La colina era una isla de piedra en un mar de verde.
Dany tardó media mañana en bajar, y cuando terminó estaba agotada. Sentía los músculos doloridos, y le parecía que tenía un poco de fiebre. La roca le había dejado las manos en carne viva.
«Pero ya las tengo mejor», razonó mientras se pellizcaba una ampolla reventada. Tenía la piel rosada y sensible, y le manaba un líquido lechoso de las palmas agrietadas, pero las quemaduras se estaban curando.
La colina parecía más imponente desde abajo. A Dany le gustaba llamarla Rocadragón, como la antigua ciudadela que la había visto nacer. No conservaba ningún recuerdo de la Rocadragón original, pero aquella no iba a olvidarla fácilmente. La parte inferior de la ladera estaba cubierta de matorrales y arbustos espinosos; más arriba se alzaba hacia el cielo un escarpado y abrupto laberinto irregular de piedra desnuda. Allí, entre rocas quebradas, crestas afiladas como cuchillas y agujas pétreas, Drogon había construido su guarida en una gruta poco profunda. En cuanto la vio, Dany se dio cuenta de que el dragón llevaba un tiempo morando allí: el aire olía a ceniza; los árboles y rocas de las inmediaciones estaban chamuscados y ennegrecidos, y había huesos rotos y quemados por todo el suelo. Era su hogar.
Dany conocía muy bien la llamada del hogar.
Dos días atrás se había encaramado a una aguja de roca y había vislumbrado agua al sur, el breve resplandor de un reguero bajo el sol poniente.
«Un arroyo», pensó. Era minúsculo, pero la llevaría a otro más grande, que a su vez desembocaría en un riachuelo, y todos los ríos de esa parte del mundo eran afluentes del Skahazadhan; cuando lo encontrase, solo tendría que seguirlo corriente abajo para llegar a la bahía de los Esclavos.
Habría preferido volver a Meereen a lomos del dragón, pero Drogon no compartía su deseo.
Los señores de los dragones de la antigua Valyria controlaban a sus monturas con hechizos de atadura y cuernos mágicos; Daenerys había tenido que arreglárselas con una palabra y un látigo. Montada en él tenía la sensación de estar aprendiendo a cabalgar desde el principio. Cuando fustigaba a su yegua plateada en el flanco derecho, iba hacia la izquierda, puesto que la reacción instintiva de los caballos era la huida; cuando azotaba a Drogon por la derecha, viraba a la derecha, porque el primer instinto de los dragones era el ataque. Aunque a veces no importaba dónde lo golpease: la llevaba adonde le daba la gana. No había látigo ni palabras que hiciesen cambiar de rumbo a Drogon si no le venía en gana. Había observado que el látigo le causaba más molestia que daño; sus escamas se habían vuelto más duras que el cuerno.
Y por muy lejos que volara durante el día, al caer la noche, el instinto lo impulsaba a regresar a Rocadragón.
«Su hogar, no el mío. —El suyo estaba en Meereen, con su esposo y su amante. Ese era su lugar—. Debo seguir caminando; si vuelvo la vista atrás, estoy perdida».
Los recuerdos la acompañaban: las nubes vistas desde arriba; caballos del tamaño de hormigas que galopaban por la hierba; una luna de plata tan cercana que casi podía tocarla; ríos resplandecientes y azules que espejeaban al sol.
«¿Volveré a ver esas maravillas algún día?». A lomos de Drogon se sentía plena. En lo alto del cielo, los pesares del mundo no llegaban hasta ella. ¿Cómo podía renunciar a eso?
Sin embargo, había llegado el momento. Las niñas podían permitirse pasar la vida entregadas al juego, pero ella era una mujer, reina y esposa, con millares de hijos que la necesitaban. Drogon se había inclinado ante el látigo y ella debía hacer lo mismo: tenía que ponerse la corona y volver a su banco de ébano y a los brazos de su noble esposo.
«Hizdahr, el de los besos tibios».
El sol calentaba la mañana y el cielo estaba azul y despejado, por fortuna. Solo llevaba unos harapos que poco podían abrigarla. Había perdido una sandalia durante el vuelo desenfrenado desde Meereen, y la otra la había dejado en la cueva de Drogon porque prefería ir descalza a ir medio calzada. El tokar y el velo se habían quedado en el reñidero, y la camisola de lino no era lo más indicado para soportar los días calurosos y las noches frías del mar dothraki. Estaba sucia de tierra, hierba y sudor, y había arrancado el dobladillo para vendarse la espinilla.
«Seguro que parezco una muerta de hambre, pero, si los días siguen siendo cálidos, no me moriré de frío».
Allí había estado casi todo el tiempo sola, herida y hambrienta… y, pese a todo, había disfrutado de una extraña felicidad.
«Unos cuantos dolores, el estómago vacío, las noches frías… ¿Qué importa a cambio de volar? Lo repetiría».
Se dijo que Irri y Jhiqui estarían esperándola en la cúspide de la pirámide, en Meereen. También estarían la cariñosa escriba Missandei y los pequeños pajes. Le llevarían comida y podría bañarse en el estanque, bajo el caqui, para sentirse limpia otra vez. No le hacía falta ningún espejo para saber que estaba mugrienta.
También estaba famélica. Una mañana había encontrado cebollas silvestres en la ladera sur, y más tarde, el mismo día, una verdura de hojas rojizas que tal vez fuera una extraña especie de repollo; fuera lo que fuese, no le había sentado mal. Aparte de eso, y del pez que había pescado en el estanque que formaba el manantial, frente a la cueva de Drogon, había sobrevivido como podía con las sobras del dragón, huesos quemados y trozos de carne humeante entre carbonizada y cruda. Sabía que no era suficiente. Un día le dio una patada al cráneo fracturado de una oveja con el pie descalzo y lo mandó rodando colina abajo. Mientras lo miraba caer por la empinada pendiente, hacia el mar de hierba, se dio cuenta de que debía seguirlo.
Emprendió el camino con paso ligero. Sentía el calor de la tierra entre los dedos de los pies. La hierba era tan alta como ella.
«No lo parecía cuando cabalgaba mi Plata, junto a mi sol y estrellas, a la cabeza del khalasar». Mientras caminaba se daba golpecitos en el muslo con el látigo del sobrestante. Eso y los harapos que la cubrían eran todo lo que se había llevado de Meereen.
Aunque avanzaba a través de un reino verde, no era el verde intenso del verano. Incluso allí se notaba la presencia del otoño, y el invierno no tardaría en llegar. La hierba era más clara de lo que recordaba, de un verde apagado y enfermizo a punto de amarillear; después, se pondría pardusca. La vegetación estaba muriendo.
Daenerys Targaryen conocía bien el mar de hierba dothraki, que se extendía desde el bosque de Qohor hasta la Madre de las Montañas y el Vientre del Mundo. Lo había visto por primera vez cuando era una niña, recién casada con Khal Drogo cuando se dirigió a Vaes Dothrak para presentarse ante las viejas del dosh khaleen. La visión de aquella inmensa pradera la había dejado sin aliento.
«El cielo era azul, la hierba era verde y yo estaba llena de esperanza. —Ser Jorah estaba a su lado, su viejo oso gruñón. Tenía a Irri, a Jhiqui y a Doreah para cuidar de ella, a su sol y estrellas para abrazarla por las noches, y al hijo que crecía en su interior—. Rhaego. Iba a llamarlo Rhaego, y el dosh khaleen dijo que sería el semental que montaría el mundo». No había sido tan feliz desde aquellos días en Braavos que solo recordaba a medias, cuando vivía en la casa de la puerta roja.
Pero, en el desierto rojo, toda su alegría se convirtió en cenizas. Su sol y estrellas se cayó del caballo, la maegi Mirri Maz Duur mató a Rhaego en su vientre, y ella asfixió con sus propias manos a la cáscara vacía de Khal Drogo. Después, el gran khalasar de Drogo se había roto en pedazos. Ko Pono se nombró Khal Pono y se llevó a muchos jinetes y esclavos; Ko Jhaqo se nombró Khal Jhaqo y se llevó más; Mago, el jinete de sangre de Jhaqo, violó y asesinó a Eroeh, una chica a la que Daenerys ya había salvado una vez de sus garras. Solo el nacimiento de sus dragones, entre el fuego y el humo de la pira funeraria de Khal Drogo, la salvó de ser arrastrada a Vaes Dothrak para pasar el resto de sus días entre las viejas del dosh khaleen.
«El fuego me quemó el pelo, pero no me hizo ningún daño. —Lo mismo había ocurrido en el Reñidero de Daznak; de eso se acordaba, aunque lo que llegó después lo veía a través de una neblina—. Toda aquella gente, los gritos, los empujones…». Recordaba caballos encabritados y sandías que se desparramaban desde un carro volcado. De abajo llegó una lanza, seguida de una lluvia de saetas. Una le pasó tan cerca que le rozó la mejilla; otras resbalaron en las escamas de Drogon, se alojaron entre ellas o le rasgaron la membrana de las alas. Recordaba como se retorcía el dragón, las sacudidas que daba a cada impacto, mientras ella, desesperada, trataba de aferrarse a las escamas de su lomo. Le salía humo de las heridas. Dany vio una saeta estallar en llamas y otra caer, desprendida por el batir de las alas. Abajo había hombres que corrían en círculos, envueltos en llamas y con los brazos alzados, como atrapados en una danza demencial. Una mujer con un tokar verde cogió a un niño que lloraba y lo protegió de las llamas con su cuerpo. Recordaba vívidamente el color, pero no el rostro de la mujer, que quedó tirada, abrazada al niño, en el suelo de adoquines, mientras la gente le pasaba por encima. Algunos estaban en llamas.
Después, todo se había desvanecido. Los sonidos quedaron ahogados, la gente empequeñeció, y las flechas y lanzas cayeron sin alcanzarlos cuando Drogon se abrió camino hacia el cielo. La llevó arriba, cada vez más arriba, muy por encima de las pirámides y las arenas de combate, con las alas extendidas para atrapar el aire caliente que se elevaba de los adoquines achicharrados al sol de la ciudad.
«Aunque me caiga y me mate, habrá merecido la pena», había pensado.
Volaron hacia el norte, más allá del río. Drogon planeaba con sus alas desgarradas y magulladas atravesando nubes que ondeaban al viento como los estandartes de un ejército fantasmal. Dany atisbó la orilla de la bahía de los Esclavos y la antigua calzada valyria que discurría a su lado, entre arena y desolación, hasta perderse en el oeste.
«El camino a casa».
Bajo ellos solo estaba la hierba que se mecía al viento.
«¿Han pasado mil años desde la primera vez que volé?». A veces se lo parecía.
El sol calentaba más a medida que ascendía en el cielo, y al poco empezó a darle dolor de cabeza. El pelo volvía a crecerle, pero muy despacio.
«Necesito un sombrero —dijo en voz alta. Allá arriba, en Rocadragón, había intentado confeccionarse uno entretejiendo tallos de hierba, como había visto hacer a las dothrakis durante el tiempo que pasó con Drogo, pero no usaba la hierba adecuada o, sencillamente, no sabía; el caso era que todos se le hacían pedazos entre las manos—. Tengo que volver a intentarlo —se decía—; el próximo me saldrá mejor. Soy de la sangre del dragón, tengo que ser capaz de hacer un sombrero». Probó una y otra vez, pero el último intento fue tan infructuoso como el primero.
Pasado el mediodía llegó al arroyo que había visto desde la cima de la colina. Era un reguero, un hilillo de agua, no más ancho que su brazo… y el brazo se le había quedado más delgado con cada día que pasaba en Rocadragón. Cuando hizo cuenco con las manos para coger agua y echársela por la cara, se embarró los nudillos con el fondo. Le habría gustado que estuviese más fría, más clara… Pero no: puesta a cifrar sus esperanzas en deseos, más le valía desear que la rescataran.
Todavía confiaba en que fuesen en pos de ella. Quizá ser Barristan, que era el primero de su Guardia Real y había jurado defenderla con su propia vida; o sus jinetes de sangre, que conocían el mar dothraki y estaban ligados a ella por lazos inquebrantables; o su esposo, el noble Hizdahr zo Loraq, que podía enviar una partida de búsqueda; o Daario… Dany lo imaginó cabalgando hacia ella a través de la pradera, con una sonrisa en los labios y el diente de oro destellando bajo los últimos rayos del sol poniente.
Solo que Daario estaba en manos de sus enemigos, como rehén, para garantizar la seguridad de los capitanes yunkios.
«Daario, Héroe, Jhogo, Groleo y tres parientes de Hizdahr». Suponía que ya los habrían liberado a todos, pero…
Pensó en las espadas de su capitán, colgadas en la pared, al lado de su cama, esperando a que volviese a buscarlas. «Te dejo a mis chicas —había dicho—. Mantenlas a salvo en mi nombre, amada». ¿Hasta qué punto sabrían los yunkios cuánto significaba Daario para ella? Se lo había preguntado a ser Barristan el día en que partieron los rehenes.
—Habrán oído rumores —le respondió—. Hasta puede que Naharis se haya jactado de… de vuestro gran… de cuánto lo aprecia vuestra alteza. Disculpadme si os digo que la modestia no es una de sus virtudes. Está muy orgulloso de su… habilidad con la espada.
«Queríais decir que se jacta de acostarse conmigo. —Pero Daario no habría cometido la estupidez de alardear ante el enemigo—. No tiene importancia; a estas alturas, los yunkios estarán de regreso». Ese era el objetivo de todo lo que había hecho: la paz.
Se volvió para mirar el camino que había recorrido, hacia Rocadragón, que se alzaba sobre la pradera como un puño cerrado.
«Parece tan cerca… Llevo horas caminando, pero da la impresión de que podría tocarla si extendiese la mano». No era demasiado tarde para volver. Había peces en el estanque, junto a la cueva de Drogon. Si había pescado uno el primer día, podría pescar más. Y estaban las sobras. Huesos carbonizados con restos de carne; su parte de las matanzas de Drogon.
«No —se dijo—. Si vuelvo la vista atrás, estoy perdida. —Podía subsistir durante años entre las piedras recalentadas de Rocadragón, cabalgar sobre Drogon de día y roer los restos que dejaba al anochecer, mientras el mar de hierba pasaba del oro al anaranjado a la luz del crepúsculo; pero esa no era la vida a la que estaba destinada. Así que, una vez más, dio la espalda a la colina e hizo oídos sordos a la canción de vuelo y libertad que entonaba el viento al juguetear entre sus crestas rocosas. Siguió el arroyo, que corría hacia el sursuroeste, o eso le parecía—. Llévame al río, es lo único que te pido. Llévame al río y yo me encargaré del resto».
El tiempo transcurría despacio; el cauce serpenteaba, y Dany lo seguía marcando el paso con golpecitos del látigo en la pierna, intentando no pensar en la distancia que quedaba, en el martilleo que sentía en la cabeza ni en el estómago vacío.
«Un paso. Y luego otro. Y el siguiente. Y otro más». ¿Qué otra cosa podía hacer?
Su mar estaba en calma. Cuando soplaba el viento, la hierba suspiraba con el entrechocar de los tallos, susurrando en un idioma que solo entendían los dioses. De vez en cuando, el arroyuelo gorgoteaba al topar con una roca. Dany chapoteaba en el barro. A su alrededor zumbaban insectos: libélulas perezosas, brillantes avispas verdes y mosquitos punzantes, tan pequeños que casi no se veían; cuando se le posaban en los brazos los aplastaba a manotazos, distraída. Una vez se encontró con una rata bebiendo del arroyo, y al verla salió disparada y desapareció en la hierba. En ocasiones oía el trino de los pájaros, que le hacía rugir las tripas, pero no tenía una red para atraparlos y aún no había encontrado ningún nido.
«Antes soñaba con volar —pensó—, y ahora que he volado, sueño con robar huevos». Aquello la hizo reír.
—Los hombres están locos; y los dioses, más locos todavía —le dijo a la hierba, y la hierba susurró su aprobación.
Divisó a Drogon tres veces a lo largo del día. La primera estaba tan lejos que podía haber sido un águila que entrara y saliera de las nubes lejanas, pero ya había aprendido a reconocerlo aunque no fuese más que una mota. La segunda vez pasó por delante del sol, con las alas negras desplegadas, y el mundo se oscureció. La última pasó volando por encima de ella, tan cerca que alcanzó a oír sus alas. Durante un instante creyó que iba a convertirse en su presa; pero el dragón pasó de largo sin reparar en ella y se perdió por el este.
«Menos mal».
El crepúsculo la pilló casi por sorpresa. Cuando el sol doraba las lejanas crestas de Rocadragón, se topó con un muro bajo de piedra, medio desmoronado y cubierto de maleza. Quizá hubiese formado parte de un templo o del torreón del señor de aquel pueblo, ya que más allá había otras ruinas: un antiguo pozo y unos círculos en la hierba que señalaban los lugares que habían ocupado las chozas. Le pareció que fueron de adobe y bálago, aunque largos años de viento y lluvias las habían hecho desaparecer casi por completo. Dany contó ocho hasta que se puso el sol, pero podía haber más, ocultas en la hierba.
El muro de piedra había resistido mejor; aunque en ninguna parte superaba una vara de altura, el ángulo que formaba con otra pared, más baja, aún ofrecía cierto refugio contra los elementos, y pronto caería la noche. Dany se instaló en aquel rincón, en un nido que se construyó con manojos de hierba que arrancó junto a las ruinas. Estaba agotada, y le habían salido más ampollas en los pies, incluidas dos ampollas gemelas en los meñiques.
«Tiene que ser por mi forma de caminar». El pensamiento la hizo reír.
Cuando el mundo se oscureció, Dany se acurrucó y cerró los ojos; sin embargo, el sueño la rehuía. La noche era fría y la tierra dura, y tenía el estómago vacío. Pensó en Meereen; en Daario, su amado; en Hizdahr, su esposo; en Irri, Jhiqui y la dulce Missandei; en ser Barristan, Reznak y Skahaz el Cabeza Afeitada.
«¿Me creerán muerta? Salí volando a lomos de un dragón. ¿Pensarán que me ha devorado?». —Se preguntó si Hizdahr seguiría siendo rey. Su corona dependía de la de ella. ¿Podría conservarla en su ausencia?—. Quería que matasen a Drogon. Le oí gritar: “Matadlo, matad a la bestia”. Y tenía una expresión de deseo. —Y Belwas el Fuerte había caído de rodillas, presa de arcadas y temblores—. Veneno; seguro que era veneno. Las langostas con miel. Hizdahr estaba empeñado en que las probara, pero Belwas se las comió todas». Había convertido a Hizdahr en su rey, lo había acogido en su cama y había abierto los reñideros por él; no tenía motivos para desearle la muerte. Sin embargo, ¿quién podía haber sido, si no? ¿Reznak, el senescal perfumado? ¿Los yunkios? ¿Los Hijos de la Arpía?
Un lobo aulló a lo lejos. El sonido hizo que se sintiera triste y sola, aunque no menos hambrienta. Mientras la luna se elevaba sobre la pradera, Dany cayó al fin en un sueño intranquilo.
Soñó. Todo el dolor, todas las preocupaciones se desvanecieron, y pareció flotar hacia el cielo. Volvía a volar, giraba, reía, bailaba, y las estrellas daban vueltas a su alrededor y le susurraban secretos al oído.
—Para ir al norte tenéis que viajar hacia el sur. Para llegar al oeste debéis ir al este. Para avanzar tendréis que retroceder, y para tocar la luz debéis pasar bajo la sombra.
—¿Quaithe? —llamó Dany—. ¿Dónde estás, Quaithe? —Entonces la vio.
«Su máscara es de luz de estrellas».
—Recuerda quién eres, Daenerys —murmuraron las estrellas, con voz de mujer—. Los dragones lo saben. ¿Lo sabes tú?
A la mañana siguiente despertó agarrotada y dolorida, y llena de hormigas que le trepaban por la cara, los brazos y las piernas. Al darse cuenta, apartó a patadas la hierba seca y pardusca que le había servido de colchón y manta, y se levantó. Tenía picotazos por todas partes, bultitos rojos que le escocían.
«¿De dónde han salido tantas hormigas?». Dany se las sacudió de los brazos, las piernas y la tripa. Se pasó una mano por la pelusa que le cubría el cuero cabelludo y notó que tenía más hormigas en la cabeza y una que le bajaba por la nuca. Se las quitó a manotazos y las aplastó con los pies descalzos. Había muchísimas.
Resultó que el hormiguero estaba al otro lado del muro. ¿Cómo se las habrían arreglado las hormigas para escalarlo y llegar hasta ella? Las piedras en ruinas debían de parecerles tan altas como el Muro de Poniente. «El muro más grande del mundo», decía su hermano Viserys, tan orgulloso como si lo hubiese construido él mismo.
Viserys le había contado historias de caballeros tan pobres que tenían que dormir bajo los setos que crecían junto a los caminos de los Siete Reinos desde tiempos inmemoriales. Dany habría dado cualquier cosa por un buen seto frondoso.
«A poder ser, sin hormiguero».
El sol comenzaba a despuntar. En el cielo cobalto todavía brillaban unas cuantas estrellas remolonas.
«Quizá una sea Khal Drogo, montado en su semental de fuego, que me sonríe desde las tierras de la noche. —Aún distinguía Rocadragón sobre la hierba—. Parece tan cercana… Ya tengo que estar a leguas de distancia, pero da la sensación de que podría regresar en una hora. —Quería volver a acostarse, cerrar los ojos y abandonarse al sueño—. No, no puedo parar. El arroyo, tengo que seguir el arroyo».
Se detuvo un momento a comprobar el rumbo. No quería ir en dirección contraria y perder el riachuelo.
—Mi amigo —dijo en voz alta—. Si me quedo junto a mi amigo, no me perderé. —Habría dormido al lado del agua si se hubiera atrevido, pero había visto huellas de animales que bajaban a beber, y le daba miedo toparse con ellos por la noche. Dany sería una cena escasa para un lobo o un león, pero una cena escasa era mejor que ninguna.
Cuando supo a ciencia cierta dónde quedaba el sur, contó los pasos. El arroyo apareció al octavo. Hizo cuenco con las manos para beber agua, que le provocó un calambre en el estómago, pero prefería los calambres a la sed. No había nada más para beber, salvo el rocío matinal que refulgía en la alta maleza, y nada que comer, salvo que quisiera alimentarse de pasto.
«Podría comer hormigas». Las amarillas eran demasiado pequeñas para considerarlas alimento, pero las rojas que andaban por la hierba eran más grandes.
—Estoy perdida en medio del mar —dijo mientras avanzaba junto al riachuelo serpenteante— así que quizá encuentre cangrejos, o un pez bien gordo y sabroso. —El látigo le golpeaba el muslo con suavidad, zas zas zas. Un paso detrás de otro, y el cauce la llevaría a casa.
Poco después del mediodía se encontró con un arbusto que crecía junto al arroyo, con las ramas retorcidas cubiertas de bayas verdes y duras. Las miró con desconfianza, pero arrancó una y la mordisqueó. La pulpa era agria y correosa, y dejaba un regusto amargo que le resultó familiar.
—En el khalasar usaban esto para condimentar los asados —resolvió; decirlo en voz alta le daba más seguridad. Le rugía el estómago, y empezó a recoger bayas a dos manos para comérselas a puñados.
Una hora más tarde, los calambres eran tan fuertes que no podía seguir adelante. Pasó el resto del día vomitando una baba verde.
«Si me quedo aquí, moriré. Puede que ya esté muriendo. —¿Aparecería el dios caballo de los dothrakis, hendiendo la hierba, para llevarla a su khalasar estrellado, donde cabalgaría por las tierras de la noche con Khal Drogo? En Poniente, los Targaryen entregaban a sus muertos al fuego, pero allí, ¿quién encendería su pira?—. Mi carne será pasto de los lobos y los cuervos carroñeros —pensó con tristeza—, y mi vientre será un nido de gusanos. —Su mirada regresó a Rocadragón. Parecía más pequeña. Vio humo que se elevaba de la cumbre esculpida por el viento, a leguas de distancia—. Drogon ha vuelto de cazar».
El ocaso la encontró acuclillada en la hierba, gimiendo. Cada deposición era más líquida y maloliente que la anterior. Cuando salió la luna, estaba cagando agua marrón. Cuanto más bebía, más cagaba, pero cuanto más cagaba, más sed tenía, y la sed la impulsaba a arrastrarse hacia el arroyo para sorber más agua. Cuando por fin cerró los ojos, no sabía si tendría fuerzas para volver a abrirlos.
Soñó con su hermano muerto.
Viserys tenía el mismo aspecto que la última vez que lo había visto: la boca desfigurada por el dolor, el pelo quemado, y la cara negra y humeante allá donde el oro fundido le había chorreado por la frente y las mejillas, metiéndosele en los ojos.
—Estás muerto —dijo Dany.
«Asesinado. —Aunque no movió los labios, de alguna forma oía su voz, que le susurraba al oído—: Nunca me lloraste, hermana. Es duro morir sin ser llorado».
—Hubo un tiempo en que te quise.
«Un tiempo —respondió, con tal amargura que la hizo estremecerse—. Estabas destinada a ser mi esposa, a darme hijos de cabello plateado y ojos violeta, para mantener pura la sangre del dragón. Cuidé de ti. Te expliqué quién eras. Te di de comer. Vendí la corona de nuestra madre para darte de comer».
—Me hacías daño. Me dabas miedo.
«Solo cuando despertabas al dragón. Te quería».
—Me vendiste. Me traicionaste.
«No, la traidora fuiste tú. Te volviste contra mí, contra tu propia sangre. Me engañaron, tu esposo caballuno y sus salvajes fétidos, mentirosos y tramposos. Me prometieron una corona de oro y me dieron esto». Se tocó el oro fundido que le corría por la cara, y le salió humo del dedo.
—Habrías tenido tu corona —replicó Dany—. Mi sol y estrellas la habría conquistado para ti, si hubieras esperado.
«Esperé mucho tiempo; esperé toda la vida. Yo era su rey, su rey legítimo. Se rieron de mí».
—Debiste quedarte en Pentos con el magíster Illyrio. Khal Drogo tenía que llevarme ante el dosh khaleen, pero no era necesario que nos acompañaras. Fue tu elección; cometiste un error.
«¿Es que quieres despertar al dragón, putilla imbécil? El khalasar de Drogo me pertenecía. Le compré cien mil guerreros vociferantes; le di tu virginidad en pago».
—No lo entendiste nunca. Los dothrakis no compran ni venden: dan y reciben regalos. Si hubieses esperado…
«Esperé. Mi corona, mi trono, a ti. Después de tantos años, lo único que conseguí fue un caldero de oro fundido. ¿Por qué te dieron a ti los huevos de dragón? Deberían haber sido míos. Si hubiese tenido un dragón, le habría enseñado al mundo el significado de nuestro lema». Viserys se echó a reír hasta que se le cayó la mandíbula, envuelta en humo, y su boca chorreó sangre y oro fundido.
Cuando se despertó, con un grito ahogado, tenía los muslos pegajosos de sangre.
Al principio no supo qué era. En el mundo empezaba a clarear, y la alta hierba crepitaba suavemente al viento.
«No, por favor, quiero dormir un poco más. Estoy muy cansada. —Trató de refugiarse de nuevo bajo la pila de hierba que había arrancado antes de irse a dormir. Algunos tallos estaban húmedos. ¿Había vuelto a llover? Se sentó, temerosa de haberse ensuciado mientras dormía, y al llevarse los dedos a la cara olió la sangre—. ¿Me estoy muriendo?». Entonces vio la media luna, suspendida muy alta sobre la pradera, y se dio cuenta de que no era más que la sangre de la luna.
Si no se hubiera sentido tan enferma y asustada, habría sido un alivio, pero en vez de tranquilizarse se puso a temblar violentamente. Se frotó con los dedos con la tierra y cogió un puñado de hierba para limpiarse entre las piernas.
«El dragón no llora. —Estaba sangrando, pero era tan solo la sangre femenina—. Pero la luna sigue creciente, ¿cómo es posible? —Intentó recordar cuándo había sangrado por última vez. ¿La pasada luna llena? ¿O había sido la anterior? ¿O la anterior a la anterior?—. No, no puede hacer tanto tiempo».
—Soy de la sangre del dragón —le dijo a la hierba.
«Lo fuiste —le respondió la hierba en un susurro—, hasta que encadenaste a tus dragones en la oscuridad».
—Drogon mató a una niña. Se llamaba… Se llamaba… —Dany no se acordaba del nombre. Aquello la entristeció tanto que habría llorado si no hubiese consumido ya todas sus lágrimas—. No tendré nunca una niña. Era la Madre de Dragones.
«Sí —dijo la hierba—, pero te volviste contra tus hijos».
Tenía el estómago vacío, y los pies, doloridos y llenos de ampollas, y le pareció que los calambres habían empeorado. Se sentía como si tuviese las tripas llenas de culebras que se retorcían y le mordían las entrañas. Cogió un poco de agua embarrada con manos temblorosas; a mediodía estaría tibia, pero en el frío del amanecer estaba casi fresca y la ayudaba a mantener los ojos abiertos. Mientras se lavaba la cara vio que volvía a tener sangre en los muslos, y también en la camisola desgarrada. Se asustó al ver tanto rojo.
«Sangre de la luna, no es más que la sangre de la luna. —Aunque no recordaba que hubiese sido nunca tan abundante—. ¿Será por culpa del agua?». Si era el agua, estaba condenada. Tenía que beberla, o moriría de sed.
—Camina —se ordenó—. Sigue el arroyo y te conducirá al Skahazadhan. Una vez allí, Daario te encontrará. —Pero necesitó todas sus fuerzas para ponerse en pie, y cuando lo consiguió, tan solo pudo quedarse parada, enfebrecida y sangrando. Levantó la mirada hacia el cielo azul y vacío, y miró al sol con los ojos entornados.
«Ya ha pasado media mañana», comprendió, consternada. Se obligó a dar un paso, y luego otro, y por fin volvió a caminar, siguiendo el pequeño arroyo.
El día era cada vez más caluroso, y el sol le caía a plomo en la cabeza y lo que le quedaba del cabello quemado. El agua le salpicaba los pies; estaba caminando por el arroyo. ¿Cuánto tiempo llevaba así? Le gustaba sentir el blando lodo marrón en los dedos: le aliviaba el dolor de las ampollas.
«La cuestión es seguir adelante, aunque sea por el cauce. El agua fluye cuesta abajo; el arroyo me llevará al río, y el río, a casa».
Pero no sería así; sabía que no.
Meereen no era su hogar ni lo sería nunca. Era una ciudad de gentes extrañas, con dioses extraños y peinados más extraños todavía, de traficantes de esclavos envueltos en tokars con flecos, donde la gracia se alcanzaba a través de la prostitución, el asesinato era un arte, y el perro, un manjar. Meereen sería siempre la ciudad de la Arpía, y Daenerys no podía ser una arpía.
«Nunca —dijo la hierba, con la voz gruñona de Jorah Mormont—. Os lo advertí, alteza. Os dije que dejarais en paz esa ciudad; os dije que vuestra guerra estaba en Poniente».
Pese a que la voz no era más que un susurro, Dany tuvo la sensación de que caminaba a su lado.
«Mi oso —pensó—, mi querido oso, que me amó y me traicionó». Lo había echado mucho de menos; quería ver su feo rostro, rodearlo con los brazos y apretarse contra su pecho, pero sabía que, si se volvía, ser Jorah se habría marchado.
—Estoy soñando —dijo—. Sueño despierta, camino en sueños. Estoy sola y perdida.
«Perdida por haberos quedado donde no debíais estar —murmuró ser Jorah con una voz tan tenue como el viento—. Sola por haberme apartado de vuestro lado».
—Me traicionaste; me espiabas por oro.
«Por mi hogar. Lo único que quería era regresar a mi hogar».
—Y a mí. Me deseabas. —Dany lo había visto en sus ojos.
«Es cierto», susurró la hierba con voz triste.
—Me besaste, aunque no te di permiso. Me vendiste a mis enemigos, pero aquel beso fue de verdad.
«Os di buenos consejos. Os dije que reservarais vuestras lanzas y espadas para los Siete Reinos. Os dije que dejaseis Meereen para los meereenos y partieseis rumbo al oeste, pero no quisisteis escuchar».
—Tenía que conquistar Meereen, o mis hijos se habrían muerto de hambre por el camino. —Dany aún veía el rastro de cadáveres que había dejado al cruzar el desierto rojo. No era un espectáculo que quisiera volver a presenciar—. Tenía que conquistar Meereen para dar de comer a mi pueblo.
«Y lo conseguisteis, pero os quedasteis allí», respondió él.
—Para ser reina.
«Ya sois reina —señaló su oso—. De Poniente».
—Está muy lejos —protestó—. Estaba cansada, Jorah. Estaba harta de guerras. Quería descansar, reír, plantar árboles y verlos crecer. Solo soy una niña.
«No. Sois de la sangre del dragón. —El murmullo se iba haciendo más débil, como si ser Jorah estuviese quedándose atrás—. Los dragones no plantan árboles. Recordadlo. Recordad quién sois, para qué habéis nacido; recordad vuestro lema».
—Sangre y fuego —les dijo Daenerys a los tallos que oscilaban.
Una piedra giró bajo su pie, y Dany se desplomó sobre una rodilla. Gritó de dolor, esperando contra toda esperanza que su oso la recogiese y la ayudase a levantar. Cuando giró la cabeza para buscarlo, no vio más que un reguero de agua marrón… y un ligero movimiento en la hierba.
«El viento —se dijo—, el viento agita los tallos y los hace oscilar…». Solo que no soplaba viento. El sol caía a plomo, y el mundo era todo silencio y calor. Por el aire pululaba una nube de mosquitos y sobre el arroyo, una libélula volaba de un lado a otro con rápidos movimientos. Y la hierba se movía sin motivo alguno.
Hurgó en el agua hasta encontrar una piedra del tamaño de su puño y la sacó del barro. Como arma no era gran cosa, pero era mejor que la mano vacía. Por el rabillo del ojo volvió a ver otro movimiento en la hierba, a la derecha. Los tallos se mecían y se inclinaban, como si estuviesen ante un rey, pero ningún rey se le apareció. Era un mundo verde y vacío. Era un mundo verde y silencioso. Era un mundo amarillento, moribundo.
«Tengo que incorporarme —se dijo—. Debo caminar. Debo seguir el arroyo».
A través de la hierba le llegó un suave tintineo de plata.
«Campanillas —pensó, y sonrió al recordar a Khal Drogo, su sol y estrellas, y las campanillas que llevaba en la trenza—. Cuando el sol salga por el oeste y se ponga por el este, cuando los mares se sequen y las montañas se mezan como hojas al viento, cuando mi vientre vuelva a agitarse y dé a luz a un niño vivo, Khal Drogo volverá a mi lado».
Pero nada de eso había ocurrido.
«Campanillas», volvió a pensar. Sus jinetes de sangre la habían encontrado.
—Aggo —susurró—, Jhogo, Rakharo. —¿Iría Daario con ellos?
El mar verde se abrió y apareció un jinete. Tenía una trenza negra y brillante, la piel oscura como el cobre bruñido y los ojos rasgados como almendras amargas; las campanillas tintineaban en su pelo. Llevaba un cinturón de medallones, un chaleco pintado, un arakh en una cadera y un látigo en la otra; de la silla de montar colgaban un arco de caza y un carcaj.
«Un jinete, solo uno. Un explorador». Era uno de los que cabalgaban por delante del khalasar para buscar la caza y la hierba más verde, y rastrear a los enemigos dondequiera que se ocultasen. Si la encontraba allí, la mataría, la violaría o la tomaría como esclava. En el mejor de los casos, la mandaría con las viejas del dosh khaleen, donde iban las khaleesis buenas cuando morían sus khals.
Sin embargo, no la vio. Estaba oculta en la hierba, y él miraba en otra dirección. Dany siguió su mirada y vio la sombra en el cielo, con las alas extendidas. El dragón estaba casi a media legua, pero el explorador se había quedado paralizado, hasta que su semental se puso a relinchar de miedo; entonces reaccionó, como si despertara de un sueño, hizo girar su montura y se lanzó al galope por la alta hierba.
Dany lo miró alejarse. Cuando el silenció engulló el sonido de los cascos, empezó a gritar. Gritó hasta quedarse ronca… y Drogon acudió, resoplando columnas de humo. La hierba se inclinó ante él, y Dany se encaramó a su lomo. Sabía que apestaba a sangre, sudor y miedo, pero daba igual.
—Para avanzar debo retroceder. —Apretó las piernas desnudas en torno al cuello del dragón y lo espoleó con el pie. Drogon se lanzó hacia el cielo. Había perdido el látigo, de modo que se valió de manos y pies para hacerlo girar hacia el noreste, por donde se había ido el explorador. Drogon no se hizo de rogar; tal vez oliese el miedo del jinete.
En lo que tardó en latirle el corazón una docena de veces, habían adelantado al dothraki, que galopaba muy por debajo de ellos. A izquierda y derecha, Dany vio lugares donde la hierba estaba quemada y cenicienta.
«Drogon ya ha pasado por aquí», comprendió. Las marcas de sus cacerías salpicaban el mar de hierba verde, como una cadena de islas grisáceas.
Bajo ellos apareció una enorme manada de caballos. También había jinetes, una veintena o más, pero dieron media vuelta y huyeron nada más ver al dragón. Los caballos echaron a correr cuando la sombra cayó sobre ellos, hoyando la tierra con los cascos en un galope desordenado por la hierba, hasta que los flancos se les cubrieron de espuma. Sin embargo, por muy veloces que fueran, no podían volar. Pronto, uno empezó a quedarse rezagado. El dragón descendió sobre él con un rugido, y al instante, el pobre animal estaba en llamas, aunque se las arregló para seguir corriendo, profiriendo un lamento a cada paso, hasta que Drogon se posó sobre él y le quebró el lomo. Dany se aferró con todas sus fuerzas al cuello del dragón para no caerse.
El cadáver era demasiado pesado para llevarlo a la guarida, así que Drogon se lo comió allí mismo, desgarrando la carne carbonizada rodeado de hierba en llamas, aire cargado de humo y olor de pelo quemado. Dany, muerta de hambre, se bajó y compartió su comida, arrancando trozos de carne humeante del caballo muerto con las manos desnudas y quemadas.
«En Meereen era una reina vestida de seda que picoteaba dátiles rellenos y cordero a la miel —recordó—. ¿Qué diría mi noble esposo si me viera ahora?». Hizdahr se quedaría horrorizado, sin duda. Sin embargo, Daario…
Daario se reiría, trincharía un pedazo de carne con el arakh y se acuclillaría a su lado para comer con ella.
Mientras el cielo occidental se teñía del color de la piel magullada, Dany oyó caballos que se acercaban. Se levantó, se limpió las manos en los jirones de la camisola y aguardó junto a su dragón.
Así la encontró Khal Jhaqo cuando medio centenar de guerreros a caballo salieron de la nube de humo.