El domador de dragones

La noche se arrastraba con sus pies negros. La hora del murciélago dio paso a la de la anguila; la de la anguila, a la de los fantasmas. El príncipe, tumbado en la cama, miraba al techo, soñaba despierto, recordaba, imaginaba y daba vueltas bajo la colcha de hilo. Su mente, enfebrecida, bullía con ideas de sangre y fuego.

Al final, perdida toda esperanza de descansar, Quentyn Martell se levantó y se sirvió una copa de vino para tomársela a oscuras. El sabor le proporcionó un dulce consuelo al paladar, de modo que prendió una vela y se escanció otra copa.

«El vino me ayudará a dormir», se dijo, pero sabía que se engañaba.

Permaneció largo rato mirando la vela; luego, dejó la copa y extendió la mano sobre la llama. Tuvo que apurar hasta la última gota de su fuerza de voluntad para bajarla hasta que el fuego lamiese la carne y, cuando lo consiguió, la retiró de golpe con un grito de dolor.

—¿Te has vuelto loco, Quentyn?

«No, solo estoy asustado. No quiero arder».

—¿Gerris?

—Te he oído moverte.

—No podía dormir.

—¿Y el insomnio se cura con quemaduras? Prueba con leche caliente y una nana; o tengo una idea mejor: vamos al templo de las Gracias a buscar una chica.

—Querrás decir una puta.

—Aquí las llaman gracias. Las hay de muchos colores, pero las que follan son las rojas. —Gerris se sentó a la mesa frente a él—. Ya me gustaría que nuestras septas adoptasen esa costumbre. ¿Te has fijado en que de viejas se quedan arrugadas como pasas? A eso lleva la vida de castidad.

Quentyn paseó la mirada por la terraza, por las densas sombras nocturnas, entre los árboles. Se oía el susurro del agua al caer.

—¿Está lloviendo? La lluvia ahuyentará a las putas.

—No a todas. En los jardines del placer hay refugios en los que esperan por la noche hasta que llega algún hombre; las que no elige nadie tienen que quedarse hasta el amanecer, las pobres, solas y abandonadas; podríamos consolarlas.

—Di más bien que podrían consolarme.

—Bueno, eso también.

—No es el tipo de consuelo que necesito.

—¿Tú que sabes? Daenerys Targaryen no es la única mujer del mundo. ¿Es que quieres morir virgen?

«No quiero morir de ninguna manera. Lo que quiero es volver a Palosanto, besar a tus dos hermanas, casarme con Gwyneth Yronwood, ver como florece su belleza y tener hijos con ella. Quiero participar en torneos, dedicarme a la caza y la cetrería, ir a Norvos a visitar a mi madre, leer esos libros que me envía mi padre… Quiero que Cletus, Will y el maestre Kedry vuelvan a la vida».

—¿Crees que a Daenerys le haría gracia saber que ando acostándome con rameras?

—Pues igual sí. Por mucho que a los hombres les gusten las doncellas, las mujeres prefieren que los hombres sepan desenvolverse en la alcoba. Es como con la espada: hay que entrenarse para ser bueno.

La pulla le escoció. Quentyn nunca se había sentido tan niño como cuando se vio frente a Daenerys Targaryen, suplicando su mano; la idea de llevársela a la cama lo aterraba casi tanto como los dragones. ¿Y si no lograba satisfacerla?

—Daenerys ya tiene un amante —respondió a la defensiva—. Mi padre no me envió a entretener a la reina en la alcoba; ya sabes a qué hemos venido.

—No puedes casarte con ella; tiene esposo.

—Pero no ama a Hizdahr zo Loraq.

—¿Qué tiene que ver el amor con el matrimonio? Un príncipe debe estar por encima de eso. Tengo entendido que tu padre se casó por amor. ¿Acaso encontró la felicidad?

«Más bien no. —Doran Martell y su esposa norvoshi habían pasado la mitad de su matrimonio separados, y la otra mitad, discutiendo. Por lo visto, había sido la única decisión impetuosa que su padre había tomado en la vida, la única vez que había permitido a su corazón primar sobre la razón, y nunca había dejado de lamentarlo—. Se supone que eres mi amigo, Gerris. ¿Por qué te mofas de mis esperanzas? Ya tengo bastantes dudas sin que eches más leña al fuego».

—No todos los riesgos conducen al desastre —afirmó—. Es mi deber, mi destino; esta va a ser mi gran aventura.

—Las grandes aventuras están plagadas de muertes.

No le faltaba razón, a juzgar por los relatos: el héroe, con sus amigos y acompañantes, emprendía la misión y se enfrentaba al peligro para regresar triunfante, solo que varios amigos se quedaban por el camino.

«Pero el héroe no muere nunca, y ese tengo que ser yo».

—Solo necesito valor. ¿Quieres que Dorne me recuerde como un fracasado?

—Con el tiempo, Dorne nos olvidará a todos.

—Aún se acuerda de Aegon y sus hermanas. —Se lamió la quemadura de la mano—. Igual que recordará a Daenerys; los dragones no se olvidan con facilidad.

—Eso si no está muerta.

—Sigue viva; está perdida, pero la encontraré.

«Tiene que estar viva. Y cuando la encuentre, cuando haya demostrado que soy digno de ella, me mirará igual que antes miraba a su mercenario».

—¿A lomos de un dragón?

—Llevo montando a caballo desde los seis años.

—Y también te has caído unas cuantas veces.

—Eso no me impidió nunca volver a montar.

—Quizá porque nunca tuviste una caída de quinientas varas —señaló Gerris—. Y los caballos no se caracterizan por convertir a sus jinetes en un montón de cenizas y huesos carbonizados.

«Ya sé que es peligroso».

—No quiero seguir hablando de esto. Por mí, puedes irte; embarca y vuelve a casa. —El príncipe se levantó, apagó la vela y, a regañadientes, se metió en la cama, bajo las sábanas de lino empapadas de sudor.

«Ojalá hubiera besado a una gemela Drinkwater, o a las dos; ojalá las hubiese besado cuando aún podía. Ojalá hubiese viajado a Norvos, a ver a mi madre y el lugar donde nació; así sabría que no la he olvidado». Fuera, la lluvia repiqueteaba contra los ladrillos.

A la hora del lobo se había desatado un temporal que se precipitaba en un torrente gélido y amenazaba con convertir en ríos las calles adoquinadas de Meereen. Envueltos en el fresco previo al amanecer, los tres dornienses tomaron un desayuno sencillo a base de pan, fruta y queso, acompañado con leche de cabra. Cuando Gerris fue a servirse una copa de vino, Quentyn lo detuvo.

—Nada de vino. Después tendremos tiempo de sobra para beber.

—Eso espero —repuso Gerris.

—Sabía que iba a llover —se lamentó el grandullón, con voz lúgubre, tras echar una ojeada a la terraza—. Anoche me dolían los huesos, y eso siempre presagia lluvia. A los dragones no les va a gustar. El agua y el fuego no se llevan bien, es un hecho; se enciende una buena hoguera, se aviva, y de pronto cae un aguacero que empapa la madera y adiós al fuego.

—Pero los dragones no son de madera —dijo Gerris con una risita.

—Algunos sí. El viejo rey Aegon, el mujeriego, construyó dragones de madera para conquistarnos; claro que eso acabó mal.

«Esto también puede acabar mal. —Al príncipe lo traían sin cuidado los desatinos y fracasos de Aegon el Indigno, pero no podía sacudirse los recelos y las dudas, y las rebuscadas chanzas de sus amigos solo conseguían provocarle dolor de cabeza—. No lo entienden. Puede que sean dornienses, pero yo soy Dorne. Dentro de muchos años, cuando haya muerto, esta será la canción que canten sobre mí».

—Es la hora. —Quentyn se puso en pie de repente, y sus amigos lo imitaron.

—Voy a buscar los disfraces de titiritero —dijo ser Archibald tras apurar la leche y limpiarse el bigote blanco con el dorso de la manaza.

Regresó con el fardo que les había dado el Príncipe Desharrapado en su segunda reunión. Dentro, además de tres capas largas con capucha, confeccionadas con una miríada de cuadraditos de tela cosida, había tres garrotes, tres espadas cortas y tres máscaras de bronce bruñido: un toro, un león y un mono; todo lo necesario para convertirse en bestias de bronce.

—Si os piden el santo y seña —les había advertido el Príncipe Desharrapado al entregarles el fardo—, decid «Perro».

—¿Estáis seguro? —había preguntado Gerris.

—Lo suficiente para apostar la vida.

—Os referís a la mía. —El príncipe comprendió el verdadero significado de aquellas palabras.

—En efecto.

—¿Cómo averiguasteis el santo y seña?

—Nos topamos por casualidad con unas bestias de bronce y Meris se la preguntó amablemente; pero los príncipes no deberían interesarse por esas cosas, dorniense. En Pentos tenemos un dicho: «Cómete la empanada y no le preguntes al panadero qué lleva».

«Cómete la empanada». A Quentyn le pareció acertado.

—Yo seré el toro —anunció Arch.

—Y yo el león —decidió Quentyn al tiempo que le tendía la máscara de toro.

—Así que me toca hacer el mono. —Gerris se colocó la máscara—. ¿Cómo pueden respirar con esto?

—Póntelo y calla. —El príncipe no estaba de humor para bromas.

El fardo contenía también un látigo de cuero gastado con mango de bronce y hueso que podría arrancarle el pellejo a un buey.

—¿Y esto? —quiso saber Arch.

—Daenerys empleó un látigo para intimidar a la bestia negra —explicó Quentyn, que lo enroscó y se lo colgó del cinto—. Coge también el martillo; tal vez lo necesitemos.

Entrar de noche en la Gran Pirámide de Meereen no era cosa fácil; las puertas se cerraban y atrancaban al ocaso y no se abrían hasta el alba. Había guardias apostados en todas las entradas, y otros que patrullaban la terraza inferior, desde donde alcanzaban a ver la calle; antes era misión de los Inmaculados, pero había pasado a las Bestias de Bronce, y Quentyn tenía la esperanza de que eso los beneficiara.

El cambio de guardia tenía lugar cuando despuntaba el sol; un rato antes, los tres dornienses bajaron por la escalera de servicio. A su alrededor, las paredes eran de ladrillos de medio centenar de colores, pero las sombras los tornaban grises hasta que los alcanzaba la luz de la antorcha de Gerris. No se toparon con nadie durante el largo descenso; solo se oía el roce de las botas contra las gastadas baldosas.

La puerta principal de la pirámide daba a la plaza central de Meereen, pero los dornienses se dirigieron a una entrada lateral que desembocaba en un callejón; la que utilizaban antes los esclavos cuando sus amos los enviaban a algún recado. También la utilizaba el pueblo llano, y por ella entraban y salían los comerciantes para hacer sus entregas.

La puerta doble, de bronce macizo, estaba cerrada con una gruesa barra de hierro; delante había dos bestias de bronce armadas con garrote, lanza y espada corta. La antorcha se reflejó en las máscaras bruñidas: una rata y un zorro. Quentyn indicó por señas al grandullón que permaneciese oculto entre las sombras, y avanzó acompañado de Gerris.

—Llegáis antes de tiempo —señaló el zorro.

—Si quieres, nos vamos por donde hemos venido —replicó Quentyn con un encogimiento de hombros—. Sois muy libres de hacer nuestro turno; mejor para nosotros. —Sabía que no hablaba como un ghiscario, pero muchas bestias de bronce eran libertos con un sinfín de lenguas nativas, de modo que su acento no llamaría la atención.

—¡Y una mierda! —exclamó la rata.

—Santo y seña de hoy —exigió el zorro.

—Perro.

Las bestias de bronce cruzaron una mirada durante un momento que se le hizo interminable. Quentyn temió que algo marchase mal, que Meris la Bella y el Príncipe Desharrapado les hubieran dado un santo y seña incorrecto.

—Está bien, «Perro» —gruñó por fin el zorro—. La puerta es toda vuestra.

A medida que se alejaban, el príncipe consiguió recuperar el aliento. No disponían de mucho tiempo; el verdadero relevo estaría a punto de llegar.

—Arch —llamó, y el grandullón apareció con la máscara de toro reluciendo bajo la antorcha—. ¡Deprisa, la barra! —Era pesada, pero estaba bien engrasada, y ser Archibald la levantó con facilidad y la apoyó en el suelo. Quentyn abrió las puertas, y Gerris salió e hizo señales con la antorcha—. Traedlo ahora mismo, deprisa.

El carro de carnicero esperaba en el callejón, cargado con un buey descuartizado y dos ovejas muertas; el conductor arreó a la mula y entró, acompañado del estruendo producido por las llantas de hierro contra los adoquines. Media docena de hombres lo seguía a pie; cinco llevaban máscara y capa de bestias de bronce, pero Meris la Bella no se había molestado en disfrazarse.

—¿Dónde está tu señor? —preguntó Quentyn a Meris.

—No tengo ningún señor. Si te refieres al otro príncipe, aguarda aquí cerca con cincuenta hombres. Tú trae el dragón, y te sacará de aquí sano y salvo, tal como prometió. Daggo está al mando.

—¿Seguro que en ese carro cabe un dragón? —interrumpió ser Archibald, que lo miraba poco convencido.

—No veo por qué no; hay sitio para dos bueyes. —El Matamuertos iba disfrazado de bestia de bronce, con la cara surcada de cicatrices oculta tras una máscara de cobra, pero lo delataba el característico arakh negro que le colgaba del cinto—. Al parecer, estos bichos son más pequeños que el de la reina.

—La fosa ha decelerado su crecimiento. —Según había leído Quentyn, en los Siete Reinos había sucedido exactamente lo mismo; ninguno de los dragones nacidos y criados en el Pozo Dragón de Desembarco del Rey se había aproximado siquiera al tamaño de Vhagar o Meraxes, y mucho menos al del Terror Negro, el monstruo del rey Aegon—. ¿Traéis suficientes cadenas?

—¿Cuántos dragones tenéis? —repuso Meris la Bella—. Ahí, bajo la carne, hay de sobra para diez.

—Muy bien. —Quentyn sintió un vahído. Nada de aquello parecía real; tan pronto semejaba un juego como una pesadilla, un mal sueño en el que se veía abriendo una puerta oscura, incapaz de detenerse, aunque sabía que al otro lado esperaban el horror y la muerte. Tenía las palmas de las manos pegajosas de sudor; se las secó contra las piernas—. Habrá más guardias delante de la fosa.

—Ya lo sabemos —replicó Gerris—. Debemos estar preparados.

—Estamos preparados —lo tranquilizó Arch.

—Entonces, por aquí. —Quentyn tenía calambres en el estómago. Sintió la necesidad repentina de hacer de vientre, pero no se atrevía a excusarse en ese momento. Pocas veces se había sentido tan niño; aun así lo siguieron Gerris, el grandullón, Meris, Daggo y los demás hijos del viento. Dos mercenarios cogieron las ballestas que escondían en el carro.

Pasados los establos, la planta baja de la Gran Pirámide se transformaba en un laberinto, pero Quentyn Martell había pasado por allí con la reina y recordaba el camino. Franquearon tres enormes arcos de ladrillo, bajaron una empinada rampa de piedra que conducía a las profundidades y dejaron atrás mazmorras, cámaras de tortura y un par de hondas cisternas de piedra. Sus pasos resonaban en las paredes, acompañados por el traqueteo sordo del carro de carnicero. El grandullón agarró una antorcha de la pared para guiar la marcha.

Por fin llegaron ante un par de gruesas puertas de hierro, herrumbrosas e intimidatorias, cerradas con una cadena de eslabones anchos como brazos. Su tamaño y grosor bastó para que Quentyn Martell se cuestionase la prudencia de su plan; para colmo, ambas puertas mostraban abolladuras provocadas desde el interior por algo que quería salir. El grueso metal estaba agrietado y resquebrajado por tres sitios, y la parte superior de la puerta izquierda, medio derretida.

Cuatro bestias de bronce montaban guardia; tres llevaban lanza larga, y el cuarto, el sargento, espada corta y puñal. La máscara del oficial tenía forma de cabeza de basilisco; los otros tres llevaban máscaras de insecto.

«Langostas», comprendió Quentyn.

—Perro —dijo.

El sargento se tensó; aquello bastó para que Quentyn Martell comprendiese que algo había salido mal.

—Agarradlos —graznó mientras la mano del basilisco se lanzaba a por la espada.

El sargento era rápido, pero no tanto como el grandullón, que le tiró la antorcha a la langosta más cercana, se llevó la mano a la espalda y cogió el martillo. El basilisco apenas había alcanzado a sacar la espada de la vaina de cuero cuando el pincho del martillo se le estrelló contra la sien y aplastó la fina máscara de bronce, la carne y el hueso. Se tambaleó brevemente hacia un lado, se le doblaron las rodillas y a continuación se desplomó, presa de grotescas convulsiones.

Quentyn se quedó mirando petrificado, con el estómago revuelto. Seguía teniendo la espada envainada; ni siquiera había hecho ademán de desenfundar. Tenía los ojos clavados en el sargento, que agonizaba ante él entre espasmos. La antorcha aún parpadeaba en el suelo, haciendo que las sombras brincasen y se retorciesen en una parodia monstruosa de las sacudidas del caído. No vio la lanza que le arrojó la langosta hasta que Gerris lo apartó de un empujón, y la punta pasó rozando la mejilla de la máscara de león; pese a todo, el golpe fue tan fuerte que casi se la arrancó.

«Podía haberme atravesado el cuello», pensó, aturdido.

Gerris dejó escapar una maldición cuando las langostas lo rodearon. Quentyn oyó unos pasos apresurados, y los mercenarios salieron a la carrera de entre las sombras. Un guardia se paró a mirar el tiempo necesario para que Gerris esquivase la lanza y le hundiera la punta de la espada bajo la máscara de bronce, en la garganta, en el preciso momento en que a la segunda langosta le brotaba una saeta del pecho.

—¡Me rindo! ¡Me rindo! —La última langosta había soltado la lanza.

—No, te mueres. —El arakh de acero valyrio de Daggo atravesó carne, hueso y cartílago como si fueran sebo y le cercenó la cabeza—. Demasiado ruido —se quejó—. Cualquiera que tenga orejas nos habrá oído.

—Perro —murmuró Quentyn—. Se supone que el santo y seña de hoy era «perro». ¿Por qué no nos han dejado pasar? Nos dijisteis…

—Os dijimos que vuestro plan era una locura, ¿lo habéis olvidado? —atajó Meris la Bella—. Haced lo que habéis venido a hacer.

«Los dragones —pensó el príncipe Quentyn—. Sí, hemos venido a por los dragones. —Tenía náuseas—. ¿Qué hago aquí? ¿Por qué, padre? Cuatro hombres muertos en menos tiempo del que se tarda en contarlos, y ¿para qué?».

—Sangre y fuego —susurró—. Fuego y sangre. —La sangre empapaba el suelo de ladrillo y formaba un charco a sus pies; el fuego estaba más allá de las puertas—. La cadena… No tenemos la llave…

—La tengo yo —dijo Arch. Blandió el martillo y, con un movimiento fuerte y rápido, lo estrelló contra el candado, haciendo saltar chispas; golpeó una vez, y otra, y otra; el quinto golpe lo hizo añicos, y la cadena cayó con un repiqueteo tan fuerte que Quentyn tuvo la certeza de que lo había oído media pirámide.

—Traed el carro. —Los dragones serían más dóciles después de haber comido.

«Que se atiborren de cordero chamuscado».

Archibald Yronwood abrió las puertas de hierro. Las bisagras oxidadas gimieron lo suficiente para despertar a todos los que no hubiesen oído el candado al romperse. Los inundó una repentina ola de calor, cargada de un tufo de ceniza, azufre y carne quemada.

Al otro lado había negrura, una oscuridad infernal que parecía viva y amenazadora, hambrienta. Quentyn percibió algo en las sombras, algo que acechaba.

«Guerrero, dame coraje —rezó. No quería seguir adelante, pero no veía otro camino—. ¿Qué otro motivo pudo tener Daenerys para enseñarme los dragones? Quiere que demuestre que soy digno de ella». Gerris le tendió una antorcha, y Quentyn entró.

«El verde es Rhaegal; el blanco, Viserion —se recordó—. Llámalos por sus nombres, dales órdenes, háblales con calma pero con firmeza; domínalos, como Daenerys dominó a Drogon en la fosa. —La muchacha estaba sola, sin más protección que las finas sedas que vestía, pero no tuvo miedo—. Yo tampoco debo tener miedo; si ella lo consiguió, yo también. —Lo principal era no mostrar temor—. Los animales huelen el miedo, y los dragones… —¿Qué sabía él de dragones?—. ¿Qué sabe nadie de dragones? Hace más de un siglo que desaparecieron de la faz de la Tierra».

El borde de la fosa estaba justo delante. Quentyn se acercó poco a poco, dirigiendo la antorcha de un lado a otro. Las paredes, el suelo y el techo absorbieron la luz.

«Quemados —comprendió. Ladrillos ennegrecidos que se desmoronan convertidos en ceniza». El aire se volvía más caliente a cada paso. Empezó a sudar.

Dos ojos se alzaron ante él.

Eran broncíneos, más brillantes que escudos bruñidos, y relucían con su propio calor, ardiendo tras el velo de humo que salía de las fosas nasales del dragón. La antorcha de Quentyn iluminó las escamas oscuras, verdes como el musgo en la espesura del bosque al anochecer, justo antes de que se desvaneciera la última luz. Entonces, el dragón abrió la boca y lo bañó en luz y calor; alcanzó a ver un resplandor de horno cercado de dientes negros y afilados; el fulgor de un fuego dormido cien veces más luminoso que su antorcha. La cabeza del dragón era mayor que la de un caballo, y el cuello se estiraba interminablemente, desenroscándose como una gigantesca serpiente verde, hasta que el dragón irguió la cabeza y aquellos ojos de bronce reluciente se clavaron en él.

«Verdes —pensó el príncipe—, tiene las escamas verdes».

—Rhaegal. —Tenía un nudo en la garganta y solo pudo emitir un sonido entrecortado, como si croase.

«Rana —se dijo—, he vuelto a convertirme en Rana».

—La comida —pidió con voz ronca al acordarse—. ¡Traed la comida!

El grandullón lo oyó, cogió por dos patas una oveja del carro y, con un giro, la lanzó a la fosa.

Rhaegal la atrapó al vuelo; volvió rápidamente la cabeza y de entre sus fauces surgió una lanza de fuego, un remolino de llamas naranja y amarillas surcadas de vetas verdes; la oveja ardía antes de empezar a caer, y los dientes del dragón se cerraron en torno al cuerpo humeante, rodeado de un halo de llamas, antes de que se estrellase contra los ladrillos. El aire apestaba a azufre y lana quemada.

«Apesta a dragones».

—¿No había dos? —preguntó el grandullón.

«Viserion, sí. ¿Dónde está Viserion? —El príncipe bajó la antorcha para iluminar la penumbra del fondo. Vio como el dragón verde desgarraba el cuerpo humeante de la oveja y azotaba la larga cola a los lados mientras comía; aún llevaba al cuello una gruesa argolla de hierro de la que colgaba una vara de cadena rota. Diseminados por la fosa había eslabones destrozados, trozos de metal retorcido y medio fundido mezclados con huesos carbonizados—. La otra vez que vine, Rhaegal estaba encadenado al suelo y la pared —recordó el príncipe—, pero Viserion estaba colgado del techo».

Retrocedió, levantó la antorcha y echó la cabeza hacia atrás. Durante un momento no vio más que los arcos de ladrillo ennegrecido, tiznados por el fuego de los dragones. Le llamó la atención un poco de ceniza que caía, señal de movimiento. Algo pálido, semioculto, se rebullía.

«Ha excavado una cueva; se ha hecho una madriguera en los ladrillos —comprendió el príncipe. Los cimientos de la Gran Pirámide de Meereen eran suficientemente sólidos y gruesos para soportar el peso del enorme edificio; incluso las paredes interiores tenían una anchura tres veces mayor que el muro de ningún castillo, pero Viserion había excavado un agujero bastante grande para dormir en él, valiéndose del fuego y las garras—. Y yo acabo de despertarlo».

Vislumbró algo que parecía una gigantesca serpiente blanca que se desenroscaba en el interior de la pared, en la parte que se curvaba hacia el techo. Se desprendió más ceniza, y unos fragmentos de ladrillo se desmoronaron. La serpiente se convirtió en un cuello y una cola, y después apareció la alargada cabeza cornuda, con unos ojos que brillaban en la oscuridad como brasas doradas. Oyó el batir de las alas al desplegarse.

Todos los planes de Quentyn se habían esfumado de su cabeza; oyó a Daggo Matamuertos gritar a los mercenarios.

«Las cadenas. Ha mandado traer las cadenas», pensó el príncipe dorniense. El plan era alimentar a las bestias y encadenarlas cuando se quedaran adormecidas, tal como había hecho la reina. A un dragón o, mejor, a los dos.

—Más carne —pidió Quentyn.

«Cuando hayan comido se volverán lentos». Lo había visto en Dorne; funcionaba con las serpientes. Pero allí, con aquellos monstruos…

—Traed… traed…

Viserion se lanzó desde el techo, con las alas de cuero claro desplegadas. La cadena rota que le colgaba del cuello se mecía frenéticamente; las llamas iluminaron la fosa, oro pálido con vetas rojas y naranja, y el aire viciado estalló en una nube de azufre y ceniza caliente mientras las alas batían una y otra vez.

Una mano sujetó a Quentyn por el hombro; la antorcha se le escapó y rebotó contra el suelo antes de caer a la fosa, todavía encendida. Se encontró frente a frente con un mono de bronce.

«Gerris».

—Quent, esto no va a salir bien. Son demasiado indómitos, están…

El dragón se interpuso entre los dornienses y la puerta con un rugido que habría puesto en fuga a un centenar de leones. Movió la cabeza de lado a lado mientras inspeccionaba a los intrusos. Pasó la mirada por los dornienses, los hijos del viento y Daggo, y por último la clavó en Meris la Bella y se puso a olfatear.

«Sabe que es una mujer —comprendió Quentyn—. Está buscando a Daenerys, quiere a su madre y no entiende por qué no ha venido».

—Viserion —gritó, al tiempo que se liberaba del apretón de Gerris. «El blanco es Viserion». Durante un instante tuvo miedo de haberse equivocado—. Viserion —llamó otra vez, buscando a tientas el látigo que le colgaba del cinto.

«Ella intimidó al negro con el látigo; yo tengo que hacer lo mismo».

El dragón conocía su nombre; volvió la cabeza y detuvo la mirada en el príncipe dorniense durante el tiempo que tardó su corazón en latir tres veces; tras los cuchillos negros y relucientes que tenía por dientes ardían incendios blanquecinos; sus ojos eran lagos de oro fundido, y echaba humo por la nariz.

—Abajo —ordenó Quentyn. Entonces tosió, y volvió a toser.

El aire estaba cargado de humo, y el hedor del azufre era asfixiante. Viserion perdió el interés por él, se volvió hacia los hijos del viento y se dirigió a la puerta; quizá había captado el olor de los guardias muertos o la carne del carro; o quizá tan solo había visto que tenía el camino despejado.

Quentyn oyó los gritos de los mercenarios: Daggo pedía las cadenas, y Meris la Bella vociferaba, diciéndole a alguien que se apartase. En el suelo, el dragón se movía con torpeza, como un hombre que anduviese a gatas, pero más deprisa de lo que había supuesto el príncipe dorniense. Como los hijos del viento no acababan de apartarse de su camino, Viserion profirió otro rugido. Quentyn oyó el traqueteo de las cadenas y la fuerte vibración de una ballesta.

—¡No! —gritó—. No, no, ¡no! —Pero era demasiado tarde. Solo había tenido tiempo de pensar «¿Será imbécil?» cuando la saeta rebotó en el cuello de Viserion para desaparecer en la penumbra, dejando una estela de fuego a su paso: sangre de dragón, de resplandor rojo y dorado.

El ballestero buscaba a tientas otra saeta cuando los dientes del dragón se le cerraron en torno al cuello. Llevaba una máscara de bestia de bronce con las temibles facciones de un tigre. Cuando soltó el arma para tratar de separar las fauces de Viserion, la boca del tigre escupió un chorro de fuego. Se oyó un ligero estallido cuando reventaron los ojos del hombre, y el bronce empezó a gotear. El dragón arrancó un trozo de carne, casi todo el cuello del mercenario, y lo engulló mientras se desplomaba el cuerpo en llamas.

Los demás hijos del viento estaban retrocediendo; ni siquiera Meris la Bella tenía estómago para aquello. La cabeza cornuda de Viserion iba de ellos a su presa, pero al cabo de un momento se olvidó de los mercenarios y dobló el cuello para arrancar otro bocado de carne del muerto, esta vez la pantorrilla.

—¡Viserion! —exclamó Quentyn, más alto que antes, y desenrolló el látigo. Podía hacerlo, iba a hacerlo, su padre lo había enviado a los confines de la tierra para aquello; no le fallaría—. ¡VISERION! —Hizo restallar el látigo con un chasquido que resonó en las paredes ahumadas.

El dragón levantó la pálida cabeza y entrecerró los grandes ojos dorados. De la nariz le salían volutas de humo que se elevaban formando espirales.

—¡Abajo! —ordenó el príncipe. «No debe olerme el miedo»—. Abajo, abajo, ¡abajo! —Blandió el látigo y fustigó la cara del dragón. Viserion siseó.

Entonces, una ráfaga ardiente lo golpeó, y oyó unas alas de cuero; el aire se llenó de ceniza y carbonilla, y un rugido monstruoso resonó contra los ladrillos tiznados y abrasados. Sus amigos gritaban frenéticos.

—Detrás de ti, detrás de ti, ¡detrás de ti! —aulló el grandullón, mientras Gerris gritaba su nombre una y otra vez.

Quentyn se volvió y se cubrió la cara con el brazo para protegerse los ojos del viento tórrido.

«Rhaegal —se recordó—, el verde es Rhaegal».

Cuando levantó el látigo vio que estaba ardiendo. También tenía la mano en llamas. Todo él, todo él se quemaba.

«Oh», pensó. Entonces se echó a gritar.