Hubo quien pronosticó que el viaje del elefante terminaría aquí, en este mar de rosas. O porque la rampa de acceso al combés, incapaz de soportar las cuatro toneladas de peso, se rompiese, o porque un balanceo más fuerte de las olas le hiciera perder el equilibrio y lo lanzara cabeza abajo hacia el abismo, la hora final habría llegado para el antiguo y feliz salomón, ahora tristemente bautizado con el bárbaro nombre de solimán. La mayor parte de los nobles personajes que fueron a rosas para despedirse del archiduque no habían visto en su vida a un elefante, ni en pintura. No saben que un animal de éstos, sobre todo si ha viajado por mar en cualquier altura de su vida, tiene lo que se suele llamar pie marinero. No se le pida que ayude a la maniobra, que suba a los mástiles para arriar las velas, que maneje el octante o el sextante, pero pónganlo ante el timón, firme sobre las gruesas estacas que le hacen de patas, y manden venir una tempestad de las recias. Verán como el elefante se enfrenta con los más furiosos vientos contrarios, navegando de bolina con la elegancia y la eficacia de un piloto de primera clase, como si ese arte estuviera contenido en los cuatro libros de los vedas que se aprendió de memoria en la más tierna infancia y nunca olvidó, incluso cuando los azares de la vida determinaron que tendría que ganarse el triste pan de cada día transportando troncos de árboles de un lado a otro o soportando la curiosidad necia de ciertos aficionados de espectáculos circenses de mal gusto. La gente está muy equivocada respecto a los elefantes. Suponen que ellos se divierten cuando son obligados a mantener el equilibrio sobre una pesada esfera metálica, en una reducida superficie curva en la que las patas apenas consiguen encontrar apoyo. Lo que nos salva es el buen carácter de los elefantes, especialmente el de los oriundos de la india. Piensan ellos que es necesario tener mucha paciencia para soportar a los seres humanos, incluso cuando los perseguimos y matamos para serrarles o arrancarles los dientes y quitarles el marfil. Entre los elefantes se recuerdan con frecuencia las famosas palabras pronunciadas por uno de sus profetas, esas que dicen, Perdónales, señor, porque ellos no saben lo que hacen. Ellos somos todos nosotros, y en particular los que han venido hasta aquí sólo por la casualidad de verlo morir y que en este momento inician el camino de regreso a valladolid, frustrados como aquel espectador que seguía a una compañía de circo a dondequiera que ésta fuera nada más que para estar presente el día en que el acróbata cayera fuera de la red. Ah, es verdad, un olvido que todavía estamos a tiempo de corregir. Además de su indiscutible competencia en el manejo de la rueda del timón, en tantos siglos de navegación nunca se ha encontrado nada mejor que un elefante para trabajar como cabestrante.
Instalado solimán en un espacio del combés delimitado por barrotes, cuya función, pese a la aparente robustez de la estructura, sería más simbólica que real, puesto que siempre dependería de los humores del animal, frecuentemente erráticos, fritz fue en busca de novedades. La primera, y la más obvia de todas, debería responder a la pregunta, A qué puerto va este barco, preguntó a un marinero de edad, con cara de buena persona, y de él recibió la más rápida, sintética y aclarador a de las respuestas, A génova, Y eso dónde es, preguntó el cornaca. Al hombre le parecía difícil de entender cómo era posible que alguien en este mundo ignorase dónde se encontraba génova, pero se contentó con apuntar hacia levante y decir, Por aquel lado, O sea, en italia, adelantó fritz, cuyos reducidos conocimientos geográficos le permitían, aún, correr ciertos riesgos. Sí, en italia, confirmó el marinero, y viena, dónde está, insistió fritz, Mucho más arriba, más allá de los alpes, Qué son los alpes, Los alpes son unas montañas grandes, enormes, muy trabajosas de atravesar, principalmente en invierno, no, nunca he estado allí, pero se lo he oído decir a viajeros que han andado por esos sitios, Si es así, el pobre salomón va a pasar un mal trago, vino de la india, que es tierra caliente, nunca ha conocido lo que son los grandes fríos, en eso somos iguales, él y yo, que también de allí vengo, Quién es ese salomón, preguntó el marinero, Salomón era el nombre que el elefante tenía antes de llamarse solimán, lo mismo me ha sucedido a mí, que habiendo sido subhro desde que llegué a este mundo, ahora soy fritz, Quién os cambió los nombres, Quien para eso tenía poder, su alteza el archiduque que va en este barco, Él es el dueño del elefante, volvió a preguntar el marinero, Sí, y yo soy el tratador, el cuidador, el cornaca, que es la palabra exacta, salomón y yo pasamos dos años en portugal, que no es el peor de los sitios para vivir, y ahora vamos camino de viena, que dicen que es el mejor, Por lo menos esa fama tiene, Ojalá que el provecho sea de idéntica calidad, y que den finalmente descanso al pobre salomón, que no ha nacido para tales andanzas, para viaje ya debería bastar con el que tuvimos que hacer entre goa y lisboa, salomón pertenecía al rey de portugal, don juan tercero, que se lo ha regalado al archiduque, a mí me tocó acompañarlo, primero en la navegación a portugal y ahora en esta caminata hacia viena, A eso se le llama ver mundo, dijo el marinero, No tanto como andar de puerto en puerto, respondió el cornaca, que no llegaría a terminar la frase porque se acercaba el archiduque llevando tras de sí al inevitable séquito, pero esta vez sin la archiduquesa, a quien, por lo visto, solimán ya no le caía simpático. Subhro se apartó del camino, suponiendo que así pasaría inadvertido, pero el archiduque lo vio, Fritz, acompáñame, voy a ver al elefante, dijo. El cornaca avanzó unos pasos adelante sin saber dónde debería ponerse, pero el archiduque le sacó de dudas, Vete delante y mira si todo está en orden, mandó. Fue una suerte porque, en ausencia del cornaca, solimán había decidido que las tablas del combés eran lo mejor que podía haber para depositar sus urgencias fisiológicas, y, como consecuencia, patinaba literalmente sobre una alfombra pastosa de excrementos y orina. Al lado, para satisfacer, sin tardanza, una sed repentina, se encontraba, todavía medio llena, la cuba de agua, además de algunos fardos de forraje, sólo algunos, ya que los restantes fueron colocados en las bodegas. Subhro reaccionó con rapidez. Pidió ayuda a unos marineros y, todos juntos, unos cinco o seis hombres, todos razonablemente forzudos, levantaron la cuba por un lado y derramaron el agua por el otro, en cascada, derecha al mar. El efecto fue casi instantáneo. Bajo el impulso de las aguas, y gracias también a sus cualidades disolventes, el apestoso caldo de excrementos fue lanzado por la borda, con excepción de lo que permaneció pegado a la parte inferior de las patas del elefante, que un segundo aclarado, menos abundante, se encargó de dejar en estado más o menos aceptable, demostrándose así una vez más no sólo que lo óptimo es enemigo de lo bueno, sino también que lo bueno, por mucho que se esfuerce, nunca llegará a los tobillos de lo óptimo. El archiduque ya puede aparecer. Sin embargo, mientras llega o no llega, tranquilicemos a los lectores, que tan preocupados andan por la falta de información sobre el carro de bueyes que, a lo largo de las ciento cuarenta leguas que separan valladolid de rosas, cargó con la cuba de agua y los fardos de forraje. Suelen decir los franceses, y ya en aquel tiempo comenzaban a decirlo, que pas de nouvelles, bonnes nouvelles, luego, los lectores que aligeren la preocupación en que han estado viviendo, el carro de bueyes sigue su camino, rumbo a valladolid, donde doncellas de todas las condiciones están engarzando collares de flores para adornar con ellos la cornamenta de los bovinos a la llegada, y no se les pregunte por qué razón particular lo hacen, a lo que parece una de ellas oyó decir no sabe ya a quién, que era una costumbre antigua, tal vez del tiempo de los griegos y romanos, esa de coronar a los bueyes de trabajo, y, teniendo en cuenta que caminar, entre ir y volver, doscientas y ochenta leguas no era insignificante labor, la idea fue recibida con entusiasmo por la comunidad de nobles y de plebeyos de valladolid, que ya están pensando en la realización de un gran festejo popular con torneos, fuegos artificiales, comida para los pobres y todo lo demás que todavía se le pueda ocurrir a la excitada imaginación de los habitantes. Con estas explicaciones, indispensables para la tranquilidad presente y futura de los lectores, fallamos a la llegada del archiduque hasta el elefante, en fin, no se perdió mucho, pues en el transcurso de este relato, entre lo descrito y lo no descrito, el mismo archiduque ya llegó muchas veces aquí y allí, sin sorpresas, pues las pragmáticas de la corte a tal lo obligan, o entonces no serían pragmáticas. Sabemos que el archiduque se interesó por la salud y por el bienestar de su elefante solimán y que fritz le dio las respuestas apropiadas, sobre todo esas que su alteza archiducal más quería oír, lo que muestra cuánto el antiguo y harapiento cornaca viene progresando en el aprendizaje de las delicadezas y mañas del perfecto cortesano, él, a quien la bisoña corte portuguesa, en este particular más inclinada a las beaterías de confesionario y sacristía que a las finuras de los salones mundanos, no le sirvió de guía, tanto más que al cornaca, confinado como siempre estuvo al poco limpio cercado de belén, nunca le habían sido realizadas propuestas para mejorar su educación. Observóse que el archiduque fruncía la nariz de vez en cuando y hacía uso continuo de un pañuelo perfumado, lo que, inevitablemente, tenía que sorprender los olfatos de hierro de la marinería, habituada a toda especie de pestilencias luego absolutamente insensibles al pebete que después del baldeo todavía quedaba por allí, flotando en la atmósfera, a pesar del viento. Cumplida la obligación de propietario preocupado con la seguridad de sus haberes, el archiduque se dio prisa en retirarse, llevando tras de sí, como siempre, la colorida cola de pavo real de los parásitos de la corte.
Concluido el estibado de la carga, que esta vez necesitó algunos cálculos más complejos que de costumbre a causa de la existencia de cuatro toneladas de elefante colocadas en un espacio reducido del combés, el barco estuvo listo para zarpar. Levada el ancla, izadas, además de un paño redondo, las velas triangulares, recuperadas hacía un siglo y medio de su remoto pasado mediterráneo por los marineros portugueses, a las que luego habría de dárseles el nombre de latinas, la nave se balanceó pesadamente en la ondulación y, tras el primer rechinar del velaje, puso proa a génova, en dirección de levante, tal como había anunciado el marinero. La travesía duró tres largos días, casi siempre con mar agitado, con vientos fuertes y una lluvia que descargaba en chaparrones furiosos sobre el dorso del elefante y las arpilleras con que los marineros en maniobra intentaban protegerse como podían. El archiduque, en el calor del camarote con la archiduquesa, no se dejó ver, todas las probabilidades apuntan a que estaba entrenándose para el tercer hijo. Cuando la lluvia cesó y la tormenta de viento perdió fuelle, los pasajeros, con pasos inseguros, pestañeando, comenzaron a emerger del interior del barco a la tibia luz del día, la mayor parte de ellos con la cara desfigurada por los mareos y con ojeras de meter miedo, sin que de nada les hubiera servido, en el caso de los coraceros del archiduque, por ejemplo, el aire de postiza marcialidad que intentaban recuperar de los remotos recuerdos de tierra firme, incluyendo, si a tanto fuera necesario recurrir, los de castelo rodrigo, pese a la vergonzosa derrota sufrida, sin que hubiese sido necesario disparar un tiro, ante los humildes jinetes portugueses, mal montados y mal pertrechados. Al amanecer del cuarto día, con el mar calmo y el cielo descubierto, el horizonte era la costa de liguria. La luz del faro de génova, al que los habitantes de la ciudad habían dado el cariñoso nombre de la linterna, iba empalideciendo a medida que despuntaba la claridad matinal, pero todavía era suficientemente brillante para guiar con seguridad cualquier embarcación que demandara puerto. Dos horas más tarde, habiendo recibido piloto, el barco penetraba en la bahía y se deslizaba lentamente, con casi todas las velas recogidas, en dirección a un espacio despejado del muelle donde, como era patente y manifiesto, carruajes y carrozas de diverso tipo y finalidades, casi todas enganchadas a mulas, se encontraban aguardando la caravana. Siendo las comunicaciones lo que eran, lentas, trabajosas y poco eficaces, es de presumir que, una vez más, las palomas mensajeras hubieran tenido parte activa en la compleja operación logística que hizo posible el recibimiento del barco en tiempo y hora, sin demora ni atrasos y sin que hubiera necesidad de que estuvieran unos a la espera de otros. Reconózcase, ahora, que un cierto tono irónico y displicente introducido en estas páginas cada vez que de austria y de sus naturales tuvimos que hablar fue no sólo agresivo, sino claramente injusto. No es que fuera ésa nuestra intención, pero ya sabemos que, en estas cosas de la escritura, no es infrecuente que una palabra tire de otra sólo por lo bien que suenan juntas, sacrificando así muchas veces el respeto por la liviandad, la ética por la estética, si caben en un discurso como éste tan solemnes conceptos, y para colmo sin provecho para nadie. Por esas cosas y por otras es por lo que, casi sin darnos cuenta, vamos haciendo tantos enemigos en la vida.
Los primeros en aparecer fueron los coraceros. Traían los caballos por las riendas para que no se escurrieran en la rampa de desembarque. Las monturas, normalmente objeto de los máximos mimos y atenciones, presentan un aire descuidado en que es evidente la falta de un cepillado a fondo que les coloque el pelo y haga brillar las crines. Tal como se nos muestran ahora, cualquiera diría que son la vergüenza de la caballería austriaca, juicio inadecuado de quien parece haber olvidado el larguísimo viaje de valladolid a rosas, a lo largo de setecientos kilómetros de marchas continuas, lluvia y viento desabridos, algún sol sudoroso por medio y, sobre todo, polvo, mucho polvo. No es de admirar que los caballos que acaban de desembarcar tengan ese aspecto de animales de segunda mano. A pesar de todo, obsérvese cómo, algo apartados del muelle, tras la cortina formada por los coches, carruajes y otras carretas, los soldados, bajo el mando directo del capitán ya nuestro conocido, se esforzaban en mejorar la apariencia de sus monturas, a fin de que la guardia de honor de su alteza, cuando llegue la hora de poner pie a tierra, tenga la dignidad que se espera en cualquier acto concerniente a la ilustre casa de los habsburgo. Como los archiduques serán los últimos en salir del barco, son grandes las probabilidades de que los caballos tengan tiempo de recuperar al menos una parcela de su habitual esplendor. En este momento están siendo descargados los equipajes, las decenas de cofres, arcas y baúles donde vienen el ropero y los mil y un objetos y adornos que constituyen el ajuar continuamente aumentado de la noble pareja. Ahora ya hay público, y qué numeroso es. Como un reguero de pólvora, había corrido la voz por la ciudad de que estaba desembarcando el archiduque de austria, y con él un elefante de la india, lo que tuvo como efecto inmediato que se acercaran al puerto decenas de hombres y mujeres, tan curiosos ellos como ellas, que en poco tiempo ya eran centenares y comenzaban a dificultar las maniobras de descarga y carga en curso. Al archiduque no lo veían, que aún no salió de sus aposentos, pero el elefante ahí estaba, de pie en el combés, enorme, casi negro, con esa gruesa trompa tan flexible como un chicote, con esas presas que eran como sables apuntados, que, en la imaginación de los curiosos, ignorantes del temperamento pacífico de solimán, habrían sido poderosas armas de guerra antes de llegar a transformarse, como inevitablemente sucederá, en los crucifijos y relicarios que han cubierto de marfil trabajado el orbe cristiano. El personaje que está gesticulando y dando órdenes en el muelle es el intendente del duque. A su mirada experimentada le basta un rápido vistazo para decidir qué carro o qué carroza deberá transportar este cofre, esta arca o aquel baúl. Es una brújula que por más que la hagan girar a un lado y a otro, por más que la tuerzan y retuerzan, siempre apuntará al norte. Nos arriesgamos diciéndole que está por estudiar la importancia de los intendentes, pero también la de los barrenderos de calles, para el regular funcionamiento de las naciones. Ahora está siendo descargado el forraje que viajó en la bodega junto a los lujos de los archiduques, y que a partir de aquí será transportado en carros cuya característica principal es la funcionalidad, es decir, capaces de dar acomodo al mayor número de fardos posible. La cuba va también, pero vacía, puesto que, como más adelante se verá, por los invernales caminos de las tierras itálicas del norte y de austria no va a faltar agua para llenarla cuantas veces sean necesarias. Ahora va a desembarcar el elefante solimán. El ruidoso ayuntamiento del gentío genovés vibra de impaciencia, de nerviosismo. Si estas mujeres y estos hombres fueran preguntados sobre qué personaje estaban, en este momento, más interesados en ver de cerca, si el archiduque, si el elefante, apostamos que el elefante ganaría por larga diferencia de votos. La ansiosa expectativa de la pequeña multitud se desahogó en un grito, el elefante acababa de hacer subir con ayuda de la trompa, sobre él, a un hombre que llevaba su saco de pertenencias. Era subhro o fritz, según se prefiera, el cuidador, el tratador, el cornaca, ese que tan humillado fue por el archiduque y que ahora, a la vista del pueblo de génova reunido en el muelle, disfrutará de un triunfo casi perfecto. Encaramado en la nuca del elefante, con el saco entre las piernas, vestido con la sucia indumentaria de trabajo, observa con soberbia de vencedor a la gente que lo mira con la boca abierta, señal absoluta de pasmo según se dice, pero que, en realidad, tal vez por ser absoluta, nunca pudo ser observada en la vida real. Cuando montaba a salomón, a subhro siempre le parecía que el mundo era pequeño, pero hoy, en el muelle del puerto de génova, objetivo de las miradas de cientos de personas literalmente embelesadas con el espectáculo que les estaba siendo ofrecido, tanto con su propia persona como con un animal en todos los aspectos tan desmedido que obedecía sus órdenes, fritz contemplaba la multitud con una especie de desdén, y, en un insólito instante de lucidez y relativización, pensó que, bien vistas las cosas, un archiduque, un rey, un emperador no son más que cornacas montados sobre un elefante. Con un toque de bastón hizo avanzar a solimán hacia la rampa. La parte de la asistencia que se encontraba más cerca retrocedió asustada, más aún cuando el elefante, en medio de la rampa, no se sabe ni se sabrá por qué, decidió soltar un barrito que, mal comparado, sonó en los oídos de esa gente como las trompetas de jericó, e hizo romper filas a los más timoratos. Al pisar el puerto, sin embargo, tal vez por una ilusión óptica, el elefante súbitamente pareció que disminuía de altura y corpulencia. Seguía siendo necesario mirado de abajo arriba, pero ya no era necesario torcer tanto el cuello. Es lo que tiene el hábito, la fiera, aunque siguiera amedrentando por el tamaño, era como si hubiera perdido la aureola de octava maravilla del mundo sublunar con que comenzó presentándose a los genoveses, ahora es un animal llamado elefante y nada más. Todavía imbuido de su reciente descubrimiento sobre la naturaleza y los soportes del poder, a fritz no le cayó nada bien el cambio que acababa de producirse en la conciencia de la gente, y eso que le faltaba todavía el golpe de misericordia de la aparición de los archiduques en el combés acompañados por su séquito más privado, sobresaliendo esta vez la novedad de dos criaturas llevadas en brazos por dos mujeres que con toda certeza habrían sido, o quizá lo sigan siendo, sus amas de leche. Una de esas criaturas, una niña de dos años, creciendo, podemos anunciarlo ya, será la cuarta esposa de felipe segundo de españa y primero de portugal. Como siempre suele decirse, pequeñas causas, grandes efectos. Queda así satisfecho el interés de esos lectores que ya vienen extrañando la falta de información sobre la numerosa prole de los archiduques, dieciséis hijos, recordemos, que precisamente la pequeña ana inauguró. Pues bien, como íbamos diciendo, fue aparecer el archiduque y reventaron los aplausos y los vivas, que él agradeció con un gesto condescendiente de la mano derecha enguantada. No bajaron por la rampa que hasta ahora había dado servicio a la descarga, sino por una de al lado, limpia y refrescada, para evitar el mínimo contacto con las porquerías resultantes de los cascos de los caballos, de las patorras del elefante y de los pies descalzos de los cargadores. Deberíamos felicitar al archiduque por la competencia del intendente que tiene, quien ahora mismo acaba de subir al barco para inspeccionar los lugares, no vaya a haberse caído alguna pulsera de diamantes entre dos tablas mal ajustadas. Aquí afuera, la caballería de coraceros, dispuesta en dos filas apretadas para que cupieran todos los animales, veinticinco a cada lado, aguardaba el paso de su alteza. Por cierto, de no ser por el temor que tenemos de cometer un gravísimo anacronismo, nos apetecería imaginar que el archiduque recorrería la distancia hasta su coche bajo un baldaquín de cincuenta espadas desenvainadas, sin embargo, es más que probable que ese tipo de homenaje haya sido idea de alguno de los frívolos siglos posteriores. El archiduque y la archiduquesa ya entraron en el brillante y, adornado, aunque sólido, coche que los aguardaba. Ahora sólo hay que esperar que la caravana se organice, veinte coraceros delante, abriendo la marcha, treinta detrás, cerrándola, como fuerza de intervención rápida, para el caso poco probable, aunque no imposible, de un asalto de bandidos. Es cierto que no estamos en calabria o en sicilia, y sí en las civilizadas tierras de la liguria, a las que seguirán las de lombardía y el véneto, pero, como en el mejor paño cae la mancha, como tantas veces la sabiduría popular avisa, hace bien el archiduque en mantener su retaguardia protegida. Resta saber lo que le vendrá del alto cielo. En este tiempo, poco a poco, la transparente y luminosa mañana ha venido cubriéndose de nubes.