RODEADA DE PLANTAS
Y DE YERBA SALVAJE
EL curso del tiempo está ahí, mano de uñas finas, pequeña garra de pájaro, que tanto odié. ¿Por qué se marchita el odio, también? El odio era fresco, ácido, como ciertas frutas. Sin duda alguna la mano es vieja, pero los dedos no tiemblan mientras mondan cuidadosamente los albaricoques. Yo siempre como enteros los albaricoques, con su piel, con dentera y placer, con cierta ingenua crueldad. Entonces, hace tiempo, ella decidía lo que era o no era correcto, tanto en la mesa como en el mundo que me destinaba. Sin embargo, una vez, ensartó en la punta del cuchillo tres o cuatro pepinillos en vinagre, y se los comió. Aséptica, implacable, soez y olímpica. La recuerdo, en ristre el cuchillo, gastado y afilado por el uso, más sutil que una navaja; la recuerdo contraviniendo sus códigos, sus amonestaciones, su ley. La vuelvo a ver, ahora, y sigue pareciéndome, igual que entonces, delincuente y ejemplar.
Monda los albaricoques, esta noche cálida de junio. Pulcra y feroz, yo no sé si es o no es ortodoxo lo que hace. Sólo que presencio algo parecido a ver despellejar la primavera. Dentro de unos días celebrará, una vez más, el fasto, el extraordinario día en que dio un grito (el primero y posiblemente el último) sobre la faz del mundo: porque ella es lo único que verdaderamente, tangiblemente, existe.
A veces —ahora, por ejemplo— me digo si será cierto que sólo ella está viva, prolongando indefinidamente la hora del postre, en vísperas de su gran conmemoración. Porque esa conmemoración es lo único indudable de cuanto nos rodea en esta casa, en esta isla dentro de la isla.
¿Cómo es posible que lo haya conseguido? ¿Cuáles fueron sus artes, para reunimos así, dispares y distantes, sólo porque se prepara a cumplir el año decisivo, el sorprendente, sarcástico año con que nos amenaza desde hace…? No sé. No tiene edad, ella es el tiempo. Siempre igual, viva y mortal, eterna paradoja. Ya no se levanta la ola blanca encima de su frente. Hacía tanto tiempo que no la veía, que no la oía, y de golpe la distancia se ha fundido, todo lo acapara ella: el mundo es ella. Los demás, a su lado, parecemos excluidos del mundo. No la vi envejecer, pero sé que ha pasado mucho tiempo, muchos años sobre aquel año, el último en que la vi.
Forzosamente, debe envejecer. Aunque sea internamente, como los árboles. La muerte trepará por sus arterias, asomará un día al gris de sus ojos: aunque sea en calidad de desafío, o epigramática promesa. Es preciso decirle: «No has cambiado, los años no pasan para ti». Y es verdad. El calendario, el curso del sol y de la luna, los equinoccios y solsticios no tienen nada que ver con ella. Tampoco en el gran día, doce meses antes de su auténtico centenario. Ni dentro de ocho días, cuando paladee la gula de su noventa y nueve aniversario; cuando asistamos todos a ese nuevo año, irónico, burlón, con que parece azotarnos por puro y melancólico escarnio. Porque la tristeza —yo empiezo a llamarla melancolía— nunca la abandonó, estuvo siempre en ella desde el primer día en que la vi. A veces, en el recuerdo (al tiempo que yo envejecía), su gesto despectivo se volvió simple tristeza. Puede que sea éste el secreto, la razón de que mi odio se agostara.
Nadie sabe, como sé yo, por qué anticipa un año la celebración del centenario. («Necesito adelantar la fecha; si aguardo a celebrar la fiesta de los cien años, ese año no se cumplirá»). Yo conozco el curso de sus pensamientos porque no es misteriosa, es como una copa vacía, para mí. Sabe a la vida caprichosa, cruel y aguafiestas. Ella teme que el verdadero centenario no se cumpla. Que el gran capricho le arrebate al lugar mísero y fastuoso donde los muertos aguardan, estáticos, algún recuerdo, alguna palabra capaz de renacerlos fugazmente, entre frases vagas, ajenas. Palabras que ya no entenderían, aunque resucitasen.
Sentada en su sillón–portátil (no es sillón de inválidos, esa palabra no le gusta: es simplemente portátil, como una máquina de escribir o un transistor) triunfará una vez más sobre nosotros: los que vivimos, y los que murieron, tío Álvaro, Jorge de Son Major, el Gran Abuelo, mi madre… Nosotros crecemos, nos agostamos, morimos. Ella triunfa, quieta y solemnemente, sin asombro ni regocijo, sin aparente bienestar. Triunfa, porque siempre triunfó: en el instante de su nacimiento, en juventud, en vejez. Porque sus palabras arrastran el silencio, como algunos barcos una cola espumosa, esperanzadamente seguida por los tiburones, prestos a devorar los restos que algún pinche lance por la borda. Posee el don de fabricar silencio, de hacerlo manar, como una fuente. Provoca confusión, recelo, miedo, admiración, odio… ¿qué importa? Provoca, sobre todo, sentimiento, silencio. Cuesta romper a hablar, detrás de sus palabras: aun cuando esa frase sea una pregunta. Es terroríficamente prevalecedora.
Y pasará este cumpleaños, y posiblemente alcanzará, sin mayores dificultades, el centenario. Tal vez, observándola bien, a través de la conversación que pálidamente la secunda, puedo descubrir la carcoma. Desde mi puesto en la mesa —el puesto de siempre—, callada, quizá regrese a mi perdida infancia. Mirándola y en silencio, como en el tiempo en que ambas cosas me reprochaba. Así procuro, como entonces, «que nadie se fije en mí, ni se acuerde de mí». En esta apacible y seguramente cordial cena familiar, viendo cómo devora tiernos y dorados albaricoques, mientras asisto al curso de sus interminables postres, descubriré la carcoma.
Pero la carcoma no ha llegado con los años. Como la tristeza (o melancolía) siempre existió. Ahí, en esta gruesa columna entre ruinas, abrazada, por toda clase de plantas salvajes y restos de yedra, a las que sobrevive, primavera tras primavera, albaricoque tras albaricoque, manzana tras manzana. Imagino la columna en el largo invierno; impúdica y fría desnudez, hollada por las lluvias, profanada por remotas inscripciones de muchachitos obscenos, vagamente apresada por esqueletos de hojas, espinosos tallos, ensortijados fantasmas de flores. En otro tiempo…
Nunca dará la sensación de sentirse apresada. Ni por la propia vejez, ni por la muerte de sus allegados, ni por la de sus enemigos, ni por los nacimientos que, más o menos lícitamente, puedan llevar su sangre. Es como un estacionario escarnio a la vida y a la muerte. Una injuria sedentaria, sin emoción alguna, ante la vida y ante la muerte. Estremece pensar cómo se niega a perecer, impávida e irracional, poseedora de considerables bienes terrenos, espectadora de la ruina y la ceniza que rodean a su cuerpo terco. Testigo incólume del efímero reino de las campanillas azules, de las bugambilias, de aquellas humildes y espumosas cabezas de lúpulo. Tiranizando toda vida en tomo, con la golosa promesa de su muerte. Como si en cada uno de sus espesos silencios dijera (y ahora pienso en ti, Borja): «Paciencia, serenidad. Después de todo, algún día me moriré».
Ha terminado los albaricoques, los huesecillos húmedos relucen en el plato como oscuros ojos de niña. Me acuerdo de la estampa de Santa Lucía, que me angustiaba en tiempos. Antonia retira suavemente el sillón portátil de la mesa, lo acerca a la salita, donde el café humea. No guarda ningún régimen alimentario, ni siente otra molestia que la de no poder —sospecho que más bien se trata de no querer— avanzar sobre sus diminutos e hinchados pies.
Su taza, negra y llena, insulta a la pálida infusión de manzanilla de tía Emilia, humillada por dietas y prohibiciones. Tía Emilia se priva, ya —ella sí desmoronada, lacio manto en una alfombra—, de los pocos y míseros goces que aporta la vejez: gula, avaricia, pereza… Tal vez, le quede la pereza. Pero según me dijo antes, padece insomnios. Triste recompensa a su obediente y castigado cuerpo. Tía Emilia da sorbos resignados al borde de la tacita, porque —lo recuerdo bien— no soporta las bebidas excesivamente calientes. (¡Oh, aquella botella de coñac, aquella copa de rojo cristal, que guardabas en la cómoda de tu cuarto! No es justo que lo hayas pagado a tan alto precio, mientras ella, la gran degustadora, ignora vísceras y alifafes). Injusticia sobre injusticia, esta casa continúa edificada sobre la arbitraria repartición del bien y el mal que la caracterizó. Siento una difusa irritación —sigue la injusticia, puesto que el odio, en cambio, está apagado— hacia tía Emilia. Marchita muñeca rubia, hubiera deseado convertirse en una abuela plácida, golosa; de esas que llevan caramelos en el bolso y se duermen sobre el periódico. Pero la vida ha huido, y le sigue negando cuanto podría hacerla modestamente dichosa —incluso la orfandad—. Habría sido una abuelita fofa y buena, con cutis de aún excelente calidad: amarillento terciopelo, caídas y bondadosas mejillas junto a su boca todavía glotona, burguesamente sensual. Habría regalado bicicletas por época de exámenes, y contado de vez en cuando la historia de Repuncel (único cuento que sabía). Pero ahí está, sin nietos, sin café, sin dulces, sin coñac ni Marie Brizard. Sin cigarrillos, con lentes, con insomnio. El cuerpo le resbala, como un traje de su percha. Sólo conserva su eterno asentimiento. Día tras día admite su carácter irresponsable, sus cortas luces, sus excesivas indulgencias para el hijo solterón y dilapidador. Admite, año tras año, la absoluta carencia de energía con que debiera sostener su digna viudez de héroe nacional.
Tengo la sensación de que su marido, desde esa fotografía que antaño me desasosegara, la mira despechado. Pienso que los hombres como tío Álvaro nacieron para morir violentamente. Su larga cicatriz, su rostro enjuto, sus ojos aferrados a una idea rígida y escueta del mundo. De niña se me antojaba remoto, brutal y misterioso. Ahora, ese viejo retrato, en su lugar, en la mesita de siempre, me ofrece un rostro insulsamente obvio. Y su gran justificación: no era verdad, no tenía apenas dinero. Este hombre de quien siempre oí feroces virtudes (tanto castrenses como civiles), estaba medio arruinado. Por lo visto (aunque en aquel tiempo nadie lo decía), le gustó mucho jugar al póquer. Ahora sé de quién heredó Borja la misma afición y debilidad. Borja, querido, tú te encargaste de alegrar, con los últimos bienes heredados, tu poco respetuosa —verdad es confesarlo— orfandad. Borja, tú tampoco has cambiado. Por contra, ay, aquel hombre que hacia fusilar a quien quería, ¿existió alguna vez?… Lo cierto es que murió consecuente consigo mismo. En el suelo (como es de rigor), y a las puertas de Teruel. Contrariamente a los ejemplos de su vida, no hay nada atroz en esa muerte. Resulta una muerte natural, razonable. No hay gran violencia, a decir verdad, en esa muerte. No creo que dejara condecoraciones, aunque se las concedieron. Es evidente que, salvo en el juego y para el juego, fue de una austeridad rayana en la avaricia. Ahora, en el retrato, únicamente parece decepcionado. Como si le hubiese fallado una última baza, en la que confió. En mi recuento de esta noche, aún puedo reconstruir el silencio que se desplomó detrás de su muerte: sobre hipotecas, deudas y penurias. Sobre tía Emilia, obediente a la sutil orden que a su lado flotaba: ella no debía enterarse de nada. Era, al parecer, su misión en este mundo. Ser, según le correspondía, tonta, buena y resignada. Así, nada alteró el orden natural de las cosas.
Pero la vieja columna siguió dominando entre las ruinas. Ordenando, clasificando, vendiendo, pagando, decidiendo. ¿Qué importancia tiene para ella el curso de los humanos acontecimientos, los espacios vacíos donde el tiempo se vierte como en vasija desfondada? Nada. Nada importa. La ruina nunca es su ruina. La muerte nunca es su muerte. La desgracia nunca es su desgracia. Lo que no le ocurre a ella, no le ocurre a nadie. En este aspecto, no reconoce hijos, padres o hermanos. Nada importa, pues. Ella, después de todo, es el mundo. Todo el mundo conocido (como los mapas de la antigüedad). Todo regresa a ella y en ella se cobija; acepta o rechaza, según su entender y conveniencia. Sospecho, pues, que nunca esperó ni deseó otra cosa: ni de tío Álvaro, ni de su hija, ni de su nieto. Que todo sucedió tal y como ella previo que debía suceder. Su casa, su familia —su mundo— siguió como siempre; nada cambió.
Y tú, Borja —acaso te acuerdes alguna vez de estas cosas—, habías olvidado ya la vieja playa; estabas asombrosamente entregado a crecer, dulcemente insumiso, educadamente díscolo, lisonjeramente egoísta. Borja, querido amigo, querido hermano, a veces he pensado que estas dos mujeres que te amaban, y te aman aún —cada una a su modo—, no esperaban de ti una conducta diferente. Es fácil entender, en esta noche, en esta casa, que fuiste fiel. No rompiste moldes, procediste conforme a usos y costumbres. Y había (y hay, aún) una dulce promesa en el aire, que roza tus oídos, tu mirada, tu esperanza: «Paciencia, un día cualquiera me moriré». Ella nunca se ha indignado ni quejado de tu vida, Borja, como tú te indignas y consumes por la tardanza de su muerte. Muerte que escarnecerá mañana con festejos familiares, al apilar un año más de vida sobre noventa y ocho años de vida (aunque ella finja que se trata de su centenario). La última vez que te vi, Borja, te habías vuelto un poco rígido: adiviné la impostura de tu abandono, en el fondo del sillón. Yo te conozco, Borja, puedo aún reconocer mil lanzas alertas bajo tus hombros de falso muchacho. Ya no existen los ojos de aquel niño que lloró, una vez, cierta madrugada. Con los años, se han vuelto amarillentos. Ya nadie podría creerlos dorados, o verde pálido, como este cielo de junio.
También ella te espera, impaciente. Hace dos noches que te espera. Mira furtivamente el reloj, mientras desgrana palabras. Ella sabe, y supo siempre, hablar de una cosa y pensar en otra. Piensa en ti. Las dos pensamos en ti, esta noche. Más que tu madre en ti. Más que en mi hijo, yo. Aunque los dos os retraséis lo mismo. Y ahora sé por qué ella y yo coincidimos, casi siempre. Estas cosas no tienen nada que ver con el amor, ni con el interés humano. Estas cosas son hechos irremisibles en el tiempo, en nuestra corta vida (en la porción de egoísta, mezquino tiempo, que nos ha tocado a cada uno). Se puede mentir —se suele mentir— sobre estas cosas. Pero nadie las cree.
Y vuelvo a repetirme y a constatar que, después de todo, ya no se levanta aquella ola blanca en su frente.
Ahora, su frente me recuerda la arena donde va a morir el mar: como si muriera de verdad, y para siempre. Pero sé que irán continuándose, desfallecidas o encrespadas, una tras otra, todas las olas. Ondas agónicas, ahora, sobre un remoto resplandor de oro (aquéllas que fueron buscadas caracolas, caparazones marítimos con que ensartar collares y brazaletes de princesa oceánica; borrosos espectros de alguna criatura que poseyó un jardín en forma de sol, en lo más hondo del mar; un jardín surcado de sombras, reflejos errantes de naufragios; un mar hondo, de barro y esmeralda, donde flotan ya, en un viento sonoro, esqueletos de barcos; mar casi mineral, simas por las que descienden, girando sobre sí mismos, torpes y lentísimos, barcos y marineros muertos. Se parecen a ciertos molinos de papel, que ya no se fabrican. Misteriosos descensos con suavidad de pluma, que recuerdan la última nevada dentro de una desusada bola de cristal).
Medito en esa cabeza forzosamente anciana, y sé cuán inútil es vagar con un gancho en la mano, como quien busca despojos en la arena. Esa cabeza me devuelve el espejismo de mi infancia, pero el mar está lejos, lamiendo las costas de una isla que nunca logré entender.
Esta noche ya no alcanzo muchas cosas. Cosas que me hicieron sufrir, reír pensar, crecer. Ya estamos crecidos, Borja. Y olvidados. De nuestro errabundo caminar de niño, de nuestro perverso, agridulce corazón de niño. Aunque alguna vez —ayer, hace diez años, tal vez mañana— lo creamos conservado en algún lugar (como cuando se abre una caja, inopinadamente hallada, y en el envés de la tapa, en el menudo y moteado espejo, nos asusta el fantasma de unos ojos que no volverán). En todos nuestros actos hay algo parecido a un acecho, apartado y constante.
Así es, imagino (de manos de la soledad), como se llega a la edad de la razón. Puedo reconstruir, en esta noche, la primera soledad: una dramática separación del mundo, una dulce, temerosa e impaciente distancia del mundo circundante. La última soledad —la actual— es una patética e irrefrenable inmersión en el mundo. No existe otra diferencia notable, entre aquel tiempo y este tiempo. Por lo demás, la gente adquiere vicios, virtudes más o menos convencionales. Una actitud comprensiva y silenciosa ante la imbecilidad, la injusticia o la fealdad. Una mayor tendencia al silencio. De todos modos, pienso que si la primera soledad se parece un poco a una isla, la última soledad —la última isla— pertenece a un nutrido archipiélago. Si me preguntase por qué razón he venido hoy a esta casa, otrora aborrecida, me costaría confesar: porque lo deseaba. Pero es así. Una vez vi un mendigo muerto, a las afueras de un pueblo. Estaba muy pegado a la tapia del cementerio, por donde asomaba una rama florecida, blanca. En otra ocasión, vi a un hombre asesinado, pegado al lomo de una barca.
Yo sé perfectamente por qué he venido aquí. Yo sé muy bien por qué razón no puedo desprenderme, ni me sabré ya desprender de la tiranía. He nacido en la tiranía, y en ella moriré. Tal vez, incluso, con cierta confortabilidad, suponiéndome exenta de toda culpa. Acaso estoy ya demasiado inmersa en la última etapa de la soledad, o aún soy un punto más indiferente que el año pasado, y no obstante…
Sé, de forma clara aunque invisible, que algo se abre bajo el suelo. No sé si bajo mis pies: en todo caso muy cerca de mí. Desde que volví a la isla, la sensación de cepo oculto no se me aparta, y creo adivinar, por gratuito que parezca, algún grito inaudible entre estos muros, como si alguien acabara de ser atrapado. Aquí mismo, ahora, en este instante. Es una adivinación fugaz, apenas formulada, ya desaparecida. Pero, ya sin creer en ella, me sorprendo volviendo la cabeza, mirando con recelo alrededor.
Nunca debí volver aquí. Hacía mucho tiempo, mucho, que no pensaba en estas gentes, ni en mi infancia; que no pensaba en ninguna de estas cosas; ni en esta casa, ni en esta habitación. Tampoco en la isla. Sólo he precisado algo tan simple, tan vulgar, como leer su llamada: «Voy a cumplir cien años, quiero reuniros a mi alrededor» (y una tenue, irónica promesa, en la última frase: «Acaso por ultima vez»). Acaso. Acaso. No entiendo cómo se puede llegar a los noventa y nueve años y decir: acaso es ésta la última vez. Ella es la última vez. Acaso no es una palabra para ser pronunciada por ella. Para ella no hubo, no habrá jamás acasos. Aquí aún late una ira infantil, diluida, rodando ya sin destino. Pobre Borja, con los párpados velados sobre tus ojos cansadamente ávidos; también a ti, en tiempos, te tiranizaron vagas y prometedoras frases: heredero predilecto, muchacho amado. Si no hubieras esperado nada, ahora no acudirías a la llamada (pero acudirás; aunque tarde, acudirás). Tal vez no habrías quemado tu vida en esperar, esperar. No hubieras malgastado energías y talentos (en su sentido numismático) en la espera. Ahora adivino que la realización de la codiciada promesa te llegaría tarde. Siempre llega tarde lo que anhelamos, es verdad. Nunca entenderé al ser humano, sólo atisbo deseos, impaciencias, desencantos, vacíos. ¿Dónde anda la gloria, de que tanto nos hablaban? ¿Dónde la plenitud, que añorábamos? Borja, a pesar de todo lo sucedido, de lo que aún sucederá o pueda suceder, tú y yo estamos unidos por un sutil dogal. Es posible que nos una algún delgado, irrompible amor, de extremo a extremo, de cabo a cabo de ese hilo, allí donde vayamos. Es cierto que sentimos, a veces, un doloroso tirón. He leído en tus párpados velados, como leí siempre. Posiblemente sólo aguardes un futuro nostálgico, espesamente dulce, porque los bienes se retrasan demasiado. Ya no hay remedio, nadie puede volver el tiempo atrás. Hoy, ayer, es tarde. Mañana no ha llegado, pero ya es tarde. Mi querido Borja, te aguarda una opulenta madurez sin el ácido, punzante placer del primer esplendor, del primer libertinaje. Lo perdiste, ya ni siquiera lo recuerdas.
Años, gentes, hechos, cruzan entre tú y yo. Nos hemos visto de tarde en tarde. Dentro de unos días volveremos a encontrarnos. Reanudaremos la intemporal conversación de siempre. Creo que aún no se ha apagado el calor de nuestra última discusión. (Por lo menos, esto se ha salvado).
Tengo la mordiente sensación de que en algún tiempo escribí un verdadero diario. Naturalmente, no sería un metódico y fiel autodocumento, un cotidiano y ejemplar ejercicio de minuciosidad y observaciones. No un diario normal (algo parecido a cuando mi vieja Mauricia contemplaba los jerseys que me tejió, y decía: «cuando iba por la sisa tuviste la escarlatina», o «cuando iba por el elástico de esta manga, fue la helada aquella, que se nos perdieron los tomates»). No sería así, no, el hipotético diario que imagino haber escrito; pero estoy convencida de la existencia de algún eco, quizá de un tono —el tono de una voz, de una frase que persiste y gravita sobre mis actos o en la rara memoria de lo que aún ha de suceder—, algo que hice, o creí, o viví en algún momento que, ahora (esta madrugada en que no puedo cerrar los ojos), me parece totalmente vano. ¿Cómo se podrá recuperar la realidad pasada? El día que algún futuro Edison —pongo por caso— nos la sirva en pompas de cristal, al alcance de un pequeño interruptor, la desazón por dejar constancia de nuestro paso por la vida perderá todo valor. Entretanto, la gente recurre a jerseys de punto, a cuadernos íntimos, obras de arte, edificios, canalladas… Algún día no serán necesarias ninguna de estas cosas; será posible eliminar, como polvo sucio, el delicuescente recuerdo.
Si yo empezara ahora, en esta madrugada insomne y estúpida, en esta misma habitación —habitaciones entonces condenadas, pertenecientes al Grande y temido Bisabuelo, que me amedrentaron siendo niña—, un solemne y vanidoso diario, un hipócrita diario, lleno de la mejor buena fe e inocente espíritu analítico, sería una más de las muchas gratuidades de mi vida. Pero aquí estoy, oyendo el «rasgueo de la pluma en el papel» (como debe decirse en un verdadero diario). Esto que ahora escribo pudiera ser el fruto —después de verla a ella, a tía Emilia, a Antonia— de una dudosa recuperación; tan desteñida y torpe que temo no me sirva para nada. Algunas veces, fascinada, contemplé ruinas de ciudades y paisajes, atropelladas por los siglos, la rapiña, la guerra o los terremotos. Siluetas en el viento, símbolos de una remota belleza, de una perdida gloria, de un irregresable dolor. Y no puedo evitar decirme que, contempladas desde alguna región fría y alta, las gestas heroicas, las crueles matanzas, probablemente se confundirían con romerías o invasiones turísticas. De mi primera memoria brota una mirada de reproche: «—¿Qué has hecho conmigo?». No conservo fotografías infantiles. A la sola idea de escribir un verdadero diario, una espumosa pereza desciende sobre mí; como cuando, en alguna ocasión, rumié venganzas, y llegó el momento de ponerlas en práctica: no las puse en práctica. Debe de ser verdad que escribir es una de las mil formas de venganza —no demasiado arrogante— que nos son dadas a los humanos. Los dioses tenían otros métodos, más satisfactorios: y ahí están sus sombras, en la yerba. Sin brazos, sin nariz, serpenteando al sol, entre enardecidas ortigas. Las sombras de los dioses, sus ya marchitas venganzas, escaparon como humo del mármol, del bronce. Los dioses han muerto en las tesis escolares, en los folletos propagandísticos de la casa Bayer.
Todo esto es pura palabrería con que eludir mi verdadera desazón, la causa de que ahora me encuentre dispuesta a escribir sobre mis sentimientos. Casi siempre intenté engañarme sobre el verdadero motivo de mis actos. Éste fue el gran truco sobre el que se edificó mi educación sentimental (mi educación intelectual no importó jamás, ya que una mujer no precisa de ciertos bagajes para instalarse dignamente en la sociedad que se me destinaba), mi formación de criatura nacida para entablar una lucha mezquina y dulzona contra el sexo masculino (al que, por otra parte, estaba inexorablemente destinada). Así pues, mis más importantes y permitidas armas fueron velos con que encubrir el egoísmo y la ambición, la ignorancia y el desamparo, la pereza y la sensualidad. Velos capaces de tamizar cualquier cosa, de forma que todo pueda parecer lícito o ilícito (según convenga a la ocasión). Pero ya no soy una niña torpe y preguntona, ni una muchacha silenciosa y ferozmente triste, ni una mujer apática y olvidadiza, que observa, con un sagrado asombro por el mundo, el discurrir de las gentes. Soy, esta madrugada, una criatura sin edad, sin capacidad de juicio ni resentimiento, sin gloria alguna, sin grandes miserias. Recuerdo que, cuando tenía doce, catorce años, imaginaba que algún día conocería algo brillante, fastuoso (aunque temido), que me daría la clave del mundo. Esta madrugada experimento la decepcionante sensación de que el mundo existe, simplemente; de que rueda, inane, sin clave alguna; cumpliendo sus ciclos con el deshumanizado placer que provoca, por ejemplo, el bostezo de algún dios.
Si en algún desconocido mapa pudiera marcar el país (hay tantos países recorridos, amados, olvidados, en la ruta de esto que llamamos edad) donde perdí definitivamente la cordura —que no es en absoluto la edad adulta—, fue allí donde me dije, por primera vez: «No hay razón para odiarla. Es mi abuela, y, al fin y al cabo, se hizo cargo de alguien tan desafortunado y poco prometedor como yo». Si esto fuera un verdadero diario, y precisara elegir un punto de partida —es decir, el adecuado punto de partida en que se pueda empezar a tomárseme en cuenta—, arrancaría del momento (del país, para mejor expresarme) donde me hallaba el día en que volví a aborrecerla. Pienso que este llamado diario, escrito o recordado a través de lagunas y vacíos, no puede ser otra cosa que un mal zurcido de realidades visibles e invisibles, de pasado y presente sombríamente superpuestos. No será posible nunca un auténtico diario, una veraz relación de realidades presentes, sin contar con los espectros de otras realidades (futuras, pasadas, olvidadas, inmediatas). No se puede escribir un verdadero diario, y yo, tal vez, menos que nadie. No puedo creer que los sucesos de una vida son simplemente sucesos. Nada es su nombre, a secas; nada tan inseguro como buscar, más o menos honradamente, la autojustificación.
Un día, volví a odiarla. Por eso esta noche me sorprende la ausencia del odio. Por eso estoy tan confusa, en esta noche. Al fin y al cabo ¿qué me importa a mí que cumpla cien, o doscientos, o novecientos años? Ya no viviré como espectadora de sus años. Ya dejé de serlo, hace mucho tiempo.
Reconstruyo el día en que volví a odiarla, recuerdo exactamente el día en que volvió el odio, maduro y en sazón (no el agrio y tierno odio de los catorce años): fue el día en que llegó la primera carta de mi padre. Había terminado la guerra, vivíamos en Barcelona; flotaba toda la casa en euforia triunfal. Y, cuando nadie parecía recordarle, llegó su carta desde la Universidad de Puerto Rico. Mi padre quería tenerme con él, y el estupor que me causó saber que alguien deseaba una cosa semejante impidió, al pronto, cualquier sentimiento de amor, reconocimiento, o rencor. Sólo sé que ella (por supuesto ya había leído antes que yo aquella carta) me miraba, silenciosa. Recuerdo mis manos sosteniendo el papel, el temblor de mis dedos, mi infinito asombro. Recuerdo aquella letra delgada que me pareció, tan sólo, la máxima expresión de tristeza humana.
Cuando mi padre me envió al campo con la vieja Mauricia, yo no tenía madre, ni apenas su recuerdo. En cambio, podría describir con toda exactitud la vieja casa, el bosque, el chirriar de las puertas. De mi padre, sabía que era delgado y moreno, como yo; y que —no como yo— tenía unas orejas muy bonitas. Años más tarde las vi, iguales, en un Manual de Anatomía para Dibujantes. Orejas de mi padre, entonces, eran mi padre. Delicadamente morenas, anatómicamente perfectas, sordas a mí (lo que, paradójicamente, les confería mayor perfección). Así es, generalmente, la mentalidad infantil, y no puedo falsearla.
Durante muchos años, su verdadera profesión —antes de la guerra fue profesor adjunto de cátedra— constituyó un misterio para mí. Luego, llegó un momento en que comprendí que aquel hombre ausente y poco nombrado repartió su vida, su salud, su dinero y el dinero de mi madre (amén de su felicidad, o, por lo menos, armonía conyugal) entre la política y las ilusiones literarias. (Parece que se significó bastante más en lo primero que en lo segundo). Como no militaba entre los triunfadores, sino entre los vencidos, desapareció de mi vida junto a las últimas brumas de la guerra.
Únicamente, de tarde en tarde, ella me hablaba de aquel a quien los demás procuraban no mencionar jamás. Sólo ella, en momentos psicológico–pedagógicamente–adecuados, me presentaba una imagen de hombre cuyos atributos más frecuentes eran: comunista, masón, libertino, judío y, posiblemente, si hubiera nacido en Cataluña o las Vascongadas, separatista. Como vivíamos un tiempo en que estos adjetivos resultaban bastante usuales, no me impresionaban de modo especial. (Casi todo el mundo que no pensaba o actuaba como ella creía oportuno podía considerarse inscrito en ese registro). Pero sí me afectaba el tono de irremediable fatalidad con que se refería a él: como si se tratara de una culpa que pesase sobre mí. Una imborrable mancha, que yo debía lavar a costa de cualquier precio. En definitiva, mi padre, el de las suaves y aterciopeladas orejas, si no encamaba exactamente al diablo, era un fiel representante de lo que ella consideraba sus secuaces. Los secuaces del diablo, militantes empedernidos en las filas del error, eran peores que el diablo, puesto que carecían del prestigio —sutil, pero indudable— que tan legendario personaje ejercía en las mentes que programaban mi educación. Después de todo (prevalecía el espíritu de clase), el diablo es de buena familia. Los secuaces, por contra, son horteras, gentecilla advenediza, peones del maligno, pero indudablemente regio Satanás. Si yo hubiera sido hija de Satanás (y alguna vez lo pensé, a solas, en la amarga noche del Colegio, entre reprimidas lágrimas) habría sentido cierto alivio. Pero el Secuaz —y lo llamé, y aún hoy todavía lo llamo así en mi interior— de las orejas como caracolas de mar, hundió mi primera juventud y me inspiró un vago, pero venenoso rencor, que me costó mucho desterrar.
El Secuaz estaba —estuvo siempre— muy lejos de sospechar que sus aventuras ideológicas me hubiesen amargado hasta tal punto. Él perteneció siempre a la raza de los angélicos, capaces de ver morir a su lado a quien más aman sin apercibirse de ello. Capaces de estrangular lo quien más aman, de autodestruirse totalmente, sin apercibirse de ello. Pobre Secuaz, luego tan amado: siempre en ruta, hacia una complicada Verdad que (al parecer) sólo él estaba en posición de alcanzar; empeñado en redimir en bloque al Mundo, de ser Mundo. Pobre Secuaz, cuán inútilmente te quiero, todavía.
Conozco exactamente el día en que volví a odiarla, tras la primera noticia de mi padre, desde su lejana Universidad. Ese día (ya había guardado la carta en su cajón, nada había comentado aún), ese mismo día —era la hora del café, y ella ojeaba una revista—, dijo de improviso, con su curiosa sintaxis: «Mira, como estos zapatos, iguales, los llevaba tu padre». Su dedo señalaba sin piedad unos horrendos zapatos amarillos, a dos tonos. Y sabía que, con ello, despertaba en mí una innoble vergüenza, exasperadamente triste y ridícula; que aquella vergüenza, como espuma sucia, crecía; y que borraba, quizás, algún recuerdo; o una palabra dulce, o una remota caricia. Lo que no sabía es que, sobre la vergüenza, también regresó el odio. Abrió el cajón, sacó de nuevo la carta, me la echó en el regazo: «Anda, lee otra vez y medita. Después de todo, su hija eres». Sobre las letras delgadas, que antes me habían conmovido, sobre la tímida llamada: ven conmigo, hija mía, se interponían, irritantes, un par de zapatos, cursis, amarillos. No pude perdonárselo.
Los primeros años de mi vida fui de carácter díscolo y rebelde; pero en el segundo colegio (donde fui internada, apenas acabó la guerra) me transformé completamente. De niña mala pasé a adolescente respetuosa, tímida y pasable estudiante. La antigua charlatanería, el descaro y la mala educación que me caracterizaban se doblaron suavemente; y llegó el silencio, un gran silencio, a mi vida.
Esto es cuanto puedo recordar ahora, en esta madrugada. Supongo que mi verdadera historia empieza en el silencio; aquel día, no sé ciertamente cuál, en que, como el protagonista de un cuento infantil, perdí mi voz.
BEVERLY le explicó cómo fue gestándose su vida, y en general, la vida de cualquier ser. Tiernamente vocinglera, deslizaba la inefable y vasta gama de sus vocales en sus oídos de niño —niño que espía el jardín con deseo de que ocurra algo inmediatamente: algún excitante suceso que vuelva del revés el mundo, como una bolsa—. Hacía algún tiempo, Bear descubrió (y lo comprendía perfectamente) la inexistencia del Paraíso. No había Paraíso para Beverly, ni para mamá, ni para abuelo Franc. Tampoco había Paraíso para Bear. Bien. Pero ¿cómo podía no existir un Paraíso para Puppy? Puppy acababa de aplastarse bajo el camión de la leche, el jugo de naranja y los helados. Bajo el enorme vagón de las vitaminas, ¿había realmente dejado de existir Puppy? En ese momento, Beverly supuso adecuado hablar una vez más del tiempo en que la vida de Bear comenzó a alentar, allí, en el interior del vientre de mamá. Bear debía conocer la justa, la exacta importancia que tiene la vida. Bear se imaginó a sí mismo, pues, dentro de un vientre; apenas un repugnante grumo de tapioca. Y mezclaba vagamente la desoladora ausencia de Puppy al maravilloso misterio de la vida.
Bear nació cuando papá se fue a combatir lejos, por causas indudablemente justas (aunque ya llegaran a él, a las planicies batidas por el viento, a la casita blanca y rosa, a las rojas flores del seto, exhaustas de su propio significado). Beverly se calzó los guantes de cuero grueso, tomó un gancho pintado de verde y removió, buscó, en la tierra (mientras él procuraba no revolcarse de dolor en el césped, por culpa de la aberrante desaparición de Puppy); Beverly habló larga y claramente del misterio de la vida, de los niños que alientan secretamente en el vientre de madres sabias y amables. «Como la misma tierra que remuevo, ahora, para sembrarla de bellas flores». Beverly no quería que Bear se acordase de Puppy. Las cosas deben aceptarse así, y comprender que el mundo está plagado de infinitos Puppy, que, a su vez, alientan como grumos gelatinosos en algún vientre perrunamente materno. Al llegar a este punto, Bear, sin motivo aparente, empezó a vomitar.
Pero todo esto se remontaba a otros tiempos. Retazos que llegaban ahora, sin ninguna razón especial. Ahora, cuando brotaba el impulso de salir a la calle, de abandonar el piso, los paquidérmicos muebles enfundados (como a punto de alguna extraña inauguración). «Es como vivir en un almacén de años empaquetados», se dijo, alguna vez. Pero ellos decidieron que vivir allí, esporádicamente cuidados por la hija de Leandro, era mejor que habitar en una cómoda habitación de hotel. ¿Cómo iba a discutir sobre ciertos puntos? Hay cosas que no merecen discutirse. Cuando Bear cruzaba el portal sonreía a Leandro (que había conocido a mamá, y a la abuela María Teresa: aún recordaba a ésta saliendo de casa, vestida de novia). Aunque entonces Leandro era casi un niño, según él mismo se apresuraba a aclarar. Todas las palabras de Leandro le desazonaban. Palabras que despedían un denso perfume a fidelidad. Fidelidad húmeda, animal, doméstica. Al cabo de dos años, todavía le costaba adaptarse al nuevo mecanismo.
Beverly era diferente. Y abuelo Franc, también era diferente. Bear se sentía invadido de malestar. Como si le regresara algún viejo afecto, ya desusado, ya inútil. Igual que a la vista de algunos objetos que se resistía a tirar (aquel día en que empaquetó sus cosas, y viajó a este país que abuelo Franc llamaba la Patria). El abuelo cortaba las flores con delicadeza, como los nombres; y esos nombres los colocaba, también, en invisibles búcaros. En otros labios, sus palabras pudieran irritar, acaso aburrir, o simplemente no existir. En abuelo Franc todo cobraba un aire, un tono, que le salvaba del ridículo o la ira.
Y ahora, cuando menos lo sospechaba, Bear se sentía impulsado a salir de casa; a no oír ni un minuto más, por la abierta ventana, la voz del locutor de TV. Dejaba el libro abierto, incluso desatendía la llamada del teléfono (aunque la llamada tal vez urgía, o quizá provenía de quienes únicamente le importaban: Mario, Luis, Enrique o los otros). Salía, iba casi corriendo calle abajo; en el silencio de las tres de la larde, a lo largo de la verja, de la somnolienta paz de un jardín raramente salvado entre modernos edificios. Aquí, los jardines escaseaban. Puntual y periódicamente llegaban las excavadoras y demolían muros; llegaban las sierras y cercenaban troncos. Levantaban en su lugar murallas rojas, blancas, sembradas de persianas remotamente japonesas. Mamá dijo cuando volvió a ver la casa: no la hubiese reconocido. Pero mamá apenas había vivido allí. Abuelo Franc se llevó a mamá y abuela María Teresa a Madrid. Entonces (según decía el abuelo), Madrid era una ciudad alta y distante, como una torre. Irse a Madrid, desde aquella calle, entre las medio sofocadas campanillas silvestres del último jardín, debió ser algo así como ausentarse del mundo. Eso dijo abuelo Franc. Oír a abuelo Franc despertaba una curiosidad inútil (como por algo oído muchas veces y, sin embargo, imposible de retener).
En el momento presente resultaba absolutamente preciso dejar el libro, saltar de la silla, precipitarse escaleras abajo, sonreír a Leandro y seguir corriendo, calle abajo. En momentos semejantes recorrió así quilómetros y quilómetros de asfalto. Descubrió calles, solitarias plazas, fuentes olvidadas, restos de un parque enmarañado entre espinos; el torso de una estatua, un almacén de maderas, clínicas, bloques industriales. Como en una película fugaz, convertido él mismo en cámara fantasmal y vertiginosa: hasta que sentía las piernas agarrotadas, y, de improviso, le llegaba un gran cansancio, el sudor le resbalaba por cuello, brazos y piernas. Entonces, solía entrar en algún bar y bebía una copa, o tomaba un café. Un café y una copa a los que aún —después de dos largos años— no podía acostumbrarse. En esos momentos, Bear se sentía desconcertado y extraordinariamente solo. Cosa rara, porque antes no tenía amigos, como ahora: y antes, nunca tuvo conciencia de su soledad. Enrique, Luis y el mismo Mario le parecían, en tales momentos, seres irreales, no vivos: apenas unas referencias (como las causas de la vida, contadas por Beverly, o el misterio de la muerte, en la ausencia de Puppy). Entonces (como ahora), Bear presentía una aproximación (un invisible y férreo cerco, una prisión). Le venía a la memoria la joven negra que se arrojó por la ventana cuando vio acercarse al Dormitorio de Muchachas un grupo encapuchado y blanco (que, simplemente, acudía a una festiva «novatada» de iniciación en la lindante Sorotity). Cuando se lanzaba hacia las calles aún desconocidas, algo parecido le impelía a él (y temía que todas las calles de esta ciudad, de este país, de esta Patria, se le presentasen siempre así, desconocidas). Un ciego furor aterrado (igual al de la joven negra) le empujaba. Una muerte tan inútil, tan neciamente patética, la de la joven estudiante negra, como su huida, calle abajo: hacia ninguna parte.
Cuando era muy niño, Beverly le sorprendió con las tijeras de las uñas, cortando en pedacitos una rana. Beverly le convenció de la inconveniencia de este acto. En verdad, Beverly le convenció siempre de la inutilidad de todas las inconveniencias. Con su dulzura gutural, su sereno énfasis, Beverly desprendía suavemente los objetos punzantes de las manos de los niños, lavaba expertamente todo vestigio de sangre, hasta no dejar huella. La sangre es cruel (y, sobre todo, sucia).
Escaleras abajo, calle abajo, Bear añora y huye, contradictorio, a una brillante, impoluta, transparente campana. Y cuando, al fin, despierta (era, realmente, como un despertar) dolorido, fatigado, revivido, sudoroso y feliz, entra en un bar. Y bebe el brebaje negro que repele su paladar. Entonces es el momento de repetir mentalmente: la corteza salta, al fin, la membrana odiosa que envuelve, como fetal placenta, es acuchillada al fin, y es posible escapar a la red, al enorme cepo…
Paso a paso, día a día, tuvo conciencia de una vasta cobardía, agazapada en todas partes (como hormigas, o lagartos). «Y agradezco esa cobardía, a todos. A mamá, a tío Borja, a mi padre, incluso al abuelo Inane (no lo sabe casi nadie, que también él es cobarde). Les agradezco esa cobardía, que ha permitido mi primer gesto».
Pero ese gesto ignorantemente deseado, tan sólo empezó a tomar cuerpo, a punto de realizarse, desde la amistad, luego camaradería, luego complicidad de Mario y los otros muchachos. «Un gesto precederá a otros». En esos momentos existía la convicción de que un desconocido equilibrio regresaba a él, a Bear. (Bear sin amigos, Bear sin amor, Bear sin Paraíso). Un oscuro, oculto equilibrio, que perdió hacía tiempo (tal vez en las brumas del primer llanto, tal vez cuando era sólo un viscoso y deleznable grumo de tapioca).
En la penumbra del bar, rodeado de formica sucia, de botellas, de apagados ventiladores, junto a un hombre semidurmiente, Bear pide un café y se prende en las brumas de la TV. Zarandeando, viaja en una desencolada tartana, el cigarrillo entre los labios. Apenas capta otra cosa que ruidos, entremezclados, casi metálicos; inesperadamente hinchados, como trapos flotantes en el mar, como bordoneo de insectos, o silbidos que le dejan atónito, flotante en un mar duro y fosforescente. Todo resulta sorprendentemente lógico. Más aún, convincente. Le place escuchar el entremezclado vaivén de sonidos, donde, de tarde en tarde, se inscribe un fragmento melódico; sincopado, como una parodia. «Mucho más agradable que cualquier sinfonía o melodía organizada». Se deja mecer, voluptuosamente, en el enjambre de ruidos: errabundo, como un insecto. «Exactamente eso me siento —dedica una gentil sonrisa al techo—, un insecto en torno a la luz, atontado, mecido, reconfortado y descansado». Sobre todo, descansado. Está viviendo un cansancio organizado; acaso aposentado en él, desde sus más remotos instintos, hasta la concreta y palpable punta de sus pies. A veces, en ese cansancio, cree sentirse en paz con algo, o alguien. Como quien cumple alguna ley, legada desde las ramas más altas e incógnitas, sin interrupción. En ocasiones como ésta (fumando en silencio, meciéndose en algún sonido o en algún vacío) supone que su largo cansancio (mucho más viejo que sus años) no es un cansancio fácil y banal, sino un muy elaborado y meditado estado a que conducen los balbuceos de otros muy primitivos seres, generándole, de uno a otro. Un cansancio concedido, al fin, a través de ramas y ramas más o menos atareadas o preocupadas; y en él yace él, Bear, sedimentado (como el poso de este café mal colado), al fondo de la taza. No es un cansancio rápidamente conseguido. Sólo puede lograrse tras muchas esperas, tedios e incertidumbres. «Soy, tamizado, colado, lo que queda.» La ceniza le cae sobre el pecho, y se apercibe de que no ha fumado, de que el cigarrillo se ha consumido solo.
Resultó paradójico, casi humorístico, entrar en el mundo de Mario a través de tío Borja.
Cuando acabó sus estudios de la Escuela Secundaria de W., tenía diecisiete años. Beverly le regaló el Dodge, y todo parecía discurrir sin excesivas complicaciones. Siempre cuidó de no distinguirse de los otros, ni en bien ni en mal. Ser como todo el mundo, no ofrecer la fastidiosa evidencia de pensamientos y deseos, era, por lo general, lo más recomendable. Una vez, estuvo a punto de convertirse en ídolo, a causa del base–ball. Pero frenó a tiempo. Le gustaba caminar solitario, entre los robles y sicómoros que rodeaban el College, amar levemente (mejor, dejarse amar levemente), hablar justamente lo preciso (mejor, lo indispensable). A retazos, pisando las hojas amarillas con que el otoño invadía el suelo, reconstruyó un difuso, perdido sentimiento, que acaso tenía mucho que ver con el origen de la indiferencia. (Pero no era posible concretar, y Bear abandonó la idea). Es poco recomendable andar a vueltas con el brumoso pasado —aun con un pasado tan reciente como pueden ofrecer diecisiete años—. Regresó a E, a Beverly, al abuelo Franc y su Universidad: a las ardillas y los maples; al jardín brillante bajo el sol. Se sentía cómodo, en F. No compartía la obsesión de tantos y tantos compañeros que huían frenéticamente del lugar de su nacimiento y se matriculaban en Universidades cuanto más lejanas mejor. A él no le hubiese importado gran cosa matricularse en la Universidad de F. (que siempre sería para Bear la Uni de Franc, a pesar de que el abuelo Franc constituía una ínfima ruedecilla, sin importancia alguna, en el gran tinglado). «Tal vez —pensó— se trata de algún atavismo». También Franc era diferente a sus compañeros y a la mayoría de sus compatriotas. Ellos corrían sin tregua de Universidad a Universidad, jadeaban de Departamento en Departamento, de Estado en Estado. Cruzaban de Este a Oeste, como jaurías cazadoras: astutos, previsores, esperanzados y exhaustos… Bear recordaba a Franc, desorientado, en la última Convención de la MLA (el famoso «Mercado de esclavos»). Empujado por Beverly, se debatía en su habitación interior del Sheraton, borracho de llamadas telefónicas, de martinis, «appointements», «Papers» y «Reports»; mareado, desorientado por ofertas, insinuaciones, confidencias, visitas, intrigas… Pobre abuelo Franc, tambaleándose a la salida de Oak Room, aferrándose a su brazo, diciéndole: «Vamos a casa, Bear…». «Casa» (Home, no tenía traducción, al conocer los hogares de esta Patria) era ya, tan sólo, el despacho del amado Spanish Department, el amado Campus de otoños escarlata y oro; el amado charloteo intrascendente, confortable (rigurosamente programado de antemano, por supuesto), con Beverly, la gran amiga, la ya única amiga. Bear sonríe al recuerdo: «¿Seré yo como Franc, tal vez? Nunca me sentí errante; soy sedentario». Pero él no ama. No amaba a F., no ama los Tulip Tree, no amaba tierra alguna ni mujer alguna. Él no ama ya nada, a nadie. Sus afectos son honestamente razonables, soportables.
Pero un día Franc (se debe decir, ay, abuelo Franc, «¿por qué razón todos le llamaban así?». Incluso su hija —mamá—, incluso él mismo, le llaman a solas simplemente Franc. Con Beverly era diferente: a Beverly le molestaría sobremanera que la llamase abuela), un día, pues, abuelo Franc manifestó su secreto largamente soñado. A veces, en el recuerdo, Bear recupera el recóndito temblor de su voz al pronunciar el nombre de esta tierra. En esos momentos, Bear recupera el extraño mandato íntimo, misterioso, que le obligó a escucharle en silencio (aun sin creer en sus palabras, ni en sus sentimientos, ni en sus ideas). Llevado por una difusa, lánguida curiosidad; por un desdibujado respeto que nadie toleraría profanar. La sola idea de que alguien pudiera sonreírse de las palabras de Franc —del abuelo Franc— le hizo mantener distantes (de la humilde casa de madera pintada de blanco, del pequeño jardín con dos únicos robles) a todo amigo, conocido o compañero. La sola idea de que alguien pudiera sonreírse, aun tiernamente, de las palabras (inanes, absolutamente desprovistas de sentido) del abuelo Franc, le hubiese llevado fríamente, conscientemente, al asesinato. Sin embargo, Bear no ama tampoco al abuelo Franc.
El secreto acariciado año tras año por abuelo Franc se reveló una mañana de domingo en el jardín, junto al roble. Abuelo Franc le preguntó, una vez más, cuál era su vocación, cuáles sus proyectos. Pero él entendió que esta vez era de verdad (no como cuando tenía diez años, y Franc se rio tanto al oírle contestar: nada, no quiero ser nada cuando crezca). Cuando insistió en «qué cosa pensaba hacer en esta vida», Bear sabía (porque, aunque pareciese prácticamente imposible entender a los viejos, Bear entendía al abuelo Franc como no lo entendía nadie: ni mamá, ni siquiera Beverly, que tan secretamente le amaba), él sabía que para abuelo Franc hacer algo en esta vida no podía apartarse en absoluto de cualquier actividad universitaria. Y como lo sabía bien (y era aún el Bear de siempre, el que cortaba ranas a pedacitos y dejaba que limpiasen la sangre de sus dedos con absoluta docilidad), vio, en aquel momento, en la mesita del jardín, en el hermoso y húmedo césped cuidadosamente recortado por abuelo Franc, una revista donde se informaba de hermosos y grandes proyectos arquitectónicos, impresionantemente fotografiados, referidos a la nueva y deslumbrante ciudad de Houston. Entonces dijo: «Arquitecto». Abuelo Franc dijo: «Bien». Estaba perfectamente bien. Cualquier cosa (dentro del mundo universitario) hubiera sido buena. Bear lo sabía aquella mañana de domingo. Y ahora también lo sabía, en la casa enfundada, donde —por lo visto— nació mamá; y sabía otra cosa: seré un buen arquitecto. (Del mismo modo sabía que hubiera sido un buen cualquier cosa; cualquier cosa atrapada al azar, sobre una mesa, o bajo un roble, en el momento de la pregunta: ¿qué vas a ser en esta vida…?). Aquella mañana contestó al abuelo Franc mirando por sobre su cabeza blanca (al abuelo Franc no le molestaba eso, como aquí les molestaba a ellos). Estaba precisamente contemplando las hojas del roble, cuando el abuelo Franc desveló su viejo y mimado deseo. Cuando le habló de todo aquello: de regresar a la Patria —¿cómo se regresa a un lugar donde jamás se estuvo antes?—, de revalidar estudios y matricularse en una desconocida Universidad, en una tierra distante, en un idioma distante. (Nada, no quiero ser nada, pensó, y únicamente, mirando hacia el roble con fijeza). Pero no sentía rebeldía alguna. No había llegado, ni mucho menos, la rebeldía ahora conocida. Desde aquella mañana en que, mirando el roble por sobre los blancos cabellos del abuelo Franc, comunicó secretamente a las hojas su ausente vocación, ¡qué tiempo incontrolable parecían contener esos dos años!
Abuelo Franc entraba en su año sabático. Año propicio (al parecer) para que Bear conociese la vieja Europa. (La Europa que Beverly «hacía» manualmente en tres, o cuatro, semanas. La Europa de las fotografías de Beverly, sonrientemente superpuesta a catedrales, puentes, y pueblos que se le antojaban como calcinados por tórridos cataclismos). Allí, en la tierra íntima y autoprohíbida de Franc, en la tierra secreta y estremecedora de Franc (donde, por ahora, no volveré), debía estudiar Bear, debía vivir Bear. ¿Qué cosa era eso de la Patria?
Ya no está aquí el roble del abuelo Franc. Cuando habla, Bear ya no mira sobre la cabeza de su interlocutor. Bear no tiene Patria, Bear no tiene amigos, Mear no tiene (desde hace muchísimo tiempo) paraíso. Nunca volvió a llamar Puppy a nadie: excluyó cuidadosamente esta posibilidad. Aunque la llamada Patria estuviera esperándole a él, a Bear. Eso decía abuelo Franc; pero abuelo Franc no cruzaba la frontera. Envejecía tozudamente, en el linde de su país, año sabático tras año sabático, y se asombraba e indignaba de que otros hombres que eran (o fueron) como él se desprendiesen lentamente de su lado, como caídas hojas de un implacable otoño, de una aferrada obstinación. Tozudo, hermosamente impertérrito, contemplaba cómo otros iban desasiéndose suave e inexorablemente de las austeras ramas: regresaban, incluso compraban parcelas de una tierra prohibida, amada. Incluso deseaban morir en ella, deshacerse en ella, olvidados, melancólicamente mansos (acaso indiferentes). Cenizas de una vieja y ya apagada hoguera, volvían, regresaban: como razonables, falsos y tardíos jóvenes, dispuestos a volver a empezar, a olvidar, en bloque. La ira (su única ira) brillaba entonces en los ojos negros del abuelo Franc. Bear lo observaba, lo veía alejarse más y más, huidiza y apretada isla, mar adentro. Una isla que retrocedía algún ocaso, esplendoroso y último; en pos del sol, de un día que ya era sólo recuerdo. Profundamente herido, remoto en vida, símbolo de alguna vieja, heroica e inconclusa batalla; la mano alzada, aferrada al bastón de ébano, amenazando (no ya a unos hombres, sino a un tiempo) porque «no todos tienen un nieto, a quien enviar; como un desafío, como una advertencia, como un grito que recuerde: aún no me he muerto». Bear se veía a sí mismo, entonces, como polvoriento, derrotado y leal estandarte de alguna incompartida lid.
Aquí, en esta línea, al borde de estas palabras y de este deseo, la comprensión de Bear se detiene bruscamente. Ya no alcanza a descifrar ese envío de que es objeto, el mensaje–reto de que es objeto por el hombre que se ha prohibido a sí mismo la última felicidad posible. Estas palabras, ese contradictorio desafío, le resultan «demasiado abuelo Franc».
Viajaron juntos a Europa, y mamá se les reunió en París. Atravesaron fronteras, recorrieron ciudades, gentes, lenguas, catedrales, museos, piedras, árboles, ríos, miseria, esplendor, historia, mezquindad, muerte. Una noche, Bear regresó —¿pero cómo podía regresar adónde no estuvo jamás, ni en pensamientos, ni en espíritu, ni en comprensión tan sólo?—. Cruzó la frontera en litigio, a cuyo otro extremo, un anciano (de pronto extraordinariamente parecido a un roble) retenía, bastón en alto, las imperdonables, impúdicas lágrimas. Atravesó la línea de la última y tozuda dignidad de Franc, bajo el lluvioso cielo de noviembre; en un tren nocturno, lleno de crujidos, junto a mamá distraída, indispuesta, rodeada de revistas y de inútiles prisas.
Bear llegó a la vieja ciudad, a la vieja casa donde sólo estaban esperándole los enfundados muebles. Al lugar donde ahora se halla enraizado, elemento indiscutible en el entramado de una red que ya no desea romper. Bear sonríe a sus recuerdos como a un compañero de juegos difícilmente reconocido. Fue penoso, para un muchacho acostumbrado a hablar secretamente con robles y sicómoros, entrar en la nueva tierra. Fueron días fatigosos, extraños como una piel que no nos pertenece, unos ojos que no miran con nuestros ojos, un entendimiento que no encaja con nuestro entendimiento. Un concepto del mundo, de los hombres, diferente a nuestro concepto de la vida y de los seres que en ella alientan. Bear inició, con mudo estupor, el descubrimiento del mundo ajeno, absolutamente distante, absolutamente extranjero.
A poco de llegar, asistió en silencio a enrevesados proyectos, vastas ciudades de palabras, de las que él era el único habitante. A la hora del desayuno, en la ciudad donde coincidieron mamá y tío Borja (mamá y tío Borja repetían mil veces sus bromas de viejos niños que se encuentran de nuevo y no parecen dispuestos a olvidar que la infancia pasa, o aún peor, se descompone, hediondamente, como un cadáver más), él dijo: «Yo necesitaría alguien, un guía, una persona que me orientara durante estos meses, antes de matricularme…». Sus propias palabras ya se perdían, también, en la baraúnda de retrocesos y avances, de recuerdos y bromas ajadas —bromas monstruosamente infantiles en seres que ya rebasaron los cuarenta años, ignorantes de la caducidad de la ternura—. Bajo el aluvión de recomendaciones y proyectos, en el esplendoroso porvenir que para el joven Bear (que van a «reincorporarse a nuestra Patria») estallaban a su alrededor, Bear cerró los ojos, suavemente, dulcemente (sobre el delicado aroma de la mermelada de naranja, sobre el tórrido y espeso brebaje que en el Mediterráneo tomaban por café; sobre el pálido sol que yacía en el mantel y ya anunciaba una cruda y húmeda estación, a pesar de que la ciudad se vanagloriaba de cálidos y dulces inviernos); Bear cerró los ojos, o al menos los entornó, sobre el mantel (cuidadosamente lavado, planchado y bordado «a mano»). Una retenida pregunta danzaba en su pregunta; en sus oídos, en sus ojos; se abría paso a través de recuerdos, de frases oídas. («Un mantel bordado a mano, ¿para qué?»).
Al parecer, tío Borja estaba al cabo de todos sus temores, dudas o esperanzas. Dijo: «Claro está, naturalmente. Yo lo arreglaré…».
Revalidar, Ingresar en la Escuela de Arquitectos. Alguien Que Me Oriente, Diecisiete, Casi Dieciocho Años, Patria, No Conozco a Nadie, No Quiero Ser Nada. El mundo se había convertido en una sucesión de frases cáscara, absolutamente hueras. Bear se sentía nube, recuperada indiferencia —y la reconocía, a la indiferencia, como reconoció a veces un árbol solitario, o una casa en la línea del horizonte.
Para concretar, el viejo mundo le pareció sucio y pequeño.
En realidad, tío Borja ni siquiera conocía a Mario. Conocía a Enrique, porque Enrique era «el chico de Fernando». Imaginariamente, Bear hubiese podido reconstruir su conversación en el Club, cualquier mañana, antes de salir al mar. Los amigos de tío Borja debían padecer el mismo amor al mar que él: si no, no podían ser sus amigos. Una vez lo dijo, claramente: el mar era la única vía que podía unirle a otro ser humano, conducirle a cualquier afecto o amistad. Indudablemente —no podía negarlo— fue el mar también quien les unió a ellos dos. A pesar de todo, Bear debía admitir este frágil y especial entendimiento. «Bear, eres marinero de raza». Bear conoció el roce de un inquietante, acaso molesto orgullo. Pero cierto. «Bear, eres marinero de raza». Pocos días más tarde, tío Borja dijo: «Ah, por cierto, ya tienes la persona que buscas: te orientara, te guiará, como tú dices —siempre que se refería a palabras de Bear o de cualquiera que no rebasara los treinta años, tío Borja recalcaba con una incomprensible ironía: “como tú dices”». «—Es una buena persona, creo que fue profesor auxiliar de la Universidad. Ha estado ayudando mucho a Enrique (el chico de Fernando), que suspendió dos veces seguidas. Con esas clases, se va ayudando; porque, ¿entiendes, no?, es gente digna, sin dinero… Creo que prepara unas oposiciones o algo así y, encima, mantiene a su madre enferma. Bueno, el chico de Femando está encantado, hasta creo que son amigos…». Qué raro le sonó a Bear aquella explicación, qué extraño aquel lenguaje. Tío Borja le dio una tarjeta, un teléfono. «Toma, llama a Enrique. Él te pondrá al corriente».
Fue así, de forma anodina, casi estúpida, como entró en la única etapa de su vida que tenía sentido.
SE sonrió pensando: «Felicidad es una palabra inventada por algún sádico para que todos nos sintamos cochinamente desgraciados». Fumaba suavemente, tendida, fingiendo mirar al techo. Cuando, en realidad, se sentía espía, toda ella un puro acecho viviente.
Contempló a Mario con el rabillo del ojo. Estaba quieto, ni siquiera fumaba como otras veces. Inmóvil, con los ojos cerrados, como muerto. Isa subió la sábana hasta su cuello. Sentía un recato ancestral después del amor, no podía evitar la idea de que el amor, al fin y al cabo, era un acto deshonesto. Alguien le había dicho —hacía años, claro— que este recato venía de muy lejos, de la expulsión del Paraíso («y se cubrieron porque se vieron desnudos», etc.). Ya no creía en Adán y Eva, pero continuaban fermentando las mismas palabras, los mismos conceptos, al fondo de su conciencia.
Mario continuaba con los ojos cerrados, sorprendentemente joven para su edad. Nadie hubiera pensado que tenía treinta y tantos años —«más cerca de los cuarenta que de los treinta»—. Nadie le achacaría más de veintiocho. Pero se le notaba tan cansado: de ella, de vivir, de sí mismo. «Quién sabe, acaso está pensando en otra mujer. Shakespeare dice: monstruo de ojos verdes. Verdes o de color cachumbo, pero monstruo. ¿Por qué existirán los celos? Estos celos que arrastro, provincianos, como todo lo que me reconcome». Suspiró, casi dulcemente. «Pero todo el mundo es más o menos provinciano. Y, a fin de cuentas, ¿qué importancia tiene? Soy provinciana, bueno. Llena de taras, de prejuicios afanosamente apretujados, y encima, huérfana de militar. No falta nada en el lote: pero me he evadido de mi ambiente, he llegado a la ciudad soñada (hay una película que se llama así, creo) y aunque no soy especialmente culta, puedo confiar en mi intuición. Soy astuta, y (cualidad poco frecuente) me conozco a mí misma. No como este pobre Mario, que todo lo sabe, menos vivir, menos conocerse. Yo no. Yo sé cómo soy, conozco mis lentos reflejos: soy limitada, pero profunda en lo que sé. Por estas cosas, te dominaré. Si no fuera dominante no te tendría, y he nacido para tenerte. Te quiero tal como eres, débil y dubitativo, joven–viejo, nacido para perder. Pero no conmigo: soy de los que tuercen los destinos, de los que cambian la vida y la vuelven del revés como un calcetín. Triunfaré, siempre triunfo, aunque a veces me quede rabiando. Mario es mío, Mario es mío. Yo haré su vida, como fabrico todos los días la mía. El mundo no es de los débiles, teóricos, vulnerables, inteligentes Marios. El mundo es de los mediocres e inertes, como yo. No me engaño, sé encararme al espejo, me conozco, sé cómo atacarme y atacar a los demás. Mario es mío, y ninguna causa, mujer, ni cosa alguna me lo quitará, porque nadie tiene mi fuerza. Me he inventado a Isa por Mario, por él he fabricado pacientemente mi personalidad; para que él desee estar conmigo, aunque no me ame. Mario no amará a nadie, jamás. No puede. Mario, tú sabes que contra la gente como yo, es difícil luchar. Somos como aceite, siempre flotando en la superficie».
Ahora queda lejos, muy lejos, el paisaje de la infancia, de la primera juventud. Tendida junto al hombre en quien ha reunido todo lo deseable del mundo, Isa se despoja de cuanto parecía su claro destino: un destino doblegado, extorsionado por su voluntad y rebeldía. Lejos queda la pequeña Isa «fruto de una contradictoria educación» (ríe levemente, y aplasta la colilla en el cenicero blanco, Martini & Rossi, sobre la mesilla con huellas circulares de vasos). Ya están olvidados los interrumpidos estudios (por falta de medios económicos), los sueños de grandeza, el empacho banal y desordenado de lecturas, el cine censurado, el novio. Portales oscuros, bancos húmedos del parque, escasez monetaria, río, vino en tascas, melancolía disfrazada de esperanza. Había conseguido cierta mala fama en la pequeña ciudad. «Siempre, claro, dentro de las conveniencias». No era una puta, era sólo una fresca. Eso daba personalidad, y se sentía, así, europeizada. Podía opinar con acidez, fumar por la calle (bueno, sólo la colilla al salir del local cerrado), dejarse besar fácilmente. Qué lejos todo, ahora, de esta habitación estúpidamente vergonzante.
(Ahora, las Dos Viejas, en la ciudad soñada, ofrecen, junto a su hospitalario egoísmo, su modesta grandeza en ruinas, un piso excesivamente largo, de cañerías oxidadas, cucarachas y helados mosaicos en invierno; galerías encristaladas, urnas, nichos o colmenas; mecedoras, cristales rotos y unidos con tiritas y celo; exhibición de prendas interiores sobre patios, y chimeneas, y depósitos de agua, donde las criadas celebran sus verbenas en las noches de verano, con farolillos de papel. En la sala, un piano hace años desafinado, cuadros pintados por niñas–viejas de la casa, firmados desde el Sagrado Corazón; antiguo terciopelo, trípodes misteriosos y acechantes en los rincones; sonrisas de niños desaparecidos en el friso de la apagada chimenea [con un sorprendente macetón de porcelana modernista, allí donde debió arder el luego]; pero: «es peligroso, mejor la estufa de butano». Al fondo del cajón, una cofia amarillenta: «Ah, sí, la pobre Sofía, ya ves, no se casó por no abandonarnos. Ya no quedan criados así». Zapatitos de porcelana con fechas–efemérides en la suela, polvos Rachel en el cristal del cuarto de baño, cubiertos con tapetitos Richelieu. Al atardecer, un gato aúlla en el patio: sabe que un paquete con vísceras de algún caliente y cándido animal cruzará el espacio, desde la galería encristalada, hasta los mosaicos rojos; una inopinada sirena marítima huye en el húmedo atardecer: Isa recuerda que el mar está cerca, ahí, a su espalda. Mininos de grasa pelambre devoran intestinos, corazones, hígados, pescuezos atroces. Ya se ha llevado el viento la ceniza de todos los laureles, ya el mundo está creciendo, como un enorme cocodrilo, con las fauces abiertas; ya no flota ni una sola mota de los sueños, y proyectos, de una muchacha que tenía novio, tal vez porque no había mejor cosa que tener).
Apoyada en la barandilla del puente, sobre el Ebro, una Isa lejana sucumbía a los vapores de un mal vino de taberna falsamente típica, a donde podían acudir las muchachas decentes y estudiantes del Instituto, p, napas y con novio (a condición de regresar a casa antes de que cierren el portal). Cinco años ya, de todo eso. Cinco años ya, que todo eso acabó. Como cinco vidas nuevas, estremecedoramente diferentes. El cielo de esta otra ciudad es enorme, rojo sobre el confín de las avenidas; y no tiene nada que ver con los crepúsculos de la calle del Rey Sancho, ni con la Plaza de la Independencia, ni con el Parque de los Infantes. Ahora, el cielo terso, duro como un rostro ajeno, apenas estrellado (no se mira casi nunca el cielo), a menudo resulta irónico. Existen otras cosas, bajo el cielo de esta ciudad. Algunas tardes parecen años, ciertos días segundos. La juventud es algo efímero, amargo e intenso (no una espera humillante). El corazón, un peso furioso. El miedo, una religión.
Mario se ha dormido con sueño apenas cierto; una respiración sutil levanta su pecho. «Mario es joven, siempre será joven». Isa contempla la cabeza de rizos espesos, de un rubio oscuro, leonado, «que se retuerce en la raíz». Podría tener la cabeza como un San Juan, o un joven tigre: «así de espeso y suave, si no se lo cortase tanto», piensa, con agria ternura. Y aun así, su tacto es como el de aquel pequeño tigre de la infancia, cálido, ambiguo. Tiene los ojos ligeramente oblicuos, los pómulos altos, la boca sensual e incómoda. Mario duerme muy ligeramente. Isa piensa que Mario no duerme jamás de verdad; siempre está así: alerta y desconfiado, incrédulo, inseguro, triste y joven. En Isa crece la irritación cuando le ve dormir. Una vez más redescubre su cuerpo («no bello según los cánones», sonríe para sí). Pero todo él es como una llamada penetrante a través de la ropa. Su piel clara («no blanca»), dorada por ligeras pecas («como un joven leopardo, ¡pero cuánta cursilería!»…).
Ella también es pecosa. Allí, en la ciudad de la infancia, ser pelirroja y pecosa resultaba fuera de lo corriente. Algo que siempre la diferenció para bien y para mal. «Qué pena, tan pecosa, ¿por qué no prueba algún producto?». Jacinto, en cambio, había confesado: «Cuando te vi así, tan pecosita, me gustaste en seguida». Jacinto, novio. «Jacinto, qué suerte, tan buen chico». «Los hombres, ya se sabe…». Pero no se sabe nada, nadie sabe nada, sólo se sabe lo que realmente se desea. «Uno puede vivir, posiblemente, lejos de aquí, en alguna parte». (Lo dijo una vez, eso, el chico horroroso del que se reían las chicas del Instituto; le llamaban el poeta, no sabía por qué, no tenía noticia (Ir que jamás hubiera escrito un solo verso, nunca le vio escribir otra cosa que los apuntes de clase; la nariz rozando el papel, sin gafas, pobre). Mientras, mamá: No te quiero encontrar otra vez en el portal, con tu novio, ¿no te da vergüenza? Igual que una criada. ¿Es que no tienes dignidad? Y más tarde: «Ya se sabe lo que pasa, el hombre es paja, la mujer estopa, llega el diablo y sopla». Pero eso, además de una ordinariez, ora mentira. Ni estopa, ni diablo, ni nada. Jacinto llevaba bigote negro, para parecerse a muchos, para ser casi como todos. Porque era muy viril, y no le gustaba presumir, se peinaba hacia atrás, mojándose el pelo, sin mirarse al espejo (así iba, el pobre). Le decía: «Jacinto, mira cómo te ha quedado por detrás, se levanta como un asa, pareces un cacharro». Pero él sonreía con suficiencia (porque era muy viril). «Mujer, que me voy a fijar yo en eso, qué importancia tiene». A Isa le daba vergüenza que le vieran las amigas con aquel mechón, tieso y curvado, por encima de la coronilla. Se lo hubiera aplastado a cachetes, de buena gana. Jacinto era un poquitín más bajo que ella. Tenía, en verdad, una mortificante estatura.
Isa vuelve la cara hacia la pared. Es en estos momentos cuando siente entrelazarse pasado y presente: y todo tiene una misteriosa conexión con Mario. Todos sus recuerdos están, de pronto, ligados a él, incluso justificados en él. Todo parece guardar su recóndita razón en virtud de la existencia de Mario. «Mis recuerdos más remotos son incoherentes, pero nítidos. Llevo claramente dibujada en mi memoria una lámpara japonesa —supongo que falsa—, colgada del centro del techo, con luz rosa y oro; y siento en la mejilla el aliento de alguien, un aliento femenino (tal vez mi madre, o la niñera) que musita y sisea, imperceptible, gratamente. Respiro una honda sensación de bienestar, ese duermevela que luego, en años más tarde, he añorado. Por ejemplo, cuando en la soledad y desesperanza caí enferma, y alguien encendió una luz tenue, una lámpara tapada con un periódico; y a través del resplandor me llegó un hálito protector. Lamento suponer que, durante muchos años, en las etapas más áridas, en las más audaces también, cuando me sentía fuerte y endurecida, lo único que verdaderamente anhelé fue sentirme protegida por alguien, o algo. Ya había abandonado mis creencias religiosas —nunca excesivamente fervientes, a decir verdad—, que me reportaban cierto alivio; como la íntima convicción de que, a fin de cuentas, alguien velaba por mis actos, buenos o malos. Cosa que, en definitiva, me amparaba de la soledad. Porque bien he aprendido que los seres humanos no suelen hacerse compañía. Casi nadie sabe lo que es saberse acompañado, aunque muchas veces nos fabriquemos esa efímera sombra, la dudosa felicidad de creernos unidos a alguien. El matrimonio entra de lleno en este estado de cosas. Una mujer como yo, absurdamente educada —si es que he sido educada de alguna manera—, llega demasiado tarde a estas conclusiones. Mario dice a menudo que mi tierra, mi mundo, son ásperos y dogmáticos: fervientemente ignorantes. Es extraño que a veces, como ahora, mirando esa pared, tenga la impresión de asistir a una lenta y cruelísima agonía. No amo a mi tierra, pero me siento ligada a ella de forma irremisible; soy parte de ella, de sus montañas aislantes, de sus pobres ríos, de sus grandes nombres. Una mujer como yo, en este país, tiene poco que hacer. La soledad y la ignorancia son su patrimonio natural».
Jacinto era más bajo que ella: «Demasiado altita vas a ser». Naturalmente, desde luego, en una ciudad de retacos, una chica como ella «no tenía salida». Isa contempla sus piernas largas, su piel suave y (frase oída o leída) como espolvoreada de azafrán. Salta de la cama y va hacia el espejo, se mira los hombros, la cintura acaso demasiado alta («sobre todo ahora, que está de moda baja»), sobre unas huesudas caderas de muchacho. Isa siente pueril orgullo de sus muslos largos, sus rodillas y sus tobillos («que, como las muñecas y los antebrazos, heredé de la buena y rancia sangre materna»). Por otra parte, el militar legó sus cejas demasiado juntas, el pelo rojo, la boca ancha, dominante, casi masculina («soy guapa, pero no importaría que no lo fuese. Sabría parecerlo. Estoy satisfecha de mi físico»). Isa evoca otras palabras, ya muertas, balanceadas en un viento lejano: «Demasiado altita, ¿no? Vamos, para una mujer…», decía la prima Felisa, famosa por su cutis de porcelana, en la ciudad del río que huía indiferente, entre vegas umbrías, tascas, casas de color desteñido y estrechas cristaleras; entre fábricas de conservas y mazorcas al sol. Ah, aún, en aquellos días, su ciudad no aceptaba una juventud femenina de caderas escurridas, atiborrada de vitaminas. Y los hombres (la palabra «hombre» tenía un eco especial entre el paladar y los dientes de las madres) eran allí tal como las sabias matronas definirían con aquiescencia: «de estatura mediana». Las chicas, «monillas», o «una preciosidad», o «pobrecita, horrorosa, pero eso sí, con un corazón de aquí a allá, y además, ¡qué cabeza! Fíjate, una lumbrera, con matrículas; lástima no haya salido así el hermano»… «Horrorosa». «Pobrecita». «Pero eso sí, ¡con unas manos!; si vieras tú la mantelería que ha bordado para la tómbola…», etc. Y ella, Isa, perdida en un mundo impío de cristales encendidos al último sol, perdida en un día más, que huía en las aguas del Ebro, bajo el puente de cinco ojos, hacia un mar lejano. (Que ya sólo parecía cierto en los mapas). «Tú no puedes llevar tacón, claro, con Jacinto de novio…». Había un grande, un inmenso desánimo en la voz. Jacinto era un novio, y un novio era lo mejor que se podía tener, en aquellos días, en aquel lugar. («Mira, si engordaras un poquito más de aquí y de aquí, por lo demás, hija, estás muy bien; yo te encuentro un estilo bárbaro; ya quisiera yo: oye, te doy lo que me sobra y tú lo que me falta, ¿eh?, ja, ja, ja»). La piscina de agua demasiado azul, recién inaugurada, junto a un río que jadeaba en verano como un perro perdido. «Chica, pues no estás tan flaca, así en bañador; mira lo que te digo, tú tendrías que ir siempre así, como muy deportiva». «¡Pero si tienes un tipazo, chica, quién lo iba a decir! Qué barbaridad. Sólo los pies un poquitirrín grandes, pero claro, con tu estatura, sería raro, ¿no? Qué bien te peinas, hay que ver; y te lo lavas en casa y hala, tris, tras. Ay, chica, yo, en cambio, cada cuatro días a la pelu, y ¡ni comparación!». «¿Sabes?, ha dicho el alemán que eres muy guapa, ¡qué cosa, a esos extranjeros les gustan así, flaquitas, no te vayas a creer…!». Jacinto tiritaba de frío en el portal. (Su piel demasiado blanca, sus ojos demasiado hermosos, su inolvidable bigote negro, sedoso, recortadito). «Mañana, a las cuatro, donde siempre… o mejor, no, ahora que me acuerdo, el dentista me ha dado hora; mejor a la salida, a eso de las seis… pero no en el bar, ya sabes, estoy a dos velas, mejor en nuestro banco…». Todo lo nuestro era: el banco, el chopo, el recodo del río; en fin, todo lugar allí donde por primera vez había pasado algo (algo que al poco tiempo la dejaba ya como enterrada, impermeable). Nuestro, con voz blanda y exigente, falsamente dulce, voz de futuro marido que no va a consentir que su mujer trabaje, porque él es más hombre que todo eso. («Pero no lo era, era sólo hombrecito»). Con su chaleco gris tejido por la madre ausente, amorosa, esposa de juez de cabeza de partido; que le enviaba cartas interminables e invariables: «que no hagas imprudencias y que si has recibido los chorizos, el pueblo está muy animado, no creas, aquí también tenemos diversiones, han venido los de la Compañía, no sabes la vida que hay ahora aquí, y la pequeña del ingeniero no sabes lo mona que es…». Mientras, la lluvia, en gotas gruesas, se marcaba burdamente en el polvo, junto al banco de madera. El papel de la carta era rayado; cuatro carillas, tinta verde. Detrás de un árbol, un niño de ojos siniestramente gozosos mataba algo, alguien; los dedos le temblaban sobre una ametralladora de plástico amarillo, su garganta se estremecía. «¿Por qué no se puede sentir pesar, ni indignación; por qué sólo se desea ya una cosa: abandonar, huir?». Matar, quizá, como aquel niño. Vamos a matar todos los deseos de la tierra, niño, mientras el hombrecito del chaleco tejido a mano, aspirante a notorio, sin excentricidades, dueño de un bigote honesto y bien cortado, serio, tiembla de frío, dentro del punto canalé. Dicen: «Es guapín»; dicen: «¡Tiene unos ojos!». Sí, claro, los tiene, no faltaría más. «Será un buen marido». «Es serio». «Saldrá para alante, ése». Sí, saldrá, porque «tío Eduardo ha dicho que en cuanto acabe…». Mientras, en el bolsillo interior de la chaqueta con codos reforzados de cuero («Oye, y hacen bien, además de prácticos»), la carta rayada de mamá está pautando una vida locamente estúpida, desbocadamente insípida, inhumanamente feliz. «No, no. Me voy de aquí…». El hombrecito serio tenía (en el oscuro portal donde sólo pueden entretenerse las criadas) raptos modestamente lúbricos. («El hombre es paja, la mujer, etc…»). «Es bajo para una chica como yo, tiene tres meses menos que yo, y le faltan dos años para acabar la carrera. Y luego, quién sabe cuántos más mientras aguarda la generosidad influyente de tío Eduardo; y después, ¿qué? Aguantar todo esto, para al fin casarnos. ¿Por qué razón? ¿Para qué?». Pero los días pasaban como siglos, los años, como segundos. «No quiero paraditas en el portal: ya es hora de que suba a casa, que hable con tu padre…». Y al otro día, y al otro: «Ya me has oído: es la última vez que lo digo, hija mía. Si ese muchacho lleva intenciones serias…». (Por última vez, te lo digo por última vez, «¡Pero si nadie ha oído en esta ciudad algo por última vez…!»). Aquel «hablar con tu padre» se truncó con la muerte de papá. Papá estaba muerto, se lo llevaron al Campo del Este. Estaba debajo de la tierra. Llovía, y el viento (un horrible viento de noviembre) zarandeaba los cables del terrado, donde tendían la ropa; y producían un ruido vibrante que calaba los huesos. Papá se había muerto.
Isa regresa del espejo, se tiende de nuevo junto al hombre que parece arrebatado por una muerte modesta, razonable. Su orgullo late ya sin convicción. Un desfallecido orgullo de objetivo alcanzado demasiado tarde. Y además: «¿Es éste el verdadero objetivo?». Isa vuelve los ojos hacia un Mario dormido, o fingiéndose dormido. Ya sólo tiene un centinela inflexible, despiadado, que se llama Isa. Ya es su propio guardián. Desolado, abrumadoramente solitario en medio de la habitación, vuelve el recuerdo de una lámpara japonesa («posiblemente falsa»); el susurro de una antigua canción, en la mejilla.
NO fue sólo de la casa de donde me fui. Me fui de cada mueble, de cada ventana, de cada brizna de hierba que la rodeaba. Me fui de todo aquello, y siempre andaré huyendo de allí, desde aquel día. Todos mis actos se reducen a una huida pavorosa; porque lo que de verdad me empujó y me arrojó fue el espanto. El miedo que me poseyó, desde una mañana otoñal, que nada, ni nadie, borrará.
He perdido mi antiguo porvenir, y no me ha sido concedido uno nuevo: sólo floto en el presente. Mantengo una rara sensación de supervivencia, de náufrago rescatado, envuelto en una manta y tiritando; entre marineros borrachos que intentan renacerme, pasándose unos a otros la botella: intentando que acerque también mis labios hinchados, azulados, al gollete. ¿Quién va a renacerme? ¿Un grupo de muchachos descontentos, puros, insatisfechos? ¿Acaso sólo deseosos de vagas aventuras? Todas las juventudes aguardan la aventura de la vida; y algunos (como yo a sus años) pudimos planear una aventura de justicia, de coordinación, de responsabilidad. Hacer tabla rasa es un innato ideal juvenil. Pero yo estoy aún en la borda, y no he acercado mis labios a la botella: como si al fondo de mi conciencia clamase una voz: «¿Para qué se empeñan todos en hacerme resucitar?». Déjenme solo, déjenme huir, a solas, de aquella casa, de esta puerta de ahora, ridiculamente pintada de rosa, con ángeles de yeso. ¿O no son ángeles? Son desgraciadas señoritas desnudas, que intentan despertar un clima erótico, bajo esa luz roja, esos espejos astutamente ladeados, esa mesilla con huellas de vasos. Hay aquí el eco de una agria borrachera que empieza a retirarse. Pobre Isa, delante del espejo. ¿Qué esperas de mí? Mejor será que empieces a entenderlo: nada. Eres ahora como los muchachos, como perrillos carnívoros, sedientos de una cruel afirmación, de algo más que ineficaces consignas y palabras, que reuniones, que huelgas de hambre o de sonrisa. Vuestros ojos piden, piden, siempre piden más. Creéis que de mí llegará esa afirmación. Sobre todo Bear. Pobre Bear, cronometrando idas y venidas, buscando un refugio a tu corazón vacío de niño. Veinte años. Sólo veinte años. («Ya se han acostumbrado a mí en el Club. Hemos salido al mar muchas veces. Cuando mi tío tome el avión para Palma ya estará todo a punto, convenido…»). Si no es capaz de pronunciar una frase tan larga, por lo menos, a fuerza de cortas frases, se ha hecho entender. ¿Por qué esta sed de sangre? Nunca han visto la sangre como la he visto yo, no entienden lo que puede llegar a ser mi justicia. Es inicuo, siniestro, convertir en sentimiento personal algo tan conceptuosamente importante como la palabra Justicia.
Yo sí he visto la sangre: destierros, bíblicas maldiciones, nada ha cambiado para el pueblo desde los tiempos en que sus hijos pasaban encadenados junto a las murallas, bajo la cruel mirada de los vencedores, conquistadores, reivindicadores, civilizadores… ¿Qué importan los nombres? Los mercaderes son siempre los mismos, amparados en cualquier ropaje. Yo he caminado entre esos hombres de labios crueles, y ahora, sólo ahora, empieza en mí una curiosa rebeldía, no reconocida entre tanta rebeldía: la rebeldía a sobrevivir de nuevo; a sobrevivir, todavía, una vez más.
¿Por qué te miras al espejo, Isa? No vas a ser más bella por eso, ni por eso te voy a querer otra vez. Supongo que alguna vez te quise. Pero ese momento está lejos, ya. No volverá. No soy hombre para ti. Hay hombres que hacen cosas y hombres que las cometen, hombres que hablan y hombres que denuncian, hombres que callan y hombres que profieren. (Me acuerdo de aquel niño que se acercaba aquel día; desraízo, solo, con un palo en la mano [parecía otro día en que, siendo yo muy joven, lo creí elegido para el nacimiento del espanto]. El niño sin zapatos estaba más cerca, y pude apreciar que la vara era de avellano, para azotar cosas: esquinas y flores, sobre todo. El niño [no tenía los suficientes años para ser bueno, o malo] se reía con la boca cerrada. Miraba hacia lo alto, su garganta se estremecía por la risa. Puesto que sólo era un niño, podía golpear cuanto quisiese, a su antojo. Todo lo que quisiera: sin culpa, sin razón, sin miedo, sin esperar nada tras sus golpes. Podía golpear cuanto apeteciere: gritos de dolor, maldad, estupidez, lágrimas, inhibiciones. Todo lo podía azotar, porque sólo era un niño pequeño, con un palo en la mano. Pero me equivoqué. Cuando estuvo a mi lado, pude darme cuenta de que el niño no se reía de nada. Más bien parecía preocupado por alguna cosa).
No suele ser agradable el conocimiento profundo de un ser humano. Isa, si no me fingiese dormido (para no oír tu voz), podría decirte: «por favor, apártate del espejo». La soledad, vasta y variada, no es tan desdeñable como imaginas. He conocido gentes preocupadas por llegar a destruirla, por avasallar esas invencibles barreras. Siempre he contemplado esos patéticos y tardíos esfuerzos con estupor. ¿Por qué razón, Isa? No hay razón para tender puentes de isla a isla, de continente a continente; no hay razón para cubrir el mundo con un siniestro enrejado de comunicaciones carcelarias. No es agradable el conocimiento del ser humano. No es bueno llevar a extremos–límite el amor, envolver ahogadamente con amor, convertir en amor la curiosidad, en amor el desaliento. Nuestro íntimo y miserable desprecio, en amor. Se volverá curiosidad, desaliento, desprecio. Regresarán las olas. Nadie tiene derecho a destruir o desvelar ciertas cosas. Se puede amar, por ejemplo (por ejemplo, ¿por qué no intentas amarme así?), de isla a isla; contemplando el mar, que suele ser hermoso (según oí) incluso en el invierno. Se puede amar perfectamente, sin andar con ganchos destripando a otro ser; sin descuartizarle ni sacarle las entrañas a la luz. Entrañas que, por otra parte, continuarán confusas, horriblemente misteriosas, ante nuestros ojos. Los niños que abren los juguetes para ver lo que hay dentro, suelen quedarse un rato con cara de idiota.
AHORA, en vísperas de la tan esperada ocasión, tras su experiencia de dos años, sería bueno decirle: «Los que perdemos el tiempo, te estamos muy agradecidos, tío Borja». Como un curioso e inofensivo gladiador, casi feliz, podría saludarle, decirle: «Yo te estoy agradecido, tío Borja: de que me admitas en tu compañía, de que me lleves al Club (sacrosanto lugar, reducto de un antiguo esplendor juvenil); de que salgamos juntos al mar, en tu curioso yate. Te lo agradezco, Lodo eso, tío Borja. Tus correcciones idiomáticas cuando construyo mal una frase (“¡Malditos indios!”), tu inventada camaradería, tu admiración porque soy buen marinero, porque, después de todo, al menos eso sí lo aprendiste allí…». «Tío Borja, los indios saben navegar: en canoas, río abajo; y en yates, a través de los grandes lagos». Hubiera estado bien hablar así alguna vez, con tío Borja. Solo con él. ¿Por qué, solo con él? Bear sonríe pacíficamente a sus pensamientos. La sonrisa de Bear llega a solas (como algunas verdes y doradas mariposas, en la noche, en soledad, flotando en tomo a una lámpara de estudiante). Bear hubiera querido romper la corteza, sólo para decir algo parecido a tío Borja.
Y otras muchas cosas también. Sobre todo, cuando tío Borja (con sólo una gotita alcohólica de más) sermoneaba, evidentemente desprovisto de convicción: «Pero Bear, date cuenta de cómo perdéis el tiempo. Si queréis arreglar el mundo, terminad primero la carrera. Entonces, con una base más firme…».
Arreglar el mundo. Qué distintas palabras, siendo las mismas, pronunciadas por abuelo Franc. Arreglar el mundo, cambiar el mundo, adquirían un marchito ascetismo en labios del anciano que caminaba, entre el Louvre y el Sena, en el París amado; un París deformado por sus sueños (como a golpes de su negro bastón, sobre las piedras, en señal de entusiasmo; como ante un particular y borroso grabado, sólo sugerente para él). En esos momentos abuelo Franc se transformaba en la imagen de la más inocente, seráfica desolación. «Pero él puede decirlo todo», clamaba una voz inesperada, casi extraña, dentro de Bear. Por el contrario, tío Borja enmohecía (con ácido pequeño, ni siquiera peligroso) cuanto dijese. Excepto cuando hablaba del mar, o de los barcos, o de los grandes lagos… («Y en los grandes lagos…»). Los visitarían juntos, en el otoño, o en la primavera. Chicago y los lagos, eran, al parecer, ansiosamente evocados. Prometía viajes, hacía proyectos: luego los olvidaba, se prendía en un cansancio íntimo, acaso doliente. Había en él, en sus palabras (y en las palabras que no pronunciaba), un inaprensible naufragio, que Bear aún no podía calibrar. Ni siquiera hablaba de la guerra, como el amigo Fernando. (Tío Borja tampoco había hecho la guerra: «Hombre, por favor, Bear, no me creas tan viejo…», reía con amargura totalmente indescifrable).
Se trataba de una antigua lancha rápida, con dos motores; adaptada, repintada, transformada en un insólito y —Bear no lo negaba— atractivo yate. Había servido a la Marina de guerra, en la última contienda. Sabes, al acabar la guerra (te hablo de la europea, no de la nuestra, ¿eh?), la Marina vendió muchas de ésas, ya inútiles. Generalmente, las compraron contrabandistas… Ésta, precisamente, me la vendió uno de ellos en Marsella, a muy buen precio. Yo, ya ves, le saqué partido. Total: no me costó casi nada. Pero el año que viene, voy a comprarme un… Tío Borja hablaba del hermoso, moderno, extraordinario yate que se compraría el año que viene. «Por supuesto, mucho mejor que el de Femando. Yo prefiero esperar un poco, y hacer las cosas bien. Te habrás fijado que el de Fernando…». Tío Borja hacía las cosas bien. Pero, la verdad —Bear escuchaba en silencio, observaba disimuladamente su rostro tostado y fino, sus ojos brillantes—, tío Borja vivía en la eterna víspera de sucesivos e ininterrumpidos «años que viene». El año que viene (descubrió Bear) no era otro que el día en que la anciana abuela muriese. (Como cuando intentó cursar la carrera de marino, y abandonó a los dos años. Como cuando intentaba emprender algunos negocios, y desistía. «Yo sé esperar, Bear. Hay que hacer las cosas bien…»). Bear callaba, miraba el mar. Navegaban juntos, a menudo, en la «Pez Espada» (que, justo era admitirlo, Bear casi empezaba a querer). Blanca, pintada y repintada por Pablo, el marinero; mimada, fotografiada hasta la saciedad; piropeada de continuo por tío Borja. (Sobre las olas brillantes, un deshilachado fantasma flotaba, se aproximaba al recuerdo de Bear: una leve y distraída confidencia de mamá, que hablaba de un velero, al que, por lo visto, un viejo loco llamó «El Delfín»). Fantasmas que huían, como fuego de mar, serpenteante en bordas y jarcias; extraña fosforescencia, verde y legendaria llama de San Telmo. Pero que, sorprendentemente, se erguía y dominaba una vida tan frívola y modestamente cínica como la de tío Borja; superviviente de algún último, auténtico, paraíso perdido. «El Delfín», la «Pez Espada…» murmuraba Bear, conciencia adentro, bajo el chillido de las gaviotas; desprendiéndose suavemente del embarcadero, de la terraza del Club, del amigo Fernando y sus ruidosas anécdotas. Las cejas de Bear se contraían, en su esfuerzo por comprender.
A medida que la tierra y los hombres quedaban atrás, tío Borja iba ganando una serenidad, incluso una tristeza, infinitamente más sólidas que todas las palabras pronunciadas entre copa y copa: entre recuerdo y recuerdo, entre burla y burla. De pronto, mar adentro, tío Borja se encerraba en un silencio sólo compatible con él: con Bear, el silencioso. Olvidados de la tierra, en un viento y un mar que ya parecían pertenecerles, tío Borja y Bear respiraban aliviadamente el silencio («acaso común», piensa Bear con cierta desazón).
Pero Bear no quiere la amistad de tío Borja, ni la amistad de nadie. Y en todo lo de tío Borja flota un decrépito remedo: de otros seres, de otros hombres, de otras luchas, de otro mar. (Tío Borja, inundado de sed, de espectros; sonriente y banal, parece avanzar mar adentro, hacia el único océano donde jamás podría navegar). Bear, en esos momentos, siente una sensación poco habitual: algo parecido a cuando vio aquella mosca, atrapada en la tela de araña. No sentía simpatía ni por la mosca, ni por la araña; sólo que algo no marchaba bien. Y con un palo, a golpes, destruyó mosca, araña y todo vestigio de que hubieran existido.
Esa misma noche, tío Borja regresará a Madrid. Pero ya está todo en marcha, perfectamente encarrilado. Y una petulancia (conscientemente juvenil) le envuelve, le hincha como un raro globo; dispuesto a huir en este cielo invadido por la primavera. Tío Borja regresa a Madrid (donde siempre le aguardan curiosas urgencias), pero: «El mismo día de la fiesta (un suave gruñido apenas transparente, una amordazada irritación en la voz, ya bien conocida para Bear) tomaré el avión para Palma: tú me vas a buscar al aeropuerto y tienes todo en marcha para largamos al amanecer…». En la terraza (últimamente tan frecuentada) del Club, tío Borja parece respirar de lleno su remolona juventud. «El mundo viejo —piensa Bear— parece invadido de niños–viejos»; y calla, mirando el brillo transparente de su naranjada (que tantas burlas atrae por parte del jocoso amigo Fernando). «Al fin», grita alguna voz, en alguna parte, sólo audible para Bear. Borja, aún sin sospecharlo, ha entrado en el juego, está ya apresado en el engranaje. Ya es una ruedecilla más en el delicado reloj que pacientemente, dulcemente, elabora el joven Bear (viviseccionador infantil de ranas). Nunca hubiera creído Bear que se sentiría agradecido al cumpleaños de una anciana. Y ahora, precisamente ahora, en el filo del gran acontecimiento, sería bueno decírselo: los que perdemos el tiempo, los que no agradecemos lo regalado por nuestros mayores regalado, no ganado, no ganado, no ganado con el sudor de nuestra frente (aunque no imagino sudando tu frente, tío Borja, salvo en la sauna), no agradecemos todo lo que recibimos, aunque sea mucho más, aún, que el mínimo y lícito confort general. (TV, frigidaires, vacaciones pagadas, Seiscientos, y creo que no me olvido nada del lote tranquilizante). Tal desagradecimiento indigna especialmente, porque tampoco agradecemos la herencia más valiosa: los sistemas y engranajes (para decirlo con lenguaje a tono), ni las palabras (palabras como raza, valores seculares, heroísmo, nobles ideales). No tenemos un hermoso, rutilante, ideal privado. Perdemos el tiempo, en verdad, frente a vuestra sociedad ideal mercantil en constante competencia, lucha y división. Mírate alguna vez en el espejo, tío Borja, con honradez (aunque te sea extraña esta palabra), y contempla un hombre solitario, estrujado por competiciones internas, hundido por competiciones externas, reventado como una nuez entre las manos de ese gigante–santón que has contribuido a alimentar; desesperado y aburrido a partes iguales, incapaz de saber adonde te llevó tu perfecto montaje de estímulos y temores. ¿Acaso los que perdemos el tiempo, los hoscos, los desagradecidos, los hijos privilegiados y descontentos; los que perdemos cursos, años (irrecuperable es la edad juvenil, irrecuperable y sin remedio, has dicho en alguna ocasión), y lo hemos recibido todo de hombres como tú, queremos ser hombres como tú? Estoy anticipadamente cansado cuando me preguntas: «¿Qué es lo que queréis? Estáis contra todo lo establecido, como trasnochados anarquistas. ¡Definiros de una vez!». Siento un dilatado bostezo, acaso desaliento. Posiblemente pasarían días, meses, años si intentara explicarte algo tan simple y evidente, tan absolutamente desprovisto de mitos y complicaciones. Y tú no lo entenderías. Pero hacía tiempo —o quizá desde siempre— que no hablaba con la gente de la edad de tío Borja. En vez de decirle esas o parecidas cosas, en las mañanas del Club, en la brillante primavera, afiló, perfiló su proyecto–tentación: iría a Palma, en la «Pez Espada», con Pablo, el marinero. Y al día siguiente (apenas las seis o las cinco de la mañana: cuanto antes, para calmar la amarga obediencia de un pobre niño–viejo aterrado por el centenario que escarnece su larga impaciencia), tío Borja y él (el buen Bear que ama el mar) regresarán juntos al Club (centro vital de tío Borja, al parecer). Tío Borja, que no hizo la guerra, que jamás navegó a legendarias islas en un fantasmal —y probablemente inexistente— velero llamado «El Delfín», podrá creerse dueño de algún sumiso reino, donde haya cabida para los marchitos paraísos de un niño que oyó demasiadas historias románticas. Bear sonríe, contempla a este hombre que se entusiasma con su idea; este hombre que le dobla sobradamente en edad y parece un raro muñequito burlándose de la naranjada mientras hace sonar los cubitos de hielo en su vaso alto, inocuo. Bear se estremece en una esponjosa sensación de poder. «Un sentimiento —reconoce— a todas luces peligroso». No necesita oír el alborozado asentimiento, no necesita escuchar los inútiles consejos y advertencias —preámbulo de esta ilusionada aventura— para constatar en el brillo de esos ojos (como renacidos de alguna feroz, casi agresiva tristeza) que el reloj del joven Bear, tan pacientemente montado, pieza a pieza, ha comenzado, efectivamente, a funcionar.
Bear ya no necesita escuchar las palabras; ahora puede regresar, en la mañana brillante, a la dulce sombra de su soledad.
También, al principio, entre los muchachos, tuvo fama de huraño. Incluso, alguno, lo creyó orgulloso. Le costó bastante deshacer esta imagen. Súbitamente, Bear siente (quizás en el estómago) algo parecido a un tirón: «Así me juzgaban los otros muchachos…». «¿Por qué, los otros muchachos? ¿Por qué esta íntima autosegregación?».
El aire riza la superficie del mar. Bear estira las piernas, que, de un tiempo acá, siempre le resultan demasiado largas. Bajo el sol, la piel suavemente curtida de tío Borja evidencia restos de una indudable belleza, baqueteada por el uso. Las comisuras de los labios, ligeramente caídas hacia abajo. («Como es bastante corriente entre los hombres de esa generación»). Pero no es justo. «De esa generación y esa clase social, hay que añadir». Bear dedica una mueca a algún invisible auditorio; y le viene a la mente Gerardo —el delegado de los «no universitarios» (así designó íntimamente a los muchachos de manos oscurecidas, callosas; con ironía, donde flota cierta inconfesada vergüenza)—. Gerardo tiene la misma edad de tío Borja, pero: «No, Gerardo no tiene ese gesto, precisamente». Los labios de Gerardo —obrero metalúrgico, ojos negros, de un negro mate, como nunca vio antes— son labios prietos. Como si jamás hubieran sonreído, como si jamás hubieran rozado un sabor estimulante.
Ha vuelto el tirón en el estómago. La contemplación de Gerardo y de tío Borja le producen, paradójicamente, y por separado, idéntica actitud, idéntico desaliento. Que no marchaba bien el mundo, era cosa vieja, sabida, pero:… «quería decirte algo muy sencillo, y no lo entenderías». (Una vaga sospecha fluye, como un escondido manantial). «Tan sencillo…». La sospecha, la incertidumbre rondan casi siempre, por algún lado. Si no, incluso hubiera sido posible una actitud feliz, en la mañana.
El olor del mar, sucio de gasolina junto a las embarcaciones, asciende hasta ellos.
—Levanta la cabeza —oye decir a tío Borja—. No sé qué da veros así, siempre cabizbajos. De la escuela de los Dean, y los Brando… ¡Cuánto daño os ha hecho esa gente!
El sol le da en los ojos, pestañea de prisa. Un brillo pálido tiembla al borde del vaso. Tío Borja da un sorbo a su vaso, ladea ligeramente la cabeza. Por el cuello desabrochado de su camisa resbala, en aseada languidez, una lazada de seda oscura; y sobre ella, inadecuada, casi brutal, se mueve la nuez mientras bebe. El viento trae el olor de su loción, y Bear se pasa la mano por la barbilla; no se ha afeitado. Tío Borja no se lo dice: se lo hace notar de forma muda, penetrante. Bear, entonces, dice:
—Yo no he visto películas de ésos. Sólo tengo veinte años.
Es muy peculiar la mirada de tío Borja en ocasiones como ésta. De una rapidez furtiva, relampagueante, podría decirse. «Cabe todo el odio de la tierra en una mirada semejante», piensa Bear. Y, a su pesar, se estremece. Ni siquiera en los ojos de Gerardo vio un odio parecido. «Acabo de llamarle viejo», entiende. Busca una frase paliativa, pero esa frase no existe: o él no la conoce.
Tío Borja pasa un dedo, muy suavemente, entre el cuello de su camisa y la piel. Un gesto que podría tomarse por una remota, afiladísima degollación. Bear la ve avanzar, cruzar la terraza. Erguido, estirada hasta el máximo su figura, que (como único defecto) hubiera precisado tres centímetros más. «Tal como anda y se va, es casi más joven que yo», medita Bear, apurando su naranjada. «Mucho más joven que Luis y que Enrique, y que Mario… y, por supuesto, infinitamente más joven que Gerardo».
Pero es estúpido volver siempre a Gerardo. Volver, mino un animal sumiso, al estado desazonado, donde los contornos no aparecen claramente dibujados. Volver, siempre, al recuerdo de Gerardo y de los otros, «los no universitarios…».
ME parece que yo perdí mi voz una mañana. No sé de qué mes, ni de qué año. Sólo recuerdo el sol, la luz, envolviendo la tierra; las piedras calvas del mundo, como escoriados colmillos de alguna ira invisible. Me parece que estaba en una playa —siempre hay una playa en mis recuerdos, en mi vida—; y fue la luz quien devolvió una voz, oculta, tachonada como una noche. Pero no era una playa: era una vasta planicie, y yo bebía martini, en un «Luncheon»; y no era una mañana: era casi de noche. El exceso de luz convertía el día en negro mate. Es posible que yo recuperase aquella voz, a ráfagas, a minutos, o años. Pero comprendí que el silencio no era privativo mío, que toda vida a mi lado había crecido de silencio en silencio.
Tengo la clara memoria de hallarme sentada en una terraza, sobre una tierra suavemente escalonada. Sé que el viento cesó, y fue en aquel instante, precisa y exactamente en aquel instante, cuando pensé: «algo ha desaparecido». Podía ver, casi físicamente, un inmenso saqueo, un total despojo; y, tal como acostumbraban hacer en la antigüedad ciertas hordas invasoras, el mundo aparecía sembrado de sal. Ninguna verba antigua volvería a crecer, todo yacía, como dispuesto a hacerse nuevo (si algo se hacía).
Sólo ahora, en escasas horas, he vuelto a ver las viejas hiedras, las gelatinosas hojas de algún incierto octubre, las cándidas campanillas salvajes, renovándose, ignorantes, abrazadas a una piedra levantada siglos atrás. Moriré sin comprender nada.
(Muchas veces he pensado —y sé que viene a cuento— que, en realidad, mi padre debió dedicarse a la arqueología, en vez de a la política).
Nunca había visto los maples en otoño, las hojas escarlata. Papá tenía el perfil envejecido, a pesar de su piel bronceada por el deporte. Era como un fantasma, reencontrado. Me dolía pensarlo, porque, ¿qué tenía que ver —nada tenía que ver— con aquél que (empinada sobre la punta de mis pies, amorosa y temerosamente acercada al auricular pueblerino) oía decir: te envío…? Ya nunca más le podría llamar padre. Desde entonces, desde el primer reencuentro, tuve que llamarle Franc, como todo el mundo. Alguien había muerto, se había diluido en la niebla. Alguien que quizá fue, sólo, un imaginario personaje de una imaginaria historia infantil. Diecinueve años eran muy poca cosa, todavía.
Yo no sé cuál es la verdadera edad de la gente, su exacta y verdadera edad, el momento en que se puede decir: tengo veinte, cuarenta años. Ni los días, ni la piel, ni las arterias de hombres y mujeres tienen gran relación con estas cosas. Aquel otoño —creo que era dos meses antes del 7 de diciembre del cuarenta y uno—, mi padre me tenía, por primera vez, con él.
Creí que ella no iba a perdonarme esa decisión. Pero ella dijo: «Por lo menos, por una sola vez, ese pobre Franc cumple con su obligación». No opuso ningún reparo a mi marcha. Mi presencia le era impuesta, pero jamás sospeché que hasta ese punto. Sólo tía Emilia lloraba, cuando me acompañó al aeropuerto; y me di cuenta de que, al menos, ella me había querido.
Papá ya no estaba en Puerto Rico. Fui a reunirme con él a los Estados Unidos. Franc se había trasladado a una Universidad del medio Oeste, cuyo Departamento de Español comenzaba débilmente a florecer.
Siempre he pensado que Bear sufre y se resiente de alguna indescifrable responsabilidad hacia mí. A veces me mira con la misma o parecida preocupación que descubro en algunos padres hacia sus hijos. ¿Por qué yo no puedo ordenar mis sentimientos según las normas establecidas? Tampoco siento odio, o desazón, hacia el fantasma de mi vejez, como es común a bastantes mujeres de mi edad. No quiero decir en absoluto que mi aspecto sea juvenil (después de todo, creo que nunca lo tuve), sino que la mujer que contemplo, cuando cierro los ojos, es intemporal. O acaso, sólo antigua, remota. Quizá todo se reduzca a un resabio de infantil petulancia: queremos convencernos de que algo muy importante aguarda en el fondo de nuestro ser, algo que no ha tenido aún su gran oportunidad.
Seguramente Bear llegará mañana. Debería enviar un telegrama, o una noticia cualquiera. Pero Bear no escribe cartas, ni envía telegramas. (Es en lo único que se me parece).
Es buena esta grande y respetuosa distancia entre nuestras vidas que, laboriosamente, hemos labrado Bear y yo. Bear sabe que no puedo comportarme como una madre al uso. (No diré una buena madre, esa definición me resulta demasiado comprometida). Hubo un tiempo en que creí que una madre y un hijo deberían ser buenos amigos. Pero me acuerdo, con horror, de una niña del colegio, cuya madre era su amiga.
Existe algo muy claro, y es el curso del tiempo. Jamás podremos ir a la par del tiempo de nuestros hijos. Nunca cabalgaremos al mismo ritmo. La edad es algo poco definido, pero no el tiempo que nos moldea, como el aire y la luz moldean las viejas estatuas en los parques. Mi tiempo no es el tiempo de mi hijo, aunque mi hijo sea, acaso, más viejo que yo. Mi tiempo es, por ejemplo, el tiempo de Borja. Aunque Borja y yo nos tengamos por simples antagonistas; amantes hermanos, enemigos cordiales. Pero, sin duda alguna, compinches del tiempo que nos tocó vivir.
¿Por qué he aceptado que Bear se haga aquí, en esta tierra? No estoy ligada a países, soy indiferente a orígenes y lazos, a viejos conceptos de suelo y estirpe, como una mosca. ¿Qué son, ya, la mayoría de esas palabras? Yo quería, sin saber que lo quería, que Bear volviera. No fue sólo porque el pobre Franc (por papá, quiero decir) lo anhelase desde París, en su inefable año sabático. Pobre Franc: «Mi nieto», decía; con la expresión que nunca tuvo para decir: «Mi hija».
Es curioso: también ella, ahora, la grande y maciza indiferencia, ha sentido algo especial ante Bear. No algo parecido al ordenado y bien establecido amor que siente por Borja, sino algo diferente, un sentimiento que aún no puedo desentrañar. Ha preguntado dos veces, ya, durante esta espera (que empieza a hacerse transcendente): «¿Cuándo llegará tu hijo, Matia?».
Todos quieren a Bear. Por lo menos, todos desean la proximidad de Bear. Yo quiero a Bear, con amor maternal; o sea, atroz, sobrecogedor. No debería amarse a los hijos. Ningún hijo está satisfecho con los planes que se han tejido para él. Hasta los menos rebeldes tienen su pequeña parcela de sueños individuales e intransferibles; hasta los más pertinaces continuadores de telares y complejos empresariales tuvieron su modesto paraíso de rosas perdidas. Nadie debería amar a los hijos con amor posesivo y destructor, con ansia de continuidad sobre esta vieja y despiadada tierra. El amor es complejo; delicado, feroz y peligroso; triste y exultante. Deberíamos racionar el amor, como se raciona la morfina a los enfermos graves. El dolor es algo natural, pero el amor se adquiere, como la decepción. Bear, hijo mío, respetemos nuestras distancias y la vida será más soportable.
Franc, que tantas distancias cavó en su vida, anhela a Bear. (Yo pensaba: porque no se quiere morir). Decía: «Quiero que Bear conozca Europa, que vaya a su Patria». Pero ¿cuál es la Patria de Bear? Sólo él lo sabrá.
Si mi pobre Secuaz supiera cuán remotas me quedan ya sus palabras, se sorprendería. Pero no contradeciré ni desengañaré a Franc mientras viva. (Como jamás le hubiera dicho a Mauricia que no creyera en Santa Genoveva y Santa Margarita; que no creyera que Santa Teresa lloraba cuando ponía el pan al revés). Creo que mataría a quien destruyera ese jardín amarillento, cubierto de polvo, tenaz entre la arena. Nadie le dirá estas cosas, mientras yo pueda evitarlo.
Bear está aquí; llegado de una parcela distante, crecido entre amables rigores de cooperación, equidad, discreción y soledad. Pero esto lo digo para arrollar con tópicos mi inevitable caída hacia la duda. Mis dudas no te salpicarán, Bear. Serás libre, como un cardo en el monte. Te destruirás solo: yo no te ayudaré. Soy un monstruo de bondad. («No es lo mismo un título americano, quiero para mi nieto un título europeo…». No: «Quiero para mi nieto un título español»). Oigo la voz del pobre Secuaz; asmático, angélicamente tirano. ¿Qué significa decir quiero para mi nieto? ¿Quién es tu nieto? ¿Qué hiciste jamás, por ese nieto? En la vejez, ella, la gran enemiga, la fiera virtuosa que puede atropellar convencionalismos, bondad, amor, moral, y salir incólume (Caballero negro y triunfante en alguna Tabla Redonda de Injusticia), y tú, pobre iluso alejado del mundo, empeñado en redimir al mundo, habláis igual de alguien que os es tan ajeno como Bear: «Mi nieto. Quiero tener a Bear conmigo, en este aniversario». El más joven de la estirpe. ¿De qué raza? ¿De qué patria? ¿De qué mundo? Nadie sabe nada de Bear. Bear habla muy poco (como yo a su edad). Pero Bear no tiene nada en común conmigo (excepto el silencio).
Sumisa, obediente, silenciosa, he atendido a la llamada. No sólo para mí, sino para Bear. Un día, también, fui a buscar a Bear a la frontera, subimos a un viejo tren, lo regresé.
El paisaje huía con la lluvia, a través de la ventanilla; Bear dijo: «No me gusta el tren. Es ridículo que tengas miedo al avión. Hemos perdido unas horas que…».
¿En qué las hubieras ganado, Bear? Tus palabras suelen ser desconocidos signos, que ya no me esfuerzo en interpretar. No quiero discutir con Bear, no quiero ser su amiga–enemiga. Aún me es difícil escapar al enramado de las palabras, como una ráfaga de viento, convertida yo misma en viento.
Sonreí a Bear, y me dije: «Estoy sonriendo a un niño que juega con un rompecabezas. Contemplo cómo un niño lucha con los mil fragmentos de un puzzle monstruoso. Sonrío, esperando que sea lo suficientemente astuto para saberlo completar, pieza a pieza». Bear (como dicen todas las madres cuando hablan de sus hijos) es un niño. Bear es un niño que habla con una anciana niña (no muerta, para su desgracia). Pero a Bear no le interesan los espectros.
Me encontré mirando la copa verde. El movimiento del vagón la zarandeaba, vibraba el líquido, y había en ella un minúsculo y casi audible tintineo. (Niños lejanos, inalcanzables, que pronto desaparecerán, que pronto darán paso a irremediables y caducos seres).
Un día cualquiera, sin saber cómo, huían los pájaros. Recordaba el barranco, el eco, la voz de Mauricia y sus cantinelas, para que el Hombre del Eco las repitiese. Y sin embargo: «Las palabras (decía, con su cansina voz de sirviente) quedan escritas en la Gruta del Hombre del Eco, que las recoge y las ordena, para escribir el destino». Me sobrecogía, y Mauricia aclaraba: «Pero, niñita, no tiembles. Ea, mira, esas cosas las contamos las viejas. Son cosas de viejas de campo».
Sin que nadie recogiera nombres, ni cifras siquiera, en gruta alguna, llega la extraña desbandada de los pájaros; la desbandada de la vida, de la juventud. Sin saber por qué motivo (sin conciencia de plenitud, o misión cumplida), un día cualquiera, un minuto, la juventud levanta el vuelo. Desbandada irrefrenable, aves que emigran. Parodias de sí mismos, cortejo amorfo, procesión gratuita, los años cumplidos se bambolean en andaderas, ídolos de cartón–piedra, entre luces apagadas.
—Vamos a cenar, mamá, es nuestro turno —dijo Bear, y cerró el libro de golpe.
Como siempre, el vagón–restaurante aparecía atestado, incómodo. Un camarero, experto en balanceos, esgrimía una triunfal bandeja de metal sobre su cabeza.
—Mamá.
—¿Qué quieres?
Los ojos del osito me miraban con irritación.
«Tenemos un lenguaje para nosotros dos». No, no lo tenemos. Lo tuvimos, en un tiempo pasado (mucho más lejano que el tiempo en que me asombraron los maples, con sus hojas color amapola; mucho más lejano que mando, paciente y formalmente, el Señor Eco recogía las palabras de los niños gritones y componía su futuro).
La copa verde proyectaba en el mantel su sombra transparente, casi submarina. Cayó un poco de ceniza; algo ingrávido, pueril y pasajero, como el tintineo, o la sombra esmeralda. Caía la lluvia, se aplastaba en menudas gotas contra la ventanilla. Se había hecho la noche. Oía los innumerables estallidos de la lluvia en el cristal, había en cada gota una luz diminuta, perlada; llegaba el olor a hierro y a madera mojados, el aroma del pan, el graso y caliente vaho de la cocina (cada vez que entraban o salían los camareros y el batiente se bandeaba sobre sus muelles, brotaba algo como un aliento animal). El ruido del metal contra la loza, la verde y obsesiva falsa mancha sobre el mantel (el resplandor de un diminuto acuario), todo podría describirlo ahora, minuciosamente. Nada se ha borrado, desde aquella noche.
Muchas veces pensé o soñé que vagaba al fondo de un mar, espeso y cristalino a un tiempo, sorteando una vegetación casi mineral. En correrías semejantes me sentía liberada y ausente; maravillosamente liberada de mil pesos atados a la espalda, a los pies, a los ojos, a los audibles minutos de los relojes. Aquella noche, cenando frente a Bear, me parecía flotar en parecido sueño, aunque raramente crispado.
Cerré los ojos, y sentí de nuevo el dolor. Un dolor que podría decirse ácido, lacerante. Aparté la servilleta y apreté los dientes. Al margen de la voluntad, me oprimí la cintura. Es un dolor brutal, una cuchillada que lentamente se diluye, cálida primero, ardiente después, y se convierte en un hormigueo de punzadas, irresistible; hasta que sube el dolor a la garganta, y trepa, como legiones de insectos.
Bear apoyó su mano grande, huesuda, en mi antebrazo.
—Nada, ya pasa.
—Lo de siempre, ¿no? —oí su interés acostumbrado, podría decirse que cotidiano. «Ya se sabe. Mamá tiene úlcera de estómago. Es normal que a mamá le duela el estómago». Observé a Bear, a través del dolor. Como observaba la copa, el mantel. Una manera de contemplar los seres y las cosas (aun lo más allegado) sonambúlica y terriblemente lúcida a un tiempo. Como si el ensueño fuese, paradójicamente, la puerta de la más caída y fría realidad. Despojada de todo sentimiento que no fuera puramente visual, contemplé la cara de Bear, el pelo rubio y suave, la piel mate y ligeramente tostada por el sol, los ojos verde–grises (de osito, con su curioso epicanto de corte asiático). En otro tiempo, le puse yo ese nombre: Bear. Seguía siendo un osito, de todas maneras, con sus recién estrenados dieciocho años, con la impaciencia de aquella curva irónica, un poco cruel, en la comisura de los labios. Su mentón aún tan infantil (niño mimado, que duerme con las orejas bien plegadas contra la almohada). El cuello delgado, su nuca hendida en un surco tierno, cubierto de pelusa dorada. (El cuello que besé tantas veces, bajo un impío techo metálico, donde resonaba la lluvia; en otro vagón ya distante y absolutamente perdido). Dicen que Bear se parece mucho a mi madre.
A Bear le molestaba la corbata, estiraba el cuello de un modo peculiar, cerraba un poco el párpado derecho; y sentí una súbita, irrefrenable piedad por su ostentosa juventud.
—No te preocupes, no es nada. Estoy cansada, hijo, me voy a acostar.
Me tendió una mano, dubitativo. Un gesto obediente, podía decirse, que inesperadamente me dolió. «No pensar. Ni siquiera pensar en el tono de las voces ni en el color de los objetos, ni en sonidos, ni reflejos. No pensar y sólo ver, contemplar. La cara de Bear, su mano, la falsa mancha verde». Entonces, en un movimiento precipitado, infantil, Bear derramó la copa sobre el mantel, y me miró, con timidez gozosa. (Una vez, cuando tenía cinco años, rompió un juguete y vino a mostrármelo, sonriendo. Noté que esperaba, con secreta delectación, mis exclamaciones de pesar).
Allí lo dejé, para siempre. Aquella noche lo abandoné, en un viejo vagón, con su sonrisa de niño al que le gusta ver llorar a las personas mayores. (Como aquel día que me dijo: Me gusta mucho ver llorar a Beverly. Mamá vuelve a hacerla llorar, como en la playa). En el tramo que unía los dos vagones el suelo traqueteaba. Salía humo de algún lado, o a mí me lo parecía. Olía a humo, sí, ciertamente. Vacilaba sobre mis pies. Entre los dos vagones, la oscura zona bamboleante se me antojaba vertiginosa. Un mundo movible y reducido me zarandeó, impíamente. Extendí la mano hacia la barandilla de metal y me mantuve unos segundos sobre el suelo movedizo, como un polichinela, en algún crepuscular teatrito de pesadilla. (Zarandeada por algo, por alguien, por un tiempo regresado y huidizo a un tiempo: que ni me alcanzaba, ni me olvidaba. Quería apresar, entre los dos vagones, algo que estaba perdiendo o había ya perdido definitivamente. Suspendida por invisibles hilos, con frágiles pies de ceniza, temblando sobre una trampa. Suspendida, entre dos zonas indescifrables). Por un momento deseé retroceder y acariciar al muchacho en la cabeza, en el sedoso cabello. Pero pasé al otro vagón, y al otro, continué hasta el final del pasillo y llegué a mi compartimiento con una rara sensación de desamparo.
Estaba cansada, solamente cansada. No podía abandonar la acidez, el recuerdo de un tiempo que ya nada significa —y por tanto, como si no hubiera sucedido—; convertirme en una cinta magnetofónica que repite las propias palabras (pronunciadas en un tiempo anterior, ya sólo espectro de la propia voz). Recordaba a una niña que deseaba rezar precipitadamente sus nocturnas oraciones para preservarse del miedo, del gran castigo del mundo; aunque no acabara de entender por qué había de esperarla el mal a la vuelta de las noches. ¿Por qué razón había de llegar, siempre, el mal? Era una buena noche para suicidarse, si hubiera creído en el suicidio. Si lo hubiera deseado tan sólo. Pero yo nunca me suicidaré. Yo me pegaré a la vida como un molusco; como esa anciana que aún nos gobierna, en vísperas del gran festejo.
La puerta del compartimiento se cerró, con golpe desapacible. Era una noche apenas comenzada, tenía dolor de estómago, la úlcera reclamaba la medicina con sabor a yeso. Pero era una noche más allá de la tristeza. (En el pasillo vi, o imaginé, parejas humanas, seres solitarios, familias fragmentadas). Estaba más allá de la tristeza, pero no estaba ausente el miedo. Tal vez eso debía reconfortarme. Cualquier sensación joven, como el miedo, debe de ser buena. Los cuarenta años son sorprendentes: nunca se cumplen, ni se dejan atrás, los cuarenta años. No se tienen cuarenta años. Es una mentira más, una de esas cifras con la que suplimos el misterioso vaivén del tiempo, uno de esos crueles y útiles relojes que fabricamos pacientemente, para explicarnos el porqué nos invaden la indiferencia, el desamor, las irreparables ausencias.
Tenía miedo de atravesar la frontera, de volver, una vez más. Allí donde yo iba, iba la catástrofe; más o menos aparente, más o menos solapada, más o menos colectiva. Me miré al espejo: «Creo que soy la misma, pero no es así. No son los mismos ojos los que me miran. Y sin embargo, ¿qué es lo que permanece intacto? Aquella muchacha de dieciocho años, aquella mujer de veintitrés, de treinta, que creí tan definitiva». De improviso, el dolor cesó. Un cansancio suave empezó a invadirme, y pensé que, a veces, el dolor reconforta monstruosamente. «Ahora, Bear es otro desconocido. Hablarle, verle a menudo, compensar de alguna manera la gran separación, ¿tiene objeto? Es una decepción continua, doliente, cada vez que me habla, me llama. Antes, a veces, cuando era todavía un niño y le visitaba, de tarde en tarde, yo me decía: es mi hijo. Ahora inesperadamente, es un hombre. Los pájaros no reconocen a sus hijos, después de enseñarles a volar; ni los tigres, ni los perros, reconocen a sus hijos, una vez crecen y se valen por sí mismos. ¿Por qué hemos de ser distintos los humanos? ¿Qué nos empuja a creer que nuestros sueños, o desengaños, pueden servir a nuestros hijos, a que les debemos legar costumbres, recuerdos? Ellos nos aman, les amamos nosotros: pero nunca basta el amor. Me parece regresar a las viejas reflexiones de un tiempo en que creí descubrir el mundo. Ahora, el mundo es algo envejecido, un misterio que no despierta mi interés. A la mayoría de las mujeres, la maternidad les confiere una especie de reino, de posesión. A mí, parece quitármelo todo». Me acosté, apagué la luz, me dejé mecer en el vaivén destemplado del tren. «Pero yo quiero a Bear», pensé. «¿Cómo no voy a quererle? Y además, quiero a la tierra, a los árboles. Y aún tengo miedo. Aún. Temo a Bear». También la tierra, y los árboles, y el agua vivían, se extendían y crecían, sin que yo esperara nada de ellos; y, menos aún, les exigiera algo.
El tren dio un frenazo, chirrió algo, desperté, y me di cuenta de que me había dormido, muy apaciblemente. Bebí agua, consulté el reloj y me tendí de nuevo. Por las rendijas de la cortina de cuero llegaban resplandores de una estación que adiviné fría e inhóspita. Ya no llovía, pero había una humedad pegajosa en todas partes. Una percha chocaba suavemente en la pared. El tren volvió a arrancar.
La niebla brotaba de la tierra, y los troncos de los árboles (eran los árboles más hermosos que viera en mi vida) me parecían rebordeados en negro. Como hacía yo en los grabados de libros viejos: cogía un pincel o una plumilla y reseguía las figuras con tinta.
El césped aún estaba verde, tupido, fresco. Nada se había marchitado. Únicamente en el cercano y turbador Brown County el oro invadía el suelo, las ramas, el cielo. Un oro dulce y pastoso, como polvo laminado, caía de algún magnético cielo. (Me acordaba de las películas de Walt Disney, que no creí nunca, y a las que de pronto devolvía su honradez).
Pero estaba allí, sola en el césped, junto a la casa de madera, pintada de blanco. Cerca del garaje se alzaba un enorme maple. Las hojas caían, planeaban torpemente, a mi alrededor. Rojas, doradas. Tendí las manos hacia ellas. A las seis de la tarde, en España, en el mes de noviembre, el sol se desprendía del cielo, como una naranja al alcance de la mano. Ya no ardía: era sólo una fruta en sazón, probablemente dulce. «En España (intenté recordar), el 1 de noviembre estaba ¿estaba…?». Franc no regresaba hasta las siete, daba clases nocturnas a los muchachos que trabajaban. En los jardines vecinos, sin vallas, sin rejas, sin puertas visibles —sólo las ya sabidas barreras, alzadas de intimidad a intimidad—, pequeñas fogatas anunciaban la quema de las hojas. El humo invadía la tierra, toda la tierra estaba llena de humo y niebla; que era también como humo, al fin y al cabo.
Podía leer, pero no hablar. El inglés del colegio no servía para nada. La lengua humana es otra cosa, inaprensible y difícil, que se capta o no se capta, más allá de las reglas gramaticales. El inglés de mi pequeño libro servía allí, apenas, para leer el diario. Callar. Sonreír. Acababa de llegar de España. «Really…?», preguntaban los amigos de papá. España era algo remoto, un país difícil de situar en el mapa. ¿Qué más daba?, ¿qué importaba? El mundo era más ancho, más vasto que las amenazas que amargan la vida a las niñas bien educadas (las niñas que saben utilizar los cubiertos con propiedad y no mueven las manos al hablar, ni levantan demasiado las cejas). De pronto son otras las reglas de la mesa. «¿Una mano debajo de la mesa?». La amenaza del mundo resulta, al fin, algo ambiguo, casi banal, que debe aceptarse sin temor alguno.
En las ventanas del vecino, los niños habían colocado una calabaza con una vela dentro. La habían agujereado con ojos, nariz y boca, y la calabaza se reía. Tal vez deseaba ser siniestra, pero aparecía terriblemente jocosa, en medio de la niebla. El césped del vecino estaba muy cuidado (no como el del pobre papá, que no tenía tiempo de cortarlo: los fines de semana le daba unos dólares al niño de los Murphy para que lo hiciera. Pero no todos los fines de semana el niño de los Murphy tenía necesidad de esos dólares, o deseos de cortar el césped de papá, precisamente). Habían amontonado las hojas cuidadosamente, y la amable y distante señora Murphy prendió pequeñas hogueras que, a las seis de la tarde, ya dominaban sobre los demás resplandores o luces. El humo se venía hacia nuestro jardín: un lejano incienso que me trajo la única sensación conocida; único vestigio familiar de aquella tarde.
Brujas, esqueletos y calabazas sonrientes o amenazadoras parecían hacerme guiños en las ventanas. No lo sabía, nadie me había advertido; un jirón de infancia flotaba, sentía una vaga envidia. «Si papá me lo hubiera advertido…». Hubiera recortado muñecos negros y verdes, los hubiera pegado con trocitos de papel engomado a los cristales, hubiera comprado una calabaza vacía, la hubiera agujereado y encendido por dentro, como una lámpara.
Pero el tiempo de los muñecos negros y el miedo había pasado ya. Tenía diecinueve años. «No me gusta que te pintes» —había dicho papá. Pero no lo dijo el primer día. Lo dijo dos días después, cuando me llevó a cenar al «Hoosier». Y lo dijo sin mirarme apenas, como si ya me hubiera contemplado, y reencontrado, cuando yo estaba distraída. ¿Cómo se había fijado en eso, si apenas me miraba cuando hablaba?
En la otra tierra, la que dejé, las casas parecían nacer del suelo, como una continuación de la tierra, como un montículo más del terreno. Piedras sobre la piedra, tierra sobre la tierra. Aquí no. Aquí, en el recinto frondoso del Campus Universitario, nuestras casitas parecían cuidadosamente colocadas sobre el césped. Como un enorme juguete, sobre una verde, amarilla y rosada alfombra.
Tras la primera semana, en la casita de madera (no muy bien pintada) sentí una especie de enajenamiento; como si todo aquello no me perteneciese, como si fuera otra muchacha de diecinueve años, inscrita súbitamente en un mundo desconocido, en una familia desconocida; hija de un hombre desconocido. Al entrar en mi cuartito de cama convertible (donde papá había colocado bien intencionados cuadros con las Cuatro Estaciones) pensé: «esta noche yo podría suicidarme, sería fácil. Pero, seguramente, mañana me arrepentiría».
Un golpe menudo contra la puerta me despertó, y una voz me anunció la llegada, a mi ciudad, dentro de una hora. La luz era ya fría, matinal. «He soñado algo desagradable», pensé. «No sé exactamente qué, pero, desde luego, desagradable». En el suelo se esparcían las revistas. «No sé para qué compro revistas. Me aburren, y la verdad es que nunca las leo». Cuando fui a desayunar, Bear ya terminaba. Seguía enfrascado en su lectura. Me miró, abstraído: «¿Cómo te encuentras? ¿Estás mejor?». Su libro tenía cubiertas negras, resaltaba en el azul pálido del mantel.
En el humo de la estación las luces estallaban y temblaban. ¿Cuántos años? ¿Cuánto tiempo? ¿Por qué me acordaba, de pronto, de una canción que me gustó a los veinte años?
Un sol blanquecino apuntaba tras las nubes.
—¡Qué suerte! —dijo Bear—. ¡Casi sin equipaje!
De pronto se alegraba por cosas como aquella. Salía de su ausencia, de su lejanía, para alegrarse porque su madre era una mujer sin grandes equipajes, o porque había mermelada de naranja, o porque, menos mal, aquí se podía fumar.
En el parque, tras las rejas, se abrían las sombras verdosas de los árboles, como enramadas nubes.
—¿Cuándo te irás? —preguntó Bear.
—Después de comer —dije. Y al contestarle anticipé la marcha un día entero, sin saber por qué.
Voy a contar la historia de mi vida. No, voy a contar la historia de mi historia. No voy a contar nada. La vida puede convertirse en una serie de hechos sin importancia, un conglomerado de banalidades que formen un ancho y desapacible malestar. Puede ser así, supongo. Un día estamos sobre el suelo del mundo, y la vida, al parecer, es algo ilimitado, y la muerte no se espera. La muerte no se aguarda, como se aguarda la vida. La muerte está aquí, en nosotros, en el fondo de nuestros ojos estúpidamente abiertos ante la luz, la cálida madera del recuerdo, la oscura humareda del olvido.
Allí, en aquella calle, nací un día. No hay nadie en aquella ventana. Está como tapiada. Y tengo la sensación de que no he nacido nunca. ¡Qué extrañas cosas dicen los periódicos, con sus anuncios de alquileres, fresadoras mecánicas, farmacias de turno, natalicios, muertes! Yo no he nacido nunca.
—Por favor, dile que pare en la esquina, nuestra calle es contra dirección —le dije a Bear.
El piso, cerrado, olía a moho. Los muebles estaban enfundados.
Yo no puedo contar la historia de mi vida, ni la historia de nadie. Pero sí podría contar la historia de aquella puerta, de aquella silla vacía, de aquella cama sin sábanas ni colcha, desnuda como un muerto, despojada. Pienso cosas que no he sabido nunca, me las repito a mí misma: como si fuera una historia interesante y cierta, la historia de mi vida.
De toda nueva ciudad que conozco me queda sólo un recuerdo entre frívolo y desgarrado: letreros de droguerías, de autobuses. Los gritos, el olor, la mirada de la gente. Pienso en las viudas sajonas que viajan en grupos higiénicos y compactos. Me gustaría viajar así.
EL nombre de Bear lo inventó mamá, aunque Beverly decía que no, que fue ella. El hecho es que no se podía acostumbrar a su verdadero nombre: Roger. Y era lástima, porque desde que llegó a este país, entre esta gente, el apodo le humillaba confusamente.
Acaso su amistad con Mario, su auténtica amistad, empezó el día en que oyó a la vieja mujer llamarle Bambi. Mario enrojeció —estaba seguro—, y le lanzó una mirada falsamente indiferente (como para comprobar su sentido audiovisual). Luego, cerró la puerta, y Bear pensó: «No sé por qué las madres hacen esas cosas». Entonces dijo algo que inmediatamente le intimidó:
—A mí me llaman Bear, y cuando oigo otro nombre, no contesto. Ni por mi apellido, ni por Roger, me parece que me llaman a mí. Es ridículo, pero hay cosas ridículas, tan inevitables…
(Muchacho Desorientado. Muchacho Pierde–Tiempo). En aquellos días, Mario sólo era, todavía, un circunstancial profesor. Luego, muy luego, descubrió al amigo. Bear Sin Amigos no hubiera podido sospechar que el hombre «que se ayudaba» con aquellas clases suplementarias mientras preparaba las famosas oposiciones («ya sabes, gente digna pero sin dinero…»), pudiera ser el primero, el único amigo. Las famosas oposiciones de Mario eran el puesto que nunca, jamás alcanzaría (ni deseaba alcanzar), según sospechó enseguida. En una ocasión preguntó: «¿Por qué lo haces, si estás convencido de lo inútil que es…?». Mario dijo: «Porque no puedo dejar de hacerlo. Hay cosas que se hacen por la misma perentoria razón que no se hacen otras». Le pareció un argumento complejo y bastante acomodaticio. Pero entendió que Mario se hallaba al límite de algo. Algo que en aquel mismo instante le inquietó, sin conocer todavía.
Una vez más entró en el portal de la casa que, últimamente, conocía tanto. La casa que, en los últimos tiempos, se convirtiera en el núcleo, en el centro de su existencia. Más aún para él que para Luis, Enrique y los otros. No podría explicarlo, ni intentaba sondearse («no hay tiempo para eso, hay que abandonar ciertas tendencias»). Bear reprimió una sonrisa de autoaplauso.
La casa se alzaba en un lugar llamado (ignoraba por qué razón). El Ensanche. En el portal había un insólito lavabo de mármol, con grifo en forma de cisne, siempre luciente y pulido por la agria portera que le miraba con severidad, sobre sus lentes de montura metálica. «Antiguamente, en estas casas ponían cosas bien raras». El pasamanos de mármol llegaba sólo hasta el primer piso. Un boato ochocentista, un extraño concepto del mundo, se desconchaba allí dentro; una especie de hundimiento inmóvil, paredes abajo. Dos globos de cristal esmerilado parecían flotar sobre columnas sostenidas por un par de mujeres, cuyas faldas, sabiamente arremolinadas entre las piernas, nacían de algo parecido a copas de chantilly. No era como la casa de la abuela, donde nació mamá. No era como la casa donde le ordenaron vivir, enfundada y vacía («en eternas vacaciones, para el muchacho sin vacaciones que pierde cursos»). Bear notó un ligero cansancio: «Dos años, no hay que exagerar el tiempo. No es mucho, si se piensa cuánta resistencia exige no dejarse incrustar en el maquinismo, en el orden intachable y muelle». La casa de Mario respiraba algo hermoso y patético, «como una flor pisada». A veces se le ocurrían cosas estúpidas, como ésa; Bear volvió a sonreírse a sí mismo.
La portera abrió la puerta del ascensor, el trapo de pulir dorados en una mano. Correcta e incorrecta, servicial y hostil a partes iguales. Los botoncitos del cuadro de timbres brillaban. («Hay uno que ha perdido su caparazón; tal vez dé una pequeña descarga si se oprime…»). Un sordo rumor de hierro traqueteante puso en marcha el ascensor; Bear ascendió, como en una irreal y un tanto grotesca barca de feria. «Mario vive en el último piso. No es el mejor piso. A esas alturas, el mármol ya no existe, el borde de los escalones tiene hendiduras de pisadas. Ahí ya no llega la portera con su limpiametales».
No le abrió la puerta la vieja mujer de siempre. La vieja mujer de siempre (con sus angustiados ojos azules, como a punto de llorar) estaba muerta, enterrada, hacía ya dos semanas. «La mujer que llamó Bambi a Mario». Una criada desconocida dijo:
—El señor no ha venido todavía. Pase, puede esperarle…
En el silencio, el tictac del polvoriento reloj le pareció innecesariamente inexorable. «Comprendo a Mario. Quien venga a esta casa no puede dejar de comprender a Mario. Lo que hizo, lo que hace, y lo que está dispuesto a hacer». Si un día llegara a ser como Mario, la destrucción de una vasta zona del mundo tendría una buena justificación, pensó. Un sentido más allá de las palabras, de los proyectos, de las esperanzas (que de día en día se desdibujan). «Luis, Enrique… ¿comprenderán a Mario como le comprendo yo?».
Ya eran las ocho de la tarde, y quedaron citados a las siete y media. Mario casi nunca se retrasaba. «A no ser que…». Bear se levantó y fue hacia la ventana. Allí enfrente, en un tejado azul, entre azoteas, había un apagado anuncio luminoso, entre el vasto tendido de antenas de TV. «Nada hay tan feo como un letrero luminoso apagado», pensó, aburridamente. Entrecerrando los ojos, las antenas parecían cruces de algún extraño y férreo cementerio. Un cementerio suspendido sobre los techos de la ciudad. «A no ser que… Desde luego, estará con Isa. Es por culpa de Isa. Siempre que ella anda por medio, las cosas se tuercen un poco». Quizás Isa era lo único que podría reprochársele a Mario. «Mujer estúpida y absorbente. No es una mujer para Mario. Desde el primer día que la conocí, lo pensé: no es para él. Pero estas cosas son misteriosas y difíciles. ¿Cómo voy a hacérselo notar?… De todos modos, Mario la dejará. Prácticamente después de que todo esto termine, Mario la dejará. También en este paso habrá una suerte de autoliberación para Mario; un paso significativo, ejemplar, de autoliberación». Bear volvió al sillón de brazos raídamente floreados. «Y también para mí». Se sorprendió hablando. En voz queda, pero hablando, al fin y al cabo. Lo que tanto le costaba con su madre, con todos, lo hacía ahora gratuitamente, a solas. Lo mismo ocurría con la sonrisa. Decían que no sabía sonreír. («Es raro, en un muchacho de dieciocho años, de veinte años…»). Pero nadie pensaba que mamá era también de sonrisa difícil. Bear buscó los cigarrillos.
El piso presentaba una densa acumulación de polvo. («No tengo ganas de trabajar», decía aquella pálida mujer. «Ya estoy cansada de trabajar…»). Se lo oyó decir un par de veces en que llegó demasiado pronto, como esta tarde. (Cuando aún Mario era únicamente el profesor. Cuando ella estaba pálidamente viva). Era de esas mujeres que explican sus problemas domésticos, que no perciben otros problemas, hundidas en su mar de ínfimos problemas. «Es curioso, el gran cataclismo de su vida se reducía al polvo de los muebles.» (Aquel día volvió con un plumero. Al verla, él se levantó, desconcertado: no entendía qué quería limpiar, con su plumero, en su presencia. Y cuando vino Mario, y la vio, se ruborizó. Como el día en que delante de él le llamó Bambi…). Todo parecía lejano y reciente a la vez. Como el día que Mario le habló de otro modo, aquel en que se asomó a su verdadera vida. Fue un domingo lluvioso y el día antes Mario le preguntó qué conocía realmente de esta ciudad, de este país. Lo que Bear conocía, no servía. Hacía un año que Beverly le había regalado el Dodge. Aún podía usarlo, entonces (ahora lo había vendido, utilizaba un 600 verde, polvoriento y abollado por mamá); pero aquel domingo aún tenía el Dodge, y, por primera vez, lo conducía Mario. Atravesaron la ciudad, subieron por una ancha avenida cuyos edificios ya parecían mezquinos aun antes de que el tiempo los atropellase. Luego, desembocaron en un mundo insólito, en una arena y un mar que nada tenía que ver con el mar de tío Borja, ni con el mar de Bear. ¿Podía ofrecerse así el mar? Tenía, aún, dieciocho años.
Un color de moho–rojizo parecía entintarlo todo, por aquella zona; sobre los tejadillos y bajo el puente. Allá abajo oía el mar, enfureciéndose continuamente contra la tierra; el agua descendía por la riera y desembocaba en una playa negra, pestilente. Bajo el puente habían improvisado raquíticas, inverosímiles viviendas. La lluvia había inundado un espacio que servía de estrecha calle. Todo —pensó— tenía un vago aire de minúscula ciudad lacustre. Alguien había colocado unos maderos, desde las puertas de las barracas hacia la zona seca, y por ella surgían unos niños, despacio, cuidadosamente, casi en puntillas: dándose la mano, con parsimonia. Las gaviotas bajaban en bandadas, giraban en el aire, formaban raros círculos, como si trazaran llamadas en el cielo. («Como para escribir en el gran cielo historias poco aptas para la generalidad del mundo»). Aquellos dos niños bajaron a la playita lateral y pateaban con sus botas de agua; como si desearan levantar del suelo algo feroz, iracundo e invisible. Las huellas de sus botas rompían la lisura de la arena, casi negra en aquella zona. Les estuvo mirando, preso en una rara fascinación, asomado al pretil del puente. A sus pies bullían gentes que por vez primera sintió agazapadas, recelosas. Las niñas, las mujeres preparaban la cena (atardecía); de las improvisadas chimeneas fabricadas con desechos de tuberías, toscamente ensambladas, un delgado humo reptaba hacia el puente. De pronto le pareció hallarse suspendido sobre un bosque de brazos escuálidos y amenazadores. Casi le daba en la cara el humo que brotaba de aquellos brazos, que se diluía lentamente en la cortina gris de la tarde. Se apartó con un súbito vértigo, jamás sentido antes.
Un hombre venía por el puente; detrás de sus gafas los ojos se le hacían enormes y acuosos; le daban un aire festivamente idiota; Bear experimentó el peso, el grande y cansino peso del domingo sobre la miseria. Al fondo se erguían tres enormes chimeneas de ladrillos. Todo tenía un extraño aire de homo frío, manchado de hollín; como un trozo candente de ciudad enfriándose, despacio, en el atardecer dominguero. Mario dijo que de allí salía la gente capaz de levantar o derribar. «Sí —le contestó—. Éste es el lugar de donde se extrae el material de derribo». Y se rieron, aquella tarde. Pasaban las gaviotas, otra vez, sobre sus cabezas.
Cuando regresaban, Bear dijo: «Nunca vine antes aquí». «Ya me lo figuraba, por eso te he traído», contestó Mario. «Me ha traído», reflexionó Bear. Le traían, le llevaban. Siempre le traían o le llevaban. Había pocas cosas, cada vez menos, que él decidiera por su cuenta y riesgo. Volvió el irritado malestar. ¿De dónde llegaba aquella indiferencia, aquel desamor? El desamor por los seres era ya antiguo, no le sorprendía. Pero la indiferencia por sucesos, acciones, pasos, le rebelaba, aquellos días. Se sabía inquieto.
Poco tiempo después, Mario le presentó a los otros muchachos (no universitarios). Cuando volvieron al coche, la lluvia nublaba el parabrisas. Cruzaron el nuevo tramo del Paseo Marítimo, donde nacían casas; esqueletos de cemento, madera, hierro. Un grupo de gitanillos, sucios y empapados por la lluvia, casi se les metió bajo las ruedas, gritando, con las manos extendidas.
Entraron en la ciudad por la Barceloneta. También allí derribaban viejas casas: alguna pared exhibía gamas siena, rojo, ocre, huellas de una vida recientemente destruida. La ciudad se ensanchaba, se ennoblecía lentamente, bajo la lluvia. Se detuvo para dejar paso a un carro cargado de chatarra, empujado por un hombre; una niña aprovechó para cruzar la calle. Era domingo, la niña iba vestida con una bata azul, larga, y zapatillas de piel de conejo. Su trenza, sobre la espalda, tenía el aire de no haber sido rehecha. Llevaba en brazos, como a un niño pequeño, una botella de gaseosa (de las llamadas «familiares», en los anuncios de la TV).
Pero, ahora, lo importante era que tío Borja estaba conforme. Mejor: estaba contento con el proyecto. Poseía una especial debilidad para creer en todo lo que suponía alguna más o menos esforzada aventura marítima.
Bear sonrió, casi feliz. Pero se dio cuenta de que Mario estaba serio, ensimismado, mudo. Tuvo ganas de preguntarle si algo no marchaba bien. (Hubiera sido una tontería. Si algo fuera mal, no estaría ahora, frente a él, evidentemente dispuesto).
EXISTE una indudable vena de locura que atraviesa esta tierra de parte a parte. La puedo percibir en todas, o en casi todas las cosas. (Si ocurre un accidente, se dice que es obra de un loco. Si alguien es feliz, si su vitalidad exulta: «es un loco, acabará mal». Si alguien se dobla por un ataque biliar: «ha hecho demasiadas locuras últimamente…»).
En el cementerio de Z., cuando íbamos a contemplar la tumba —ella decía nuestra tumba—, la locura flotaba en torno, como una flor–pájaro. Alguna vez, mientras ella rezaba, yo ojeaba mi libreta, y escribía. Escribí simplemente lo que veía, en el aburrimiento feroz de nuestra contemplación de la muerte. Después, repasando sus innumerables papeles —entre recetas de cocina, recibos del gas, cintas ajadas de lazos que ya nadie anudará—, aparece esta hoja arrancada, amarilla. ¿Cuándo la arrancó de mi libreta de estudiante? No lo sabré nunca. No podía sospechar que la tuviese, jamás lo pensé. Así, arrugada, mustia, en una caligrafía que ya no reconozco, leo: «Hay un friso de hojas de papel azul, debajo dos fotografías. En un mismo marco, niño y hombre, luego flores amarillas, hojas marrones, falsas mimosas engarzadas en una corona de metal que sirve de marco a otro retrato: una mujer. Y un búcaro, con un ángel, pintado en azul y amarillo; un angelito roto, con antorcha, sin piernas. Y un florero delgado, de cristal, con un pomo amarillo, como un racimo desvanecido. Y dice: no te olvido, por siempre, amén».
Creí que fuera de allí, de aquella casa y aquellas gentes, recuperaría la paz, o al menos la serenidad. Pero la paz, la serenidad, son cosas totalmente imprevistas, inopinadas. Mi país era ventoso, mi pueblo un lugar seco. Se llenaban de polvo blanco los bordes de las ventanas. Ella estaba obsesionada por el polvo. Siempre buscaba algo con que arrastrar el polvo, levantarlo y volverlo a mirar cuando caía. Ahora, su mirada está como pegada a todos los objetos. Es como si su mirada no hubiera podido seguirla en su camino, como si no le hubiera sido posible recoger su mirada, olvidada ahí encima, en cada mueble. Especialmente, en todas las puertas.
En mi vida hay muchas clases de puertas. Recuerdo las puertas de Z., de madera, sin pintar, sólo enceradas. Como recuerdo el suelo de ladrillos rojos, el alto aparador, el trinchante, los espejos enmarcados por rosas de yeso, pintadas de oro. Tal vez escribí una vez, en las interminables tardes, entre lección y lección: «Había una cenefa de rosas, alrededor del espejo. Debajo del espejo…». ¿Para qué seguir? No hacía falta escribir nada. Las cosas sólo existen en la memoria. Si no, se vuelven cifras herméticas, conceptos, acaso sonidos. Ahora, para ella, ya no hay más venganza. La palabra carece de sentido para ella.
Estaba ya dormido, y, de improviso, me despertaba. El viento rozaba los flecos de la colcha: alguien había abierto el balcón. Era invierno, con escarcha en las contraventanas; y alguien había abierto de par en par el balcón. La descubría en la noche, sentada a mi lado, espiando un sueño acaso demasiado bueno. La venganza, entonces, era más que una palabra. (Tal vez, por eso, tampoco se la llevó, igual que la mirada). Me digo: la palabra venganza, ¿la pronunció alguna vez? Creo que no. Creo que nunca la pronunció.
También el espanto llegó, sin palabras. Ahora en cambio, las palabras son la única arma posible. No sé si podrán dejarse así (como objetos, como miradas, sobre los muebles) cuando ya no se regrese. Es posible que sí. Pero cuando veo los ojos de Bear, de Luis o de Gerardo, y los de todos los otros, creo que mis palabras se parecen al viento que movía los flecos de mi colcha (cuando yo no merecía dormir, cuando dormir era, para mí, algo demasiado bueno).
En Z. había un río medio seco, pero en invierno se enfurecía y, a menudo, lo inundaba todo. Eran otros tiempos; yo aún no había salido de Z, ni había ido a ninguna parte (ni siquiera hasta la cabeza de partido). Tiempos muy lejanos, parece ser; aunque no tengan un sabor demasiado antiguo. Aunque los esté paladeando durante casi treinta años, minuto a minuto.
Una vez, doña Rosita nos vio en el cementerio, en nuestra tumba. Me acarició una mano, como cuando era muy niño. Mamá no lloraba, estaba rígida, erguida. Pero doña Rosita quería hacernos entender que no era una mala persona, que el tiempo pasa, que los agravios se olvidan. Le dijo: «Qué se le va hacer, Dios le haya acogido en su seno. Pobre, todo por culpa de sus equivocadas ideas». Entonces, la sumisa, la dulce y mansa, se volvió y la escupió en la cara. Fue así cómo vi, físicamente, la faz de la venganza.
Ella no me llamaba nunca Bambi. Me lo llamaba él, en broma. Ella empezó a llamármelo, sólo, desde que él no estaba. Cada vez que lo decía, sabía que era como clavarme la mano derecha en aquella puerta. Nadie puede decir que yo desatendiera jamás mis obligaciones. Nadie me lo hubiera permitido, tampoco. Pero, a menudo, me olvidaba de la venganza. Tenía quince o dieciséis años, regresaba del Instituto, acaso tenía ganas de silbar. «¿Cómo puedes silbar?». Siempre aparecía enroscándoseme, de algún modo, la serpiente de la ingratitud. Junto a la venganza, la ingratitud fue algo más que una palabra. Las palabras sólo eran —son ahora, hoy mismo, en vísperas del desagravio— la sombra de una realidad muy conocida. La palabra venganza es el reflejo de una certidumbre, de una larga, espesa realidad. Podría llamarse de mil formas.
Podría llamarse amor. ¡Cuándo pienso que la raíz de la gran calamidad —calamidad es otro de los nombres que usa la venganza— mana, acaso, del amor! En el amor, ella iba y venía, con su plumero en la mano, siempre en su horrible delantal gris —«¿por qué no te quitas ese delantal? No es necesario que lo lleves ahora»—, acechando el polvo, para que el polvo no cubra nombres, fechas, grabaciones misteriosas que sólo para ella tenían un amarguísimo significado. El amor la empujó, noche tras noche, hasta mi dormitorio, para entorpecer la dulzura de mi sueño. No se puede dormir. No se puede sonreír No se puede vivir. El amor reclama venganza. Siempre venganza. Ese amor, que lleva todos los días de la vida a quedarse parado, en la contemplación de nuestra tumba. (Cuando no pude resistirlo y la saqué de allí, sentía la autenticidad de aquella expresión: nuestra tumba. La de los tres).
Esta casa, lo recuerdo bien, no estaba impregnada ni de amor, ni de odio, ni de recuerdo alguno. Para ella, para mí, esta casa apareció vacía, sin pisadas en el viento, sin el hueco de un cuerpo (horriblemente amado), agujereando el espacio por doquier: como un espacio dentro del espacio.
Y nada cambió. Desorbitado, enfebrecido, me sobresaltaba de noche: aunque no estuviera ella rozando con sus zapatillas de fieltro los flecos blancos, siniestros, de la aborrecida colcha nupcial con que se empeñó (desde aquel día) en cubrir mi cama.
Quería que vinieran a casa los muchachos, espiaba las reuniones, fingía que no sabía nada, mientras una cruel felicidad la llenaba, al verlos, al oírlos, al suponernos. Amparando, ilusionada, lo que imaginaba el proceso, su venganza. Y sin embargo, no quería realmente a los muchachos. Especialmente, no quería a Bear. Odiaba a los muchachos. «Lo tienen todo, esos muchachos. Todo, lo tienen», decía, ahogando un suspiro. Miraba hacia la lámpara, donde los cristales rojos y blancos relucían (igual que en Z). ¿Qué ilusión me hizo creer que la casa era nueva, diferente? Poco a poco, como horda invasora y silenciosa, llegaron sus objetos. Un día fue una lámpara, otro un espejo, otro un mantel. ¿Quién pudo creer que la venganza se retira, como un ejército vencido? Innumerable, compleja, difusa y vasta, acecha, en cada enser doméstico, ojos vigilantes, punzadas de un pasado ingrato. «Y esos muchachos —decía mientras pasaba un dedo distraído sobre una inexistente mota— ¿son muy estudiosos? Sí, parecen muy estudiosos. Te quieren. ¿Verdad que te quieren, Mario? Yo creo que estudian mucho. Demasiadas horas».
Las puertas van sucediéndose, una tras otra. Encristaladas, metálicas, pintadas. Puertas desportilladas, puertas férreas, puertas abiertas como bocas, absolutamente desamparadas. Siempre que cruzo una puerta, siento el vacío de aquella otra: la que ya no podía atravesar sin que el espanto me agarrotase. Ella me empujaba. Me hacía pasar, varias veces al día, por aquella puerta. Aparentemente, sin darse cuenta. Aparentemente, quizá, como un intento de destrucción del espanto. Pero yo sé lo que la hacía empujar mis hombros de niño hacia aquel dintel. Yo sé la verdad de aquella suave, doméstica, lúgubre y dulce actitud.
Es triste pensar que yo no puedo recordarles juntos, en vida. Es triste, porque no hay razón para ello. Pues bien, sólo puedo recordarle a él, a solas. Separado, conmigo, con otras personas. Y ella, no está con él, en el recuerdo. Sólo están juntos, delante de nuestra tumba.
La tumba de ella es muy distinta. Estos nichos ciudadanos, grises, uniformes, me producen un melancólico relajamiento.
¿De qué sosiego hablo? No hay sosiego. Lo supe en cuanto ella se quedó inmóvil, cuando cesó el estertor. «Por fin. Por fin» (decía una voz). «Ya está, ya ha llegado el gran alivio». Pero lo que ha terminado es sólo la justificación a una inercia. ¿No se habrá terminado, con esta liberación, mi única excusa? La actitud que se espera de mí, que espero yo mismo, año tras año. Treinta años. Treinta años, hemos de recorrer, para descubrir que nuestro gran escollo, que nuestro gran impedimento, era sólo una excusa.
Pero nadie puede volver atrás. Ya ha llegado el momento, ya no hay evasivas, ni trabas, ni amor. Sólo la venganza puede empezar a reducirse a un simple concepto. Un instrumento noble, poderoso y útil.
Será preciso cerrar la puerta, muy cuidadosamente, al salir.
«DE todos ellos —pensó, acabando de vestirse—, el rubito es el que no me puede ver. No me traga ninguno, pero el rubito me tiene atravesada». Miró hacia la cama deshecha: Mario ya no estaba; ya era otro hombre, de nuevo. «El mutismo consabido. El mutismo de después». Lo que la encorajinaba eran las prisas. «Los odiosos chicos. Lo de siempre. El bendito líder de la juventud. Sí, sí. Ya, ya». Pero ¿por qué amargarse una vez más? Nunca fue un secreto, para ella, la obsesión de su vida, lo que le tenía en constante tensión. Fue eso, precisamente, lo que le atrajo, de él, en otro tiempo. Lo que los unió, tal vez.
En la primera bocacalle Mario bajó del taxi.
—Lo siento, no puedo acompañarte —un beso ligero, urgente. Su sonrisa tenía un leve y curioso aire de remordimiento. Pero Mario estaba pensando en otra cosa, ella lo sabía bien. ¿Qué no sabría de él? Lo que más la irritaba era conocer que estaba en otro lugar estando con ella. El amor, pensó, era algo injustificable, casi vergonzante. A veces, sobre todo al principio, se ruborizó a solas, pensando en su amor. No porque fuera aún una pobre mojigata. Bah, había pasado, con mucho, el tiempo de la credulidad, del falso pudor, de los inanes conceptos sobre la decencia. No. El amor la avergonzaba, de pronto, de muy distinto modo; como si, por ejemplo, la hubieran sorprendido robando en unos almacenes. Así se sorprendía amando: robándole a otro ser las palabras, los pensamientos, el recóndito latir de sus arterias. Robando, ladina y alevosamente, la soledad, el silencio. Pero no podía amarle de otra forma. Sólo podía amarle así, vergonzosa, posesivamente.
Al contemplarle con su curiosa timidez de hombre grave (de hombre «que no sabe detenerse», de hombre «que todo lo arrollará», según oyó decir) su amor se enardecía; como desbocado en una estepa luminosa, aterradora y triunfal, a partes iguales. Ante ella se abría algo infinitamente desconocido, en esos momentos. Creía saberlo todo de él, e, inopinadamente, se encontraba de pie, desolada, ante una vasta región donde no serían suficientes todos los años de su vida para recorrerla. «Nadie conoce a nadie», se repitió, una vez más, cuando le vio perderse entre los muchos otros cuerpos que poblaban la calle. «Seres, errabundos cuerpos, errabundos aun en sus concretos afanes». Tal como hacía tiempo venía sintiéndose a sí misma. «Estoy envejeciendo», admitió con una especie de furia dócil.
La angustia de la edad, del paso inexorable de las estaciones, la asaltaba de nuevo. Aún le duraba ruando subía las escaleras de su casa. Envejecer, a los veintiocho años ¿Cómo hacer para paliar el avance implacable, monstruosamente normal y cotidiano? No debía hacérselo notar a él. Ella debía ser la joven, fuerte, indestructible Isa, para él. «¿Acaso —pensó, mientras metía la llave en la cerradura— le mentí desde el primer momento? ¿Creerá realmente en una mujer que no existe?». No hubiera logrado nada una Isa exigente y débil, pacata, propicia a reclamaciones fastidiosas. Nunca habría tenido a Mario una mujer así. Fue preciso crear una Isa despreocupada, ignorante del tiempo que marchita la piel, el brillo dulce y pueril de los veinte años. Una Isa cómoda, oportuna, capaz de aparecer y desaparecer, como los naturales ciclos de la primavera, el otoño. «Pero ¿se puede engañar hasta ese punto?».
Por el oscuro pasillo llegó la estridencia del teléfono, y sintió un brusco frenazo en el corazón. Una de aquellas extrañas sensaciones de catástrofe, que, a veces, la dejaron atónita por su clarividencia.
Había sonado el teléfono, también, aquel día, en casa de Marisol. Estaban celebrando su cumpleaños, «sólo las chicas». Recordaba la tarde, la mesa (innumerable festín donde alternaban el chorizo de la tierra y las natillas, el flan y la cabeza de jabalí, sobre los delicados encajes que hizo, con sus manos de oro, la abuelita). Se estaban riendo mucho, habían bebido champán. Jacinto no estaba invitado (no era aún una cosa formal, después de todo). Y además, los hombres estaban excluidos de la reunión: «Chicas solas, así, más a gusto para charlar, ¿no?, y reírnos, ¿no?». Pamplinas. No tenían a ningún varón, en la lista, a quien poder invitar. Sonó el teléfono, y creía aún oír a Marinita, la del Juez, que lloraba porque su hermana se había emborrachado: «Siempre tienes que dar el espectáculo, tú». Sonaba el teléfono, parecía que nadie lo oía, y sintió de pronto una náusea irreprimible: miraba la cabeza de jabalí, entre alegre perejil verde, y pensó: «Que nadie lo descuelgue, ese teléfono»; ya estaba horriblemente asustada cuando llegó la mamá de Marisol y se la llevó aparte y le dijo que se fuera a casa, que ya la acompañaban: «pero si no ha pasado nada, no, no; sin asustarse; conformación hijita, conformación; es la vida ¡Pero si sólo es un colapso, nada serio! Cosas de la vida…». Pero no era la vida, era la muerte. Papá, como un gabán, aparecía tirado en el sofá. Lo habían traído sin sentido, se había caído así, en la acera, delante del Casino. «Pero ¿quién iba a decirlo? Pues, bueno, ¿no decía que estaba mucho mejor? ¿Será la bala aquella que tiene aún alojada, de cuando la guerra…? Hija, qué cosas. Visto y no visto».
—Serán tres o cuatro días, sólo. Ya sabes, cosas de familia. No, no te inquietes… Ya ves, no esperaba esto. Nunca creí que tuviéramos nada. Parece ser que hay unas tierras, una huerta o algo así: nada de importancia. Ella ni lo debía saber, a lo mejor. Ya sabes cómo son las gentes, en los pueblos. De verdad, sólo tres o cuatro días. No, ¿para qué te voy a escribir? Qué tontería. Claro que no. Claro que no. No te preocupes…
Colgó el teléfono y se dio cuenta de que aún vivía en el primer momento: cuando oyó el timbre largo, ronco, como el zumbido de un gigantesco moscardón, en casa de Marisol. (Volvía ese momento, y la cabeza de jabalí, y las natillas).
Despacio se quitó la chaqueta. Hacía calor, abrió la ventana y miró al patio. En el muro de enfrente, se recortaban ventanas falsas, luminosas, amarillas, encendidas en el piso de arriba. Ruidos de loza, de agua. Olores a comida. Una especie de maullido lastimero, hipócrita, llegó pasillo adelante:
—¡Niña! ¡Niña!
Isa encendió un cigarrillo. Quieta, oyó el murmullo torpe de unos pasos.
—¡Niña, niña!, ¿estás ahí?
No hay ninguna niña, aquí. Nunca hubo una niña en su vida. Isa nació mujer, desde el primer día. Desde el primer paso, desde la primera palabra.
Isa tira el cigarrillo, lo pisa: «Que lo limpien, contra, que hagan algo». Una rabia mezclada a la tristeza trepa también, al parecer, muros arriba.
Las ancianas virtuosas no quieren saber nada de la vida de Isa, porque Isa es generosa. Las virtuosas ancianas no sabían nada, tampoco, cuando lo de Jaime. «¿Tienes que salir esta noche, niña? ¿Un trabajo urgente en la oficina? Claro, claro». Isa es indudablemente honesta, indudablemente virginal. «¿Acaso no es de nuestra sangre?». Isa es generosa, buena, desprendida. Isa merece toda confianza. «Es trabajadora, vale mucho. Niña, niña, ¿no vas a venir esta noche? Bueno, bueno, ya comprendo…».
Isa corre el cerrojo de la puerta, se descalza, se tiende en la cama. Un enjambre de luces burlonas se agolpa en el interior de sus párpados. «Al diablo. No creo en las premoniciones».
Pero últimamente las cosas han cambiado. Isa no es dada al ensueño («El autoengaño no me va») y, sin embargo, presiente que Mario ha cambiado sutilmente. No es verdad, no hay ninguna huerta para Mario, en el pueblo de aquella miserable mujer, que por fin se ha muerto. (Hubo un tiempo en que, tímidamente, imaginó en aquella mujer el único obstáculo para la realización de un inconcreto deseo. Por lo menos, fue el eterno obstáculo a todos los planes, a todos sus proyectos con Mario: «Es que mi madre, enferma, sola…». Cuántas veces Mario se escudó en ella).
Ahora, Isa abre los ojos a la oscuridad. No se engaña, ahora conoce a Mario. «Mario, cobarde». Si se lo hubieran dicho al principio, cuando le admiró de lejos, cuando le conoció, se habría escandalizado. Su aureola de integridad, su palabra fácil, su lúcida palabra… ¿Dónde quedaba ya, todo aquello? Voluntariamente se había sumergido en un mundo ajeno, absolutamente dispar al mundo propio; pero ¿cómo podía interesar a Mario, si no? Después, poco a poco, el amor se convirtió en algo diferente, pavorosamente nuevo. El amor hacia Mario, el amor con Mario, no tenía nada en común con el amor que ella había conocido. Era como si el amor hubiese crecido, saltado, por sobre sus barreras de autojustificación; por sobre sus cuidados intereses, por sobre sus abandonados sueños de grandeza. De pronto, se halló desnuda y abandonada, inerme, ante un viejo sueño, espantosamente trocado en realidad. ¿Qué tenía que ver el amor de Mario con todo lo anterior? Hasta que aparecieron los contornos de un deseo por primera vez categórico: por fin, Isa sabía lo que quería.
Frente al inmutable espejo Isa podía escudriñar lo que normalmente no es posible mirando a otras personas, o paisajes. Algo muy duramente alcanzable y alcanzado. La única posibilidad, la única salida era la posesión total, absoluta, del ser querido. Una especie de canibalismo, ligeramente ennoblecido por el masoquista deseo de sacrificarle vida, sueños, toda la ingenua vanidad de lo hasta entonces deseado. «Cuando empezó lo de las huelgas y las reuniones y todo eso, él andaba muy gallito, muy serio y eficaz: como un ángel justiciero, entre sus chavales. Pero yo sabía, yo sabía, Mario. Te conozco, te he descuartizado, y estoy hurgando, hurgando en ti, todos los minutos de mi vida; porque espío hasta tu respiración, tu silencio». La miserable mujer que impedía los actos más audaces, era un pretexto. «Tal vez un sublime pretexto. Ja, ja». Los muchachos apedreaban a los «grises», insultaban a las clases rectoras, escupían sobre los intachables nombres de papá y mamá. Bien, bien. Isa reía secretamente, desde su oscuro rincón, entre ancianas y trípodes desencolados. En la oficina, leía los periódicos de la mañana. Detrás de cada gacetilla, de cada noticia, de cada proceso, vagaba la sombra de Mario; aunque no tuviera directa relación con él. Isa cerraba los ojos. (Bajo los puentes del Ebro, niños desnudos apedreaban a las parejas que se besaban y acariciaban clandestinamente. A las afueras de la ciudad, en cuevas, seres humanos remedaban un torvo planeo de aves negras. Un día se desbordó el río, inundó las cuevas, y flotaron, agua abajo, cadáveres oscuros, hinchados, pestilentes. Hombres, mujeres, niños; y una vaca panza arriba, como bíblica maldición, en el agua roja. Ése era el tercer mundo de Isa). Mario está allí, en la casa señalada, con su bonita voz despaciosa, sus proyectos estructurados como una hermosa ciudad. Cada una de las palabras de Mario es como una piedra de esa arquitectura armónica, perfecta. «Los muchachos tienen buen maestro». Pueden perder cursos, matrículas, reñir con la familia, defender derechos que les atañen o no les atañen… Mario está allí, al fondo del escenario. Isa busca inútilmente su risa irónica; no ama a un hombre: ama un complejo de palabras, ciudades, murallas, bosques, llanuras de palabras. Hace mucho tiempo que la aburren, con su idioma ininteligible. Pero Mario, ahora, es simplemente el hombre que ella eligió. «Nunca se sabe por qué se ama».
De un salto se levanta, y enciende la luz. Su espejo es ovalado, picado y defectuoso. Pero Isa se ha mirado muchas veces en él, y conoce todos sus relieves, sus extraños aumentos y mágicos guiños. Acerca la cara a su cara. Un mechón rojo se retuerce junto a su oreja; los ojos muy abiertos, sin un parpadeo. Suavemente, pasa las manos por sus mejillas, aún frescas. «Ya estoy harta. Ya me he cansado. Se acabó. Tú no lo sabes, Mario, pero ha empezado la Caza. No eres una buena presa, pero eres mi presa. Isa, dilo de una vez sin miedo, voy a casarme con Mario. ¿Por qué no? ¿Por qué tanto miedo a decirlo? ¿Hay otra manera de atarlo? No conozco otro sistema tan perfectamente montado. Voy a casarme contigo; a pesar de todo y contra todo. Me importan un rábano tus planes, me importa un rábano tu hermoso poder de convicción, me importa un solemne rábano tu trascendente paso por el mundo. Ni tu cortejo de ángeles reivindicadores, ni tu misión, ni tus famosos derechos, ni tus mil y una razones, que me sé de memoria. Me importa un tábano todo lo que no sea atraparte, tenerte». Isa sonríe a su propia sonrisa. Por un instante, una violenta felicidad parece estremecer desde los muros de la habitación hasta el óvalo del espejo. «A este mismo espejo, se asomaron muchachas románticas y empolvadas; pero con idénticas intenciones», susurra. Hace tiempo que sólo le queda una burla, una mueca, una conmiseración: se llama Isa. Está sola, pero siempre deseó la soledad, en verdad. Se consigue la soledad a muy duro precio. La ha ganado a través del pasillo de lechos altos, de sombras cuadradas, de lámparas enmohecidas, de siseos de rosario tras las puertas entornadas del gabinete. Las ancianas forman parte de una soledad oscura, pesada, tangible. Las ancianas, los gatos, las plantas verdes e inmortales que se ríen en las macetas de cerámica; los ceniceros inverosímiles, los maullidos en la galería, en espera de su ración de hediondas suculencias; el invisible mar que invade, a veces, la imaginación o la brisa; todo forma parte de la soledad. Bien ganada, duramente conseguida. (A veces, pone un disco de los que hay en el salón; un día oyó Mambrú se fue a la guerra; y se acordó de papá). Mamá guardaba la medalla de papá, pero él se llevó su cicatriz. Era suya, le pertenecía, la había conseguido él. Estaba contento, con su vida llena, rebosante, cumplida. Tenía su cicatriz, su medalla, su deber, su país, su causa, su guerra, su mujer, su ciudad. Sus recuerdos del frente, del día de la Victoria. ¿Qué más podía pedir?… (En realidad no se llevó sólo la cicatriz: se lo había llevado todo. En el comedor, donde mamá tenía la manía de recibir a todo el mundo, se notaban los huecos de los cuadros, de las ventas y los empeños, por todas partes. Estaba segura de que alguien, en alguna parte, devoraría también la condecoración. No iba a estar siempre allí, en el armario, en la caja de metal. No tenía sentido). Probablemente Jacinto se ha casado ya. Quizá ya piense que metió la pata, quizás esté desolado. O acaso esté contento, y pertenezca a una Asociación de Jóvenes Honestos, Buenos Padres, Buenos Esposos, Buenos Creyentes (e incluso haga apostolado). Quizá tenga un 600, o un 1100, o qué sé yo. La gente, al fin, consigue lo que quiere. Lo que a veces, secretamente, quiere. Lo que a veces, inconfesablemente, quiere (la miseria, la opulencia, el 600, el matrimonio o la Comunión de los Santos. A saber…). Mi historia parece la historia de un país pobre, bello pero desdichado.
Isa apaga la luz y empieza a desnudarse. Un pensamiento extraño, un súbito desaliento, la invade. «No hay que dejarse mecer por alucinaciones. La premonición, tontería pura». Antes de dormirse, resigue una luz difusa, que flota, desde el marco de la ventana al techo. Los ruidos se han amortiguado, la gente de la casa se dedica, placentera o aburridamente, a la tarea de alimentarse.
EN las últimas semanas —entraba de lleno en su cometido— hizo un par de viajes rápidos, de inspección, a la isla. Las dos veces regresó con un raro hormigueo en el cuerpo. A tía Emilia le daba una gran alegría verle. A todo el mundo, allí, le daba gran alegría verle. Como bajo un tropel de cándidos y curiosos animales que se aprestaran a devorarlo, con la mayor inocencia, Bear detectaba la femenil y romántica gula: no llegaban a besarle, se detenían a tiempo, pero la amenaza gravitaba sobre él. «Y, Bear, querido —llegó a decir tía Emilia—, ¿quién sabe si no te gustaría venir aquí, vivir con nosotras…?».
De regreso, en el avión apenas alzado sobre los molinos, sobre la tierra bordeada de espuma blanca y verde, Bear se afirmó que nunca viviría en una isla.
Se sentía satisfecho, si no feliz, cuando estaba callado, sólo. «No es misantropía, es horror a dar explicaciones». Había decidido no dar jamás explicaciones. Cuando expuso a las dos ancianas el proyecto Bear–Tío–Borja–Pez–Espada, la solemne centenaria (que hablaba casi tan parcamente como él) opinó:
—Me gusta la idea. Me gusta que seas tan buen marino. En esta casa siempre hubo buenos marinos.
—El mar es bueno —contestó él, intimidado sin saber por qué.
Ahora, Bear reconstruye la escena, desazonado. Y recuerda su voz, apagada en un súbito temor. De pronto es inútil el recuerdo de los Grandes Lagos, de otro mar, de otras estaciones. Es inútil. «¿Cómo una persona puede celebrar sus cien años? ¿Cómo puede llegarse a esa edad sin estar asqueado de uno mismo? Yo no cumpliré nunca cien años».
Cuatro veces hizo el trayecto, desde la casa a la cercana ciudad, en el viejo Citroën de tío Borja, y cronometró el tiempo invertido. Cada vez que sacó el desvencijado, casi increíble armatoste que usaba tío Borja cuando iba a la isla, el anciano jardinero (llamado Ton, o algo parecido) abría con parsimonia temblequeante las puertas del garaje, y le miraba temeroso; tenía un ojo blanco, obsesivo. Era un anciano de edad incalculable: como todo allí dentro, en aquel paraje, en aquel lugar dominado por su bisabuela. El viejo Ton andaba encorvado, parecía que iba a derrumbarse de un momento a otro; las hojas de la puerta del garaje se abrían lentamente bajo su esfuerzo. Un esfuerzo de animal domesticado, antiguo, estremecedor. «¿Cómo es posible que todo sea aquí tan estrepitosamente ruinoso?». Un desenfrenado e invisible desmoronamiento temblaba allí donde mirase. Seguramente la casa fue una bella construcción, en otro tiempo. Había visto fotografías, y así lo creyó, hasta que la vio por primera vez. Ahora, como ciertas mujeres largamente «bien conservadas» parecía apagarse, descender, hundirse en una repentina, casi inmoral, destrucción. Parecía arrastrada por una sibilina fuerza, que fuera hundiéndola milímetro a milímetro en la tierra. Como si, de un momento a otro (semejante a un seco y polvoriento naufragio), fuera a desaparecer, tragada, en las entrañas de la isla.
A nadie se le ocurría engrasar los goznes de las puertas. Tampoco las del garaje. «Sólo lo usa el señorito Borja, cuando viene…», murmuraba el anciano, sin que nadie le preguntara nada. Una vez se agachó, con mano temblorosa: iba a recoger un trapo y limpiar el polvo. Bear se lo arrebató, con brusquedad. Cuando veía inclinarse al anciano le nacía una sorda irritación contra el mismo anciano. «Una paradójica compasión, la mía», pensó. Lo cierto es que odiaba igualmente la compasión, la vejez, la humillación y la miseria. ¿Era eso la justicia? Esperaba que no. (Cuando, en aquella ocasión, al salir de la Escuela, les detuvieron a los cinco —a él, a Luis, a Enrique y los otros dos—, y a él, casi en seguida, le dejaron en libertad, sin muchas complicaciones, sintió la misma clase de ira). «Un día acabará todo esto». Notó el viento en la cara; fresco, vivo. El viejo Citroën descapotable, inesperadamente, parecía volar. «No es tan malo», murmuró con alivio.
Mario le dijo, a veces: «Tienes una buena cualidad: eres silencioso, y sabes dominar tus emociones». Bear acelera, suavemente. («Cuánto te agradezco, Beverly, tu paciente empeño en extirpar las manifestaciones externas. Dolor, alegría, tedio, hambre, expuestos a la mirada de las gentes, resultan la más cruda y abyecta pornografía»). Cronometró la distancia: se tardaba cuarenta y dos, cuarenta y tres minutos. Casi tres cuartos de hora, desde la vieja casa hasta cierto bar de la ciudad.
Era un bar más bien modesto, ligeramente pasado de moda, con veladores, con un vago estilo de café–concert. «De esos donde la gente (por lo visto) pasa horas hablando». La gente que tenía «costumbres», como aquel hombre. «El hombre que tiene la costumbre de acudir todas las tardes, a la salida de su despacho, a ese bar. Y se sienta siempre en la misma mesa. Su mesa, su bebida, su esquina, su periódico, su hora exacta. Hombres con costumbres». Bear pensó fugazmente que ni él, ni nadie conocido, llevaba sus costumbres hasta ese punto. Pero el hombre era, desde luego, un hombre especial. En persona, se diferenciaba algo de la fotografía: quizás estaba más gordo; tenía un aire más poderoso, menos ágil. Solía llegar por el extremo de la calle, con aire reposado. Compraba el periódico en el quiosco de la esquina. Luego, cruzaba la calzada (el periódico en la mano, doblado a todo lo largo; y se golpeaba con él, levemente, una rodilla). De cintura para arriba, parecía atlético. Sin embargo, tenía piernas cortas, extrañamente flacas; las cañas de su pantalón flotaban en torno a sus tobillos, como banderas plegadas. Sentado, tenía cierta prestancia. Bebía cerveza de barril, abría el periódico, lo doblaba con cuidado por la primera página. Leía muy despacio y, a veces, apoyaba el papel en la mesa y le acercaba la cara; como si lo escuchase, en vez de leerlo. Como si el periódico le estuviera musitando alguna confidencia. No usaba lentes. Tenía ojos redondos, de un azul extraordinariamente claro. Unos grandes, insólitos ojos de bebé.
Todo está ya dispuesto, los preparativos pertenecen al pasado, al engranaje. El engranaje acaba de ponerse en marcha. Casi percibe un tictac minúsculo, al fondo del aire. Un recuento de segundos, secretamente sonoro. «El tictac también vibra en los muros de la casa que se hunde. También en los muros ha comenzado a latir. Como el preludio de un inmenso y sinfónico terremoto…», piensa, bíblicamente regocijado. (En labios de Beverly, la Biblia cobraba a veces acentos perecidos). Sin que realmente venga a cuento, piensa: «Quizá no vuelva a ver a Beverly. Acaso, tampoco vuelva a ver Franc». (Y, casi sin transición, un odio agresivo, inusitado, le nace por cuanto le rodea. «¿Qué hago yo aquí, en esta casa, en esta isla, entre estas ancianas?»). Pero ¿qué puede importar ver o no ver más lo que tampoco nos afecta especialmente? «Esas cosas no se piensan. Son, al fin y al cabo, simples especulaciones sentimentales». La verdad, poco hay en sus recuerdos que incite al sentimentalismo.
El embarcadero se halla en la parte trasera de la casa. Una vez, hace tiempo, mamá le contó que un par de niños —tío Borja y ella— tenían una barca. «Aquella barca ha crecido», se dice, con la rara sonrisa que sólo baja en soledad. Esa sonrisa llega ahora con cierta frecuencia. Bear mira al cielo. Algunas estrellas, frías y espaciadas, se abren paso a través de una masa oscura, nimbada por la luz de la luna. Del suelo brota un olor peculiar, penetrante. Quizá de los almendros, o del mar. Bear piensa que todo el mundo debería tener un barco. Que, por lo menos, a todo el mundo deberían gustarle los barcos.
Cuando, la «Pez Espada» arribó al pequeño puerto de Villanueva, en busca de Mario, se dio cuenta en seguida: «A Mario no le gusta el mar». Por un instante atribuyó su silencio, su concentrada, casi hosca actitud, a desconfianza. «Acaso duda de mí». Luego, poco a poco, a medida que se alejaban de la costa, una sólida convicción se apoderó de él: por primera vez, Mario (que en tierra llevaba el timón, con firmeza) se abandonaba a él; de forma total, desconocida. Una rara potencia, una voluntad libre, sin mandos, tomaba cuerpo en él (desde el momento en que Mario pisó la borda de la «Pez Espada» y se dejó caer —casi derrumbar— en la litera del camarote). «Está cansado», pensó. Pero de pronto notó que estaba apoderándose de algo. No acababa de ganarlo: acababa de apoderarse. Y la sensación no era fugaz, como otras veces. Persistía, aumentaba. (Una euforia lenta, un dorado enjambre, ascendiendo, creciendo, mar adentro). «Tendremos suerte; una travesía sin viento, sin grandes dificultades…», se oyó decir, un poco inútilmente. Porque no podía apartar un pensamiento: «No le gusta el mar. No lo teme, pero no le gusta».
Naturalmente fue preciso prescindir de Pablo, el marinero; y Mario no resultaba, en verdad, un buen sustituto. A pesar de todo, empezaban con buen pie. Estaba seguro.
Zarparon de Villanueva sobre las seis de la mañana; y al anochecer —aún había luz, una rosada claridad apenas difuminada en un velo de espuma— divisaron la isla, la casa, el embarcadero.
Al pisar tierra, se le llenaron los oídos con la algarabía de los grillos. Arriba, en el oscuro declive, flotaban luces diminutas, errantes. Luciérnagas, o mariposas de luz. Parecía que el viento hubiera abandonado la tierra para siempre.