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El hombre alto, de pelo gris, con gafas, que estaba en el borde del gentío en la sala principal de la galería, encorvándose muy cerca de la joven de blusa de seda roja, con la cabeza gacha y alejada de la cara de ella, y que asentía juiciosamente y emitía a intervalos un murmullo mundano, no es, como podría pensarse, un cura de asueto al que ella le ha convencido de que la confiese en mitad de la reunión, ni un psiquiatra engatusado para que le haga una consulta gratuita; ni tampoco él ha adoptado esta postura para mirar mejor la delantera de la blusa, aunque esto sea una gratificación accidental de la situación: de hecho la única. El motivo de esa postura es que en la sala hay mucho ruido, un alboroto de conversaciones que rebotan en las superficies duras del techo, paredes y suelo, y revolotea alrededor de las cabezas de los invitados, forzándoles a gritar aún más fuerte para que les oigan. Los lingüistas conocen este fenómeno como el efecto Lombard, llamado así por Étienne Lombard, que estableció a principios del siglo XX que los hablantes aumentan su esfuerzo vocal en presencia de ruido ambiental para evitar que sus mensajes sean menos inteligibles. Cuando muchos hablantes actúan según este reflejo simultáneamente, se convierten, por supuesto, en su propia fuente de ruido, con lo que incrementan su intensidad. Para el hombre que ahora casi hocica el busto de la mujer de blusa roja, cuando acerca su oreja a la boca de ella, hace un rato que el ruido ha alcanzado un nivel que no le permite oír más que la palabra o la expresión sueltas que ella le dirige. «Siga» parece ser una palabra recurrente: ¿o no será «sida»? Y «menudo barullo» ¿no será «puro chanchullo»? Veamos, él es «duro de oído» o «deficiente acústico» o, por hablar en plata, «sordo»; no como una tapia, pero lo bastante para que la comunicación sea imperfecta en la mayoría de las reuniones mundanas e imposible en algunas, como la presente.

Lleva un audífono, un artilugio digital caro, con pequeños auriculares de plástico beige que encajan cómodamente en los oídos como crías de serpientes en sus cascarones, y que tiene un programa para mitigar el ruido de fondo, pero a expensas de amortiguar asimismo los del primer plano, y a un nivel determinado los decibelios del primero superan completamente los del último, lo cual ocurre ahora. No mejora las cosas el hecho de que la mujer parece ser una excepción a la norma del efecto Lombard. En lugar de aumentar el tono y el volumen de su voz, como cualquier otra persona en la sala, mantiene un nivel de emisión adecuado para una conversación en un salón silencioso o una entrevista en un salón de té escasamente concurrido. Llevan hablando, o mejor dicho ella lleva hablando, ya unos diez minutos, y por más que él se esfuerce no consigue identificar el tema de la conversación. ¿Es el arte en las paredes, las fotografías en color ampliadas de solares urbanos y vertederos de basuras? Él cree que no, ella no las mira ni las señala, y la entonación con que habla, que él llega justo a registrar, no posee la característica pauta enunciativa de la charla de arte o las chorradas de arte, como él a veces las llama irreverentemente para chinchar a su mujer, sino que es más bien el tono de algo personal, anecdótico y confidencial. Mira la cara de la mujer para ver si le da alguna pista. Ella le clava sus serios ojos azules y hace una pausa en su enunciación como si esperase una respuesta. «Entiendo», dice él, adaptando el semblante para expresar tanto comprensión como una reflexión pensativa, con la esperanza de que una u otra parezcan apropiadas, o al menos no grotescamente inapropiadas, para lo que ella está diciendo. De todos modos, parece satisfacerla, porque empieza a hablar de nuevo. Él renuncia a adoptar su postura anterior: realmente no tiene sentido acercar el auricular derecho para captar su discurso cuando el parloteo de la reunión se está vertiendo en el izquierdo, e intentar taparse el oído izquierdo con la mano sólo produciría un pitido de reacción del audífono, amén de una postura excéntrica. ¿Qué hacer ahora? ¿Qué decir cuando ella haga otra pausa? Es demasiado tarde para confesar: «Oiga, disculpe, no he oído una sola palabra de lo que me ha dicho durante los diez últimos minutos» (podría ser ya un cuarto de hora). «Soy sordo, no oigo nada con esta algarabía.» Sería razonable que ella se preguntara por qué no se lo ha dicho antes, por qué la ha dejado seguir hablando, asintiendo y murmurando como si la entendiera. Ella se sentiría molesta, avergonzada, enfadada, y él no quiere parecer grosero. Para empezar, podría ser una clienta de su mujer, y en segundo lugar parece bastante agradable, una joven que quizás esté rondando la treintena, con los ojos de un azul brillante, tez clara y tersa, pelo rubísimo y largo hasta los hombros, de corte recto y con raya en medio, y una figura de natural esbelto: ve en la encubierta separación de los pechos, cuyo arranque es visible en la abertura desabrochada de la blusa, que no los realza artificialmente la silicona ni los proyectan hacia delante o hacia arriba unos alambres, sino que tienen la plasticidad trémula de la carne auténtica y sin trabas, con una leve transparencia en la superficie de la piel, como la buena porcelana, y no quiere causar una mala impresión a una joven bonita que se ha tomado la molestia de hablar con un plasta como él, aunque se trate de un encuentro fortuito que es probable que no se repita nunca.

Ella hace otra pausa en su monólogo y le mira expectante. «Muy interesante», dice él. «Muy interesante.» Para ganar tiempo, a la espera de comprobar si da resultado, se lleva a los labios la copa de vino, sólo para descubrir que está vacía, y tiene que inclinarla casi hasta una posición vertical y sostenerla así durante unos segundos para que los posos de un Chardonnay chileno se viertan en su garganta. La mujer le mira con curiosidad, como pensando que él trata de ejecutar una especie de maña, sostener por ejemplo la copa encima de la nariz. La de ella, de vino blanco, está casi llena, ni siquiera ha dado un sorbo desde que ha empezado a hablar con él, y por lo tanto él no puede proponerle que vayan al mostrador a que se las llenen, e ir solo para que le sirvan otro vino o proponerle que ella le acompañe parecen opciones igualmente descorteses. Por suerte, ella parece advertir su apuro —no el de verdad, su total ignorancia de lo que ella está diciendo, sino su necesidad de tomar otra copa— y dice algo, sonriente, señalando la copa vacía con un gesto que él interpreta con absoluta certeza como una invitación a que vaya a rellenarla. «Creo que sí iré», dice. «¿Quiere que le traiga otra?» Una pregunta estúpida, ¿qué haría ella con dos copas de vino blanco, una en cada mano? Y es evidente que ella no es la clase de persona que apuraría ansiosamente una bebida mientras tú ibas a buscarle otra. Pero ella sonríe de nuevo (una sonrisa bonita, que revela una hilera de dientes blancos, pequeños y parejos), declina el ofrecimiento con un movimiento de la cabeza y, para su consternación, hace una pregunta. Él sabe que es una pregunta por la entonación más alta, la ligera dilatación de sus ojos azules y el arqueo de las cejas, y obviamente exige una respuesta. «Sí», dice él, aventurándose; y como ella parece complacida él añade audazmente: «Desde luego.» Ella pregunta otra cosa a la que él también da una respuesta afirmativa y después, para su sorpresa, le tiende la mano. Es evidente que se marcha.

—Encantado de conocerla —dice él, tomando la mano y estrechándola. Está fría y ligeramente húmeda al tacto—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba? Me temo que con todo este ruido no he oído bien.

Ella pronuncia su nombre otra vez, pero es inútil: el nombre de pila suena débilmente como «Asal», lo cual no puede ser, y el apellido es totalmente inaudible, pero no puede pedirle que lo repita otra vez.

—Ah, sí —dice él, asintiendo, como contento de haber asimilado la información—. Bueno, ha sido muy interesante hablar con usted.

—¿Quién era esa rubia con la que estabas hablando tan absorto? —me preguntó Fred durante el trayecto en coche a casa. Conducía ella porque había bebido poco y yo más de la cuenta.

—No tengo ni idea —dije—. Me ha dicho su nombre, dos veces, de hecho, pero no lo he captado. No oía una palabra de lo que me estaba diciendo. El ruido…

—Es el hormigón. Hace que el sonido retumbe.

—Pensé que podría ser una de tus clientas.

—No, no la he visto nunca. ¿Qué te ha parecido la exposición?

—Insulsa. Aburrida. Con una cámara digital, cualquiera podría sacar esas fotos. Pero ¿vale la pena?

—Me ha parecido que tenían una especie de interesante… tristeza.

Esto es un resumen de nuestra conversación, que en realidad fue algo como:

—¿Quién era esa chica con la que estabas hablando tan absorto?

—¿Qué?

—Estabas enfrascado en una conversación con una chica rubia.

—No he visto a Luvia. ¿Estaba allí?

—No, Luvia no. La rubia con la que estabas hablando: ¿quién era?

—Oh. No tengo ni idea. Me ha dicho su nombre, dos veces, de hecho, pero no lo he captado. No oía una palabra de lo que me estaba diciendo. El ruido…

—Es el hormigón.

—No tiene nada que ver con la puñetera calefacción, en realidad siempre hace demasiado calor, para mi gusto.

—No, hormigón. Las paredes, el suelo. Hace que el sonido retumbe.

—Oh…

(Pausa.)

—¿Qué te ha parecido la exposición?

—Pensé que podría ser una clienta tuya.

—¿Quién?

—La chica rubia.

—Oh. No, no la conozco de nada. ¿Qué te ha parecido la exposición?

—¿Qué?

—La exposición… ¿qué te ha parecido?

—Insulsa, aburrida. Con una cámara digital, cualquiera podría sacar esas fotos.

—Me ha parecido que tenían una especie de interesante… tristeza.

—¿La pobreza puede ser interesante?

—Tristeza, una tristeza interesante. ¿Llevas puesto el audífono, cariño?

—Por supuesto.

—No parece que funcione muy bien.

Estaba en lo cierto. Di unos golpecitos con la uña en el auricular del oído derecho y capté un sonido muy apagado. La pila se había agotado y no me había dado cuenta. No sé en qué momento de la velada había ocurrido. Quizás por eso no oía lo que me estaba diciendo la joven rubia, aunque no lo creo. Creo que debió de ser cuando fui al servicio de caballeros, que fue después de que ella se hubiera ido. Allí dentro no se oía ruido y no habría percibido el descenso del volumen o lo habría atribuido al silencio de los aseos comparado con el guirigay de la galería, y cuando volví a la sala ni siquiera intenté entablar conversación con alguien, sino que fingí concentrarme en las fotos, que ciertamente no eran nada interesantes, por su tristeza o pobreza o cualquier otra cualidad, sino simplemente vulgares.

—Se me ha acabado la pila —dije—. ¿Pongo una nueva? Es un poco complicado a oscuras.

—No, no te molestes —dijo Fred, como suele decir últimamente. Entra en mi despacho, por ejemplo, cuando estoy trabajando con el ordenador, sin llevar puesto el audífono porque convierte el runrún relajante del teclado en un estrépito invasor tan ruidoso como una anticuada Remington vertical, y me dice algo que no oigo, y tengo que decidir en una fracción de segundo si detengo la conversación mientras busco la bolsita del audífono e inserto los auriculares o intento apañármelas sin ellos, y por lo general opto por lo último, y el diálogo que sigue es algo como:

Fred: Mur mur mur.

Yo: ¿Qué?

Fred: Mur mur mur.

Yo (ganando tiempo): Ajá.

Fred. Mur mur mur.

Yo (conjeturando el contenido del mensaje): Muy bien.

Fred (sorprendida): ¿Qué?

Yo: ¿Qué has dicho?

Fred: ¿Por qué has dicho «Muy bien» si no has oído lo que he dicho?

Yo: Déjame que coja el audífono.

Fred: No, no te molestes. No es importante.

Recorrimos el resto del trayecto en silencio. Fui a mi despacho a poner una pila nueva en el auricular derecho o «instrumento auditivo», como lo llama, bastante grandilocuente, el «Modo de empleo». Consumo una cantidad increíble de pilas porque a menudo me olvido de desconectar los instrumentos auditivos cuando los guardo en su bolsita con cremallera y forrada de gomaespuma, y luego, a no ser que Fred oiga el chisporroteo agudo de acoplamiento que emiten cuando están así guardados y me prevenga de lo que ocurre, las pilas se gastan inútilmente. Con frecuencia esto ocurre por la noche, cuando las saco en mi despacho o en el cuarto de baño antes de acostarme y las dejo donde Fred no las oye silbar solas como mosquitos. Sucede tan a menudo, de hecho, incluso después de haber hecho un esfuerzo especial por evitarlo, que a veces pienso que hay una especie de duendecillo del audífono que lo enciende de noche en cuanto yo lo he apagado. La verdad es que me cuesta creerlo, cuando por la mañana abro la bolsa y las encuentro encendidas a pesar de que me acuerdo claramente de que las dejé apagadas. Debe de haber un fallo en mis conductos neurales que me induce a volver a encenderlas inconscientemente después de haberlas apagado conscientemente, un movimiento reflejo del pulgar que desliza la tapa de las baterías hacia la posición «On» incluso cuando las acuesto en sus pequeños nidos de gomaespuma. El efecto Bates, llamado así por Desmond Bates, que estableció a principios del siglo XXI que los usuarios desarrollan hacia sus audífonos una hostilidad inconsciente que les induce a «castigar» a esos artefactos mediante la negligencia de dejar que las pilas se agoten. En realidad se castigan a sí mismos, porque las pilas son bastante caras, casi cuatro libras las seis pilas. Vienen en un paquetito redondo y transparente de plástico con seis compartimentos, ingeniosamente montados sobre una base de cartón, como una plataforma giratoria a la que das vuelta para expulsar una pila nueva a través de una lengüeta con bisagras en el reverso. Cada pila lleva adherida una pestaña de plástico marrón que impide una fuga de electricidad, o al menos así lo entiendo yo, y que hay que quitar antes de insertar la pila en el audífono. Estas pestañitas pegajosas son muy difíciles de despegar de los dedos para deshacerte de ellas. Suelo pegarlas en cualquier superficie que tenga a mano, por lo que la consola, los archivos, los archivadores y otros utensilios de oficina casera están cubiertos de diminutas manchas pardas, como manchados por los excrementos de algún incontinente roedor nocturno. Las instrucciones en el reverso del paquete dicen que aguardes como mínimo un minuto después de retirar la pestaña de plástico y antes de insertar la pila en el audífono (no me pregunten por qué), pero muchas veces tardo más en liberarme de la pestaña.

Entré en el salón después de haber cambiado la pila, pero Fred ya había subido a leer en la cama. Sabía que lo estaba haciendo aunque no me lo hubiera dicho, de ese modo en que los matrimonios conocen las intenciones habituales del cónyuge sin necesidad de ser informados, lo cual es especialmente útil si por casualidad eres sordo; de hecho, si ella me hubiera informado de su intención verbalmente es muy probable que la hubiese entendido mal. No quería reunirme con ella porque no puedo leer en la cama más de cinco minutos sin quedarme dormido, y era demasiado pronto para dormir, me despertaría de madrugada y empezaría a dar vueltas y a moverme, sin ganas de levantarme en la fría oscuridad pero incapaz de volver a conciliar el sueño.

Pensé en ver el telediario News at Ten, pero las noticias hoy día son tan deprimentes —bombardeos, asesinatos, atrocidades, hambrunas, epidemias, calentamiento global— que prefieres no enterarte a esas horas de la noche; que esperen, piensas, hasta el periódico del día siguiente y el medio más sereno de la letra impresa. Así que volví a mi despacho y consulté mi correo electrónico —«Ningún mensaje nuevo»—, y entonces decidí transcribir mi conversación, o más bien mi ausencia de ella, con la mujer en la inauguración privada de la exposición, que en retrospectiva parecía bastante divertida, aunque estresante en aquel momento. Primero lo hice con mi habitual estilo de diario, después lo reescribí en tercera persona y presente de indicativo, el tipo de ejercicio que suelo poner a los alumnos en mi seminario de estilo. Cambio de primera persona a tercera, de pretérito a presente, o viceversa. ¿Hay alguna diferencia? ¿Es más adecuado un método que el otro para la experiencia original, o cualquiera de los dos interpreta, más que representa, la experiencia? Debate.

Oralmente, las opciones son más reducidas, aunque mi nietastro Daniel, el hijo de Marcia, no lo ha aprendido todavía. Tiene dos años, dos años y medio, y posee un vocabulario muy bueno para su edad, pero siempre alude a sí mismo enunciativamente en tercera persona y presente de indicativo. Cuando le dices que es hora de acostarse, dice: «Daniel no está cansado.» Cuando dices: «Dale un beso al abuelo», dice: «Daniel no da besos a abuelos.» Los pronombres son problemáticos para los niños, por supuesto, porque son cambiantes, como decimos en el gremio, y su sentido depende totalmente de quién los utilice: «tú» significa tú cuando lo digo yo, pero yo cuando lo dices tú. Así que el dominio de los pronombres siempre se alcanza bastante tarde en el aprendizaje infantil del lenguaje, pero el uso exclusivo de Daniel de la tercera persona es bastante infrecuente a su edad. A Marcia le preocupa y me preguntó si creía posible que fuera un síntoma de algo: de autismo, por ejemplo. Yo le pregunté si ella se refería a sí misma en tercera persona cuando hablaba con Daniel, como «Mamá está cansada» o «Mamá tiene que hacer la comida», y admitió que lo hacía algunas veces. «¿O sea que es culpa mía?», dijo, un poco dolida. «Quiero decir que te está imitando», dije. «Es muy normal. Pero pronto dejará de hacerlo.» Le dije que las frases de Daniel estaban muy bien construidas para su edad, y que estaba seguro de que no tardaría en aprender los pronombres. En realidad a mí me parece encantador que diga «Daniel tiene sed», «Daniel no recoge las cosas», «Daniel hoy es tímido», con una pausa perceptible para pensar antes de hablar. Posee una gravedad y una formalidad casi majestuosas, como si fuera un principito o un delfín. Delfín Daniel, le llamo yo. Pero, en definitiva, los padres jóvenes e instruidos de clase media en la actualidad son muy nerviosos, disponen de tanta información de los medios de comunicación sobre todas las anomalías que podría padecer su hijo —autismo, dislexia, trastorno de atención deficitaria, alergias, obesidad, etc.— que viven en un estado de pánico constante, observando a su prole como halcones en busca de señales de aviso. Y es contagioso: estoy mucho más inquieto por el bebé que está esperando Anne de lo que estuve en cualquiera de los embarazos de Maisie. Treinta y siete años es una edad tardía para dar a luz por primera vez.