Epílogo

—No soy ningún traidor —declaró el Caballero del Nido del Grifo—. Soy leal al rey Tommen y a vos.

El goteo constante de la nieve derretida que le caía de la capa para formar un charco en torno a sus pies iba subrayando sus palabras. Había nevado casi toda la noche en Desembarco del Rey, y había cuajado por la altura del tobillo. Ser Kevan Lannister se arrebujó en su capa.

—Eso decís vos, pero ¿qué valen las palabras?

—En ese caso, con la espada os mostraré cuán ciertas son. —La luz de las antorchas arrancaba destellos de fuego de la cabellera y la barba de Ronnet Connington—. Enviadme contra mi tío y os traeré su cabeza, junto con la de ese falso dragón.

Los lanceros de los Lannister, con sus capas rojas y sus cascos coronados por leones, estaban alineados a lo largo de la pared oeste del salón del trono. Los guardias de los Tyrell, con sus capas verdes, se encontraban en la pared opuesta. El frío de la estancia era palpable: aunque ni la reina Cersei ni la reina Margaery se encontraban allí, su presencia seguía envenenando el aire, como si fueran fantasmas en un banquete.

Tras la mesa a la que se habían sentado los cinco miembros del Consejo Privado del rey, el Trono de Hierro se alzaba como una gigantesca bestia negra, con sus puntas, filos y zarpas semiamortajados por la oscuridad. Kevan Lannister lo percibía tras él, como un picor entre los omoplatos. No costaba nada imaginar al viejo rey Aerys sentado allí, sangrando por algún corte reciente, mirándolos con el ceño fruncido. Pero el trono estaba desierto. Kevan no había considerado necesaria la presencia de Tommen: era mejor que el chico siguiera con su madre. Solo los dioses sabían cuanto tiempo tenían para estar juntos antes del juicio de Cersei… y, probablemente, su ejecución.

—Ya nos encargaremos de vuestro tío y de ese impostor a su debido tiempo —estaba diciendo Mace Tyrell en aquel momento. La nueva mano del rey se había sentado en un trono de roble tallado en forma de mano, una absurda muestra de vanidad que había encargado su señoría el día en que ser Kevan accedió a nombrarlo para el cargo que tanto ansiaba—. Aquí seguiréis hasta que estemos en condiciones de partir, y entonces tendréis ocasión de demostrar vuestra lealtad.

Ser Kevan no lo discutió.

—Escoltad a ser Ronnet a sus estancias —dijo. No hizo falta que añadiera «Y que no las abandone». Pese a sus estrepitosas protestas, el Caballero del Nido del Grifo seguía siendo sospechoso. Según los informes, los mercenarios que habían desembarcado en el sur estaban al mando de un miembro de su familia.

Cuando el eco de las pisadas de Connington se perdió en la distancia, el gran maestre Pycelle sacudió la cabeza con parsimonia.

—Hace muchos años, su tío estaba justo donde él estaba ahora cuando le dijo al rey Aerys que le entregaría la cabeza de Robert Baratheon.

«Es lo que pasa cuando un hombre se hace tan viejo como Pycelle. Todo cuanto ve y oye evoca escenas de su juventud».

—¿Cuántos soldados acompañaban a ser Ronnet cuando llegó a la ciudad? —preguntó ser Kevan.

—Veinte —respondió Randyll Tarly—, la mayoría del antiguo grupo de Gregor Clegane. Vuestro sobrino Jaime se los entregó a Connington, supongo que para librarse de ellos. No llevaban ni un día en Poza de la Doncella cuando uno ya había matado a un hombre y otro estaba acusado de violación. Tuve que ahorcar al primero y castrar al segundo. Si por mí fuera, los habría mandado a todos a la Guardia de la Noche, con Connington a la cabeza. Semejante basura solo tiene cabida en el Muro.

—Los perros se parecen a sus amos —declaró Mace Tyrell—. Estoy de acuerdo en que la capa negra les habría quedado muy bien. No pienso tolerar a hombres de esa calaña en la guardia de la ciudad. —Ya había un centenar de hombres de Altojardín entre los capas doradas, pero era obvio que su señoría no estaba dispuesto a permitir el ingreso de ponientis como contrapeso.

«Cuanto más le doy, más quiere». Kevan Lannister empezaba a comprender cómo había llegado Cersei a sentir tanto odio hacia los Tyrell, pero no era el momento de provocar una discusión. Randyll Tarly y Mace Tyrell habían llegado a Desembarco del Rey con sus respectivos ejércitos, mientras que la mayor parte de las fuerzas de la casa Lannister seguía en las tierras de los ríos, en número menguante.

—Los hombres de la Montaña siempre fueron buenos luchadores —dijo en tono conciliador—, y puede que nos hagan falta todas las espadas posibles contra esos mercenarios. Si de verdad se trata de la Compañía Dorada, tal como insisten en afirmar los susurradores de Qyburn…

—Llamadlos como queráis —bufó Randyll Tarly—, pero no son más que oportunistas.

—Puede —accedió ser Kevan—, pero cuanto más tiempo dejemos campar a sus anchas a esos oportunistas, más fuertes se harán. Hemos preparado un mapa de incursiones. Gran maestre, por favor.

El mapa era muy hermoso, trazado por un auténtico maestro sobre la más fina vitela, y tan grande que cubría la mesa entera.

—Aquí —señaló Pycelle con la mano llena de manchas. Al subírsele la manga de la túnica quedó a la vista la piel flácida del antebrazo—. Aquí y aquí. A lo largo de la costa y en las islas. En Tarth, en los Peldaños de Piedra, incluso en Estermont. Ahora nos llegan informes de que Connington avanza hacia Bastión de Tormentas.

—Si es que se trata de Jon Connington —apuntó Randyll Tarly.

—Bastión de Tormentas —gruñó lord Mace Tyrell—. No sería capaz de tomar Bastión de Tormentas ni aunque fuera Aegon el Conquistador. Y si lo consigue, ¿qué más da? Ahora es de Stannis; el castillo pasa de un aspirante a otro, ¿qué nos importa? Lo reconquistaré en cuanto quede demostrada la inocencia de mi hija.

«¿Cómo vas a reconquistar lo que no has conquistado nunca?».

—Comprendo vuestro punto de vista, mi señor, pero…

—Los cargos contra mi hija son sucias mentiras —interrumpió Tyrell—. Insisto, ¿por qué tenemos que representar esta farsa? Que el rey Tommen la declare inocente de inmediato y ponga fin a este sinsentido aquí y ahora.

«Sí, y los rumores perseguirán a Margaery toda la vida».

—Nadie duda de la inocencia de vuestra hija, mi señor —mintió ser Kevan—. Pero su altísima santidad insiste en que se celebre un juicio.

—¡Adonde hemos llegado! —bufó lord Randyll—. Ahora, los reyes y los más grandes señores tienen que bailar cuando pían los gorriones.

—Estamos rodeados de enemigos, lord Tarly —le recordó ser Kevan—. Stannis está en el norte y los hombres del hierro en el oeste, y ahora hay mercenarios en el sur. Si plantamos cara al septón supremo, también correrá la sangre por los canalones de Desembarco del Rey. Cualquier atisbo de que nos enfrentamos a los dioses arrojará a los beatos en brazos de alguno de esos aspirantes a usurpador.

Mace Tyrell no se dejaba convencer.

—En cuanto Paxter Redwyne limpie los mares de hombres del hierro, mis hijos volverán a tomar las Escudo. La nieve o Bolton se encargarán de Stannis. En lo que respecta a Connington…

—Si es que se trata de él —apuntó lord Randyll.

—En cuanto a Connington —prosiguió Tyrell—, ¿qué victorias ha conseguido para que le tengamos tanto miedo? Tuvo ocasión de aplastar la Rebelión de Robert en Septo de Piedra y fracasó, igual que ha fracasado siempre la Compañía Dorada. Puede que algunos corran a unirse a sus filas, sí; mejor para el reino, que se librará de unos cuantos imbéciles.

Ser Kevan habría dado cualquier cosa por compartir aquella seguridad. Había conocido a Jon Connington muy por encima: era un joven orgulloso, el más impetuoso de la bandada de jóvenes señores que se congregaban en torno al príncipe Rhaegar Targaryen y competían por su favor.

«Arrogante, pero competente y activo». Eso y su habilidad con las armas fueron el motivo de que Aerys, el Rey Loco, lo nombrara mano. La pasividad del viejo lord Merryweather había permitido que la rebelión arraigara y se extendiera, y Aerys buscaba a alguien joven y vigoroso para contrarrestar la juventud y el vigor de Robert.

—Demasiado pronto —había declarado lord Tywin cuando la noticia sobre la elección del rey llegó a Roca Casterly—. Connington es demasiado joven, demasiado atrevido, tiene demasiada hambre de gloria.

La batalla de las Campanas demostró que estaba en lo cierto. Ser Kevan había dado por hecho que, después de aquello, Aerys no tendría más remedio que recurrir de nuevo a Tywin, pero prefirió confiar en lord Chelsted y lord Rossart, y lo pagó con la vida y la corona.

«Pero todo eso fue hace mucho tiempo. Si de verdad se trata de Jon Connington, será un hombre diferente. Mayor, más duro, más curtido…, más peligroso».

—Puede que la Compañía Dorada no sea lo único que tiene Connington. Se dice que trae un aspirante Targaryen.

—Otro impostor, nada más —bufó Randyll Tarly.

—Es posible. Y también que no lo sea. —Kevan Lannister estaba allí, en aquella misma estancia, cuando Tywin Lannister depositó los cadáveres de los hijos del príncipe Rhaegar al pie del Trono de Hierro, envueltos en capas rojas. La niña seguía reconocible: sin duda era la princesa Rhaenys, pero el niño… «Un espanto sin rostro, una masa de huesos, sesos y sangre con unos cuantos mechones de pelo rubio. Ninguno de nosotros lo miró con mucha atención. Tywin dijo que era el príncipe Aegon y confiamos en su palabra»—. Hay otras noticias que llegan del este, sobre otra Targaryen de cuya sangre no duda nadie: Daenerys de la Tormenta.

—Tan loca como su padre —declaró lord Mace Tyrell.

«¿Ese mismo padre al que Altojardín y la casa Tyrell apoyaron hasta el amargo final y más allá?».

—Es posible —asintió ser Kevan—, pero al oeste está llegando mucho humo, señal de que hay fuego en el este.

—Dragones. —El gran maestre Pycelle ladeó la cabeza—. Los mismos rumores corren por Antigua; son tantos que no podemos dejarlos de lado. Una reina de pelo de plata con tres dragones.

—Al otro lado del mundo —apuntó Mace Tyrell—. La reina de la bahía de los Esclavos, ¿no? Por mí, que se la quede.

—En eso estamos de acuerdo —dijo ser Kevan—, pero lleva la sangre de Aegon el Conquistador y dudo que se conforme con quedarse en Meereen. Si se le ocurre cruzar a esta orilla y aunar fuerzas con lord Connington y ese príncipe, impostor o no… No, tenemos que acabar de inmediato con Connington y con el aspirante, antes de que Daenerys de la Tormenta venga al oeste.

—Eso es lo que pienso hacer. —Mace Tyrell se cruzó de brazos—. Después de los juicios.

—Los mercenarios luchan por dinero —declaró el gran maestre Pycelle—. Con el oro suficiente puede que convenzamos a la Compañía Dorada para que entregue a lord Connington y al aspirante.

—Sí, pero para eso hace falta oro —intervino ser Harys Swyft—. Y lamento comunicaros que en nuestras arcas no hay más que ratas y cucarachas, mis señores. He vuelto a escribir a los banqueros de Myr. Si acceden a pagar la deuda que contrajo la corona con los braavosi y nos hacen otro préstamo, puede que no tengamos que subir los impuestos. De lo contrario…

—Los magísteres de Pentos también hacen préstamos —aportó ser Kevan—. Probad con ellos. —Los pentoshi serían aún más reacios a ayudar que los cambistas de Myr, pero había que intentarlo. Si no encontraban una nueva fuente de ingresos o convencían al Banco de Hierro para que cediera un poco, no le quedaría más remedio que pagar las deudas de la corona con el oro de los Lannister. No se atrevía a aprobar una subida de impuestos en aquel momento, con los Siete Reinos al borde de la rebelión. La mitad de los señores desconocía la diferencia entre impuestos y tiranía, y apoyaría al primer usurpador que apareciera con tal de ahorrarse una moneda de cobre—. Si todo falla, puede que tengáis que ir a Braavos para negociar en persona con el Banco de Hierro.

—¿Yo? —protestó ser Harys con voz chillona.

—Sois el consejero de la moneda, ¿no? —replicó lord Randyll con tono brusco.

—Sí. —El mechón de pelo blanco que lucía Swyft a modo de barba se estremeció de rabia—. Pero recuerdo a mi señor que este embrollo no es culpa mía, y que no todos hemos podido disfrutar de la oportunidad de rellenar las arcas con el saqueo de Poza de la Doncella y Rocadragón.

—No me gusta lo que insinuáis, Swyft —dijo Mace Tyrell encolerizado—. Os aseguro que en Rocadragón no se encontraron riquezas de ningún tipo. Los hombres de mi hijo han registrado esa isla espantosa y pantanosa palmo por palmo y no han encontrado ni una piedra preciosa, ni un ápice de oro. Tampoco había rastro de los famosos huevos de dragón.

Kevan Lannister había estado en Rocadragón y dudaba mucho de que Loras Tyrell hubiera registrado a fondo la antigua fortaleza. Al fin y al cabo, la habían construido los valyrios, y todo lo que hacían apestaba a hechicería, por no mencionar que ser Loras era joven, dado a cometer errores de criterio por su precipitación, y había resultado malherido en la toma del castillo. Pero recordarle a Tyrell que su hijo favorito no era perfecto no le serviría de nada.

—Si en Rocadragón hubiera riquezas, Stannis las habría encontrado —declaró—. Pasemos al siguiente asunto. Como sin duda sabéis, tenemos dos reinas acusadas de alta traición. Mi sobrina ha elegido un juicio por combate, según me ha informado. Su campeón será ser Robert Strong.

—El gigante silencioso. —Lord Randyll torció el gesto.

—Decidnos, ¿de dónde ha salido ese hombre? —preguntó Mace Tyrell—. ¿Por qué nadie había oído hablar de él hasta ahora? No habla, no muestra el rostro, nadie lo ha visto sin armadura… ¿Cómo sabemos siquiera que es caballero?

«Ni siquiera sabemos si está vivo. —Según Meryn Trant, Strong no comía ni bebía, y Boros Blount iba aun más lejos y aseguraba que nadie lo había visto ir al escusado—. Claro que no. Los muertos no cagan. —Kevan Lannister tenía una sospecha muy clara sobre la verdadera identidad del tal ser Robert bajo la deslumbrante armadura blanca, sospecha que sin duda compartían Mace Tyrell y Randyll Tarly. Fuera cual fuera el rostro que se ocultaba tras el yelmo de Strong, debía seguir oculto, al menos de momento. El gigante silencioso era la única esperanza de su sobrina—. Esperemos que sea tan temible como parece».

Pero Mace Tyrell parecía incapaz de ver nada que no fuera el peligro que corría su hija.

—El rey Tommen ha elegido a ser Robert para la Guardia Real —le recordó ser Kevan—, y Qyburn también lo avala. Tal como están las cosas, necesitamos que ser Robert salga victorioso. Si se declara culpable de sus cargos a mi sobrina, se pondrá en duda la legitimidad de sus hijos, y si Tommen deja de ser rey, Margaery dejará de ser reina. —Dejó pasar unos instantes para que Tyrell lo digiriera—. Haya hecho lo que haya hecho, Cersei sigue siendo hija de la Roca y sangre de mi sangre. No permitiré que la ejecuten por traición, pero ya le he limado las garras. He sustituido a sus guardias por hombres de mi confianza, y en lugar de damas de compañía, ahora tiene a una septa y a tres novicias designadas por el septón supremo. No volverá a tener capacidad de decisión en el gobierno del reino ni en la educación de Tommen. Después del juicio la mandaré de vuelta a Roca Casterly y no volverá a salir de allí. Con eso bastará.

No hizo falta añadir más. Cersei valía menos que nada y carecía de poder. No había en la ciudad un aprendiz de panadero ni un mendigo que no hubiera presenciado su vergüenza; hasta el último curtidor, del Lecho de Pulgas al recodo del Meados la vio desnuda y recorrió con ojos ávidos sus pechos, su vientre, sus partes femeninas. Después de aquello, no había reina que pudiera gobernar. Cersei era una reina, poco menos que una diosa, cuando se mostraba cubierta de oro, seda y esmeraldas; desnuda era simplemente humana, una mujer madura con estrías en el vientre y tetas que empezaban a caer… como habían señalado con entusiasmo a sus maridos y amantes las mujeres de la turba.

«Más vale vivir sin honor que morir con orgullo», se dijo ser Kevan.

—Mi sobrina no volverá a tramar nada reprobable —prometió a Mace Tyrell—. Os doy mi palabra, mi señor.

—Como digáis. —Tyrell asintió de mala gana—. Mi Margaery prefiere que la juzgue la Fe, para que el reino entero sea testigo de su inocencia.

«Si tu hija es tan inocente como quieres hacernos creer, ¿por qué te empeñas en que esté presente todo tu ejército cuando se enfrente a sus acusadores?» —podría haber preguntado ser Kevan.

—Espero que sea pronto —dijo, y se volvió hacia el gran maestre Pycelle—. ¿Algo más?

El gran maestre consultó los papeles que tenía delante.

—Hay que dilucidar el asunto de la herencia de Rosby. Se han presentado seis reclamaciones…

—Lo de Rosby puede esperar. ¿Qué más?

—Debemos hacer preparativos para la princesa Myrcella.

—Esto es lo que pasa por hacer tratos con los dornienses —señaló Mace Tyrell—. Seguro que se puede elegir un partido mejor para esa niña.

«Como tu hijo Willas, ¿no? A ella la desfiguró un dorniense, y un dorniense lo dejó tullido a él».

—Sin duda, pero ya tenemos suficientes enemigos sin necesidad de ofender a Dorne. Si Doran Martell une sus fuerzas a las de Connington para apoyar al falso dragón, las cosas se nos pondrán muy feas.

—También podemos persuadir a nuestros amigos dornienses para que se encarguen de lord Connington —aportó Harys Swyft con una risita que empezaba a ser de lo más irritante—. Nos ahorraríamos mucha sangre y problemas.

—Cierto —convino ser Kevan con cansancio; ya era hora de poner fin a aquello—. Os doy las gracias, mis señores. Volveremos a reunirnos en cinco días, después del juicio de Cersei.

—Como deseéis, y que el Guerrero confiera fuerza al brazo de ser Robert. —La frase de Mace Tyrell salió forzada, y su inclinación de cabeza ante el lord regente fue casi imperceptible, pero menos era nada, y ser Kevan Lannister se lo agradeció.

Randyll Tarly abandonó la estancia junto con su señor, seguidos ambos por los lanceros de capa verde.

«El verdadero peligro estriba en Tarly —reflexionó ser Kevan al verlos partir—. Un hombre pequeño pero astuto y con una voluntad férrea, uno de los mejores soldados que ha dado el Dominio. Pero ¿cómo puedo atraerlo a nuestro bando?».

—No le caigo en gracia a lord Tyrell —comentó el gran maestre Pycelle con tono sombrío tras la salida de la mano—. El asunto del té de la luna… Yo no lo habría mencionado, ¡pero la reina madre me lo ordenó! La verdad, lord regente, dormiría más a gusto con unos cuantos guardias ante mi puerta.

—Lord Tyrell lo interpretaría como un insulto.

—Yo también necesito guardias. —Ser Harys Swyft se tiró de la barbita—. Corren tiempos peligrosos.

«Sí —pensó Kevan Lannister—, y Pycelle no es el único miembro del Consejo que la mano querría sustituir. —El candidato de Mace Tyrell para el puesto de lord tesorero era su tío, el lord senescal de Altojardín, a quien llamaban Garth el Tosco—. Lo último que necesito es un Tyrell más en el Consejo Privado». Ya lo superaban en número: ser Harys era el padre de su esposa, y también podía contar con Pycelle, pero Tarly era leal a Altojardín, al igual que Paxter Redwyne, lord almirante y consejero naval, que navegaba por las inmediaciones de Dorne para enfrentarse a los hombres del hierro de Euron Greyjoy. Cuando Redwyne volviera a Desembarco del Rey, el Consejo se dividiría en tres contra tres, Lannister contra Tyrell.

La séptima voz sería la de la dorniense que escoltaba a Myrcella en su regreso.

«Lady Nym. Que no es ninguna dama, si es cierta la mitad de lo que dicen los informes de Qyburn. —Era hija bastarda de la Víbora Roja, casi tan legendaria como su padre, y estaba decidida a ocupar el asiento del Consejo que tan brevemente había correspondido al príncipe Oberyn. Ser Kevan no había considerado necesario informar a Mace Tyrell de que se aproximaba; sabía que la mano no recibiría la noticia con entusiasmo—. El que hace falta aquí es Meñique. Petyr Baelish sí que tenía talento para sacar dragones de la nada».

—Contratad a los hombres de la Montaña —sugirió ser Kevan—. Ronnet el Rojo ya no los necesita para nada. —No creía que Mace Tyrell cometiera la torpeza de intentar asesinar a Pycelle o a Swyft, pero si querían guardias para sentirse más seguros, que los tuvieran.

Los tres hombres salieron juntos del salón del trono. En el exterior, la nieve se arremolinaba en la liza como un animal enjaulado que aullara pidiendo libertad.

—¿Habíais pasado tanto frío alguna vez? —preguntó ser Harys.

—El momento adecuado para hablar del frío no es cuando se está a la intemperie, padeciéndolo —dijo el maestre Pycelle. Se dirigió con paso cansino hacia sus habitaciones, y los demás se quedaron un momento en los peldaños que llevaban al salón del trono.

—No tengo ninguna esperanza en los banqueros de Myr —dijo ser Kevan a su suegro—. Será mejor que os preparéis para ir a Braavos.

—Si es necesario… —Ser Harys no se mostró nada entusiasta—. Pero repito que yo no causé estos problemas.

—No, fue Cersei quien decidió hacer esperar al Banco de Hierro. ¿Sugerís que la mande a ella a Braavos?

—¿A su alteza? —Ser Harys parpadeó—. Sería una… una…

—Era una broma —lo rescató ser Kevan—. No ha tenido gracia, lo sé. Id a calentaros junto a la chimenea, que yo voy a hacer lo mismo.

Se puso los guantes y cruzó el patio a zancadas, encorvado para protegerse del viento que hacía ondear su capa.

El foso seco que rodeaba el Torreón de Maegor tenía una vara de nieve, y las estacas afiladas del fondo brillaban cubiertas de escarcha. El único acceso del Torreón era el puente levadizo que salvaba aquel foso. Siempre había un caballero de la Guardia Real apostado allí, y aquella noche estaba de servicio ser Meryn Trant. Balon Swann había partido hacia Dorne en pos del caballero renegado Estrellaoscura; Loras Tyrell se encontraba herido de gravedad en Rocadragón, y Jaime había desaparecido en las tierras de los ríos, con lo que solo quedaban cuatro espadas blancas en Desembarco del Rey, y ser Kevan había encerrado a Osmund Kettleblack, y a su hermano Osfryd, a las pocas horas de que Cersei confesara que ambos habían sido sus amantes. Los únicos que quedaban para proteger al joven rey y a la familia real eran Trant, el débil Boros Blount y Robert Strong, el monstruo mudo de Qyburn.

«Tengo que buscar más espadas para la Guardia Real. —Tommen debería contar con siete buenos caballeros. En el pasado, la pertenencia a la guardia era un cargo de por vida, pero eso no había impedido a Joffrey expulsar a ser Barristan Selmy para dejar sitio a Sandor Clegane, su perro. Kevan podía aprovechar ese precedente—. Podría darle una capa blanca a Lancel —reflexionó—. Es más honorable que estar en los Hijos del Guerrero».

Una vez en sus habitaciones, Kevan Lannister colgó la capa empapada de nieve, se quitó las botas y mandó al criado que echara más leña a la chimenea.

—Y me vendría bien una copa de vino caliente —pidió al tiempo que se sentaba junto al fuego—. Que me la traigan.

Entre el fuego y el vino, no tardó en entrar en calor, pero también empezó a sentirse somnoliento, por lo que no se atrevió a beber otra copa. Aún le quedaba mucho por hacer: tenía informes que leer, cartas que escribir.

«Y ceno con Cersei y con el rey». Gracias a los dioses, su sobrina se había mostrado dócil y sumisa desde que hiciera su ruta de penitencia, y según las novicias que estaban a su servicio, repartía las horas de vigilia entre su hijo, la oración y la bañera. Se bañaba cuatro o cinco veces al día, y se restregaba con cepillos de crin y jabón de sosa como si quisiera arrancarse la piel.

«No conseguirá quitarse esa mancha por mucho que se lave. —Ser Kevan recordó a la chiquilla que había sido, tan llena de vida, tan traviesa. Y más tarde, cuando floreció, jamás hubo doncella más hermosa—. Cuántas muertes se habrían evitado si Aerys hubiera accedido a casarla con Rhaegar». Cersei habría dado al príncipe los hijos varones que tanto deseaba, leones de ojos violeta y melena de plata… Y con semejante esposa, jamás se habría fijado en Lyanna Stark. La norteña tenía una especie de belleza salvaje, creía recordar, pero por mucho resplandor que despidiera una antorcha, ¿cómo podía rivalizar con el sol naciente?

Pero no servía de nada lamentar las batallas perdidas y los caminos desechados. Eso era propio de viejos, de hombres acabados. Rhaegar se casó con Elia de Dorne; Lyanna Stark murió; Robert Baratheon tomó a Cersei como esposa, y así estaban las cosas. Aquella noche, el camino lo llevaría a las habitaciones de su sobrina, cara a cara con ella.

«No tengo por qué sentirme culpable —se dijo ser Kevan—. No me cabe duda de que Tywin lo comprendería. Fue su hija quien cubrió de oprobio nuestro nombre, no yo. Hice lo que hice por el bien de la casa Lannister».

No era como si su hermano no hubiera hecho lo mismo. En sus años postreros, tras la muerte de su esposa, su padre había tomado como amante a la hermosa hija de un cerero. No era extraño que un señor viudo tuviera una plebeya que le calentara la cama, pero lo malo fue que lord Tytos pronto empezó a sentarla a su lado en los banquetes, a cubrirla de regalos y honores y hasta a pedirle opinión en asuntos de estado. En menos de un año, la moza ya estaba despidiendo criados, dando órdenes a los caballeros de la casa y hasta hablando en nombre de su señoría cuando él se encontraba indispuesto. Llegó a ser tan influyente que en Lannisport se decía que, para que el señor escuchara una petición, había que formularla de rodillas ante el regazo de su amante, porque era entre sus piernas donde se encontraba la oreja de Tytos Lannister. Incluso tuvo la osadía de ponerse las joyas de la esposa fallecida.

La situación se prolongó hasta el día en que a su señor padre le estalló el corazón en el pecho cuando subía por las empinadas escaleras que llevaban a la cama de su amante. Todos los interesados que aseguraban ser amigos de la plebeya y buscaban su favor la abandonaron sin pensárselo dos veces cuando Tywin la obligó a recorrer desnuda todo Lannisport, hasta los muelles, como una vulgar prostituta. Ni un hombre la rozó, pero aquel recorrido puso fin a su poder. Tywin jamás habría imaginado que su adorada hija correría el mismo destino.

—No había otra salida —murmuró ser Kevan mientras contemplaba las últimas gotas de vino. Era imprescindible aplacar a su altísima santidad, porque Tommen necesitaría el respaldo de la Fe en las batallas que se avecinaban. En cuanto a Cersei… La niña dorada se había convertido en una mujer vanidosa, codiciosa y estúpida. Si se lo permitían, echaría a perder a Tommen igual que había hecho con Joffrey.

En el exterior se había levantado un viento que sacudía los postigos de su habitación. Ser Kevan hizo acopio de fuerzas y se puso en pie. Había llegado el momento de enfrentarse a la leona en su guarida.

«Le hemos limado las zarpas. Pero Jaime…». No, no podía pensar en aquello.

Se puso un jubón viejo, muy gastado, por si a su sobrina volvía a darle por tirarle una copa de vino a la cara, pero dejó el cinto de la espada colgado del respaldo de la silla. Solo los caballeros de la Guardia Real podían llevar espada en presencia de Tommen.

Ser Boros Blount estaba al cuidado del rey niño y de su madre cuando ser Kevan entró en las estancias reales. Blount llevaba lamas esmaltadas, capa blanca y un yelmo que le dejaba la cara al descubierto, y no tenía buen aspecto. En los últimos tiempos había engordado considerablemente, cosa que se hacía notar en el rostro y la barriga, y tenía un color enfermizo. Además, estaba apoyado en la pared, como si estar de pie le supusiera un gran esfuerzo.

Se encargaron de servir la cena tres novicias, tres doncellas bien aseadas, de buena familia, entre los doce y los dieciséis años. Con sus suaves túnicas blancas, cada una parecía más inocente y espiritual que la anterior, pero aun así, el septón supremo se había empecinado en que ninguna pasara más de siete días al servicio de Cersei, para evitar que se corrompieran. Se ocupaban del vestuario de la reina, le preparaban el baño y le servían el vino, y por la mañana le cambiaban la ropa de cama. Siempre compartía su lecho una de ellas para asegurarse de que no tuviera otra compañía, y las otras dos dormían en una estancia adyacente con la septa que las supervisaba.

Una chica flaca y larguirucha con la cara marcada de viruelas lo acompañó ante Cersei, que se levantó y lo besó en la mejilla.

—Qué amable por tu parte venir a cenar con nosotros, querido tío. —La reina vestía tan recatadamente como cualquier matrona, con un vestido marrón oscuro abotonado hasta el cuello y un manto verde con capucha que le cubría la cabeza rapada. «Antes del paseo habría hecho alarde de la falta de pelo con una corona de oro»—. Ven, siéntate. ¿Quieres vino?

—Una copa. —Se sentó, aún desconfiado.

Una novicia pecosa les llenó las copas con vino caliente.

—Dice Tommen que lord Tyrell tiene intención de reconstruir la Torre de la mano —comentó Cersei.

—Y asegura que la nueva será el doble de alta que la que quemaste —asintió ser Kevan.

—Lanzas largas, torres altas… —Cersei dejó escapar una risa gutural—. ¿Crees que lord Tyrell insinúa algo?

«Me alegro de que recuerde qué es la risa». Aquello lo hizo sonreír también a él. Preguntó a su sobrina si tenía todo lo que necesitaba.

—Me atienden bien. Las niñas son un encanto, y las buenas septas se encargan de que no me olvide de rezar. Pero cuando se haya demostrado mi inocencia, me gustaría volver a contar con Taena Merryweather. Podría traer a su hijo a la corte. A Tommen le hace falta estar con otros niños, tener amigos de noble cuna.

Era una petición modesta, y ser Kevan no vio motivo para negarse. El pequeño Merryweather sería su pupilo, y lady Taena acompañaría a Cersei a Roca Casterly.

—La haré llamar en cuanto acabe el juicio —prometió.

La cena empezó con una sopa de carne y cebada, seguida por un par de codornices por cabeza, un lucio asado de más de cuatro palmos de largo con guarnición de nabos y setas, y abundante pan caliente con mantequilla. Ser Boros probaba cada plato que se servía al rey. Era una tarea humillante para un caballero de la Guardia Real, pero tal vez no fuera capaz de otra cosa en sus actuales circunstancias… y, considerando cómo había muerto el hermano de Tommen, tal vez no fuera mala idea.

El rey parecía más contento de lo que lo había visto Kevan Lannister en mucho tiempo. Desde la sopa hasta los postres, Tommen no dejó de parlotear sobre sus gatitos al tiempo que les daba trocitos de lucio de su regio plato.

—El gato malo estaba anoche delante de mi ventana —informó a Kevan—, pero ser Garras le bufó y se fue corriendo por el tejado.

—¿El gato malo? —repitió ser Kevan, sonriente. «Es un chiquillo adorable».

—Un gato negro, viejo, con una oreja desgarrada —le explicó Cersei—. Un bicho sucio y muy arisco. Una vez arañó a Joff. —Hizo un gesto de desagrado—. Los gatos nos libran de las ratas, ya lo sé, pero ese… Por lo que me han dicho, ha llegado a atacar a nuestros cuervos.

—Ordenaré que pongan trampas. —Ser Kevan no había visto nunca a su sobrina tan callada, tan mansa, tan recatada. Probablemente era mejor así, pero en cierto modo también lo entristecía. «Su fuego, que tan vivamente ardía, se ha apagado»—. No me has preguntado por tu hermano —comentó mientras esperaban a que les sirvieran los pasteles de crema, que eran los favoritos del rey.

Cersei alzó la vista, y sus ojos verdes brillaron a la luz de la vela.

—¿Jaime? ¿Hay noticias?

—No. Cersei, deberías prepararte para lo…

—Si estuviera muerto, lo sabría. Llegamos juntos a este mundo, y no se iría sin mí. —Bebió un trago de vino—. Tyrion puede marcharse cuando quiera. Supongo que tampoco sabes nada de él.

—No, hace tiempo que nadie intenta vendernos una cabeza de enano.

—¿Puedo hacerte una pregunta, tío?

—Las que quieras.

—¿Piensas traer a tu esposa a la corte?

—No. —Doma era una mujer afable que solo estaba cómoda en su casa, rodeada de sus amigos y familiares. Había cuidado bien de sus hijos, soñaba con tener nietos, rezaba siete veces al día y le gustaba coser y cuidar de sus flores. En Desembarco del Rey sería tan feliz como los gatitos de Tommen en un nido de víboras—. A mi señora esposa no le gusta viajar. Su lugar está en Lannisport.

—Sabia mujer, aquella que sabe cuál es su lugar.

—¿Qué quieres decir? —No le gustaba cómo sonaba aquello.

—Yo creía saberlo. —Cersei tendió la copa para que la niña pecosa se la rellenara. En aquel momento llegaron los pasteles de crema, y la conversación tomó derroteros más animados. Más tarde, cuando ser Boros llevó a Tommen y a sus gatitos al dormitorio del rey, se centraron en el juicio de la reina.

—Los hermanos de Osney no se quedarán cruzados de brazos mientras lo ven morir —le advirtió Cersei.

—Ya me lo imagino. Por eso los he mandado detener.

—¿De qué se los acusa? —preguntó sorprendida.

—De fornicar con una reina. Su altísima santidad dice que confesaste haberte acostado con los dos, ¿lo has olvidado?

—No. —Se puso muy roja—. ¿Qué vas a hacer con ellos?

—Si reconocen que son culpables, mandarlos al Muro. Si lo niegan, pueden enfrentarse a ser Robert. Esos hombres no deberían haber recibido tales privilegios.

—Los… Los juzgué mal. —Cersei bajó la cabeza.

—Al parecer has juzgado mal a muchos hombres.

Iba a añadir algo, pero en aquel momento entró la novicia de pelo oscuro y mejillas rellenas.

—Mis señores, siento interrumpir, pero ha llegado un mensajero. El gran maestre Pycelle ruega la presencia inmediata del lord regente.

«Alas negras, palabras negras —pensó ser Kevan—. ¿Habrá caído Bastión de Tormentas? ¿O serán noticias de Bolton, del Norte?».

—Puede que se sepa algo de Jaime —comentó la reina.

Solo había una manera de averiguarlo, así que ser Kevan se levantó.

—Discúlpame, por favor.

Antes de salir se dejó caer sobre una rodilla y besó la mano de su sobrina. Si el gigante silencioso fracasaba, podía ser el último beso que recibiera.

El mensajero era un chiquillo de ocho o nueve años, tan abrigado que parecía un cachorro de oso. Trant lo había hecho esperar en el puente levadizo en lugar de dejarlo entrar en el Torreón de Maegor.

—Ve a sentarte junto a una chimenea, chico —le dijo ser Kevan al tiempo que le ponía una moneda en la mano—. Ya sé ir a las pajareras.

Por fin había dejado de nevar. Tras un velo de jirones de nubes, la luna llena flotaba redonda y blanca como una bola de nieve, y las estrellas brillaban frías a lo lejos. Ser Kevan cruzó a zancadas el patio del castillo, que parecía un lugar nuevo y misterioso, con la torres llenas de colmillos de hielo; los caminos habían desaparecido bajo el manto blanco, y un carámbano largo como una lanza se desprendió de un tejado y fue a estrellarse a sus pies.

«Otoño en Desembarco del Rey —pensó—. ¿Cómo será en el Muro?».

Le abrió la puerta una criada, una niña flaca con una túnica forrada de piel que le quedaba muy grande. Ser Kevan dio unas patadas en el suelo para sacudirse la nieve de las botas, se quitó la capa y se la entregó.

—El gran maestre me espera —anunció.

La niña asintió, solemne y silenciosa, y señaló las escaleras.

Las estancias de Pycelle estaban bajo la pajarera y eran muy espaciosas, con estantes abarrotados de hierbas, emplastos y pócimas, así como libros y pergaminos. A ser Kevan siempre le había parecido que allí hacía un calor excesivo, pero no en aquella ocasión: sintió el frío nada más cruzar la puerta. En la chimenea solo quedaban cenizas negras y brasas moribundas, y unas pocas velas proyectaban lagos de luz mortecina aquí y allá.

Todo lo demás estaba envuelto en sombras… excepto alrededor de la ventana abierta, donde los cristales de hielo brillaban a la luz de la luna y formaban remolinos arrastrados por el viento. En el alféizar había un gigantesco cuervo blanco de plumas erizadas. Era el cuervo más grande que Kevan Lannister había visto en su vida, mayor incluso que los halcones de Roca Casterly, mayor que el búho más grande. La nieve danzaba en torno a él y la luna lo pintaba de plata.

«No, no es plata. Es blanco. Es un cuervo blanco».

Los cuervos blancos de la Ciudadela no llevaban mensajes; eso era cosa de sus primos negros. Solo llegaban de Antigua con un cometido: anunciar el cambio de estación.

—Invierno —dijo ser Kevan. La palabra formó una nube blanquecina en el aire, y se apartó de la ventana.

En aquel momento, algo que bien podría ser el puño de un gigante lo golpeó en el centro del pecho. Lo dejó sin aliento y lo hizo recular. El cuervo blanco alzó el vuelo y sacudió las alas claras en torno a su cabeza. Ser Kevan se sentó, o cayó en el alféizar.

«¿Qué…? ¿Quién…? —Tenía una saeta clavada casi hasta las plumas—. No. No, así fue como murió mi hermano». La sangre brotaba alrededor del asta.

—Pycelle —murmuró, confuso—. Ayudadme… yo…

En aquel momento lo vio. El gran maestre Pycelle estaba sentado a la mesa, con la cabeza apoyada en el gran libro encuadernado en cuero que tenía delante.

«Se ha dormido», pensó Kevan… hasta que parpadeó y vio la herida profunda y roja en el cráneo manchado del consejero, y la sangre que formaba un charco bajo su cabeza, empapando las páginas. Alrededor de la vela se veían fragmentos de hueso y cerebro, islas en un lago de cera derretida.

«Quería guardias —pensó Kevan—. Tendría que haberle puesto guardias». ¿Era posible que Cersei hubiera tenido razón desde el principio? ¿Aquello era obra de su sobrino?

—Tyrion —llamó—. ¿Dónde…?

—Muy lejos —le respondió una voz conocida.

Estaba rodeado de un mar de sombras, junto a una estantería, gordo, pálido, de hombros caídos, con los pies embutidos en zapatillas y una ballesta en las suaves manos empolvadas.

—¿Varys?

—Ser Kevan. —El eunuco dejó la ballesta—. Perdonadme. No os deseo mal alguno, pero tenía que hacer esto por el reino. Por los niños.

«Yo tengo hijos. Tengo esposa. Oh, Doma…». Sintió una oleada de dolor y cerró los ojos. Volvió a abrirlos.

—Hay… hay cientos de guardias de los Lannister en el castillo.

—Pero ninguno en esta habitación, por suerte. Me duele en el alma, mi señor. No merecéis morir a solas en una noche tan fría y oscura. Hay muchos como vos, hombres buenos al servicio de malas causas… Pero vos amenazabais con destruir el trabajo de la reina y reconciliar Altojardín con Roca Casterly, y unir la Fe y los Siete Reinos bajo el mando del pequeño rey, así que… —Entró una ráfaga de viento, y ser Kevan se estremeció—. ¿Tenéis frío, mi señor? No sabéis cuánto lo siento. El gran maestre se ha ensuciado al morir, y el hedor era tan insoportable que tenía miedo de asfixiarme.

Ser Kevan trató de incorporarse, pero lo habían abandonado las fuerzas, y apenas sentía las piernas.

—La ballesta me pareció lo más adecuado —prosiguió Varys—. ¡Teníais tanto en común con lord Tywin…! Vuestra sobrina pensará que os han asesinado los Tyrell, quizá en connivencia con el Gnomo. Los Tyrell sospecharán de ella. Alguien encontrará la manera de culpar a los dornienses. Las dudas, la división y la desconfianza minarán el terreno bajo los pies del niño rey mientras Aegon alza su estandarte sobre Bastión de Tormentas y los señores del reino se unen en torno a él.

—¿Aegon? —Durante un momento no entendió nada, pero de pronto lo recordó: un niño envuelto en una capa roja llena de sangre y restos de cerebro—. Está muerto. Muerto.

—No. —La voz del eunuco le sonó más grave—. Está aquí. Aegon ha sido instruido para reinar desde antes de que aprendiera a andar. Ha recibido entrenamiento con las armas, como corresponde a un caballero, pero además sabe leer y escribir, habla varios idiomas, y ha estudiado historia, leyes y poesía. Una septa lo ha instruido en los misterios de la Fe desde que tenía edad para comprender. Ha vivido entre pescadores, ha trabajado con las manos, ha nadado en ríos, ha remendado redes y se ha lavado la ropa cuando lo ha necesitado. Sabe pescar, cocinar y vendar una herida; sabe lo que es sufrir hambre y sentirse perseguido. Sabe lo que es tener miedo. A Tommen le han enseñado que ser rey es un derecho; Aegon sabe que es un deber, que un rey debe poner a su pueblo por delante de todo lo demás y vivir por él, gobernar para él.

Kevan Lannister trató de llamar a gritos a sus guardias, a su esposa, a su hermano… Pero de su boca no salían palabras, sino sangre, y sufrió una violenta convulsión.

—Lo siento mucho. —Varys se retorció las manos—. Estáis sufriendo, ya lo sé, y yo aquí, parloteando como una vieja cotorra. Es hora de acabar con vuestro dolor. —El eunuco lanzó un silbido.

Ser Kevan sentía un frío gélido, y cada bocanada de aire era como una cuchillada de dolor. Divisó un movimiento de reojo, y oyó el sonido quedo de unos pies calzados con zapatillas. De la oscuridad salió un niño, un chiquillo pálido con una túnica andrajosa, de nueve o diez años como mucho. Otro apareció de detrás de la silla del gran maestre. La niña que le había abierto la puerta también estaba allí. Estaban a su alrededor, media docena de niños y niñas de rostro muy blanco y ojos oscuros.

Armados con puñales.