2 de noviembre. Esta mañana ha ocurrido algo extraño. Estaba leyendo el periódico en bata, sentado ante los residuos de mi desayuno. Es uno de los privilegios de la jubilación que realmente disfruto, el desayuno sin prisas, el examen pausado del Guardian con la tercera taza de té… Después el día tiende más bien a arrastrarse. Fred iba y venía trajinando en la cocina, totalmente vestida, y se preparaba para salir a la calle. Tenía una cita temprano para la manicura antes de ir a la tienda. Yo había obtenido esta información porque llevaba puesto el audífono. La verdad es que prefiero no llevarlo mientras desayuno porque amplifica dentro de mi cabeza el sonido de comer copos de maíz y tostadas, con un efecto como el de dinosaurios masticando huesos en sonido ambiental, pero lo soporto, si nos levantamos al mismo tiempo, en nombre de la armonía conyugal. Fred estaba confeccionando una lista de cosas para que yo las comprara en el supermercado cuando ha sonado el teléfono.
—Contesta tú, ¿quieres, cariño? —dice ella. A menudo me llama «cariño», aunque no necesariamente con afecto. De hecho no conozco a nadie que pueda proferir ese término afectuoso con tantos tonos distintos de repercusión hostil, entre ellos la impaciencia, la desaprobación, la piedad, la ironía, la incredulidad, la desesperación y el aburrimiento. Esta vez, no obstante, era un «cariño» bastante obsequioso.
—Sabes que es para ti —suspiro, doblando el periódico y levantándome de mala gana. Estaba en la mitad de un artículo bastante interesante aunque deprimente sobre las poblaciones que envejecen en el mundo desarrollado, que combinan una esperanza de vida más larga, gracias a los avances de la medicina, con una capacidad decreciente de disfrutarla debido al deterioro físico y mental—. Nadie me llama a esta hora de la mañana —digo. Lo cierto es que, desde que me jubilé, muy pocas personas me llaman alguna vez.
—Si es Jakki, dile que estoy ocupada. Y recuérdale que llegaré tarde porque voy a la manicura —me dice Fred, mirando su lista con el ceño fruncido. Jakki es la socia de Fred y una de las muchas cosas que me irritan de ella es su propensión a hacer llamadas innecesarias. Otra es la forma en que escribe su nombre.
Descuelgo de su soporte el teléfono de pared y me lo pongo en la oreja, lo que produce de inmediato un pitido de acoplo. Siempre me olvido de que los teléfonos normales producen este efecto cuando llevas audífono, o bien me olvido de que llevo audífono cuando descuelgo un teléfono normal. ¿Cuál de las dos cosas era esta mañana? Lo he olvidado. Saco el auricular de mi oído derecho y con las prisas se me cae de las manos y exclamo «¡Joder!» cuando choca contra el suelo de vinilo. La última vez que me ocurrió el audífono quedó hecho puré. Lo pagó la póliza de seguros, pero si formulo otra reclamación de mil libras la compañía quizás se niegue a pagarla. Por suerte parece que esta vez el aparato no ha sufrido daño: silba en la palma de mi mano cuando lo recojo, lo que indica que sigue funcionando. Lo desconecto, me lo guardo en el bolsillo de la bata y acerco el teléfono a mi oído desocupado. Era consciente de que Fred me observaba con impaciencia, como el maestro de un niño aquejado de una torpeza crónica.
—Hola —digo.
—¿Suele contestar al teléfono de esta manera? —dice una tenue voz femenina—. ¿«Joder» y luego «Hola»?
—No, perdona —digo—. Se me ha caído el… Se me ha caído algo justo cuando he descolgado y… ¿Eres Jakki?
—No, soy…
No he captado el nombre.
—Perdone, ¿quién?
Ha dicho algo parecido a «Asal». Digo:
—Oiga, este teléfono no funciona bien. Voy al de mi despacho. No cuelgue.
Tengo en mi despacho un teléfono especialmente diseñado para sordos. Se puede usar mientras llevas un audífono en el modo bucle, y subir el volumen si es necesario. Cuelgo en su soporte el teléfono de la cocina y me dirijo a la puerta.
—¿Quién es? —pregunta Fred.
—No sé; no es Jakki.
—Le has colgado, de todos modos, cariño.
(Este «cariño» es totalmente sarcástico.)
—No he colgado.
Ya se lo he explicado a Fred antes —que tienen que colgar los dos interlocutores para desconectar la comunicación—, pero no me cree.
—Bueno, si es para mí y es urgente localízame en el móvil —dice Fred—. Tengo que irme ahora mismo. Te dejo la lista aquí, en la encimera.
Añade algo sobre melones que no entiendo porque sólo tengo puesto un auricular y casi he salido ya de la cocina, de espaldas a ella. Confío en que no sea importante.
Me siento a mi escritorio, me inserto el auricular derecho, lo pongo en el modo bucle y descuelgo el teléfono.
—Hola —digo.
—Oh, pensé que me había colgado —dice la voz. Sigue siendo débil y subo el volumen.
—No, perdone por toda la confusión. Tengo un problema auditivo que me crea problemas con los teléfonos. Me temo que no he captado su nombre.
—Soy Alex. Nos conocimos en la galería ARC la otra noche.
Habla con un perceptible acento transatlántico.
—Oh, sí, ya me acuerdo.
—Pero no se acordó de nuestra cita.
—¿Qué cita? —digo, con una palpitación de pánico interno.
—Usted iba a aconsejarme sobre mi doctorado.
—¿Sí? ¿Dónde? ¿Cuándo?
—¿No se acuerda de nada? —dice ella, con una aspereza comprensible.
—Bueno, para serle sincero, no le oí muy bien. Había un ruido terrible en aquella sala, es toda de cemento y, como le he dicho, tengo un problema auditivo…
—Entiendo.
—Lo siento muchísimo. Debo de haberle parecido un grosero, pero…
—Muy bien, le perdono. ¿Cuándo nos vemos, entonces? ¿Mañana?
Le digo que no puedo verla mañana porque voy a Londres a ver a mi padre, y después viene el fin de semana y ella tiene un compromiso el lunes, con lo que quedamos el martes próximo por la tarde, a las tres.
—¿En el mismo sitio? —dice ella.
—¿Dónde es eso?
—En el café de la galería ARC —dice.
—Hay bastante ruido —digo—. El suelo de baldosas y esas mesas de formica… ¿Qué tal en la universidad? La sala de profesores del…
—No, no quiero que quedemos en la universidad —dice, con vehemencia—. Si quiere un lugar tranquilo, tengo un apartamento a unos minutos de la galería ARC.
Mientras yo sopeso su propuesta y pienso la respuesta, ella me da su dirección y yo la anoto.
—¿De qué es su doctorado? —digo.
—Tiene un problema auditivo, ¿verdad? Se lo diré el martes —dice ella, y da por finalizada la llamada.
Cuando vuelvo a la cocina Fred ya se ha ido. Pongo a hervir el agua, preparo la tetera, me sirvo otra taza y vuelvo a coger el Guardian, pero no logro reanudar la lectura del artículo sobre envejecimiento ni leer otra cosa. Marshall McLuhan dijo en algún sitio (¡McLuhan, cómo revela mi edad!) que no leemos periódicos de un modo ordenado y sistemático, como un libro, sino que los recorremos con la vista, los ojos pasan de una columna a otra y vuelven atrás, pero los míos lo miraban todo y mis manos pasaban páginas nerviosamente hasta encontrarme con la mirada clavada en la última, un anuncio de una cara sobre un servicio barato de banda ancha, sin recordar en absoluto nada de todo lo anterior. La llamada me ha perturbado, por varias razones. Ha sido absolutamente inesperada; y que yo, por lo visto, hubiese concertado una cita con esta mujer para hablar de su doctorado sin la más ligera idea de haberla concertado no sólo era profundamente embarazoso, sino un indicio deprimente de la gravedad de mi sordera. ¿Qué clase de doctorado podría ser?: algo relacionado con la lingüística, supongo. Pero ¿cómo ha sabido ella que era mi especialidad? No recuerdo habérselo dicho. Ni siquiera recuerdo que le dijese mi nombre, aunque supongo que debí de decírselo, puesto que ha encontrado mi número de teléfono. Estamos en la guía y en ella sólo hay un «Bates, D. S., Prof.».
Era consciente de que Fred se había marchado sin saber la identidad de quien había llamado, y ahora soy consciente, al escribir esto en mi despacho, a altas horas de la noche, de que todavía no lo sabe. Si me lo hubiera preguntado al volver a casa esta tarde se lo habría dicho, por supuesto, pero no lo ha hecho. Me ha preguntado si me había acordado de comprar un melón Galia. Le digo: «No, he comprado un cantaloupe, daban dos por el precio de uno.» Era mi excusa, pensada sobre la marcha, fingiendo que no había cumplido sus instrucciones para hacer economías, cuando de hecho no las había oído y deduje que eran: «Sólo compres melón si tienen Galia.»
—No necesitamos dos melones, cariño, seguro que uno se estropea antes de que podamos comérnoslo, sobre todo los cantaloupes —ha dicho ella—. Evidentemente se había olvidado por completo de la llamada de esta mañana, y en el mal humor subsiguiente a nuestra pequeña disputa por los melones no he tenido ganas de recordárselo ni de decirle quién había llamado. De hecho, yo supe quién era en cuanto oí la voz diciendo un nombre que sonaba como «Asal», pero cuando Fred ha preguntado «¿Quién es?» mientras yo me dirigía al despacho para atender la llamada, le he contestado: «No sé.» ¿Por qué? ¿Porque no estaba absolutamente seguro? ¿O porque quería averiguar por qué llamaba «Asal» y tener un poco de tiempo para pensar al respecto, antes de decírselo a Fred? Bueno, he tenido todo el día para pensármelo y todavía no se lo he dicho. Me parece que me he comprometido en cierto modo accediendo a la cita en el apartamento de esa chica —no es que crea que ella abrigue designios amorosos sobre mí, no tengo ilusiones en este sentido—, sino que sea el que sea el favor que me pida será más difícil negárselo en su casa que en un terreno neutral, público, y el café de la galería ARC seguramente no es tan ruidoso a media tarde. Si hubiera sabido su número, la habría telefoneado para cambiar el lugar de la cita, pero no lo sé ni tengo modo de averiguarlo. He probado a llamar al 1471, pero «El titular ha cambiado de número».
Aparte de este pequeño episodio turbador ha sido un día normal de jubilado. Hago las compras en Sainsbury’s por la mañana. Cuando vacío las bolsas y guardo los alimentos, almuerzo (sopa de espárragos Covent Garden, pan y queso con ensalada y una manzana) y escucho The World at One en Radio 4. Sólo escucho la radio de la cocina cuando estoy solo en casa, porque tengo que poner el volumen muy alto. Luego me he sentado en el salón a leer la sección G2 del Guardian, que normalmente reservo para esta hora, y leyéndola me quedo dormido media hora, como acostumbro. Luego voy a la universidad andando para hacer ejercicio y recojo mi correo en el buzón de la oficina de Artes, que contiene un catálogo de un editor, una invitación a una conferencia inaugural de un profesor nuevo de teología, «El problema de la oración peticionaria», y un llamamiento de una sociedad benéfica que recauda fondos para las víctimas de un terremoto. Tomo una taza de té en la sala de profesores y leo el Times Literary Supplement de la semana pasada, levantando la vista cada vez que la puerta de vaivén se abre con un chirrido, pero no ha entrado ningún conocido. Era a media tarde, cuando la mayoría del claustro estaría en clase o en reuniones. Sólo había unos cuantos viejales como yo dispersos por la sala, repantigados en butacas, mirando con un rencor mudo por encima de los periódicos y revistas a un grupo de secretarias y técnicos que charlaban y se reían en un rincón. En el pasado no les habrían permitido la entrada en esta sala, pero el paso del tiempo ha erosionado las antiguas distinciones de casta de la vida académica.
Como me tocaba preparar la cena, no me he demorado en la universidad. Eran exactamente las cuatro en punto cuando he salido del edificio, y las puertas se abrían detrás y delante de mí, lanzando salvas de cháchara y el chirrido de patas de butaca rascando los suelos de madera. Los estudiantes salían de las salas de seminarios o las aulas de clase, se apiñaban en los rellanos, bajaban en tromba la escalera, balanceando las mochilas y carteras, charlando y llamándose entre ellos, y liberaban toda la energía contenida y la frustración y el aburrimiento de la última hora o quizás, quién sabe, el respeto reverencial y la emoción de una provechosa experiencia educativa. Me han arrastrado como un río crecido, indiferentes a mi presencia, ignorantes de mi identidad. Yo flotaba en aquella marea como un pecio académico, hasta que han bajado y se han dispersado por el vestíbulo de la planta baja hasta la puerta giratoria, que me ha expulsado al aire húmedo de noviembre. El sol estaba ya poniéndose en el cielo occidental, se hundía en una bruma anaranjada de contaminación detrás del bloque de Ingeniería Mecánica y perfilaba la silueta de los hombres que reparaban el tejado con goteras de nuestro edificio de Educación, galardonado en un concurso. Noto que se avecina un arranque de la tercera persona.
Al cruzar el campus hacia la puerta principal le sorprendió pensar que si hubiera continuado en la universidad hasta los sesenta y cinco, la edad habitual de jubilación, éste habría sido el primer trimestre de su último curso académico. Se preguntaba últimamente, cada vez con más frecuencia, si había acertado al jubilarse hacía cuatro años. Por entonces le había parecido una propuesta muy atractiva. La docencia le resultaba cada vez más difícil debido a su sordera: no sólo en seminarios, sino también cuando daba clases, porque creía en las clases interactivas. Siempre había pensado que la lección de humanidades —un discurso ininterrumpido de unos cincuenta minutos, a menudo leído de la página con los ojos bajos y la voz monótona— era el método docente más ineficaz nunca inventado. Estaba en cierto modo justificado antes de la invención de la imprenta, pero hasta los antiguos griegos utilizaban una forma dialogada de instrucción oral. Unos experimentos han demostrado que el lapso de atención medio para seguir una alocución continua de un orador es de veinte minutos, y que disminuye cuanto más se parece el discurso a la prosa escrita, con su mayor densidad de información y su reducida redundancia. Por consiguiente, era necesario dividir el flujo de información, hacer una pausa, recapitular y reforzar, y con esto no se refería a la fastidiosa práctica, especialmente cara a los asesores de gestión empresarial, de proyectar en una pantalla un resumen de la conferencia impartida y leerlo en voz alta, como si los oyentes fueran incapaces de leerlo por sí mismos. El método correcto era el de las preguntas y respuestas. Él alentaba a los alumnos a levantar la mano en mitad de las clases si no entendían algo, y en ocasiones él mismo les hacía preguntas para que no se distrajeran, pero esta práctica dependía de que les oyera, y en consecuencia la fue abandonando con el tiempo. Era consciente de que en los seminarios hablaba mucho más para sí mismo porque era más fácil que aguzar el oído para captar lo que decían los alumnos. Las reuniones también le estresaban, por el mismo motivo, y en la década de 1990 parecía haber cada vez más reuniones: del departamento, de los consejos universitarios, del rectorado y de los subcomités y grupos de trabajo asociados a todos ellos, a medida que el pulpo burocrático apretaba sus tentáculos sobre la vida académica. Cada vez con más frecuencia se esforzaba en captar lo esencial de un argumento, guardaba silencio, temía intervenir por si acaso había entendido mal alguna cosa, y al final desistía totalmente y se sumía en un ensueño aburrido; a no ser que él mismo estuviese presidiendo la reunión. En tal caso, a veces captaba un asomo de sonrisa en los labios de alguien o un intercambio de miradas divertidas de una parte a la otra de la mesa, y caía en la cuenta de que no había comprendido bien algo o había hecho un comentario extemporáneo, y algún colega amistoso o el secretario del departamento le rescataban con tacto.
Así que cuando le ofrecieron la jubilación anticipada le pareció una oportunidad demasiado buena para desaprovecharla: una pensión íntegra de inmediato y libertad para llevar a cabo su propio doctorado, sin las trabas inherentes a los deberes de docencia y administración. La propuesta surgió gracias a uno de los periódicos trastornos organizativos a los que se habían aficionado los altos cargos de la universidad. Habían decidido que el departamento de lingüística, del que él era jefe, era tan pequeño que no resultaba rentable como unidad independiente, y que debería fundirse con el de inglés. Al personal de lingüística se le dio a elegir entre las alternativas de traslado a otro departamento, siempre que encontrasen a alguien dispuesto a admitirles, o el cese con una indemnización incrementada, o la jubilación anticipada si tenían la edad suficiente para acogerse a esta fórmula. Sus colegas del departamento se opusieron a la propuesta, afirmando de diversas maneras que era una forma encubierta de despedir personal, o una taimada intriga urdida por el departamento de inglés para potenciar su informe para el próximo ejercicio de evaluación de investigaciones. Pero él les dijo que era inútil oponer resistencia. Entendía la lógica de la propuesta, porque varias personas del sector de lengua del departamento de inglés hacían un trabajo muy similar al de él y sus colegas. Personalmente no tenía objeción en principio a trabajar en un departamento de inglés. Su propia licenciatura era de lengua y literatura inglesas, y aunque había elegido todas las opciones de lengua en el curso, y cambiado a lingüística como posgraduado, siempre había hecho un uso extensivo de textos literarios en sus clases e investigaciones, y seguía leyendo poesía por placer, lo que no podía decirse de muchas personas, y entre ellas algunas que enseñaban la materia. El plan, sin embargo, entrañaba una pérdida de prestigio e independencia que hacía la propuesta poco apetecible. Aunque cada vez le resultaban más irritantes sus responsabilidades como jefe del departamento, no estaba seguro de que le agradase ser un profesor más de inglés entre otros. Recién llegado, tendría que mostrarse cooperativo y amoldarse a lo que enseñaba, con lo que probablemente no podría impartir su seminario de tercer año sobre estilística literaria porque esta asignatura era la especialidad de Butterworth, el profesor más bien joven que era una de las figuras del subdepartamento de lengua inglesa. Consideradas todas estas cosas, parecía obvia la conclusión de que la jubilación anticipada sería la mejor opción para él, y en consecuencia decidió aceptarla.
Al principio fue muy placentero, como un sabático largo, pero al cabo de unos dieciocho meses empezó a hacérsele pesada la exención de sus tareas y deberes cotidianos. Añoraba el calendario del año académico que había moldeado su vida durante tanto tiempo y marcado su decurso con una pauta tranquilizadora de sucesos previsibles: la llegada cada otoño de nuevos alumnos emocionados y expectantes; la fiesta navideña del departamento, con los breves ensayos tradicionales en que los estudiantes imitaban los manierismos y la jerga favorita del profesorado; la semana de lectura en el trimestre de primavera, cuando llevaban al segundo curso a un centro de conferencias residencial en el Distrito de los Lagos; las reuniones de los examinadores en el trimestre de verano, cuando sentados alrededor de una larga mesa llena de manuscritos corregidos y redacciones extensas, calculaban y clasificaban las notas finales como dioses repartiendo premios y castigos a los mortales, y por último la propia ceremonia de licenciatura, el desfile acompañado de música de órgano en la sala de actos, el discurso del orador de la universidad resumiendo excesivamente los méritos de los licenciados, el apretón de manos posterior con los padres orgullosos y sus hijos togados, los sorbos de ponche de fruta debajo de la carpa erigida en el césped y la dispersión final de todos los presentes para unas vacaciones largas y bien merecidas. Añoraba el ritmo del año académico del mismo modo que un campesino añoraría las diferencias entre las estaciones si de repente dejaran de existir; y descubrió que también echaba en falta la estructura de la semana académica, la agenda llena de tareas docentes, supervisiones de posgraduados, corrección de redacciones, reuniones de comités, entrevistas y plazos para tal o cual informe necesario, obligaciones contra las que refunfuñaba pero cuyo cumplimiento, por trivial y efímero que fuese, le daba una especie de pequeña satisfacción y garantizaba que uno nunca jamás tuviese que afrontar la pregunta: ¿Qué hago yo hoy de mí? Jubilado, la afrontaba todas las mañanas, en cuanto despertaba.
Estaba su doctorado, por supuesto: había previsto que así llenaría principalmente sus jornadas de retiro. Pero para su consternación pronto descubrió que no tenía verdaderas ganas de proseguirlo. La lingüística le seguía pareciendo un tema fascinante: ¿cómo iba a perder alguna vez el interés por ella? Como decía a los alumnos de primer año en su lección introductoria de bienvenida: «El lenguaje es lo que nos hace humanos, lo que nos distingue de los animales, por un lado, y de las máquinas, por otro; lo que nos convierte en seres conscientes de sí mismos, capaces de crear arte, ciencia, el conjunto de la civilización. Es la clave para comprenderlo todo.» Su propio campo era, en líneas generales, el discurso: el lenguaje por encima del nivel de la frase, lenguaje en uso, langue enfocada por la vía de la parole más que al revés. Era probablemente el área de la disciplina más fértil y productiva en los últimos tiempos: la filología histórica se había quedado desfasada y la lingüística estructural y transformativa había perdido su atractivo desde que la gente había llegado a comprender la futilidad de tratar de reducir el fenómeno vivo y siempre cambiante del lenguaje a un conjunto de normas ilustradas por sentencias modelo sin contexto, a menudo inventadas con este propósito. «Cada enunciado o frase escrita siempre tiene un contexto, siempre se refiere en algún sentido a algo ya dicho e invita a una respuesta, siempre está concebida para hacer algo a alguien, un lector o un oyente. Estudiar este fenómeno se llama a veces pragmática y a veces estilística. Los ordenadores nos permiten hacerlo con un rigor sin precedentes, analizando bases de datos digitalizados de lenguaje real oral y escrito, lo que genera una subdisciplina totalmente nueva, la lingüística de corpus. Un término que abarca todo este trabajo es el análisis del discurso. Vivimos en el discurso como los peces viven en el agua. Los sistemas legislativos se componen de discurso. La diplomacia consiste en discurso. Las creencias de las grandes religiones constan de discurso. Y en un mundo cada vez más alfabetizado en el que proliferan los medios que implican una comunicación verbal —la radio, la televisión, Internet, la publicidad, la presentación, así como los libros, las revistas y los periódicos—, el discurso ha llegado a dominar cada vez más incluso los aspectos no verbales de nuestra vida. Comemos discurso (lenguaje de los menús que nos hace la boca agua, como “pimientos asados a la brasa y rociados con aceite de trufa”), bebemos discurso (“regustos de tabaco, vainilla, chocolate y bayas maduras en esta exuberante uva syrah australiana”); miramos el discurso (esos cuadros minimalistas e instalaciones crípticas en galerías cuya existencia como arte depende enteramente de las descripciones que los críticos y comisarios hacen de ellos); hasta practicamos sexo al ejecutar los discursos de la ficción erótica y los manuales sexuales. Para entender la cultura y la sociedad tenéis que poder analizar sus discursos.» (Así el profesor Bates, al dar su arenga introductoria a los alumnos de primer año, lanzaba una referencia al sexo para captar la atención incluso del alumno más aburrido y escéptico, que tuvo notas mediocres en el bachillerato y que en realidad había querido estudiar medios de comunicación, pero al haber un número excesivo de estudiantes interesados en esta materia se había cambiado a lingüística en la fase de selección de admisiones.)
No había perdido su fe en el valor del análisis del discurso, y seguía teniendo ideas originales para hacer alguno de vez en cuando, pero sólo pensar en exponerlas de una forma aceptable para la profesión académica, en obtener datos o realizar un experimento y leer toda la literatura relacionada y escribir un artículo con notas a pie de página y referencias reconociendo la obra de otros estudiosos en el mismo campo, y luego enviarlo a los editores de publicaciones, y aguardar semanas para que ellos lo mandaran evaluar, y después corregirlo con arreglo a los comentarios de los evaluadores, y después volverlo a enviar y corregir las galeradas y aguardar meses a que apareciera en la publicación…, sólo pensar en todo el esfuerzo que exigiría completar un proyecto de este tipo generaba una fatiga mental anticipada tan abrumadora que invariablemente lo abandonaba antes de haberlo empezado. Un artículo así probablemente sólo lo leerían unos pocos centenares de personas, si tenías suerte, lo cual representaba un incentivo suficiente si te importaba lo que pensaran de tu texto, si reforzaba tu posición en el grupo de tus colegas y contribuía positivamente a tu calificación en el ejercicio de valoración de tu departamento (como jefe de lingüística se había sentido obligado a dar ejemplo a este respecto); pero, una vez jubilado, el incentivo profesional se diluía. Huelga decir que no había un incentivo económico: las publicaciones académicas no pagaban a sus colaboradores, y aunque tuvieras la suerte de que reeditaran tu artículo en forma de libro, los honorarios por autorizarlo eran muy modestos. Había habido una época en que ganaba un poco de dinero adicional como consejero, testificando como experto en casos que entrañaban pruebas lingüísticas —interpretar conversaciones grabadas subrepticiamente, determinar la autoría o la autenticidad de documentos, y cosas por el estilo—, y había disfrutado de este trabajo que además le había sido rentable. Pero desde la humillante experiencia que había sufrido en un tribunal el primer año de su jubilación, cuando tuvo dificultades para oír las preguntas que le hizo su propio abogado, con un fuerte acento escocés, y el prestigioso abogado de la parte contraria aprovechó la oportunidad de cuestionar su competencia para emitir una opinión sobre una conversación telefónica grabada, que era crucial en el caso; desde aquella ocasión, que al recordarla aún le arrancaba tics y muecas, había recibido muy pocas ofertas para esta clase de trabajo, y las había rechazado por miedo a repetir la experiencia. Aparte de su pensión, los únicos ingresos que recibía eran de los derechos cada vez menores de un libro de texto que él llamaba en privado Análisis de discurso para bobos, publicado por primera vez unos veinte años antes.
Era una suerte, por consiguiente, que el negocio de Winifred empezara a ser rentable en el preciso momento en que él se jubiló. Un bono libre de impuestos vinculado con el índice FTSE 100, que el primer marido de ella había comprado a nombre de Winifred, en un arranque de generosidad o remordimiento, o quizás como una estratagema para reducir impuestos, prosperó y ganó una considerable suma de dinero que ella invirtió en abrir un negocio de diseño de interiores y de cortinajes y fundas con su amiga del gimnasio, Jakki, que tenía un diploma en textiles de la politécnica de Manchester, y alguna experiencia en hojas de cálculo y contabilidad informatizada, adquirida cuando trabajaba en la franquicia de coches japoneses de su marido antes de divorciarse de él (obteniendo un acuerdo cuantioso que le reportó su parte de capital para el negocio). Las cualificaciones de Winifred para la empresa eran más nebulosas: la mitad de una matrícula de honor en historia del arte y un entusiasmo de aficionada por decorar y amueblar su propia casa, pero en su momento mostró unas aptitudes para la venta al detalle que sorprendió a Desmond. Era una época oportuna para descubrirlo. En los años noventa, el norte de la ciudad que les había parecido tan adusto y soso a él y a Maisie cuando llegaron, y cuyos habitantes tradicionales se vanagloriaban de su frugalidad y sus ahorros, fue invadido por el furor consumista mundial. Comercios con famosos nombres internacionales abrieron sucursales allí y surgieron galerías nuevas para adaptarse a las cadenas de tiendas nacionales; de hecho, abrieron demasiadas galerías a la vez. Fred y Jakki consiguieron alquilar un local espacioso en el centro por un precio muy razonable a inmobiliarias desesperadas y ansiosas de cubrir el espacio (nada atrae menos clientes que una hilera de tiendas vacías). Como estaba en la planta baja, cualquiera que entrase en el centro comercial Rialto desde la calle, seducido por las vistas relucientes de acero inoxidable, azulejos de cerámica y cristal cilindrado, o por el murmullo relajante de la música ambiental y el tintineo de paisajes acuáticos, tenía que pasar por delante del escaparate de Décor (como se llamaba; afortunadamente quedó descartada la sugerencia de Jakki de llamarla «Swish Style») en el camino hacia las escaleras mecánicas que les transportaban a los pisos superiores del edificio. A pesar de este emplazamiento, sin embargo, Décor tardó en despegar incluso dos o tres años, hasta que un peluquero muy solicitado y caro trasladó su local al primer piso del centro comercial. Su clientela —mujeres de los pudientes barrios residenciales o de los pueblos del cinturón verde, con tiempo y dinero que gastar en embellecerse ellas y sus casas— era exactamente la que necesitaba Décor. Winifred y Jakki se especializaron en telas de calidad importadas para cortinas, estores, almohadones, colchas, etc., pero también exponían a la venta obras de artistas locales: cuadros, grabados, cerámicas, joyas y pequeñas esculturas. Si se vendían, la tienda se llevaba el cuarenta por ciento, y si no contribuían a crear un decorado vistoso y gratuito de Décor. Las elegantes mujeres de las zonas residenciales se paraban a examinar con interés la tienda cuando pasaban por el escaparate hacia la peluquería, y al volver entraban a curiosear entre las telas y los objets d’art. Winifred y Jakki instalaron una máquina de café italiana, pequeña pero perfectamente diseñada para servirles gratuitamente cafés solos y con leche, tras lo cual siempre compraban algo, aunque sólo fuese una pieza chic de bisutería o una exclusiva tarjeta de felicitación hecha a mano. El negocio prosperó. El periódico local publicó sobre Décor un artículo muy efusivo, ilustrado con lisonjeras fotografías en color de las dos sonrientes propietarias. Pudieron emplear a una chica recién salida de la facultad de arte para ayudarlas a llevar la tienda y llegaron a un acuerdo con un autónomo mañoso y fiable llamado Ron para prestar a los clientes un servicio de pruebas y medidas. El corte y la costura de las cortinas y fundas los encargaban a una cooperativa de costureras, a las que el declive de la industria textil de la ciudad había enviado al paro. Hacían un trabajo excelente.
Mientras él también trabajaba, a Desmond le divertía y le gustaba el éxito de su mujer en su tardía carrera empresarial. Aunque hubiese una ligera reducción del bienestar doméstico por culpa de la vida atareada de Winifred —más comida preparada del supermercado, una carestía ocasional de calcetines limpios y camisas lavadas—, era un precio pequeño que pagar por la evidente satisfacción que a ella le proporcionaba su trabajo, y la vida social de Desmond se había enriquecido por medio del contacto con gente y los lugares nuevos que conocía a través de Winifred. Ella tenía presencia y confianza, era de buena cepa y estaba pulida por una educación privada, que un primer matrimonio infeliz había reprimido pero que ahora revivía en sus años maduros. Por tácito acuerdo, pasó a ser la socia principal del negocio, a pesar de que ella y Jakki habían invertido una suma igual, en virtud de su mayor edad y aplomo social: y en su momento llegó a ser una especie de figura en la comunidad local, la invitaban a participar en juntas y comités relacionados con las artes, lo que a su vez generaba invitaciones a estrenos privados, inauguraciones, conciertos benéficos, apertura de festivales y fiestas y recepciones asociadas con estos acontecimientos, a los que también, por supuesto, invitaban a Desmond. En estas ocasiones se encontraba a veces con el vicerrector u otros cargos importantes de la jerarquía universitaria, y observó que le miraban con un nuevo respeto. El vicerrector empezó a llamarle por su nombre de pila y a preguntarle por su «mujercita» cuando se cruzaban en el campus. Alguna que otra vez les invitó a una cena privada en su residencia.
La jubilación, sin embargo, puso todo este fenómeno bajo una perspectiva distinta y menos agradable, y alteró el equilibrio de su matrimonio. Su carrera había terminado cuando la de Winifred arrancaba, y ella ahora aportaba a la casa mucho más dinero que él. Las jornadas de Fred eran ajetreadas y él, en cambio, se esforzaba en llenar las suyas con tareas monótonas como las compras u otros recados que hacía más por ejercicio que por necesidad. Cuando acompañaba a Winifred a un acto social u otro, a veces se sentía como el consorte real que escolta a la soberana, y caminaba un paso o dos detrás de ella, con las manos unidas a la espalda y una vaga sonrisa extraviada en la cara. Los actos sociales en sí se habían convertido más en un fastidio que un placer, debido al deterioro de su audición, y había veces que pensaba en negarse a seguir asistiendo a ellos, pero al prever las consecuencias de esta decisión la idea le inspiraba una especie de terror: más horas vacías que llenar, sentado solo en su casa con un libro o la tele. De modo que se aferraba tristemente al tiovivo sociocultural, simulando un interés y un entusiasmo que en realidad no sentía.
Lo que temo es estar solo, no el libro o la tele. La lectura y la tele son los únicos medios de comunicación que aún disfruto realmente: la lectura por razones obvias, y la televisión por los subtítulos y los auriculares. Ir al teatro, por ejemplo, es una empresa erizada de dificultades. Casi todos los teatros tienen sistemas infrarrojos con cascos, pero su eficacia varía mucho, e incluso cuando funcionan, las voces poseen un timbre tenue y lejano, como si estuvieras escuchando la función a través de un teléfono que han dejado descolgado en el escenario. Suele ser preferible sentarse en la primera fila y confiar en el audífono, pero entonces te arriesgas a pillar una tortícolis a fuerza de mantener la barbilla alta, en un ángulo de cuarenta y cinco grados, durante dos o tres horas, y que te salpique la saliva de los actores en las escenas de gran emoción. Fred también sostiene razonablemente que cuando te pones tan cerca siempre parece que sobreactúan, y por lo tanto no solemos hacerlo. Si el diálogo tiene mucho dialecto desconocido o de acentos regionales, da igual dónde te sientes o qué clase de audífono utilices: te perderás la mayoría de las consonantes, como de costumbre, y las vocales te parecerán tan extrañas que es como si estuvieras escuchando húngaro. Los teatros con escenario central tampoco solucionan el problema. Nunca le he visto sentido al hecho de que los actores, mientras están hablando, den la espalda a una porción considerable del público, ni siquiera cuando oía bien, pero ahora es como escuchar una obra a través de una puerta que se abre y se cierra continuamente. Pero lo más exasperante de ir al teatro, aunque la obra sea en inglés normal y la representen en un escenario con proscenio, es perderse los chistes. Estoy siguiendo perfectamente el diálogo y de repente uno de los personajes dice algo que provoca carcajadas en el público, pero yo me lo pierdo. La razón es que esas frases sólo resultan cómicas cuando son tan pertinentes como inesperadas, de forma que no puedo preverlas ni deducir del contexto lo que han dicho. Esto puede ocurrir repetidamente a lo largo de toda una obra y es sumamente frustrante: diálogos comprensibles pero banales están punteados por comentarios claramente chistosos y agudos que yo no oigo. Hay veces que después de una función compro el texto de la obra y lo leo para descubrir lo que me he perdido, y tengo así dos formas distintas de conocer la obra, una como teatro del absurdo y otra como una pieza bien hecha. De vez en cuando leo el texto antes de ir al teatro; entonces capto todos los chistes, sólo que ya no son graciosos porque me los espero.
Ir al cine no es menos frustrante, exceptuando las películas extranjeras que tienen subtítulos; pero no hay muchas que estés impaciente por ver y la mayoría acabarán dándolas en la televisión. Las películas que Fred quiere ver, porque todo el mundo habla de ellas, son casi todas inglesas o norteamericanas, y calculo que me pierdo entre el cincuenta y el ochenta por ciento del diálogo de la mayoría, porque los personajes tienen acentos regionales (el de Glasgow es el peor), o los actores arrastran las palabras y farfullan al estilo del Método, o la música y otros ruidos de fondo de la banda sonora impiden oír las palabras o una combinación de ambas cosas. Por ejemplo, cuando vimos Broke-back Mountain, me perdí totalmente el significado de la escena del final en que el vaquero encuentra una vieja camisa suya en el dormitorio de su amigo muerto, porque no capté la palabra «camisa» en sus labios cuando bajan de la montaña mucho antes en la historia y él dice que debe de habérsela olvidado. De hecho, el otro chico se la ha llevado subrepticiamente como un recuerdo sentimental de su idilio homosexual en la montaña, tal como el vaquero comprende en la escena muda en que visita a los padres de luto y descubre su camisa en el armario. Fred tuvo que explicarme todo esto en el trayecto en coche a casa. A menudo tiene que explicarme estas cosas en el trayecto de vuelta del teatro o del cine. He llegado al extremo de ser reacio a decir mi opinión sobre lo que acabamos de ver, por si acaso revelo algún malentendido absurdo y humillante de un elemento básico de la trama.
Descubrí hace poco que en algunos cines locales hay funciones de películas nuevas con subtítulos para los que tienen problemas auditivos, y que vienen enumerados en Internet, pero las proyectan en horarios muy poco sociales, como las once de la mañana de un día laborable, cuando Fred no puede o no quiere acompañarme. Fui a ver a esa hora una película subtitulada de Woody Allen, en un multicine casi desierto en las afueras de la ciudad, yo sentado solo en medio de una sala enorme, y no he repetido el experimento. Un cine vacío produce un efecto deprimente en el espectador: es mejor aguardar y ver la película en la tele.
El televisor es la salvación de los sordos. ¿Cómo se las arreglaban sin ella? La mayoría de los programas de la parrilla, entre ellos películas antiguas, tienen subtítulos a los que accedes a través del teletexto; hasta tienen subtítulos las emisiones en directo, como los noticiarios, aunque si no llevas ningún aparato te distraes porque el texto va unos segundos por detrás del locutor y muchas veces contiene errores grotescos. Si lo prefieres puedes utilizar auriculares, bien por cable o infrarrojos, que son mucho más eficaces que los cascos que te prestan en el teatro, y tienen un control independiente del volumen, lo que significa que puedes subir el sonido sin ensordecer a los espectadores próximos, o ver la función por tu cuenta con el altavoz apagado.
Pero este apaño no carece de desventajas sociales. Si tu acompañante quiere comentar contigo algo del programa, o transmitirte algún otro mensaje, tiene que agitar la mano para llamar tu atención, y luego tú tienes que quitarte el auricular e insertarte el audífono para recibir el mensaje, y luego volver a retirar el audífono para ponerte otra vez los cascos. Cuando este procedimiento se repite muchas veces es probable que los dos interlocutores acaben irritándose.
Para programas que me interesan realmente prefiero usar los cascos y los subtítulos y no escatimo precauciones, porque todavía me pierdo algunas palabras y expresiones con los auriculares, y los subtítulos no siempre reproducen el texto con toda exactitud. A veces los subtítulos abrevian el diálogo para no rezagarse u ocupar un espacio excesivo en la pantalla. En este sentido he observado un fenómeno interesante y curioso: cuando recurro tanto a los cascos como a los subtítulos oigo palabras y expresiones orales que faltan en los subtítulos y que estoy seguro de que no habría oído sólo con los cascos. Supongo que mi cerebro coteja continuamente los dos canales de comunicación y, cuando no coinciden, la palabra o expresión que falta en el subtítulo pasa al primer plano y en cierto modo se vuelve, por consiguiente, más audible. Quizás, si me tomase la molestia, valdría la pena escribirlo para una publicación psicolingüística. Pero no tengo ganas.