1 de noviembre de 2006. Disfruté escribiendo este texto anoche, y releyéndolo esta mañana. Cuanto más difícil se hace la comunicación auditivo-oral, más atractivo se hace el control total que uno ejerce sobre un discurso escrito, especialmente cuando el tema es la sordera. Así que seguiré un poco más.
Descubrí que me estaba quedando sordo hará unos veinte años. Anteriormente había sido consciente de que me costaba cada vez más oír lo que decían mis alumnos, sobre todo en seminarios, donde había de doce a veinte sentados alrededor de una larga mesa. Pensé que era porque farfullaban —cosa que en realidad muchos de ellos hacían, porque eran tímidos o nerviosos o reacios a parecer enérgicos delante de sus iguales—, pero esto no había sido un problema cuando yo era más joven. Me pregunté si tendría un tapón de cera en los oídos y fui a ver a mi médico de cabecera. Me miró los oídos con un gélido instrumento óptico de acero y dijo que no había cerumen acumulado, por lo que sería mejor que me mirasen en el departamento de otorrinolaringología del hospital universitario.
Me hicieron una audiometría: te ponen un par de auriculares y te dan un chisme con un botón que aprietas cuando oyes un sonido. No puedes hacer trampas, porque el audiólogo maneja su aparato fuera de tu vista, y tampoco tiene el menor sentido engañarle. Los sonidos no son palabras, ni siquiera fonemas, sino simples pitidos que se vuelven más y más débiles, o más y más agudos, hasta que ya no los oyes, como los graznidos de un pájaro que asciende en espiral hacia el cielo. Philip Larkin descubrió que se estaba quedando sordo cuando paseaba con Monica Jones por las Shetlands y ella comentó lo hermosos que sonaban los trinos de las alondras por encima de ellos, y él se detuvo a escuchar pero no los oía. Es bastante patético, un poeta que descubre de este modo que está sordo, sobre todo si se piensa en la oda «A una alondra» de Shelley, «¡Sé bienvenido, jubiloso espíritu!», uno de los poemas que se aprenden de memoria en el colegio, o que se aprendían antes de que la teoría educativa se opusiera a la práctica de memorizar versos. Un poeta llamado Larkin[1], además: es casi gracioso a su manera, la sordera y lo humorístico yendo de la mano, como siempre.
La sordera es cómica, así como la ceguera es trágica. Por ejemplo, Edipo: supongamos que en vez de haberle arrancado los ojos le hubieran reventado los tímpanos. En realidad habría sido más lógico, puesto que fue por medio de los oídos como conoció la atroz verdad de su pasado, pero no habría tenido el mismo efecto catártico. Podría inspirar compasión, quizás, pero no terror. O el Sansón de Milton: «Oh, tinieblas, tinieblas, tinieblas, en medio del fulgor del mediodía, / oscuridad irreversible, sin la menor esperanza de día.» ¡Qué desgarrador grito desesperado! «Oh, sordo, sordo, sordo…», por alguna razón, no posee el mismo patetismo. ¿Cómo seguiría?: «Oh, sordo, sordo, sordo, en medio del ruidoso mediodía, / sordera irreversible, sin la menor esperanza de sonido.» No.
Por supuesto, se puede argumentar que la ceguera es una desgracia peor que la sordera. Reconozco que si tuviera que elegir entre ambas, optaría por la sordera. Pero no sólo difieren en grados de privación sensorial. Cultural, simbólicamente, son antitéticas. Lo trágico versus lo cómico. Lo poético versus lo prosaico. Lo sublime versus lo ridículo. Una de las maldiciones más fuertes en la lengua inglesa, un poco anticuada hoy en día, es «¡Malditos sean tus ojos!» (mucho más fuerte que «¡Que te jodan!», e infinitamente más satisfactoria: prueba la próxima vez que un patán en una furgoneta blanca esté a punto de atropellarte). «¡Malditos sean tus oídos!» no es tan cortante. O tomemos el verso de Ben Jonson: «Bebe a mi salud con tus ojos.» Imaginemos que hubiera escrito: «Bebe a mi salud con tus oídos.» Las dos metáforas son conceptos igualmente imposibles, de hecho una oreja se parece más a una copa que un ojo, y es imaginable beber, o al menos sorber, de una oreja, aunque no de la propia, desde luego… Pero no es poético. Tampoco «El humo entra en tus oídos» sería un estribillo de canción muy pegadizo[2]. Si te entra humo en los ojos cuando se extingue una hermosa llama tiene que entrarte también en los oídos, pero no lo notas y no te hace llorar.
Los ciegos dan pena. Los videntes los miran con compasión, se desviven por ayudarles, les guían a través de calles concurridas, les avisan de obstáculos, acarician a sus perros lazarillos. Los perros, los bastones blancos, las gafas oscuras son signos visibles de su desgracia que suscitan un instantáneo impulso de compasión. Los sordos no tenemos esos signos de aviso que inducen a la piedad. Nuestros audífonos son casi invisibles y no disponemos de animales adorables consagrados a cuidarnos. (¿Cuál sería el equivalente de un perro para un sordo? ¿Un loro en el hombro que te grazna al oído?) Los desconocidos no se dan cuenta de que eres sordo hasta que han intentado en vano durante un rato comunicarse contigo, y reaccionan con irritación más que con piedad. «No maldecirás al sordo, y delante del ciego no pondrás tropiezo», dice la Biblia (Levítico 19,14). Bueno, sólo un sádico pondría una zancadilla deliberada a un ciego, pero hasta Fred suelta un ocasional «¡Joder!» cuando no consigue entenderse conmigo. Los profetas y adivinos son a veces ciegos —Tiresias, por ejemplo—, pero nunca sordos. Imaginen que hacen una pregunta a la sibila y que ella responde con un irritable «¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?».
La rivalidad entre los dos órganos es desigual. Los ojos son las ventanas del alma, expresan sentimientos, poseen colores y tonos delicados y atrayentes, desbordan de lágrimas, brillan, relucen y centellean. Las orejas, en fin, tienen un aspecto raro, sobre todo cuando sobresalen; todo piel y cartílagos, segregan cera, generan vello, no es extraño que las mujeres se cuelguen pendientes en los lóbulos, los hombres también, por supuesto, en determinadas sociedades y períodos, para distraer al ojo del orificio peludo que conduce al cerebro. De hecho, ¿qué otra función tiene el lóbulo? Quizás evolucionó así, esta tira, por lo demás inservible, de tejido sin hueso: los hombres prehistóricos con suficiente carne en el borde inferior de la oreja para ponerse colgantes tenían una ventaja en el proceso de apareamiento, y por eso eran elegidos. Pero no habría tenido ninguna ventaja si las orejas no hubieran cumplido su finalidad primaria.
Of all old women hard of hearing
The deafest, sure was Dame Eleanor Spearing!
On her head, it is true
Two Flaps there grew
That served for a pair of gold rings to go through,
But for any purpose of ears in a parley,
They heard no more than ears of barley[3].
Thomas Hood, «The Tale of a Trumpet». Nada que ver con la calidad de Larkin, pero Larkin, que yo recuerde, nunca escribió un poema sobre la sordera. Quizás le pareció una idea demasiado deprimente, aunque escribió mucho sobre otros temas igualmente infaustos. Yo acababa de consultar la anécdota sobre las alondras en la biografía de Andrew Motion. Larkin tendría unos treinta y siete años, porque ocurrió en 1959. Motion dice: «A medida que el oído se le debilitaba, en los años siguientes se sintió cada vez más aislado, atrapado en un cuerpo desvalido, ridículo y lastimoso… La sordera agudizó gradualmente su melancolía.» Sí, lo sabemos, lo sabemos. Yo era un poco mayor que él cuando lo descubrí, mediada la cuarentena, pero con más años por delante para sentirme ridículo y lastimoso.
Después de mi test vi al otorrino, el señor Hopwood, un hombre robusto, con bigote, calvo, que se mostraba ligeramente agobiado, sin duda a causa de la larga cola de pacientes sentados en el pasillo, en sillas de plástico moldeado. El día era caluroso y se había quitado la chaqueta de su traje azul oscuro de raya diplomática, y estaba en chaleco ante un escritorio atestado. Me mostró los gráficos de la audiometría en papel gráfico, uno para cada oído. Parecían un poco diagramas de constelaciones, con líneas rectas que se unían con los pitidos, representados por cruces. La pauta era bastante similar en los dos oídos. Hopwood me dijo que padecía sordera en frecuencias agudas, la forma más común de lo que llaman «sordera adquirida» (para distinguirla de la congénita), causada por la pérdida acelerada de células ciliadas en el oído interno, que convierten las ondas acústicas en mensajes transmitidos al cerebro. Por lo visto todo el mundo empieza a perder estas células desde el nacimiento, pero tenemos más de las necesarias, unas diecisiete mil en cada oído, y sólo cuando hemos perdido alrededor de un treinta por ciento empieza a afectarnos la audición, lo que sucede a todas las personas cuando rondan los sesenta, pero a algunas mucho antes, como a Larkin y a mí.
Esto puede obedecer a diversas causas. La más común es un trauma: exposición a un ruido excesivo, cañonazos, por ejemplo. Numerosos soldados de artillería sufren sordera de agudos en su vida posterior, sobre todo si no se preocuparon de protegerse los oídos; lo mismo les sucede a los trabajadores de entornos industriales muy ruidosos. Ninguno de estos riesgos profesionales me afectaba. Eludí el servicio militar hasta que terminé mi doctorado, y para entonces ya lo habían suprimido, y nunca trabajé en una fábrica. A finales de los sesenta, cuando estaba asistiendo a una conferencia en San Francisco, acudí por curiosidad a un concierto de rock en Fillmore West (el jazz moderno era mi tipo de música sincopada, Brubeck, el MJQ, Chico Hamilton, Miles Davis), porque un colega de la conferencia me dijo que era un lugar famoso y él pensaba ir al concierto. No recuerdo el nombre del grupo, pero tenían unos amplificadores tan altos que hacían daño. Fui retrocediendo en la sala cada vez más y al cabo de una media hora salí del recinto, ya no lo aguantaba más, y los oídos me zumbaron durante el resto de la noche. Pregunté a Hopwood si aquello podría haber sido la causa y me dijo que con una sola exposición lo consideraba muy improbable, aunque los asiduos de clubs y conciertos de rock corrían el riesgo que entraña una música excesivamente alta. Por tanto, puede que sea una debilidad genética, aunque no tengo constancia de que en mi familia haya un historial de sordera prematura. Mi padre es casi tan sordo como yo, pero a los ochenta y nueve años tiene derecho a serlo. No recuerdo que tuviese este problema cuando tenía mi edad. De hecho siguió trabajando hasta bien entrados los setenta, algún que otro concierto los sábados en un club social anticuado donde todavía se bailaban bailes de salón al compás de una orquesta de músicos ancianos, mientras el resto del mundo se contorsionaba y deliraba en discotecas. Aunque pensándolo bien estar un poco sordo no era un gran impedimento para tocar en una de aquellas bandas: quizás fuera incluso una ventaja.
Si la causa de mi sordera no era genética ni un trauma, lo más probable es que fuese una enfermedad de la infancia, un virus o una otitis que dañó irreparablemente las células ciliadas. Mi madre me dijo más tarde que tuve dolor de oídos cuando era un bebé. «Tuviste mastoides», dijo, palabra que entonces me pareció fea y siniestra, y hoy me lo parece aún más. Y no había antibióticos a principios de los años cuarenta. La causa de mi sordera, al fin y al cabo, tiene un interés académico (interesante que «académico» tuviese ese significado de «inútil»), porque es incurable. Me lo dijo Hopwood.
—No tiene cura —me dijo alegremente—. Irá empeorando, pero muy gradualmente. A medida que envejezca, también experimentará una pérdida de volumen en todas las frecuencias.
—Entonces, al final, ¿me quedaré sordo como una tapia? —dije.
—Como una tapia no —dijo, frunciendo ligeramente el ceño como si mi expresión fuera una metáfora recién acuñada y excesivamente emotiva—. En teoría podría llegar a sufrir una pérdida auditiva del noventa por ciento, pero tendrá suerte si vive tanto tiempo. Yo no me preocuparía. Cómprese un audífono. Verá que le ayuda muchísimo.
El primero me lo facilitó la Seguridad Social, un aparato bastante torpe compuesto de dos piezas, una del tamaño aproximado de una mandarina que encajaba detrás de la oreja y contenía el micrófono, el amplificador, la batería y los mandos, con un tubito de plástico transparente acoplado que transmitía el sonido al otro segmento, un molde de plástico transparente fabricado a la medida y que se insertaba dentro de la oreja. Colocar en su sitio todo esto era enojoso, y el dispositivo se veía claramente a menos que te dejases el pelo muy largo sobre las orejas, cosa que habría sido fácil en los sesenta pero resultaba algo excéntrica a mediados de los ochenta. Si además usas gafas, como es mi caso, el espacio detrás de las orejas es bastante estrecho. La patilla de las gafas puede comprimir el tubo de plástico y cortar el sonido, o al quitarte las gafas puedes desalojar el audífono sin darte cuenta. Una vez me quité las gafas en la calle para ponerme un par de gafas de sol graduadas y lancé mi audífono volando a la calzada, donde le pasó por encima una camioneta de correos. La Seguridad Social me habría dado otro, pero decidí ir a un médico privado y conseguir uno intracanal, una novedad en aquel entonces, que es un milagro de la microingeniería electrónica, con todos los componentes encajados en un auricular amoldado, no mucho más grande que un tapón de oídos. Pero tampoco este mecanismo, al ser tan pequeño, te exonera de percances. Hace uno o dos años, un día en que Fred conducía el coche, saqué un auricular para cambiar la batería y se me cayó entre el asiento y la puerta. Fred no pudo parar porque estábamos en una autopista. Tanteé debajo del asiento en busca de la pieza y la toqué con los dedos, pero me las arreglé para empujarla a través de un agujerito en los raíles metálicos sobre los que el asiento se desplaza atrás y adelante, y desapareció dentro de una cavidad en el suelo. Llevé el coche al mecánico al día siguiente y tuvieron que desmontar todo el asiento y parte del suelo para recuperar del bastidor el auricular. El recepcionista del garaje sonreía de oreja a oreja cuando me entregó la factura y, precintada dentro de un saquito transparente, la piececita de plástico con la huella aceitosa de un mecánico impresa. «Es la primera vez que hacemos el trabajillo», dijo. Me costó ochenta y cinco libras, pero no tuve otra alternativa, porque cada audífono cuesta más de mil. Ahora uso dos, uno en cada oreja. Antiguamente sólo necesitaba uno. Mi relación con los audífonos ha sido una escalada constante de coste y mejoras técnicas.
El primer audífono intracanal que compré tenía un control del volumen complicado, una especie de rueda diminuta incrustada que girabas con la yema del índice, como si intentases insertarte un tornillo en la cabeza, pero con los años se hicieron cada vez más sofisticados, y el último que tengo es digital, tiene tres programas (para ambientes de silencio, ambientes ruidosos y bucles), los dos primeros se ajustan automáticamente o bien manualmente con un control remoto oculto en mi reloj de pulsera (muy a lo James Bond). Por desgracia, la tecnología parece haber tocado techo y es improbable que haya grandes avances en el futuro próximo. Hace un año o dos leí en un periódico un informe, que me dio un respingo de esperanza, sobre personas que habían recuperado la audición gracias a nuevas técnicas de implantes quirúrgicos, pero cuando pregunté por este tratamiento a mi médico de cabecera me dijo que sólo funcionaba con un tipo de sordera diferente a la mía, la otosclerosis, en la que uno de los huesos del oído medio que transmite vibraciones al oído interno se osifica y se puede sustituir artificialmente. Se informó y descubrió que se están realizando experimentos con implantes en el oído interno, pero con un éxito limitado, y tendrías que estar en muy mal estado para intentarlo. En suma, no hay cura para mi tipo de sordera, como Hopwood me dijo hace veinte años.
En cuanto dijo «sordera de agudos» supe que era mal asunto.
—Así que por eso me pierdo las consonantes —dije.
—Eso es —dijo, impresionado—. ¿Cómo lo sabía?
—Soy lingüista —dije.
—¿Ah, sí? ¿De qué lenguas?
—De la única —dije. (Es un error frecuente.)—. Estoy en el departamento de lingüística. Lingüística aplicada, para ser exactos.
—¿Entonces comprende el problema? —dijo.
Sí. Las consonantes se enuncian con una frecuencia mayor que las vocales. Oía perfectamente las vocales; todavía hoy las oigo. Pero dependemos sobre todo de las consonantes para distinguir una palabra de otra. «“¿Has dicho cerdo o lerdo?”, dijo el Gato. “He dicho cerdo”, respondió Alicia.» Quizás el Gato de Cheshire fuera un poco sordo: no sabía seguro si Alicia había empleado una linguointerdental plosiva o una linguoalveolar lateral la primera vez que pronunció la palabra, y como era una niña bien educada de clase media victoriana la habría dicho con una dicción muy clara. La «C» es una linguointerdental plosiva porque se pronuncia colocando la punta entre los dientes y cerrando por un instante con los labios la salida al aire. Se llama también fricativa porque se puede continuar produciendo el sonido todo el tiempo que te lo permita la respiración: ccccccccccccccc…, aunque no veo por qué ibas a hacer esto, a no ser que hubieras empezado a decir «cipote» y te lo hubieses pensado mejor. Tengo conocimientos de fonética, aunque no es mi especialidad.
Hace unos años yo estaba en una fiesta, no tan ruidosa como la de anoche, pero bastante, y entreoí a un hombre que hablaba con entusiasmo de un libro titulado Ser sordo. Parecía el libro ideal para mí, un manual de autoayuda, supuse. Pero no quise embarcarme en la conversación pidiendo los detalles bibliográficos. El hombre hablaba con una chica que le miraba con admiración a los ojos y asentía con afanosa vehemencia, y abandonó la fiesta temprano (con la chica) antes de que yo tuviera la oportunidad de hablar con él. Así que al día siguiente fui a Waterstone con idea de comprar el libro.
—¿Cómo se llama el autor? —preguntó el dependiente.
—Creo que Grace —dije. Resultó ser Crace, Jim Crace, y el libro era una novela titulada Estar muerto.
A menudo sólo el contexto me permite distinguir entre «sordo» y «muerte» o «muerto»,[4] y a veces las palabras parecen intercambiables. La sordera es una especie de muerte previa, una larguísima introducción al largo silencio en el que al final nos sumiremos todos. «A todos los hombres sobre la tierra, / tarde o temprano la sordera llega»[5], podría haber escrito Macaulay. Pero Dylan Thomas no habría podido decir: «Después de la primera sordera, no hay otra.»[6] Hay otras, muchas fases de decadencia auricular, es como una larga escalera que desemboca en la tumba.
Down among the deaf men,
down among the deaf men,
Down, down, down, down;
Down among the deaf men let him lie![7]