Ahí están los alpes. Sí, están, pero apenas se ven. La nieve baja mansa, como leves copos de algodón en rama, pero esa suavidad es engañosa, que lo diga nuestro elefante, que lleva sobre las espaldas, cada vez más visible, una mancha de hielo que ya tendría que haber sido objeto de la atención del cornaca si no se diese la circunstancia de ser él oriundo de las tierras calientes donde esta especie de invierno ni siquiera usando toda la imaginación se concibe. Claro que en la vieja india, allí por el norte, no faltan montañas y nieves sobre ellas, pero subhro, ahora fritz, nunca gozó de medios para viajar por su propio placer y ver mundo. Su única experiencia de nieve la tuvo en lisboa pocas semanas después de haber llegado de goa, cuando, en una noche fría, vio bajar del cielo un tamo blanco, como harina cayendo del cedazo, que se derretía apenas tocaba el suelo. Nada por tanto que se parezca a la inmensidad blanca que tiene delante de los ojos, hasta donde la vista puede alcanzar. En poco tiempo, los copos de algodón se habían convertido en grandes y pesadas bolas que, empujadas por el viento, fustigaban como bofetadas la cara del cornaca. Acurrucado en el cogote de solimán, envuelto en el capote, fritz no sentía demasiado frío, pero esos golpes continuos, incesantes, lo inquietaban como una amenaza inminente. Le habían dicho que de trento a bolzano era, por decirlo de alguna manera, un paseo, unas diez leguas, o un poco menos, o sea, el salto de una pulga, pero no con este tiempo, cuando la nieve parece tener uñas para prender y retardar todos y cada uno de los movimientos y hasta incluso la propia respiración, como si no estuviera dispuesta a dejar salir de ahí al imprudente. Que lo diga solimán que, a pesar de la fuerza que la naturaleza le ha dado, penosamente se va arrastrando por las empinadas laderas del camino. No sabemos lo que piensa, pero, por lo menos, de una cosa podemos tener la certeza en estos alpes, no es un elefante feliz. Quitando las ocasiones en que los coraceros pasan cabalgando lo mejor que pueden en sus transidas monturas, sierra abajo, sierra arriba, para observar la disposición de la caravana con vistas a evitar dispersiones o desvíos que podrían ser causa de muerte para quien en estos helados parajes se perdiese, el camino parece existir sólo para el elefante y su cornaca. Habituado desde valladolid a la proximidad del carruaje de los archiduques, le extraña al cornaca no verlo delante, que del elefante no nos atreveremos a hablar porque, como ya dijimos antes, no sabemos lo que piensa. El coche archiducal está por ahí, pero no se vislumbra ni el rastro, y de la galera del forraje, que debería ir detrás, tampoco hay noticias. El cornaca volvió la cabeza, a ver si era cierto, y fue esta mirada providencial la que le hizo darse cuenta de la capa de hielo que cubría los cuartos traseros de solimán. Aunque no conociese nada de los deportes de invierno, le pareció que el hielo era bastante fino y tenía un aspecto quebradizo, lo que probablemente se debía al calor del cuerpo del animal, que no lo dejaría endurecerse por completo. De lo malo, lo menos, pensó. En todo caso, antes de que la cosa fuera a más tenía que quitado de allí. Con mil cuidados, para evitar resbalarse él mismo, el cornaca gateó por el lomo del elefante hasta llegar a la intrusa placa de hielo, que en resumidas cuentas no era tan fina ni tan quebradiza como antes le había parecido. Del hielo nunca hay que fiarse, primera lección que es indispensable aprender. Pisando un mar que el frío heló podemos dar la impresión a los demás de que somos personas que caminan sobre las aguas, pero esa ilusión es falsa, tan falsa como fue falso el milagro de solimán ante la puerta de la basílica de san antonio, de repente se quiebra el hielo y nunca se sabe qué podrá suceder. El problema que fritz tiene ahora para resolver es la falta de un instrumento capaz de soltar el maldito hielo de la piel del elefante, una espátula de lámina fina y punta redonda, por ejemplo, sería lo ideal, pero espátulas de ésas no se encuentran por aquí, si es que ya en este tiempo hay gente para fabricarlas. La única solución, por tanto, será trabajar con las uñas, y no lo decimos en sentido figurado. El cornaca ya tenía los dedos agarrotados cuando comprendió dónde estaba el nudo gordiano de la cuestión, nada más, nada menos, que haber hecho los gruesos y duros pelos del elefante causa común con el hielo, costando por tanto cada pequeño avance una dura batalla, pues si no había espátula para ayudar a despegar el hielo de la piel, tampoco había tijera para ir cortando el entramado piloso. Desprender cada pelo de ésos fue una tarea que rápidamente se reveló muy allá de las posibilidades físicas y mentales de fritz, obligado por fin a desistir de la operación antes de que se convirtiera él mismo en una lamentable estatua de nieve a la que sólo le faltaría una pipa en la boca y una zanahoria en lugar de la nariz. Los mismos pelos que habían sido fuente de un prometedor negocio, enseguida frustrado por los escrúpulos morales del archiduque, eran ahora causa de un fiasco cuyas consecuencias para la salud del elefante todavía estaban por verse. Como si esto fuese poco, otra cuestión, al parecer con carácter de urgencia, se había presentado en los últimos minutos. Desconcertado por el cambio del familiar peso del cornaca desde la nuca a los cuartos traseros, el elefante daba claras señales de desorientación, como si hubiera perdido la noción del camino y no supiese hacia dónde ir. Fritz no tuvo otro remedio que gatear rápidamente hasta su habitual asiento y retomar las riendas de la conducción. En cuanto a la placa de hielo que quedó atrás, roguemos al dios de los elefantes que evite males mayores. Si hubiese por aquí un árbol con una rama asaz fuerte a tres metros de altura y razonablemente paralela al suelo, el propio solimán se encargaría de libertarse de la incómoda y quizá peligrosa manta de hielo, bastaría que pudiese restregarse como es inmemorial tradición que se restrieguen los elefantes en los troncos de los árboles cuando un picor aprieta más que lo soportable. Ahora que la nieve había redoblado en intensidad, y esto no quiere decir que una cosa fuese consecuencia de la otra, el camino se hizo más empinado, como si estuviera cansado de arrastrarse a ras de tierra y quisiese ascender a los cielos, aunque fuera a uno de sus niveles inferiores. Tampoco las alas del colibrí pueden soñar con el potente batir de alas del albatros contra la violencia del viento ni con el majestuoso aletear del águila real sobre los valles. Cada uno es para lo que nació, pero hay que contar siempre con la posibilidad de que se nos presenten de frente excepciones importantes, como el caso de solimán, que no nació para esto, pero no le quedó otro remedio que inventar por su propia cuenta alguna manera de compensar la inclinación del terreno, como esta de extender la trompa hacia delante, lo que le dará el aire inconfundible de un guerrero lanzado a la carga y al que le espera muerte o gloria. Y todo, alrededor, es nieve y soledad. Esta blancura, lo dice quien conoce la región, oculta un paisaje de extraordinaria belleza. Pues nadie lo diría, y nosotros, que aquí estamos, menos que nadie. La nieve devoró los valles, hizo desaparecer la vegetación, si hay por aquí casas habitadas apenas se ven, un poco de humo saliendo por la chimenea es la única señal de vida, alguien dentro acercó a la lumbre hachas de leña húmeda y espera, con la puerta prácticamente bloqueada por el nevazo, el socorro de un san bernardo con la botella de brandy al cuello. Casi sin notarse, la ladera se había acabado, solimán ya podía normalizar la respiración, reducir a un tranquilo paso de paseo el tremendo esfuerzo que venía haciendo, para colmo con un cornaca sentado sobre la nuca y una placa de hielo oprimiéndole los cuartos traseros. La cortina de nieve se había aclarado un poco, permitiendo, más o menos, distinguir unas tres o cuatro centenas de metros de camino, como si el mundo hubiese decidido, por fin, recuperar la perdida normalidad meteorológica. Tal vez fuese ésa, realmente, la intención del mundo, pero algo de anormal debía de haber sucedido para que se formara tal grupo de personas, caballos y carros, como si hubiesen encontrado un buen sitio para un picnic. Fritz hizo alargar el paso de solimán y enseguida vio que estaba con su gente, con la caravana, lo que, por otra parte, no exigía gran perspicacia, pues como sabemos, archiduque de austria hay sólo éste y ninguno más. Bajó del elefante y la pregunta que hizo a la primera persona que encontró, Qué ha sucedido, tuvo respuesta rápida, Se ha partido el eje delantero del coche de su alteza, Qué desgracia, exclamó el cornaca, El carpintero de coches y sus ayudantes están colocando otro eje, dentro de una hora estaremos listos para seguir la marcha, Y dónde lo tenían, Dónde tenían, el qué, El otro eje, Sabrás mucho de elefantes, pero no te pasa por la cabeza que nadie se arriesgue a un viaje de éstos sin llevar consigo piezas de repuesto, Y sus altezas sufrieron algunas molestias con lo sucedido, Ninguna, sólo un gran susto porque el coche se inclinaba hacia un lado, Dónde están ahora, Abrigados en otro carruaje, ahí delante, Pronto va a anochecer, Con un nevazo de éstos, hay siempre luz en el camino, nadie se pierde, dijo el sargento de los coraceros, que era el interlocutor. Y era cierto porque ahora mismo estaba llegando el carro que transportaba los fardos de forraje, y en buena hora llegó porque solimán, después de haber arrastrado sierra arriba sus cuatro toneladas, estaba más que necesitado de reponer las fuerzas. En menos que un amén desató fritz dos fardos allí mismo, y el segundo amén, de haberlo, ya encontraría al elefante engullendo con ansiedad la pitanza. Luego aparecieron por detrás los coraceros de retaguardia de la caravana y con ellos el restante equipaje, transidos de frío, abatidos por el tremendo esfuerzo hecho durante leguas y leguas, pero felices por haberse integrado en el colectivo viajero. Pensándolo bien, el accidente sufrido por el coche archiducal sólo puede haber sido obra de la divina providencia. Como enseña la nunca suficientemente alabada sabiduría popular, y como una vez más quedó demostrado, dios escribe derecho con renglones torcidos, y son esos mismos los que prefiere. Cuando la sustitución del eje fue acabada y comprobada la solidez de la reparación, los archiduques regresaron al confort del coche y la caravana, reagrupada, se puso en marcha, tras haber recibido sus integrantes, tanto militares como paisanos, órdenes absolutamente terminantes para que la cohesión física fuese defendida a toda costa, de manera que no volviera a producirse la lamentable disposición anterior, que sólo por mucha suerte no había tenido peores consecuencias. Era noche cerrada cuando la caravana entró en bolzano.