Reunida a primera hora de la mañana, la asamblea general de los cargadores decidió, sin votos en contra, que el regreso a lisboa se acometería por rutas menos duras y peligrosas que las de la venida, por caminos más afables y blandos de piso y sin temer las miradas amarillas de los lobos y los sinuosos rodeos con que poco a poco van acorralando los cerebros de sus víctimas. No es que los lobos no aparezcan en las regiones de las costas de mar, por el contrario aparecen, y mucho, y hacen grandes razias en los rebaños, pero es muy diferente caminar entre peñascos que sólo de mirados el corazón tiembla y pisar la arena fresca de las playas de pescadores, gente buena siempre capaz de abrir la mano y dar media docena de sardinas como pago de una ayuda, incluso siendo ésta simbólica, en el arrastre del barco. Los cargadores ya tienen sus fardeles y ahora esperan que vengan subhro y el elefante para las despedidas. Alguien tuvo esa idea, seguramente el propio cornaca. Y no se sabe cómo se le habrá ocurrido, puesto que no hay nada escrito acerca del asunto. Una persona puede ser abrazada por un elefante, pero no hay manera alguna de imaginar el gesto contrario correspondiente. Y en cuanto a los apretones de manos, ésos serían simplemente imposibles, cinco insignificantes dedos humanos jamás podrán abarcar una patorra gruesa como un tronco de árbol. Subhro los manda formar en doble línea, quince delante quince detrás, dejando la distancia de una vara entre cada dos hombres, lo que indicaba como probable que el elefante lo que iba a hacer era desfilar ante ellos como si estuviera pasando revista a la tropa. Subhro tomó otra vez la palabra para decir que cada hombre, cuando salomón parase delante, debería extender la mano derecha con la palma hacia arriba y esperar la despedida. Y no tengáis miedo, salomón está triste, pero no está enfadado, se había habituado a vosotros y ahora sabe que os vais, Y cómo puede saber eso, Es una de esas cosas que no merece la pena preguntar, si lo interrogáramos directamente, lo más seguro sería que ni nos respondiera, Porque no lo sabe o porque no quiere, Creo que en la cabeza de salomón el no querer y el no saber se confunden en una gran interrogación sobre el mundo en que lo pusieron a vivir, es más, pienso que en esa interrogación nos encontramos todos, nosotros y los elefantes. Inmediatamente, subhro pensó que acababa de proferir una frase estúpida, de esas que podrían ocupar un lugar de honor en la lista de los vanílocuos, Afortunadamente nadie me ha entendido, murmuró mientras se apartaba para traer al elefante, una cosa buena que tiene la ignorancia es que nos defiende de los falsos saberes. Aquí fuera los hombres se impacientaban, no veían la hora de ponerse en camino, irían a lo largo de la orilla izquierda del río duero para mayor seguridad, hasta llegar a la ciudad de aporto, que tenía reputación de recibir bien a las personas y en donde algunos, así que se solucionara la cuestión del cobro del salario, que sólo en lisboa podría efectuarse, pensaban establecerse. En éstas estábamos, cada cual con sus pensamientos, cuando salomón apareció, moviendo pesadamente sus cuatro toneladas de carne y huesos y sus tres metros de altura. Algunos hombres menos osados sintieron un apretón en la boca del estómago sólo de imaginar que algo malo pudiera suceder en esta despedida, asunto, el de las despedidas entre especies animales diferentes, sobre el que, como dijimos, no existe bibliografía. Seguido por sus ayudantes, a quienes no les falta mucho para que se les acabe el dolce far niente en que han vivido desde que salieron de lisboa, subhro viene sentado en el ancho lomo de salomón, lo que sólo sirve para aumentar el desasosiego de los hombres alineados. La pregunta rondaba todas las cabezas, Cómo podrá ayudarnos si está tan alto. Las dos filas oscilaron una y otra vez, parecía que habían sido sacudidas por un viento fortísimo, pero los cargadores no se dispersaron. Tarea inútil, por otra parte, porque el elefante ya se aproximaba. Subhro hizo que se detuviera delante del hombre que se encontraba en el extremo derecho de la primera fila y dijo en voz clara, La mano tendida, la palma hacia arriba. El hombre hizo lo que le ordenaban, ahí estaba la mano, firme en apariencia. Entonces el elefante posó sobre la mano abierta el extremo de la trompa y el hombre respondió al gesto instintivamente, apretándola como si fuese la mano de una persona, al mismo tiempo que intentaba dominar la contracción que se le estaba formando en la garganta y que podría, si daba rienda suelta, terminar en lágrimas. Temblaba desde los pies a la cabeza, mientras subhro, desde arriba, lo miraba con simpatía. Con el hombre de al lado se repitió más o menos la mímica, pero hubo también un caso de rechazo mutuo, ni el hombre quiso extender el brazo, ni el elefante avanzó la trompa, una especie de antipatía fulminante, instintiva, que nadie sabría explicar, puesto que durante el viaje nada pasó entre los dos que pudiese anunciar semejante hostilidad. En compensación, hubo momentos de vivísima emoción, como el caso del hombre que se desató en un llanto convulsivo como si hubiese reencontrado a un ser querido del que hacía muchos años no tenía noticias. A éste lo trató el elefante con particular complacencia. Le pasó la trompa por los hombros y por la cabeza en caricias que casi parecían humanas, tal era la suavidad y la ternura que de ellas se desprendían con el más mínimo movimiento. Por primera vez en la historia de la humanidad, un animal se despidió, en sentido literal, de algunos seres humanos como si les debiese amistad y respeto, lo que los preceptos morales de nuestros códigos de comportamiento están lejos de confirmar, pero que tal vez se encuentren escritos con letras de oro en las leyes fundamentales de la especie elefantina. Una lectura comparativa de los documentos de ambas partes sería, con toda seguridad, bastante iluminadora y quizá nos ayudara a comprender la reacción negativa mutua que, muy a nuestro pesar, por amor a la verdad, tuvimos que describir más arriba. En el fondo, quién sabe, los hombres y los elefantes no lleguen a entenderse nunca. De todos modos, salomón acaba de soltar un barrito que habrá sido oído en una legua alrededor de figueira de castelo rodrigo, no una legua de las nuestras, sino de las otras, más antiguas y bastante más cortas. Los motivos y las intenciones del berrido estridente que le salió de los pulmones no son fácilmente descifrables por personas como nosotros, que de elefantes sabemos tan poco. Y si fuésemos a preguntarle a subhro qué piensa, en su calidad de perito, lo más seguro es que no quisiera comprometerse y nos diera una respuesta evasiva, de esas que cierran la puerta a cualquier otro intento. No obstante las incertidumbres, siempre presentes cuando se habla de idiomas diferentes, parece justificado admitir que al elefante salomón le haya gustado la ceremonia del adiós. Los cargadores ya estaban en marcha. La convivencia con los militares les había proporcionado, casi sin que se dieran cuenta de ello, ciertos hábitos de disciplina, como estos que se derivan de la orden de formar, por ejemplo, elegir entre organizar una columna de dos o de tres de fondo, puesto que no es lo mismo que se dispongan treinta hombres de una manera o de otra, en el primer caso la columna tendría quince filas, una exageración en superficie fácilmente rompible con la más pequeña conmoción personal o colectiva, mientras que en el segundo caso las filas se reducirían a un sólido bloque de diez, al que sólo le faltarían los escudos para parecer la tortuga romana. De cualquier manera, la diferencia es sobre todo psicológica. Pensemos que estos hombres tienen por delante una larga marcha y que lo natural es que, durante ella, vayan charlando para entretener el tiempo. Ahora bien, dos hombres que tengan que caminar juntos durante dos o tres horas seguidas, incluso suponiendo que sea grande el deseo de comunicación, acabarán fatalmente, más pronto o más tarde, cayendo en silencios incómodos, quién sabe si odiándose. Alguno de esos hombres podría no ser capaz de resistir la tentación de empujar al otro desde lo alto de un ribazo. Razón tienen, por tanto, las personas que dicen que tres fue la cuenta que dios hizo, la cuenta de la paz, la cuenta de la concordia. Siendo tres, por lo menos, uno cualquiera podrá estar callado durante algunos minutos sin que se note demasiado. Lo malo es que uno de ellos, que haya estado pensando en eliminar al otro para quedarse con su fardel, por ejemplo, invite al tercero a colaborar en la reprensible acción, y éste le responda, pesaroso, No puedo, ya estoy comprometido en ayudar para matarte a ti.
Se oyó el trote presuroso de un caballo. Era el comandante que venía a despedir a los cargadores y desearles buen viaje, atención que no es de esperar de un oficial del ejército por reconocidamente bueno que sea su fondo moral, pero que no sería vista con buenos ojos por los superiores, acérrimos defensores de un precepto tan antiguo como la catedral de braga, ese que determina que tiene que haber un lugar para cada cosa, de modo que cada cosa tenga su lugar y de ahí no salga. Como principio básico de una eficaz organización doméstica nada más loable, lo malo es cuando se pretende distribuir a las personas por clases de la misma manera. Lo que parece más que evidente es que los cargadores, en el caso de que se lleguen a concretar las conspiraciones de asesinato que germinan en algunas de esas cabezas, no merecen estas delicadezas. Dejémoslos por tanto entregados a su suerte y veamos qué quiere el hombre que se aproxima a toda prisa, pese a la edad, ya no muy ayudado por las piernas. Las jadeantes palabras que dijo cuando estuvo al alcance de la voz fueron éstas, El señor alcaide manda avisar a vuestra señoría de que la paloma ya ha llegado. O sea, era verdad, las palomas mensajeras regresan a casa. La residencia del alcaide no estaba lejos de allí, pero el comandante espoleó al caballo a una velocidad tal que era como si pretendiera entrar en valladolid antes de la hora del almuerzo. Menos de cinco minutos después se apeaba ante la puerta de la mansión, subía la escalera corriendo y al primer sirviente que encontró le pidió que le condujera ante el alcaide. No fue necesario buscarlo porque éste ya venía por ahí, trayendo en la cara un aire de satisfacción como se supone que sólo podrán tener los amantes de la colombofilia ante los triunfos de sus pupilos. Ya ha llegado, ya ha llegado, venga conmigo, decía con entusiasmo. Salieron a una amplia terraza cubierta donde una enorme jaula de caña ocupaba buena parte de la pared a la que estaba fijada. Ahí está la heroína, dijo el alcaide. La paloma todavía tenía el mensaje atado a la pata, situación que el propietario creyó conveniente aclarar, En general, retiro el mensaje en cuanto la paloma se posa y lo hago porque no quiero que comience a considerar el esfuerzo como mal empleado, pero en este caso he preferido esperar su llegada para darle a usted una satisfacción completa, No sé cómo agradecerlo, señor alcaide, crea que éste es para mí un día grande, No lo dudo, comandante, no todo en la vida son alabardas, alabardas, arcabuces, arcabuces. El alcaide abrió la puerta de la jaula, introdujo el brazo y atrapó a la paloma, que no se resistió ni intentó escapar, al contrario, era como si estuviera extrañada de que no le hubieran prestado atención antes. Con movimientos rápidos pero cuidadosos el alcaide deshizo los nudos, desenrolló el mensaje, una estrecha tira de papel que debería haber sido cortada así para no entorpecer los movimientos del ave. Con frases breves, el espía informaba que los soldados eran coraceros, unos cuarenta, todos austriacos, como austriaco era también el capitán que los comandaba, y que no los acompañaba ningún personal civil o no se notaba. Ligeros de equipaje, comentó el comandante de los caballeros lusíadas, Así parece, dijo el alcaide, Y armas, De armas no habla, imagino que no habrá considerado conveniente incluir información de ese tipo, en compensación dice que, por el andar que traen, deberán llegar a la frontera mañana, sobre las doce del mediodía, Vienen pronto, Tal vez debiésemos invitarlos a almorzar, Cuarenta austriacos, señor alcaide, ni pensado, por muy ligeros de equipaje que se presenten, comida suya traerán, o dinero para pagarla, además, lo más seguro es que no les guste lo que nosotros comemos, sin hablar de que alimentar a cuarenta bocas no es cosa que se haga con un chasquido de dedos, por nuestra parte ya comenzamos a estar cortos de víveres, mi parecer, señor alcaide, es que cada uno se ocupe de sí mismo, mientras dios se ocupa de todos, Sea como sea, se mantiene la cena de mañana, Conmigo puede contar, pero, o me equivoco mucho, o está pensando en invitar también al capitán de los austriacos, Loable perspicacia, Y por qué esa invitación, si no abuso demasiado de su confianza preguntándole, Será un gesto de apaciguamiento político, Realmente espera que sea necesario semejante gesto de apaciguamiento, quiso saber el comandante, La experiencia ya me ha enseñado que de dos destacamentos militares colocados frente a frente en una frontera todo se puede esperar, Haré lo que pueda para evitar lo peor, no quiero perder a ninguno de mis hombres, pero si tengo que usar la fuerza, no lo dudaré ni un instante, y ahora, señor alcaide, deme licencia para retirarme, mi personal va a tener mucho que hacer, comenzando por limpiar los uniformes lo mejor posible, con sol y con lluvia hemos pasado casi dos semanas con ellos puestos, con ellos dormimos, con ellos nos levantamos, más que un destacamento militar parecemos una avanzadilla de mendigos, Muy bien, señor comandante, mañana, cuando los austriacos lleguen, estaré con usted, como es mi obligación, De acuerdo, señor alcaide, si necesita de mí hasta entonces, ya sabe dónde puede encontrarme.
De vuelta al castillo, el comandante mandó reunir la tropa. La arenga no fue larga, pero quedó dicho todo lo que convenía saberse. En primer lugar, fuese cual fuese el pretexto, no sería permitida la entrada de los austriacos en el castillo aunque para eso hubiera que recurrir a las armas. Eso sería la guerra, continuó, y espero que no tengamos que llegar a tal extremo, pero con mayor facilidad lograremos lo que pretendemos cuanto más deprisa seamos capaces de convencer a los austriacos de que estamos hablando en serio. Esperaremos su llegada extramuros, y de ahí no nos moveremos aunque muestren intención de entrar. Como comandante, yo me encargaré de los parlatorios, de vosotros, en esos primeros momentos, sólo deseo que cada rostro sea como un libro abierto en una página donde se encuentran escritas estas palabras, Aquí no entran. Si lo conseguimos, y, cueste lo que cueste, tenemos que conseguirlo, los austriacos serán obligados a pernoctar fuera de los muros, lo que los colocará, desde el principio, en una posición de inferioridad. Es posible que no todo pase con la facilidad que mis palabras parecen estar prometiendo, pero os garantizo que haré todo para que los austriacos oigan de mi boca una respuesta que no dejará en mal lugar al arma de caballería a la que dedicamos nuestras vidas. Incluso no habiendo choque, aunque no llegue a dispararse un tiro, la victoria tendrá que ser nuestra, como nuestra también tendrá que ser si nos obligan a hacer uso de las armas. Estos austriacos, en principio, vienen a figueira de castelo rodrigo únicamente para darnos las bienvenidas y acompañarnos hasta valladolid, pero tenemos razones para sospechar que su propósito es llevarse ellos a salomón y dejarnos aquí con cara de tontos. Pero estoy tan seguro de mí, como de que les va a salir el tiro por la culata. Mañana, antes de las diez, quiero dos atalayas en las torres más altas del castillo, no vaya a suceder que hayan puesto en circulación que llegan a mediodía y nos sorprendan dando de beber a los caballos. Con austriacos nunca se sabe, remató el comandante, sin detenerse a pensar que, en materia de austriacos, éstos eran los primeros y probablemente los únicos de su vida.