Luna llena, luz de agosto. Con la excepción de los dos centinelas que, sobre sus caballos, sin otro ruido que el crujir de las guarniciones, hacen la ronda del campamento, toda la caravana duerme. Gozan de un descanso más que merecido. Después de haber dado, durante la primera parte del día, la mala impresión de una banda de vagabundos y de perezosos, los hombres alistados para empujar el carro de los bueyes demostraron bríos y dieron una auténtica lección de profesionalidad. Es cierto que el terreno plano ayudaba mucho, pero se podía apostar, con la seguridad de ganar, que en la venerable historia de aquel carro de bueyes nunca hubo otra jornada así. En las tres horas y media que duró la caminata, y a pesar de algunos breves descansos, avanzaron más de diecisiete kilómetros. Éste fue el número finalmente apuntado por el comandante del pelotón después de un vivo intercambio de palabras con el cornaca subhro, que consideraba que no habían sido tantos y que no merecía la pena engañarse a uno mismo. El comandante pensaba que sí, que era estimulante para los hombres, Qué importancia tiene que hayamos andado sólo catorce, los tres que faltan los recorreremos mañana y al final verás que todo se acaba ajustando. El cornaca desistió de convencerlo, Era lo mejor que podía hacer, pensó, aunque sus cuentas falsas prevalezcan, eso no alterará la realidad de los kilómetros que realmente hayamos recorrido, no discutas con quien manda, subhro, aprende a vivir.
Se acababa de despertar, todavía con la impresión de haber tenido un dolor agudo en el vientre mientras dormía, que quizá no llegara a repetirse, aunque sentía el interior sospechosamente alborozado, unos borborigmos sordos en los intestinos, cuando, de repente, el dolor regresó como una puñalada. Se levantó como pudo, hizo señal al centinela más próximo de que iba ahí y ya volvía, y comenzó a subir hacia una hilera frondosa de árboles la pendiente suave en que acamparon, tan suave que era como si estuvieran tumbados en una cama con la parte de la cabecera ligeramente levantada. Llegó en el último segundo. Desviemos la vista mientras él se libra de la ropa, que, milagrosamente, todavía no ha ensuciado, y esperemos a que levante la cabeza para que vea lo que ya nosotros habíamos visto, esa aldea bañada por la maravillosa luz de luna de agosto que modelaba todos los relieves, suavizaba las propias sombras que había creado y al mismo tiempo hacía resplandecer las zonas que iluminaba. La voz que estábamos aguardando se manifestó por fin, Una aldea, una aldea. Probablemente por llegar cansados, a nadie se le ocurrió la idea de subir la pendiente para ver lo que había al otro lado. Es cierto que siempre es tiempo de ver una aldea, si no es una es otra, pero lo dudoso es que en la primera que encontremos haya a nuestra espera una potente yunta de bueyes, capaz de enderezar la torre de pisa con un solo tirón. Aliviado de las mayores, el cornaca se limpió lo mejor que pudo con las hierbas que crecían alrededor, mucha suerte tuvo de que no hubiera por allí ortigas, también llamadas moheñas, que ésas le hubieran hecho saltar como si sufriera el baile de san vito, tan fuertes serían las escoceduras y los picores que le atacarían la delicada mucosa inferior. Una nube densa tapó la luna, y la aldea de pronto se tornó negra, se sumergió como un sueño en la oscuridad circundante. No importaba, el sol rompería a su hora y mostraría el camino hasta el establo, dónde los bueyes, ahora rumiando, tendrían presentimientos de cambio de vida. Subhro atravesó la espesa línea de árboles y regresó a su lugar en la acampada común. Por el camino pensó que si el comandante estuviera despierto le daría, por hablar en términos planetarios, la mayor satisfacción del mundo. Y la gloria de haber descubierto la aldea sería mía, murmuró. Porque no valía la pena alimentar ilusiones. Durante el tiempo que todavía le faltaba a la noche para pasar, otros hombres podían tener necesidad de hacer de cuerpo y el único sitio donde podrían recogerse con discreción era entre aquellos árboles, pero, suponiendo que tal cosa no llegase a suceder, bastaba sólo con esperar a que amaneciera para asistir al desfile de cuantos tuvieran que obedecer a los imperativos de los intestinos y de la vejiga. Esto, en el fondo, es lo propio de los animales, no es de extrañar. Sin acabar de aceptar la situación, el cornaca decidió hacer un desvío por la parte donde el comandante dormía, quién sabe, las personas a veces tienen insomnios, se despiertan angustiadas porque en su sueño creyeron que estaban muertas, o entonces es una chinche, de las muchas que se esconden en los dobladillos de las mantas, que acude a chupar la sangre del durmiente. Quede ya registrada la información de que la chinche fue la inconsciente inventora de las transfusiones. Esperanza frustrada, el comandante dormía, y no sólo dormía, sino que roncaba. Un centinela se acercó para preguntarle al cornaca qué era lo que hacía allí, y subhro respondió que tenía un recado que darle al comandante, pero, puesto que estaba durmiendo, él también regresaría a su cama, A estas horas no se le dan recados a nadie, se espera a que amanezca, Es importante, respondió el cornaca, pero, como dice la filosofía del elefante, si no puede ser no puede ser, Si quieres darme el recado a mí, yo lo informo en cuanto él se despierte. El cornaca hizo cuentas de las probabilidades favorables y pensó que valía la pena apostar por esta única carta, la de que el comandante ya hubiera sido informado por el centinela de la existencia de la aldea cuando, con la primera luz de la mañana, se oyese el grito, Albricias, albricias, ahí hay una aldea. La dura experiencia de la vida nos ha demostrado que no es aconsejable confiar demasiado en la naturaleza humana, en general. A partir de ahora, quedamos sabiendo que, por lo menos para guardar secretos, tampoco nos debemos fiar del arma de caballería. Ocurrió que antes de que el cornaca hubiera regresado al sueño ya el otro centinela estaba al tanto de la noticia, y enseguida los soldados que dormían más cerca. La excitación fue enorme, uno de ellos llegó a proponer que se hiciera un reconocimiento a la aldea con el objetivo de obtener informaciones presenciales que robustecieran, por la autenticidad de la respectiva fuente, la estrategia que se adoptaría a la mañana siguiente. El temor de que el comandante despertara, se levantase del jergón y no viera a ninguno de los soldados, o, peor todavía, viera a unos y no a otros, les hizo desistir de la prometedora aventura. Las horas pasaron, una pálida claridad de oriente comenzó a diseñar la curva de la puerta por donde el sol tendría que entrar, al mismo tiempo que en el lado opuesto la luna se dejaba caer suavemente en los brazos de otra noche. Estábamos en esto, atrasando el momento de la revelación, dudando aún si no habría otro modo de encontrar una solución más dramática, o, lo que sería miel sobre hojuelas, con más potencia simbólica, cuando se oyó el fatal grito, Una aldea. Absortos en nuestras elucubraciones, no nos dimos cuenta de que un hombre se había levantado y subido la pendiente, pero ahora, sí, lo vemos aparecer entre los árboles, le oímos repetir el triunfal anuncio, aunque sin pedir albricias, como habíamos imaginado, Una aldea. Era el comandante. El destino, cuando le da por ahí, es capaz de escribir en líneas torcidas tan bien como dios, o mejor aún. Sentado en su manta, subhro pensó, Mejor así, lo otro hubiera sido peor, a él siempre podría decirle que se levantó de noche y que fue el primero en ver la aldea. Se arriesgaría a que el comandante le preguntara con sorna en la voz, como sabemos que preguntará, Y testigos, tienes, a lo que él sólo podrá responder metiendo, metafóricamente hablando, el rabo entre las piernas, Negativo, mi comandante, estaba solo, Lo habrás soñado, Y tanto que no lo soñé que le di información a uno de los soldados que estaban de guardia para cuando mi comandante despertara, Ningún soldado habló conmigo, Pero, mi comandante, puede hablar con él, yo le digo quién es. El comandante reaccionó mal a la propuesta, Si no te necesitara para conducir al elefante, te mandaba ya a lisboa, imagina la situación en que te ibas a colocar, sería tu palabra contra la mía, saca de ahí una conclusión, a no ser que quieras que te deporten a la india. Resuelta la cuestión de saber quién fue, oficialmente, el primero en descubrir la aldea, el comandante se disponía a dar la espalda al cornaca, cuando éste dijo, Lo principal no es eso, lo principal es saber si habrá ahí una yunta de bueyes capaz, No tardaremos en saberlo, tú preocúpate de tus asuntos, que yo me encargo del resto, Vuestra señoría no quiere que vaya a la aldea, preguntó subhro, No, no quiero, me basta con el sargento, para acabar de componer el grupo, y el boyero. Subhro pensó que, al menos por una vez, el comandante tenía razón. Si alguien, por derecho natural, tenía allí un papel, era el boyero. El comandante ya iba hacia allí, dando instrucciones a un lado y a otro, al sargento, al personal de intendencia, que era su intención poner a trabajar para abastecer de comida suficiente a los hombres de carga, que en nada de tiempo perderían las fuerzas de seguir alimentándose de higos secos y pan enmohecido, Quien diseñó la estrategia de este viaje se ha lucido, y bien, los mandamases de la corte deben de pensar que la gente puede vivir sólo del aire que respira, murmuró entre dientes. El campamento ya estaba levantado, se enrollaban mantas, se ordenaban herramientas, que las había en cantidad, la mayor parte probablemente nunca tendrían uso, salvo si el elefante se resbalara por un barranco y fuese necesario sacarlo con un cabestrante. La idea del comandante era ponerse en marcha cuando, con yunta de bueyes o sin yunta de bueyes, regresase de la aldea. El sol ya se había despegado de la línea del horizonte, era día claro, apenas unas pocas nubes flotaban en el cielo, ojalá no haga demasiado calor, se derriten los músculos, a veces parece que hasta el sudor se va a poner a hervir en la piel. El comandante llamó al boyero, le explicó a lo que iban y le recomendó que observase bien a los animales, si los hubiera, porque de ellos dependería la rapidez de la expedición y un pronto regreso a lisboa. El boyero dijo que sí señor dos veces aunque a él poco le importase, no vivía en lisboa, sino en una aldea no demasiado lejana llamada mem martins, o algo parecido. Como el boyero no sabía cabalgar, un caso flagrante, como se ve, de las consecuencias negativas de una excesiva especialización profesional, montó con dificultad en la grupa del caballo del sargento y así fue, rezando, con una voz que ni él mismo conseguía oír, un interminable padrenuestro, oración de su especial estima por aquello que se dice de perdonar nuestras deudas. Lo malo, que está en todo, y a veces hasta deja el rabo fuera para que no nos hagamos ilusiones acerca de la naturaleza del animal, viene en la frase siguiente, cuando se dice que es nuestra obligación de cristianos perdonar a nuestros deudores. El pie ya no entra en la zapatilla, o una cosa u otra, protestaba el boyero, si unos perdonan y otros no pagan lo que deben dónde está el beneficio del negocio, se preguntaba. Entraron en la primera calle de la aldea que encontraron, aunque fuese señal de espíritu delirante llamar a aquello calle, era un camino lo más parecido en su tiempo a una montaña rusa, y a la primera persona que encontraron el comandante le preguntó cómo se llamaba y dónde vivía el principal labrador del sitio. El hombre, un viejo labriego con la azada sobre los hombros, conocía las respuestas, El principal es el señor conde, pero no está aquí, El señor conde, repitió el comandante, ligeramente inquieto, Sí, sepa vuestra señoría que tres cuartas partes de estas tierras, o más, le pertenecen, Pero dijiste que él no está en casa, Hable vuestra señoría con el capataz, el capataz es quien gobierna el barco, Anduviste en el mar, Sepa vuestra señoría que sí, pero aquello, entre ahogados e infectados de escorbutos y otras miserias, era una tal mortandad que decidí volver a morir en la tierra, y dónde puedo encontrar al capataz, Si no está ya en el campo, lo encontrará en la finca del palacio, Hay un palacio, preguntó el comandante mirando alrededor, No es un palacio de esos altos y con torres, tiene sólo una planta baja y un piso, pero dicen que hay dentro más riqueza que en todos los palacios y palacetes de lisboa, Puedes guiarnos hasta allí, preguntó el comandante, Para eso me han traído aquí mis pasos, El conde es conde de qué. El viejo lo dijo y el comandante dio un silbido de admiración, Lo conozco, anunció, lo que no sabía era que tenía tierras por estos lugares, y dicen que no sólo aquí.
La aldea era una aldea como ya no se ven en los días de hoy, si fuera invierno sería como una pocilga por la que corren aguas sucias y chorrea fango por todas partes, ahora sugiere otra cosa, los restos petrificados de una civilización antigua, cubiertos de polvo, como más tarde o más temprano sucede con los museos al aire libre. Desembocaron en una plaza y allí estaba el palacio. El viejo tocó la campana de una puerta de servicio, al cabo de un minuto apareció alguien para abrir y el viejo entró. Las cosas no estaban pasando como el comandante había imaginado, pero tal vez fuese mejor así. Se estaba encargando el viejo del primer parlamento y después él se ocuparía del meollo del asunto. Pasados unos buenos quince minutos apareció en la puerta un hombre gordo, de grandes bigotes, que le pendían como los flecos del escobón de un barco. El comandante dirigió el caballo al encuentro y sobre el caballo, para que quedasen bien claras las diferencias sociales, dijo las primeras palabras, Eres el capataz del señor conde, Para servir a vuestra señoría. El comandante desmontó y, dando prueba de una astucia poco común, aprovechó lo que venía en la bandeja, En ese caso servirme a mí será lo mismo que servir al señor conde y a su alteza el rey, Vuestra señoría hará el favor de explicarme lo que desea, en todo lo que no vaya contra la salvación de mi alma y contra los intereses de mi amo que me comprometí a defender, soy su hombre, Por mí no serán ofendidos los intereses de tu amo ni se perderá tu alma, y ahora vamos al caso que hasta aquí me trae. Hizo una pausa, una señal rápida al boyero para que se aproximara, y comenzó, Soy oficial de caballería de su alteza, que me confió el encargo de llevar a valladolid, españa, un elefante para ser entregado al archiduque maximiliano de austria que está allí aposentado, en el palacio del emperador carlos quinto, su suegro. Al capataz se le salían los ojos de las órbitas, la boca abierta sobre la papada, efectos animadores que el comandante registró mentalmente. Y continuó, Traigo en la caravana un carro de bueyes que transporta los fardos de forraje del que el elefante se alimenta y la cuba de agua en que mata la sed, tira del carro una yunta de bueyes que hasta ahora ha hecho buen servicio, pero mucho me temo que no será suficiente cuando tenga que enfrentarse con las grandes laderas de las montañas. El capataz asintió con la cabeza, pero no profirió palabra. El comandante respiró hondo, soltó unas cuantas frases de adorno que había estado hilvanando en la cabeza y fue derecho al objetivo, Necesito otra yunta de bueyes para uncirla al carro y pienso que podré encontrarla aquí, El señor conde no está, sólo él puede. El comandante le cortó la frase, Parece que no oíste que estoy aquí en nombre del rey, no soy yo quien te está pidiendo prestada una yunta de bueyes durante unos días, sino su alteza el rey de portugal, Lo oí, mi señor, lo oí, pero mi amo, No está, ya lo sé, pero está su capataz que conoce sus deberes para con la patria, La patria, señor, Nunca la viste, preguntó el comandante lanzándose en un rapto lírico, ves aquellas nubes que no saben adónde van, ellas son la patria, ves el sol que unas veces está y otras no, él es la patria, ves aquella línea de árboles desde donde, con los pantalones bajados, vi la aldea esta madrugada, ella es la patria, por tanto no puedes negarte ni oponer dificultades a mi misión, Si vuestra señoría lo dice, Te doy mi palabra de oficial de caballería, y ahora basta de conversaciones, vamos al establo a ver los bueyes que ahí tienes. El capataz se mesó el bigote zarrioso como si estuviera consultándolo, y finalmente se decidió, la patria por encima de todo, pero, todavía temeroso de los efectos de su cesión, le preguntó al oficial si le dejaba una garantía, a lo que el comandante respondió, Te dejo un papel escrito con mi puño y letra en el que aseguraré que la yunta de bueyes será devuelta a la procedencia por mí mismo tan pronto el elefante quede entregado al archiduque de austria, no esperaréis más tiempo que el de ir de aquí a valladolid y de valladolid aquí, Vamos entonces al establo, donde están los bueyes de trabajo, dijo el capataz, Está aquí mi boyero, entrará contigo, yo entiendo más de caballos y de guerra, cuando la hay, dijo el comandante. En el establo había ocho bueyes. Tenemos otros cuatro más, dijo el capataz, pero están en el campo. A una señal del comandante, el boyero se aproximó a los animales, los examinó atentamente, uno por uno, hizo que se levantaran dos que estaban echados, los examinó también, y por fin declaró, Éste y éste, Buena elección, son los mejores, dijo el capataz. El comandante sintió una ola de orgullo subiéndole por el plexo solar a la garganta. Realmente, cada gesto suyo, cada paso que daba, cada decisión que tomaba, revelaban a un estratega de primerísima fila, merecedor de los más altos reconocimientos, una rápida promoción a coronel, para comenzar. El capataz, que había salido, regresaba con papel y pluma y allí mismo fue suscrito el compromiso. Cuando el capataz recibió el documento, las manos le temblaban de emoción, pero recuperó la serenidad al oír decir al boyero, Faltan los aperos, Están allí, señaló el capataz. No se han evitado en este relato consideraciones más o menos certeras sobre la naturaleza humana, y todas las fuimos fielmente consignando y comentando según la respectiva pertinencia y el humor del momento. Lo que no esperábamos, francamente, era que llegara un día que tuviéramos que registrar un pensamiento tan generoso, tan excelso, tan sublime, como el que pasó por la mente del comandante con el fulgor de un relámpago, o sea, que al escudo de armas del conde propietario de esos animales, en memoria de este suceso, deberían añadírsele dos yugos, o cangas, como también se les llama. Ojalá este voto se cumpla. Los bueyes ya estaban uncidos, el boyero los conducía fuera del establo, cuando el capataz preguntó, Y el elefante. Formulada de esta manera tan rústica y directa, la pregunta podía ser simplemente ignorada, pero el comandante pensó que le debía a este hombre un favor y por tanto fue un sentimiento cercano a la gratitud lo que le hizo decir, Está detrás de aquellos árboles, donde pasamos la noche, No he visto un elefante en mi vida, dijo el capataz con voz triste, como si de ver un elefante dependiese su felicidad y la de los suyos, Hombre, eso tiene buen remedio, vente con nosotros, Vaya vuestra señoría andando, que yo arreo la mula y ya lo alcanzo. El comandante salió a la plaza, donde le esperaba el sargento, y dijo, Ya tenemos bueyes, Sí, señor, pasaron por aquí, el boyero parecía que se hubiera tragado un palo, de tan presumido que iba llevándolos, Vamos, dijo el comandante montando, Sí, señor, dijo el sargento montando también. Alcanzaron la vanguardia en poco tiempo, y ahí se le presentó al comandante un serio dilema, o galopar hasta el campamento y anunciar la historia a las huestes reunidas, o seguir con la yunta y recibir los aplausos en presencia del premio vivo de su ingenio. Necesitó cien metros de intensa reflexión para encontrar la respuesta al problema, un recurso al que, anticipando cinco siglos, podríamos llamar tercera vía, es decir, mandar al sargento delante con la noticia a fin de que predispusiera los ánimos para la más entusiasta de las recepciones. Así se haría. No habían andado mucho cuando oyeron el tosco repiquetear de la mula, a la que nunca le pidieron un trote, y mucho menos un galope. El comandante paró por cortesía, lo mismo hizo el sargento sin saber por qué, sólo el boyero y los bueyes, como si perteneciesen a otro mundo y se regulasen por diferentes leyes, siguieron con el paso de siempre, es decir, al paso. El comandante dio orden de que el sargento se adelantase, pero no tardó en arrepentirse de haberlo hecho. Su impaciencia crecía minuto a minuto. Ha sido un craso error mandar al sargento por delante. A esta hora ya estará recibiendo los primeros aplausos, los más calurosos, esos que acogen de primera mano una buena noticia dada, y si algunos, o incluso muchos, llegaran a manifestarse después, siempre tendrán sabor a comida recalentada. Se equivocaba. Cuando el comandante llegó al campamento, habría que discutir si acompañado por o acompañando al boyero y a los bueyes, estaban los hombres formados en dos filas, los braceros a un lado, los militares a otro y en el centro el elefante con su cornaca sentado encima, todos aplaudiendo con entusiasmo, dando vítores de alegría, si esto de aquí fuese un barco de piratas sería el momento de decir, Doble de ron para todos. Eso no impide que más adelante, tal vez, surja la ocasión de mandar que se sirva un cuartillo de vino tinto a toda la compañía. Calmadas las expansiones, comenzó a organizarse la caravana. El boyero unció al carro los bueyes del conde, más fuertes y más frescos, y delante, para ir más descansados, los que venían de lisboa. El capataz quizá fuese de la opinión contraria, pero, sobre su mula, no hada más que santiguarse y volver a santiguarse, sin acabar de creerse lo que sus ojos le mostraban, Un elefante, eso que hay ahí es un elefante, murmuraba, no tiene menos de cuatro varas de altura, y la trompa, y los dientes, y las patas, qué gruesas son las patas. Cuando la caravana se puso en marcha, la siguió hasta el camino. Se despidió del comandante, a quien le deseó buen viaje y mejor regreso, y se quedó mirándola mientras se alejaba. Hacía grandes gestos de adiós. No todos los días aparece en nuestras vidas un elefante.