Capítulo 14

Esa misma tarde, dos palomas mensajeras, un macho y una hembra, levantaron vuelo desde la basílica hacia trento llevando la noticia del portentoso milagro. Por qué a trento y no a roma, donde se encuentra la cabeza de la iglesia, habrá que preguntarse. La respuesta es fácil, porque en trento está en curso, desde mil quinientos cuarenta y cinco, un concilio ecuménico en que, por lo que se va sabiendo, se prepara el contraataque a lutero y sus seguidores. Baste decir que ya han sido promulgados decretos sobre la sagrada escritura y la tradición, el pecado original, la justificación y los sacramentos en general. Se comprenderá por tanto que la basílica de san antonio, pilar de la fe más acendrada, necesita estar permanentemente instruida sobre lo que pasa en trento, allí tan cerca, a menos de veinte leguas de distancia, un auténtico paseo a vol d'oiseau para palomas, que desde hace años andan en carrera constante entre aquí y allí. Esta vez, sin embargo, la primacía de la noticia la tiene padua, pues no todos los días un elefante se arrodilla solemnemente ante las puertas de una basílica, dando así testimonio de que el mensaje evangélico se dirige a todo el reino animal y que el lamentable ahogamiento de aquellos centenares de cerdos en el mar de galilea fue sólo resultado de la falta de experiencia, cuando todavía no estaban bien lubricadas las ruedas dentadas del mecanismo de los milagros. Lo que importa hoy son las extensas filas de fieles que se vienen formando en el campamento para ver al elefante y beneficiarse del negocio de venta de pelo del animal que fritz rápidamente organizó para suplir la falta de pago que de la tesorería de la basílica ingenuamente esperaba. No censuremos al cornaca, otros que no hicieron tanto por la fe cristiana no por eso dejaron de ser abundantemente obsequiados. Mañana se dirá que una infusión de pelo de elefante, tres veces al día, es el más soberano de los remedios en caso de diarrea aguda y que el dicho pelo, macerado en aceite de almendras, resuelve, dándose fricciones enérgicas en el cuero cabelludo, también tres veces al día, las más desesperadas situaciones de alopecia. Fritz no tiene manos para medir, en el saco que lleva atado en el cinto las monedas ya pesan, si el campamento permaneciese aquí una semana acabaría rico. Los clientes no son apenas los de padua, también está llegando gente de mestre y hasta de venecia. Se dice que los archiduques no regresarán hoy, que tal vez no vuelvan mañana, que están muy a gusto en el palacio del doge, todo motivos de alegría para fritz, que nunca creyó tener tantas razones para estar agradecido a la casa de los habsburgo. Se pregunta a sí mismo por qué no se le habría ocurrido antes vender pelos de elefante mientras vivía en la india, y, en su foro más íntimo, piensa que, a pesar de la abundancia exagerada de dioses, sus dioses y demonios que las infestan, hay muchas menos supersticiones en las tierras donde nació que en esta parte de la civilizada y cristianísima europa que es capaz de comprar a ciegas un pelo de elefante y creer píamente en las patrañas del vendedor. Tener que pagar por los propios sueños debe de ser la peor de las desesperaciones. Al final, contra los pronósticos del llamado diario de la caserna, el archiduque regresó a la tarde del día siguiente, dispuesto a reemprender viaje tan pronto como fuera posible. La noticia del milagro llegó al palacio del doge, pero de una manera bastante confusa, resultado, desde el relato incompleto de algún testigo más o menos presencial hasta los que simplemente hablaron porque oyeron decir, de las transmisiones sucesivas de hechos verdaderos o supuestos, ocurridos o imaginados, pues, como demasiado bien sabemos, quien cuenta un cuento no consigue pasar sin añadirle un punto, y a veces una coma. Mandó el archiduque llamar al intendente para que le aclarara lo sucedido, no tanto el milagro en sí, sino las razones que habían propiciado su realización. Sobre este aspecto particular de la cuestión le faltaban conocimientos al intendente, de modo que decidió llamar al cornaca fritz, que, gracias a la naturaleza de sus funciones, algo más sustancial debería saber. El archiduque atacó sin rodeos el asunto, Me dicen que hubo aquí un milagro durante mi ausencia, Sí, mi señor, Y que lo hizo solimán, Así es, mi señor, Quiere decir eso que el elefante decidió, por su cuenta, ir a la puerta de la basílica y arrodillarse, Yo no lo diría de esa manera, mi señor, Entonces cómo lo dirías tú, preguntó el archiduque, Fui yo quien condujo a solimán, Supuse que así fue, luego esa información es de las dispensables, lo que quiero saber es en qué cabeza nació la idea, Yo, mi señor, sólo tuve que enseñar al elefante a arrodillarse a mi orden, Y a ti quién te dio la orden para que lo hicieras, Mi señor, no me está permitido hablar del asunto, Alguien te lo ha prohibido, No puedo decir que me lo hayan prohibido expresamente, pero a buen entendedor media palabra basta, Quién ha dicho esa media palabra, Mi señor, Tendrás para arrepentirte amargamente si no respondes sin más ni más a la pregunta, Fue un padre de la basílica, Explícate mejor, Me dijo que necesitaban un milagro y que ese milagro lo podría hacer solimán, Y tú, qué dijiste, Que solimán no estaba habituado a hacer milagros y que el intento podía ir mal, Y el padre, Me amenazó que tendría fuertes motivos para arrepentirme si no le obedecía, casi las mismas palabras que vuestra alteza acaba de usar, y qué pasó después, Estuve el resto de la mañana enseñando a solimán a ponerse de rodillas ante una señal mía, no fue nada fácil, pero acabé consiguiéndolo, Eres un buen cornaca, Vuestra alteza me confunde, Quieres un consejo, Sí, mi señor, Te aconsejo que no hables fuera de aquí de esta conversación que hemos tenido, Así lo haré, mi señor, Para que no tengas motivos de arrepentimiento, Sí, mi señor, no lo olvidaré, Vete y saca de la cabeza de solimán esa idea estrambótica de andar haciendo milagros arrodillándose ante las puertas de las iglesias, de un milagro debería esperarse mucho más, por ejemplo, que creciese una pierna donde otra hubiera sido cortada, imagina la cantidad de prodigios de éstos que podrían hacerse directamente en el campo de batalla, Sí, mi señor, Vete. Solo, el archiduque comenzó a pensar que tal vez hubiera hablado demasiado, que la difusión de estas sus palabras, si el cornaca se fuera de la lengua, no aportaría ningún beneficio a la delicada política de equilibrio que está tratando de mantener entre la reforma de lutero y la reacción conciliar ya en camino. A fin de cuentas, como dirá enrique cuarto de francia en un futuro no muy lejano, parís bien vale una misa. Aun así, una punzante melancolía asoma en el delgado rostro de maximiliano, tal vez pocas cosas en la vida le duelan más que la conciencia de haber traicionado los ideales de la juventud. El archiduque se dijo a sí mismo que ya tenía edad suficiente para no llorar por la leche derramada, que las ubres pletóricas de la iglesia católica ahí estaban, como de costumbre, a la espera de manos habilidosas que las ordeñasen, y los hechos, hasta ahora, habían mostrado que las archiducales manos no estaban desprovistas del todo de ese muñidor talento diplomático, con la condición de que la dicha iglesia previera que el resultado del negocio de la fe acabaría siendo, con el tiempo, ventajoso para sus intereses. Sea como sea, la historia del falso milagro del elefante pasaba las marcas de lo tolerable, Los de la basílica, pensó, han perdido la cabeza, teniendo un santo como ése, hombre para hacer de los cascos de un cántaro un cántaro nuevo o, estando en padua, ir por los aires hasta lisboa para salvar al padre de la horca, y después de eso van a pedirle a un cornaca que les preste el elefante para simular un milagro, ah, lutero, lutero, cuánta razón tenías. Habiéndose desahogado así, el archiduque mandó llamar al intendente, al que le ordenó que dispusiese la partida para la mañana siguiente, derechos a trento en una sola etapa si fuera posible o durmiendo una vez más en el camino, si otro remedio no hubiera. Respondió el intendente que la alternativa le parecía más prudente, pues la experiencia demostraba que no se podía contar con solimán para pruebas de velocidad, Es más un corredor de fondo, remató, para a continuación proseguir, Abusando de la credulidad de la gente, el cornaca ha estado vendiendo pelos del elefante para ungüentos curativos que no van a curar a nadie, Dile de mi parte que si no acaba ya con el negocio tendrá razones para lamentarlo durante el tiempo de vida que le quede, que ciertamente no será mucho, Las órdenes de vuestra alteza serán inmediatamente cumplidas, es necesario poner fin a la farsa, la historia de los pelos del elefante está desmoralizando a la caravana, en especial a los coraceros calvos, Quiero este asunto resuelto, no puedo impedir que la fama del milagro de solimán nos persiga durante todo el viaje, pero al menos que no se diga que la casa de habsburgo saca provecho de las fechorías de un cornaca metido en embustes, cobrando el impuesto sobre el valor añadido como si de una operación comercial cubierta por la ley se tratara, Corro a resolver el asunto, mi señor, el cornaca no acabará riéndose, es una pena que necesitemos tanto de él para conducir el elefante hasta viena, pero espero que le sirva de enmienda lo sucedido, Vete, apágame ese fuego antes de que alguien comience a quemarse en él. Bien vistas las cosas, fritz no merecía tan severos juicios. Está bien que se acuse y denuncie al delincuente, pero una justicia bien entendida debe tener siempre en consideración los atenuantes, el primero de ellos, en el caso del cornaca, es reconocer que la idea del engañoso milagro no fue suya, que fueron los padres de la basílica de san antonio quienes tramaron el embuste, sin el que nunca habría pasado por la cabeza de fritz la idea de explotar el sistema piloso del protagonista del aparente prodigio para enriquecerse. Tanto el noble archiduque como su servicial intendente tenían la obligación de recordar, para reconocimiento de sus pecados mayores y menores, puesto que nadie en este mundo está exento de culpa, y ellos mucho menos, aquel famoso dicho sobre la viga y la paja, que, adaptado a las nuevas circunstancias, enseña que es más fácil ver la viga en el ojo del vecino que el pelo del elefante en el propio ojo. De todos modos, no es éste un milagro que vaya a perdurar en la memoria de los pueblos y de las generaciones. Al contrario de lo que teme el archiduque, la fama del falso prodigio no los perseguirá durante el resto del viaje y en poco tiempo comenzará a disiparse. Las personas que van en la caravana, sean nobles o plebeyas, militares o paisanos, tendrán mucho más en que pensar cuando las nubes que se amontonan sobre la región de trento, por encima de las primeras montañas antes de la muralla de los alpes, comiencen a deshacerse en lluvia, quién sabe si en violento granizo, seguramente en nieve, y los caminos se cubran de resbaladizo hielo. Y entonces es probable que alguno de los que allí van reconozca que, finalmente, el pobre elefante no pasa de ser un cómplice inocente en este grotesco episodio de la historia contable de la iglesia y que el cornaca no es más que un producto insignificante de los corrompidos tiempos que nos tocaron vivir. Adiós mundo, que cada vez vas a peor.

A pesar del deseo formulado por el archiduque, no fue posible vencer en una sola etapa la distancia entre padua y trento. Es cierto que solimán se esforzó todo lo que pudo, tanto cuanto pudo forzarlo el cornaca, que parecía querer vengarse del fiasco de su bien iniciado y mal terminado negocio, pero los elefantes, incluso cuando son de esos que alcanzan las cuatro toneladas de peso, tienen también, físicamente, sus límites. Razón tenía el intendente cuando lo clasificó como corredor de fondo. A bien decir, eso era lo mejor. En lugar de llegar en la penumbra de la tarde, casi de noche, entraron en trento al mediodía, con gente en las calles y los consecuentes aplausos. El cielo seguía cubierto por lo que parecían nubes pegadas, de horizonte a horizonte, pero no llovía. Los meteorólogos de la caravana, que por vocación eran casi todos los que en ella iban, fueron unánimes, Esto es nieve, decían, y de la buena. Llegado el cortejo a trento, les esperaba una sorpresa en la plaza de la catedral de san virgilio. En el centro geométrico de dicha plaza se levantaba, más o menos a la mitad del tamaño natural, la estatua de un elefante, o mejor dicho, una construcción de tablas con todo el aspecto de haber sido preparadas a toda prisa, la cual, sin excesivo cuidado de exactitud anatómica, aunque no le faltara una trompa arqueada ni unos dientes en que el marfil fue sustituido por una mano de pintura blanca, debía de estar representando a solimán, o sólo podría representarlo a él, dado que otro animal de la misma especie no era esperado por esos parajes, ni constaba que algún otro hubiese formado parte de la historia de trento, al menos en el pasado reciente. Cuando se topó con la elefantina figura, el archiduque tembló. Se estaban confirmando sus peores temores, la noticia del milagro había llegado hasta ahí y las autoridades religiosas del burgo, que ya bastante se aprovechaban, material y espiritualmente, de la celebración del concilio en el interior de sus muros, habían visto confirmada la santidad adyacente, por expresarlo de alguna manera, de trento en relación a padua y a la basílica de san antonio, de modo que decidieron manifestarla levantando frente a la catedral donde se reunían desde hacía años los cardenales, los obispos y los teólogos, un armazón sumario que representaba la milagrera criatura. Afinando mejor la vista, el archiduque notó que en el dorso del elefante había unas portezuelas grandes, una especie de trampillas que inmediatamente le hicieron recordar aquel famosísimo caballo de troya, aunque fuese más que evidente que en la barriga de la estatua no había espacio suficiente ni para una escuadrilla de infantes, a no ser que fueran liliputienses, y entonces sí que no podrían serlo, dado que la palabra todavía no existía. Para salir de dudas, el desasosegado archiduque ordenó al intendente que fuese a averiguar qué demonios estaba haciendo allí aquel mal ensamblado mostrenco que tanta perturbación le causaba. El intendente fue a por noticias y volvió con ellas. No había motivo para sustos. El elefante estaba allí para festejar el paso de maximiliano de austria por la ciudad de trento, y su otra finalidad, que realmente la tenía, era servir de soporte a los fuegos artificiales que al caer la noche irrumpirían desde la carcasa. Respiró aliviado el archiduque, en definitiva los hechos del elefante no merecieron en trento ninguna consideración especial, salvo quizá la de acabar reducido a cenizas, pues había fuertes probabilidades de que los rescoldos de los fuegos artificiales alcanzaran la madera, proporcionando a los asistentes un final que muchos años más tarde, infaliblemente, recibiría el calificativo de wagneriano. Así sucedió. Después de un vendaval de colores, en que el amarillo del sodio, el rojo del calcio, el verde del cobre, el azul del potasio, el blanco del magnesio, el dorado del hierro obraron prodigios, en que las estrellas, los surtidores, las vagarosas luces y las cascadas de luminarias salieron del interior del elefante como de una inagotable cornucopia, la fiesta acabó en una gran hoguera que no pocos trentinos aprovecharon para calentarse las manos, mientras solimán, abrigado bajo un alpende construido aposta, iba dando cuenta del segundo fardo de forraje. Poco a poco la hoguera se fue convirtiendo en ardientes brasas, pero el frío no permitió que durara mucho, las brasas se transformaron rápidamente en cenizas, aunque a estas alturas, acabado el espectáculo principal, ya el archiduque y la archiduquesa se habían retirado. La nieve comenzó a caer.