, tuvo uno de sus irracionales accesos de cólera:
—¿Estás loco? ¿Qué haría yo con un reproductor de CD? ¿Crees que quiero malgastar mi dinero comprando un montón de discos que cuestan una fortuna, una auténtica sangría, a decir verdad, cuando tengo una colección maravillosa de discos de vinilo?
Hizo un movimiento con la mano hacia la estantería que alberga su modesta colección de elepés. Muy bien, le dije, le compraría un equipo de alta fidelidad con pletina, y él dijo: «¿Y dónde lo pongo? No tengo sitio para ningún otro trasto.»
Yo le dije que podía ponerlo donde estaba ahora el equipo de música. «¿Qué? ¿Quieres decir que me deshaga de mi equipo? Me costó cien libras.» «Pero si no funciona, papá», le dije, y él dijo: «La radio sí funciona», aunque de hecho nunca la usa, porque no puede subir el volumen lo suficiente sin molestar a los vecinos. Tiene una en la cocina y la pone tan alta que tiembla la vajilla, y un transistor que escucha en el comedor o en la cama con unos auriculares de poco peso, sobre todo los programas de entrevistas. De vez en cuando sintoniza el programa de música clásica en frecuencia modulada, pero lejos quedan los días en que se sentaba a escuchar una sinfonía o un concierto enteros de alguno de sus compositores favoritos, Elgar, Rachmaninov, Delius —románticos tardíos, nada de Mozart o Beethoven para él («No soporto a los puñeteros alemanes, demasiado pesados»)—, y lo grababa en una cinta para uso futuro, una economía que le daba una gran satisfacción. El jazz moderno ya no parece interesarle, aunque sí le gustan los programas nostálgicos de radio sobre las grandes bandas de swing de los cuarenta, Benny Goodman, Glenn Miller, Tommy Dorsey. Huelga decir que desprecia el pop y el rock basados en guitarra eléctrica, y siempre los ha despreciado desde que puso fin al oficio de la orquesta, aunque hizo una excepción con los Beatles. Eran músicos auténticos, decía. «Canciones y melodías que se entienden, con rimas de verdad.» Su predilecta era «Eleanor Rigby».
—¿Y qué tal estás? —le dije cuando estuvimos sentados en sendas butacas a ambos lados de la chimenea, donde había encendida una barra de un fuego eléctrico. Aunque le obligué a permitirme que pagara la instalación de calefacción central en la época de la enfermedad definitiva de mamá, nunca se ha acostumbrado a ella; tiene casi siempre los radiadores cerrados en la casa, para ahorrar, y utiliza un fuego eléctrico en el comedor porque en realidad no se siente caliente si no ve un resplandor anaranjado y nota que se le chamuscan las espinillas, como con un antiguo fuego de carbón.
—¿Qué? —dijo. Estoy seguro de que me oyó perfectamente, pero como la mayoría de los sordos tiene la costumbre de decir «¿qué?» automáticamente, a cada intento de entablar conversación; me percato de que a veces lo hago yo también.
—¿Qué tal últimamente? —dije, más alto.
Hizo una mueca.
—No muy bien. Últimamente no consigo dormir bien ni una sola noche.
—Deberías comprar un colchón nuevo.
Era un tema recurrente y la conversación siguió por un camino trillado, que era más o menos como sigue, con muchas repeticiones y gritos:
—Mi colchón no tiene nada malo.
—Lo pagaré yo, papá.
—No se trata de quién lo pague. Tengo un montón de dinero.
—Dormirías mucho mejor en un colchón duro.
—No tiene nada que ver con el colchón. Es por mi… aparato. ¿Cómo se llama eso?
Bajó la mirada hacia la ingle.
—La próstata.
—Eso. Me levanté cuatro veces anoche.
—¿Has ido al médico?
—¿A ver al viejo Simmonds? Oh, sí. Dice que se arregla con una operación. Le dije que no, muchas gracias.
—Bueno, no te lo reprocho, papá. —Intenté un chiste—: Creo que puede afectar a tu vida sexual.
Pero no me oyó y no tuve ganas de repetirlo.
—Me dio unas pastillas —dijo—. Supongo que son una especie de astringente. Ya sabes, que encogen la…, el chisme. No parece que sirvan de gran cosa. —Meneó la cabeza tristemente. Después, como de costumbre, encontró un pensamiento reconfortante—. Fíjate, no puedo quejarme. A Eric, por ejemplo, le pasaba lo mismo pero al revés. —Eric era un primo segundo suyo que murió hace varios años—. No le salía una gota. Tuvieron que llevarle corriendo al hospital. Le metieron una cosa por… —Imitó la inserción de un catéter, con una expresión de dolor. Al cabo de una pausa, añadió suavemente—: No, compraré un colchón nuevo algún día. No hay prisa.
No pude abstenerme más tiempo de hacer un comentario sobre su ropa.
—Espero que te cambies antes de salir.
—¡Pues claro que voy a cambiarme! —dijo, enfadado—. No pensarás que voy a salir así, ¿no?
La verdad es que yo no lo pensaba, pero me irrita verle vestido como un pordiosero en casa, quizás porque hay un claro parecido de familia entre nosotros. Es como si me ofreciera una imagen burlona de mí mismo. Los dos somos altos y huesudos, tenemos los hombros altos y caídos y la cara arrugada y de larga mandíbula, o sea que verle vestido como un guy una noche de Guy Fawkes[9] es como verme en un estado calamitoso dentro de unos veinte años. Llevaba un par de pantalones sucios de cintura alta, de un tweed de cuadros tan grueso, y tan tieso por culpa de la suciedad y manchas de diversos tipos, que supuse que se quedarían rígidos en el rincón de su dormitorio cuando se los quitaba; un cárdigan beige con lamparones y agujeros en los dos codos, y una raída camisa de cuadros en la que faltaban los dos botones de arriba y que exponía su nuez escuálida y la medialuna de una camiseta amarillenta. Exceptuando esta última, yo sabía que aquellas prendas gastadas no eran pertenencias de mucho tiempo atrás, sino adquisiciones recientes realizadas en tiendas benéficas y mercadillos de segunda mano. Calzaba un par de mugrientas zapatillas de felpa con el talón desgastado.
—Bueno, no sé por qué te pones esa ropa —dije—. Cualquiera pensaría que no tienes nada decente que ponerte.
Yo sabía que arriba tenía dos armarios llenos de ropa respetable en buen estado.
—¿Qué sentido tiene estar bien vestido dentro de casa? —dijo indignado—. Aquí no veo a nadie en todo el santo día.
Era un llamamiento encubierto a la compasión, y no infructuoso, pero me sentí obligado a continuar la ofensiva.
—Sabías que ibas a verme a mí esta mañana —dije.
—Eso es distinto —dijo—. De todos modos, he estado haciendo cosas.
—¿Como qué?
—Limpiar la cocina.
—¿Qué tal te apañas con ella?
La cocina eléctrica es una nueva adquisición, aunque no un aparato nuevo. Yo me había brindado a comprarle una nueva, pero como era de esperar él se empeñó en una antigua que vio en una tienda de más arriba en la calle, de las que exponen en la acera mercancías blancas, con carteles pintados a mano que anuncian grandes gangas. Ciertamente era barata, pero la vendían sin manual y no pude conseguir uno porque el modelo había dejado de fabricarse, y por eso desde entonces mi padre se esforzaba en dominar los mandos. Un problema especial había sido el funcionamiento del horno, con el resultado de que a veces se le quemaba la comida y otras veces se le quedaba cruda.
—No está mal —dijo, con una sonrisita furtiva—. Casi la tengo dominada.
Como sólo podía culparse a sí mismo de la compra de la cocina inservible, la había personificado, como si fuera un astuto adversario que de algún modo se le había colado en casa y contra el cual tenía que emplear a fondo su ingenio.
—Pero justo cuando creo que ya la tengo dominada me sale con otro fallo —dijo—. La parrilla no funciona si cierras la puerta.
—No, con la puerta cerrada se convierte en un segundo horno —dije—. Te lo expliqué, papá.
—No vale con decirme cosas a mi edad, tienes que escribírmelas —dijo.
—De acuerdo, te escribiré unas instrucciones básicas —dije—. ¿Por qué no vas a cambiarte?
Mientras él subía a cambiarse yo entré en la cocina a tomar unas notas sobre el aparato eléctrico. Su estado era lamentable, al igual que toda la habitación, envuelta por dentro y por fuera en una capa de grasa que él había intentado en vano eliminar. Había manchas circulares de quemaduras en la encimera contigua de formica, causadas por cacerolas que debían de estar al rojo vivo cuando las puso encima, y en la pared, sobre la placa, había un gran penacho de hollín en el punto donde era evidente que se había incendiado una sartén de manteca hirviendo. Abrí la nevera y la encontré llena de pedazos de comida, cocinada y sin cocinar, envueltos en papel encerado y de aluminio, los más insalubres de los cuales tiré al cubo de la basura que había fuera de la puerta trasera. Me embargó un horrible sentimiento de desesperación e impotencia. Es obvio que papá no puede seguir viviendo así indefinidamente, que tarde o temprano va a morir abrasado o envenenado. Pero nunca abandonará su casa de buen grado; y, en todo caso, ¿adónde iría?
Cuando bajó estaba transformado, con una chaqueta de tweed de color brezo tejida a mano, un pantalón de estambre gris, una camisa de rayas limpia y una corbata. Tenía una mancha de comida en la solapa pero me dije que no se puede tener todo. Calzaba un par de lustrados zapatos marrones de cuero. Se había peinado hacia atrás el ralo pelo gris.
—Muy elegante —le dije, con tono de aprobación, raspando de la chaqueta con el dedo índice la comida congelada, so pretexto de palpar la tela.
—Ya no hay telas como éstas —dijo—. Me costó cinco libras en Burtons. Entonces era un pastón.
—¿Dónde quieres comer? —dije.
—Donde siempre —dijo.
—¿No te apetece cambiar?
—No —dijo.
Donde siempre es la cafetería del supermercado Sainsbury’s local. Proponerle un cambio era sólo un gesto simbólico: yo había desistido de intentar convencerle de que cambiáramos de sitio. Casi todos los restaurantes del vecindario son indios o chinos donde «no entraría aunque me pagaran». Una vez logré llevarle a una trattoria italiana, pero los precios del menú le escandalizaron y afirmó que le disgustaba el sabor del ajo y las aceitunas en la comida. Se mostró amargado y descontento durante todo el almuerzo y no repetí la experiencia. Los pubs los considera lugares donde beber cerveza, a la que ha renunciado porque cree que empeora el estado de su próstata, no son un sitio donde comer platos calientes. Que no disfrutaría, de todos modos, rodeado de gente envidiable que se sopla unas pintas. Así que por un proceso de eliminación hemos acabado yendo asiduamente a Sainsbury’s.
—Vale, llamaré para reservar una mesa —dije, pero fue otra burla que él no oyó ni yo quise repetir.
—¿Qué?
—Llamaré a un taxi.
Hubo una época en que se habría opuesto frontalmente a este dispendio, pero últimamente me ha permitido, aunque de mala gana, pagar un taxi en el trayecto de ida, con la condición de que volvamos en autobús. Como de costumbre dijo: «¿Un vasito de jerez antes?», y como de costumbre yo acepté. No me gusta su jerez barato, dulzón y espeso, pero la cafetería de Sainsbury’s no tiene licencia para servir alcohol y necesito un trago para sobrellevar la comida. Apurado el jerez, llamé a la agencia de taxis y me dijeron que llegaría uno en cinco minutos, momento en el cual papá decidió, muy típico de él, que tenía que ir al baño antes de marcharnos. Aproveché la oportunidad para tomarme a hurtadillas otro trago de jerez, de hecho sólo un vasito, mientras él estaba arriba, pero, como me temía, el taxista tocó la bocina delante de la casa para anunciar que había llegado antes de que papá se pusiera el abrigo y el sombrero. Después no encontraba las llaves para cerrar la casa. El taxi volvió a tocar el claxon con impaciencia. Miré fuera y vi que estaba obstruyendo el espacio estrecho entre las filas de coches aparcados y no dejaba pasar a otro vehículo. Salí y pedí al taxista que diera la vuelta a la manzana y volviera dentro de dos minutos. Murmuró algo que no capté y arrancó a toda velocidad. No tenía en absoluto la certeza de que volveríamos a verle. Regresé al recibidor, donde papá rebuscaba frenético en los bolsillos de diversos abrigos y chaquetas colgados en el pasillo.
—¿No tienes en la cocina un gancho donde las cuelgas? —dije.
—No están allí.
Entré en la cocina y encontré las llaves colgadas del gancho.
—Aquí las tienes —dije, y se las di.
La cara se le iluminó de alivio.
—Gracias a Dios. ¿Dónde estaban?
—En el gancho de la cocina. Anda, vámonos.
El taxista había vuelto y fruncía el ceño desde la ventanilla de su Honda rojo descacharrado, y apremié a papá para que entrara en la trasera. Arrancamos con un chirrido de neumáticos, rodando y resbalando sobre el resbaladizo asiento de vinilo.
—Juraría que he mirado en ese gancho y no las he visto —dijo.
—No importa, papá —dije.
—¿He apagado el fuego eléctrico? —se preguntó.
—Sí, sí —dije, aunque no me acordaba de si lo había hecho. No me atreví a pedirle al taxista que volviera atrás. Y si la casa se incendiaba, pensé oscuramente, resolvería el problema de cómo desalojar a papá.
El Sainsbury’s es un edificio grande y nuevo, construido en un solar industrial, cerca de las vías de tren. La cafetería está limpia y brillantemente iluminada, separada por un cordón de los largos pasillos atestados del supermercado, y por el otro lado da a un amplio estacionamiento. La comida, debo reconocerlo, no es mala, y está bien de precio. Ocupas una mesa numerada con tablero de formica y te pones en la cola con una bandeja, coges los platos fríos de las vitrinas sobre el mostrador y encargas los calientes cuando pagas. Una de las mujeres joviales y maternales, que constituyen la mayor parte del personal, te los lleva a la mesa tras un intervalo que depende de lo ocupadas que estén. En la pared detrás del mostrador hay fotos satinadas en colores de los platos a elegir, que papá examina antes de ponerse en la cola: es su gran deleite y le inquieta la idea de estropearlo eligiendo mal. Normalmente toma una empanada de carne y riñones con dos verduras o fish and chips, y tarta de manzana con natillas. La cuenta por los dos es probablemente más barata que el precio de un plato principal en el Savoy Grill.
Debemos de parecerles una extraña pareja a los demás clientes, que son una mezcla de alumnos del instituto del barrio, madres jóvenes con bebés y niños pequeños, empleados del supermercado en su hora de comer, y parados crónicos. Es una zona obrera multirracial, y la gente viste informalmente, al moderno estilo grungy: capas de ropa sintética, con la marca estampada, y zapatillas deportivas de diseño barroco y gruesas suelas grabadas. Contra toda lógica, lamenté haber criticado un poco antes la raída indumentaria de papá, porque así le incité a un contraataque vestimentario. Yo visto bastante formal, no estoy a gusto con el aspecto moderno de cuello abierto y siempre llevo corbata con una chaqueta o el blazer azul marino que llevaba ayer. Pensé que estábamos demasiado bien vestidos para aquel local, como si en el camino hacia el Savoy Grill nos hubiéramos percatado de que no teníamos suficiente dinero y en vez del Savoy hubiésemos ido a Sainsbury’s.
Papá terminó la comida rápida y glotonamente y se recostó con un suspiro de satisfacción. Ante una taza de té empezó a rememorar. Como a todos los sordos, le resulta más fácil hablar que escuchar, y yo le escuché encantado. Como he oído todas sus historias muchas veces no tengo que prestar mucha atención para seguirlas y dar las respuestas apropiadas. Algo, probablemente la llovizna que había empezado a caer fuera, oscureciendo el asfalto del parking, le recordó el final de la guerra, cuando volvió de la India y le desmovilizaron al cabo de nueve meses de servicio en una pequeña banda de la fuerza aérea. A fuerza de repetirla, ha pulido la narración del episodio.
—Atracamos en Southampton y cogimos un tren a Londres. Estaba lloviendo, pero no nos importó. ¡Era una preciosa llovizna inglesa, y el campo estaba tan verde! Hacía meses que no veíamos verde. Sólo polvo. «Polvo, saliva y arañas, eso es la India», decía Arthur Lane. «Si los indios quieren que se la devolvamos, encantados.» El verde de los campos y los árboles, a lo largo de todo Hampshire, era increíble, como el agua para un muerto de sed. Era como si intentáramos bebemos Inglaterra. No nos cansábamos de verla. Nos asomamos por las ventanillas, a medida que el tren avanzaba, y nos empapó la lluvia, pero nos dio igual. Y Arthur Lane (típico de Arthur) abrió la puerta exterior del compartimento (ya sabes, en aquel tiempo los trenes tenían compartimentos individuales), abrió la puerta de par en par y se sentó en el suelo con los pies colgando encima de las ruedas, y sin apartar la vista de los campos decía: «Increíble, puñeteramente increíble.»
Papá se reía al recordarlo. Arthur Lane era el batería de la banda con la que papá había pasado la mayor parte de la guerra, y aparecía en muchas de sus anécdotas, admirado de su ingenio cáustico y su espíritu independiente. Yo no conocí en persona a este personaje legendario, pero he visto una foto de él y de papá en pantalones cortos, caqui y holgados, sonriendo y amusgando los ojos ante el resplandor del sol indio, papá alto y delgado, con la mano en el hombro de Arthur, achaparrado y rechoncho.
Después a papá la sonrisa se le borró de la cara, suspiró y movió la cabeza.
—Pobre Arthur —dijo—. Muerto ya. Hace años. ¿Te lo dije?
—No —mentí.
—Sí. Cáncer. —Bajó la voz al pronunciar la temida palabra, e hizo como si diera una calada a un cigarrillo—. De pulmón. Arthur siempre fumó como un carretero. Hasta tocando la batería tenía un pitillo en la boca.
—¿Mantuviste el contacto con él después de la guerra? —dije, dándole cuerda.
—Nos veíamos en Archer Street —dijo, mencionando la gris callejuela detrás de Piccadilly Circus, donde los músicos de baile se reunían los lunes por la tarde para organizar conciertos, saldar deudas e intercambiar cotilleos, antes de que las discotecas les dejaran sin sustento—. Pero le perdí la pista cuando Archer Street entró en decadencia. Oí que había dejado la música y que tenía un empleo de día, como tantos otros. Y un buen día se me ocurrió telefonearle para ver qué tal le iba. No sé por qué. Pensando en los viejos tiempos, supongo, sólo quería volver a oír el sonido de su voz. Contestó su mujer. No la vi nunca, pero reconocí su voz. Dije: «Soy Harry Bates, ¿está Arthur?» Y hubo un largo silencio. Al principio pensé que me había colgado. Y luego dijo: «Arthur murió hace ocho años.» Casi me caigo de espaldas. Arthur muerto desde hacía tanto tiempo, y yo sin enterarme. Era más joven que yo, además. —Frunció la boca y movió la cabeza otra vez—. Muy pocos de los chicos que conocí del gremio siguen vivos todavía.
—Sí. Eres un superviviente, papá.
—Bueno, me cuido, ¿no? Dejé el tabaco cuando empezó aquella tos, ¿te acuerdas? Y nunca he sido bebedor, no lo que se considera un bebedor. Un vaso de cerveza sí, pero no licores. —Imitó el gesto de sostener una copa de licor entre el pulgar y el índice y llevársela a los labios—. El alcohol fue la muerte de muchos buenos músicos. Cuando un parroquiano del club o el mandamás de una boda judía nos invitaba a una ronda de bebida, la mayoría de los chicos pedía un whisky doble, pero yo sólo tomaba media pinta de cerveza. Se le coge el gusto al whisky —añadió, severamente—. Espero que no bebas whisky.
—Muy de vez en cuando —dije—. Mi debilidad es el vino, ya sabes.
—Sí, bueno, no tengo nada en contra de una copa de vino blanco dulce de cuando en cuando, pero sí contra ese tinto ácido que a ti te gusta.
—No te preocupes, papá. Te compraré alguna botella de Liebfraumilch en Navidad.
Me miró con un ojo legañoso.
—¿Voy a tu casa en Navidad, entonces?
—Por supuesto que sí. No puedes pasarla solo.
En realidad nada me complacería más que no recibir a papá en casa en esa fecha. La festividad ya es bastante mala sin el estrés adicional de cuidarle y tratar de suavizar la inevitable fricción entre él y Fred y la madre de Fred, pero aún sería peor el remordimiento por dejarle solo en Londres.
—No sé muy bien si estoy en condiciones de desplazarme —dijo.
—Te llevaré en coche, como de costumbre —dije.
—Pero necesito hacer pis prácticamente cada media hora —dijo.
—Hay cantidad de áreas de descanso en la MI —dije—. Y llevaremos una botella en el coche para las emergencias.
—¿Qué?
Miré alrededor para asegurarme de que no había nadie sentado cerca de nosotros. Por suerte ya había pasado la hora punta, y casi todas las demás mesas estaban vacías.
—Puedes llevar una botella en el coche —dije, en voz más alta.
—Oh, muy bonito —dijo, agriamente—. ¿Y si hay un atasco de tráfico y todos los conductores me están mirando por las ventanillas?
—Entonces lo haces debajo de una manta —dije, irritado—. De todos modos, no estás tan mal como pretendes. No has necesitado ir al baño ni una sola vez desde que estamos aquí.
—Ahora tengo que ir —dijo, levantándose—. El té me ha llegado directamente abajo.
Es el tipo de comentario que le da dentera a Fred, y todavía más a su madre.
Después de haber ido los dos a los aseos, dimos una vuelta por las estanterías para comprarle comestibles. Aunque sabía que pagaría yo en la caja, se empeñó en comprar los productos más baratos, tanto que muchos no tenían marca alguna: latas de judías con una sencilla etiqueta blanca anunciando lisa y llanamente, con letras negras, «Judías», o paquetes de pan blanco en rodajas con «Pan blanco económico» impreso en el envoltorio blanco. Hasta tenían botellas de «Liebfraumilch alemán» por menos de dos libras, sin otra información sobre su procedencia en la etiqueta. Cuando salimos, con un par de bolsas llenas, la llovizna se había convertido en un aguacero incesante, que tomé como una excusa para llamar a un taxi del que se apeaba un pasajero en aquel momento y meter a papá en el asiento trasero antes de que pudiera protestar. No apartó los ojos del taxímetro durante todo el trayecto, haciendo comentarios incrédulos cada vez que los dígitos saltaban, y miró a otro lado cuando pagué al taxista, como si fuese una transacción tan vergonzosa que no quería presenciarla.
De nuevo en casa, papá se tapó los ojos con un pañuelo de seda y se quedó dormido en la butaca, delante del fuego eléctrico. Yo también dormité un rato, pero desperté primero y no le espabilé. La verdad es que cuanto más tiempo puedo dedicar a mi obligación filial de hacerle compañía sin tener que darle conversación, más contento estoy. Estaba repantigado en su butaca, con la cabeza recostada y la boca abierta, como boqueando en busca de aire. Es, en efecto, un superviviente. Cuando estalló la guerra tuvo la astucia de alistarse como músico en la fuerza aérea, en vez de esperar a que le llamaran y le asignaran un destino probablemente más peligroso y sin duda menos simpático. Desfiló en bandas por aeródromos del este de Inglaterra, en funerales de aviadores jóvenes muertos en accidentes de instrucción, y por las noches tocaba en bailes y conciertos del ejército para entretener a héroes que volvían de misiones de bombardeo sobre Alemania, que tenían una posibilidad sobre dos de volver vivos. Le enviaron a las Shetlands, posiblemente el lugar más seguro de las islas británicas en aquel entonces, y me enviaba a mí, su hijo de tres años, bocetos al estilo de las tiras cómicas de él pescando y jugando al golf en presencia de ovejas desconcertadas. El último año de la guerra destinaron a su banda a la India, otra zona libre de combates. Siempre viajaba en tren y en barco, y declinó el ofrecimiento de regresar desde Bombay en un avión militar, aunque habría sido una desmovilización mucho más rápida, y completó seis años de servicio en la RAF sin subirse siquiera a un avión, un medio de transporte que consideraba, no sin razón, intrínsecamente peligroso. Tampoco ha viajado en ninguno en tiempo de paz, aunque ha entrado en varios estacionados en el suelo, interpretando a un pasajero para anuncios publicitarios de compañías aéreas. Es un hombre de una gran capacidad de recuperación y muchos recursos, que superó unos orígenes desfavorecidos y se adaptó hábilmente a las cambiantes circunstancias. Violinista nato y muy poco instruido en su juventud, dejó los estudios a los catorce años para trabajar de chico de los recados, se prendó del jazz, un tipo de música nada hospitalario con el violín (exceptuando a Stéphane Grapelli), aprendió solo a tocar el saxofón y el clarinete, complementó los ingresos de su empleo tocando en orquestas de baile por las noches, se hizo profesional, tocó en clubs nocturnos, fosos de orquesta, grandes bandas de la radio, cantó baladas en antena con una dulce voz aguda de tenor que se adecuaba al gusto de los años treinta, al volver de la guerra descubrió que los cantantes melódicos hacían furor, desempolvó su violín cuando Mantovani volvió a hacer popular el instrumento, tocó música de fondo en salones de hoteles para banquetes y bodas, aprendió a tocar reels para bailes de cacería y tuvo un empleo estable con un cuarteto propio en un club nocturno del West End durante varios años. Cuando el club cerró y él intentó volver a los conciertos descubrió que había pocos y que estaban muy lejos entre ellos, obtuvo una tarjeta del sindicato de actores y contrató a un agente para que le buscara trabajos de extra para la televisión en horario de día. Todavía se sorprende viéndose en el televisor de vez en cuando, en reposiciones de comedias muy antiguas, y me telefonea para preguntarme si le he visto, y yo siempre digo que sí para contentarlo.
Era también un hombre con muchas otras aficiones: por períodos. En diferentes épocas de su vida siempre tuvo algún hobby o pasatiempo que consumía todo su tiempo libre y su energía, hasta que de pronto perdía el interés por él y lo dejaba, para volver a interesarse años después. Durante un largo tiempo fue el golf, un esparcimiento adecuado para un hombre que trabajaba de noche y estaba libre las tardes laborables, cuando no hay mucha gente en los campos municipales, pero por mucho que se esforzara, practicando horas y estudiando manuales, nunca pudo bajar su handicap por debajo de un dígito, y al final las rodillas empezaron a causarle molestias y abandonó el juego. Después fue la pesca: se iba a Brighton todo el día a pescar desde el West Pier hasta que se incendió, un desastre que le produjo un profundo disgusto y pareció aniquilar su entusiasmo por el pasatiempo. Después fue coleccionar antigüedades, y recorría las tiendas de segunda mano y los mercadillos de la zona en busca de objetos pequeños de aspecto prometedor (no había sitio en casa para objetos grandes), y escudriñaba libros en la biblioteca para fecharlos y valorarlos. Después fue la compraventa de acciones. Después la caligrafía. Después la pintura al óleo. Invariablemente aprendía estas habilidades diversas en libros y revistas de biblioteca, o sonsacaba consejos e información a aficionados más veteranos. La idea, por ejemplo, de apuntarse a una academia de pintura era anatema para él. Era un autodidacta instintivo. Quizás por esto nunca sobresalió realmente como músico ni en ninguna de sus aficiones, pero me quito el sombrero ante su versatilidad profesional y la gama de sus entusiasmos, comparada con los cuales mi vida parece insulsa y demasiado especializada.
Tanto más penoso es, por tanto, contemplarle ahora, privado de todas estas actividades que llenan la vida. Últimamente sólo tiene un hobby: ahorrar dinero, observar los precios, economizar en comida, ropa y facturas domésticas. De nada sirve preguntarle para qué ahorra, ni señalarle que aunque recurriera más a sus haberes es muy improbable que los agotara, y que en tal contingencia yo aportaría los fondos que fueran necesarios. En realidad, es posible que tome estas observaciones como insinuaciones insensibles de que no le quedan muchos años de vida, lo cual es cierto en términos estadísticos, pero no es lo que yo quiero expresar. Uno de los motivos egoístas de que le dejara dormitar en su butaca fue que todavía no habíamos hablado de aquel punto delicado, y tanto mejor cuanto menos tiempo nos quedase para hacerlo antes de que tuviera que marcharme. Sabía que los cajones del escritorio a mi espalda estaban atiborrados de pilas desordenadas de facturas antiguas y extractos de banco, impresos fiscales y títulos de acciones, títulos de deuda, certificados de depósitos, resguardos de talonarios, papeletas de depósitos y libretas de ahorro, talones de bonos del Estado y Dios sabe qué más papeles, y que cuando despertase casi con certeza me pediría consejo sobre algún producto entresacado de aquel estercolero financiero. Efectivamente, cuando despertó sin que yo interviniera y se desperezó con una taza de té, fue al escritorio y sacó correspondencia relacionada con títulos de deuda pública.
—Esta mujer del norte me está atosigando para que compre más títulos —dijo—. ¿Qué le pasa?
—No creo que los haya firmado ella personalmente —dije—. Son impresos informáticos. —Eché un vistazo a los papeles, que eran folletos con la firma impresa del jefe comercial de la sucursal de Deuda Pública de Durham—. Varios títulos tuyos han caducado. Quieren saber si quieres cobrarlos o comprar más títulos.
—¿No puedo dejarlos donde están? —dijo.
—Bueno, sí, pero te darán menos intereses que los nuevos.
—Pero si compro nuevos tendré que esperar otros cinco años para que…, como se diga.
—Sí, para que den dividendos.
Sopesamos en silencio la posibilidad de que quizás no viviera lo suficiente para disfrutar de los intereses acumulados por su préstamo al gobierno.
—Creo que los dejaré donde están —dijo.
—¿Por qué no los cobras y te regalas algo?
—¿Qué? —dijo, y por una vez no quería decir ¿Qué has dicho?, sino ¿Cómo has dicho?
—No sé… Alquilar una limusina que te lleve a Brighton.
—No me vengas con ridiculeces —dijo.
—Siempre te estás quejando de que añoras el mar. Pescarías desde el muelle.
—Lo probé una temporada. No hay nada como el antiguo West Pier. Tienes que andar kilómetros para encontrar un sitio donde lanzar. Y otras tantas para encontrar un retrete.
Sin duda consideró que esto era un argumento demoledor contra mi frívola propuesta, y no le respondí.
—Tiene que haber algo que te gustaría hacer —dije.
—No, no hay —dijo adustamente—. Ya no quiero hacer nada. Lo máximo que puedo esperar es pasar la noche sin levantarme más de tres veces, conseguir una actuación decente en el trono después del desayuno, prepararme la cena sin quemar nada, que haya en la tele algo que valga la pena… Es lo único que puedo esperar. Eso es un buen día.
No se me ocurrió nada alegre que responder.
—Sigue mi consejo, hijo —dijo—. No te hagas viejo.
—Pero si soy viejo, papá —dije.
—No lo que entiendo por viejo.
—Estoy jubilado. Soy pensionista. Tengo una tarjeta ferroviaria y un pase de autobús para la tercera edad. Todas las noches tengo que levantarme al menos una vez. Y estoy sordo.
Una débil sonrisa iluminó su semblante.
—Sí, eres un poquito duro de oído, ¿eh? —dijo—. Lo había notado. ¿De quién lo habrás heredado? A tu edad yo oía perfectamente.
Su humor mejoró tras haber afirmado esta superioridad sobre mí.
—¿Qué quieres con el té? —dijo—. Podríamos tomar esas judías con tomate y un poco de beicon.
Consulté mi reloj.
—Tengo que irme enseguida —dije.
—¿Por qué no te quedas a dormir? La cama de tu cuarto está hecha.
—No, gracias, papá. Tengo mucho que hacer mañana —mentí.
—Bueno, come algo antes.
Dije que lo haría si me dejaba prepararlo y enseñarle cómo funcionaba el grill de la cocina.
—No hace falta. Ya le he cogido el tranquillo —dijo.
Pero insistí, para asegurarme de que la comida fuese comestible, y él accedió de mala gana.
Salí de su casa hacia las seis. Observó cómo me ponía el abrigo en el recibidor atestado bajo la bombilla de bajo voltaje, y apartó la cortina de fieltro sobre la puerta de la calle para que saliera. Nos estrechamos la mano y sus dedos fríos y blandos de músico tocaron los míos.
—Bueno, adiós, papá —dije—. Cuídate.
—Adiós, hijo, gracias por venir.
Me dirigió una sonrisa que era casi tierna y se quedó en la puerta hasta que crucé la cancilla de la calle. Levanté el brazo para un último saludo y enfilé hacia la estación con un corazón culpablemente ligero. Deber cumplido.