SEGUNDA PARTE

LARGAS ESTANCIAS

CERRADAS Y VACÍAS

I. Diario en desorden

NO sé cuánto tiempo ha pasado desde que pregunto las mismas cosas, hasta aburrir mi voz. Y, de pronto, se me ha ocurrido que él tiene más paciencia que yo. Luego, he vuelto a decirme que no tiene derecho a parecer paciente, o equilibradamente sereno, cuando únicamente está pidiéndome algo. Algo que yo nunca hubiera osado pedir a nadie. Y a él, tal vez, menos que a nadie. Claro que (lo olvido con frecuencia) esa es, según dicen, la misión, o tradición (o lo que sea) propia de la función materna. ¿Qué he sabido yo nunca, de la función materna? Es doloroso pensarlo ahora, cuando lo veo crecido, absolutamente ajeno. Me duele su juventud, como me dolía en otro tiempo verle avanzar torpemente, sobre sus piernas de dos años, hacia mí; con un puñado de hojas secas en la mano. Me duele suponer que habla impulsado por la bondad o por la maldad. Cualquier cosa que de él venga, me duele como algo irremisible y de lo que me siento total, absolutamente culpable. Tal vez el dolor se parece mucho al amor.

No sé cuántas veces le he preguntado, y no sé cuántas veces ha respondido lo mismo:

—¿Qué ha hecho?

—No puedo decirte más.

—¿No puedes darme cualquier excusa, por lo menos?

—No.

—¿Ni siquiera una excusa?

—No, he dicho todo lo que podía decirte.

He estado mirándole con toda la lejanía de que soy capaz. Mejor aún, con la lejanía de que ya no podré desprenderme cada vez que le dirija la palabra. Sólo sé que he oído frases como viejos rumores; y no deseo, a ningún precio, entrar de nuevo en ese mundo, en el paisaje de nombres, recuerdos, hechos, que abandoné hace mucho tiempo. De improviso, saltan y golpean ecos que no deseo, de ningún modo, descubrir ni recuperar.

Todo quedó ya en otra barrera. Muy lejos de estos días presentes, que, apenas hace unos minutos, decidí defender. Un presente que, aquí, en esta casa, en esta isla, se me revela como mi única forma de vida posible. No voy a retroceder, precisamente ahora.

Bear me obsesiona, así, sentado, los brazos colgando a los lados del sillón, como acostumbra. Parece mentira lo familiar que me es ya ese gesto, en él: las manos lacias, sobre las rodillas. Mucho más familiar me resulta ese gesto que sus ojos, o su voz (o todo lo que pudiera contarme o recordarme de cuando él recogía hojas caídas, tan torpemente, y las lanzaba infructuosamente al fuego). Ahora, lo único familiar es, acaso, el gesto de los brazos, igual que alas mojadas; la cabeza ladeada, los párpados bajos.

Ese gesto es David. Ese gesto es su padre, frente a mí. Materialmente hundido al fondo del sillón; pero no por lo que decía, sino porque era su habitual forma de sentarse. Por un momento he llegado a sospechar que no está realmente en un apuro; que, en todo caso, esta nueva preocupación, o problema, no añade nada a sus habituales preocupaciones y problemas.

—Mírame —he dicho.

Y a mi pesar, la voz me sonó autoritaria, y me vino el desagradable reflejo de otras voces, otras órdenes igualmente inútiles e infructuosas. «Qué horrible raza la mía», pensé. Como si repitiera algo ya muy antiguamente conocido.

Bear levantó la cabeza. Pero su mirada no se posó en mí, sino que se prendió detrás de mí, como flotando en un punto indeciso. «No tengo nada más que añadir», repetía. No sé ya cuántas veces se lo he oído en las últimas horas.

—No creas —he dicho, conciliadora (o intentándolo, al menos)—. No es curiosidad malsana, o estúpida preocupación de madre previsora. Tú sabes que no soy una madre excesivamente celosa. Te confieso que tengo miedo por lo que has hecho: pero no es el miedo banal y egoísta de que te pase esto o lo otro; de que te vaya a suceder algo desagradable, o simplemente molesto, para ti o la familia. No soy tan ferozmente tribal, puedes creerme. Lo que me preocupa es la gratuidad de tus acciones. Contemplarte así, como te vengo contemplando, desde que te volví a ver. Sí, hijo, no soy una madre buena, al uso; ya lo sé. Y sé que, en el fondo, debes apreciarlo bastante. No pretendo gustarte ni ser amiga tuya: porque no tenemos la misma edad. Pero sé que hay una buena inteligencia entre los dos: es lo menos que se les puede pedir a dos seres que van a convivir, ¿no crees?… Lo que me preocupa es que ni siquiera puedas hallar una buena mentira. En fin, quiero decir, un embuste viable para los dos. ¿Estás realmente mezclado en todo eso? ¿Es tu mejor amigo? ¿Es un particular sentido del deber…? Todo eso, cualquier tópico, cualquiera idea trivial me serviría. Lo que me inquieta es tu falta de razones, en principio. Y acaso, finalmente, tu falta de imaginación.

Bear seguía mirando detrás de mí, posiblemente a la pared, o a uno de esos puntitos luminosos que aparecen de tarde en tarde en la atmósfera. Súbitamente, me he reconocido en esos ojos. No son mis ojos de hoy, por supuesto, sino los de hace muchísimos años, cuando la abuela me dirigía sensatas razones. (Los ojos que aún transparenta aquella caja, con tapa de espejo). Es triste.

Dejé de pasear, apagué el cigarrillo, me senté. Y mis gestos eran la máxima expresión de tristeza. Dudé si coger una de esas solitarias, lacias y conmovedoras manos; pero casi en seguida desistí, convencida de que infinidad de seres repitieron ese ademán, esa actitud: de Norte a Sur, de Este a Oeste, sin demasiado éxito.

—Pues entonces yo tampoco tengo nada que decir.

Sólo entonces Bear parpadeó, me miró con una violencia extraña, con una especie de ira creciente (que acaso no lograba poner en orden dentro de sí; al menos con la rapidez deseable).

—Eso, ¿quiere decir que no vas a ayudarnos?

Ah, al fin, al fin. Amargo alivio. Al menos, una cosa empezó a quedar clara: hay un odio recóndito, alguna posibilidad de amor. Expliqué.

—Si digo que no quiero, que no estoy dispuesta a encubrir a tus amigos por delitos o torpezas que no me atañen ni me preocupan (que ni siquiera tengo interés en conocer, puesto que a ti mismo, en sí, parece que no te importen…), bien, si digo que no, ¿qué va a pasar?

Bear volvió a su silencio; pero una sutil venganza brillaba en la noche, en algún lado, como polvo fosforescente. Casi estuve tentada de negarme. (Al menos conocería algo de ti, de lo que te mueve a todo esto).

He procurado reírme, pero Bear no encuentra nada cómico o humorístico en lo que yo pueda decirle. Quise mortificarle:

—Tuviste que ser tú, entre todos sus amigos, según veo. Seguramente por distinguirte.

—No. Fue por la casa. Nadie tenía esta oportunidad.

—Por lo menos, dime sin rodeos: ¿qué es lo que esperas de mí? ¿Qué papel me has designado en esta desafortunada historia?

Bear fingió reflexionar (aunque bien sé que tenía perfectamente meditada su respuesta):

—Estás tan bien situada… tan protegida, quiero decir. Nadie sospechará de esta familia, ni de esta casa. Sólo quiero tenerle escondido tres días. Con tres días bastará.

Y de pronto, dijo algo insólito:

—Yo nunca te he pedido nada.

Una vaga esperanza me empujó:

—Una vez, cuando era niña, vi un hombre asesinado, porque quiso huir por el acantilado. No recuerdo si pensé en la culpabilidad de aquel hombre o no. Sólo sé que me repugnó que lo hubieran atrapado. Si es eso lo que quieres saber, ya lo sabes. No me importan tus causas; hace tiempo que todas las causas me parecen buenas. Sólo los hombres las pervierten, comercian con ellas, y me defraudan.

Quería que no se perdiera ese minuto, que Bear continuara mirándome con su fijeza hiriente. Lo que más me dolió, hasta ese momento, fue su arrogancia, su falta de miedo y —¿por qué no?— su absoluta carencia de sentido heroico. Yo siempre creí que estas cosas se hacían por convicción, romanticismo o estupidez. En todas estas razones yacía un fondo de turbia esperanza, de mi gelatinosa esperanza. (Algún día, en algún lugar, alguien devolverá algo a su auténtico puesto. Si nadie reconoce esa restitución, aunque sea inconsciente o indirectamente, la generosidad, el sacrificio, carecerán de sentido. No darán fruto). Regresan rumores, traídos por Antonia. El acto gratuito de Manuel Taronjí, por ejemplo, ganó la admiración, remota y misteriosa, de sus mismos enemigos. Como si aún pudiera confiarse en gestos como el suyo; como si de alguna forma pudieran ser una suerte de alerta, abierta herida. Una herida que no pudiera cerrarse fácilmente.

He dicho que quería estar sola, «para reflexionar», y no me ha creído (porque nunca me cree). Se ha marchado y me ha dejado sola: simplemente sola, sin reflexión alguna. Sabe bien que únicamente vuelvo, que, simplemente, me entrego a mi amada soledad. Es curioso cómo adivino estas cosas en Bear. Es curioso que para mí sea Bear tan hermético y tan transparente a un tiempo.

Pero ya no hay héroes. Murieron junto a los dioses, desaparecieron de la tierra. David no fue héroe. Franc ha vivido demasiados años, pobre héroe estrujado por ofertas y demandas. Oferta y demanda han marchitado la bondad, la inteligencia, incluso podrían ajar la ciencia si fuera marchitable. (Al menos, la han envilecido). Sería inútil una relación larga y exhaustiva de desapariciones. Las sabemos, las aceptamos más o menos conformados. Como si el mundo hubiese bajado la cabeza y se dedicara a pacer. Veo ante mí una inmensa oveja de aterradores ojos bovinos; veo sus lanas raídas y quemadas, su belfo reblandecido por los golpes, su mirada atónita e indiferente a un tiempo. Innumerables ojos estólidos, lacerantemente imbéciles, sufrientes, conformados. Hace apenas unos meses, cuando acompañé a Franc y Bear a Europa, recorrí un largo camino de miradas semejantes.

Al final de la calle estaba la verja, tras la que se movían los árboles. O al menos, así me lo pareció. Los troncos casi blancos, en la fría primavera, el resplandor amarillo, a ráfagas, entre húmedos amasijos de hojas. A la puerta, el hombre, con gorra y guardapolvo, con ojos distraídos, junto a su perro correteante, vendía los tickets de la entrada. Había un cartel (un cartón burdo, como dibujado por un niño). Había una pipa, y debajo ponía: NO. Es decir: que se debía aplastar el cigarrillo bajo el pie. Me sentí desganada, no me gusta ver piedras; él ya lo sabía, se lo había dicho: «No me gustan los museos, ni las cosas guardadas en alcohol. Para eso, prefiero ver alguna fotografía». (Pero no acababa de ser verdad, porque aquella vez, por ejemplo —creo que era un pueblo de la meseta—, cuando apareció el castillo bajo el impío sol, medio cayéndose, calcinado, tuve que asegurarme de que no era un sueño; y a pesar del calor y del polvo, fui trepando hacia las almenas, y cuando estuve ante la puerta abierta, sin que nada ni nadie me impidiera entrar, ni picara cartoncitos con alicates brillantes, me apoyé en el marco de la puerta, llena de sudor, en la única sombra. Dentro crecían jaras y malas hierbas, y las malditas y polvorientas piedras despedían un olor extraño, mezcla a rebaños, a viento caliente en las ortigas. Aquella vez me gustó ver piedras, aunque no sintiera ninguna admiración, ni temor, ni orgullo, ni ensueño propiamente dicho: sólo apresar el tiempo, de alguna manera, sin saber cómo, consciente de que también era posible que mañana o ayer o cualquier otro instante no hubiera sucedido nunca).

Pero allí, en el cementerio judío, al traspasar la verja, el caminillo ascendía levemente; y de improviso me sentí inmersa en algo parecido a una ciudad submarina, donde el agua y la sal se habían convertido en dorada calígine. Una ciudad diminuta, donde el vértigo no nacía dentro de los ojos, sino de las plantas de los pies; y me suspendía sobre innumerables capas de tumbas. Galerías de muerte superpuesta; piedras, piedras. Debía tener cuidado de no apartar los pies del sendero, de no pisarlas. Había leído demasiados nombres que estaban penetrándome, sin yo saberlo, piel adentro, y allí, precisamente, recordé claramente alguno de los muchos que al azar resbalaron bajo mis ojos. Leía ahora en el mismo aire, como voces en mis oídos: «Mire Miroslav, 24, VII… ¿cómo era posible tanta claridad, tal precisión en las cifras? Las cifras misteriosas y los signos flotaban submarinamente por el submarino y sumergido mundo. Y, de pronto, me dije: no me he sumergido en la ciudad, ni en el océano; es el tiempo, de nuevo, sepultado en el tiempo; sordo, en sus enigmáticos signos, en su voz que no cesa, más allá del submarino mundo. Es el aire, la luz, los árboles, presos en algún duro cristal: como el velero que tenía en su casa Jorge de Son…».

Antonia me ha contado los rumores que circulan sobre Manuel Taronjí. He notado un viento frío, desde algún lugar, hacia mí. Es difícil recuperar la emoción de los hechos que ya no son. Sin embargo, pienso mucho, desde ayer, en Manuel Taronjí. Ese vértigo, ese viento, no me es desconocido. Estaba allí, también, en el instante en que me apoyaba en la sepultura amorosamente labrada.

(«… venido ustedes a visitar un museo único en su género en el mundo. Circunstancias felices e infelices han creado un complejo donde se esconden mil años de historia…», decía el satinado papel, en un vago español). Temblaba el papel en mis manos, lo dejé caer sobre las hojas que cubrían aquel trecho de tierra. (Sobre el mar, en la plazuela de los judíos, hace tanto, tanto tiempo, me dije que la isla era una superposición de muertos; que sobre ellos vivíamos, hasta caer segados, y servir de cimiento a otros pasos, otras voces). Apoyada en la lápida de un desconocido hermano, pensé en otro hermano, tan próximo y lejano. Sentí que allí estaba Manuel, que aquella tierra que yo pisaba era Manuel, y todo se corporeizó. Me incliné y recogí el folleto del Museo Judío, en letras blancas sobre fondo negro; lo desplegué y encontré la fotografía del mismo cementerio donde yo estaba.

En la fotografía había nevado, la ciudad de los muertos aparecía cubierta de nieve. Afuera, un hombre vendía tickets, un perro se rascaba el lomo contra la pared, un cartel en azul, con una pipa, prohibía fumar a los turistas. Yo era una turista. Podía ser cualquier cosa. No participaba en nada.

No queremos héroes, preferimos víctimas. La extraña historia que me ha contado Antonia, con el desayuno —como aquellas que, siendo niña, tanto me mortificaban, sobre lo que mi madre hacía o no hacía a mi edad—, es una confusa historia que circula entre los pescadores y la gente del Port. Posiblemente, se la contó el viejo Es Mariné, un día, mientras repartía sus cosas, antes de irse al Asilo. Una historia muy extraña, una inverosímil leyenda de muchachos y una pequeña embarcación. Ahora, dos muchachos han hecho esa misma ruta. La misma trayectoria, el mismo mar. El mar y las historias que, de niña, me fascinaron. El mar que amaba El Chino (pobre muchacho, que murió en la guerra: «El mar de los griegos y fenicios…»). Recuerdo una voz. Un mar espeso, azul y transparente, turbio y sumiso; como un traidor animal. Es una historia poco convincente, no se sabe si de héroes o víctimas. Pero nadie quiere creerla, en lo profundo. Alguien especulará con esa historia. Los griegos vivían hermosas y heroicas aventuras; y los fenicios las recogían, y las vendían a buen precio.

Beverly, la mejor amiga de Franc, se casó con un emigrante español ya perdido en la bruma de los tiempos. Cuando yo la conocí no estaba casada. Era una de las muchas mujeres de edad avanzada, aún hermosas, adineradas y viajeras, que pueblan aquel vasto continente. Beverly tenía un hijo, del emigrante español. Se llamaba David.

Franc dijo que debía tener alguien que me ayudara en los primeros tiempos, hasta dominar el idioma. «David, decía Franc, te va a ser muy apreciable, puesto que es español; como tú y como yo». Siempre que decía la palabra español, añadía: «como tú y como yo». (Como si temiera que alguien lo ignorase, o lo olvidara).

Curiosamente, Beverly protegía el idioma de su hijo con la rara mezcla de amor y tozudez que, a veces, descubrí en mujeres como ella. David hablaba un español medianamente correcto (en varias ocasiones visitó a su padre, residente en Nuevo México). David era un muchacho alto, moreno, de ojos grises. Unos ojos grandes, rodeados de pestañas oscuras. Apenas lo vi, pensé que tenía ojos de víctima.

Los sicómoros son árboles hermosos. Por entre los sicómoros, la ardilla negra correteaba, nerviosa. Contemplaba su cola alzada, como un plumero, entre las hojas que cubrían enteramente el suelo. Un rayo de sol, casi cálido a través de las ramas, danzaba en la punta del zapato de David.

—No es que no quiera —decía David—. Es que no puedo hacer otra cosa. Muchas veces me siento así: que no quiero hacer algo, pero sé que lo haré, irremisiblemente…

Hablaba bastante despacio, porque tenía que ir recuperando el idioma lentamente, a través de la bruma de la infancia. Una bruma que se perdía también, como los fantasmas del Halloween (con los druidas, con un disfraz de plumaje amarillo, de que me hablaba). Unas siluetas se recortaban entre los árboles: oíamos un lejano rumor de risas, un siseo o forcejeo de risa que desea reprimirse. (De pronto, me acordé del rey de los elfos, danzando en el prado y ofreciéndole su hija al Caballero: «Mañana despertaré y habré muerto como él», rememoré vagamente). Las siluetas corrían entre la niebla. Al pasar por el rayo de sol, se encendían, fugaces. Una pluma, un harapo encarnado, unos cuernecillos de oro. Me estremecí y noté que, en cambio, David había regresado, por un instante, a la felicidad:

—Yo también lo hacía, era muy divertido: ellos hacen lo mismo, son los juegos de otoño. Están reunidos ahí, planeando a dónde irán después…

Las siluetas se hacían más nítidas. Un cuerpecillo flaco avanzó dentro de su traje de raso verde. Llevaba un antifaz de terciopelo negro, iba descalzo, y saltaba entre las hojas, con los zapatos en la mano. Le siguió otro más alto, con el pelo largo y dorado. Se habían teñido la cara de hollín. De entre los árboles brotó una canción, un coro de vocecitas roncas, inesperadamente atipladas. Dije:

—Estuve buscando el origen. Viene de los druidas. Los antiguos irlandeses…

Pero David ya no escuchaba; otra vez miraba tristemente la punta de su zapato, donde el sol brillaba redondo y pequeño, doméstico.

Luego, el grupo nos rodeó. Extendía sucias manecitas, pringosas de dulces. La ardilla trepó, árbol arriba; por el hermoso tronco del hermano sicómoro.

—Tráeme un puñado de hojas, hijito.

Él iba tambaleándose casi, de un lado a otro del césped, sobre sus piernas torpes. Yo había apilado un buen montón de hojas, en una esquina.

Bear trajo tres o cuatro hojas entre los dedos, tenazmente aferradas (como tesoros crujientes, dorados). Prendió el fuego, la llama se alzó, roja, en la mañana. Y de súbito, entre las llamas, hallé un retazo, algo, una tarde, rodeada de hojas doradas y sicómoros, en que quise decir: «Los druidas prendían hogueras para seguir a los elfos y los duendes. Para que los duendes hallaran el camino… No, no es eso, exactamente. Era para que los espectros de los antepasados encontraran el camino hacia casa. Una manera como otra de marcar el camino…».

Pero no dije nada, porque él no tenía ganas de oír aquellas cosas, estaba demasiado ocupado en sus pensamientos.

David era alto, delgado; tenía un aire desgalichadamente conmovedor. Con su cuello frágil, y sus ojos desolados. El jersey demasiado grande, le infantilizaba. Empezó a balancear el pie, y el sol huyó de su zapato.

—Hace frío —dije—. Vámonos de aquí.

David se levantó y me pasó el brazo por los hombros. En el banco, verde y solitario, o entre los árboles parecía que nos habíamos olvidado alguna cosa. No era verdad, y, sin embargo, hube de volver la cabeza para cerciorarme de que no era así: de que no nos habíamos olvidado nada.

Bear, ¿dónde estás…?

II. Tres días de amor

VUELVE la acechante sucesión de puertas; aguardan mi paso, como si fueran a tragarse definitivamente la zozobra, el miedo, o, simplemente, la razón que pudo traerme aquí.

A trechos, la luna ha estado ocultándose en una masa azul oscuro. Poco a poco tomó formas extrañas, y me he acordado de una clara de huevo en un vaso de agua que, cierta noche de San Juan, puso una criada en la ventana. Aseguraba que, precisamente esa noche, y no otra, formaría la silueta de un barco. Estuve contemplando con la criadita (muchacha que ahora veo como una niña, pero que entonces me parecía muy sabia y madura criatura) el vaso del milagro, a la luz de la luna: el milagro no llegó. A mis ojos no llegó, al menos. (Pero ella decía: «Mira, mira: ya se forma el buque…»).

He mirado esa luna que se oculta tras la algodonosa sustancia, y su significado tampoco es ahora descifrable para mí. Parece como si, en esta noche (rodeada de un constante, estremecedor aliento; de este mar que es una advertencia empavorecedora; de este vaivén), una fuerza cruel me zarandeara sin reposo, al compás de colosal respiración. He visto encenderse y apagarse la señal de Bear en el declive. He abandonado el ligero buque (como lo llamaría mi remota criadita), he ascendido por la tierra escalonada, por las rocas, con la vacilación de los no habituados a la naturaleza. En esta noche, al trepar con torpeza, me siento absurdamente humillado (como cuando él me llevaba al pinar, y yo sentía la inquietante sospecha de estar acechado por animales, piedras, ortigas y espinos). Es curioso cómo los hombres podemos llegar a despegarnos de la tierra, sentirnos ajenos a ella ¿Qué lento y tenaz proceso de desnaturalización va desarrollándose en hombres como yo? ¿Serán algún día todos los hombres tan ajenos y distantes, tan absolutamente extranjeros a la tierra como yo?

Bear sólo es una silueta, un extraño faro apagado, indicándome la ruta. Al empujar la puerta del patio, me he dado cuenta de que en ella iba a abrirse y a cerrarse algo, también; que poseía un significado irreversible, definitivo. ¿Definitivo de qué? No puedo saberlo. Sólo sé que de ahora en adelante hay algo fatal en todos nuestros gestos. Como si en cada rincón, en cada sombra anidaran claves que aún no me es posible desentrañar. La ascensión por la escalera, en silencio, para que la vieja madera no gima; los pies de Bear, con suavidad de antílope; y esa otra puerta, la definitiva, la que me lleva al recinto–escondite, se suceden como algo ya muy vivido, muy conocido. Percibo que Bear va descalzo. Bear tiene pies dorados, tersos, raramente bellos para un muchacho.

Esta es una vieja estancia, frugalmente amueblada. Veo brillar objetos en la oscuridad. («Tuvimos suerte en todo —dijo Bear—. No sólo una excelente travesía, sino que en noches como ésta, que corresponde luna llena, las nubes la tapan»). A veces, parecen acumularse todas las circunstancias, favorables o malignas. De improviso llegaste, Bear, con tu bagaje de circunstancias favorables: esta casa, esta fiesta, este barco. Esta familia, esta fecha. Es curioso; tus circunstancias, de pronto amalgamadas con mis viejos proyectos (que ya parecían desvirtuarse en confortable quimera), remueven los cimientos del inane discurrir. Todas las oportunidades se aúnan, las quimeras se proyectan hacia una realidad absolutamente inexcusable: aquello que, hace tanto tiempo, debió grabarse, ineludiblemente, en algún lugar. Esta casa, este muchacho, esta anciana que celebra su centenario, son los naturales caminos, las propicias circunstancias que se complementan (junto a una mujer muerta y enterrada, junto al destino de un hombre recientemente trasladado a la isla), citan y reúnen esparcidas razones: ya forman un cuerpo, un todo, que no puedo evadir sin traicionarme.

Algo tan leve como el resplandor súbito, cegador, de esa luna redonda, inesperadamente despojada de nubes, parece desgajarse del cúmulo de felices circunstancias, como un mal presagio. Se rompe la oscuridad, se viola la clandestinidad, parece. Es ahora cuando Bear abre la segunda puerta.

Son tres habitaciones estrechas, largas y contiguas. Más parecen salones, vacías estancias que aguarden olvidados bailes de máscaras: con un eco especial, un olor a sal y viento, a polvo y encierro. He cruzado la primera, la segunda, y entro en la tercera habitación. Siento un estremecimiento cuando Bear, delante de mí, abre trabajosamente los pesados barrotes, aherrojados por el orín, procurando que no crujan los goznes. Vanamente, puesto que sus gemidos han sonado como algo vivo, en el vacío. No he podido evitar el impulso de mirar hacia lo alto, hacia los techos artesonados, hacia las telarañas que han volado, al impulso de la puerta abierta. Brillantes, bajo la linterna de Bear: miserables velos, invadidos por minúsculos y dorados ejércitos. Legiones de insectos que parecen más navegar que volar, en este aire roído por la sal. Sal verde y corrosiva, ahí, en las puertas que descubro cuidadosamente labradas. Altas y estrechas puertas que, ahora, reconozco más de una vez soñadas.

Mis sueños están poblados de puertas que se abren y cierran, silenciosamente, al paso de nadie. En mis sueños anticipé la visión de estos dinteles que he cruzado hasta llegar a la tercera habitación. Está amueblada, más bien abarrotada, con infinidad de viejos enseres. Aquí todo parece devastado por el invisible monstruo silencioso, dominador absoluto. Estrujado, destripado todo en sus enormes e inmateriales fauces. Únicamente las sombras, donde me he sumido voluntaria–involuntariamente, cobran aquí una corporeidad real. Bear apoya su mano en la biblioteca, que remeda el esqueleto de un gran animal momificado; algo se derrumba, con un ruido que nos deja por un instante suspensos. Pero Bear ha sonreído: se dio cuenta (lo ha dicho) de que esta casa se distingue por sus ruidos nocturnos; por sus mil crujidos en la oscuridad; por súbitos derrumbamientos, que, ya, a nadie sobresaltan. «Porque —supone Bear— la casa irá desgajándose así, poco a poco: desmoronándose, hundiéndose, con toda la familia de ancianos que alberga en su interior: puesto que, aquí, nadie parece dispuesto a morirse». Bear y yo nos hemos reído; pero sé que mi risa le ha sonado extraña.

Ha ido hacia la ventana, donde, por un agujero del cristal —desde hace muchos años, supongo—, ha penetrado el paso de la lluvia y el viento, y han destruido la madera. También el sol entraría aquí alguna vez, por ese boquete: hasta donde alcanzaran sus largos dedos de oro. Pero quizás apenas habrá rozado ese ángulo de la mesa, ese papel en que, acaso aún quede una palabra, un gesto de bondad. Quién sabe. Bear dice que nadie entra aquí, jamás. Sólo ahora su madre, en estos días, provisionalmente alojada en la primera de las tres habitaciones. Al parecer, esa especie de antesala se considera aún como el primer escalón del infierno. Nadie abrirá otra puerta más, puesto que puede conducir hasta lo que aún se considera el corazón del particular diablo del Abuelo. Bear se ríe quedamente de este hombre, probablemente enfermo; triste hombre que amedrentó con sus inofensivas extravagancias esta casa y esta gente. Ya nadie va a descorrer estos cerrojos enmohecidos. Sólo los ratones (que oigo correr ahí arriba, sobre mi cabeza; y en el suelo, entre las patas de la mesa, de las sillas, de la cama; bajo los muebles que en este momento semejan curioso zoo de inanimada fauna) campean libremente, aquí dentro. Apenas se produce un leve roce, y algo se tambalea, y cae. No es el polvo; es como la inmaterial sustancia del tiempo, que, raramente, olvidó esa esquina; o allá, bajo la curvada estantería que ya no puede sostener el peso de los manuscritos.

Alguien agrupó en esta última habitación cuanto debió desecharse tras el desvalijamiento general de las otras estanterías. No hay razón, si no, para la ubicación de ese lecho, enorme y misterioso, materialmente cubierto de oro, en mitad de la estancia. Bear pasa la mano sobre el dosel, que resplandece como disimulado tesoro. Bear comprende que no voy a estar cómodo, pero en cambio sabe que nadie, jamás, me encontraría en esta habitación. «Si algo me ocurriese a mí, y te murieses aquí dentro, nadie se enteraría jamás», ha dicho. Por lo visto siente una rara jovialidad esta noche. Le invade un sentimiento curiosamente humorístico, que no logro secundar. Si vuelvo a reírme, pensará que, efectivamente, algo no marcha bien.

¿Por que vuelve el terror inhumano, el terror bestial, inconfesable y aniquilador, ahora, en el momento en que ese muchacho de buena fe ha cerrado la última puerta tras sus pies descalzos? He quedado inmerso en el espanto (como sólo pudo sentirlo un niño indefensamente atropellado en su dignidad, pateada y envilecida su fe). No quiero que vuelva ese niño, ni ese tiempo. El tiempo debe hacer conmigo como hizo aquí, con este libro que se deshace entre mis dedos, con esta cama que gime bajo mi peso, con este horrible y verde moho que empaña el aire, los ojos y la respiración. Que el tiempo haga conmigo como con esas láminas; que me vuelva ceniza, humo, asfixiada mariposa dorada, detrás de un libro, o de un cuadro.

Descubro lámparas apagadas; nadie iluminará este muerto y largo lugar. Pero el terror vive a través de la carcoma, de las telarañas, de los cadáveres verdes de tanto insecto convertido en polvo de cristal. Es inútil exponerse al corrosivo salitre del tiempo cuando se es ya tan sólo un innumerable terror, en los recuerdos, en el puro y simple tacto del aire que nos rodea. El tiempo no ha podido aniquilar el espanto, y empieza a fatigarme la lucha. ¿Estaré haciéndome viejo, habré dado el primer paso, habré entrado en el primer día de la muerte? Es posible. Bear ha dejado abierta esta puerta: las dos hojas, sarcásticamente abiertas, esperando la nueva destrucción (tal vez aún no conocida) bajo ese dintel. Pero yo no voy a atravesar esa puerta, no voy a llegar a esa última puerta. De pronto, en la sombra, estas dos estancias hermanas, largas como inverosímiles andenes vacíos, vuelven hacia mí la faz; como esas cajas sin fin, o esos espejos dobles donde se repite, obsesionante, el mundo; para avisarme y decirme que esto no es un sueño, que nadie está sentado junto a mi cama, reprochándome un sueño que llegó demasiado plácidamente.

A veces, algo infinitamente pueril tiene el poder de devolvernos la serenidad. La contemplación del bulto cuadrado que ha dejado Bear en el suelo, esa caja metálica, con víveres (conservas, latas de cerveza), me despierta una ácida ternura, una especial sonrisa, que no lograron sus intentos humorístico–macabros. (Tiene un curioso sentido del humor, Bear). Rozo con mi pie el borde de esa caja campestre, deportiva, y me siento súbitamente reconfortado; como devuelto, tras un sueño maldito, el espumoso goce de un despertar. Como si tuviera la convicción súbita de que afuera volverá el sol, en seguida; que la vida, el mundo, está poblado de seres que no se pueden permitir el lujo del espanto, ni de las pesadillas, ni del dulzón autodesprecio.

Nunca me había hablado de su madre, hasta ahora. Es curiosa su confianza en ella. Está seguro de una complicidad que, en el mejor de los casos, será una forma de extorsión. Pero la suerte fue echada de esta forma, y no de otra. «No había demasiado donde elegir, a decir verdad» (ésta es su exacta frase). No parece valorar demasiado la fidelidad a rajatabla que supone en su madre, en su mismo tío. ¿Por qué está tan seguro de ellos? Pero nada hay seguro, aquí, en este mundo, junto a los ratones, las cucarachas, las mariposas y los grandes nombres. Bear no parece apreciar en exceso esa firme fidelidad con que cuenta; no ve en ella otro mérito que una suerte de decadencia, debilidad o ineficaz lazo sanguíneo–espiritual. Yo nunca fui, ni podré ser jamás, como Bear. Todo, en esta vida, tiene su momento preciso. Como ciertos cuadros, debe mirarse el pasado (nuestro pasado) a una prudente y precisa distancia; para no encararnos a un mundo enigmático de anárquicos brochazos, sin coordinación aparente. Bear no hubiera sido Bear si hubiera nacido y vivido en Z.

III. Diario en desorden

TRAS la cena, he subido y entrado en la legendaria habitación que me han adjudicado. Pero ya sabía que tras esa hermética puerta, de altas y oscuras hojas (la que, siendo niños, nos aterraba y fascinaba), alguien estaba agazapado, esperando o temiendo. He encendido la luz, sabiendo que algo se movería allí detrás (aunque sólo fuera una mirada). Al otro lado de esa puerta que ya no guarda el misterio —(donde antes resucitaban historias de hogueras humanas, en la voz asombrada y golosa de Borja: libros del Abuelo, pudriéndose en las estanterías, que él describía como el Jardín de la Perversión; y que ahora imagino tristes harapos, deshilachadas vendas de frágil momia)— que alguien espiaba mis pasos. En estas habitaciones no hay luz eléctrica, y he traído una de las muchas lámparas de globo rojo que pueblan los rincones de esta casa. No hay aquí ningún cable, interruptor ni enchufe: son unas habitaciones absolutamente condenadas. ¿Cómo ha logrado Bear la llave misteriosa? Resucitan en mí ecos de niños ladrones; historias de muchachitos sigilosos, furtivos y descalzos, sobre la delatora escalera llena de crujidos; plumas empapadas en aceite deslizándose entre goznes enmohecidos; niños que deslizaban llaves, monedas, bebidas, naipes, en oscuros agujeros; secretos, inapreciables tesoros. ¿Cómo Bear ha conseguido…? Pero he acercado la lámpara y me he dado cuenta de cuán fantasiosa e ingenua soy todavía. Ya no hay niños que juegan a ladrones, que escapan como sombras o duendes (capaces de asomar, desvanecidos de triunfo y vértigo, sus polvorientas cabezas en los aleros del tejado: como los trasgos que gritan en las veletas). Los niños como Bear (aunque Bear, tal vez nunca fue un niño; o tal vez, Bear nunca dejará de serlo; porque su infancia no es de las que peligran, no es vulnerable); esta clase de niños como Bear, manejan instrumentos útiles y adecuados. El pestillo de la puerta prohibida está cuidadosamente limado. Junto a la manilla, un boquete de bordes negruzcos permitirá a esta lámpara que acabo de encender (que llevo en la mano, levantada, como un grotesco remedo de la Libertad), atravesar, en rayo de luz, como ojo candente, las habitaciones excomulgadas. (Y no huyen en el suelo las sombras de los niños. Van en busca de mamá, la llevan aparte, donde nadie pueda interrumpirles, y advierten: «He de decirte algo»). No piden, informan. Acaso es mejor así.

He dejado la lámpara en la mesa, he buscado las píldoras: pero ¿me harán falta las píldoras, esta noche, para que llegue el sueño? ¿Qué mejor ocasión para velar, vigilante, como guardián carcelario? En lo profundo, debería estar contenta de que Bear, al fin y al cabo, haya tenido para mí su primera confidencia. También, ¿por qué no?, a pesar de todo, su primera petición. Aunque me parezca imposible, yo hubiera podido negarme.

Si de niña me hubiesen dicho que dormiría aquí durante una semana entera, hubiera enmudecido de terror. A veces pienso que me gustaría recuperar el miedo de la infancia: pero también eso se olvida. Inútilmente lo busco; en los rincones donde antaño espiaba el diablo, anhelante, que me mirara al espejo y desease convertirme en una mujer bonita. Tampoco me importa ahora no ser bonita. Cuando venga Borja (será el último día, en el último momento) me gustará presenciar el instante en que Bear lo envuelva en sus nobles maquinaciones. Estos muchachos tal vez no sean heroicos, pero por lo menos no tienen ninguna necesidad de ello. Borja sí: Borja pedía heroicidad, grandeza, maldad triunfante sobre la tierra, empinado sobre las puntas de sus pies, hermoso y esbelto (aunque ligeramente humillado, porque yo siempre le rebasé en estatura). Ahora, Borja, dentro de dos días, en el grande y falso–centenario, cuando Bear te incluya en el secreto, ¿te empinarás sobre tus pies y clamarás, como cuando hablabas del coronel? Será un momento feliz, para ti. Acaso supondrás que de ti todo depende; que eres el único que pueda deslizar la palabra destructora, o salvadora. No sé qué delito ha cometido ese muchachito que, tal vez ahora, allí dentro, está asustado de su propia audacia. Pero ¿por qué me suena esto como a un juego demasiado delicado para confiarlo en manos de dos niños? ¿Por qué me recuerda aquellas fingidas partidas de ajedrez, en el suelo, entre Borja y yo, mientras susurrábamos palabras más o menos provocativas, rebeldes o blasfemas sobre los viejos, sobre el mundo, sobre Dios o sobre las flores? Ah, Borja, mi hermano: como Caín y su fantasma de Abel, caminaremos juntos, vayamos donde vayamos. Solitarios, errantes; como Caín y el espectro de Abel, no nos separaremos nunca (cada uno en su camino, nómadas los dos, rondando la parcela de infierno doméstico o deshojado paraíso que nos correspondió).

A través de la ventana se percibe un soplo de primavera. Cierro los ojos, deseo dormir. Deseo dormir despierta, espiar esa puerta, para que nadie atraviese ese dintel que se me confió. Extraña confianza, en verdad. Pero, de todos modos, viniendo de Bear, es más de lo que nunca pude soñar.

Yo te abandoné, Bear: no cuando eras un niño rubio sobre el césped; sino hace dos años, cuando te traje a esta tierra, una noche, en un tren nocturno. ¿Podría recuperarte, en una noche como ésta? No, no voy a desvelar nuevamente innobles instintos disfrazados de amor. El egoísmo tiene muchas formas de manifestarse: no voy a arroparlo, otra vez, con la ilusión del amor. Y mucho menos, del amor materno. No, Bear: nadie te recuperará. Los cachorros huyen de casa, escapan apenas pueden sostenerse sobre sus cortas patas. (Bear, Bear, osito, ¿dónde andas?…). Tal vez, en ese momento, otra mujer como yo está manoseando entre las manos un viejo juguete que ya no significa nada. Tal vez ahora, en este momento, una mujer como yo duerme tranquila, suponiendo que ese muchacho que ahora acecha tras la Puerta del Diablo, duerme confiado, o estudia, o bebe, o ama. Pero está ahí: detrás de esa puerta, y alguien le persigue; o desea perseguirle, o hacerle daño; o desea su muerte.

Ni siquiera sé su nombre, ni deseaba saberlo: al menos, esta misma noche.

A pesar de todo, abrí la puerta, y mi lámpara encendió un trecho de suelo húmedo, largo, de un rojo va apagado por el tiempo y el polvo. Sentí un gran vacío, y avancé entre esas paredes insospechadamente estrechas, donde la lámpara despertó siluetas (la noche en que Gerda entró en el Palacio del Príncipe y la Princesa, cuando creyó abrazar a Kay, abrazó a un muchacho de cuello moreno, que dormía de espaldas: y el muchacho abrió los ojos, y Gerda dio un grito; porque aquel no era un muchacho, no era Kay; y su lámpara inquietó unas desconocidas sombras en los muros). Pero las siluetas, en estos muros, no eran otra cosa que descoloridas pinturas; seres desnudos, enlazados, hermosos y remotos; como transparentándose en la pared. Sonreí internamente a mi sobresalto, recordé la afición que —según dicen— tuvo aquel viejo que llamaban diabólico por las pinturas murales. Y ahora, el diabólico anciano se me antoja romántico, sensual y descabellado como una doncella. Ahí están, en gran medida, parte de las maldades que le atribuyeron: la no muy valiosa desnudez de unos empalidecidos, enmohecidos y desconchados frescos; malos remedos de otros que, en su imaginación, fueron soñada y espléndida riqueza, suntuoso paraíso que no logró pisar. Avancé por la desierta frialdad de los ladrillos rojos, a medida que surgían a mis costados desvaídos mancebos (que hubieran podido ser bellos, en manos de otro artista). Ah, pobre abuelo, seguramente maltratado, homosexual, infinita, aterradoramente solo; solo en esta isla, en este mundo. Flotarías en estas habitaciones, como un planeta muerto, añorando luces, resonancias imposibles de otros astros que ruedan en otro muy imposible universo. Pobre Abuelo, pensé, mientras avanzaba; y le envié un tardío saludo (ya que hasta ese momento no empezaba a conocerle). Dejé la lámpara en el suelo, pensando en el desconocido muchacho que aguardaba, tal vez asustado, o irritado. Pero la luz de esa ventana, ¿quién podía verla? Esa parte del muro da al mar, al declive. A esa hora, todos debían ya dormir. Avancé en la tenue oscuridad —una transparente, lúcida oscuridad que sólo puede darse en las noches de luna, en una isla, muy cerca del mar— pensando en él.

Abrí la ventana, alguna cosa se desprendió y cayó al suelo, con un leve chasquido; un revoloteo rozó el techo. Pero la luz blanca, hermosa, invadió las paredes fatigadas de ecos, de inmóviles danzarines. Algo, quizá una honda respiración, parecía elevarse del suelo, brotar de los muros; como un suspiro de alivio. El aire balanceó en lo alto del techo unos imposibles, rarísimos carámbanos: un encaje sucio y fosforescente a un tiempo.

No sabía ni su nombre, ni lo que le ha llevado a esta situación. Tampoco deseaba saberlo. No se puede traicionar lo que no se conoce. «Traición allí donde yo vaya», susurra una amarga y conocida voz, en mí, o en alguna parte.

No soy un ser feliz, no puedo serlo, nunca lo fui. El mundo está lleno de mujeres como yo: ésa es la única historia de mi vida. Sin piedad para conmigo, ni para los demás: egoísmo, incomprensión y soledad, es aún, al fin y al cabo, el común y vulgar transcurrir de tantas y tantas mujeres como yo.

Al verlo, tuve la impresión de que algo había cambiado. Algo, no puedo precisar qué, dio un giro violento: lo que sucedía no era como estaba previsto, o al menos supuesto. Era diferente a cuanto esperaba, creía, o tal vez deseaba. No me es posible definir qué es lo que me llevó a esa conclusión: pero tuve la nítida certeza de que las cosas no eran como yo las creí.

En la última de las tres habitaciones, donde mal acomodaron los restos de un mundo prohibido (el inane sueño de un viejo); en el centro de la estancia, entre los muebles desvencijados, apilados, roídos, mal dispuestos, distinguí la silueta del muchacho, sentado al borde de una horrible cama que aún reluce. «Qué extraña disposición —pensé, únicamente, en ese momento—. Qué lugar tan poco usual para colocar una cama». Entonces creí verme a mí misma, como desde los ojos del muchacho: cual si poseyera la facultad de contemplarme, en un largo, estrecho, alucinante espejo; reflejada en otro espejo, y otro, y otro. Afortunadamente, encontré el paquete de cigarrillos en el bolsillo de la chaqueta. Con un cierto alivio, se lo ofrecí. Se levantó despacio, y al querer impedírselo, apoyé la mano en su hombro. En ese momento, bajo ese contacto, se reavivó la certeza de que algo no era como debía ser; de que algo sucedía al revés de como esperaba, o creía.

Me sentía mejor, así: de pie frente a él, sensata, comprensiva; ofreciendo una imagen razonable y moderadamente severa. Su mano blanqueaba en la penumbra, tomó el cigarrillo, dijo: «gracias», con voz apenas audible; y experimenté una inconcreta piedad. No por él, sino por otra mujer que imaginaba en alguna parte del mundo. Me pareció que su mano temblaba. Aunque, tal vez, sólo fue una falsa apreciación (confieso que me produjo una malsana satisfacción la idea de que, después de todo, acaso él no aparecía tan insolentemente tranquilo como Bear). Encendió un fósforo, y cuando la llama iluminó débilmente su cabeza inclinada, tuve la certidumbre del porqué algo no era como debía ser, o mejor dicho, como hubiera debido ser. Contemplé una parte de su rostro, su frente, la raíz del cabello casi rubio; sus párpados y sus claras pestañas. Entonces, descubrí unas finísimas arrugas en su piel, junto a los ojos; partiendo de las aletas de la nariz; en las comisuras de sus labios. Y quedé suspensa, con la cerilla apagada entre los dedos, mirando hacia la oscuridad, raramente alerta. ¿Por qué decidí, de antemano, desde el momento en que Bear me incluyó en su secreto, que se trataba de un muchacho de veinte o veintidós años? ¿Qué me hizo suponerlo? El hecho de ser amigo, o conocido, o tal vez cómplice —de pronto se desvelan posibilidades antes no reflexionadas— de Bear, no implica la necesidad de que tenga su edad. Nadie me ha dicho que la tuviera. ¿Por qué esta necia convicción? Gratuitamente, he adjudicado una juventud, incluso una pureza, a unos hechos que me son absolutamente desconocidos. Una oscuridad mucho más profunda que la que me rodeaba se enfrentó a mí. ¿No es a los veinte años, según oí decir, cuando los hombres o las mujeres se arriesgan en aventuras y fanatismos, en gestos inútiles que después alguien corta y recoge, como frutos maduros, para venderlos a buen precio en el mercado? ¿No es esto lo establecido? ¿No son los veinte años la edad justa, convenida y estipulada, para esa clase de excesos? Todas las actitudes, actividades, profesiones, deportes y movimientos espirituales, requieren una edad adecuada. Así, pues, ¿qué es lo que rompe, de improviso, mi tablero de ajedrez?

Acababa de abrirse una brecha, algo resquebrajaba la sólida edificación de mis supuestas esperanzas o temores. Sentí calor en la frente, en las mejillas (como cuando me creo estafada). Me pareció que toda mi sangre golpeaba en mi cara. En cambio, en ese lugar donde todo el mundo asegura que alienta el corazón (y sólo parece un indefenso, dolorido y disconforme punto; una víscera, pieza o satélite, totalmente inexplorado y errabundo), sentí un vértigo, a todas luces desproporcionado.

Pero mucho recelo de mis injustificados temores, mucho temo mis inverosímiles suposiciones, mucho mis retrocesos totalmente desprovistos de fundamento: desembocan en la oscura calle de la desolación. «Así, pues, ya no es un muchacho. No tiene edad de andar en revueltas estudiantiles. Entonces, todo esto es más grave». Pero ¿quién me aseguró que esta complicidad tenía como justificación lo que, frívolamente, llamé en mi interior «revueltas estudiantiles»? Vacilante, busqué un asiento. «Puede tratarse de muchísimas otras cosas que no he pensado ni por un momento. Puede tratarse de un atracador, un vulgar criminal, un estúpido ladrón, un maníaco, un imbécil, un loco, un sinvergüenza o un inválido, pero ¿quién me ha informado? Y Bear, Bear, ¿qué tienes tú que ver en esta historia?». Nadie me ha informado, es cierto; pero la verdad es que yo nunca deseé, excepto esta noche, y muy levemente, ser informada de cosa alguna. Y además, ¿por que le he adjudicado un mundo, un motivo, incluso una clase social a priori, sin que nadie ni nada me diera el menor indicio para ello? ¿Por qué le hice estudiante, educado, joven, y no le hice grosero, mísero, viejo? O simplemente obrero, campesino, marinero o contrabandista. ¡Qué estúpidamente defendemos nuestra pobre conciencia, nuestra deleznable tranquilidad! Le encasillé en el lugar menos incómodo (como he encasillado desde hace mucho tiempo, en altos estantes acomodaticios, todo aquello que pudiera turbar la paz de mi isla particular e incompatible).

He estado así, sin mirarle, anonadada por pensamientos contradictorios. ¡Y pensar que he compadecido, incluso, a una presunta madre que imaginé semejante a mí! Entonces he sentido unas irreprimibles ganas de reír; una risa estúpida, desgraciada, y de todo punto desconsiderada. Qué grotesca me he visto, qué ridícula imagen la mía, avanzando por las oscuras y cerradas habitaciones del viejo invertido y soñador que fue mi abuelo; solemne, necia, maternal y justiciera; con una lámpara en la mano (como en los novelones que se apilan en las estanterías de la abuela: heroínas que avanzan, antorcha en ristre, hacia jovenzuelos descarriados que lloran en silencio). No podía remediarlo, una risa incontenible, oprimida hasta el dolor, me ha mantenido inmóvil, no sé cuanto tiempo.

Hasta que el diminuto círculo rojo, aureolado a trechos de un muy sutil resplandor (como los ojos de ciertos animales nocturnos), cayó al suelo; y un peso mate, duro, lo aplastó.

IV. Tres días de amor

ES un alivio inmenso, de pronto, la ranura anaranjada y el botón de luz que agujerean la puerta, junto al cerrojo; esos pasos, el crujido de esos muebles; aquella ventana que se abre. Una sombra alargada va y viene, bajo la puerta. Probablemente ha encendido una lámpara de aceite, o petróleo. Parece que aquí no hay luz eléctrica. No han tocado nada, desde hace muchos años, en estas habitaciones.

Evidentemente, es un gran alivio saber unos pasos humanos, vivos, al otro lado de la invisible amenaza, del rencor que alienta en cada una de estas puertas, hendidas por contornos de flores, vejadas por el moho. Ahora, los menudos golpeteos, las ratas que se persiguen sobre mi cabeza y bajo los muebles, pierden su agorero y mordaz augurio.

La puerta se ha abierto y la he visto avanzar y mirar hacia los muros; como si, igual que yo, fuese la primera vez que entra aquí. Esta suposición me conforta. Es como una compartida inauguración del episodio que está naciendo, y en el que, acaso, todos tendremos al fin partes iguales de razón y horror que compartir. Algo parecido a la cobarde sensación de cuantos más seamos, menos sufriremos, que solidariza en el peligro, frente al cuantos menos, mejor, al distribuir el botín.

Bear no me ha hablado apenas de su madre, y lo cierto es que no la había imaginado. Así que no comprendo por qué me ha sorprendido su oscura silueta, cuando la lámpara pobló los muros de jóvenes efebos, mohosos y modestamente pornográficos. «Creí que era distinta». Pero es absurdo; si no la imaginé de ninguna forma no podía ser distinta. Antes de que dejase la lámpara en el suelo, y abriera la ventana, y se aproximase a la otra puerta (la última) que desemboca en mi guarida, tuve tiempo de decirme: «¿Por qué es diferente?». Parece muy alta y muy delgada; o quizá sea su sombra en el suelo, que la alarga. Más alta y más delgada de lo corriente, pienso.

Pero cuando me ha ofrecido un cigarrillo y se ha sentado, algo raro y embarazoso se alza entre nosotros. Pienso que todo está planeado al milímetro; que todo ha sido cuidadosa y ampliamente meditado, excepto esta repentina, banal y embarazosa situación: los dos, en la oscuridad, en el silencio. Le debo agradecer su (podríamos decir) colaboración. Aunque sea una colaboración un poco forzada, de «hecho consumado». Pero nada podemos decirnos, nada sabemos decir. Me ha parecido que se reía. Algo sorprendente en verdad: pero lo cierto es que parecía reírse. O, al menos, contener la risa. Es difícil asegurarlo.

Luego, ha ido hacia la ventana, para abrirla. «Verdadera obsesión, la de abrir ventanas», me he dicho; y me he permitido hablarle, insinuar un vacilante: «Acaso sea mejor dejarla así: que no delate ningún resplandor». (Mientras vigilaba la débil y rosada luz de la otra estancia, la lámpara que dejó en el suelo; la que avivaba las pinturas en los muros).

«Nadie puede verlo —ha dicho—. Estas ventanas dan al mar. Y, además, yo duermo ahí al lado, estos días. Puedo iluminar estas habitaciones, cualquier noche: como ahora, por ejemplo». He pensado que su voz es rara. Tal vez la sensación entraña era sólo eso: algo como la adivinación de su voz me ha hecho pensar que es distinta. Su voz baja, un poco ronca. No es una voz bella, una voz aterciopelada, o una voz madura y grave. Es como si alguna visible resonancia aureolara cada palabra. Habla despacio, en tono bajo; y sin embargo, parece despertar el eco, tras cada una de sus frases; hacia arriba, allí donde se pierden brazos en alto, los desbocados juegos de esos efebos murales. Nunca oí una voz como ésta, ni creo que la vuelva a escuchar. «Es posible que sea por culpa de esta habitación, de estas largas, huecas y cerradas estancias que envuelvan y rodean de un audible resplandor cada matiz de su voz», medito, vagamente.

No sé qué le habrá dicho Bear de mí. Veo el contorno de su cabeza y sus hombros, en la ventana, contra el cielo iluminado de la noche. No veo su cara, sólo su pelo, al parecer negro, y creo distinguir su cuello delgado, largo; tengo conciencia del movimiento oscilante de sus hombros. Se mueve casi imperceptiblemente, en un balanceo ínfimo (podía decirse que inexistente). Pero yo lo noto, como he notado, muchas veces, la vibración repentina de las paredes, del suelo, de mil objetos o paisajes; que nadie, o casi nadie, podría distinguir. Por eso adivino esa tenue y bamboleante inclinación; como una provocación al vacío, vuelta voluntariamente de espaldas al vacío. Siento vértigo, y cierro los ojos.

«No sé qué le habrá dicho Bear…», dice ella. Y aunque no hay irritación en su voz, ni siquiera un contenido o disimulado mal humor, sé que sus palabras no son amables, ni siquiera corteses. Repite: «No sé que le habrá dicho Bear, pero espero que no me tenga por una madre bondadosa, ni mucho menos complaciente. No creo que se le haya ocurrido aludir a la posible bondad de mi corazón, o simple simpatía, por algunas de sus innumerables manifestaciones de rebeldía juvenil al uso. En todo caso, le ruego que no le crea usted: ni espere de mí una bondad que, posiblemente, no existe. La verdad es que todavía no sé qué estoy encubriendo, a quién estoy ayudando, ni porqué».

Ciertamente, no es agradable nada de lo que dice, pero tampoco esperaba que lo fuese: así que ha continuado invadiéndome un raro bienestar bajo el sonido de su voz. Aun cuando terminase diciendo, poco más o menos: «Y, además, no he acabado aún de tomar una decisión. El hecho de encontrarle instalado a usted aquí, no significa que pueda contar conmigo mañana. He sido, simplemente, sorprendida, y aún no he ordenado ni mi indignación, ni mis decisiones. Así que, por el momento, absténgase de agradecerme nada».

Creo que, efectivamente, no he dicho nada. La he visto marcharse, tal como entró; con su andar lento, ligeramente desgarbado, en el difuso cansancio en que parece moverse; como si cada uno de sus gestos le costara un esfuerzo demasiado grande para tan pobres resultados (ir y venir sobre este mundo). Me he apercibido, cuando se ha agachado a recoger la luz, de que es una mujer inundada, inmersa, calada hasta los huesos en una antiquísima pereza: una pereza como sólo puede transmitirse, amasada, madurada, a través de varias generaciones. Una pereza, a decir verdad, que me llena a partes iguales de confusa admiración y envidia.

Otra vez sólo sombras, contornos en la oscuridad; otra vez el silencio. La luz se ha apagado tras la última puerta, más allá de la estancia vacía que nos separa. Otra vez, la oscuridad. Blanquean las hojas de las puertas. La luna, inmensa, fastuosamente brillante, proyecta en el suelo luminosos trapecios, descubre sobre la mesa metales antes no apercibidos. Ahí al lado, el resplandor levanta una palidez mortuoria en los muchachos pintados. Dan la sensación de seres laminados, transparentes, de estar aguardando algo.

Pero la realidad no es el momento apacible, o la sorpresa, o la sonrisa, o la presencia de un ser humano que habla, ofrece un cigarrillo y desaparece. La realidad es esto: el lento trepar del miedo, otra vez. Si no fuera porque sé que no será ésta la última vez que llegue el miedo, podría levantarme, gritar, como un enfermo más: decir que ya no es posible resistir, que he llegado al límite de mi capacidad de aguante. Pero yo sé que esa no sería tampoco la última vez: sólo una vez más (y agravada). Es preciso continuar, seguir, andar. Lo único que no puedo hacer es detenerme en el camino. La única medicina, el único remedio a mis largas etapas es no detenerme, caminar, caminar, caminar.

Preferiría las ventanas cerradas, porque, al menos, no oiría el mar. Si no fuera por el desmesurado resplandor de la luna podría quedarme quieto, mirando el cielo; descubrir poco a poco los innumerables mundos que de niño me atraían y me consolaban. Pero este brillo me ciega, me duele.

Él también estaba encerrado.

En las casas viejas, en los pueblos que inundan la tierra árida, polvorienta, de mi país, siempre hay habitaciones cerradas y vacías; habitaciones condenadas que, un día aciago, marcado, sirven para que un hombre se oculte voluntaria o involuntariamente. Para que se encierre con sus descabellados sueños quirománticos, pervertida o desquiciadamente científicos. Como este pobre viejo que inundó de sueños o visiones este manuscrito que ni aún a la claridad excesiva de esta luna puedo descifrar (cada letra es como el nido de un oscuro insecto, donde larvan desesperadas y mal definidas ternuras). O como aquel otro hombre soñador: el que estuvo días y noches en su escondite angosto, sobre el granero (que antes servía para guardar manzanas y avellanas). Solo, con su temor, solo, con su concepto rígido, insobornable, de lo que creyó debía ser, a toda costa, el mundo.

Aún he de permanecer dos días más en esta habitación, antes de volver a la luz. O, acaso, nunca más volveré.

Aquella habitación, en aquella época del año, estaba vacía de manzanas, de grano: sólo quedaba, en las paredes (como vaga aquí el espectro de los efebos imposibles), el aroma de la fruta que antes se guardó, de los sacos de avellanas y almendras, del maíz. Un polvillo picante bailaba en el aire. Había en las vigas restos de mazorcas. Era una estancia estrecha y larga, también, aunque más pequeña que ésta. Y adosado al muro había un armario falso; un armario cuyo fondo era, en realidad, otra puerta que llevaba al reducto, al escondite donde estaba el catre; donde él dormía, envuelto en la manta roja, con rayas negras, que aún olía al arca, a naftalina, a invierno. Guerras carlistas, persecuciones, crímenes, miedo, sonaban en mis oídos de niño como algo remoto, ya increíble: pero allí estaba el falso anuario, el agujero; y él permanecía allí dentro, oculto, día tras día. «Tú no abras nunca la puerta», me decía ella. Pero se refería a la puerta de la calle. No sabía que yo conocía el escondite. Entonces, ella era delgada, tenía el pelo oscuro, casi negro, apenas clareado en las sienes. Iba erguida por la calle, y regresaba a casa altanera, casi fiera, después de su trabajo, extraño en aquel mundo (reciente e inesperado para mí). O con la bolsa del mercado por donde asomaba la fruta, el pan. «¿Has oído? No abras a nadie. Tú di siempre: mi padre no está». Yo decía siempre: «Papá no está, se fue, papá no está, papá se ha ido». Había una cadena de seguridad en la puerta de la calle, y amparado tras la cadena, asomaba a la rendija mi cara de niño, y decía (al cartero, al misterioso visitante, a la mujer desconocida): «No, mi papá no está. No sé dónde está. Mi papá se fue…».

Él me llamaba Bambi, porque había leído un libro —le gustaban extraordinariamente las historias de animales— cuyo personaje central, un ciervo, se llamaba así. «Tú te pareces a Bambi» —me decía, riéndose. Era grueso, jovial. Y, sin embargo, cuando hablaba parecía volverse afilado, enjuto. Todas las mañanas, antes de ir al Instituto, daba un paseo por el pinar. A las seis desayunaba, en el comedor ancho, destartalado y festivo; con macetas en el balcón de persiana verde, entre enjalbegadas paredes y litografías que representaban pájaros, ciervos, caballos. Había un espejo, inclinado, encima del sofá; dos retratos ovalados —el abuelo y la abuela—, en marcos negros; una planta interior y delicadísima, mimada como un recién nacido, situada muy cerca de la luz. Con infinito amor él le arrancaba hojas amarillentas; la pulía, con las tijeritas curvadas de las uñas.

Pero un día, ella dijo: «Se ha ido. Se ha marchado. Tú di a todo el mundo que se ha ido». No era verdad (pues una noche vi luz en el comedor; me levanté de la cama, salí de puntillas, y le vi; estaba de codos sobre la mesa, la frente apoyada en los cerrados puños; y ella le acariciaba un brazo, pasivamente, mirando al suelo). Al otro día, cuando ella fue a su trabajo, yo subí despacio la escalera del desván. Porque, me decía: «En algún lado estará, en algún lado estará. No puede desaparecer, como un fantasma». Abrí aquella puerta, y la otra, y aquel armario; y milagrosamente, empujé su fondo, y lo encontré.

Me cogió en brazos, me besó, me mojó la cara (aunque yo no le veía llorar). Y dijo: «Bambi, no lo digas a nadie; estoy aquí, escondido. No le digas a mamá, que lo sabes: pero ven a verme todos los días, cuando ella vaya a su trabajo, o al mercado…».

Y así lo hice. Cuando ella cerraba la puerta de la calle, yo subía corriendo la escalera. Abría una puerta, otra puerta, empujaba el fondo falso del armario. Y allí estaba él. Le había crecido la barba, estaba más delgado. Leía un libro de cubiertas verdes, con el lomo jaspeado: «Bambi, .siéntate. Callado, silencioso, Bambi». Era un secreto. Un gran secreto sólo de hombres. La mujer no debía enterarse. Un secreto que nadie debía conocer.

(«Bambi, historia de una vida en el bosque», por Félix Salten. «Es verdaderamente grandioso cómo las palabras atribuidas a las criaturas del mundo animal expresan los sentimientos reales, propios de estas criaturas…»).

Antes del encierro, a veces, en verano, me llevaba por la tarde al pinar. Las piernas se me llenaban de picaduras; orugas espeluznantes aparecían bajo las piedras, o sobre las matas; los pájaros gritaban raros avisos, incomprensibles llamadas. Hacía frío, o hacía calor. Tenía sed. Había hormigas y pinchos por doquier. El pan se llenaba de tierra… (… Verdaderamente grandioso, como las palabras atribuidas…). Una vez, vi un pájaro muerto, medio devorado por un horrendo manto de diminutas y móviles hormigas rojas. Salí corriendo, caí de bruces, mis rodillas sangraban. Siempre tuve la piel demasiado blanca, el sol me hace daño en la piel, en los ojos. La sombra de la casa aguardaba, al fin, como un remanso: la luminosa sombra, verde y fresca, blanca y luciente, del comedor, del espejo, de la delicada planta interior. ¿Por qué me llevaba al pinar? ¿Por qué era Bambi yo, precisamente yo? Pero los hombres como él revestían de los mejores atributos a las criaturas, que imaginan extraordinarias, maravillosas. Los hombres como él exigían a las criaturas pensamientos, deseos, ambiciones extraordinariamente altos y luminosos. El mundo era una armónica sinfonía de sentimientos, de voces, de manos abiertas y generosas. Yo era Bambi, gozoso entre los bosques. (Yo no era —nunca me vio— un pálido y aterrado niño que no se atrevía a decirle que el pinar le repugnaba, que aborrecía los caminos polvorientos, que odiaba el amanecer sobre nuestro escuálido río). Pero él recitaba: «Los hermosos dones, los grandes tesoros de la tierra», en un desolado paraje de arena y riscos, de lagartijas ladinas, de hombres acechantes y sin hermanos. Él decía: «La gran familia del hombre», y no tenía familia. Decía: «El inapreciable tesoro de la amistad», y no tenía amigos. (Porque cuando estaba allí, escondido, pálido, con la barba crecida, leyendo por vez número mil: es verdaderamente grandioso cómo las palabras atribuidas a las criaturas del mundo animal…, sus hermanos habían abandonado el lugar, sus amigos habían desaparecido. Ya no se llenaban las tardes, los anocheceres, en el comedor de persiana verde [«Otra botella más»], de amigos, de charlas y sentencias…). «Los sentimientos propios de estas criaturas», seguía leyendo, allá arriba, bajo la manta roja; porque el frío llegó, y en el escondite no podía ni debía encenderse la estufa. Nadie debía saber dónde estaba. «Y cuando seas mayor, hijo mío, yo te lo explicaré; todo tiene su explicación. No creas que los hombres sean malos. Ya lo entenderás, cuando te lo explique. Es sólo un malentendido…», decía. Y yo pensaba que sí, que era verdad, que algún día me lo explicaría y todo quedaría muy claro, muy razonado. Lo importante, entonces, era que Bambi no perdiera, una vez más (como el Bambi del libro), su fe en los hombres.

(Pero Bambi, «¿no sabes estar solo?», le preguntan a Bambi el día que busca y no encuentra a su madre. «Pero Bambi, ¿es que no sabes estar solo?…»).

Él sabía estar solo, días, noches. Días. Noches. Yo irrumpía en su escondite, en la mañana, cuando la puerta se cerraba detrás de mi madre. Ella nada sospechaba, a su regreso, cuando volvía cansada, ansiosa, la nariz enrojecida por el frío: «Hijo, no has abierto la puerta, ¿verdad? No ha llamado nadie, ¿verdad?».

No, no había venido nadie. No había abierto la puerta a nadie.

Pero yo no sé estar solo. No sé estar solo, y por eso Isa entró en mi vida, se apoderó de mí, se pegó a mí, como un voraz crustáceo. La tengo clavada en mi carne: hiriente, molesta, inevitable. Porque no sé estar solo, los muchachos se reúnen a mi alrededor; siento la mirada de sus ojos: me creen y me crezco. Me he sentido crecer así, en el silencio de las noches, en el inaudible zumbido de las tardes, con los muchachos. Cuando involucré a todos y cada uno de ellos en el extraordinario sistema de un preciso y precioso reloj; en una feroz, delicada maquinaria, apta para mover un mundo donde los hombres son ellos mismos, únicamente, el único malentendido. Donde las criaturas (animales todas) «expresan los sentimientos reales propios de estas criaturas»…

V. En esta ciudad

AÚN sin despertarse oía la lluvia contra los cristales. El desaforado, odioso despertador, chilló dentro de sus orejas, y alargó la mano para silenciarlo. «Latosa lluvia», bostezó. Apenas vio sus largos y rosados pies, sus uñas nacaradas, contra la estera de flores, el golpe del corazón, como un aviso, le devolvió la ingratitud de la noche pasada. Cesó el olvido del sueño, recuperó la conciencia de un filo agudo, implacable, hundiéndose en alguna zona muy dolorosa. Isa se oyó, en voz baja, casi susurrante: «Mario».

No era un día como todos los días, un tedioso discurrir sobre negocios ajenos, asuntos ajenos, intereses ajenos; sobre el teclado de la máquina, sobre los papeles y las carpetas, sobre los ficheros y las llamadas telefónicas; en el odioso fluir de las horas, en el infame suplicio de los insultos retenidos, en un abominable esfuerzo de sonrisas, y de interés; de ilusión incluso —oía la voz de Ortiz, el Jefe de la Sección de Correctores, al otro lado del cristal: «Si no se trabaja con ilusión, no es posible trabajar bien. Hay que poner ilusión hasta en la más sencilla tarea…»—; oía esa voz casi clerical, falsamente cordial, en las mañanas y tardes (indistintas bajo la eterna luz neón, porque no era posible otra luz, allí no entraba el sol jamás). No era un día como todos, era peor aún.

Isa se notó desfallecer, impotente en el principio de esta jornada, de estas horas invariablemente repetidas. Las bromas, los chistes, la pausa destartaladamente estimulante del café, del cigarrillo; las ironías poco sutiles de Pelayo, las quejas de Margarita, la participación (con ilusión fingida) en la quiniela colectiva… En este día, ninguna de esas horas serán soportables, compensadas por la única razón que podía mantenerla, todavía, en actitud viva y honesta frente al mundo: «Mario no está. Hoy no veré a Mario».

Desayunó de prisa, sin mirar hacia la anciana que aconsejaba ponerse las botas de goma; para no ver su pelo de muerto color, tumultuosamente enredado bajo la redecilla azul («Mira que ponerse esa redecilla; a saber de dónde la habrá sacado…»); para no percibir las encías desnudas, aún libres de la dentadura postiza, ni ver su bata, ni sus zapatillas, ni sus manos salpicadas de rosa y blanco, ni oír sus consejos falsamente maternales. («Adonde iría a parar esa amabilidad, si no llegara el sobrecito consabido, ni los regalos consabidos, ni los famosos “extraordinarios”. Veríamos adonde iría a parar tanto cariño, si no se llevasen la mitad, o más, de cuanto me ha sido y me es posible arañar en este cochino mundo»). Su odio pasivo, acostumbrado, bovino, tan ampliamente practicado en la oficina, fluía domésticamente. «No eran tan amables, hace cinco años», rememoró, bajando la escalera. «No eran tan amables, desde luego, los primeros tiempos». Cuando llegó a la ciudad grande y nueva, con el bagaje de sueños, pobre estúpida; cuando aún alimentaba la descabellada pretensión de reanudar estudios, a costa de horas nocturnas, robadas al sueño. «Ardientes ansias de trabajo y perfección…». ¿Adónde fue a parar la desquiciada inocencia, la bondad repleta de ignorancia?

Arremolinada en un compacto grupo de gentes, ansiosamente apretujada a la puerta del autobús, Isa repartió discretos paraguazos con mirada inexpresiva. Trepó en la masa humana, partió, en la atmósfera húmeda y caliente; sumisa y ausente, en un mundo diminuto y aglomerado de discusiones que convertían en un alarido iracundo, absolutamente dramático, el cambio de un billete de cien pesetas en monedas. La lluvia azotaba las ventanillas, al otro lado de los pisotones, la risa, la resignación y el tedio.

Jacinto, como de costumbre, se fue al pueblo apenas acabados los exámenes. En verano se reunía con su familia: la madre, las hermanas, el honorable juez. En esa etapa de reposo montaraz, entre matas de tomillo, chopos y aire serrano, se reponía de excesos y escaseces estudiantiles. A mediados de septiembre, regresaba. Isa le veía descender del ómnibus, más tostado, más gordo. Pensaba que, en la ausencia, se hizo de él una idea más estilizada. Tres septiembres llevaba ya, aguardando la llegada del autobús de la sierra, en la nueva y flamante estación de los «Ómnibus Benítez»; tres septiembres recibiendo, con sonrisa vagamente nupcial, al novio que regresaba a los libros, a las discusiones de la pensión (le robaban, según él, los inapreciables chorizos portados en la maleta); a los paseos vespertinos; manos enlazadas, besos en el portal prohibido.

Se cumplía ya el cuarto verano. Papá había muerto: Isa llevaba aún luto. La falda teñida se ceñía demasiado a las caderas (siempre parecía húmeda). Estrenaba la blusa con diminutos lunares blancos sobre el negro, síntoma de un convencional alivio que no hallaba por ninguna parte.

Pero en aquel cuarto verano, Jacinto no regresó del pueblo. Aquel verano se «prometió» con una muchacha, hija de terrateniente acaudalado; una chica hermosa, alta, rubia, y poseedora de un sinfín de cualidades más que, paciente y sibilinamente, deslizaron en los oídos de su madre (y en los suyos) las hermanas Anchorena (conocedoras de toda familia o suceso comarcal). Isa y su madre, en el comedor, centro vital del piso, frente a la encristalada galería, intentaban enlazar una conversación banal. Pero volvían a caer en el silencio, sólo atravesado por los mal disimulados ayes y suspiros de mamá. Uno a uno, los minutos se hacían más intolerables. Todos los días llegaba alguien (una amiga, un simple conocido) que añadía noticias de Jacinto «Qué pena, qué pena: una criatura tan buena y tan joven…». Isa se sentía crecer en una ira lenta, sorda. Parecía como si entre todos quisieran enterrarla. Como si, a sus recientes veintidós años, acabara de morirse: o la quisieran ya muerta, ya pasada, vivida en otro tiempo.

Empezó a salir sola, por las tardes. Se iba al Ebro, huía de las amigas, de su vana compasión o su fingida condescendencia. (Excepto Maruchina, que le dijo, con toda claridad: «Chica, lo que es tú, con lo que son aquí los chicos, sólo falta que te haya plantado Jacinto. Si no te vas de aquí, con la mala fama que tenías ya…». Era decirle, más o menos: «O te vas, o te dedicas al Ropero»).

«Pues me voy», se repetía con secreta rabia, aquella tarde. Frente al río que muchas tardes presenció sus lánguidos abrazos, sus repetidos besos, sus proyectos hogareños, modestos, discretamente felices. En la orilla opuesta, dos gitanillos medio desnudos correteaban entre montículos de basura; sobre una escasa y dulce hierba verde, inconcebiblemente limpia entre las inmundicias. «Tengo veintidós años y un bagaje no común aquí a todas las chicas: algunos estudios, aunque interrumpidos, que pueden ayudarme a salir adelante…». ¿Por qué no completar aquellos estudios? Irse de allí, escapar de la mezquina ciudad, de sus calles angostas, de los soportales, del puente, del río; de los paseos y de las meriendas; de sus santos de incalculable valor. Irse, abandonarlos para siempre. Isa descubrió aquella tarde la fuerza de su voluntad, obedientemente sofocada durante veinte años. («Porque una muchacha debe aparecer sumisa y dulce aunque no sea dulce, sino mordaz; ni sumisa, sino iracunda»). De improviso, se sorprendió riendo. Había encontrado una risa llena, jocosa, en medio de la tarde, junto a los álamos; arrancando mechones de color esmeralda, frente a un río que fluía sin importársele el mundo, ni las muchachas besuconas, ni las orillas invadidas de latas oxidadas y zapatos desparejados, podridos, entre estiércol. Al verla reír sola, sentada en el suelo, los dos gitanillos empezaron a gritarle cosas (nombres ininteligibles), entre carcajadas. Allí los dejó, desvergonzados, al aire sus oscuros ombligos, revolcados en la hierba, cuando ya se alejaba, secándose las mejillas; porque nunca, nunca, se había reído así, hasta las lagrimas, como aquella tarde. ¿Mamá, las conveniencias, el dinero…? Sí, era despiadada. ¿Mamá iba a quedarse sola? «¡Qué mala hija!». Sí, mala hija. «Pero ¿adónde irás, desgraciada, adónde? ¿Qué has de buscar por ahí, que no tengas aquí?». De los álbumes fotográficos, de las viejas historias de familia, de las anécdotas de clan, surgieron las Dos Ancianas: las inefables, dignas, señoriales y arruinadas primas de papá (que tanto le querían cuando era niño, cuando se quedó huérfano: «porque se puede decir que de madres, de verdaderas madres, hicieron para mí, hasta que me encarrilé…», oía la voz de papá, recordaba la humedad de sus ojos). Así, pues, de los empolvados armarios del historial familiar extrajo dos fantasmas encintados, les sacudió el polvo, los colocó de pie sobre la mesa del comedor y argumentó: «Iré a casa de las tías, y pagaré mi estancia; me saldrá mucho más barato, y, además, las ayudaré un poco». «¡Ay, ay, estas hijas de hoy día!». Mamá, doña Dolores, las Anchorena, suspiraban con fruición, la miraban de reojo; premonitorias, justicieras, augurando un fin lógicamente siniestro para la indócil muchacha que no tenía el buen gusto de dejarse enterrar viva.

Las Dos Ancianas la recibieron con el alborozo de suponerla portadora de suculencias pueblerinas; repleta de bienes y prebendas con que alegrar la sórdida dignidad que yacía, que agonizaba en velada miseria. La mirada de Isa recorrió paredes, techos; contempló la última llamada de la casa, el desesperado mensaje de los muebles, de los cuadros, consolas y espejos. Como si cada silla, cada florero, se aferrase con invisibles uñas y dientes a los muros, al suelo, al aire impregnado de alcanfor, azafrán y «Roses damour»; remisos, angustiadamente tercos y tenaces, negados a sumirse en las frías entrañas del Monte de Piedad. La sorpresa de las Dos Ancianas fue bastante seca, cuando Isa aclaró —no lo hizo antes, a sabiendas; lo hizo cuando se vio instalada en su habitación, aún rodeada de bienvenidas, mojados besos y pellizcos en las mejillas— que debía ponerse inmediatamente a trabajar, si quería costearse los estudios. «Pero tu madre…», balbuceaban, las facciones súbitamente acartonadas (convertidas, ya, en puras y descamadas —casi voraces— dentaduras postizas). «Pero tu madre… ¿no te va a mandar nada?». No, mamá no mandaba ni recuerdos.

Isa quemó su primera nave: de entrada (como «regalito») depositó la mitad de sus ahorros en las ávidas manos tendidas (palmas de porcelana rayada, sucia). «Y no os preocupéis; si yo todo lo tengo bien organizado; si ya está todo planeado, y resuelto…».

Camino de la oficina, Isa siente aún la dureza, la sórdida frialdad del dinero contado, céntimo a céntimo. «Yo comeré fuera de casa, porque mi trabajo no me permite perder tiempo…», decía.

No comía fuera, ni dentro, ni en ninguna parte. Mordía, a cachitos menudos, para hacerlo durar, un panecillo; sorbía lentamente una infusión indescifrable, en la desapacible cafetería suburbial. Defendía del hambre las dos pesetas para comprar el periódico, como un sagrado e intocable tesoro: y leía, entre sorbos de un amargo y oscuro líquido, entre bocados de un tierno y exquisito pan (nunca supuso, allá en la ciudad muelle y estúpida, que un mordisco de pan podía ser algo tan extraordinariamente bueno), la Bolsa de Trabajo: buscaba alguna realidad, algo que no fuese sólo una vana esperanza, un sutil engaño disfrazado de generosas retribuciones; un complicado laberinto empresarial que demandaba tentadores servicios, y desembocaba, como último eslabón, en el simple pateo de la ciudad (para ofrecer, de piso en piso, la desconocida marca de un detergente). Aún no tenía empleo, aún no tenía nada. Los últimos reductos de su irrisoria fortuna de la Cartilla de Ahorros, iniciada el día de su nacimiento, acrecentada por los modestos esfuerzos de papá y los más sustanciosos del padrino Femando (hasta que se murió), por los extraordinarios de Navidad, Reyes, Santa Isabel… ¿Para qué recordar ahora, en la fría lluvia de la mañana, el despiadado mundo de negativas, de puertas cerradas, de hambre corrosiva, intolerable, que la devolvía medio borracha de inanición al piso de las tías, donde ofrecía, impertérrita, una impecable sonrisa de labor satisfactoriamente cumplida? Pero las Ancianas no vivían de sonrisas honradas y laboriosas; las Ancianas fruncían cejas, extendían manos de muñeca de China, opinaban que debían llegar «extraordinarios», «obsequios». («Ah, viejas niñas, deleznablemente negadas a la muerte, viejas niñas mimadas y cruelmente mantenidas, como ángeles desvencijados, en un mundo que ya no admite mimos, niños, obsequios ni delicadeza alguna»). Porque: «Hijita, tú comprende: después de todo te tenemos en casa por mucho menos de lo que pagarías en cualquier pensión…».

La oficina de Isa forma parte de un edificio reciente, levantado en un barrio aún sólo proyectado; un barrio que, al parecer, sólo existe aún en alguna imaginación, en algún plano. Mientras avanza, desde la parada del autobús, Isa contempla la fachada enigmáticamente encristalada de un edificio donde ha sido desterrado el sol.

El Departamento de Correctores es su Departamento. Pequeña ruedecilla, ínfima cooperadora de la gran maquinaria que produce Diccionarios, Manuales de Mecánica, tomos de alguna indescifrable divulgación científica, Tebeos, novelas para la juventud, y un sinfín de otras cosas, totalmente inabarcables para Isa. Al entrar en su oficina, le acompaña la desagradable impresión de llevar prendido en su cuerpo el olor a ropas mojadas, a paraguas hostiles; al sudor, aliento y mal humor abigarradamente laboral del autobús. Introduce su cartulina en el reloj–control (el «chivato»); aprieta el botón, oye el tintineo, sonríe vagamente a nadie. Cuelga el impermeable, deja el paraguas en el cubo de plástico —totalmente inadecuado entre la armonía funcional de los muebles—, y se sumerge en el tecleo, la luz neón, el rumor apenas audible de conversaciones moderadamente clandestinas. Al pasar, Pelayo le dice que tiene mala cara, con lúbrica ironía. No tener buena cara, para Pelayo (Isa contempla fríamente el suéter flojo y gris, el recio bigote) supone locas y desenfrenadas noches de amor. («Cándida y cochina es tu imaginación», se dice Isa, remedando remotas estrofas, de las muchas que flotan, perdidas, en su memoria. «Sucia y optimista…»).

Isa odia esta oficina donde encontró a Jaime, y la ama, porque aquí vio a Mario por primera vez. Por varios y distintos motivos, en cada tecleo, en cada mueble, en cada rostro, Isa reconstruye, todas las mañanas, su historia de desprecio y su historia de amor. En la pared, el reloj le ofrece su luna blanca; inquietante, como el rostro de un antiguo cómplice.

Antes de llegar a esta oficina, trabajó (dispar y entusiasta, ilusa y temerosa), primero, en una zapatería, luego, en una tienda de electrodomésticos (Departamento de Contabilidad); luego, en otra oficina. Hasta llegar aquí, y quedarse anclada, sumida ya en una sutil red de Seguros Sociales, participaciones de fin de año, pagas dobles, extraordinarios, nóminas, plantillas, etc… Ya queda lejos la pobre Isa «eventual», sin apoyos, sin asideros, sin «seguros» ni «pluses». Isa camina sobre la moqueta marrón con aire levemente posesivo, ligeramente sedentario. Se acabó la nómada Isa, la peligrosa independencia (al margen de Utilidades, Seguros de Enfermedad y Otras Prebendas). Isa sonríe pálidamente a sus lápices, a sus carpetas, a su cenicero, aún impoluto. Hay un cansancio sutil, imperceptible, en todo cuanto abarca su mirada. Los estudios de Isa, ¿quién los recuerda ya? Tan sólo, por las noches, acudió a unas clases de inglés, en la modesta Academia instalada en la misma casa donde vivía. Una decepcionada pereza, una triste conciencia de que ya es demasiado tarde, la aleja, más y más, de un mundo que en otro tiempo creyó factible; incluso hermoso.

Fue Jaime quien despertó su viejo deseo de aparecer «distinta a las demás» (no a los demás, sino a las demás). Jaime era un hombre fornido, de pelo negro y rizado, que usaba lentes con montura negra. Cuando le conoció, tendría unos cuarenta y cinco años, ojos negros, grandes, un poco saltones tras los lentes. Alguna en la oficina comentó que era un tipo «con gancho». Isa lo miraba de hurtadillas, cuando, a veces, coincidían en el ascensor. No le parecía ni guapo, ni feo, ni especialmente atractivo. Sólo aquel día, cuando la llamó a su despacho y le encargó «un trabajo de más responsabilidad», sintió que renacía en ella, con sorpresa, una olvidada y estimulante vanidad.

Ahora, con los ojos fijos en la página que no consigue ni siquiera deletrear, Isa reconstruye la mirada de los ojos negros, abombados tras los lentes. Aquel día, pensó que eran unos ojos extraños; parecían dos peces tras el cristal de un acuario. «Un efecto puramente óptico», se dijo, con tonta suficiencia, al salir del despacho temido y admirado. «A causa de los cristales de aumento». Días más tarde, Jaime opinó que Isa era una muchacha con grandes aptitudes; que merecía un puesto más responsable; una oportunidad. «Él sí que agarró un buen puesto, y aprovecha bien las oportunidades», se burló Pelayo, mordaz. «Ese tipo está aquí con un sueldo que ni puedes tú soñar, rica: él es quien resuelve todas las papeletas, censura y todo eso… Menudo tío. Claro, con su otro cargo, cualquiera podría. El mundo es de ellos».

Isa rememora el paso hacia los Departamentos Altos (donde la calefacción es más fuerte, donde los tacones se silencian en la moqueta, donde las máquinas, las mesas, son cómodas, modernas, útiles). Isa reconstruye el «momento del ascenso»; la especie de tibio mareo del primer día: cuando tuvo su mesa, su máquina, su instrumental particular; no compartido, no promiscuado. Isa, ordenada, orgullosa, entró, por fin, en una parcela (pequeña y modesta, pero una parcela al fin) del mundo al que creía pertenecer.

Ahora, estas cosas no tienen relieve, estímulo ni interés alguno. La mañana pasa, la lluvia sigue. Ahí fuera, la calle aguarda: invadida, de nuevo, por grupos que esperan el autobús, que regresan a casa; que volverán, dentro de una hora, de dos horas, al mismo recorrido; entre las mismas quejas, las mismas protestas, las mismas bromas; bajo la misma lluvia. Una amargura lenta la retrasa; se queda la última, busca el paraguas, el impermeable. Ya sólo queda el conserje, esperando, con las llaves en la mano.

«Si Mario no vuelve, lo iré a buscar», decide, súbita. Por lo menos, que no la abandone la ira, que no la abandone lo único que la empujó hasta aquí, hasta este momento en que la lluvia le moja la cara. Isa deja deslizar por sus mejillas esas gotas frías, delgadas, con un placer difusamente rebelde.

Mario apareció en su vida por pura y fortuita casualidad. Entre sus obligaciones se incluía atender a personas como Mario. Aquélla fue la primera vez que experimentó eso que oía llamar «premoniciones». El día en que Mario se acercó a ella, se sentó junto a su mesa, y escuchó su voz. El día que tuvo noticia de su aire distante y vagamente desdeñoso. «¿Qué le verán a este tipo? —comentó Pelayo—. Parece un galgo hambriento. Por aquí anda alguna desecha por él». El día que vio por primera vez su cabeza de oro cobrizo, sus ojos azules, sus pómulos acusados; aquellas manos de largos dedos, que levantaban, con gran suavidad, el extremo del papel, y señalaban algo que Isa no logró captar, absolutamente inmersa en una desconocida sensación. Por primera vez, desde hacía muchos años, sentía admiración, respeto por un ser humano. Contemplaba, con fascinación infantil, el peculiar tono de su piel, raramente cubierta de algo que (había leído en los últimos tiempos demasiadas historias banales, lo reconocía) parecía «salpicada de polvo dorado». Por primera vez en su vida tuvo la certeza de que aquel hombre, y no otro, se inscribiría en su vida. Una certeza unida a un vago temor. Algo doloroso, amable, agrio o dulce. Malo o bueno, pero imposible de eludir.

El autobús aparece, al fin, entre los murmullos de protesta del grupo acechante (Isa recuerda vagamente un film documental: hombres salvajes, medio desnudos, alertas ante el paso de cierto animal, que surge hollando las matas; los acechantes salvajes saltan sobre él, le clavan sus lanzas). Isa se aleja hasta la esquina, y contempla a una mujer que corre y protege con su delantal a una niña en uniforme de colegiala. Un hombre echa el cierre a su tienda de comestibles. Isa cruza la calle, se aleja sin rumbo, sin tino. «Y ese día entraron en mi vida los malos augurios; desorden, miedo, celos, desesperación…». Un bar modesto anuncia tapas calientes, bocadillos, café, pintados en sus cristales, bajo la lluvia. Parece vacío y oscuro, como una guarida. Isa cierra el paraguas, y entra. Como si pisara una tierra distante, extranjera, propicia al olvido.

VI. Tres días de amor

HE despertado bruscamente, como si esta vez el sueño fuera realmente un delito, un lujo prohibido. No recuerdo cuándo me dormí. He buscado mi último recuerdo entre esos libros medio devorados; algo que pudiera aislarme en un estado de inconsciencia. Los libros que me hablan de antiguos y refinados sistemas de tormento. Quien aquí se refugió del mundo, en otro tiempo, sentía una excesiva afición por los crematorios, las crucifixiones y las exterminaciones masivas. Quizá por eso hay algo parecido a la pegajosa huella de un humo graso, incrustada en las paredes y los muebles. Un humo que debió emborronar este cielo, a veces, sobre determinados puntos de esta isla. («Un humo graso, negro, llegaba: procedente de humanas antorchas… el diablo se diluía, escapaba humillado, convertido en humo negro y grasiento…», escribió alguien, aquí, en esta habitación).

He intentado descifrar los manuscritos, estos delirantes ensueños, mezcla de brujería y petulancia científica. Es extraño que nada de todo esto me resulte ajeno. Ni una sola cosa, en este desvencijado y sucio paraíso particular, refugio de un hombre ya muerto hace muchos años, me resulta desconocida. Yo he conocido a este hombre. Yo he leído esos libros, esos manuscritos, en innumerables rincones de este país donde he nacido. He tropezado, infinidad de veces, con idénticas máquinas demenciales, pulcramente dibujadas; con idénticos y descabellados sueños de severidad y lujuria. Conozco estos desesperados saltos hacia atrás, esta búsqueda en pos de una razón que pueda servir de excusa, o estandarte, o cobijo, a un grande y desamparado temor del mundo, de la muerte, del dolor, al fin. Este patético retroceso en pos de unas migajas de eternidad, este desdichado afán a sobrevivir al olvido. «No quiero morir, no quiero morir», gritan todos los objetos: los hacinados muebles, las estanterías dobladas por un peso ya sólo hecho de polvo y humedad. La tortura de la carne, la ciencia, la soledad, la incuria, el dulce y vago amor por lo imposible: esos díscolos muchachitos desnudos, coronados de pámpanos, que levantan sus brazos hacia inexistentes pájaros celestes… Todo clama, gime, inventa una limosna de eternidad, una esperanza de eternidad. «No me quiero morir», oigo en los crujidos, en los súbitos chillidos de las ratas, en el silencioso e implacable descenso del polvo sobre el polvo. Nada me es extraño en esta habitación. Habitaciones como ésta, abundan. En cualquier pueblo, de cualquier región; entre cadenas de montañas, junto a ríos más o menos secos; en la lejanía o tras hileras de álamos y chopos, existe siempre alguna estancia estrecha, larga, vacía, que espera en vano el regreso de un fantasmal imperio, de algún desteñido carnaval, acaso nunca celebrado. Estancias vacías y cerradas, hombres vacíos y cerrados. Muros, papeles, legajos; caligrafía señera, orlada, arabescada y solemne. Caligrafía. Las palabras se han convertido, bajo el polvo, en simple caligrafía ya desusada. Todavía —y pienso que mi país no es sólo una, ni dos, ni tres ciudades más o menos evolucionadas— nos hallamos rebosantes, infestados de habitaciones estrechas, altas y cerradas, donde siempre es posible esconder a un fugitivo. Invadidos de habitaciones a donde ya no llega la luz del sol, donde las puertas se condenan, y se enmohecen los pestillos. Grandes habitaciones en reserva. Grandes reservas. Mi país no son dos o tres bellas ciudades, mis compatriotas no son sólo mis amigos. Mis compatriotas cierran puertas, clavan ventanas, guardan celosamente el polvo, el podrido papel; para que las ratas pasten la hermosa, grave, señera caligrafía («ya no se escribe con tan buena letra»). Qué gran desprecio puede ir recolectándose aún, en las grandes reservas. Minas aún inexploradas de desprecio, de profunda, sólida e insobornable ignorancia. Largas y estrechas salas de baile sin baile, espectros de máscaras transparentándose en los muros; reservas infinitas de soledad. Cualquier hombre puede decir, cercado a preguntas, que, ciertamente, ahora lo recuerda: él también tenía un tío completamente chiflado, encerrado en una casa de campo, y que era el hazmerreír de… Casi todos mis compatriotas disfrutan el parentesco, la amistad, el recuerdo de hombres absolutamente enajenados y divertidísimos, encerrados voluntariamente entre catalejos, brújulas, teorías y cartas orográficas o marítimas. Grandes reservas. Caligrafía.

He despertado con el sacudimiento impreciso de haber cometido un error: dormir, descansar, olvidar. No se puede abandonar la vida así, tan dulcemente, sin perderla. Dejar la vida, con cuidado, para que no se caiga, ni se rompa, ahí al lado, junto a la ropa, los zapatos, el reloj y las gafas. Y recogerla mañana, cuando vuelva el sol: cepillarla, sacudirle posibles motas y volverla a utilizar. Es un escarnio a la vida, imagino, abandonarla de forma tan trivial, puesto que la vida no es fácil, ni asequible, ni grata. Es una inconsciencia, una frivolidad, dormirse como me he dormido yo.

Me duelen los ojos, hay una luz excesiva en este cielo, aún ahora, cuando la luna se ha marchitado como un pétalo, y el amanecer es sólo líquido dorado, transparente. Aun así hay algo excesivo en la suavidad de este cotidiano nacer a la luz, para mí. Hiere mis ojos. Tengo la vaga sospecha de que el sol me odia.

Aún me dura el asombro de su nueva visita, cuando ya se ha ido. De que se haya sentado y me haya hablado. No esperaba verla más, y menos aún sin el tapiz de la noche, sin la fácil ignorancia de la oscuridad, donde no puede distinguirse un gesto de ira, o de temor, o de simple confusión. Es raro que haya vuelto, e imagino, o mejor dicho, estoy convencido de que para ella tampoco este regreso es explicable. Aquí, al otro lado de su puerta, donde al parecer se acumula todo lo que, en otro tiempo, pudo hacerla sufrir o soñar. Es curioso ese inseguro y triste anhelo que la empuja a ella también (como a todo lo que alienta en este suelo). Desde la cima de su presente, tan dolientemente adquirido, año tras año, corre desesperadamente hacia atrás, busca algún cabo suelto que seguramente debe balancearse en vacío: para asirse a él, tal vez, y remontarse hacia un país o una razón más convincentes que este suelo y esta razón. Adivino que odia estas paredes, que le repele este polvo, esta madera podrida, este suelo empalidecido por el tiempo y la sal. Pero viene aquí, regresa a este lugar, donde yo estoy y que, en definitiva, le ha sido impuesto; a quien tal vez fuera de aquí pudiera odiar, o despreciar, o ignorar. Siempre, el cúmulo de circunstancias, las dispersas partículas que flotan en el aire que, de improviso, un viento extraño reúne, aglutina, da forma y sentido. Es extraño, pero no me extraña del todo. Porque, desde que empezó todo (y empezó en el momento en que cerré los ojos de aquella mujer, y contemplé sus labios ya mudos para siempre, y la escondí por fin, con su anhelante y muda venganza, en el estrecho agujero de los muertos urbanos), late, en todo cuanto me rodea, un renovado, insistente reencuentro.

Los detalles más nimios cobran una significación especial. Ella ha visto la caja con las provisiones que anoche depositó aquí Bear, y se ha dado cuenta de que no la he abierto siquiera. Todo, hasta lo más banal, adquiere un relieve preciso, exacto, si se está encerrado; en espera de la grande, la única justificación. La enorme y aplastante oportunidad de la venganza.

Encerrado. Como lo estaba él, junto a las cada vez menos sugerentes —imagino— correrías de un Bambi que se alejaba, a buen seguro, en el último jirón de su fe. Creo que para él también resultaría decisivo el color de los objetos, a medida que la luz crecía o se apagaba en ellos; el reptante fulgor del sol pared arriba, el último vestigio de la noche sobre sus párpados, o sobre el papel; allí donde podía leerse, todavía (los ojos, al fin, se acostumbraban a la ausencia de luz): «Pero Bambi, ¿es que no sabes estar solo?».

Ella ha sido buena persona, ha traído una bandeja donde humeaba café; un olor, según dicen, reconfortante, estimulante. He tomado y tomo al día tanto café, que ya no sé si es estimulante o no. Se ha sentado ahí, junto a la mesa, en ese sillón de contextura paquidérmica, donde parecía perderse. Ha sido buena persona: hemos hablado de nada trascendente, de nada agrio, o festivo, o alusivo. Hemos hablado como correctas y circunstanciales visitas: de la isla, de Bear, del mar. He fingido que me importan las anécdotas de la isla, las vagas referencias a los estudios de Bear, y he asentido a su opinión sobre la belleza de este mar. Pero tengo el absoluto convencimiento de que ella sabía perfectamente que no me importan las anécdotas, ni de la isla ni de Bear, ni me gusta el mar. Lo sabía, lo leía en sus ojos, en sus manos, en toda su figura, de pronto extrañamente rejuvenecida, fundida al fondo de ese inimaginable sillón —sólo es posible crear o diseñar un mueble semejante en un lugar semejante—; como si regresara, por fin, a un tiempo muy tierno, muy joven, muy doloroso y amado. Más que rejuvenecida, intemporal (como los efebos desconchados de la pared en su inmóvil danza). Es curioso; la he contemplado perdida dentro de esa especie de animal–mueble; tras de ella se abría la puerta, y al fondo aún podía distinguir un muchacho, imbécil y desnudo, con los brazos en alto. No he podido desunir sus dos imágenes, ni dejar de pensar que era algo natural (sabido y conocido anteriormente por mí) la visión de aquella mujer y aquel cretino mural al fondo.

No parece mucho mayor que yo. Es extraño que casi tengamos la misma edad. Supuse que había una distancia total entre nosotros dos, y sin embargo, qué raramente próxima la he visto de pronto, cuando la luz ha sido más violenta —esa luz que no me gusta y de pronto he agradecido y deseado—; cuando he distinguido con claridad sus rasgos, el color de su piel, de sus ojos y de su ropa. Tiene, efectivamente, el cabello negro, brillante y liso. He perdido el contenido de sus palabras —no de su voz, que ha vuelto a envolverme, como anoche—, pero me ha sido revelada su piel ligeramente quemada por el sol, especialmente suave a la mirada. No es una tersa piel de muchacha, una estallante piel joven, dulce y fresca. Es una suavidad que se aprecia simplemente en su contemplación; una piel donde residen, indudablemente, infinidad de horas, de minutos, de un tiempo que nada tiene que ver con el cronometrado vacío que utilizamos en nuestras idas y venidas, en nuestros afanes y negocios. Un tiempo secreto, reservado únicamente, quizás, a la soledad; dulcemente alejado, placenteramente triste. Es curioso, no sonríe nunca. Hay un rictus de seriedad que imagino fue, en otros lejanos momentos, una seriedad precoz. Como la de algunos adolescentes a los que de improviso se les exige una actitud madura. Esa rara seriedad no ha abandonado su semblante. Sin saber por qué razón, me ha parecido invadida por una desconocida, inexplicable y avasalladora belleza. Una sensación curiosa, saber que la belleza no está allí formada por el contorno de su rostro, ni la curva de sus ojos, o el color de su piel. Una belleza desusada, poco conocida. Como desgajada de alguna misteriosa región, desciende y la invade, igual que lluvia o resplandor. Su rostro, moreno claro, sus ojos, su cuerpo delgado (inexplicablemente salvado de angulosidad agresiva), su delicadeza, me han parecido, inesperadamente, los más bellos. Aunque no lo sean.

Isa es mucho más joven, más bella, seguramente más atractiva. Aunque su belleza sea ya, para mí, algo tan repetido y obvio como sus palabras, sus gestos o su amor. No entiendo por qué razón se ha de prolongar el hastío, cuando el amor, o el deseo, o el simple goce de lo imprevisto, son imposibles de prolongar. Creo que, al igual que de los bienes materiales, deberíamos programar una repartición más equitativa y justa de nuestros sentimientos.

No sé cómo se llama, ni ella sabe mi nombre. Nunca como hoy, en este día extraño, especial —un día que parece suspendido y sin horas, sobre las tinieblas de dos noches que han de formar en el tiempo de la venganza—, me parecieron las palabras tan ornamentalmente inútiles. Como la caligrafía del viejo que inventaba torturas y deleites, absolutamente inanes, ya, sobre el papel. Acaso una sonrisa puede suplir un complejo y organizado sistema de palabras: como también un gesto despectivo o burlón, unos labios doblados por el orgullo o una mano quieta, cálida, sobre otra mano. Aunque, en verdad, no me ha sonreído, ni ha tenido un ademán para mí que no fuere totalmente convencional. A pesar de todo, algo ha brotado (brota aún y va creciendo en el día, en el aire, en la atmósfera) que suple las palabras, los nombres, e incluso el paso del tiempo. No es frecuente este acercamiento, esta rara aproximación, como agua que va ensanchándose, vertiente abajo, llenando surcos, grandes y secos agujeros; como el agua que va arrastrando piedras y convierte el polvo seco en lodo, y regresa, al fin, a una vida oceánica, verde, aún inexplicable. Siento como si ese mar que vagamente temo, que es como la imagen de un terror que me atenaza, se tornara imaginaria e inverosímil playa; un suave e inofensivo acercamiento del mar, desprovisto de terror; un mar que humedece esta seca arena que me rodea, y me convierte en isla, y me sumerge, al fin, en una sima donde la luz es otra, y la luz tiene una nueva y desconocida dimensión. Donde no pueden oírse palabras, ni existe otro idioma que el fluir de la vida, desplazándose, uniéndose, separándose; me imagino a mí mismo, flotante, igual a ciertos peces que contemplé en ocasiones, con secreto desasosiego, en los acuarios.

Hay muchas clases de vida, de belleza y fealdad; y hay días como éste, en que existo despacio, oprimido por alguna especie de ley submarina. Oprimido al tiempo que liberado. Por ejemplo, liberado —aunque sea por breve tiempo— de los gestos cortantes y decisivos, a los que me siento estoy tan irrevocablemente abocado. ¿Estoy? ¿O me han hecho? La duda es mi única posesión. La gran duda, por fin, que en este día flota lentamente hacia una superficie frecuentemente hermética. La duda es mi único bien. Qué extraño, cuando ella ha vuelto —y ya no me parecía inverosímil este regreso— nos ha parecido (poseo ya un nuevo sentido que permite enlazar sus pensamientos y los míos) que no se había ausentado nunca. O, por lo menos, que durante su ausencia nos habíamos conocido más; que nos habíamos explicado cosas ínfimas, trascendentes, soterradas o públicamente conocidas, pero infinitamente nuestras: suyas y mías. (A veces, un amigo pintor me decía: «dejo de pintar unos meses y me parece que pierdo tiempo, que pierdo facultades. Pero cuando vuelvo a coger los pinceles descubro que sé mucho más, que he aprendido mucho en ese aparente ocio»). En esa invisible escuela, fantasmal y sabia, alguien, durante la ausencia, nos instruyó en la difícil ciencia en que consiste la inaprensible, irrazonada, difícil proximidad de dos seres. Dos seres que desean expresar, entender, comprender o destruir conjuntamente alguna duda. Esa duda, que descubro también en ese otro cuerpo: no en sus palabras. No sé cómo puede desprenderse, algunas veces, la realidad física, el cuerpo, la piel, el tacto que forman un ser humano, de su pensamiento o sus palabras, de su esencia espiritual. Ese cuerpo delgado (que casi podría ser hiriente o desapacible, si no pareciese detenido en su especial linde de fragilidad, de agudizada dulzura) me ha revelado su gran duda, también, con mucha más claridad que cualquier palabra, o manifestación («… propia de criaturas de su especie»). Me parece tan revelador cada movimiento de su cabeza, de sus rodillas —casi rodillas de niña—; la curva de sus pómulos, su boca de labios fatigados y graves, sin sonrisa. Fugazmente, en algún momento, parece un muchacho. En otros, una remota esfinge, un ídolo intrínsecamente femenino, implacable y sanguinario: sólo redimido de su lejana crueldad por los siglos, por la erosión de la piedra bajo el viento o el azote de la arena. Sin saber cómo, me he dado cuenta de que no tiene los ojos negros. Sólo son ojos oscurecidos, ensombrecidos: pero si en ellos entrase el sol, se encenderían como granos de uva. Pienso, mirándola, que es como la corporeización de una gran incertidumbre, de alguna inacabada pregunta infantil; de una patética incomprensión del mundo.

Sólo cuando ya no hablaba, cuando quedó el silencio flotando después de mis palabras —de sus palabras también—, me he sorprendido y sobresaltado de cuanto le he dicho. Ahora comprendo, en oposición a lo que antes pensé —todo sucede, a la vez, tan vertiginosa y lentamente; resulta todo tan contradictorio y consecuente—, el valor de las palabras, de esa única arma que esgrime trabajosamente el hombre a través de una selva de golpes, sangre, crueldad, ignorancia, estupidez y ambición. Desesperadas palabras en lucha constante contra la brutalidad, contra los sonidos guturales; contra los gritos de salvaje placer, o el rugido del oscuro vientre del mundo. Contradictoriamente, por sobre la frágil y emplumerada caligrafía, he reconstruido, palabra sobre palabra, un vasto recorrido, una larga peregrinación de terror y de odio.

Sólo cuando ha vuelto el silencio me he apercibido que el sol se hundía, que estábamos perdiendo definitivamente la luz del día; que un día más, con su luz, su viento, su soledad o su recóndita alegría, se sumergía en el gran pozo irregresable. ¿Cómo le he contado lo que no se puede contar? ¿Cómo sé de ella lo que no es fácil entender? No comprendo, ahora, en este silencio que nos une, tan extrañamente acercados, tanto que se tocan nuestras rodillas y siento el roce de su mano, no comprendo, me digo, a las gentes que pueden referir, ordenada, severa, consciente y cronológicamente, la historia de su vida. Nadie tiene historia, pienso, en este silencio que está cercándonos, apretándonos de forma cada vez más insoportable. Nadie puede contar la historia de su vida. Lo único que se puede hacer es esto: hablar de un niño, de un paisaje, de un árbol, de un gran miedo.

La única historia que yo puedo contar es la de una avasallada y escarnecida fe infantil. Hemos podido hablar juntos, y reconstruir, o reencontrar, juntos, en nuestras enlazadas y mal hilvanadas historias, las raíces de la incertidumbre; la incapacidad de comprender; el gran estupor. Ahora, en este súbito silencio (que sólo es, en realidad, ausencia de palabras) he reencontrado, enterrado bajo mil coberturas y auto–justificaciones, un inabarcable y casi dulce desengaño. «Yo no era tan razonable, ni tan lúcido, ni tan admirable…», recita, desapasionada, una oscura voz.

Soy un vulgar mercader. Me he autovendido, a pedacitos, poco a poco, para poder especular progresivamente con mi propia verdad. Empecé a comprarme pedacitos de mi propia verdad el día en que me dije: No puedo hacer esto, o aquello; hay un gran impedimento en mi vida, la gran responsabilidad que ello representa… Continué comprándome parcelas de auto–verdad cuando se me reveló la fuerza, la inocente sabiduría, la desarmada indignación de unos muchachos que no han aprendido a especular, ni quieren engranarse en el sistema de autoconsumición que me atrapó a mí. Seguí vendiéndome mi propia verdad aun entre esos muchachos que no precisan, para rebelarse, ni el odio, ni la estolidez, ni el hambre. Pero son muchachos jóvenes, y yo he perdido al muchacho que fui. O, acaso, no lo tuve nunca, no lo fui nunca. Es una extraña sensación ésta, como si me contemplase desde un ángulo, ajena y claramente; joven, como ellos, grotesco remedo de Gore Gorinskoe (portando a hombros una anciana que le golpea los ijares con los talones, que le azota, y le obliga a caminar entre frases amorosas: hijito querido, camina, camina, lindo muchachito…). Es como si, de pronto, les viese a ellos, delante de mí, doblando la esquina, perdiéndose. Y me he visto correr tras de ellos, con la anciana a cuestas, sintiendo sus golpes y sus dulces nombres: y les he gritado a esos muchachos que me esperen, que esperen, que no les quiero perder. Pobre y humillante verdad, muchacho envejecido, profesor de vacaciones para chicos que perdían el curso; oscuro corrector de páginas que hablan del petróleo, del porvenir del aluminio, de muchachas que besan a hombres maduros en el último capítulo, de traducciones infamantemente proferidas: irreconocibles idiomas en lucha despiadada contra el sucio, desgraciado y mísero hombre que arrastra un cadáver de anciana; heredero de un solo bien: la venganza. Pero he seguido, sigo, aún estoy en el límite mismo en que parece suspendida la desenfrenada carrera. Estoy aún comprándome, y vendiéndome. Cada vez me vendí más caro, cada vez me compré a mejor precio. He hecho conmigo esplendidos negocios. Mi verdad en venta ha sido bien autocotizada. Recuerdo que una vez, siendo niño, conocí a un hombre que contaba mentiras, y se las creía. Si no las hubiera creído, lo hubiese tenido por gracioso, o embustero. Pero, como las creía, sólo parecía un desdichado loco.

Pienso en la misteriosa razón de esta mutua y ya irreprimible búsqueda, en el porqué de este inevitable encuentro que nos cerca. Sí, en verdad, nada tenemos en común, excepto la duda.

VII. En esta ciudad

TRES largos días, sin una llamada, ni una línea, ni una noticia. Mario dice siempre: «no voy a escribirte, no vale la pena». Tantas veces lo dijo, cuando se desplazó a cualquiera de esos lugares de donde ella permanece excluida, con sorda rabia, en un contenido rencor que debe amordazar cuidadosamente, si no quiere perder el último jirón de lo que representa, ya, su única razón de vida. Pero otras veces supo perfectamente adonde fue él, con quién, por qué. No esta pueril y burda mentira, esta mal pergeñada estupidez. «Es como si yo no le importase, como si le diera lo mismo que le crea o no le crea», desliza una voz perversa e interna, gota a gota. Nunca recibió una carta suya, es cierto, y muy pocas —las más precisas— llamadas telefónicas. Siempre fue ella la ordenadora de encuentros, citas; la encargada de fijar días, horas, lugares. Mario se limitó a asentir, a aceptar. Al principio, con un vacilante agrado. Ahora, con una total entrega al tedio, a la costumbre, al fácil asentimiento: porque intuye y teme, acaso, que la negativa sería más incómoda.

«Él no me conoce, como yo le conozco», piensa ahora, sentada a la mesa, entre las dos ancianas que vierten equitativamente en los platos una sopa humeante e insulsa; que charlan entre sí con curiosos monosílabos, especie de signos captados en el aire; como misivas en un clima ya pasado, ya vivido anteriormente, sólo inteligible para ellas. Isa ha llegado a la conclusión de que hablan entre sí como pájaros, en una vieja clave, un semilenguaje hecho de repeticiones y ecos de otras conversaciones ya ocurridas, ya sabidas, año tras año. Un lenguaje que les permite insinuar, o apenas pronunciar, media sílaba para entenderse. Oír su rara charla es como escuchar una inconclusa sinfonía de breves sonidos guturales y prolongadas eses finales. Por un instante, Isa se pregunta si la felicidad consistirá, al fin y al cabo, en esto: una vejez arrullada en el simple hecho de no tener que desprenderse del azucarero de plata con las iniciales de «los papás»; en verter chorritos de sopa humeante sobre esos platos de flores azules y arabescadas que, «afortunadamente, han podido conservarse». Con amarga sonrisa, Isa remonta su memoria al tiempo en que llegó el bienestar (pobre bienestar, basado en un patético «no ir a peor, no tener que deshacerse de lo que, hasta ahora, consideramos todo nuestro mundo»).

Eran los días en que empezó su breve y vulgar historia con Jaime; cuando la vida monótona, anodina, absolutamente desolada de la joven Isa («entonces, sí; entonces era verdaderamente joven») respiró, creció, descansó al fin en un mundo de tranquilidad. «Tranquilidad, no tener que recontar, pensar, distribuir. Vivir la vida decentemente —piensa, inmóvil frente a su plato—, con la dignidad mínima para no atravesarla como un salteador, o un mendigo, o un miserable, es mucho más difícil de lo que puede imaginarse desde un rincón provinciano, al borde de un río, junto a unos gitanillos que se ríen de la vida entre inmundicias, latas oxidadas y podredumbre». Vivir con un mínimo de paz, de bienestar, sin acuciantes fantasmas de fin de mes, facturas, zapatos que ya no pueden llevarse con decoro, es mucho más difícil de lo que piensa una pobre chica nacida en una ciudad pequeña, familiar y despiadada. Isa comienza a ingerir en silencio su deslavado plato de sopa; dispuesta a olvidar, a dejarse mecer (por unos minutos al menos), al margen de toda esperanza, de toda desazón; de todo augurio, bueno o malo.

«Pero es difícil, no pensar. Creemos que se puede decir: voy a echarme un ratito, a cerrar los ojos, a descansar. Y no es cierto. No voy a descansar. Nadie puede descansar, si está despierto: el pensamiento vuela y conduce a esa zona donde no deseamos volver, y volver y volver. Esa horrible zona que nos trae otro tiempo, el bueno, el que hubiéramos querido paralizar en los relojes, en el calendario; y el otro, el que quisiéramos ahuyentar, borrar del mundo».

Pensar, y pensar; y recordar a Mario, a Jaime. Recordar la historia, a jirones, a trechos; el tiempo de Jaime, y el de Mario. «Jaime no ha sido malo. Nunca fue malo conmigo», piensa, de repente, para ahuyentar el abrasado temor, el dolor difuso que el solo nombre de Mario clava en su conciencia. («No volverá. Lo he perdido. No volverá»). Jaime, entonces («tan absurdas cosas ocurren en el monótono transcurrir de nuestros días»), se revistió en su imaginación con los atributos del malo. El malo y el bueno de los cuentos infantiles y las películas inocentes, se encadenan en la mente de Isa como un juego idiota; una grotesca rueda de seres tomados de las manos, que inventan el bien, el mal, el pecado, la virtud, el honor, la perversión. «Cuánta mala lectura, cuánta imbecilidad, cuánto veneno», se dice, con una rabia blanda, pero incapaz de despertarla, o empujarla. «Cuánta idiotez disfrazada de sabiduría».

Ahora, en este momento, ridículamente sentada ante un ridículo plato de sopa, Isa recuerda al hombre «malo», al «seductor», al «aprovechado», y reconoce, flotante en un diluido despecho (mientras ese plato transparenta retorcidas guirnaldas de una preciosa y desaparecida grandeza), que «no era tan malo». En tanto que el bueno, el justo, el limpio, el amado… Isa experimenta unas desusadas ganas de llorar. «Yo nunca lloro», intenta convencerse. Algo férreo, despiadado, se aprieta alrededor de su cuello como una amenaza intolerable. Isa se levanta y desea decir: «No tengo apetito, me duele la cabeza, perdonadme, voy a descansar un rato…». Pero ni siquiera puede decirlo. Es decepcionante, también, saber que, ahora, su brusquedad será acogida con benevolencia. Ahora, la dejarán marchar, con mirada tierna y comprensiva; dirán: «Pobre niña, trabaja demasiado». «Igual que entonces», ironiza, y empuja la silla, que chirría groseramente. Busca la habitación oscura, se echa de bruces en la cama, apoya la cabeza en el bulto demasiado blando de la almohada. La superficie rugosa de la colcha hiende su mejilla. La aparta, descubre el embozo, busca la frescura de la sábana. Ahora sí; ahora, una súbita humedad, cálida y desesperada, empapa el minúsculo trocito de lienzo, junto a la sien. Este pedacito de lienzo que huele tiernamente a una lejana habitación donde había una lámpara japonesa y un extraordinario, inconcebible bienestar, llenaba el aire, el mundo; una ya imposible sensación de amparo muelle, defensivo. «También Jaime, entonces, me devolvió una sensación parecida». No era ya el remoto y perdido calor, el imposible cobijo. Pero sí un relajado y deseado alivio, un gran descanso. Algo casi olvidado: la noción de lo que podía ser el mundo sin miedo a la malevolencia, sin temor a la maldad que la rodea, sin importarle demasiado las tristes y mezquinas defensas de quienes —como ella misma— debían golpear, morder, cavar, pisotear, para no hundirse definitivamente en el polvo que todo lo entierra. «Él no fue demasiado malo». ¿Qué más podía pedir, en un mundo donde la máxima aproximación humana era la envidia? ¿Qué más podía pedir, entonces? Isa cierra los ojos. Las lágrimas son ahora el hilo de un ovillo, de una madeja desoladoramente interminable. «¿Por qué dirán las gentes que el llanto consuela?», piensa. «¿Quién dijo que llorar es empezar a consolarse? Algún cretino que sólo ha llorado en el dentista». Pero ni siquiera puede sonreír a sus propias gracias, como otras veces, cuando buscó un jocoso comentario con que paliar íntimas —y ahora demasiado frecuentes— desilusiones. «No es ser malo devolver a una muchacha el gusto de vivir, de mirarse al espejo, de estrenar un vestido, de cenar en un restaurante decente, de poder divertirse, bailar…».

Una vez, hacía muchos años —quizá tenía ella trece, o catorce—, en un folleto ilustrado que Patricia, la criada, recibía semanalmente a cambio de modesto peculio, Isa leyó una prolija escena de seducción. En la cocina, sumida en la lectura de aquellas hojas, Isa observó a una Patricia siseante, frente a la mesa olorosa a lejía y guisos bajo el tenderete–gitano–doméstico que ofrecía, en la tarde de lluvia, una colada rápidamente rescatada de la galería. Patricia no atendía a su requerimiento de niña, hambrienta y friolera, que vuelve del desapacible Instituto: «Patricia, mujer, que me des algo de merendar; que no cenaré, porque mañana tengo examen y me quedaré estudiando hasta qué sé yo cuándo…». Patricia murmuró, se levantó con desgana, abandonó sobre la mesa las páginas coloreadas con santos —como decía—, y fue a prepararle un bocadillo. La observó, mientras partía un panecillo por la mitad: Patricia aparecía presa de una ensoñación difusa, semiidiota, semiangélica; perdida en un mundo remoto y, a no dudar, precioso. Un mundo que yacía ahora, abandonado, en la mesa de la cocina, desde el paréntesis donde podía leerse, en cursiva, la palabra (continuación) hasta el paréntesis donde decía, en iguales caracteres (continuará). En el recuadro coloreado, una rubia muchacha cedía, horrorizada y blandamente (como a merced de alguna vandálica pero ineludible invasión), a la insospechada fuerza de un extraño sujeto, que lucía pelambre negro–rizada y chaleco a cuadros. Distraídamente, Isa ojeó el folleto. «¿Por qué lees estas cosas, Patricia?…». Patricia le dio su bocadillo, y, sin responder a su pregunta, le arrebató los papeles, para hundirse de nuevo en las aventuras y discusiones de aquella curiosa pareja. Isa rememoró los días —hacía apenas dos años— en que, pacientemente, enseñó a leer a Patricia. Pobre Patricia, entonces, recién llegada del pueblo, huérfana, porque las ruedas de un carro de alfalfa habían partido en dos, sin consideración alguna, el cuerpo de Padre. Sobre el camastro de Patricia, en la habitación interior donde nunca entraba el sol, prendida a la pared con chinchetas, estaba aún la fotografía de Padre, con boina, aureolado por difuminados vahos que lo desgajaron de su primitivo puesto en el grupo familiar —de donde fue separado, ampliado y retocado— para relegarlo definitiva y palpablemente al reino de los muertos. «¿Por qué lees eso, Patricia?», repitió más tarde, obsesionada por misteriosas preguntas que enlazaban, sin aparente lógica, la escena de la joven avasallada con la fotografía del Padre clavada en la pared. Patricia estaba ya fregando, en el vapor del agua caliente y del mal humor que caracterizaba aquellas horas. Isa mordisqueó, con aparente desinterés, una manzana. Patricia dijo: «¿Pues no tiés que estudiar? ¡Anda con tus libros y déjame en paz!». Allí estaban las páginas, aún, ya leídas, sobadas, apiladas, con destino a los vasares o al fondo del cubo de basura. Sin poder evitarlo, en un indescifrable impulso, Isa recogió, furtivamente, el amasijo de papeles, ya arrugados. Se los llevó, convertidos en una informe bola, sucios de aceite e impregnados de olor a cebolla, los estiró, ordenó e insertó entre las páginas de la fría y razonada Química. En el temor a ser vista por Patricia y el blando terror a los exámenes del día siguiente, devoró, de un tirón, la historia dulcemente truculenta, la espectacular y aleccionadora pérdida de una femenil pureza.

Aquella escena de seducción no se borró de la mente de Isa. A juzgar por lo leído, la seducción estaba constituida por rígidos cánones y circunstancias —aún dentro de la más variada gama de fantasías eróticas—; a saber: hombre adinerado, entrado en años, deseaba —con furor más allá de toda razonable explicación— poseer, contra viento y marea, el cuerpo joven, mórbido, virginal y económicamente débil de joven ignorante, intrínsecamente buena, pero abocada a sacrificarse en aras del bienestar (o la salud) de otro ser aún más desdichado: léase padre, madre, abuela, hermanito, o cualquier clase de gente parecida. Las consecuencias de este sacrificio eran presumibles: la vesánica falta de escrúpulos, la crueldad de los hombres de apetitos desordenados y bolsa repleta llegan a extremos estremecedores. Aunque, en vela por las buenas costumbres, la seducción se producía de forma que repeliese los delicados sentimientos de las lectoras. Todo estaba teñido de fatalismo: todo sucedía porque no había más remedio que así sucediese. Aun cuando los años despojaron a Isa de semejantes credulidades, esta escena persistió, flotó, aunque vaga y distante, en las brumas de las desventuras de Adán y Eva y su expulsión del Paraíso; junto a la imagen del Ángel de la Guarda, vuelto cara a la pared, llorando el primer pecado mortal de su encomendada: pecado que, desde luego, atentaba contra el sexto mandamiento. Isa experimentó un rudo sobresalto, pues, aquella mañana dominguera, luciente y cálida, en que Jaime, una vez más, requirió sus «servicios extra», dada la premura en resolver algunos asuntos de oficina que ni siquiera era posible aguardasen al lunes. La buena secretaria, la impecable, eficiente y puntual Isa, ardientemente deseosa de ocupar satisfactoriamente su nuevo cargo, la satisfecha Isa, recién ascendida y considerada, avanzó en la soleada mañana del domingo hacia un Jaime —un don Jaime, todavía— serio, correcto, incapaz de la menor frivolidad —ni en horas de oficina, ni en horas «extra»—. No era la primera vez que acudía a solicitudes parecidas para aliviar el exceso de trabajo del atareado y bondadoso don Jaime. Hasta aquel día, el trabajo se efectuó sin contratiempo alguno, sin una sola frase o mirada que se apartara lo más mínimo de precisas e impersonales órdenes o dictados: sin el menor vestigio de aparente humanidad. En la mañana señalada, don Jaime apareció una vez más tan impoluto y sobrio como su traje, su camisa, sus puños o su corbata (nada más lejos, don Jaime, de cierto chaleco a cuadros y cierta pelambre rizada que encarnaba, aún, la imagen del libertino y un tanto estúpido seductor). El sobresalto de Isa, aquella mañana, no fue debido al descubrimiento de los íntimos deseos de don Jaime; el sobresalto fue debido únicamente —¡qué claramente se define esto, ahora, en su memoria!— a lo inusitado del procedimiento. Algo parecido a una insulsa protesta: «pero hombre, si no es así…», sacudió únicamente el estupor ante la errónea creencia de que se trataba de un trabajo honesto y eficiente, cuando don Jaime —de pronto Jaime a secas— se inclinó hacia ella, y, en vez de exponer una opinión absolutamente laboral, le propuso llanamente irse con él a su estudio. Sin aparente exaltación, ni el supuesto —y tan bien descrito en los folletos— furor lúbrico en ojos enrojecidos, Jaime, con mirada reposada, agrandada por los lentes de aumento, manifestó, con precisión no exenta de homenaje, lo mucho que apreciaba el contorno de sus piernas, de sus labios y alguna evidencia más. Luego, insinuó la posibilidad de alegrar la fastidiosa vida de una muchacha tan pobre, tan mal vestida y tan bella, con los atributos y accesorios a que, sin duda alguna, tenía merecido derecho.

A partir de esta neta y sucinta exposición, el sobresalto creció, ante la íntima constatación de que, si bien la escena de la seducción no correspondía exactamente a aquellas otras en que ciega, ensoñada e indignadamente se instruyera Patricia, a pesar de todo, se trataba de una indudable seducción: y, no obstante, fue recibida con (recién descubierta y mal disimulada) alegría por parte de Isa.

Sin un solo beso aún, en la mañana radiante, Isa siguió a Jaime: entró en su coche, se instaló a su lado, avanzó por las calles de una ciudad súbitamente nueva y luminosa; dejaron atrás aceras pobladas de gentes que salían de Misa, portadores de paquetitos de confitería; treparon hacia una zona aún más luminosa y soleada: entre árboles que parecían retener un silencio antiguo y muy añorado —un silencio infantil, dulce y placentero—, hacia el llamado estudio (y únicamente pensó, con serenidad, que Jaime era, verdaderamente, persona poco amiga de perder superfluamente el tiempo).

Tampoco fue demasiado cruel el primer paso hacia la deshonestidad; no se sintió enormemente discriminada de las gentes recién vistas: las de los paquetitos con postres domingueros. Antes bien, aunque con estupor, pudo constatar que, de improviso, se sentía mucho más cerca de ellos: por lo menos, en su aspecto externo, Isa se parecía más a aquellas muchachas que no arrastraban el mismo abrigo desde hacía cuatro inviernos, ni intentaban esconder los tacones demasiadas veces restaurados por el zapatero de la esquina. «Antes estaba mucho más lejos de ellos; antes sí que me sentía de otra raza inferior, humillada, desesperanzada, huera…», se dijo, con la zozobra que produce, parece ser, el descubrimiento de íntima verdad. Una verdad que hasta aquel momento hubiera tomado por cinismo. El primer beso de Jaime no fue peor, ni mucho menos, que el primer beso de Jacinto o de otro muchacho cualquiera (y estos últimos provistos de —estaba bien claro— más turbias intenciones). Ella no iría a esperar a Jaime a un hipotético autobús, portador de hipotéticas razones nupciales. Jaime tenía cerca de cincuenta años, una esposa, hijos; una casa, una profesión y unas actividades que no tenían relación con la vida de Isa (ni falta que le hacía a ella). A veces se acordaba de las atroces frases de Margarita, la taquígrafa, destinadas a la cerda condición de la masculina especie. Sadismos, abyecciones, brutalidades sin fin, etc., no eran demasiado compatibles con las horas de sano esparcimiento, en el pequeño y nada extravagante estudio —más parecido a una habitación de hotel de segunda clase que a un estudio propiamente dicho: o al menos, imaginado por Isa— de un hombre que sabía apreciar el valor de la juventud y la belleza; un hombre aún joven, a su vez, para apreciarla placenteramente; pero, indudablemente, en una edad no partidaria de excesos (que ni sus horarios ni su trabajo aconsejaban ejercer). El primer beso de Jaime (de pie, apenas la ayudó a despojarse del abrigo odiado —y al despojarse de él y su raído forro azul tuvo la sensación de desprenderse de toda miserable condición—) fue un beso dulce, cálido, y (si fuera posible desbrozarlo de toda alusión incestuosa) casi paternal. Sin las gafas, que cuidadosamente dejó en la mesita, y desnudo, Jaime resultaba más joven de lo que pudiera ofrecer su cotidiano aspecto. Los ojos se le achicaron convenientemente en el rostro, dulcificado, discretamente sensual e Isa descubrió en su iris verde oscuro una tierna y atractiva desorientación de miope; un, casi, regreso a su no del todo perdida juventud. Cuando abrazó su cuerpo ancho, sus espaldas robustas, pensó que era una sensación placentera, casi deliciosa: algo así como abrazar, por primera vez, el aspecto más confortable, justo e indudablemente decente de la vida. «Indecente —se dijo en más de una ocasión, tras la despedida de un beso cariñosamente depositado en su mejilla—, indecente es atravesar el mundo como aquellos pobres canes que, entre silbidos y pedradas, perseguían un roído hueso a lo largo de los descampados». Decente, por contra, era despertar en un día limpio de las angustias de fin de mes, de las facturas impagadas, de humillantes remiendos, ya incalificables. Decente, la sonrisa de las dos ancianas que, de la noche a la mañana, aparecían halagadas, muellemente amordazadas por un moderado bienestar.

Las manos de Jaime no eran rudas zarpas (descritas por Margarita), ni sus caricias las sibilinas y astutas añagazas del diablo (que con fruición leía en la cocina Patricia). Las manos de Jaime, grandes, morenas, con nudillos poderosos y salientes, tenían un aroma inconfundible, que aún hoy recuerda con un diluido placer. «Y acaso, aquello, fue también el amor», se dice Isa, con algo parecido a una sed entre secos labios, entre las retenidas lágrimas de difícil catalogación. Pues si no, ¿cómo explicárselo ahora, en la recuperación reflexiva del tiempo huido, en la ordenación de unos hechos que, así, serenamente, pueden catalogarse, e incluso archivarse, como si se tratara de un elemento más de oficina? ¿Cómo justificar, si no se tratara de alguna clase o aspecto del amor, las circunstancias que se sucedieron, absolutamente dispares a las que pronosticaran, tras las aprendidas seducciones, los folletos amoroso–explicativos de Patricia? En vez del abandono cruel y despiadado (en una fría noche de enero), en vez de la sarcástica risa del libertino de pelambre rizada, en vez de la soledad y desamparo que sucedían invariablemente al consentimiento de las indefensas heroínas novelescas, sus relaciones con Jaime, tras la mañana dominguera, fueron creciendo en intensidad y frecuencia. En lugar del «hastío que es secuela del deseo satisfecho en el capricho de un momento», lo que se sucedió y menudeó fueron sus encuentros; e, incluso, las muestras de afecto (o amor, o lo que quisieran llamarles). Ya no eran sólo las citas en el estudio: se ampliaron en salidas nocturnas, diurnas, vespertinas y de todo tipo. En más de una ocasión se aprovechó un corto viaje de fin de semana: dos días confortables, en lugares y paisajes que nunca antes esperó visitar. Jaime no fue el congestionado energúmeno de ojos vidriosos que aprendió a odiar Patricia, ni el viscoso reptil que despreciaba Margarita; ni siquiera el imbécil y aprovechado representante de una especie que, personalmente, tuvo Isa ocasión de conocer. Jaime ofrecía el aspecto de un hombre limpio, agradable, educado, y no exento en absoluto (Isa revive un hormigueo tristemente fugaz en sus arterias) del misterioso imán, capaz de despertar, en un cuerpo joven y despreocupado, el calor y la sed, la dulzura y la exaltación que componen, a todas luces, el amor a la vida.

Conque, a fin de cuentas (resume Isa con la desfallecida resignación de quien ha pisoteado algo muy aprovechable), cuando sus relaciones con Jaime llegaron a lo que en las novelas de Patricia hubiera sido calificado como su cénit, apareció Mario y, de la noche a la mañana, de un certero puntapié, envió al cuerno la única etapa razonable de tan desgalichada vida.

De pronto, Isa siente una cruel sensación de pobreza, de despojo. «Bailar, divertirse… ¿Quién es esa muchacha capaz de divertirse, de alegrarse por unos zapatos o un bolso, o de bailar? ¿Dónde está esa muchacha?». Ya no existe. Es como si hubiera muerto. «Y de esta muerte, sólo es responsable Mario». Un rencor pasivo la invade. «Mario, despertando la ilusión, otra vez, de creerme una mujer superior, de no ser una pobre chica como las otras. La necia vanidad ignorante de creerme “europea” junto a los álamos del Ebro, por besar a un desgraciado bigotudo, retaco, imbécil y egoísta. Despertando, otra vez, aquella Isa que podía mirar sobre el hombro a Maruchita, y a todas las demás (que sabían perfectamente lo que querían y esperaban de este mundo). Desbaratando, otra vez; desquiciando. Y al encontrarle, sentirse de nuevo recién llegada de otra provincia desconocida, de otra mucho más sórdida ciudad. Pobre Isa, pobre Isa, desaparecida, enterrada por Mario. ¿Para qué?».

Jaime se portaba bien. No fue brutal, ni exigente, ni se parecía su historia a esas historias que alguna vez contaba Margarita con aire de suficiente experiencia; una historia que resumía «lo indecentes, lo bestias y lo asquerosos que son los hombres». No, Jaime no fue así. Y, sin embargo, desde Mario, a partir de Mario, le convirtió en el gran canalla, en el representante de esa podredumbre que debía desterrarse sin piedad de la tierra. Desde el momento en que Mario entró en su vida, Jaime acaparó por sí solo todo lo aborrecible, lo execrable, lo venal de este mundo.

Isa se incorpora lentamente, se lleva los dedos a la mejilla, enjuga esas lágrimas, humillantes y demoledoras. «Pero ¿quién tuvo la culpa? Sólo yo». En la penumbra, persigue con la mirada el borde de la colcha, el borde de la alfombra gastada, el contorno de sus manos, que resaltan casi blancas. «Fui yo, fui sólo yo. No, Mario. No debo ser injusta. Siempre luché —eso es indudable, es lo menos incierto de mi historia— contra la hipocresía. Odio la hipocresía. Y si algo bueno queda de aquella joven y rebelde Isa, ¿no es acaso la facultad de conocer, no es acaso la posibilidad de analizar mis actos, mis sentimientos, la suficiente serenidad para volver a empezar, siempre, todos los días de mi vida? No, no fue él, fui yo, Isa, la admiradora ciega de Mario, la deslumbrada por Mario». Aunque no me lo dijera entonces claramente, siempre lo he sabido: «sólo si consigo entrar en su mundo podré tenerlo». Fue ella quien deslizó, entre sonrisas de falsa amargura, de falsa desilusión, una exuberante historia de seducción, de explotación de la pobreza, la soledad y el desamparo. Jaime («que en sus días fue como el gran y deseable premio gordo, la quiniela de la suerte») se convirtió, en labios de Isa, para los oídos de Mario, en el verdugo impío, en el canalla, en el feo malo de las películas inocentes. Mario no tuvo la culpa. No fue Mario. Fue ella, sólo ella («porque no había otro camino, no conocía otro camino, no podía emprender otro camino para conseguir lo único que deseaba poseer en este mundo»).

Isa mira su reloj con sobresalto. «Debo darme prisa, o llegaré tarde…». Al bajar la escalera piensa: «Qué extraño: no he podido recuperar la ira, ni la desesperación suficientes para levantarme y decirme que todo seguirá, que todo se recuperará. En cambio, ha bastado el correr de las manecillas del reloj, la rutina, el curso de las horas, la dócil sumisión a lo establecido…».

La vida, reflexiona, es acaso mucho más simple o mucho más perversa de lo que suponemos.