LA HISTORIA DEL ERROR ES SIMPLE
EN varias ocasiones me dije que el atardecer —como el alcohol— son fáciles y socorridos cómplices para seres sedientos de amor o de una larga, plácida, aunque dolorosa, autoconfesión. Para la recuperación, por ejemplo, de un vasto olvido.
Así son, eso son, en verdad, lo que la gente llama apariciones, fantasmas. Indudablemente, cuando olvidamos, cuando perdemos algún recuerdo, es como si nunca lo hubiéramos vivido; no han sucedido las cosas que ya no tienen cabida en la memoria. Por eso, si (fuera de toda lógica) se alza en medio del olvido un solitario y asombroso recuerdo, es como ver flotar el espectro de un ser ya desaparecido de la tierra.
Esta vieja y conocida pugna de complicidad y desafío, de placer y malestar; esta renovada autovaloración y autodesengaño, este amor, realidad indudable, física y bella, es, en esta noche, desprendida del atardecer como una cortina, una vez más, causa de estupor e incomprensión. No suelo engañarme en estas cosas. No puedo decir que me ha sorprendido el final de esta suave pendiente por la que empecé a deslizarme desde el momento en que abrí la última puerta (cerrada al extremo de la angosta, vacía y pintarrajeada estancia que Bear descerrajó tan gentilmente). ¿Cómo va a sorprenderme algo tan viejo y repetido? ¿Cómo puede engañarme —ni me ha engañado jamás— la constatación de algo tan visible, audible y reconocible como es el convencimiento anticipado, casi inmediato, de que una piel se pegará a mi piel, de que (más tarde, más pronto) esos labios besarán mis labios, ese cuerpo continuará mi cuerpo? Inútil será una relación de cuantas imágenes más o menos sinceras, más o menos mitificadas puedan desprenderse de ese misterioso, sencillo y cotidiano acontecer: una mujer y un hombre que, acaso por un solo instante, o una hora, o unos años, resultaran insustituibles por otra mujer o por otro hombre. Lo que no sabía (ni aún sé, quizás, en este momento en que vuelve la oscuridad, hermosa y cálida, que abriga nuestro abrazo), lo que no supe nunca, antes de ahora, es el porqué de un abrazo, de una piel contra mi piel. Creí que estas cosas no podían ni debían razonarse. Y, sin embargo, puedo razonarlas ahora, quietamente, en la oscuridad, con los ojos abiertos; mientras roza mi cuello el tacto áspero de su cabello, y siento en mi hombro la tibia humedad de su frente. Es algo parecido a la posesión de un grande, aunque desalentador, enigma. Una revelación larga e inútilmente perseguida. Las soluciones a los grandes enigmas, no son, por lo general, tan intrincadas, ni tan bellas, ni tan malévolas, como el misterio nos los hizo esperar. Pero ahora sé y siento, de un modo físico, en nuestros cuerpos abrazados (en este semisueño que abandona su cabeza en mi hombro, en sus ojos cerrados, en la respiración casi inaudible que levanta su pecho), adivino, oscilante sobre sus párpados cerrados y mis ojos abiertos, el peso de una dilatada, innumerable traición.
Siempre, durante años y años, la traición gravitó sobre todos mis actos. Ahora me ha rozado otra vez, la he sentido desprenderse de alguna invisible bóveda. Igual que se desprende la noche del cielo. Sobre mí y sobre él flotan errantes, ciegas, otras muchas pequeñas y grandes traiciones, otras infinitas e incesantes cobardías. Todos los días un niño vende a su mejor amigo. Todos los días un hombre vende a su hermano, o un hijo traiciona a su padre, o un padre escarnece la dignidad, la inocencia o el valor de un hijo. Todos queremos sobrevivir (aunque fuera mejor morir violentamente; aunque fuera mejor morir gratuitamente, y quedar en la memoria de las gentes como inverosímil leyenda, propia para esos oídos sin malicia que todo lo pueden creer, admirar, admitir como posible y bello: incluso la más desquiciada historia de amor, o generosidad).
Pero queremos sobrevivir, asirnos a nuestra noble y estólida condición de víctimas propiciatorias, de corderos expiatorios, de criaturas que, sin culpa de haber nacido, deben soportar el peso de años, decepciones y calamidades sin protesta. Queremos subsistir, víctimas lloronas, verdugos triunfantes, engendrando y pariendo hombres y mujeres; cubriendo la corteza del mundo de hombres–mujeres–víctimas–verdugos.
No ha cambiado nada en ella, entre el primer día que la conocí y su última carta; o la carta que puede escribirme dentro de un año. Beverly es de una autofidelidad envidiable. La supongo desesperada sin David, sin Bear, sin Franc. Pero seguirá escribiendo invariables, espaciadas y regulares misivas. Puedo recitar su próxima carta aún no recibida. Dirá: «Gracias por avisarme la nueva dirección. Tengo recuerdos muy agradables de esa ciudad. Ahora estoy pasando los últimos días de vacaciones en V. Regreso a M. el día 18 de este mes. ¡Qué días, aquí, con las convenciones! La de Chicago me chocó mucho… pero al mismo tiempo creo que la explicación de los dos puntos de vista sobre X. resultó provechosa. Creo que por primera vez nuestros estudiantes universitarios empiezan a participar en la política del país, con todos los extremos de actitudes. Dile a Bear esto. Dile a Bear que en F. hay expresión libre de ideas. Hasta ahora no hemos tenido “riots”. Ay, es posible os visite. Ay, España me sigue atrayendo. ¡Con atracción muy fuerte! De veras me encanta esa ciudad de las casas de Gaudí, y los museos preciosos. Espero volver. ¿Estudia Bear todavía? Siempre me interesa lo que es de Bear…». Así será su próxima carta, y otras cartas pasadas o venideras.
Beverly, eras exactamente igual que en esa carta del último septiembre, o del futuro otoño, aquel día en que te vi por vez primera. Tus palabras y el azul de tus límpidos ojos, rebosantes de cordura. Segura y puntual, como el envío de la «alimony». Beverly, tú y tus cartas, tu «alimony», sois un gran invento. Aunque entonces, en aquel tiempo, no lo supiera comprender.
Siempre sentí un inconcreto deseo de proteger a David de algo. Un extraño sentimiento, a decir verdad, impropio de mí. El primer día que vi al hijo de Beverly (llegado de una Universidad del Este) me sorprendió que, siendo hijo de ella, no fuese fuerte, seguro, decisivamente importante. Por eso, cuando apareció en nuestra casa aquel muchacho (creo que la primera vez era en las vacaciones del Thanksgiving Day) frágil y moreno, con la nariz rodeada de pecas, y sus asombrados y grandes ojos grises, me despertó una inexplicable piedad. Franc decía que apreciaba mucho a David. Franc siempre ha creído a pies juntillas lo que sus íntimos buenos deseos le dictan. Pero cosa muy diferente es que sus deseos coincidan con la realidad. Franc sentía por David lo mismo que por mí. Quiero decir: sabía tan poco de David como de mí. Nos imaginaba —supongo— buenos, hermosos, correctos e inteligentes. Y además éramos españoles (David entraba en el juego, puesto que, entre otras herencias menos sólidas, exhibía un apellido tan incuestionable como Díaz). «Español, como tú y yo». Así, pues, ¿quién podía dudar ni un solo minuto que David fuese un excelente muchacho?
La curiosa amistad de Beverly y Franc se mantenía —e imagino que sigue manteniéndose— en una indescifrable zona de citas, saludos, charlas sobre su trabajo o negocios, opiniones sobre la temperatura y despedidas (hasta la próxima cita, puntual y anticipada por teléfono; hasta el día siguiente, o la semana siguiente, o la quincena siguiente; o hasta el regreso de las vacaciones). Es posible que ambos hubieran deseado para sí, vacilante e inconscientemente, lo que estaban dispuestos a verificar, sin ninguna clase de dudas, en nosotros dos. No fue extraño, ni difícil, que David se quedara en E, y se matriculase conmigo, en la misma Universidad donde yo inicié mis cursos de literatura comparada (que aún hoy intento aplicar a algún aspecto de mi vida, sin acierto ostensible). No fue extraño que David congeniara conmigo. Entre otras razones, porque en aquellos días constituía el único ser viviente, menor de treinta años, con el que podía intercambiar un puñado de palabras inteligibles. «Será muy bueno para David practicar su español con Matia» —decía Beverly. Supongo que para mí también fue bueno el inglés de David.
Pero lo que no fue bueno es lo que sobrevino a esa amistad, a ese vago amor y temor que nos unió. ¿No fue bueno? Acaso no fue tan malo. Ahora, a esta distancia, ya no sé por qué razón no hubieron de ocurrir las cosas como ocurrieron. ¡Qué más da! De una forma o de otra, el camino se ha de recorrer. Cualquier forma, en definitiva, es buena, si no se muere uno en el camino. (Aunque, a veces, puede quedarse lisiado).
—Demasiado tarde —dijo David.
Ya era irremediablemente tarde, ya no podía desprenderse del presente devorador; sus pies estaban bien asentados sobre la tierra (aquel cuadro de tierra precisamente, y no otro); con sicómoros y maples y ardillas y seres entre la niebla, de cara ennegrecida con el hollín, con los zapatos en la mano. Y pensé, en la confusión: «Es porque los druidas…».
—No llores, madre —decía David—. No llores, es tarde para llorar.
Pero la mujer lloraba, y lo retenía entre los brazos, apegado a ella, apretándolo como si no pudiera ya desprenderse de él jamás. Sentí malestar (tal vez porque aquello no me emocionaba tan convenientemente como fuera de desear; como siempre creí que debían emocionar escenas como ésa. Así, al menos, me lo habían enseñado). «Si algún día tengo un hijo, no haré eso con él», pensé única y vagamente. Pero era absurdo dedicarse a pensar en esas cosas. No se podían hacer planes, ya.
Cierta malsana satisfacción se abría paso; y eso era quizá lo más limpio, lo más noble, lo más respirable de todo lo que estaba ocurriendo en las veinticuatro últimas horas: no se podían hacer, ya, proyectos. El caso es que vivía (desde hacía demasiados años) víctima de innumerables proyectos. Proyectos y proyectos, y planificaciones de futuro, surgían de aquí y allá, de todos los rincones posibles, como setas. Y he aquí que, de repente, todos se frustraban, se rompían y desaparecían contra algo tan imprevisto y brutal como una guerra.
—Eres un poco la bruja mala —dijo Franc, por la mañana—. Tú sales de la guerra y entras en la guerra. A ver si traes la buena suerte alguna vez.
El Halloween quedaba lejos, con sus monigotes carnales, disfrazados de elfos, barnizados de niebla, descalzos. Pero David y yo habíamos acabado de golpe con todos los proyectos, y él aparecía contento, satisfecho, aliviado. Porque, de pronto, se resolvieron sus dubitaciones; ya sabía lo que no tenía más remedio que hacer: la guerra.
Siempre pensé que Beverly no podría jamás sorprenderme de una forma demasiado evidente. Me equivocaba. Sólo el día en que la vi, abrazada desesperadamente a David, llamándole con voz gutural e ininteligible. El día en que David detuvo, al fin, todo el mundo de zozobras, dudas y elecciones, con su llamada a filas, sólo ese día, comprendí cuánta paciencia, cuánto tesón, cuánta esforzada y férrea voluntad antiimaginativa debe poseerse para ofrecer todas las mañanas de la vida un rostro fresco y rosado (aun rebasados los cincuenta años), un brillo perfectamente azul en los ojos, un matiz absolutamente indiferente en la voz. Comentar en el mismo tono el curso de las rosas, los tornados, los problemas raciales y la avería de la cañería. Beverly fue siempre, para mí, una lección viviente, inolvidable.
A partir de ese momento, innumerables parejas cuyos varones fueron llamados a filas decidieron casarse. David y yo nos casamos también, una fría mañana, sin ceremonia alguna.
Aquella espera, aquel enorme tiempo que me pareció desprovisto de todo sentido, llega ahora hasta mí sólo a retazos. Como si hubiera sido un tiempo breve, un amargo minuto; aunque entonces supusiera que jamás el tedio, el inútil transcurso de las horas, invadió a ser humano como me invadió a mí. Por contra, la rápida sucesión de los hechos que se desarrollaron, tras la espera, están aún pesándome; ahora, en este mismo momento en que la cabeza de un hombre de quien nada conozco (ni la razón por la que debe ocultarse, ni el delito que ha cometido o pueda cometer), su peso en mi hombro, se me revela, en esta especie de duermevela dulce, aliviada de rencor, pasión o indiferencia (simplemente descansando en mí), como la única posibilidad de total comprensión entre dos criaturas vivientes. Apoyados uno en otro, como he visto a los árboles y plantas en algún bosque; sólo así, descansando, en la oscuridad.
La luna ha desertado, ahora, como un fugitivo, tras nubes tumultuosas y cambiantes. Sólo así, en la certeza de que él ha cerrado los ojos, con el olor de su piel cerca de mí —un olor rubio, inconfundible—, puedo, sin miedo, sin rencor, reconstruir la náusea, el estupor, la degradante sensación de haber sido testigo y parte de la ínfima condición humana.
—¿Y qué fue de ellos?; ¿qué pasó luego…?
—Aguarda que termine de poner la mesa; en un momento vuelvo y te lo cuento, preciosa —dijo Mauricia.
—Sí, pero antes dime una cosa, una cosa sólo…
—Aguarda, hermosa, que vuelvo en un periquete.
Pero luego le mandaron recado, salió dejando la puerta abierta, y yo quedé junto a las cenizas calientes, balanceando las piernas y sin conocer nunca el final de aquella historia del pueblo; de hacía muchos años, de cuando ni siquiera Mauricia —ni nadie que yo conociese— vivía.
«Es un mal sueño —pensé—. Hace algunas noches sueño cosas extrañas».
Me levanté, y fui a beber agua. Exactamente como hacía muchos años, muchos, no ocurría. Sólo en los lejanos días de la niñez, de la adolescencia, bajaba de la cama de un salto e iba descalza a beber agua, con una sed irresistible.
Abrí el grifo y llené el vaso de enjuagarme los dientes. Me había equivocado, era el del agua caliente.
Siempre me equivocaba. Me miré a hurtadillas en el espejo. Ojos desamparados; como los de aquellos perrillos que vi una vez, tan patéticos en sus jaulas, el día que David perdió a Doff y lo cogieron los laceros. Dediqué una mueca al espejo, y me la devolvió con mágica puntualidad.
David era tan frágil como una amapola. Yo había cogido, no hacía aún muchos años, una amapola; recuerdo mi mano ansiosa, cerrándose, porque la había atrapado; luego fui corriendo a enseñársela a alguien, abrí la mano y apareció aquel amasijo incierto.
O quizá no. Quizás era una mariposa. Pero, ahora que recuerdo, a la amapola ni siquiera la asfixié: estaba allí, tan sólo, cortada entre mis dedos, desmembrada y muerta. Todo vestigio de flor desaparecido, y, en su lugar, un lacio y rojo pétalo, más muerto que cualquier podredumbre, rodeaba un tallo peludo, largo, negro, untuoso, como una oruga. Algo siniestramente blando, efímero y banal; traidor en su suavidad, como una hilera de hormigas. Limpié la palma de la mano en mi pierna desnuda de niña, salí corriendo. Pero no podía olvidar aquel sucio cadáver, estremecedoramente mezquino.
¡David!, llamé, sabiendo que no estaba a mi lado, que estaba muy lejos. Le llamaba para oírme a mí misma llamándole: o al menos deseando hacerlo. Y, sin embargo, aquel nombre sonaba hueco, falso, como si no perteneciera a alguien conocido. Cualquiera podía llamarse David, en aquel momento. Daba igual uno que otro nombre. Tan ausente me era todo, tan extraño. ¿Cómo podía borrarse así la vida? Más aún: ¿cómo podían desaparecer los sentimientos, si el objeto de esos sentimientos se ausentaba? Intenté imaginar que era una ausencia corta, que en realidad David volvería al día siguiente, a más tardar. Era inútil: David era una palabra solamente.
En la oscuridad, sobre la mesita de noche, el despertador marcaba una hora fosforescente. Encendí la lamparilla, eran las tres de la madrugada. Sentía que las tres era hora mágica; casi podría decir que definitiva para mí. Lo mismo que el número tres. Lo temía y, muchas veces —como aquella—, una advertencia terrible repetía en el fondo de mi conciencia su agorero mensaje, y yo no quería oírlo. En esos momentos el confuso grito —era un grito opaco, sin estridencias— quedaba sofocado por almohadones de nubes y palabras mojadas que laciamente ocultaban todo significado agorero. Sin embargo, después, cuando la desgracia sobrevenía, aquel grito se alzaba, horrendo, triunfal, como malévola sibila entre harapos flotantes —mis pobres razones—; y se revolvía hacia mí, y me señalaba con un largo y duro brazo blanco, de piedra blanca, extendido, reluciente de maldad; y el grito mate se convertía en un rechinante azote. (Sacudiendo un lejano y ya olvidado cañaveral).
No tenía nada de extraño que aquella madrugada, aunque el número tres se esforzase en aparecer como una advertencia, yo lo quisiera prometedor de algún buen augurio. Aunque lo sabía provocador de males muy próximos.
Cuando regresé a la cama, el sueño había desaparecido totalmente de mí. No me gustaba levantarme a aquellas horas. Por pura rutina me arropé de nuevo entre las sábanas, cerré tozudamente los ojos, intenté ahuyentar todo pensamiento que no fuera dormir, dormir. Pero era inútil, y yo lo sabía.
El sol fue transparentándose lentamente, a través de la cortina, aquella madrugada. Era una cortina verde, con leves dibujos de ramajes. Fue apareciendo una rosada claridad mezclada al verde que me hacía añorar los jardines marítimos de cierta pequeña sirena de mi infancia.
Era el 15 de noviembre. Generalmente no sabía en qué fecha vivía. Pero esta fecha era una cifra viva, distinta. Y recuerdo que me dije, mientras miraba amanecer: es el 15 de noviembre.
Poco después, llegaron los primeros resplandores y el rumor del día. (Cuando había un gran viento, parecía zarandearse el apartamento entero. Se estrellaba el viento contra los muros de la casa y oía algo parecido a lejanísimas detonaciones, como cuando ponían barrenos para partir la piedra de las canteras. Al principio lo creí un fragor misterioso y nocturno, pero luego, poco a poco, fui dándome cuenta de que sólo era el viento).
El día transcurrió sin novedad. Nada nuevo había ocurrido. Estuve estudiando toda la mañana, y hacia las doce me abrigué —hacía ya mucho frío y se anunciaba nieve— y salí a comer. Había una cafetería en un cruce, no lejos del edificio. Estaban los cristales empañados por el vaho, por la fuerte calefacción. Colgué el abrigo de la percha, y mientras lo hacía noté la insistencia de unos ojos. Era algo impalpable, pero cierto. Casi no me atrevía a levantar los míos. En los últimos tiempos, a veces, había tenido esta sensación. Cuando me ocurría, un miedo invencible aleteaba junto a mí. No me atrevía a levantar la mirada y encontrar aquella otra, invisible, como si de este modo pudiera ahuyentar alguna posibilidad, escapar a algún designio o acontecimiento que aún parecía posible evitar. Como si por unos segundos tuviera en mis manos la posibilidad de enderezar la curva del destino. Aunque razonadamente no creyera en estas cosas.
Busqué una mesa junto a una ventana, orlada por cortinas amarillentas, que se encendían con la luz del sol. En aquella enorme planicie era frecuente que en los días más fríos hubiera un sol redondo y brillante en mitad de su cielo. Sobre la mesa brillaban el azucarero, el salero, la botella de katsup y la mostaza. Tomé la cartulina y fingí buscar ávidamente algo, presa de un sutil espionaje. Y esta escena, y este día, se repitieron, como inane pesadilla, una vez, veinte, cien.
Poco después nació Bear.
Nadie le hubiera reconocido, excepto yo, cuando volvió. Si la primera vez que le vi pensé que tenía ojos de víctima, cuando volvió comprendí que había hecho de ello una especie de profesión. Historias de castigos ejemplares, de inauditas durezas y vejaciones venían con él, como todo bagaje. Delirios, temblores, pesadillas y llantos convulsos fueron la cotidiana estampa de aquel regreso.
A veces, comíamos en una especie de «snack» que se alzaba a las afueras. Contemplaba su rostro, su nariz pecosa, su cabeza inclinada sobre el plato, y me decía: no es posible que le hayan hecho daño hasta ese punto. Era difícil reanudar algo que (vagamente empecé a sospecharlo) tal vez nunca existió, o llegó con demasiado retraso.
Muchachos y muchachas, como él y como yo, masticaban cabizbajos a nuestro lado; perdidos en unos días que ya eran pura ausencia, y nadie podía recuperar; días, años empleados en algo que estaba fuera de sus planes (desde los más descabellados a los más modestos). Ya entonces, el David de la naranjada y el zumo de pomelo se había convertido en el inseparable David del whisky. Pero aquello sólo eran indicios, vagos signos o indicaciones (carteles de aviso que da la vida a alguien ciego, sordo a todo cuanto no sea lo que íntimamente se anhela salvar, o inventar).
Supuse que era Beverly, quien le perjudicaba. Beverly, sus cheques mensuales, su eterno velar sobre David. Nuestra casa, nuestra ciudad, nuestro ambiente. Siempre encontramos una persona, un suceso, un momento propicio en quien descargar nuestra larga queja de víctimas sin culpa. Es posible que Beverly no fuera ajena a aquella sumisión, a aquel mezquino y triste espectáculo. A veces, las mujeres hermosas, fuertes y sensatas pueden absorber, como un tornado; los tiernos árboles, las humildes casitas de madera. David apareció siempre abrumado, confuso, por la gran sensatez de Beverly. Le dije: «Vámonos de aquí, escapa a esta dependencia, a este horrible y sofocante jardín, donde todo está previsto de antemano, donde todo lo malo, lo feo, lo triste, debe evitarse, donde toda manifestación humana debe ser empaquetada, perfumada y sabiamente disimulada». Era un tiempo en que todavía creía en la humanidad, como algunos niños creen en sus libros, en las historias que narran y resuelven satisfactoriamente las acciones buenas o malas, las feas o hermosas cosas de la vida, y reservan un último capítulo para la buena solución de cada caso. «Vámonos de aquí», le decía; y recuerdo (y sé que nadie, o casi nadie, habrá hablado con mayor convencimiento de algo que no entiende; con mayor fe de algo que jamás conoció). «Abandona esta dependencia, esta sumisión; esta absoluta entrega a sus decisiones, a su dinero, a su sensatez…».
Yo no odiaba a Beverly. Nunca la odié. Y, sin embargo, en aquel momento se aparecía para David (para nosotros) como el compendio de todos los males que a él le hubieran elegido. Ella era la causa de que David se hubiese hundido; de que hubiera naufragado en una realidad, en una cruel realidad que otros pudieron soportar, e incluso olvidar. Beverly, la fuerte y valerosa Beverly, había protegido a David hasta el punto de dejarle completamente inane ante el pasado, el presente y el futuro, pensaba yo, llena de rencor. «Abandonemos este lugar, vamos a labrarnos nuestra propia vida, sin ayuda de nadie».
Oigo aún, temblando, mi voz. Por David, con el mismo miedo que sentiría si le viese al borde de un abismo, sin fuerza para sustraerse al vértigo, al vacío. «El Veterans Act —y esgrimía periódicos, papeles, noticias que en aquel tiempo aún me interesaban, aún me llenaban de curiosidad o preocupación por el mundo (feo o bello, bueno o malo) que me circundaba— se preocupa de los ex combatientes que han perdido años preciosos, como tú… Proporcionan becas para realizar cualquier clase de estudios. Todo son facilidades, David; no podemos desaprovechar esta oportunidad…».
David asentía débilmente, con su cara de niño perdido en el bosque (el niño que hablaba de los druidas y de un cierto Halloween, ya irregresable).
Al anochecer llegamos a una especie de ciudad, o pueblo, o selva metálica, compuesta por infinidad de tráilers donde multitud de muchachos, de jóvenes parejas, iniciaban la recuperación (o lo intentaban al menos) de los años de desolación, de muerte, de sucia crueldad, de donde llegaban. En aquellos vagones–vivienda (medio circo, medio ómnibus), la sensación de irrealidad, de comenzar un sueño estremecedoramente metálico —quizás aquel viento que hacía vibrar desconocidas láminas de cinc, no sabía yo dónde—, comenzó también nuestra esperanzada y crédula etapa de independencia, autofirmeza y tal vez amor. «Es una maravilla —le decía, instalando mis pocos enseres junto a mis estúpidas esperanzas, en el interior de aquella larga y varada vivienda—; es algo verdaderamente bueno». «Sí —repetía él—. Realmente bueno». Era difícil, imposible, pedirle una opinión, la más nimia observación personal. Me asomé a la ventana y divisé, allá al fondo, confortada por un remoto sabor de lágrimas, el contorno de unos árboles azotados por el viento. Reconocí el aroma a tierra y hierba, como una muy entrañable amistad.
Bear era todavía un bebé, empezaba a andar sobre sus cortas piernas, a levantar las manos hacia los objetos, a emitir sonidos (extraños para todos, excepto para mí). Bear me miraba, aún no hablaba, y sin embargo, en sus ojos había una inteligencia muda; una risueña inteligencia que iba de él a mí; y me tenía asombrada y conmovida.
No es fácil comprender, sin haberla experimentado, cuán atroz puede resultar la estrechez, la privación, para alguien como David; lo que puede representar una idea de pobreza —aún más o menos decente— en un lugar donde la riqueza es el orden natural de las cosas. La espantosa miseria que puede ser —como era para David y aun para mí misma— el simple «no tener algo» allí donde «todo se puede y se debe tener». Quien no está inmerso en esta clase de miseria, en cualquiera de sus facetas, no puede llegar a apreciar la infinita gama de aristas, ángulos y motivos que puede presentar (desde la miseria que impide entrar en un local por la simple pigmentación de la piel, hasta la tonta privación de un deseo suntuario, pero común a todos, excepto a uno mismo). Es risible, ahora, comprobar hasta qué punto ignoraba otra miseria más dura y despiadada: pero muy tarde me llegó el conocimiento, y no podía consolarme, entonces.
Miseria fueron (esto sí puedo recordarlo con claridad) las noches de insomnio; esperar la llegada de un ser vagamente humano; un ser sobrecogido de su propia incapacidad, alcohol y delirio. Recuerdo mis manos aferradas al borde de la ventana, esforzándome en no asomarme, en no mirar hacia allí donde podía él aparecer, en la noche; o hacia donde no aparecía, tras la ausencia de dos, tres o más días.
A veces, si llovía, el techo del vagón resonaba con un golpeteo especial; algo hueco, frío y atenazante. La lluvia golpeaba sin cesar el techo de nuestra casa–vagón, como avecinando el próximo temporal de gritos y llanto monótono, enajenado. Monstruosamente infantil.
Y aquella noche, atravesaba el aire, las paredes, una llamada, un inhumano lamento. Allí fuera, caído de bruces en los charcos formados sobre el barro, tras la reciente lluvia; en medio de la paradójica e inmensa soledad de un abigarrado pueblo (o ciudad, o irreal país formado por innumerables vagones metálicos, cerrados), en el silencio de las puertas y ventanas herméticas, de los oídos sordos —que convertían cada objeto, cada cuerpo, en un espejismo de falsa humanidad—, brotaba y hería su horrible y ya conocido grito.
Estaba a mis pies, y en la gran desolación, sólo la lejana silueta de los árboles, negra en la noche, me devolvía un poco del valor que iba perdiendo, minuto a minuto. Allí estaba, caído boca abajo en los charcos, con el temblor convulso y conocido: —«no lo haré más, te lo prometo, no reincidiré…»—. Oía, como una burla más, detrás de aquel grito, a intervalos cortado por el horrible castañeteo de los dientes, cortando palabras y voz como un atroz cuchillo. Entonces, despaciosamente, asomó la luz de la luna; algunas nubes se apartaron; y me pareció que el esparcido y destartalado mundo de metal aparecía recién lavado, brillante. A mis pies, una enorme rata se estremecía —yo vi una pegajosa rata, hinchada, mojada, ahogarse en un lavadero, hacía muchos años—. Súbitamente, algo desterró de mí toda piedad, la pueril e inútil paciencia, el ingenuo convencimiento de que en el último capítulo la solución es la correcta. Era una maligna y venenosa inocencia, la mía; una malhechora fe, la mía. Inútil creencia, de pronto absolutamente muerta, de que «todo va a cambiar, todo va a arreglarse, esto pasará…». La acomodaticia, sedienta justificación a cualquier acto que no fuera un acto hermoso, o digno: «las guerras son crueles, las guerras destruyen a los muchachos buenos, sensibles, frágiles, a quienes debemos proteger no sólo de la guerra, sino de todo daño, de todo mal…». ¿Contra qué debía proteger a aquella enorme rata convulsa, mojada, tripa al suelo, que profería un chillido absolutamente desprovisto de humanidad? Aquella larga y sucia rata ya no era nada, no era nadie. Nada quedaba por salvar, puesto que nada existía. Nada había que salvar, puesto que nada había. Ninguna guerra podría destruirle, ella era su propia guerra.
Recuerdo que le arrastré hasta el vagón, tomándole por debajo de los brazos, como tantas veces. Pero esa noche (al invadirme de nuevo, una vez más, el vaho conocido, el intolerable vaho del alcohol transpirado en un cuerpo enfermo, derribado, informe), aquella noche, por primera vez, me negué a soportarlo: le solté, oí su cabeza contra el suelo; y quedó en la tierra con su gemido embrutecido. Corrí hacia el extremo del vagón, sin poder reprimir la gran náusea (que venía de muy lejos, de muchos y muchos otros reprimidos deseos de huida). Me pareció que todo mi cuerpo expulsaba algún repugnante, informe amor, que ya no servía a nadie, para nada.
Pero sólo yo era culpable. Nadie tenía la culpa sino yo, tan sólo yo, que había creído infinidad de frases, que había leído, y creído, que el mundo estaba repleto de bondad.
No sé cómo se llama este hombre, ni cuál es su edad, ni cuál es su vida; su pasado, su presente o la posibilidad de sus esperanzas. Sin embargo, he llegado al convencimiento de que ninguna de esas cosas pueden pesar en nosotros ahora, cuando llega la madrugada a esta absurda casa, ajena y familiar a partes iguales. Un paisaje a un tiempo aborrecible e inconcebiblemente hermoso.
Es extraña, esta madrugada, esta paz, bajo la luz que reconstruye ante mis ojos su cuerpo ya ineludiblemente inscrito en mis recuerdos; reconocido desde el primer instante como algo que alienta en mi mismo ser, en mi mismo aire; algo que reposa en mi mismo silencio, con un idioma común, sin palabras.
Contrariamente, otro hombre, a quien yo conocía, o creía conocer, con quien labré conjuntamente un idioma, un presente, un futuro, con quien tuve un hijo, pudo convivir conmigo y desaparecer de mi lado absolutamente desconocido, ajeno.
Despegado de mi ser, como hecho de una materia que no tiene nada en común con la materia de mi cuerpo.
Bear existía, crecía, en un tiempo en que algo semejante podía significar una especie de mal y bien unidos. Al menos, Beverly lo creía así.
Siempre he admirado a Beverly, pero, ahora todavía más. Algún día, espero, conseguiré su dominio o su voluntaria ignorancia del aspecto menos afortunado del mundo. El recuerdo de la Beverly de aquellos días se funde a cierta vieja canción que me irritaba en la infancia: unas niñas del colegio de Nuestra Señora de los Ángeles jugaban y cantaban con aire apacible, sin ninguna agresividad, a decir de otras niñas: «la torre en guardia, la torre en guardia, la vengo a destruir»; y, serenamente, ordenadamente enfrentadas, las otras niñas respondían, inmutables y cantarínas: «la torre en guardia, la torre en guardia, no la destruiréis». La ira pueril que me causaba, en aquel tiempo, la estólida y melodiosa batalla de ambos grupos, es lo que más se parece, no obstante su incongruencia, a la actitud de Beverly hacia mí en aquellos días. La veo avanzar serena, casi cantarína, casi melodiosa: «la torre en guardia —y lo oía, a mí pesar, al fondo de sus sensatas razones—, la vengo a destruir».
Aunque, en verdad, la pobre Beverly venía sólo a levantar, ladrillo sobre ladrillo, si no una torre, cuando menos una caseta perruna entre las ruinas de una falsa ciudad esperanzada, beoda y absolutamente desértica. «Debéis separaros, querida. Es la única fórmula». Porque la vida, realmente, sólo podía encarrilarse a costa de fórmulas, de recetas culinarias más o menos simples o complicadas; pero recetas, amasadoras de este enorme y monstruoso pastel llamado mundo. Sin duda alguna.
Yo estaba equivocada: al mundo no se le vencía a costa de recelos, rebeldía, esperanza o deseo de amor. Todo eso está bien para empezar. Pero si ya se está metido, hundido hasta la cintura en la viscosa masa del pastel, es preciso restituir cada cosa a su lugar. Era verdad lo que decía Beverly: los hombres y las mujeres —que, de pronto, parecían pertenecer a una desconocida y atroz fauna, presta a devorarse entre sí, a cubrirse de lodo, a arrancarse lentamente, con placer bíblicamente sensual, ojo por ojo y diente por diente: (Oh, no, atroces ideas de muchachos desorientados; la Biblia es la otra: la del hijo pródigo, la del maná en el desierto. Ésa es la verdadera Biblia)—, los hombres y mujeres y sus problemas, podían ser algo tan sencillo como explicable. Beverly, al menos, sabía explicarlos. Porque los hombres y las mujeres (una vez apartados y seleccionados de entre la horrible fauna que es mejor olvidar), pueden hallar buena y razonable solución a todas las estúpidas complicaciones. ¿Cómo podía dudarlo?
Ahora, ya, de aquella conversación sólo logro retener un infinito cansancio que, repentinamente, cedía, se relajaba. Sentada frente a Beverly (que, por cierto, había rematado con un extraordinario sombrero de flores azules y amarillas el orden dorado de sus cabellos), mientras por fin brotaban mis lágrimas silenciosas, y las dejaba correr por las mejillas sin pudor alguno, el mundo, como un obediente rompecabezas, iba ordenándose adecuadamente. Con simplicidad mucho más que infantil: con simplicidad de mujer entrada en años, que todo lo puede comprender (incluso el mundo y los hombres, ya que nunca se dejó atropellar por ninguna de las dos cosas).
«Sabía que era acaudalada, pero no tanto…» era el único y necio pensamiento que me llenaba, mientras ella exponía y extendía ante mis ojos, como un hermoso y bien trazado mapa, las ventajas que puede ofrecer una situación de mujer divorciada; las infinitas gamas y posibilidades que presenta; el gran invento que es el alimony. (Ella misma —decía—, ya de por sí bien situada, pudo especular muy satisfactoriamente con su propio alimony —puesto que el padre de David era hombre de muchísimos recursos—; y, como su sentido financiero era muy agudo, había aumentado, en cifras muy convincentes, un dinero que…). Beverly desplegaba y alisaba con sus manos regordetas y cuidadas una vasta gama de proyectos absolutamente honorables, rebosantes de cordura. Una llanura insospechada empezaba a extenderse ante mi vista; una larga estepa de paz, descanso, casi deslumbrante en la fría mañana; confortada y abrigada en el suave calor del Restaurante, cuyo anuncio, a través del cristal «Luncheon, Drinks», se encendía y apagaba en rosa. Confortada por el martini, la suave música, la vista del sombrero de Beverly, recubierto de una indestructible y hermosísima primavera. Un sombrero que llenaba toda la estancia, que presidía nuestra entrevista como un símbolo. Un sombrero absolutamente honorable y sajón (pensé, idiotamente), cuyo antecedente sólo era posible escudriñar en las heroicas y desaparecidas arcas del «Mayflower».
Inmersa en una calma sobre la que sobrevolaban rosadas nubes, Beverly hablaba de mi merecido descanso, de un merecido y largo tiempo de vacaciones («Por ejemplo, querida, es una sugerencia, tómalo así…»), o de un reencuentro con la vieja tierra. Tal vez, un viaje, como los que ella solía hacer, tan placenteros, agradables e interesantes, por Europa; y me recordaba sus fotografías; los grupos de amigas floreadas, dulcemente guturales Hijas de la República. En medio de esa llanura de paz sin límites, sin horizontes, siquiera me vi a mí misma, flotante. Un ingrávido cuerpo, una nube más. «Ya no hay que tener preocupación económica. Ya está todo previsto. Hay leyes. Todo está perfectamente previsto…». En el mundo bien organizado, donde podían evitarse roces absurdamente incivilizados, donde Beverly y yo éramos las más decentes y honorables aliadas, oía su desapasionado elogio de ciudades (Venecia, Roma, París o Amsterdam, sin demasiado orden). Como si se tratase de recetas caseras, pero eficaces, contra todo dolor. Beverly, a fin de cuentas, aquella tarde, era la máxima expresión de humana sabiduría.
Yo vi muchas veces el álbum de Beverly. El precioso álbum de sus seleccionados, numerados y gráficos recuerdos. Las fotografías donde aparecía con un traje estampado y cómodos zapatos blancos, abotinados. Y sonreía. (Aunque, de repente, su sonrisa era la de un payaso, un viejo payaso, borracho, lastimero). Pero Beverly gozaba de sus vacaciones, Beverly sonreía en Venecia, en mitad del compacto grupo de amigas. Beverly, y todas aquellas mujeres, conocían bien el suelo que les tocó pisar: y barrían, limpiaban y ordenaban, como es debido, esta cochina y destartalada cocina que se llama mundo. (Aunque la figura de Beverly, recortada sobre un fondo de agujas y torres, sobre el complicado encaje arquitectónico que una sabia y feroz fauna, ya remota, edificó, Beverly, de pronto, aparecía como la imagen de la más cruel y estremecedora soledad).
«Cada uno en su lugar adecuado; descansando, y volviendo a empezar…». Desde luego, por supuesto, Bear quedaría en casa de Beverly, con Beverly. Y David en su perfecto y extraordinario Sanatorio.
Punto final. Cualquier cosa que pudiera decir Beverly aquella mañana sería ciegamente aceptada, agradecida. Porque nadie hubiera podido contravenir su extraordinaria, bienaventurada paz y sabiduría. Y menos que nadie un inmundo manojo de dolor, de marchita esperanza, sentado frente a ella, asintiendo, sin avergonzarse siquiera del llanto, ni de la docilidad. Una fuerza se apaga justamente en la línea límite; en la misteriosa frontera donde, aún ayer mismo, nos creíamos en pie. Puede apagarse así el orgullo, la voluntad de sobreponerse al desprecio; y el tambaleante edificio que tan laboriosamente elaboramos, entre largas esperas, retenidos gritos, se derrumba y nos cubre de ruinas. «Momentáneamente, Bear, conmigo…».
Volver, regresar al mundo de donde nunca debió salirse. («Cada cosa en su sitio»). Regresar a este mundo, donde un hombre desconocido apoya en mi hombro su cabeza (debió ser un muchacho de cabello dorado, ensortijado y espeso, que seguramente le humillaba). Regresar al mundo donde las gentes no parecen excesivamente inclinadas a la felicidad; al lugar donde los niños pueden dejar las escuelas y empezar el trabajo a los once años; donde los niños pueden beber, en público, vino rojo y espeso, sin marca conocida; donde todavía se puede abofetear, o golpear, a los niños, sin contravenir la ley, sin demasiado miedo a su frustración o sus posibles inhibiciones. Donde aún hay niños que saben reírse bajo cada golpe, y se aprestan a robarnos el último vestigio de credulidad.
Volví, dejé a Bear con Beverly. «Todos los años vendrás a verlo, querida. Ahora necesitas descanso». Dejé a David en su admirable sanatorio antialcohólico. «Donde, parece ser, en los últimos meses, han tenido experiencias positivas bastante notables…».
«Momentáneamente» es un dilatadísimo espacio de tiempo. Un incontrolado tiempo, falsamente provisional, traidoramente elástico. ¿Cómo perdí así a Bear? ¿Cómo pude perderlo así, necia, abúlicamente, confiadamente? «Momentáneamente» es un largo tiempo donde estúpidas mujeres viajan sin sentido, intentan trabajos, vidas, amor, sin objeto preciso ni convicción; donde estúpidas mujeres flotan, errante y provisionalmente, y van, y vuelven, y besan mejillas de niño que ya no es niño; que nos mira como a una olvidada fotografía. Donde de beso a beso crece más la distancia —«Ahora está en W. Mira su fotografía…».
Bear ya no está. Bear se ha ido. Ya nadie puede ver a Bear. La distancia es ya insalvable. Y no puede devolver la mirada de unos ojos que aprendieron a hablar antes que los labios; la inocente y muda complicidad de un niño, bajo un techo metálico, o sobre un verde césped, con hojas secas entre las manos.
Yo perdí a Bear, y nunca lo recuperaré. Ni en las mustias ilusiones de Franc, ni en viajes por Europa, ni en esta tierra donde, acaso, no debí volver, o no debí abandonar. No fue en un tren húmedo y nocturno, donde yo perdí a Bear, sino en otro vagón lejano y metálico; allí donde un niño, que aún no había aprendido a hablar, tejía una sutil cuerdecilla —dorada, ínfima— de su mirada a mi mirada. Sin suponer que yo misma la cortaría, tal vez para siempre.
NO puedo comerciar más conmigo mismo. He de admitirlo, decirlo. Tengo que explicar —a mí, o a alguien; no sólo a ella, y a esas puertas que se abrirán o cerraré para siempre— el día en que yo abrí una prohibida puerta, y nació el gran espanto.
Ahora desearía abrir los ojos y decir: Te he engañado. He engañado a todo el mundo. Me engaño a mí mismo, todos los días. No es verdad, no me oculto, nadie me persigue aún, y todavía no tiene sentido este encierro. Aún en este momento, si saliese de aquí, nadie me perseguiría, ni podría causarme daño. Todo ha de suceder, aún. Hoy, esta noche (mira el plano, tan bien trazado por la mano de Bear), es cuando debe ocurrir lo que planeamos lentamente. Yo lo había elaborado hace muchos años. Mejor dicho, lo deseaba, lo venía deseando, y sólo ahora se han conjugado las decisivas casualidades, o fatalidades, como suele suceder bastante a menudo en la vida. Desde el día en que conocí a Bear, desde que oí hablar por primera vez de esta casa, larvó mi plan, empezó a aguijonearme el deseo. Cuando conocí a Bear, acababa de enterarme: el objeto, el único motivo que me guio durante años, él, la única fuente de toda mi energía durante años, él, el objeto precioso e inestimable de mi venganza, había sido trasladado —los hombres como él no viajan, no emigran, no cambian de domicilio: son trasladados, como aparatos, instrumentos o peones— a esta isla. Todo parecía fundirse, coincidir; llegaba desde regiones dispares, y se aglutinaba en un mismo punto. Estaba naciendo, por fin, el cuerpo de la venganza, y sólo me detenía la gran excusa; había una vieja mujer, subida a mis espaldas, con quien me unía una deuda impagable: a quien yo no podía abandonar, dejar aún más sola, por el simple lujo de exponer mi vida, mi porvenir, o tan sólo mi presente.
La vida es algo más sórdido que un desgraciado matrimonio, más cruel que el abandonar los hijos en manos ajenas, más triste que errar por el mundo en busca de un instante de amor, o de entusiasmo, o de paz. Esto no lo sabrás nunca tú, pobre mujer que ahora me abrazas. La vida se compone de cosas tan vulgares como un sueldo, una cesta del mercado, unas medicinas, unos zapatos. La vida es peor aún: es una vergüenza, una humillación continua, una dilatadísima vejación, hora tras hora, de peticiones, esperas, solicitudes, sonrisas, palabras huecamente graves. Hace apenas unas semanas, un día, la gran excusa dejó de existir. Ya no existe. La vieja mujer ha muerto, con todos sus recuerdos, con su tenue y afilado aguijón.
Sólo cuando la vi muerta comprendí que no se podía dilatar por más tiempo lo que ya empezaba a convertirse en una mal disfrazada cobardía. A mi alcance se ofrecían elementos preciosos; alguien (acaso el aliento de la gran venganza, sutilmente audible en el silencio de la tierra, o del viento, o de la miseria: un inmóvil batir en el aire, sobre los desperdicios, sobre los detritus de las fábricas; en el yermo y polvoriento campo; ese batir ciego e iracundo que a veces estremece las ventanas del invierno, cuando un aterrado muchacho estudia, o aborrece, o llora) había acumulado, frente a mí, las extraordinarias circunstancias que tenían el nombre de Bear, de esta casa, de esta familia intocable e intachable. El plan, de tan simple, podía ser perfecto: la posibilidad de entrar en esta isla, de salir de ella, sin que nadie —excepto Bear, tú, yo y Borja— lo supiera nunca. Ni tú ni Borja diréis nada, jamás: espero que Bear sea demasiado precioso, para vosotros. Y, aún, quizá más que Bear, un nombre, un mundo, una clase: como queráis llamarlo. Todo tiene sus riesgos, y tú podías negarte, y nada se verificaría. Pero no te has negado. Bear conoce a quienes le rodean, es un inteligente muchacho. A veces pensé que Bear debería tener otra familia. Pero ya no sería Bear, y no serviría para nada, en esta ocasión.
Aquí están las líneas seguras, su plano, simple y perfecto, como un dibujo o unos ojos de niño. Nada puede fallar. Bear ha sido instruido en la idea de que ese hombre, el hombre trasladado, es el hombre–clave. El que está en camino de destrozar la complicada red que tan laboriosamente tejimos durante estos dos años. Bear cree que ese hombre tiene en sus manos los indicios que le llevarán al camino seguro: el camino que lleva a la destrucción de nuestra paciente labor, durante dos años; que olfatea el aire a nuestro alrededor. Inesperadamente es «trasladado»; la rueda de casualidades señala la última y definitiva pieza. No se puede desdeñar la ocasión, y este plano de Bear copia fiel y concienzudamente la casa donde vive el hombre–objeto. ¿Ves esta puertecilla trasera, abierta al jardín? El jardín linda con la calle estrecha y solitaria, donde esperará Bear, en el coche de Borja. Bear ha vivido paso a paso todas las costumbres de este hombre solitario y metódico. Sólo es preciso aguardar, el hombre llegará a casa, cerrará la puerta. Yo esperaré en el jardín: habré entrado por aquí. Se puede acabar con un hombre sin ruido: todo puede ser limpio, aseado y rápido. Un hombre puede morir sin ruido, yo lo sé muy bien. Sólo hay que salir al jardín, saltar la tapia, subir al coche de Bear y regresar. Nadie echará de menos al hombre–objeto hasta el día siguiente. Y al día siguiente, Bear, Borja y yo estaremos ya en el mar. Nadie tiene noticia de mi presencia en esta isla, nadie me ha visto, nadie sabe nada de mí, en esta casa, en esta familia. Bear es un muchacho fuera de toda duda. Borja es un hombre fuera de toda duda. Todos sois gente fuera de toda duda. Tan simple como este dibujo de niño.
Eso es lo que deseo decirte. Pero ¿cómo voy a decírtelo? Soy el hombre que finge dormir, cuando está alerta. Así, con la frente apoyada en tu hombro, en el calor de tu piel, cierro los ojos, y finjo que duermo, o sueño. Siempre mentí, disimulé. Tampoco puedo decirte otra cosa: que ahora, en este amanecer presentido a través de los párpados, algo empieza a derrumbarse; parece que algo se deshace, a mi alrededor. Como si las innumerables partículas casuales que formaron el gran cuerpo de la venganza, se disgregasen lentamente. No puedo decirte que, de pronto, tengo la sensación de estar vendiendo a Bear, de estar haciendo con él lo mismo que hicieron conmigo, en otro tiempo. Que, de pronto, Bear me parece, junto a su plano, un niño que juega con un arma que no ha aprendido a manejar. Y que yo, en el que confía, no existo. Siento la angustia de haber desaparecido con las sombras de esta noche que comienza a abandonarnos. Se ha diluido el hombre–razón de Bear, como huyen poco a poco las últimas sombras de estas paredes; como si, con la luz, mi sombra regresase a lo que siempre fui.
He vendido a Bear, y a un vasto mundo de seres que creyeron en mis razones; porque me han supuesto asolador de ídolos y altares, destructor de mitos. Me han secundado porque imaginaron seguir a un arrasador de falsedades, de podridas estructuras. Acaso sólo en una madrugada lúcida, como ésta, cuando acaricio este negro y suave cabello, cuando beso estos labios y abrazo este cuerpo que inútilmente amo, percibo, con toda claridad, la huella de infinitas claudicaciones. Deseo este cuerpo junto al mío, porque también lo veo cansado, surcado, hundido por ríos de decepción, melancolía y duda. Acaso sólo en madrugadas como ésta es posible desentrañar el gran embuste, la atroz farsa: yo soy el gran mito.
Cuán breve puede ser una vida y qué lenta y larga una muerte. He mentido, he engañado; durante una larga etapa, que parte desde aquel día, sólo he sido un muerto, un fantasma, que larvaba (no los deseos de justicia, no el implacable resorte que destruiría la gran tienda de los mercaderes), que sólo larvaba mi pequeña, particular y obscena venganza. He mentido: ese hombre, no es el hombre–clave. Te he mentido, a traición, mirándote a los ojos, Bear. Ese hombre no es nuestro hombre, nada sabe, ningún hilo de nuestra red se ha prendido en sus manos, nada puede hacer contra nosotros. Ese hombre a quien decidí eliminar ha envejecido, quizás ha olvidado, probablemente ya está cansado, o triste, o lleno de paz. No es nuestro hombre, es sólo mi hombre, el objeto de mis particularísimas y privadas venganzas, de mi particular y mezquino derecho al odio: privado, acotado, posesivo. De mi propio e intransferible mito. Os he engañado, te he engañado, me he engañado una vez más, otra vez más, siempre…
El ogro de Pulgarcito degüella a sus hijas mientras duermen, el lobo devora limpiamente a una niña crédula, un rey jovial y cubierto de amatistas desea casarse con su hijita de quince años. Las historias para niños son simples y feroces. La historia del error es tan simple como un cuento para niños.
El error comenzó una mañana, en el trío y el sol, sobre los veladores de mármol aún vacíos, bajo los soportales. Un camarero barría desperdicios debajo de las sillas, y las losas de la plaza brillaban porque había caído una luminosa lluvia. El puesto del hombre de las castañas asadas acababa de encenderse. En la guarida, cerrada y alta, hacía mucho frío: ni fuego, ni luz, ni calor, debían delatar al hombre escondido, el secreto de Bambi. Pero un cucurucho de castañas, ardientes entre el papel de estraza, calientan las manos ateridas. «Podrá calentarse las manos». En el secreto excitante de la mañana, cuando la mujer fue al trabajo y tardaría aún horas en volver, el minuto que guardaba un compartido, entrañable y divertido secreto (mucho más divertido que jugar a policías y ladrones, bajo los pórticos) regresaba. Iba con el cucurucho apretado en las manos, sintiendo su calor sobre el pecho, cuando alguien dijo: «Bambi». Todo parecía tan leve, tan natural. No dijo: «Mario»; dijo: «Bambi». La sabiduría de la traición tiene sutilidad de encaje, aun en las manos más burdas.
Lo recuerdo con una claridad total. Es más, creo que su recuerdo tiene un relieve más real que todas las realidades entre las que ahora me muevo. Nada ha tenido después la materialidad, el color, de ese recuerdo. Estaba sentado junto a una de las columnas del pórtico, bajo el cartel de toros medio arrancado, y se recostaba en el respaldo de su silla de mimbre. Bebía cerveza, espumosa y vivamente dorada. Tenía el periódico doblado, en el velador de mármol, junto a la caña. Nadie me había llamado Bambi excepto el hombre encerrado. Por eso me detuve, le miré, obedecí a su ademán de que me acercara. Me acarició la cabeza, y pensé (sólo ahora sé que fui víctima del autoengaño, al oír la suavidad de su voz) que hablaba muy bajo (sólo hablaban bajo los que eran como nosotros en aquellos días) al contemplar en sus ojos, unos enormes y cándidos ojos azules, el mismo recelo que conocía en los de la mujer que me ordenaba no abrir la puerta.
El cepo de una palabra: «Bambi» (que pertenecía únicamente al mundo secreto, al escondite), logró que me dijera confusamente: «le conozco, le vi antes, a veces, con papá». Una a una, sin el menor olvido, puedo reconstruir todas sus palabras. Aún está en mi mejilla la suavidad de su mano demasiado pequeña, blanda, de blancura casi obsesiva, acariciándome. Dijo: «Bambi, disimula, hijo mío, haz como si te hablara de otra cosa: ya sé, ya sé que nadie debe saber dónde está papá. No te preocupes, Bambi. Ahora debemos darnos prisa. Aquí —y la mano se colocó dentro de la chaqueta, junto al corazón— llevo algo importante para él, tengo que dárselo y hablarle en seguida, para que no le pase nada malo. Disimula, hijo mío, yo te acompañaré, como dando un paseo. No podemos perder tiempo, para que no le ocurra nada malo». Me quedé quieto, mirándole. Pensé: «No hay que tardar, se enfriarán las castañas, y no le servirán para calentarse las manos». (Es absolutamente inconcebible, ahora, saber que sólo pensé eso).
Le llevé conmigo, le dije: «Coja la llave, la tengo en el bolsillo». Él, con gesto paternal, sacó la llave y abrió la puerta. Me siguió escaleras arriba, y recuerdo que yo iba casi saltando, y que sólo pensaba: «aún están calientes, aún le van a servir».
Al llegar a lo alto, al granero ya prohibido, yo apreté el paquete de estraza con la mano izquierda, y con la mano derecha abrí la otra puerta, la del armario; y llamé: «Papá, papá».
Pero no me contestó, como solía. «Qué raro», pensé. Así que avancé la mano derecha, empujé la puerta–trampa, y sólo entonces, de algún desconocido cielo, bajó un frío grande, aflojé la mano sobre el pecho, rodaron por el suelo todas las castañas.
Él estaba pegado contra la pared, blanco, respirando anhelante, los ojos desmesuradamente abiertos en su cara sin afeitar. Mirándome como jamás hombre o animal me ha mirado en la vida.
No se puede hacer tabla rasa, cortar de raíz la memoria, o el odio. No se recomienza, no se reconstruye una serenidad reflexiva, una postura justiciera y aséptica, sin encharcados remansos de amor, desesperación o ajuste de cuentas, si no se es como Bear, Enrique, Luis, o cualquiera de los muchachos. Bear lleva sólo en su memoria un amable césped, verde intenso, desde el que acaso es posible olvidar, destruir, edificar. Será un buen arquitecto, con sus trazos escuetos, absolutamente desprovistos de superfluidad. Igual que ha desterrado de sus palabras los inútiles ornamentos. Bear ignora la florida y señera caligrafía.
A Bear nadie le ha repetido sin pronunciarla, uno a uno durante todos los días de su vida, la palabra venganza. Nadie le ha despertado de noche, sin otro reproche que un suspiro ahogado y una mirada intensa, fría, demoledora, disfrazada de dulzura. Ninguna mujer con zapatillas grises (ahora ya se han trocado sus alucinantes zapatillas en dos enormes ratas que recorren y escudriñan por vacíos desvanes) ha permanecido, durante toda su vida, siempre despierta y vestida antes que él; sacudiendo, quitando y contemplando el polvo, con ávida mirada; atenta, delirantemente sedienta de venganza. Venganza, en los alientos y sacrificios para que consiga un puesto en la mezquina rueda del dinero contado, bebiendo en desportilladas tazas antiguamente hermosas, apoyándose en muebles decrépitos sobre suelos falsamente nuevos. (Nuestra tumba, todos los días de la vida, frente a nuestros ojos). Nadie ha llevado a Bear ante una tumba que, al fin, puede parecerle cavada con sus propias manos. Y en esas horas de insoportable silenció, adivinar injurias, golpes; sentirse odiado por haber quitado a un ser lo único que daba razón y vida a su existencia. Nadie ha hecho eso contigo, Bear.
Tú sí, tú puedes empezarlo todo, tú puedes terminar con todo. Yo no puedo. No puedo engañarme de nuevo, recomenzar, con fórmulas de reivindicación colectiva, lo que sólo es una íntima e intransferible reivindicación privada: privada, como sólo puede serlo el odio.
No lo haré. No mataré a ese hombre, no se puede asesinar a un fantasma. Ya no volveré a confundir mi deshonesta y lujuriosa venganza personal con un ampuloso concepto de justicia común. No me venderé más parcelas de justicia, de verdad y derechos humanos que no poseo. Tendrás que elaborar tu propio plan, Bear. Tendrás que trazar nuevos proyectos, Bear, no contaminados por mí. Tendréis que empezar, vosotros solos, lo que yo perdí hace tiempo.
Acaso, de entre la seca tierra, o los tristes ríos, irá brotando, o larvando, una nueva especie; alguna clase de valor, totalmente ignorado. En alguna parte estará aguardándoos. En un gran abismo, como aquél hacia cuyas estrellas miraba yo, tendido en el suelo, siendo aún niño. Cuando me decía que allí, en remotos y parpadeantes sistemas, existiría tal vez un concepto del orden, de la paz, del amor, absolutamente desconocido de los hombres.
A las siete de la tarde, en el mes de junio, hay un tibio sol sobre las hojas de los plátanos. En los barrios nuevos, entre los descampados, el sol le parece siempre más cercano, más real, como en la ciudad de su adolescencia. Isa abandona la oficina, presa de una sola idea: «Mario ha vuelto, Mario está aquí». No va a esperar pacientemente esa llamada que no llegará. Ya le ha llamado ella varias veces: oye aún, con crispada ansia, el timbre del teléfono, matizado por la distancia; monótono, aburrido, cruelmente impasible. Nadie ha contestado a ese timbre. «Pero Mario ha vuelto, Mario está aquí, y yo voy a buscarlo», se repite, machaconamente.
Hace muchas horas —más de un día— que se ha entregado, vencida, a las famosas premoniciones, a los augurios, a la fatalidad. «Ya no voy a luchar más. Ya no puedo más». Se sabe dentro de una desesperanzada pendiente, por la que resbalará sin remedio. «La pendiente que empezó con él, desde el primer día». Incluso cuando le creyó distinto; cuando le creía indomable, todopoderoso. Cuando aún no le quería como le quiso luego, como ahora: al saberle cobarde, débil y aterrado, absolutamente incapaz de vivir. No le quería entonces, como en este momento; más allá del desprecio, el horror o la admiración que pueda despertar un ser humano. Al margen de sus taras, de sus virtudes, de sus más simples e inanes actos. Simplemente porque sí; por una oscura fuerza, que brota al margen de la voluntad y la razón, del egoísmo o el deseo de felicidad. Porque sí, por esa recóndita, espantosa energía sin nombre que le empuja, que no puede evitar, que es su única razón de existir. Algo parecido a un difuso y antiquísimo apetito, una voracidad sin límites, una especie de religión feroz y caníbal. «Ciertas tribus se comían a sus enemigos, cuando éstos eran valientes —recuerda haber leído, y corregido, en esta especie de delirio que invade su memoria, que la obliga a avanzar hacia esa calle, esa casa, fijas en su mente, como el único paisaje, el único horizonte, el único objeto vital—. Se comían el corazón, para apoderarse de su valor…». Recuerdos, temores, inciertas frases flotan alrededor de su frente, como insectos nocturnos, en la tarde que va apagándose sobre el asfalto, en el rodar de los coches, en las luces que empiezan a encenderse, emborronadas a sus ojos, rojas, verdes, amarillas. Isa avanza, en una suerte de crispado sueño, hacia una calle demasiado conocida. Camina despacio, pero inexorable, hacia ese lugar que aún está lejos, que aún tardará en aparecer. «No hay prisa —asevera una voz, sutilmente malévola—. No hay prisa; de todas formas, llegarás».
Cuando se encuentra frente a la fachada, tan conocida como su propia habitación, sus objetos personales o sus más ocultos pensamientos, es ya noche cerrada. La portera se acerca con la llave en la mano, va a cerrar el portal. Isa avanza, pálida y sonriente, y su propia voz le suena dura, extraña:
—Buenas noches, ¿no ha llegado…?
El final de la frase se diluye. Ve brillar las gafas de la mujer que niega, ligeramente desabrida. Isa, con desasistida agonía, mira esa escalera cuyo pasamanos de mármol sólo llega hasta el primer piso… Esa escalera que, por culpa de la mujer–estorbo, de la mujer–pantalla, de la mujer–excusa no ha pisado nunca. Esa escalera que hace mucho tiempo desea recorrer, trepar: entrar en ese piso, esas habitaciones. Pero esta otra mujer lacónica, impaciente, niega. «No ha venido. No, no hay ningún recado. No, no, nada. Nada».
Isa retrocede a un mundo encajonado y extraño, absolutamente ajeno, poblado de seres que se apresuran, delante de ella, junto a ella, detrás de ella; seres rezagados, que incluso corren, como esa muchacha, hacia el portal a punto de cerrarse. «Es una criada», se dice, contemplando el beso rápido del novio, un muchacho joven, de zapatos extraños y pelo enmarañado. «Es una criada. El portal. No te pares en el portal, como una criada», rememora confusamente. Éste es otro portal, pretencioso y viejo, con portera imbuida de rara autoridad, de un consciente y grave cometido que, de pronto, se le antoja neciamente inútil. «No te quiero ver en el portal, como una criada…». De nuevo siente la desalentadora humedad de las lágrimas. «Voy llorando por la calle —se dice débilmente—. Voy errando por la calle, entro en los portales, mendigo noticias. Me rezago en los portales. Como una criada. Pido limosna, en los portales. Como el mendigo del puente, con la mano extendida y los ojos acuosos…».
Fue entonces, poco después de iniciada su incipiente amistad, tras las primeras citas que la emborrachaban de felicidad, cuando le detuvieron por primera vez, por lo de las octavillas, y lo llevaron a la Modelo. La noticia le llegó de otras bocas, de otras fuentes: no de él, por supuesto. Él nunca se lo hubiera hecho saber. Fue entonces, aún en el apasionado principio, en el exaltado deslumbramiento de su admiración.
Ahora Isa sabe que a ella no le importan los motivos de Mario, ni el bando en que se mueve su extraordinaria idea del mundo (o en lo que desea convertir al mundo). Estuvieran donde estuvieran sus ideas, eran únicamente las ideas de Mario, las convicciones de Mario, las actividades de Mario. Por primera vez imploró, buscó, indagó; y cuando lo vio, al fin, como un noble y hermoso animal, tras la espesa reja que súbitamente la llenó de odio, nacieron los delirantes y apasionados deseos de sacrificarse por él. Se sintió dispuesta a arrasar el mundo para lograr que él (él, no sus ideas, no sus objetivos) consiguiera lo que quería. «Como al niño mimado por mamá, que debe tener el juguete o el capricho deseado». Ese era el clima enajenado, exaltado, que la llevó a una desaforada búsqueda con que alejarlo de aquella reja. Acortar aquellos veinte días —los recuerda con la precisión que acostumbra—. Fue eso lo que la hizo reunir sus ahorros, buscar al abogado —el amigo de Jaime— y enlazarse, por su causa, en una vidriosa zona de reencuentros, de turbios y sabios artificios, de utilización de unos recursos que creía ya desplazados de su vida. «Todo es lícito con tal de conseguir lo único que importa en el mundo». Mario tendría lo que quería. Mario tendría todo aquello que Isa pudiera darle.
Aquella mañana, cuando Mario salió, al fin, pendiente de proceso, nunca podrá olvidarla. Ella llevaba el vestido estampado que tanto la favorecía. Estaba esperándole enfrente, en el bar, entre la barahúnda que tan bien conocía ya («¿Por qué número van?». «Ya ha entrado la tercera». «Van por la segunda…». La cola, las mujeres, los niños correteando en traje de fiesta; diciéndose que, después de todo, era una mañana de domingo. El patio inolvidable. El color verde oscuro, la puerta gris, la pareja, el pasillo, el otro pasillo, la galería: «Van por la tercera». La espera era aún una dulce y ácida sensación de mundo recién descubierto. Un mundo que, por primera vez, sentía suyo, que le pertenecía de forma rotunda, incompatible). Ahora sólo siente la rebelde tristeza de haber perdido el mundo; o de que se lo han arrebatado de las manos; o de que el mundo no fue nunca suyo.
Isa cierra los ojos, no desea retroceder en el recuerdo, no desea asomarse de nuevo al agujero que se abrió aquel día (mucho después, en víspera del proceso, cuando fue otra vez en busca de Jaime). «Jaime no fue malo, tampoco, en ese momento. Un poco sarcástico, sólo. Pero lo mínimamente sarcástico que se puede ser en una situación parecida…». No fue humillante, puesto que todo, todo, era permitido, aceptable, con tal de que Mario tuviese lo que quería, lo que merecía, lo que deseaba. El gran bache fue otro: el que se abrió el día en que empezó a intuir, a comprender, a saber, que Mario no era ignorante de sus intrigas, que Mario aceptaba, y tal vez aprobaba. A Mario no le importaba que ella buscara a Jaime: que Jaime hubiera usado toda su «influencia» —aquella oscura y comentada «influencia» que le atribuían, medio temerosos, medio envidiosos, en la oficina—. Isa no quiere evocar el primer asombro, el aldabonazo primero; aviso y principio de una comprensión mordazmente reveladora. Pero ¿qué le importaba a Isa la admiración, la remota virtud con que adornara el paso de un Mario imposible, inexistente y —ahora así lo entendía— estúpido? «Lo importante es que Mario tenga lo que quiera». Lo que Isa teme reconstruir es otra cosa: la constatación de que allí brotó su amor. Cuando le descubrió vulnerable, débil y cercano, y lo sintió verdaderamente suyo, alcanzable, favorable. Mario, el débil. Mario, el que tenía miedo; el que vivía bajo un espeso, profundo y devastador espanto, cuyo origen ni podía ni quería conocer. Fue así, poco a poco, como desapareció el primer deslumbramiento y llegó este amor posesivo, factible. Mucho más violento y oscuro. Amor sin tino, sin razón, sin falsas caretas o falsas ilusiones, sin hipócritas autoidealizaciones. «Yo no he nacido para sueños —piensa—. He nacido para luchar y para conseguir concretas realidades». Desgraciada o maravillosamente —no lo sabe con claridad—, para apoderarse de todas las cosas, va pisando el mundo con el solo objetivo de aferrarse y defender fieramente un amor sin misterio; sin un mínimo vestigio, ya, de curiosidad, o de candor.
La calle ha quedado despoblada. Es un hora incierta. «Una hora estúpida», piensa, dentro de la lejanía, de la ausencia en que ahora flota. Una hora en que nadie llega, y nadie parte; ni siquiera se oye ya el bastón del sereno en las aceras. Una hora perdida, colgada, vacía de toda significación.
«Mario, Mario». Escucha su voz débil; parece una voz de muñeca. Como la de aquellos títeres, detrás del biombo, en el parque de su infancia. Aquellos que llamaban «Los curritos». Tenían una voz igual, una empequeñecida voz nasal, una imbécil voz que a las niñas les hacía reír, menos a ella. Le parecían despreciables, sucios, feos y sin ningún interés. Porque Isa era distinta en aquella ciudad. Isa, en aquella ciudad, fue siempre diferente de «las otras».
«Mario», se repite, con un súbito terror, ahora, sólo para oírse. Y es por fin, a manos del terror, a manos del indecible miedo de oírse esa voz, cuando por fin brota la ira. Recupera la ira, la abraza, la saluda con un goce furioso. La siente quemando su garganta, como cuando se aguantan los deseos de insultar, o de reírse del mundo. La ira burbujeante, amiga, tonificadora, rompe, salta, como un surtidor.
Un viento fresco agita unos papeles, despojos que una ya ausente multitud dejó caer al borde de la calzada, en los alcorques de los árboles. «Mario» —dice, con voz clara, reposada—. «Te vas a la m…». Respira despacio, hondo. Una vez, dos. «Ya te cazaré» —se recupera, poco a poco. Va añadiendo a sus pensamientos palabras; ira, coraje, fuerza—. «Ya te cazaré, descuida. Aunque no seas hombre para levantar una vida, ni un país».
Respira, respira, respira, hasta que algo cede, y va restituyendo poco a poco las dispersas emociones, las dispersas lágrimas, los dispersos y agónicos coletazos de la desesperación, a su región de espera, de aguante. «Pero descuida, que ya te cazaré».
Al fondo de la calle se enciende y avanza una lucecita verde. «Un taxi», piensa, con el mismo sobresalto que en el día anterior la resucitara de su apatía comprobar el avance de las manecillas del reloj. Eso fue ayer tarde, o hace mil años, ya no se sabe cuándo. «Si no lo cojo no encontraré otro, en esta hora maldita…».
Está cansada, no tiene costumbre de andar tanto, tiene los pies doloridos. No puede ir andando hasta casa. Debe descansar, no quiere sentirse mañana así, desmanejada, blanda, como una muñeca de trapo. O como uno de aquellos asquerosos Curritos que a las demás les hacían tanta gracia, y a ella no.
DESPERTÓ hacia las nueve de la mañana. A través de las persianas entraba el sol, a franjas. Había tres anchas ventanas, abiertas al declive. Contempló, parpadeando, las rayas de luz en el suelo. «Las habitaciones que reconstruyó tío Borja». A decir verdad, pensó, tío Borja se había cargado la mitad de la casa. Mandó derribar tabiques y había instalado allí dentro un curioso montón de cachivaches, más o menos valiosos; extraños objetos procedentes de países muy dispares. «Todo el gran desvalijamiento de Son Major —le había dicho mamá—, porque esa casa siempre le fascinó, desde niño».
Son Major, sobre el acantilado; adorado por tío Borja. ¿Por qué adoraría aquel lugar, lúgubre, abandonado, vacío? Se demolía lentamente. Nadie cuidaba de Son Major. Las jaras y ortigas invadían lo que, según oyó, fue un hermoso jardín. Bear vio caerse, materialmente, a pedazos, la barandilla de madera de su despintado balcón. Pero todo lo de aquella casa parecía obsesionar a tío Borja. Ahora, los restos de aquel desaparecido mundo yacían en esta especie de estudio que tío Borja se había construido. ¿Para qué? ¿Qué clase de trabajo o estudio se llevaba a cabo allí, como no fuese reunir amigos, beber, o estar sólo hora a hora, entre desolados vestigios de lo que adoró un niño, y que, acaso, ya ni siquiera le gustaban? «Porque esto le ocurre a todo el mundo». También a Bear, ciertas cosas (que años atrás le atraían) habían dejado de entusiasmarle. No entendía cómo la gente se empeñaba en ir hurgando hacia dentro, hacia el pasado; como si las cosas que ya no son, que han muerto, no fuera mejor olvidarlas, dejarlas allí donde seguramente es natural que estén. En cambio, tío Borja había acumulado cartas marinas, un polvoriento velero dentro de una botella, relojes, brújulas, estatuillas primitivas, figurillas de jade, esculturas africanas de dudosa procedencia… ¿Y todo para qué? «Si casi nunca viene aquí. Si casi nunca viene a la isla. Si se pasa la vida en Madrid, en Barcelona, o en la Costa Azul. Aunque diga que en el verano o la primavera iremos a los Grandes Lagos, yo sé que no es verdad. No tiene ganas de ir. El mundo de tío Borja está claramente especificado, se puede recorrer a ciegas en un mapa. Yo creo que siempre se engañó, diciéndose que le gusta viajar, que le gusta leer, que le gusta, incluso, ese podrido caserón de Son Major (que, al fin, por esas curiosas cláusulas testamentarias que dicen aproximadamente “… a mi querido hijo Manuel, y en su defecto…”; y en este caso, el defecto de Manuel, revertió en tío Borja). Cuando mamá me lo contó, la vi risueña, y triste. Ella sabrá por qué. Siempre que habla de estas cosas, parece que se ríe de su tristeza; pero no son verdad, ni su risa, ni su tristeza. En el fondo mamá es una buena persona; la madre más conveniente que se puede desear. No anda metiendo la nariz donde no debe como, por ejemplo, la intolerable madre de Luis».
Saltó de la cama, y pensó que, al fin y al cabo, aunque le criticase y se riese de él, tío Borja no había hecho otra cosa que imitar al abuelo loco, el de las habitaciones de arriba. Mientras se duchaba (en el minúsculo pero único cuarto de baño potable de la casa) bajo el agua fría y reconfortante, Bear se repitió, una vez más, que Mario tenía siempre razón. «El factor humano», recordó, «las máquinas, exactas, suelen cumplir su cometido con precisión: pero no fíes ciegamente a las máquinas el éxito de un plan, porque son utilizadas por seres humanos, y el elemento humano es imprevisible: estornuda, tropieza, dice una palabra, la única palabra inoportuna que provoca el cataclismo». Si tío Borja no hubiera arremetido con media casa (llevándose, entre otras cosas, la que fue antigua habitación de mamá), no hubieran alojado a mamá, contra toda previsión, allí arriba, en una de las tres estancias condenadas. No hubieran tenido que convertir a mamá en cómplice y guardián de Mario. Pero —pensó— de quien nunca se hubiera podido prescindir era de tío Borja. «Y, acaso, si mamá está involucrada en esto —aún más estrechamente que por el simple hecho de ser mi madre—, será más fácil convencerle a él».
Por las abiertas ventanas llegaban los ruidos y rumores de un gran ajetreo. «El gran día ha comenzado». Pero no aún el gran día de ellos, de los que utilizaban cuidadosamente la fiesta centenaria. La anciana no sabía que había llegado, verdaderamente, el día extraordinario.
Los de la casa habían explicado su programa de festejos con bastante insistencia. Misa familiar, oficiada especialmente en el oratorio privado (que era simplemente el gabinete de la abuela, dispuesto a esos efectos, desde que la anciana no podía acudir a la iglesia, según pudo comprobar). No resultaba muy soportable, desde luego, pero en este día Bear no quiere emitir ni una sola nota discordante en la gran conmoción familiar. Nadie debe fijar los ojos en él con especial interés o desacuerdo. Es preciso actuar dentro de la comedia, permanecer al servicio de la ceremonia, como un elemento más de ella. Como un florero, un sillón, o un lechón relleno.
A las diez llegaría tío Borja, y debía acudir al aeropuerto a esperarle, en el viejo Citroën. A las doce, según noticias, empezaría el gran jaleo. Tras la Misa, el largo aperitivo —con los mandamases, viejas y viejos del contorno, y los brumosos y complicados parientes de la isla—. Luego, el almuerzo sólo en familia. Había surgido familia por todas partes: desvencijadas primas, desencolados primos; remotos sobrinos, calvos y enajenados, que tenían su puesto jerárquico e inviolable en la mesa y la solemnidad del día. Una solemnidad que, en definitiva, se corporeizaba en la enorme tarima donde yantar, compuesta allá abajo. La noche anterior la vio, aún desnuda de manteles y vajilla. Parecía la armazón de un patíbulo; le recordó aquel grabado de las habitaciones condenadas, uno que reproducía los preparativos de una ejemplar penitencia colectiva.
Antonia llamó suavemente en la puerta, y entró con la bandeja del desayuno.
Tío Borja parecía contento. No del día que les esperaba, por supuesto. El día que le aguardaba, evidentemente, le recocía la sangre (frase textual de tío Borja). Pero estaba contento, casi exultante, por lo del regreso en la «Pez Espada». En cuanto subió al coche, se puso a hablar de eso. ¿Todo iba bien? Tuvieron una travesía estupenda, claro. Magnífico. Bear, por supuesto, era un verdadero lobo de mar. Sí, qué gran tipo. Le dio un golpecito en el hombro.
Bear le observó de reojo. No debía fiarse de tales jovialidades. «No ha llegado aún el momento de hablarle». Fue siempre partidario, con todo el mundo, de los hechos consumados. Desde el abuelo Franc, pasando por la misma Beverly, hasta mamá. Con cuanta gente tropezó en su camino, cada vez que necesitó de alguien, nada dio tan buenos resultados, por lo general, como el hecho consumado. «Yo creo que debíamos salir mañana sobre las seis…», opinó, mientras tanto.
Ahora conducía tío Borja. El aire despeinaba un poco su pelo, tan cuidadosamente cortado, alisado y locionado. El perfil, agudo y súbitamente simpático de tío Borja, asentía: «Estupendo, estupendo». «Naturalmente» —se repitió Bear; y otra vez la rara sonrisa que sólo le llegara en soledad bajó hasta él—. «Cuanto antes escapemos de aquí, mejor. Está deseando que pase este horrible día, que lleguen las seis de la mañana, olvidar la vieja que le retiene una herencia ya varias veces dilapidada, estirar un poco más la humillante paciencia, y, por fin, ¡fuera!».
También lo deseaba él. Un mudo gemido de alivio le subió al pecho. Ya estaba deseando que fueran las seis de la mañana, que volviera, de nuevo, otro día. Que todo hubiese terminado: centenario, acecho, disparo, muerte, huida. La vida es algo demasiado importante para estropearla estúpidamente. Pobre tío Borja. Sintió cierta inusitada, débil ternura («una sucia compasión, a decir verdad») hacia él. «Tío Borja no hundirá nunca a mamá. No puede. Si lo hiciese no sería él». Sintió que poseía, de pronto, una gran seguridad.
Ahora, el viento primaveral se llevaba lejos las palabras de tío Borja. Ahora, no importaba lo que decía tío Borja. «Tío Borja sueña otra vez con el mar. El mar es el elemento donde tío Borja parece salir de pronto de sí mismo; vivir un hombre que no es él; una vida que no es la suya». Cuando volvieran al mar, ya estaría todo consumado, ya nadie podría retroceder. «Quizá, ¿por qué no? Es posible que tío Borja me lo agradezca algún día, íntimamente». Tal vez ese día hipotético, eso tan sencillo que Bear no sabe explicarle, tenga respuesta; eso que le pregunta a veces y él no puede contestar. Tío Borja, flotante en sus confusos y trascendentes conceptos de honor, familia, raza; entre cuchicheantes y conspicuas concomitancias de familia; entre chasquidos de besos fraternos, aún con gesto infantil, le desazona. Mamá y él, sus bromas de niños crecidos, resucitando infantiles rencillas con sonrisa desamparada; rencillas que se empeñan inútilmente en reavivar. Tío Borja le dirá a mamá, una vez más: «¡Qué mal te sienta ese peinado!». «Igual que entonces; siempre tenías que decirme lo mismo. Pero si yo nunca he “usado peinado”», dirá mamá, orgullosa de su aparente sencillez, de sus cabellos y vestidos tan aparentemente sencillos (sólo Beverly sabe el número exacto de dólares que cuesta la sencillez de mamá). Tío Borja la besará (besan a todo el mundo esta gente). Tío Borja llama a tía Emilia «la pobre mamá». ¿Por qué siempre tía Emilia es «la pobre», dicho con un peculiar levantamiento de cejas? ¿Pobre de qué?».
Tío Borja avanza hacia la vieja casa que odia con todo su corazón, pero que no se atreve a desafiar. La casa que alberga la perversidad de cien años, glotones y tiránicos, sentados como Feroz Cancerbero sobre el Gran Arcón del Tesoro.
Ah, tío Borja, qué bien te revelaste a Bear, de pronto, en la mañana, cuando apareció la silueta de la casa contra el inocente cielo; qué bien te vio Bear, a ti y a tus restos de honradez, prendidos en alguna parte; «como un jirón enganchado en un clavo, han quedado prendidos, en alguna parte de ti y de la casa, honor, amor, recuerdos, orgullo de casta…». Todo, piensa Bear, flota en ese jirón que es ya, sólo, un desteñido banderín, sin viento que lo haga flamear. «Pero muy oportuno, ahora». Tío Borja aceptará el trato hecho a su modo. No hundirá nunca a mamá. Tío Borja no mezclará a mamá en una sucia historia de ilegalidad y terrorismo: en una sucia historia donde también concurren circunstancias (favorables) de convivencia nocturna, en las altas habitaciones condenadas. (Pero aún respetables). En este mundo intachable, los pecados de la carne y del espíritu sólo pueden aparecer así: pintados en las paredes por un mal artista, casi inocentes de puro estúpidos. «Y mamá, pese a todo, ya está mezclada en esta historia». Acaso…
Pero en todos los proyectos, en todas las estructuras, existe la posibilidad del acaso. Si no, serían leyendas, historias. «Acaso, el hombre de los ojos de bebé, rompa súbitamente esta noche (a la hora exacta en que los relojes señalan exactamente las exactas costumbres de los hombres ordenados, silenciosos y metódicos), acaso, a la hora acechada, cronometrada, constatada, el hombre de los ojos de bebé rompa, por primera vez, sus incondicionales costumbres. Acaso, la invariable soledad del hombre solo, al que le gusta vivir solo, se quiebre esta noche en una presencia ajena, intempestiva y absolutamente gratuita. Acaso, a este hombre a quien nadie espera nunca, por vez primera en su vida alguien le espere en el jardín de cuidados gladiolos rosa, geranios y pequeño cobertizo donde se apilan, en pulcra distribución, los guantes, la pala, el rastrillo, usados por el metódico hombre con metódicas aficiones de jardinero solitario. Acaso, el motor de este viejo cacharro que ahora conduce tío Borja llegue a su último rendimiento, y no se ponga en marcha, al otro lado de la tapia. Acaso, un perro ladre inoportunamente, o Mario tropiece… El elemento humano no es de precisión».
Pero el que se detiene en los acasos no conseguirá nada, en ninguna parte. Bear oye crujir la grava bajo las llantas, y el coche se detiene. El inverosímil viejo avanza, torpe, en su reuma; abre la puerta del garaje que más se parece a una cuadra. «El que se estanca en los acasos nunca dará el pequeño o gran paso que puede cambiar la vida, o el mundo».
Al subir la escalera se percibe el ronroneo de «la pobre mamá», que baja los peldaños hacia el niño malo, que nunca se deja ver. Mañana, a las seis, a la primera luz, el mar aparecerá hermoso, dilatado, un mundo recién nacido. Mañana, cuando el mar se lleve de la isla a Mario, a Bear, a Borja, como si nunca hubieran estado en la isla, el hombre de los ojos de bebé aún yacerá en el suelo, o en su sillón; ya mudo, ya inmóvil, ya incapaz de desbaratar lo que, con tanta paciencia, con tanto ardor, con tanto sacrificio, se ha conseguido a lo largo de casi dos años. Todo seguirá su curso normal. Nada entorpecerá el inevitable curso de lo que debe ser, y no puede dejar de ser.
Al subir la escalera, tras el abrazo de tío Borja y «la pobre mamá», Bear nota algo parecido a un estallido en alguna parte de su ser. Un mudo, deslumbrante fuego, un violento crujido de felicidad. «Antes de las nueve de la mañana no llega nunca a su despacho. A las nueve de la mañana, nadie sabrá, jamás, que Mario estuvo en esta isla».
Besos, besos, besos. ¿Quién habrá inventado esta clase de efusiones, besos que suenan chas (como una rana aplastada en la mejilla), húmedos besos que hacen muá; esos besos apretados, o esos otros, en el aire, que hacen chis? Toda clase de besos, observa Bear, pueden apreciarse aquí, esta mañana. Por lo menos, Beverly, entre otras apreciables cosas, le preservó de semejante canibalismo moderado. Una infinita gama de labios se fruncen, imitan leves papirotazos. Sobre todo ahí, en esa mejilla (bolsa de años, piel arrugada, fláccida); impertérrita y pasivamente tiránica.
La Misa ha terminado. Al extremo de la habitación dos niños monaguillos se asoman, ligeramente estupefactos, a la puerta del oratorio–gabinete. El más pequeño está a punto de pisarse el borde de su túnica. Mirándole, Bear piensa en un remedo infantil y destronado del Rey de Copas. Una copa lleva, verdaderamente, entre las manos; que debe retornar al gran cofre de los tesoros familiares, de donde salió; solemne y escasa (sólo se usa en días tan señalados y significativos como éste). Aún experimenta Bear un húmedo malestar, recordando el momento en que la anciana, colocada en primera fila, ha alzado su mano, afilada como una garra, para cortar el inicio de una perorata que comenzaba más o menos: «En este día, símbolo y compendio de una larga tradición de señorío y bonhomía…», para sofocar (con su voz extrañamente firme, casi imposible en esa garganta cercada por la cinta de terciopelo): «No hay sermón». Bear ha contemplado el humillado asombro del joven y nuevo párroco de este lugar. (Inexperto y campesino, cabeza rapada y grandes pies).
En la terraza aguardan los irreales primos del centenario. Ancianos todos, sea cual sea su edad. «Como si hubieran dado asueto a un curioso, lujoso y decrépito asilo, un asilo de durmientes mugrientos y valiosos; iguales a esa casulla que, según oigo, vale una fortuna. Aunque me haya parecido sólo un trapo sucio, cubierto de oro y rosas».
Hace mucho calor. «Qué gran calor, ¿verdad? Impropio aún de la estación». El calor, pegajoso, atrae un ejército de menudos volátiles: dorados, verdes, tornasolados, que se lanzan gozosamente sobre las frentes perladas de sudor. Bear mira al cielo: no hay nubes. O sólo, quizás, es todo el cielo una gran nube, plana, lisa, que borra sombras y transparenta una luminosidad metálica, mezcla de luna y sol. «Chas, chas»; ahora ya no son los besos, es la mano plana, huesuda, del anciano con cuello de terciopelo verde: aplasta, con un goce infinito, los ojos casi en blanco, un mosquito cándidamente goloso de su amarilla calavera.
Qué extraño, mamá no está. ¿Por qué no está aquí mamá? Una leve irritación nace en Bear. Tampoco mamá debe ofrecer ninguna nota discordante. Nadie debe atraer la atención de nadie, en un día como hoy. Mamá debe continuar aquí, apática, sobriamente amable —algunos creen equivocadamente que mamá es muy orgullosa—; correcta comparsa. Mamá debe estar aquí, en su puesto. Durante todo el día mamá debe permanecer en su puesto.
Sólo cuando llegue la hora decisiva, Bear saldrá de aquí. (A esa hora ya estarán recogiendo los huesos residuales en platos y cestos, todo el vasto cementerio de aves y porcinos, de plumas; los manteles amarillos, probablemente valiosos; la porcelana, el cristal, las migajas y los besos. Ya desfilarán, en sus tartanas —o en esos artefactos de edad y nombre indefinible en que llegaron—, civiles, paisanos y eclesiásticos). Bear contempla frentes sudorosas, cuellos oprimidos, medallas, guerreras de corte napoleónico; curiosas manifestaciones de afecto y acato, en Reconocidas y Severas Autoridades. «Mi bisabuela es un mundo», piensa, en un contradictorio resquemor y respeto. «Un Tótem, un Torreón, un Ejército…». Las copas azules, verdes, opalinas, brillan abigarradamente, bajo el terso cielo. Hay algo infinitamente incómodo, en esta amplia terraza, desde la que no se puede distinguir el mar. «¿Dónde habrá ido mamá?».
De improviso, Bear descubre fijos en él unos ojos, luminosos y grises, igual que este cielo. Por primera vez, quizás —al menos en su memoria—, Bear siente un estremecimiento, algo parecido a terror, o repugnancia, o infinito asombro. Un par de ojos grises —inhumana, salvajemente vivos— resucitan como dos Lázaros en una cara espesa, blanca e inmóvil. «¿Cómo se puede tener esos ojos a los cien años?», piensa; y le parece que esos ojos son capaces de paralizar su mano: el vaso del que iba a beber ha quedado pegado a sus labios, quieto. En medio del enjambre —murmullos, risas mimosas, exclamaciones admiradas— un largo silencio se abre paso, firme y duro, como una lanza, entre esos ojos y Bear. «Yo no la he besado», se dice, sin saber por qué. Una rebeldía pueril le llena: «Ni la besaré. Será la única nota discordante: pero, por lo menos, no la besaré». ¿Sera esto el principio del odio? Baja los párpados y hunde la mirada en el líquido dorado, fresco, de pronto amigable. «Nunca he odiado a nadie. Nunca he odiado a nadie», se repite, con monótono estupor. Una frase irónicamente deformada llega en la bruma de otra frase lejana: «Este muchacho ya tiene edad de conocer su patria». «Este muchacho ya tiene edad para conocer el odio». Pero esta no es la Patria de Bear, Bear no tiene patria. Bear no habla nunca de esas cosas. No quiere empezar, de pronto, a decirse cosas parecidas.
«Y a todo esto, ¿dónde habrá ido mamá?».
El ruido —los crujidos, las halagüeñas exclamaciones, las viejas e indescifrables bromas, los afanes culinarios y ornamentales que componen el rumor de esta casa— se ha aglutinado ahí abajo: entre el gran comedor, la terraza y las dependencias del servicio.
La escalera, solitaria, le trae un silencio que no es sólo ausencia de ruidos o de voces, sino algo más denso, más desusado: como si el silencio que parte del viejo corazón de la casa, parado reloj de carillón, estuviese formado por el compendio de todos los gritos, de todos los rugidos de la tierra. Un silencio envilecido por el estruendo de siglos de lamentos y de huecas palabras, por largos clamores de desesperación, amor, abnegación, lujuria, le obliga a detenerse. Apoya la mano en el pasamanos de madera, piensa: «No tengo por qué ir a investigar adonde fue mamá. Qué me importa donde esté. No es nada importante que…». Pero sus pasos continúan, ascienden, no obedecen a su razón. Sólo a una oscura llamada (parecida a otra lacerante llamada, en unos ojos grises, casi bestiales de puro humanos) que le resulta imposible identificar. Un estremecimiento le asalta: «No deben abrirse las viejas estancias, no deben saltarse las viejas y mohosas cerraduras, no debe penetrarse en las enrarecidas, polvorientas, decrépitas habitaciones que algunos hombres, que algunos locos, tuvieron sólo para sí; para esconderse, para que nadie conociera la última verdad de su mísero desamparo…».
Pero no puede detenerse en premoniciones, en ráfagas absurdas que jamás conducen a solución alguna. Bear sube, abre puertas, llega al borde del mundo que, minutos antes (quizá las mismas paredes de la ruina, quizás ese enjambre de voces desesperadas que ya, en su estruendo, nadie oye, y toma por silencio), le advirtieron no desvelar.
Ha cedido el calor, y en el confín de la tierra, de los árboles, de los objetos, se anuncia una noche perfumada. Es el momento en que, ahítos, fatigados, enajenados de placer, confusión y achaques, el último reducto de comparsas trepa hacia sus innominables vehículos. Fantasmas de alguna feria arcaicamente bulliciosa (con vestidos de marinero y sorbos de zarzaparrilla). Los ancianos parientes, ya olvidados del reciente y aún no sellado festejo, parten de nuevo al sonambúlico país de donde llegaron. Hacia paredes desconchadas, cuadros cara a la pared, gatos ladinos y sustitutivos de un afecto esparcido, huido o muerto. Hacia el sonambúlico Limbo de los muertos remolones, rezagados, cegatos, sordos, glotones, delirantemente suntuosos.
Bear mira a mamá. Su silueta aparece extrañamente clara, casi blanca, junto a esa plateada higuera donde el último reducto de primos exhala erráticos besos sin destino preciso, bienaventuranzas y elogios dedicados a una ceremonia que ya confunden con el último funeral familiar. Parten (regresan), acompañados, sostenidos, empujados por sirvientes de aire insomne, severamente protectores; espejismos de alguna última vanidad recogida bajo los muebles, o al fondo de un oscuro cajón, como una joya olvidada.
Mamá y tío Borja, postreros centinelas de esta babilónica destrucción, aguantan firmes el espectáculo de seniles embriagueces e inusitadas lágrimas, como las de esa anciana prima que llora la muerte de la centenaria, convencida de haber asistido a su sepelio, en lugar de a su cumpleaños. Mientras ella, la gran protagonista indiferente, en brazos de Antonia y tía Emilia, ha trepado de nuevo a los privados salones de su reino; la cabeza ladeada, los ojos fijos en el índice que ensarta cuatro anillos (demasiado anchos para él).
Una noche como ésta, olvidada del rencor del sol, dulcificada por un cielo casi verde, es una extraña noche para la venganza, piensa Bear. Pero ésa es otra de las mil farsas tejidas en el vasto enramado de recelos, miedos y terror que es preciso barrer de la tierra. La venganza no es una palabra apropiada para esta noche. ¿Cuándo oyó Bear esa palabra? ¿Se pronunció acaso durante el largo y elaborado programa? No la pronunció Mario. Nunca ha hablado de venganza. Es una palabra sólo permisible a Gerardo. Sería justa palabra para él, aunque tampoco la pronuncie. Pero una palabra prohibida, para Mario o para Bear.
Se dirige al garaje, y el viejo coche trepida, arranca. Posiblemente, nadie se ha fijado especialmente en él. Aunque en este momento ya no le importa demasiado.
Tras la polvareda tartajosa, temblequeante, de los últimos primos, Bear cree rematar el cortejo bufo–patético. «Los últimos fieles», se dice, con amargura.
Cuando, por fin, sale a la carretera, en algún lugar —quizás al borde de los pinos, quizás allá, sobre el mar— el sol tiene todavía un dulce desperezamiento, una última mirada de oro. «Tal vez se ha dado cuenta de mi marcha». Una tranquilidad helada le invade casi físicamente. «Lo que más me gusta de ti, dijo Mario en varias ocasiones —y lo recuerda ahora, aunque sin el orgullo de la primera vez—, es el dominio, tu control, tu serenidad».
En la brisa, Bear sonríe. «Tu compostura», decía Beverly. «Bear, no descuides tu compostura».
Aquel tramo no era muy concurrido, y aparcó sin dificultad. Al frenar el Citroën, súbitamente, pareció convertirse en un dócil y maravilloso instrumento de precisión. «Habrá que revalorar y desechar tantas cosas…». Recomenzar. Eso, ya, era lo único importante. «Parece mentira cómo podemos, tan inocentemente, tan suavemente, engañamos; cuando la realidad nos está gritando en los oídos su escueta y simplísima razón. Parece mentira cómo tan voluntariamente podemos ensordecer; luchar denodada y cruelmente contra nuestra íntima e irreprochable verdad».
Bear bajó el cristal de la ventanilla. En la acera, a ambos lados de la puerta del bar, se alineaban los veladores. La mesita señalada estaba vacía, todavía. Bear comprobó su reloj: «Faltan aún cinco o seis minutos, a lo sumo».
(A veces, la gente parece como afanosa en precipitar su destrucción. Contrariamente a lo observado y cronometrado escrupulosamente, días atrás, el hombre de inviolables costumbres avanza, calle abajo, hoy [golpeando con el doblado periódico la rodilla] cuatro minutos antes que los otros días. Vira en la esquina, se acerca a su velador, deja su periódico sobre el mármol, y, con gesto levísimo, casi imperceptible, inexorablemente habitual, levanta las cañas del pantalón hacia arriba. «Le molestan las rodilleras, las deformaciones. Cuida los trajes. Es pulcro, metódico, justicieramente exacto». Una simpatía débil, muerta antes de tiempo, brota en algún lado, en algún impensado rincón del Pensamiento–Bear. Pero, ya, Bear es una cosa y su Pensamiento otra. Bear es una forma dócil, sumisa, sólo obediente al Pensamiento que ya ni siquiera siente propio: ni siquiera nacido de Bear. [Con todo y ser Bear, únicamente Bear, ese Pensamiento–Orden.] Esa voz de mando, vacía de todo sentimiento, parece constituir, ya, la única forma de vida posible. «Es bueno vivir tranquilo», desliza una vocecilla furtiva, que aún pertenece cálidamente al Bear familiar y conocido).
El hombre se sentó despacio, desplegó cuidadosamente el periódico sobre el mármol mientras se acercaba el camarero, y hablaron parcamente. El hombre se pasó un dedo, chato, blanco, sobre la ceja. Luego, deslizó la yema hacia el lagrimal y allí se detuvo, frotando ligeramente alguna inoportuna desazón. «Tu última desazón», decidió el Pensamiento–Bear. No era preciso bajar del coche, ni acercarse. Así, asomado a la ventanilla, desde su asiento al volante, esperó a que el camarero diera la espalda y entrara de nuevo en el bar. Sacó del bolsillo el bulto pequeño, el peso negro y breve, y lo levantó con exactitud paralela a las precisas y matemáticas costumbres del hombre. «Adiós, ojos de bebé». Le despidió maquinalmente, con voz perfectamente audible.
La mano blanca se detuvo bruscamente. Se abrió, como un gordezuelo abanico, como un inofensivo sapito aplastado en plena carretera. Trepó, ya indecisa, torpe, hacia la frente. Los ojos azules, inocentes, enormemente redondos, quedaron plácidamente estupefactos; quizás a las puertas de un remoto dolor, demasiado fugaz para ser entendido. Había un agujerito negro, rojo —francamente envanecedor en su precisión y limpieza—, sobre una mirada absolutamente ajena e ignorante de cuanto pudiese detenerla para siempre.
Ni siquiera fue necesario la huida, o la prisa; ni hubo tumulto alguno. Pudo poner el motor en marcha, arrancar, desaparecer, regresar.
Un disparo es algo insólito. Un hombre con una bala en la frente no es un espectáculo frecuente, cotidiano. Apenas suceden cosas: un transeúnte se para; una mirada de incredulidad; una cabeza que se vuelve y otea hacia un lugar que no es el lugar del suceso. Lo insólito, según se ve, es algo demasiado brusco e inconcebible, demasiado incomprensible. Queda, pues, tiempo para arrancar y desaparecer en el primer asombro o la primera indignación.
(No para huir, desde luego. Bear no huirá jamás, ya. Acaso hubiera preferido que no le permitieran marchar así, tal como le han dejado: tranquilo, casi airosamente; prendida en la nuca una mirada de asombro, de absoluta estupefacción. No han tenido, siquiera, tiempo para enfurecerse. «Qué cosa rara, verdaderamente, qué gran imponderable, el factor humano. En esto, por lo menos, Mario tenía razón». La carretera clarea bajo una luminosidad tersa, llena de paz. «Después de esto, la gente de este país que Franc llama la Patria, me definirá de varias formas. Loco, dirán los unos. Otros dirán: qué agallas tiene el angelito; alguno pensará: vaya hijoputa… Cuánta inexactitud, a decir verdad, en cada afirmación. No poseo ni una brizna de genialidad para ingresar en la locura; ni tampoco el más mínimo asomo de ese paradójico valor suicida que anima a quienes aman demasiado esta vida. Y mamá no es una puta; solo una buena mujer, madura, solitaria, inútil… Ella sí es mujer para Mario, en vez de Isa…»).
Ya era noche oscura cuando golpeó aquella puerta con los nudillos. Pero sabía que ella no estaba allí. Por eso la empujó y descubrió, al otro lado, el rosado resplandor de la lámpara. No era tampoco una sorpresa, esa puerta (la otra, la que guardaba sólo una vacía sala a cuyo extremo otra puerta abría y cerraba el escondite de Mario) entreabierta, por cuya rendija escapaba la rosada luz de un globo de cristal rojo. El olor a moho, a sal, a polvo, llegó a él con la desagradable sensación que le produjo, y disimuló, la primera noche. (Sólo habían pasado dos noches; desde entonces, qué extraño, parecía que hubiera transcurrido un cortejo de años, sin días. O un día largo, como un año, sin noches).
Entró en la sala vacía, y despertaron a la luz los pintarrajeados jovencitos, inútilmente obscenos. Bear percibió el rumor, la sorpresa de dos seres que súbitamente se creen sorprendidos. Retardó sus movimientos: avanzó despacio, la lámpara en la mano. «Que tengan tiempo de recoger cuanto han abandonado; que puedan componer el gesto, la expresión, la compostura; que puedan improvisar unas frases, una actitud, una mirada…». Ahora, sí, ahora la sonrisa difícil y únicamente solitaria, llegaba sin esfuerzo, como algo profundamente cierto, real; incluso compartible.
Sonreía, cuando ellos aparecieron. Se dio cuenta: «Nos hemos encontrado aquí, en la sala vacía: no en la guarida de Mario, ni en la habitación de mamá. Nos hemos quedado aquí, en la sala vacía, con dos puertas medio podridas, una a mi espalda, otra a sus espaldas». No creyó que esta escena se produciría allí. «Imaginé, no sé por qué, que este encuentro ocurriría entre los legajos y el polvo, o en la improvisada habitación de mamá».
Pero allí estaban los tres, enfrentados. Bear observó la indudable y azarada expresión (de susto, o de irritación, o de severidad, o de humillación) que parecía llenarles. A los dos, a él y a ella. Y efectivamente, tenían ambos el vago aire de haber recogido precipitadamente algo olvidado. Algo que no era la ropa. (Y se burló de su propia inocencia, se rio de su propio candor por haberlos imaginado destronados y desnudos, como Adán y Eva). Mario estaba cerca de él, adelantado, como quien supone debe tomarlas riendas de lo imprevisto e irremediable. No aparecían desnudos de ropas, pero sí estaban desoladora, patéticamente desnudos de algo muy sutil, vastamente doloroso y perdido. Algo que él, Bear, acababa de destruir conscientemente.
«Bear», dijo Mario. Notó la vacilación de su voz, y contempló aquella mano que se levantaba maquinalmente hacia el centro de los ojos (como si rozara con el índice el imaginario puente de inexistentes gafas; aquel gesto que tan bien conocía; el gesto de Mario cuando buscaba solución a un problema demasiado complejo).
El vacío total de sentimientos que, desde hacía un incontrolable y dilatado tiempo (esto ya no podía cronometrarlo como hubiera deseado), le empujaba a actuar, a hablar, le obligó a enfocar la lámpara, con desapasionada curiosidad, hacia el rostro de Mario. Y en la oscuridad flotó un rostro casi blanco, absolutamente desconocido. Luego, dirigió la luz al fondo, hacia la silueta de ella, que permanecía quieta. Parecía apoyarse en la pared, rodeada de efebos desteñidos. En ella sí descubrió un muy antiguo rostro, en ella sí reconoció, de pronto, infinidad de rostros, de voces, de palabras quizá: pero patentes, visibles y familiares. Como surgidas del misterioso baúl de la memoria (su memoria, que no sabía si remota o aún no sucedida). Ella parecía apoyada en los torsos desnudos, planos y vivamente sonrosados, de unos locos muchachos. Sus ojos ofrecían una fijeza diáfana, casi translúcida, cerca de la luz. Esto avivó aún más su curiosidad: no apartó la luz de ella, mientras oía la voz de Mario. Le escuchó sin mirarlo, sólo mirándola a ella. Como preguntándose la razón de haber sido alguna vez, allí dentro, un inmundo grumo de tapioca.
Mario dijo:
—Bear, escúchame, Bear.
Pero no le dejó continuar:
—Ya lo sé. No es aquí donde debo estar ahora, sino esperándote en la calle, dentro del coche, al otro lado de la tapia.
Le hablaba, pero no le miraba. Porque el rostro de él ya no ofrecía interés alguno. Sólo el de ella podía aún desvelar algún nuevo, desconocido país.
—Bear —repetía Mario. Y parecía, poco a poco, recuperar una firmeza que, ya, ninguna falta hacía a nadie—. Debí habértelo dicho antes, pero no estabas en la casa, tu madre no te encontró. Te fuiste antes de la hora convenida; quería que ella te llamase, porque tenía que decírtelo. Siento mucho lo que he de decirte. Tal vez ahora no lo vas a entender pero algún día quizá…
«¿Cómo es posible?», se dijo Bear, dolorosa, profundamente divertido. «¿Cómo es posible? ¡Mario, repitiendo las viejas frases consabidas!».
—No va a ocurrir —prosiguió Mario—; he desistido. No se va a llevar a cabo nuestro plan. No puedo explicarte más. Pero no te preocupes por mí.
Le dejaba proseguir su explicación, ya inútil, ya fuera de razón: le dejaba seguir.
—Volveré solo, no te ocupes de mí, olvídalo todo, Bear. Olvídame a mí. Lo siento, pero…
Entonces se volvió, despacio, y lo iluminó con la lámpara. En su reloj —cronómetro que no fallaba nunca, porque las máquinas difícilmente fallan— las manecillas corrían inaudiblemente vertiginosas. Le dijo:
—No me preocupo, no importa, ya está hecho.
Entonces, dejó que el silencio se deslizara paredes abajo; junto a las casi invisibles gotas de humedad, sobre las nalgas, los brazos, las sonrisas descaradas de los efebos. Permitió aquel silencio el tiempo justo para adelantarse a otro comentario, más o menos inadecuado, de Mario, o de ella:
—Sabía que no lo harías, lo he oído cuando se lo decías a mamá. No pensaba espiaros: a mí no me importa la vida privada de mamá, ni la tuya. Pero no pude evitarlo, lo oí, cuando se lo dijiste: Ya no va a ocurrir nada. No lo haré. Se lo diré a Bear. No lo haré. Bueno, ya ves, no hay que preocuparse. Lo hice yo solo.
Sacó la mano del bolsillo, y a la rosada luz mostró el arma. Aquella que Mario le entregara (ahora parecía que muy remotamente), «porque no deben olvidarse los imponderables».
Entonces oyó algo que, verdaderamente, no esperaba. No era un llanto histérico, ni la queja de una desolada mujer, ni un grito reprimido. Era una especial suerte de mugido, quedo, que no pertenecía a ser humano o animal conocido; un aterciopelado, casi dulce mugido; infinitamente más desesperado, más desolador que el llanto. Y aquel mugido le hizo una pregunta insólita. Una pregunta que pareció arrastrarse suelo adelante, hacia sus pies. Una ladina y amarguísima pregunta:
—Pero… ¿te han visto?; ¿o no te ha visto nadie?
El estupor, de pronto salado, acre, como el aire que entraba y corroía la desnuda habitación, ahuyentó su sonrisa, le hizo retroceder hacia la puerta, pararse en el dintel. Tardó en recuperar su propia voz, desde el asombro:
—Sí, me ha visto todo el mundo, porque no me he escondido de nadie.
«Ya no serán necesarios —pensó vagamente, mientras devolvía la lampara al suelo, en un silencio y un resplandor que iban convirtiéndose paulatinamente en algo cada vez más irreal— los últimos jirones de caballerosidad, de hidalguía, de honor, que reserva púdicamente el tío Borja. Ya no le van a servir a nadie».
AQUÍ aparece, otra vez, este desgraciado cuaderno, estas estúpidas palabras. Siempre el mismo cuaderno, este infinito desorden. Pero ¿no lo había destruido, no lo había quemado, o tirado? Siempre aparece, cuando más inoportuno. Lo leo, lo tomo, escribo otra vez: y lo que leo, lo que escribo, me parece indescifrable. Lo releo, y no entiendo una sola de estas líneas. Como si estuviera escrito en un desconocido idioma. He pensado, muy a menudo, que nadie puede escribir un diario, un verdadero, serio, ordenado diario. Y ahí está este cuaderno, apareciendo cuando no lo busco, cuando creo que hace tiempo, no sé cuánto, lo perdí.
Yo hubiera querido escribir un buen diario, algo que se pudiera leer después; vivir dos veces, como dicen los anuncios de máquinas fotográficas, o de libros. Pero, ya lo he dicho muchas veces: nadie puede reconstruir, pedacito a pedacito, día a día, el acontecer de las gentes. Porque, después, ¿quién va a entender, a descifrar, un tiempo siempre remoto?
Por ejemplo, Bear tenía las manos grandes, doradas, suaves; unas hermosas manos de muchacho. Me acuerdo muchas veces de las manos de Bear. Pero por más que yo escribiera en mi diario: Bear, mi hijo (yo tenía un hijo que se llamaba Bear: es decir, Roger, o más bien Osito, porque se parecía a un osito de trapo); pues bien, aunque escribiera aquí: Bear tenía unas hermosas manos, incapaces de hacer daño a nadie, incapaces del mal; aunque yo hablase, días, años, páginas y páginas, de las manos de Bear, o de mis propias manos de niña, o de las manos de otro muchacho (un desgraciado, un pobrecillo, criatura necia, estúpidas criaturas, perdiendo el tiempo, el precioso tiempo que no se recupera jamás, perdiendo la vida en inútiles afanes, en gestos inútiles que a nadie van a aprovechar), ni aunque yo hablase años y años de mis manos, de las manos hermosas y morenas y arañadas de Manuel, o de Bear, ¿quién devolverá las manos de él, o del otro? ¿O mis manos de niña, a lo largo del quicio de las puertas, buscando un nudo, una rendija, una curva suave y pulida como la piel de un niño…?
Y Bear, ¿dónde estás?, ¿dónde estás, ahora? ¿Adónde vas?
Barcelona–Bloomington (Indiana University)–Sitges