La reina no logró conciliar el sueño la última noche de su encierro. Cada vez que cerraba los ojos, la cabeza se le llenaba de presagios y fabulaciones de lo que sucedería al día siguiente.
«Me pondrán guardias —se dijo—. No dejarán que se acerque la chusma. Nadie podrá tocarme». El Gorrión Supremo se lo había prometido.
Pese a todo, tenía miedo. El día en que Myrcella zarpó hacia Dorne, el día de las revueltas del pan, había capas doradas apostados a lo largo de la ruta de la comitiva, pero la multitud consiguió romper sus filas para despedazar al viejo septón supremo y violar cincuenta veces a Lollys Stokeworth. Y si aquella criatura fofa y estúpida había incitado a los animales con la ropa puesta, ¿qué lujuria no les inspiraría una reina?
Cersei paseaba por su celda, inquieta, como los leones enjaulados que vivían en las entrañas de Roca Casterly cuando era niña, legado de los tiempos de su abuelo. Jaime y ella siempre se desafiaban a trepar por los barrotes de la jaula, y en cierta ocasión, ella había reunido valor para introducir la mano y rozar a una de las grandes bestias. Siempre había sido más osada que su hermano. El león movió la cabeza para mirarla con sus grandes ojos dorados y le lamió los dedos. Tenía la lengua áspera como una lima, pero no se apartó hasta que Jaime la cogió por los hombros y la separó de la jaula.
—Te toca a ti —le dijo ella—. ¿A que no te atreves a tirarle de la melena?
«No se atrevió. Debí ser yo quien empuñara la espada, no él».
Recorría la habitación descalza, tiritando, con una fina manta sobre los hombros. Tenía miedo del día que se avecinaba, pero todo habría terminado cuando llegara la noche.
«Solo tengo que caminar un poco y estaré en casa, estaré con Tommen, en mis estancias del Torreón de Maegor. —Según su tío, era la única manera que tenía de salvarse, pero ¿le habría dicho la verdad? No confiaba en él, igual que no confiaba en el septón supremo—. Todavía puedo negarme. Puedo insistir en mi inocencia y jugármelo todo en un juicio.
Pero no se atrevía a dejarse juzgar por la Fe, como pensaba hacer Margaery Tyrell. La florecita podía permitirse aquel lujo, a diferencia de Cersei, que no contaba con muchos amigos entre las septas y los gorriones que rodeaban al nuevo septón supremo. Su única esperanza radicaba en un juicio por combate, y para eso le hacía falta un campeón.
«Si Jaime no hubiera perdido la mano…».
Por ahí no llegaba a ninguna parte. Además, su hermano había desaparecido en las tierras de los ríos con la tal Brienne, así que tenía que buscarse otro defensor, o el tormento que la aguardaba aquel día sería el menor de sus problemas. Sus enemigos la acusaban de traición, de modo que tenía que llegar junto a Tommen a toda costa.
«Me quiere; no rechazará a su propia madre. Joff era testarudo e imprevisible, pero Tommen es un niño bueno, es un reyecito bueno y hará lo que le diga». Si se quedaba allí, estaba perdida, y la única manera de volver a la Fortaleza Roja consistía en caminar. El Gorrión Supremo se había mostrado intransigente, y ser Kevan se negaba a plantarle cara.
—No me pasará nada —se dijo Cersei cuando las primeras luces acariciaron su ventana—. Lo único que sufrirá será mi orgullo. —Las palabras le sonaron vacías.
«Aún es posible que aparezca Jaime. —Se lo imaginó atravesando la bruma matinal, con la armadura dorada brillando a la primera luz del sol—. Jaime, si alguna vez me has querido…».
Cuando fueron a buscarla, las septas Unella, Moelle y Scolera iban a la cabeza del grupo de carceleras, seguidas por cuatro novicias y dos hermanas silenciosas. Cuando vio a las últimas, con su túnica gris, una oleada de terror recorrió a la reina.
«¿Qué hacen aquí? ¿Voy a morir?». Las hermanas silenciosas eran las encargadas de atender a los muertos.
—El septón supremo dice que no me pasará nada.
—Y nada os pasará. —La septa Unella hizo una seña a las novicias, que se acercaron con jabón de sosa, una jofaina de agua caliente, unas tijeras y una navaja de buen tamaño. Cersei sintió un escalofrío al ver el acero.
«Van a raparme. Un poco más de humillación; la guinda del pastel. —No les daría la satisfacción de oírla suplicar—. Soy Cersei de la casa Lannister; soy una leona de la Roca y la reina de estos Siete Reinos, la hija legítima de Tywin Lannister. Y el pelo vuelve a crecer».
—Adelante —dijo.
La mayor de las hermanas silenciosas cogió las tijeras. Sin duda tenía práctica, porque su orden se encargaba de limpiar los cadáveres de los nobles caídos en combate antes de devolverlos a sus familiares, y ese trabajo incluía recortarles el pelo y la barba. Lo primero que hizo fue desnudarle la cabeza; Cersei permaneció sentada, inmóvil como una estatua, mientras las tijeras hacían su labor. Los mechones dorados fueron cayendo al suelo. En la celda no le habían permitido cuidarse el pelo como era debido, pero hasta enmarañado y sucio, seguía brillando al recibir la caricia del sol.
«Mi corona —pensó—. Me quitaron la otra corona, y ahora me arrebatan también esta».
Cuando sus rizos y bucles se hubieron convertido en un montón informe, a sus pies, una novicia le enjabonó la cabeza, y la hermana silenciosa afeitó los restos de pelo con la navaja.
Cersei creía que con aquello habían terminado, pero no era así.
—Quitaos la ropa, alteza —ordenó la septa Unella.
—¿Aquí? —preguntó, sorprendida—. ¿Por qué?
—Tenemos que rasuraros.
«Van a esquilarme como a una oveja». Se quitó el vestido y lo dejó caer.
—Cumplid vuestro deber.
De nuevo el jabón, el agua caliente y la navaja. Le afeitaron en primer lugar las axilas y las piernas, y por último, el fino vello dorado que le cubría el sexo. Mientras la hermana silenciosa trabajaba entre sus piernas con la navaja, a Cersei le acudieron a la mente las veces en que Jaime se arrodillaba igual que aquella mujer para llenarle los muslos de besos y llevarla al borde de la excitación. Pero sus besos eran cálidos, y la navaja, fría como el hielo.
Cuando terminaron estaba tan desnuda e indefensa como podía estarlo una mujer.
«Ni un pelo tras el que esconderme». Se le escapó, incontenible, una carcajada amarga.
—¿A vuestra alteza le parece gracioso? —preguntó la septa Scolera.
—No.
«Pero algún día te arrancaré la lengua con unas tenazas al rojo, y eso sí que me parecerá tronchante».
Una novicia le había llevado una túnica de septa, blanca y suave, para que se cubriera mientras bajaban por las escaleras de la torre y atravesaban el septo, de manera que ningún fiel tuviera que ver su piel desnuda.
«Que los Siete nos amparen, menudo hatajo de hipócritas».
—¿Se me permitirá llevar sandalias? —preguntó—. La calle está sucia.
—No tanto como vuestra conciencia —replicó la septa Moelle—. Su altísima santidad ha ordenado que salgáis tal como os hicieron los dioses. ¿Acaso llevabais sandalias al salir del vientre de vuestra madre?
—No —tuvo que responder la reina.
—Entonces, ya sabéis.
Una campana empezó a doblar. El largo encarcelamiento de la reina tocaba a su fin. Cersei se arrebujó en la túnica, agradecida por el calor que le proporcionaba.
—Vamos —dijo.
Su hijo la aguardaba al otro lado de la ciudad. Cuanto antes se pusiera en marcha, antes llegaría a su lado.
La piedra basta de los peldaños arañó las plantas de los pies de Cersei Lannister cuando empezó a bajar. Había llegado al Septo de Baelor como una reina, en su litera, y salía rapada y descalza.
«Pero salgo, que es lo que importa».
Las campanas de las torres repicaban para convocar a los ciudadanos a presenciar su humillación. El Gran Septo de Baelor estaba abarrotado de fieles que habían acudido a la ceremonia matinal, y el murmullo de sus plegarias resonaba en la cúpula; pero cuando apareció la comitiva de la reina se hizo un silencio repentino, y un millar de ojos siguieron su recorrido mientras atravesaba el pasillo y cruzaba el lugar de la capilla ardiente de su padre. Pasó entre los creyentes sin mirar a un lado ni a otro, recorriendo con los pies descalzos el frío mármol del suelo. Notaba los ojos clavados en ella, y hasta los Siete, tras sus altares, parecían observarla.
En la sala de las Lámparas, una docena de hijos del guerrero esperaba su llegada. Llevaban capas arcoíris, y los cristales que remataban sus yelmos brillaban centelleantes. Su armadura era de plata tan bruñida como un espejo, pero la reina sabía que debajo llevaban una camisa de cerdas. Sus escudos de lágrima lucían una espada de cristal que relucía en la oscuridad, el antiguo blasón de aquellos a los que el pueblo llamaba espadas.
Su capitán se arrodilló ante ella.
—Tal vez me recuerde vuestra alteza. Soy ser Theodan el Fiel, y su altísima santidad me ha puesto al mando de la escolta que os acompañará. Mis hermanos y yo nos encargaremos de que atraveséis la ciudad sin sufrir daño alguno.
Cersei recorrió con la mirada los rostros de los hombres situados tras él, y no tardó en verlo: Lancel, su primo, el hijo de ser Kevan, que le había jurado amor antes de decidir que amaba más a los dioses.
«Mi familia me traiciona». No se olvidaría de él.
—Podéis levantaros, ser Theodan. Estoy preparada.
El caballero se puso en pie, se volvió y levantó una mano. Dos de sus hombres se dirigieron a las imponentes puertas y las abrieron, y Cersei salió al aire libre, parpadeando como un topo arrancado de su madriguera.
Soplaban ráfagas de viento que hacían que la túnica le azotara las piernas. El aire de la mañana llegaba cargado con todos los olores habituales de Desembarco del Rey. Percibió el de vino agriado, el del pan en los hornos, el del pescado podrido, y los de los excrementos, el humo, el sudor y la orina de caballo. No hubo jamás flor alguna que le oliera tan bien. Arrebujada en su túnica, Cersei se detuvo ante los peldaños de mármol, mientras los hijos del guerrero formaban a su alrededor.
De repente se dio cuenta de que estaba en aquel mismo lugar cuando decapitaron a lord Eddard Stark.
«Todo salió mal. El plan era que Joff le perdonara la vida y lo enviara al Muro. —El hijo mayor de Stark lo habría sucedido como señor de Invernalia, pero Sansa se habría quedado de rehén en la corte. Varys y Meñique habían establecido las condiciones, y Ned Stark se había tragado su adorado orgullo y había confesado su traición para salvar la cabecita hueca de su hija—. Yo me habría encargado de casar bien a Sansa, con un Lannister. No con Joff, claro, pero tal vez con Lancel o con cualquiera de sus hermanos pequeños. —Recordó que Petyr Baelish se había ofrecido a casarse con la muchacha, pero era improcedente, por supuesto; su origen era demasiado humilde—. ¡Si Joff hubiera hecho lo que se le dijo, Invernalia no habría entrado en guerra y mi padre se habría encargado de los hermanos de Robert!».
Pero Joff ordenó que decapitaran a Stark, y tanto lord Slynt como ser Ilyn Payne se apresuraron a obedecer.
«Yo estaba aquí mismo», recordó la reina. Janos Slynt había levantado la cabeza de Ned Stark por el pelo mientras la sangre del norteño corría peldaños abajo, y ya no hubo vuelta atrás.
Todo quedaba tan lejos… Joffrey había muerto, al igual que todos los hijos varones de Stark. Hasta su padre, Tywin Lannister, había perecido, y ella volvía a los peldaños del Gran Septo de Baelor; pero en aquella ocasión, la turba la contemplaba a ella, no a Eddard Stark.
En la amplia plaza de mármol había tanta gente como aquel día en que ajusticiaron a Stark. Mirase hacia donde mirase, la reina veía ojos. La multitud parecía compuesta de hombres y mujeres a partes iguales, y algunos llevaban niños a hombros. Mendigos, ladrones, taberneros, comerciantes, curtidores, mozos de cuadra, titiriteros, prostitutas y todos los desechos de la ciudad habían acudido para presenciar la humillación de una reina. Con ellos se habían mezclado los clérigos humildes, unos hombrecillos sucios y mal afeitados, armados con hachas y lanzas y protegidos con restos de armadura oxidada y mellada, cuero agrietado y sobrevestas de tejido basto mal teñidas de blanco con la estrella de siete puntas, emblema de la Fe, el andrajoso ejército del Gorrión Supremo.
Seguía albergando la remota esperanza de que apareciera Jaime y la rescatara de aquella humillación, pero no lo veía por ningún lado. Tampoco veía a su tío, aunque eso no la sorprendió. Durante su visita, ser Kevan había dejado muy clara cuál era su postura: la vergüenza que iba a sufrir no debía empañar lo más mínimo el honor de Roca Casterly, así que ningún león caminaría con ella. Tendría que soportar a solas el tormento.
La septa Unella se situó a su derecha; la septa Moelle, a su izquierda, y la septa Scolera, detrás de ella. Si intentara huir o mostrara resistencia, las tres brujas la arrastrarían de nuevo al interior del templo y nunca volvería a salir de la celda. Cersei alzó la cabeza. Más allá de la plaza, más allá del mar de ojos hambrientos, bocas abiertas y rostros sucios, al otro lado de la ciudad, se alzaba la Colina Alta de Aegon, y las torres y almenas de la Fortaleza Roja se tornaban rosadas a la luz del sol naciente.
«No está tan lejos. —Cuando llegara a las puertas, lo peor habría pasado, y volvería a ver a su hijo. Tendría a su campeón. Su tío se lo había prometido—. Me espera Tommen, mi pequeño rey. Tengo que ir. Tengo que ir».
—Una pecadora se presenta ante vosotros —declaró la septa Unella, adelantándose—. Se trata de Cersei de la casa Lannister, madre de su alteza el rey Tommen, viuda de su alteza el rey Robert, culpable de maquinaciones y fornicios espantosos.
La septa Moelle, a la derecha de la reina, dio un paso al frente.
—Esta pecadora ha confesado todos sus pecados y ha suplicado perdón y absolución. Su altísima santidad ha ordenado que demuestre el arrepentimiento que siente despojándose de todo orgullo y artificio, y presentándose ante los habitantes de esta ciudad tal como la hicieron los dioses.
—Así —concluyó la septa Scolera—, esta pecadora se presenta ante vosotros con humildad en el corazón, sin secretos ni nada que ocultar, desnuda a los ojos de los dioses y los hombres, para realizar el recorrido como penitente.
Cersei tenía un año cuando falleció su abuelo, y lo primero que hizo su señor padre al sucederlo fue expulsar de Roca Casterly a su amante plebeya. Le arrebataron las sedas y terciopelos que le había regalado lord Tytos, y las joyas de las que ella se había apropiado, y la echaron desnuda a las calles de Lannisport para que todo el oeste la viera tal como era.
Aunque era muy niña para presenciar el espectáculo, Cersei oyó como la historia se magnificaba al pasar de boca en boca entre las lavanderas y los guardias. Hablaban de lo que lloró y suplicó la mujer, de la desesperación con que se aferraba a la ropa cuando le ordenaron desnudarse, de los esfuerzos inútiles por cubrirse los pechos y el sexo con las manos mientras caminaba descalza y desnuda por las calles, hacia el exilio.
—Con lo engreída y orgullosa que era antes —recordó haber oído comentar a un guardia— tan altiva que cualquiera diría que se le había olvidado que venía del arroyo. Pero cuando le quitaron la ropa volvió a ser una puta más.
Si ser Kevan y el Gorrión Supremo creían que ella iba a hacer lo mismo, estaban muy equivocados. Llevaba en las venas la sangre de lord Tywin.
«Soy una leona. No van a acobardarme».
La reina se quitó la túnica.
Se desnudó con un movimiento elegante, sin apresurarse, como si estuviera en sus estancias y se dispusiera a tomar un baño, rodeada solo por sus doncellas. Cuando el viento helado le rozó la piel, sintió un violento escalofrío y tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no tratar de cubrirse con las manos, como la puta de su abuelo. Apretó los puños hasta clavarse las uñas en las palmas. Estaban mirándola; todos aquellos ojos hambrientos estaban clavados en ella. Pero ¿qué veían?
«Soy hermosa», se recordó. ¿Cuántas veces se lo había dicho Jaime? Hasta Robert se lo reconocía cuando se metía en su cama después de beber demasiado para rendirle ebrio homenaje con la polla.
«Pero también miraban así a Ned Stark».
Tenía que empezar a andar. Desnuda, esquilada y descalza, Cersei Lannister bajó lentamente la amplia escalinata de mármol. Se le había erizado la piel de brazos y piernas, pero aun así mantuvo la cabeza bien alta, tal como correspondía a una reina. Su escolta se desplegó ante ella. Los clérigos humildes empujaban a los hombres a los lados para abrirle camino a través de la multitud, y las Espadas se situaron a ambos lados.
Las septas Unella, Scolera y Moelle la seguían, y las novicias de blanco cerraban la marcha.
—¡Puta! —gritaron. Era una voz de mujer. Siempre eran las más crueles a la hora de herir a otras mujeres. Cersei le hizo oídos sordos.
«Habrá más gritos, y serán peores. Estos seres no conocen mayor dicha que la de burlarse de quienes los superan». No podía obligarlos a callar, así que era mejor que no les prestara atención. Tampoco los vería: mantendría los ojos clavados en la Colina Alta de Aegon, al otro lado de la ciudad, en las torres de la Fortaleza Roja, que refulgían a la luz del amanecer. Si su tío mantenía su parte del trato, allí la aguardaba la salvación. «Esto es porque mi tío lo ha querido. Mi tío, el Gorrión Supremo y la florecita, seguro. He pecado y debo expiar mi culpa, exhibiendo mi vergüenza ante todos los mendigos de la ciudad. Creen que doblegarán mi orgullo, que así acabarán conmigo, pero se equivocan».
Las septas Unella y Moelle caminaban a su paso, mientras que la septa Scolera iba tras ellas haciendo sonar una campana.
—¡Avergüénzate! —gritaba la vieja bruja—. ¡Avergüénzate, pecadora! ¡Avergüénzate! ¡Avergüénzate!
A la derecha, fuera de su vista, un aprendiz de panadero proclamaba su mercancía:
—¡Empanadas de carne! ¡A tres peniques! ¡Calientes! ¡Empanadas calientes!
El mármol estaba frío y resbaladizo, y Cersei tenía que avanzar con cuidado para no caerse. Pasaron junto a la estatua de Baelor el Santo, que se alzaba alto y sereno en su pedestal con un rostro que rezumaba benevolencia. No reflejaba en nada al imbécil que había sido en vida. La dinastía Targaryen había dado al mundo reyes buenos y malos, pero ninguno tan querido como Baelor, el bondadoso rey septón que amaba a su pueblo y a los dioses por igual, aunque mantuvo prisioneras a sus propias hermanas. Era increíble que la estatua no se desmoronara ante la visión de unos pechos; según Tyrion, al rey Baelor le daba miedo verse su propia polla. En cierta ocasión expulsó a todas las prostitutas de Desembarco del Rey. Rezaba por ellas mientras las llevaban a rastras a las puertas de la ciudad, pero no se atrevió a mirarlas.
—¡Ramera! —gritaron. Otra mujer. De algún lado le lanzaron una verdura podrida, marrón y rezumante, que le pasó volando por encima de la cabeza y fue a estrellarse a los pies de un clérigo humilde.
«No tengo miedo. Soy una leona». Siguió caminando.
—¡Empanadas calientes! —pregonaba el aprendiz de panadero—. ¡Traigo empanadas! ¡Recién hechas!
—¡Avergüénzate! ¡Avergüénzate! ¡Avergüénzate, pecadora! ¡Avergüénzate! ¡Avergüénzate! —seguía proclamando la septa Scolera.
Las precedían los clérigos humildes que, con sus escudos, forzaban a los hombres a apartarse para abrirle un estrecho paso. Cersei los seguía con la cabeza rígida y los ojos clavados en la distancia. Cada paso la acercaba un poco más a la Fortaleza Roja. Cada paso la acercaba un poco más a su hijo, a la salvación.
Tardó lo que le parecieron cien años en cruzar la plaza, pero, por fin, el mármol dejó paso al empedrado bajo sus pies, y las tiendas, establos y casas se cernieron sobre ellos; empezaban a bajar por la colina de Visenya.
La marcha se hizo más lenta. La calle era empinada y estrecha, y la multitud estaba más apiñada. Los clérigos humildes intentaban apartar a empellones a la gente que bloqueaba el camino, aunque no tenía dónde meterse porque los que habían quedado atrás seguían empujando. Cersei trataba de mantener la cabeza alta, pero pisó algo blando y húmedo que la hizo resbalar. Se habría caído si la septa Unella no la hubiera sostenido por un brazo.
—Vuestra alteza debería mirar dónde pisa.
—Sí —respondió con voz humilde al tiempo que se liberaba de su mano.
Estaba tan rabiosa que tenía ganas de escupir. Siguió caminando, envuelta solo en piel de gallina y orgullo. Trató de buscar la Fortaleza Roja con la vista, pero los edificios de madera la ocultaban.
—¡Avergüénzate! ¡Avergüénzate! —iba entonando la septa Scolera al ritmo de su campana.
Cersei intentó caminar más deprisa, pero enseguida tropezó con la espalda de los guardias que la precedían y tuvo que aminorar el paso. La procesión se detuvo cuando los clérigos humildes apartaron del paso a un vendedor ambulante con una carretilla cargada de brochetas de carne. A ojos de Cersei, aquella carne parecía de rata, pero su olor impregnaba el aire, y cuando se despejó la calle y reanudaron la marcha, muchos espectadores estaban mordisqueando los pinchos.
—¿Queréis un poco, alteza? —le gritó uno.
Era una bestia grande, corpulenta, con ojillos de cerdo, barriga enorme y barba negra descuidada que le recordaba la de Robert. Apartó la vista, asqueada, y él le lanzó la brocheta, que le dio en la pierna antes de caer al suelo; la carne medio cruda le dejó un reguero de grasa y sangre en el muslo.
Allí los gritos parecían sonar más altos, quizá porque la turba estaba más cerca. Los más frecuentes eran «Puta» y «Pecadora», seguidos de «Zorra», «Traidora» y «Follahermanos». De cuando en cuando, también se escuchaban aclamaciones dedicadas a Stannis o a Margaery. El empedrado estaba muy sucio, y la reina tenía tan poco espacio que ni siquiera podía esquivar los charcos.
«Nadie se ha muerto por mojarse los pies», se dijo. Le habría gustado creer que era agua de lluvia, aunque lo más probable era que se tratara de orina de caballo.
También llovían desperdicios desde ventanas y balcones: fruta medio podrida, jarras de cerveza, huevos que estallaban con un hedor sulfuroso al estrellarse contra el suelo… Alguien lanzó un gato muerto sobre los clérigos humildes y los hijos del Guerrero. El cadáver golpeó el empedrado con tal fuerza que se reventó y salpicó las piernas de Cersei de entrañas y gusanos. Siguió caminando.
«No veo nada, no oigo nada, son simples insectos», se decía.
—¡Avergüénzate! ¡Avergüénzate! —entonaban las septas.
—¡Castañas! ¡Castañas asadas! —pregonaba un vendedor callejero.
—¡Salve, reina puta! —saludó solemnemente un borracho desde un balcón—. ¡Larga vida a tus regias tetas!
«Las palabras se las lleva el viento —pensó Cersei—. Las palabras no pueden hacerme daño».
A medio camino de descenso de la colina de Visenya, la reina cayó por primera vez al resbalar con algo que probablemente fueran excrementos. La septa Unella la ayudó a ponerse en pie, con una rodilla raspada y ensangrentada. Entre las carcajadas de la multitud, un hombre se ofreció a gritos a darle un besito en la herida para curársela. Cersei miró hacia atrás. Aún divisaba la gran cúpula y las siete torres de cristal del Gran Septo de Baelor, en la cima.
«¡Qué poco he avanzado!». Y lo peor era que había perdido de vista la Fortaleza Roja.
—¿Dónde…?
—Alteza, tenéis que seguir. —El capitán de la escolta se situó a su lado. Cersei no recordaba su nombre—. La multitud se está volviendo incontrolable.
«Incontrolable, sí».
—No tengo miedo…
—Pues deberíais.
La agarró por el brazo y tiró de ella. Cersei se tambaleó colina abajo, siempre hacia abajo, siempre hacia abajo, apretando los dientes por el dolor a cada paso, apoyada en él.
«Debería ser Jaime el que me sostuviera». Desenvainaría su espada dorada para abrirse camino a tajos por la multitud, y le sacaría los ojos a cualquier hombre que osara mirarla.
Los adoquines irregulares estaban agrietados, eran resbaladizos y le laceraban los delicados pies. Pisó con el talón algo afilado, tal vez un guijarro o un trozo de loza, y gritó de dolor.
—¡Os pedí unas sandalias! —escupió a la septa Unella—. ¡Al menos podríais haberme dado unas sandalias!
El caballero volvió a agarrarla por el brazo como si fuera una criaducha. «¿Se ha olvidado de quién soy?». Era la reina de Poniente, y aquel hombre no tenía derecho a tratarla con tanta brusquedad.
Ya casi al pie de la colina, la ladera se hacía menos empinada y la calle se ensanchaba de nuevo. Cersei volvió a ver la Fortaleza Roja, que relucía escarlata al sol de la mañana en lo alto de la Colina Alta de Aegon.
«Tengo que seguir caminando». Se liberó de la mano de ser Theodan.
—No hace falta que tiréis de mí. —Avanzó, coja, dejando en las piedras, a su paso, un rastro de huellas ensangrentadas.
Caminó por fango y excrementos, aterida, cojeando. La rodeaba un mar de sonidos confusos.
—¡Mi mujer tiene mejores tetas! —gritó un hombre.
Un carretero lanzó una retahíla de insultos cuando los clérigos humildes le ordenaron que se apartara del camino.
—¡Avergüénzate! ¡Avergüénzate! ¡Avergüénzate, pecadora! —entonaban las septas.
—¡Mirad esto! —gritó una puta desde el balcón de un burdel, al tiempo que se levantaba las faldas para que los hombres la vieran desde abajo—. ¡Aquí no ha entrado ni la mitad de pollas que ahí!
Las campanas sonaban, sonaban, sonaban sin cesar.
—No puede ser la reina —dijo un niño—. Está tan flácida como mi madre.
«Esta es mi penitencia —se dijo Cersei—. He cometido pecados espantosos; así los expío. Todo acabará pronto y podré olvidarlo».
Empezó a ver algunas caras conocidas. Un calvo de patillas pobladas la miraba desde una ventana con el ceño fruncido en un gesto idéntico al de su padre, y se parecía tanto a lord Tywin que la hizo tropezar. Una niña sentada bajo una fuente, empapada por el agua que salpicaba, tenía los ojos acusadores de Melara Hetherspoon. Vio a Ned Stark y, a su lado, a la pequeña Sansa, con la cabellera castaña rojiza y un chucho gris que tal vez fuera su loba. Todos los niños que le hacían muecas se convertían en su hermano Tyrion, y todos se burlaban igual que se había burlado él cuando murió Joffrey. También Joffrey estaba allí, su hijo, su primogénito, su hermoso muchachito de rizos dorados y sonrisa dulce, con aquellos labios tan bellos que…
En aquel momento se cayó por segunda vez. Cuando la levantaron estaba tiritando.
—Por favor —dijo—. Madre, apiádate de mí. He confesado.
—Así es —replicó la septa Moelle—. Esta es vuestra penitencia.
—Ya queda poco —intervino la septa Unella—. ¿Veis? —señaló—. Solo tenéis que subir la colina.
«Solo tengo que subir la colina». Era verdad. Estaban al pie de la Colina Alta de Aegon, y el castillo se alzaba sobre ellos.
—¡Puta! —se oyó gritar.
—¡Te follas a tu hermano!
—¡Monstruo!
—¿Queréis chupar esto, alteza? —Un hombre con delantal de carnicero se sacó la polla de los calzones y sonrió. No le importaba. Casi había llegado a casa.
Cersei empezó a subir. Allí, los gritos e insultos eran más enconados. La ruta de la expiación no pasaba por el Lecho de Pulgas, de modo que sus habitantes habían acudido a la ladera de la Colina para ver el espectáculo. Los rostros que la miraban burlones desde detrás de los escudos y las lanzas de los clérigos humildes le parecieron deformes, monstruosos, repulsivos. Por doquier había cerdos y niños desnudos; los mendigos tullidos y los rateros pululaban por la multitud como cucarachas; vio a hombres con los dientes afilados como sierras, a viejas con un bocio más grande que la cabeza, a una prostituta con una serpiente enorme alrededor del pecho y los hombros, a un hombre con la cara cubierta de pústulas que rezumaban un pus grisáceo… Todos sonreían, se humedecían los labios y aullaban al verla pasar, cojeando, con el pecho sacudido por la respiración jadeante del esfuerzo. Unos le gritaban proposiciones deshonestas; otros, insultos.
«Las palabras se las lleva el viento —pensó—. Las palabras no me pueden hacer daño. Soy la mujer más hermosa de todo Poniente. Lo dice Jaime, y Jaime no me mentiría jamás. Hasta Robert, que no me quiso nunca, decía lo mismo, me decía que era hermosa, me deseaba».
Pero no se sentía hermosa. Se sentía vieja, usada, sucia, fea. Tenía en el vientre las estrías de los partos, y sus senos habían perdido la firmeza de la juventud. Sin un vestido que los contuviera, le colgaban contra las costillas, flácidos. «No debería haber aceptado. Era su reina, pero ahora me han visto, me han visto, me han visto. No debí permitir que me vieran. —Con el vestido y la corona, era una reina. Desnuda, ensangrentada y cojeando, solo era una mujer, no muy distinta de las esposas, las madres y las hijitas doncellas de los que la miraban—. ¿Qué he hecho?».
Notó en los ojos algo que le escocía y le nublaba la vista. No podía llorar; no debía llorar. Los insectos no la verían llorar. Se frotó los ojos. Una ráfaga de viento gélido la hizo tiritar. Y de repente allí estaba la vieja, en medio de la multitud, con las tetas caídas y la piel cetrina llena de verrugas. Se reía igual que los demás, con unos ojos legañosos y amarillentos cargados de maldad. «Reina serás, hasta que llegue otra más joven y bella para derrocarte y apoderarse de todo lo que te es querido».
De repente no pudo seguir conteniendo las lágrimas, que le corrieron por las mejillas quemándolas como el ácido. Dejó escapar un gemido, se cubrió los pezones con una mano, se puso la otra sobre el sexo y echó a correr colina arriba, adelantando a los clérigos humildes, encorvada, torpe. A los pocos pasos tropezó, se cayó y se levantó, y al poco volvió a caer. Antes de darse cuenta estaba avanzando a cuatro patas colina arriba, como un perro, mientras las buenas gentes de Desembarco del Rey le abrían paso entre risas, burlas y aplausos.
Y entonces, de improviso, la multitud se dispersó, como si se hubiera disuelto en el aire. Las puertas del castillo se alzaron ante ella, y vio a una hilera de lanceros de yelmo dorado y capa roja. Oyó el gruñido tan familiar de las órdenes de su tío, y divisó un atisbo de blanco a cada lado cuando se le acercaron ser Boros Blount y ser Meryn Trant con sus corazas blancas y sus capas níveas.
—¡Mi hijo! —gritó—. ¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está Tommen?
—Aquí no, desde luego. Ningún hijo tiene por qué contemplar la vergüenza de su madre. —La voz de ser Kevan era brusca y cortante—. Dadle algo para que se tape.
Jocelyn se inclinó sobre ella y cubrió su desnudez con una suave manta de lana verde. Una sombra cayó sobre ellos. La reina sintió el acero frío que se interponía entre el suelo y su cuerpo, unos brazos enfundados en armadura que la levantaron con tanta facilidad como levantaba ella a Joffrey cuando era un bebé.
«Un gigante —pensó aturdida, mientras la transportaba a grandes zancadas hacia la torre de entrada. Había oído decir que más allá del Muro, en aquellas tierras salvajes, aún quedaban gigantes—. Pero no es más que un cuento. ¿Acaso estoy soñando?».
No. Su salvador era real. Medía tres varas o más, y tenía unas piernas como árboles, un pecho digno de un caballo de tiro y unos hombros con los que bien se conformaría cualquier toro. Su armadura era de placas de acero esmaltadas de blanco, tan luminosa y brillante como las esperanzas de una doncella, y debajo llevaba una cota de malla dorada. El yelmo le ocultaba el rostro por completo, y lo remataba un penacho con siete plumas de seda, el arcoíris de la Fe. Se sujetaba la capa a los hombros con dos broches dorados en forma de estrella de siete puntas.
«La capa es blanca».
Ser Kevan había cumplido su parte del trato. Tommen, su hijito adorado, había hecho miembro de la Guardia Real a su campeón.
No vio llegar a Qyburn, pero de pronto lo tenía al lado, trotando para seguir el paso a su campeón.
—No sabéis cuánto me alegro de que hayáis vuelto, alteza —dijo—. Tengo el honor de presentaros al miembro más reciente de la Guardia Real: ser Robert Strong.
—Ser Robert —susurró Cersei mientras cruzaban las puertas.
—Con el permiso de vuestra alteza, ser Robert ha hecho voto de silencio —le explicó Qyburn—. Ha jurado que no hablará hasta que los enemigos de nuestro rey hayan muerto y el reino haya quedado libre de todo mal.
«Sí —pensó Cersei Lannister—. Sí, sí, ¡sí!».