No es verdad que el cielo sea indiferente ante nuestras preocupaciones y deseos. El cielo está constantemente enviándonos señales, avisos, y si no atendemos los buenos consejos es porque la experiencia de un lado y de otro, es decir, la suya y la nuestra, ha demostrado ya que no merece la pena esforzar la memoria, que todos la tenemos más o menos débil. Señales y avisos son fáciles de interpretar si estamos con los ojos abiertos, como es el caso del comandante cuando sobre la caravana, a cierta altura del camino, cayó un rápido aunque abundante aguacero. Para los hombres de carga, empeñados en el penoso trabajo de empujar el carro de bueyes, esa lluvia fue una bendición, un acto de caridad por el sufrimiento al que viven sujetas las clases bajas. El elefante salomón y su cornaca subhro disfrutaron del súbito refresco, lo que no le impidió al guía pensar en lo bien que le vendría en el futuro un paraguas para situaciones como ésta, principalmente en el camino a viena, sentado en alto y protegido del agua que cayese de las nubes. Quienes no apreciaron nada el líquido meteoro fueron los soldados de caballería, habitualmente presumidos con sus uniformes coloridos, ahora manchados y calados, como si estuvieran regresando vencidos de una batalla. En cuanto al comandante, ése, con su ya probada agilidad de espíritu, comprendió inmediatamente que ahí tenía un problema muy serio. Una vez más se demostraba que la estrategia para esta misión había sido diseñada por personal incompetente, incapaz de prever los acontecimientos más corrientes, como este de una lluvia en agosto, cuando la sabiduría popular ya viene avisando desde la noche de los tiempos que el invierno, precisamente, es en agosto cuando comienza. A no ser que el aguacero haya sido una cosa ocasional y que el buen tiempo regrese para quedarse, se han acabado las noches dormidas al aire libre bajo la luna o el arco estrellado del camino de santiago. Y no sólo eso. Teniendo que pernoctar en lugares habitados, era necesario que en ellos hubiese un espacio cubierto para abrigar a los caballos y al elefante, a los cuatro bueyes, ya unas buenas decenas de hombres, y eso, como se puede suponer, era algo costoso de encontrar en el portugal del siglo dieciséis, donde todavía no se había aprendido a construir naves industriales ni hospederías de turismo. Y si la lluvia nos sorprende en el camino, no un aguacero como éste, sino una lluvia continua, de esas que no paran durante horas y horas, se preguntó el comandante, y concluyó, No tendremos otro remedio que soportarla sobre nuestras espaldas. Levantó la cabeza, escrutó el espacio y dijo, Por ahora parece que ha escampado, ojalá haya sido sólo una amenaza. Desgraciadamente no había sido sólo una amenaza. Dos veces, antes de llegar a un puerto de salvación, si tal se podía llamar a las dos decenas de casuchas apartadas unas de otras, con una iglesia descabezada, o sea, sólo con media torre, sin nave industrial a la vista, todavía les cayeron encima dos chaparrones, que el comandante, ya perito en este sistema de comunicaciones, interpretó enseguida como dos nuevos avisos del cielo, bastante impaciente al ver que las medidas preventivas necesarias no estaban siendo tomadas, esas que le ahorrarían a la empapada caravana gripes, resfriados, moqueras y las más que probables neumonías. He aquí la gran equivocación del cielo, como para él nada es imposible, piensa que los hombres, hechos, según se dice, a la imagen y semejanza de su poderoso inquilino, gozan del mismo privilegio. Querríamos ver qué se le ocurriría al cielo en la situación del comandante, yendo de casa en casa con la misma cantinela, Soy oficial de caballería en misión de servicio ordenada por su alteza el rey de portugal, la de acompañar a un elefante a la ciudad española de valladolid, y no ver sino caras desconfiadas, por otra parte más que justificadas dado que jamás se había oído hablar de la especie elefantina por aquellos parajes ni tenían la menor idea de qué era un elefante. Querríamos ver al cielo preguntando si había por allí un establo grande o, en su defecto, una nave industrial, donde se pudiesen recoger durante una noche los animales y las personas, lo que no sería del todo imposible, basta que recordemos la perentoria afirmación de aquel famoso jesús de galilea que, en sus mejores tiempos, presumió de ser capaz de destruir y reconstruir el templo entre la mañana y la noche de un único día. Se ignora si fue por falta de mano de obra o de cemento por lo que no lo hizo, o porque llegó a la sensata conclusión de que el trabajo no merecía la pena, considerando que si algo se iba a destruir para construirse otra vez, mejor era dejarlo todo como antes estaba. Proeza, ésa sí, fue el episodio de la multiplicación de los panes y de los peces, que si aquí traemos a colación es simplemente porque, por orden del comandante y esfuerzo de la intendencia de caballería, va a ser servida hoy comida caliente para cuantos humanos van en la caravana, lo que no es pequeño milagro si consideramos la falta de comodidad y la inestabilidad del tiempo. Afortunadamente no lloverá. Los hombres se quitaron las ropas más pesadas y las pusieron a secar en varas de tal manera que se aprovecharan del calor de las hogueras mientras tanto encendidas. Después sólo hubo que esperar a que el caldero de la comida llegase, notar la consoladora contracción del estómago al oler que su hambre va a ser finalmente satisfecha, sentirse un hombre como aquellos otros a quienes, en las horas adecuadas, como si de benéfica fatalidad del destino se tratase, alguien viene a servirles un plato de comida y una rebanada de pan. Este comandante no es como otros, piensa en sus hombres, incluyendo a los colaterales, como si fueran hijos suyos. Además de eso, se preocupa poco por las jerarquías, cuando menos en circunstancias como las presentes, tanto es así que no se ha ido a comer aparte, está aquí, ocupa un lugar alrededor de la lumbre, y, si hasta ahora ha participado poco en las conversaciones, era sólo para dejar que los hombres estuvieran cómodos. En este momento uno de caballería acaba de preguntar lo que viene rondando en la cabeza de todos, Y tú, cornaca, qué demonios vas a hacer tú con el elefante en viena, Probablemente lo mismo que en lisboa, nada importante, respondió subhro, le darán muchas palmas, saldrá mucha gente a la calle, y después se olvidarán de él, así es la ley de la vida, triunfo y olvido, No siempre, A los elefantes y a los hombres siempre, aunque de los hombres yo no deba hablar, no dejo de ser un hindú en tierra que no es suya, pero, por lo que sé, sólo un elefante ha escapado de esta ley, Qué elefante es ése, preguntó uno de los hombres de carga, Un elefante que estaba moribundo y al que le cortaron la cabeza después de muerto, Entonces acabó todo ahí, No, colocaron la cabeza en el cuello de un dios que se llamaba ganesh y que estaba muerto. Háblanos de ese tal ganesh, dijo el comandante, Comandante, la religión hinduista es muy complicada, sólo un hindú está capacitado para entenderla y ni siquiera todos lo consiguen, Creo recordar que me dijiste que eres cristiano, Y yo recuerdo haberle respondido, más o menos, mi comandante, más o menos, Qué quiere decir eso en realidad, eres o no eres cristiano, Me bautizaron en la india cuando era pequeño, y luego, Luego, nada, respondió el cornaca encogiéndose de hombros, Nunca has practicado, No he sido llamado, señor, deben de haberse olvidado de mí, No has perdido nada con eso, dijo la voz desconocida que no fue posible localizar, pero que, aunque esto no sea creíble, parecía que brotaba de las brasas de la hoguera. Se hizo un gran silencio sólo interrumpido por los estallidos de la leña al arder. Según tu religión, quién creó el universo, preguntó el comandante, Brahma, mi señor, Entonces ése es dios, Sí, pero no es el único, Explícate, Es que no es suficiente con crear el universo, es necesario también que haya quien lo conserve, y ésa es la tarea de otro dios, uno que se llama vishnú, Hay más dioses además de ésos, cornaca, Tenemos millares, pero el tercero en importancia es shiva, el destructor, Quieres decir que lo que vishnú conserva shiva lo destruye, No, mi comandante, con shiva, la muerte se entiende como principio generador de vida, Si lo entiendo bien, los tres forman parte de una trinidad, son una trinidad, como en el cristianismo, En el cristianismo son cuatro, mi comandante, con perdón del atrevimiento, Cuatro, exclamó el comandante, estupefacto, quién es el cuarto, La virgen, mi señor, La virgen está fuera de esto, lo que tenemos es el padre, el hijo y el espíritu santo, y la virgen, Si no te explicas, te corto la cabeza, como le hicieron al elefante, Nunca he oído que se le pidiera nada a dios, ni a jesús, ni al espíritu santo, pero la virgen no tiene manos para contar tantos ruegos, rezos y solicitaciones como le llegan a casa a todas las horas del día y de la noche, Cuidado que está por ahí la inquisición, por tu bien no te metas en terrenos pantanosos, Si llego a viena, no regreso más, No regresas a la india, preguntó el comandante, Ya no soy hindú, En cualquier caso veo que de tu hinduismo pareces saber mucho, Más o menos, mi comandante, más o menos, Por qué, Porque todo esto son palabras, y sólo palabras, fuera de las palabras no hay nada, Ganesh es una palabra, preguntó el comandante, Sí, una palabra que, como todas las demás, sólo con otras palabras puede ser explicada, pero, como las palabras que intentan explicar, lo consigan o no, tienen, a su vez, que ser explicadas, nuestro discurso avanzará sin rumbo, alternará, como por maldición, el error con la certeza, sin dejar ver lo que está bien de lo que está mal, Cuéntame quién fue ganesh, Ganesh es hijo de shiva y de parvati, también llamada durga o kali, la diosa de los cien brazos, Si en vez de brazos hubieran sido pies, podríamos llamarla ciempiés, dijo uno de los hombres riéndose con disimulo, como arrepentido del comentario nada más salirle de la boca. El cornaca no le prestó atención y prosiguió, Hay que decir, como le sucedió a vuestra virgen, que ganesh fue creado por su madre, parvati, sin intervención del marido, shiva, lo que se explica por el hecho de que, siendo eterno, no sentía ninguna necesidad de tener hijos. Un día, habiendo parvati decidido darse un baño, quiso el azar que no hubiera guarda allí para protegerla de quien quisiera entrar en la sala. Entonces ella creó un ídolo con la forma de un niño, hecho con la pasta que había preparado para lavarse, y que no debía de ser otra cosa que jabón. La diosa le infundió vida al muñeco, y éste fue el primer nacimiento de ganesh. Parvati ordenó a ganesh que no permitiera la entrada de nadie, y él siguió a rajatabla las órdenes de la madre. Pasado algún tiempo, shiva regresó de la selva y quiso entrar en casa, pero ganesh no lo permitió, lo que, como es natural, enfureció a shiva. Entonces se produjo el siguiente diálogo, Soy el esposo de parvati, luego su casa es mi casa, Aquí sólo entra quien mi madre quiera, y ella no me ha dicho que tú pudieras entrar. Shiva perdió la paciencia y se lanzó en feroz batalla contra ganesh, que terminó con el dios cortando con su tridente la cabeza del adversario. Cuando parvati salió y vio el cuerpo sin vida del hijo, sus gritos de dolor se transformaron en aullidos de furia, le ordenó a shiva que devolviese inmediatamente la vida a ganesh, pero, por desgracia, el golpe que le degolló fue tan poderoso que la cabeza salió disparada muy lejos y nunca más la encontraron. Entonces, como último recurso, shiva le pidió auxilio a brahma, quien le sugirió que sustituyese la cabeza de ganesh por la del primer ser vivo que encontrara en el camino, siempre que estuviera en dirección norte. Shiva mandó entonces a su ejército celestial para que tomara la cabeza de cualquier criatura con que se toparan durmiendo con la cabeza hacia el norte. Vieron un elefante moribundo que dormía de esta manera y, tras su muerte, le cortaron la cabeza. Regresaron donde estaban shiva y parvati y les entregaron la cabeza del elefante, que fue colocada en el cuerpo de ganesh, trayéndolo de nuevo a la vida. Y así fue como nació ganesh después de haber vivido y muerto. Historias de maricastaña, murmuró un soldado, Como la de aquel que, habiendo muerto, resucitó al tercer día, respondió subhro, Cuidado, cornaca, estás yendo demasiado lejos, le reprendió el comandante, Yo tampoco me creo el cuento del niño de jabón que llegó a convertirse en un dios con un cuerpo de hombre barrigudo y cabeza de elefante, pero me pidió que explicase quién era ganesh, y yo no he hecho más que obedecer, Sí, con consideraciones poco amables sobre jesucristo y la virgen que no han caído nada bien en el espíritu de las personas aquí presentes, Pido disculpas a quien se sienta ofendido, pero fue sin mala intención, respondió el cornaca. Se oyó un murmullo de apaciguamiento, la verdad es que a esos hombres, tanto soldados como paisanos, poco les importaban las disputas religiosas, lo que les inquietaba era que se tratasen asuntos tan retorcidos debajo de la propia cúpula celeste. Suele decirse que las paredes tienen oídos, imaginemos el tamaño que tendrán las orejas de las estrellas. Fuese como fuese, ya era hora de irse a la cama, aunque las sábanas y las mantas sean las ropas que vestían, lo importante era que no les lloviese encima, y eso lo había conseguido el comandante yendo de casa en casa solicitando que diesen abrigo, por esta noche, a dos o tres de sus hombres, Dormirán en cocinas, en establos, en pajares, pero esta vez con la barriga llena, lo que compensaría esos y otros inconvenientes. Con ellos se dispersaron unos cuantos habitantes de la aldea, casi todos hombres, que por allí anduvieron, atraídos por la novedad del elefante, al que, por miedo, no consiguieron aproximarse a menos de veinte pasos. Enrollando con la trompa una porción de forraje que bastaría para satisfacer el primer apetito de un escuadrón de vacas, salomón, a pesar de su corta vista, les lanzó una mirada severa, dando a entender claramente que no era un animal de concurso, y sí un trabajador honrado a quien ciertos infortunios, que sería demasiado prolijo relatar aquí, dejaron sin trabajo y, por decirlo así, entregado a la caridad pública. Al principio uno de los hombres de la aldea, por fanfarronería, todavía avanzó unos cuantos pasos más allá de la línea invisible que luego se convertiría en frontera cerrada, pero salomón le mandó una coz de aviso que, aunque no alcanzó el objetivo, dio lugar a un interesante debate entre ellos sobre familias o clanes de animales. Mulas, mulos, burros, burras, caballos, yeguas, son cuadrúpedos, que, como todo el mundo sabe, y algunos por dolorosa experiencia, dan coces, lo que se entiende bien, puesto que no disponen de otras armas, ya sean ofensivas ya sean defensivas, pero un elefante, con esa trompa y esos dientes, con esas patorras enormes que recuerdan martillos pilones, para colmo, como si fuese poco lo que ya tiene, es capaz de cocear. Sugiere la mansedumbre en figura cuando se le mira, sin embargo, en caso de que sea necesario, podrá convertirse en una fiera. Lo extraño es que, perteneciendo a la familia de los animales antes mencionados, es decir, a la familia de los que dan coces, no lleve herraduras. Al final, dijo uno de los campesinos, un elefante no tiene mucho para ver, se le da una vuelta y ya está. Los otros concordaron, Se le da una vuelta y está todo visto. Podrían haberse retirado a sus casas, a la comodidad de sus hogares, pero uno de ellos dijo que todavía se quedaba un poco por allí, que quería oír lo que se estaba comentando alrededor de la hoguera. Se quedaron todos. Al principio no comprendían de qué estaban tratando, no entendían los nombres, tenían acentos extraños, hasta que todo se les aclaró cuando llegaron a la conclusión de que se hablaba del elefante y que el elefante era dios. Ahora caminaban hacia sus casas, a la comodidad de sus hogares, llevando cada uno consigo dos o tres huéspedes entre militares y hombres de carga. Con el elefante se quedaron de guardia dos soldados de caballería, lo que reforzó la idea en ellos de que era urgente ir a hablar con el cura. Las puertas se cerraron y la aldea se recogió en medio de la oscuridad. Poco después algunas volvieron a abrirse sigilosamente y los cinco hombres que de ellas salieron se encaminaron hacia la plaza del pozo, punto de reunión que habían concertado. La idea que llevaban era hablar con el cura, que a esta hora ya estaría en la cama y probablemente durmiendo. El reverendo era conocido por su pésimo humor cuando lo despertaban a horas inconvenientes, que para él eran todas las que estuvieran en brazos de morfeo. Uno de los hombres todavía aventuró una alternativa, Y si viniésemos temprano, preguntó, pero otro, más determinado, o simplemente más propenso a la lógica de las previsiones, objetó, Si ellos salen al alba, nos arriesgamos a no encontrar a nadie, menuda cara de tontos se nos iba a quedar entonces. Estaban ante la puerta de la parroquia y parecía que ninguno de los nocturnos visitantes se iba a atrever a levantar la aldaba. Aldaba tenía también la puerta de la residencia, pero era demasiado pequeña para conseguir despertar al inquilino. Por fin, como un cañonazo en el silencio pétreo de la aldea, la aldaba de la parroquia dio señal de vida. Todavía tuvo que disparar dos veces más antes de que desde dentro se oyese la voz ronca e irritada del cura, Quién es. Obviamente, no era prudente ni cómodo hablar de dios en plena calle, teniendo por medio algunas paredes y un portón de madera gruesa. No pasaría mucho tiempo sin que los vecinos aguzaran el oído para escuchar las altas voces con las que estarían obligadas a comunicarse las partes dialogantes, transformando así una gravísima cuestión teológica en la fábula de la temporada. La puerta de la residencia se abrió por fin y la cabeza redonda del cura apareció, Qué queréis a esta hora de la noche. Los hombres dejaron el portón de la parroquia y avanzaron, de puntillas, hasta la otra puerta. Se está muriendo alguien, preguntó el cura. Todos dijeron que no señor. Entonces, insistió el siervo de dios, recomponiéndose mejor la manta que se había echado sobre los hombros, En la calle no podemos hablar, dijo un hombre. El cura refunfuñó, Pues si no podéis hablar en la calle, vais mañana a la iglesia, Tenemos que hablar ahora, señor cura, mañana puede ser tarde, el asunto que nos trae hasta aquí es muy serio, es un asunto de iglesia, De iglesia, repitió el cura, súbitamente inquieto, pensando que la podrida viga del techo se habría venido abajo, Sí, señor, de iglesia, Entonces entrad, entrad. Los empujó hasta la cocina, en cuya chimenea todavía quedaban rescoldos de leña quemada, encendió una vela, se sentó en un escaño y dijo, Hablen. Los hombres se miraron unos a otros, dudando acerca de quién debía ser el portavoz, pero estaba claro que sólo tenía realmente legitimidad aquel que dijo que iba a oír lo que se estaba comentando en el grupo donde se encontraban el comandante y el cornaca. No fue necesario votar, el hombre en cuestión ya había tomado la palabra, Señor cura, dios es un elefante. El cura suspiró de alivio, era preferible esto a que se le hubiera caído el tejado, además, la herética afirmación tenía fácil respuesta, Dios está en todas sus criaturas, dijo. Los hombres movieron la cabeza de modo afirmativo, pero el portavoz, mucho más consciente de sus derechos y sus responsabilidades, insistió, Pero ninguna de ellas es dios, Era lo que faltaba, respondió el cura, tendríamos ahí un mundo abarrotado de dioses, y no se entenderían entre ellos, cada uno llevando el ascua a su sardina, Señor cura, lo que nosotros oímos, con estos oídos que se ha de comer la tierra, es que el elefante que está ahí es dios, Quién ha proferido semejante barbaridad, preguntó el cura usando una palabra no habitual en la aldea, lo que era clara señal de enfado, El comandante de caballería y el hombre que viaja encima, Encima de qué, De dios, del animal. El cura respiró hondo, contuvo las ansias que le impelían a mayores extremos y preguntó, Estáis borrachos, No, señor cura, respondió el coro, es difícil estar borracho en los tiempos que corren, el vino está caro, Entonces, si no estáis borrachos, si a pesar de este cuento chino seguís siendo buenos cristianos, oídme bien. Los hombres se aproximaron para no perder ni una palabra, y el cura, después de limpiarse la carraspera que sentía en la garganta, y que, pensaba, era el resultado de haber salido bruscamente del calor de las sábanas al frío ambiente exterior, comenzó el sermón, Podría mandaros a casa con una penitencia, unos cuantos padrenuestros y unas cuantas avemarías, y no pensar más en el asunto, pero como todos me parecéis de buena fe, mañana por la mañana, antes de nacer el sol, iremos juntos, con vuestras familias, y también los demás vecinos de la aldea, a quienes tendréis que avisar, hasta el lugar donde se encuentra el elefante, no para excomulgarlo, puesto que, siendo un animal, ni ha recibido el santo sacramento del bautismo ni puede acogerse a los bienes espirituales concedidos por la iglesia, sino para limpiarlo de cualquier posesión diabólica que haya sido introducida por el maligno en su naturaleza de bruto, como les sucedió a los dos mil cerdos que se ahogaron en el mar de galilea, como seguramente recordaréis. Abrió espacio para una pausa, y luego preguntó, Entendido, Sí, señor, respondieron todos, excepto el portavoz que iba tomando cada vez más en serio su función, Señor cura, dijo, ese caso siempre me da vueltas en la cabeza, Por qué, No comprendo por qué tenían que morir esos cerdos, está bien que jesus hiciera el milagro de expulsar los espíritus inmundos del cuerpo del geraseno, pero consentir que entraran en unos pobres cerdos que nada tenían que ver con el caso, no me parece una buena manera de acabar el trabajo, sobre todo porque, siendo los demonios inmortales, ya que si no lo fueran dios habría acabado con la raza nada más nacer, lo que quiero decir es que antes de que los cerdos hubieran caído al agua ya los demonios se habrían escapado, en mi opinión jesús no lo pensó bien, Y tú quién eres para decir que jesús no lo pensó bien, Está escrito, padre, Pero tú no sabes leer, No sé leer, pero sé oír, Hay alguna biblia en tu casa, No, padre, sólo los evangelios, formaban parte de una biblia, pero alguien los arrancó, Y quién los lee, Mi hija mayor, es verdad que todavía no consigue leerlos de corrido, pero gracias a las veces que lee lo mismo, vamos entendiéndola cada vez mejor, En compensación, y es lo malo, con tales pensamientos y opiniones, si la inquisición viene por aquí serás el primero en ir a la hoguera, De algo tenemos que morir, padre, No me vengas con estupideces, déjate de evangelios y presta más atención a lo que yo digo en la iglesia, señalar el camino recto es mi misión y de nadie más, recuerda que quien se mete por atajos nunca sale de sobresaltos, Sí, padre, De ahora en adelante, ni una palabra, si alguien, quitando a los que estamos aquí, viene hablándome de estos asuntos, aquel de vosotros que se haya ido de la lengua sufrirá pena de excomunión mayor, aunque tenga que ir andando a roma para dar testimonio personalmente. El cura hizo una pausa dramática, y después preguntó con voz cavernosa, Lo habéis entendido, Sí, padre, lo hemos entendido, Mañana, antes de que el sol nazca, quiero a todo el mundo en el atrio de la iglesia, yo, vuestro pastor, iré delante, y juntos, con mi palabra y vuestra presencia, pelearemos por nuestra santa religión, recordad, el pueblo unido jamás será vencido.
El día amaneció nublado, pero nadie se había perdido, todo el mundo encontró, en medio de una niebla casi tan espesa como un puré de patatas, un camino para llegar a la iglesia, como antes encontraron el campamento los huéspedes a quienes los aldeanos habían dado abrigo. Estaban allí todos, desde la más tierna criatura de pecho en brazos de su madre hasta el anciano más viejo de la aldea todavía capaz de andar, gracias al auxilio del palo que funcionaba como su tercera pierna. Menos mal que no tenía tantas como el ciempiés, que cuando llega a viejo tiene necesidad de una gran cantidad de bastones, así el resultado final acaba en saldo favorable para la especie humana, que sólo necesita tres, salvo en casos más graves, en que los dichos bastones cambian de nombre y pasan a llamarse muletas. De éstos, gracias a la divina providencia que por todos vela, no había en la aldea. La columna caminaba a paso bastante firme, sacando fuerzas de flaqueza, dispuesta a escribir una nueva página de abnegado heroísmo en los anales de la aldea, las otras no tenían mucho que ofrecer a la lectura de los eruditos, solamente que nacimos, trabajamos y morimos. Casi todas las mujeres iban armadas con sus rosarios y murmuraban preces, probablemente para reforzar el ánimo del cura, que avanzaba delante, provisto del aspersorio y del recipiente del agua bendita. A causa de la niebla, los hombres de la caravana no se habían dispersado como sería lo lógico, esperaban en pequeños grupos el bocado de la mañana, incluidos los militares, que, más madrugadores, ya habían enjaezado los caballos. Cuando los vecinos comenzaron a salir del puré de patatas, el personal responsable del elefante se movió instintivamente a su encuentro, yendo a la vanguardia, por deber de oficio, los soldados de caballería. Cuando estuvieron al alcance de la voz, el cura se detuvo, levantó la mano en señal de paz, dio desde ahí los buenos días y preguntó, Dónde está el elefante, queremos verlo. El sargento consideró razonables tanto la pregunta como la petición y respondió, Detrás de esos árboles, pero para ver al elefante tendrán que hablar primero con el comandante del pelotón y con el cornaca, Quién es el cornaca, Es el hombre que va encima, Encima de qué, Encima del elefante, de qué iba a ser, Quiere decir que cornaca significa el que va encima, No sé lo que significa, sólo sé que va encima, la palabra parece que viene de la india. La conversación, de seguir así, amenazaba con eternizarse de no haberse dado la casualidad de que el comandante y el cornaca se aproximaban, atraídos por la curiosidad al vislumbrar, a través de la niebla que comenzaba a deshacerse poco a poco, lo que podían ser dos ejércitos enfrentados. Ahí viene el comandante, dijo el sargento, feliz al quedarse fuera de una conversación que ya le estaba poniendo nervioso. El comandante dijo, Buenos días a todos, y preguntó, En qué puedo servirles, Quisiéramos ver al elefante, La hora no es la mejor, intervino el cornaca, el elefante tiene mal despertar. A eso el cura respondió, Es que aparte de que lo veamos mis ovejas y yo, también querría bendecirlo para el viaje, traigo aquí el aspersorio y el agua bendita, Es una bonita idea, dijo el comandante, hasta ahora ningún sacerdote de los que hemos encontrado en el camino se ha ofrecido para bendecir a salomón, Quién es salomón, preguntó el cura, El elefante se llama salomón, respondió el cornaca, No me parece apropiado darle a un animal el nombre de una persona, los animales no son personas y las personas tampoco son animales, De eso no tengo tanta certeza, respondió el cornaca, que comenzaba a irritarse con el parlatorio, Es la diferencia entre quienes tienen estudios y quienes no los tienen, remató, con censurable altanería, el cura. Dicho esto, se dirigió al comandante preguntándole, Vuestra señoría da licencia para que cumpla mi obligación de sacerdote, Por mi parte sí, padre, aunque el elefante no está bajo mi poder, sino del cornaca. En vez de esperar a que el cura le dirigiese la palabra, subhro acudió en tono sospechosamente amable, Por ser quien es, señor padre, salomón es todo suyo. Pues bien, ha llegado el tiempo de avisar al lector de que hay aquí dos personajes que no están de buena fe. En primerísimo lugar, el cura, que al contrario de lo que afirma no trae agua bendita, sino agua del pozo, sacada directamente del cántaro de la cocina, sin ningún paso, real o simbólico, por lo empíreo, en segundo lugar, el cornaca, que espera que algo suceda y que está rezándole al dios ganesh para que suceda de verdad. No se acerque demasiado, previno el comandante, mire que tiene tres metros de altura y pesa unas cuatro toneladas, si no más, No puede ser tan peligroso como la bestia del leviatán, y a ése lo tiene subyugado de por vida la santa religión católica, apostólica y romana a que pertenezco, Yo lo he avisado, la responsabilidad es suya, dijo el comandante, que en su experiencia de militar había oído muchas bravatas y constatado el triste resultado de casi todas. El cura sumergió el aspersorio en el agua, dio tres pasos adelante, y salpicó con ella la cabeza del elefante al mismo tiempo que murmuraba unas palabras que por el aspecto podían ser latines, pero que nadie entendió, ni siquiera la reducidísima parte ilustrada de la asistencia, o sea, el comandante, que tenía algunos años de seminario, resultado de una crisis mística que acabaría curándose por sí misma. El reverendo seguía con su trabajo y, poco a poco, se iba aproximando a la otra extremidad del animal, movimiento que coincidió con la aceleración de las preces del cornaca al dios ganesh y con el súbito descubrimiento, por parte del comandante, de que las palabras y los gestos que el cura estaba haciendo pertenecían al manual del exorcismo, como si el pobre elefante pudiese estar poseído por algún demonio. Este hombre está loco, pensó el comandante, y en el instante mismo en que lo pensó, vio al cura derribado en el suelo, recipiente por un lado, aspersorio por otro, la falsa agua bendita derramada. Las ovejas avanzaron para ayudar a su pastor, pero los soldados se interpusieron para evitar atropellos y confusiones y, si bien lo pensaron, mejor lo hicieron, porque el cura, ayudado por los hércules locales, ya intentaba levantarse, manifiestamente dolorido en el muslo izquierdo pero, según todos los indicios, sin ningún hueso partido, lo que, teniendo en cuenta la avanzada edad y la flácida corpulencia del individuo, casi se podría considerar uno de los más acabados milagros de la santa patrona del lugar. Lo que realmente sucedió, y nunca llegaremos a saber la causa, misterio inexplicable para unir a tantos otros, fue que salomón, cuando estaba a menos de un palmo del objetivo de la tremenda coz que había comenzado a soltar, frenó y suavizó el impacto, de tal modo que los efectos no fuesen más allá de los que devendrían de un serio empujón, pero aposta y ni mucho menos con intención de matar. Faltándole, como a nosotros, esta importante información, el cura se limitaba a decir, aturdido, Ha sido un castigo del cielo, ha sido un castigo del cielo. A partir de hoy, cuando se hable de elefantes en su presencia, y han de ser muchas las veces, habiéndose visto lo sucedido aquí, en mañana brumosa, ante tantos testigos presenciales, siempre dirá que esos animales, aparentemente brutos, son tan inteligentes que, aparte de tener luces de latín, hasta son capaces de distinguir el agua bendita de la que no lo es. Cojeando, el cura se dejó llevar hasta una silla de brazos de ébano negro, de estilo abacial, una preciosa obra de ensamblaje que cuatro de sus más delicados fámulos fueron a buscar a la iglesia. Ya no estaremos aquí cuando se organice el regreso a la aldea. La discusión será brava, como es lógico esperar de seres poco dados a los ejercicios de la razón, hombres y mujeres que por un quítame esta paja llegan a las manos, incluso cuando, como es el caso, se trata de decidir sobre una obra tan pía como la de cargar a su pastor hasta casa y meterlo en la cama. El cura no será de gran ayuda para dirimir el pleito porque caerá en un sopor que preocupará a todo el mundo, menos a la bruja de la zona, Sosegaos, dijo, no hay señales de muerte próxima, ni para hoy ni para mañana, nada que no se pueda resolver con unas buenas friegas en las partes afectadas y unas tisanas para depurar la sangre y no dejarla corromperse, y, ya ahora, dejaos de zaragatas que siempre acaban con cabezas partidas, lo que hay que hacer es relevarse de cincuenta en cincuenta pasos, y todos amigos. Tenía razón la bruja.
La caravana de hombres, caballos, bueyes y elefante fue engullida definitivamente por la bruma, ni siquiera se distingue la mancha que forma el extenso bulto del conjunto. Vamos a tener que correr para alcanzada. Afortunadamente, considerando el poco tiempo que nos quedamos para asistir al debate de los hércules de la aldea, el personal no puede ir muy lejos. En situación de visibilidad normal o de bruma menos parecida con el puré que es ésta, bastaría seguir los surcos de las gruesas ruedas de los carros de bueyes y del de la intendencia en el suelo reblandecido, pero, ahora, ni siquiera con la nariz rozando la tierra se conseguiría descubrir que por aquí pasó gente. Y no sólo gente, también animales, como quedó dicho, algunos de cierto porte, como los bueyes y los caballos, y en particular el paquidermo conocido en la corte portuguesa como salomón, cuyos pies, sólo por sí mismos, habrían dejado en el suelo la marca de unas huellas enormes, casi circulares, como las de los dinosaurios de pies redondos, si alguna vez existieron. Ya que estamos hablando de animales, lo que parece imposible es que a nadie en lisboa se le ocurriera mandar dos o tres perros. Un perro es un seguro de vida, un rastreador de rumbos, una brújula con cuatro patas. Basta decirle, Busca, y en menos de cinco minutos lo tendríamos de regreso, moviendo el rabo y con los ojos brillando de felicidad. No sopla viento, sin embargo la niebla parece moverse en lentos torbellinos como si el propio bóreas en persona la estuviera soplando desde el más recóndito norte y desde los hielos eternos. Lo que no está bien, lo confesamos, es que, en situación tan delicada como ésta, alguien venga y se ponga a sacarle lustre a la prosa para añadirle algunos reflejos poéticos sin asomo de originalidad. A esta hora los compañeros de la caravana ya han notado la falta del ausente, dos se han declarado voluntarios para retroceder y salvar al desdichado náufrago, y eso sería muy de agradecer si no fuese por la fama de poltrón que le quedaría para el resto de su vida, Imagínense, diría la voz pública, el tipo allí sentado, esperando a que apareciese alguien a salvarlo, hay gente que no tiene ninguna vergüenza. Es verdad que estuvo sentado, pero ahora ya se ha puesto en pie y ha dado valientemente el primer paso, la pierna derecha primero, para exorcizar los maleficios del destino y de sus poderosos aliados, la suerte y la casualidad, la pierna izquierda de repente dubitativa, y no era caso para menos, pues el suelo ha dejado de verse, como si una nueva marea de niebla hubiese comenzado a subir. Al tercer paso ya no consigue ver ni siquiera sus propias manos extendidas hacia delante, como para proteger la nariz del choque contra una puerta inesperada. Fue entonces cuando se le presentó otra idea, la de que el camino tuviera curvas a un lado y a otro, y que el rumbo adoptado, una línea que no sólo quería ser recta, una línea que también quería mantenerse constante en esa dirección, acabara conduciéndolo a páramos donde la perdición de su ser, tanto la del alma como la del cuerpo, estaría asegurada, en el último caso con consecuencias inmediatas. Y todo esto, oh suerte malvada, sin un perro para enjugarle las lágrimas cuando el gran momento llegase. Todavía pensó en volver atrás, pedir cobijo en la aldea hasta que el banco de niebla se deshiciera por sí mismo, pero, perdido el sentido de la orientación, confundidos los puntos cardinales como si estuviese en un espacio exterior del que nada supiera, no encontró mejor respuesta que sentarse otra vez en el suelo y esperar que el destino, la casualidad, la suerte, cualquiera de ellos o todos juntos, trajeran a los abnegados voluntarios hasta el minúsculo palmo de tierra en que se encontraba, como una isla en el mar océano, sin comunicaciones. Con más propiedad, una aguja en un pajar. Al cabo de tres minutos, dormía. Extraño animal es este bicho hombre, tan capaz de tremendos insomnios por culpa de insignificancias como de dormir a pierna suelta en vísperas de la batalla. Así sucedió. Entró en el sueño, y es de creer que todavía hoy estaría durmiendo si salomón no hubiera soltado, de repente, en cualquier lugar de la niebla, un barrito atronador cuyos ecos podrían haber llegado hasta las distantes orillas del ganges. Aturdido por el brusco despertar, no consiguió distinguir en qué dirección podría estar el emisor sonoro que decidió salvado de un congelamiento fatal, o peor aún, de ser devorado, porque ésta es tierra de lobos, y un hombre solo y desarmado no tiene salvación ante una jauría o un simple ejemplar de la especie. La segunda llamada de salomón fue más potente aún que la primera, comenzó siendo una especie de gorgoteo sordo en los abismos de la garganta, como un redoble de tambores, al que inmediatamente le sucedió el clangor sincopado que forma el grito de este animal. El hombre ya va atravesando la bruma como un caballero disparando la carga, lanza en ristre, mientras mentalmente implora, Otra vez, salomón, por favor, otra vez. Y salomón le respondió, soltó un nuevo barrito, menos fuerte, como de simple confirmación, porque el náufrago que era ya dejaba de serlo, ya se va acercando, aquí está el carro de intendencia de la caballería, no se le pueden distinguir los pormenores porque las cosas y las personas son como borrones confusos, otra idea se nos ocurre ahora, bastante más incómoda, supongamos que esta niebla es de las que corroen las pieles, la de las personas, la de los caballos, la del propio elefante, pese a su grosor, que no hay tigre que le meta el diente, las nieblas no son todas iguales, un día se gritará Gas, y ay de aquel que no lleve en la cabeza una celada bien ajustada. A un soldado que pasa, llevando el caballo de las riendas, el náufrago le pregunta si los voluntarios ya han regresado de la misión de salvamento y rescate, y éste responde a la interpelación con una mirada de desconfianza, como si tuviera delante a un provocador, que haberlos los había en abundancia en el siglo dieciséis, basta consultar los archivos de la inquisición, diciendo secamente, Dónde has ido a buscar esas fantasías, aquí no ha habido ninguna petición de voluntarios, con una niebla así la única actitud sensata es la que adoptamos, mantenernos juntos hasta que se levante por sí misma, además, pedir voluntarios no es muy del estilo del comandante, en general se limita a apuntar tú, tú y tú, vosotros, adelante, marcha, el comandante dice que héroes, héroes, o vamos a serlo todos, o nadie. Para hacer más evidente las ganas de acabar la conversación, el soldado montó rápidamente sobre el caballo, dijo hasta luego y desapareció en la niebla. No iba satisfecho consigo mismo. Había dado explicaciones que nadie le pidió, realizado comentarios para los que no estaba autorizado. Sin embargo, le tranquilizaba el hecho de que el hombre, aunque no parecía tener el físico adecuado, debía de pertenecer, otra posibilidad no cabía, que se sepa, al grupo de los que fueron contratados para ayudar a tirar y empujar los carros de bueyes en los pasos difíciles, gente de pocas hablas y, en principio, escasísima imaginación. En principio, dígase así, porque al hombre perdido en la niebla imaginación no parece haberle faltado, vista la ligereza con que sacó de la nada, de lo no acontecido, los voluntarios que deberían haber acudido a salvarlo. Afortunadamente para su credibilidad pública, el elefante es otra cosa. Grande, enorme, barrigudo, con una voz capaz de asustar a los menos timoratos y una trompa como no la tiene ningún otro animal de la creación, el elefante nunca podría ser producto de una imaginación, por muy fértil y propensa al riesgo que fuese. El elefante, simplemente, o existía o no existía. Es por tanto hora de visitarlo, hora de agradecerle la energía con que usó la salvadora trompeta que dios le dio, si ese sitio fuera el valle de josafat habrían resucitado los muertos, pero siendo sólo lo que es, un pedazo bruto de tierra portuguesa ahogado por la niebla donde alguien, quién, estuvo a punto de morir de frío y de abandono, diremos, para no perder del todo la trabajosa comparación en que nos metimos, que hay resurrecciones muy bien administradas cuya ejecución es posible antes de que le sucedan al propio sujeto. Era como si el elefante hubiese pensado, Ese pobre diablo va a morir, voy a resucitarlo. Y aquí tenemos al pobre diablo deshaciéndose en agradecimientos, jurando gratitud para toda la vida, hasta que el cornaca se decidió a preguntarle, Qué es lo que el elefante ha hecho para que le estés tan agradecido, De no ser por él, yo habría muerto de frío o habría sido devorado por los lobos, Y cómo consiguió eso. Si no ha salido de aquí desde que se despertó, No ha necesitado salir de aquí, fue suficiente con que soplara su trompeta, yo estaba perdido en la niebla y fue su voz la que me salvó, Si alguien puede hablar de las obras y de los hechos de salomón, soy yo, que para eso soy su cornaca, por tanto no vengas con esas tretas de que has oído un barrito, Un barrito, no, los barritos que estas orejas que la tierra ha de comerse oyeron fueron tres. El cornaca pensó, Este fulano está loco de atar, se le fue la cabeza con la fiebre de la niebla, eso es lo más seguro, de casos semejantes se ha oído hablar. Después, en voz alta, Para no quedarnos aquí discutiendo barrito sí, barrito no, barrito quizá, pregúntales a esos hombres que vienen por ahí si han oído algo. A los hombres, tres bultos cuyos difusos contornos parecían oscilar y temblar a cada paso, daban inmediatas ganas de preguntarles, Adónde queréis ir con semejante tiempo. Sabemos que no era ésta la pregunta que el maníaco de los barritas les hacía en este momento, y sabemos la respuesta que le estaban dando. Lo que no sabemos es si alguna de estas cosas están relacionadas unas con otras, y cuáles, y cómo. Lo cierto es que el sol, como una inmensa escoba luminosa, rompió de repente la niebla y la empujó a lo lejos. El paisaje se hizo visible en aquello que siempre había sido, piedras, árboles, barrancos, montañas. Los tres hombres ya no están aquí. El cornaca abre la boca para hablar, pero vuelve a cerrarla. El maníaco de los barritos comenzó a perder consistencia y volumen, a encogerse, se volvió redondo, transparente como una pompa de jabón, si es que los pésimos jabones que se fabricaban en aquel tiempo eran capaces de formar esas maravillas cristalinas que alguien tuvo el genio de inventar, y de repente desapareció de la vista. Hizo plof y se esfumó. Hay onomatopeyas providenciales. Imagínense que tuviéramos que describir el proceso de evaporación del sujeto con todos los pormenores. Serían necesarias, por lo menos, diez páginas. Plof.