El caballero olvidado

—Arrodillaos todos ante su magnificencia Hizdahr zo Loraq, el decimocuarto de su noble nombre, rey de Meereen, Vástago de Ghis, Octarca del Antiguo Imperio, Amo del Skahazadhan, Consorte de Dragones y Sangre de la Arpía —clamó el heraldo. Su voz resonó en el suelo de mármol y retumbó entre las columnas.

Ser Barristan Selmy pasó una mano bajo los pliegues de la capa y aflojó la espada de la vaina. Nadie podía ir armado en presencia del rey, con excepción de sus protectores. Parecía que seguía contándose entre ellos, pese a que lo habían destituido; al menos, no habían intentado quitarle la espada.

En la sala de audiencias, Daenerys Targaryen prefería sentarse en un banco de ébano pulido, liso y sencillo, cubierto con los cojines que le había llevado ser Barristan para hacerlo más cómodo. El rey Hizdahr había sustituido el banco por dos imponentes tronos de madera dorada con respaldo alto tallado en forma de dragón. El rey se sentaba en el de la derecha, con una corona de oro y un cetro enjoyado en la mano pálida. El segundo trono permanecía vacío.

«El que importa de verdad —pensó ser Barristan—. Ninguna silla con forma de dragón puede reemplazar a un dragón de verdad, por muy intrincada que sea la talla».

A la derecha de los tronos gemelos se encontraba Goghor el Gigante, una inmensa mole de rostro fiero y surcado de cicatrices; a la izquierda, el Gato Moteado, con una piel de leopardo al hombro; detrás de ellos, Belaquo Rompehuesos y Khrazz, el de los ojos fríos.

«Asesinos avezados, todos ellos —se dijo Selmy—, aunque una cosa es enfrentarse a un enemigo en la arena de combate, cuando los cuernos y tambores pregonan su llegada, y otra, identificar a un asesino oculto antes de que ataque».

El día era joven y fresco, pero Barristan Selmy notaba el cansancio en los huesos, como si se hubiera pasado la noche luchando. Cuanto más viejo se hacía, menos sueño parecía necesitar. En sus tiempos de escudero podía dormir diez horas por la noche y aun así llegar al patio de entrenamiento bostezando y dando traspiés. A los sesenta y tres años, cinco horas le parecían más que suficiente, pero esa noche apenas había pegado ojo. Su habitación era una celda diminuta situada junto a los aposentos de la reina, antes destinada a los esclavos; su mobiliario consistía en una cama, un orinal, un armario ropero y hasta una silla, por si quería sentarse. En la mesita tenía una vela de cera de abeja y una estatuilla del Guerrero; aunque no era devoto, lo hacía sentirse menos solo en aquella ciudad desconocida y extranjera, y lo acompañaba en las oscuras vigilias. «Guárdame de estas dudas que me carcomen y concédeme fuerza para hacer lo correcto», rezaba. Sin embargo, ni las oraciones ni el amanecer le habían proporcionado ninguna certeza.

La sala estaba abarrotada, pero lo que más le llamó la atención fueron las ausencias: Missandei, Belwas, Gusano Gris, Aggo, Jhogo, Rakharo, Irri, Jhiqui, Daario Naharis… En lugar del Cabeza Afeitada había un hombre gordo con coraza musculada y máscara de león, de piernas gruesas que asomaban por debajo de la falda de tiras de cuero: Marghaz zo Loraq, primo del rey, nuevo comandante de las Bestias de Bronce. Selmy ya sentía hacia él un abierto desdén. Había conocido a otros de su calaña en Desembarco del Rey: adulador con sus superiores, duro con sus inferiores, tan ciego como fanfarrón, y muy, muy orgulloso. Demasiado.

«Skahaz también podría estar aquí —comprendió—, con su fea cara escondida tras una máscara». Apostadas entre las columnas aguardaban cuatro decenas de bestias de bronce, cuyas máscaras de cobre bruñido brillaban a la luz de las antorchas. El Cabeza Afeitada podía ser cualquiera de ellos.

La sala retumbaba con un centenar de voces que despertaban ecos en las columnas y el suelo de mármol. El sonido era furioso, amenazador; a Selmy le evocó un avispero justo antes de empezar a vomitar avispas. En los rostros de la multitud vio ira, pesar, sospecha, miedo.

Apenas el nuevo heraldo ordenó silencio en la sala, las cosas empezaron a ponerse feas. Una mujer sollozaba por su hermano, muerto en el reñidero de Daznak; otra, por los daños que había sufrido su palanquín. Un hombre gordo se arrancó los vendajes para mostrar a la corte un brazo quemado, todavía supurante y en carne viva. Y cuando otro, que llevaba un tokar azul y dorado se puso a hablar de Harghaz el Héroe, el liberto que se encontraba a su espalda lo tiró al suelo de un empellón. Hicieron falta seis bestias de bronce para separarlos y llevárselos a rastras: un zorro, un halcón, una foca, una langosta, un león y un sapo. Selmy se preguntó si las máscaras encerrarían algún significado para los hombres que las llevaban. ¿Se ponían siempre las mismas, o escogían un rostro distinto cada mañana?

—¡Silencio! —suplicaba Reznak mo Reznak—. ¡Por favor! Os responderé si tan solo…

—¿Es cierto? —gritó una liberta—. ¿Nuestra madre ha muerto?

—¡No, no, no! —chilló Reznak—. La reina Daenerys regresará a Meereen a su debido tiempo, en todo su poder y majestad. Hasta entonces, su adoración el rey Hizdahr…

—¡No es mi rey! —vociferó un liberto. Los asistentes empezaron a empujarse.

—¡La reina no ha muerto! —proclamó el senescal—. Los jinetes de sangre de su alteza han cruzado el Skahazadhan para buscarla y devolverla a su amante esposo y a sus leales súbditos. Partieron con diez jinetes selectos cada uno y tres caballos veloces por jinete, para llegar lejos y deprisa. Encontrarán a la reina Daenerys.

Tomó la palabra un ghiscario alto con túnica de brocado, de voz tan sonora como fría. El rey Hizdahr se revolvía en su trono de dragón, con el rostro como una máscara de piedra en un esfuerzo por aparentar al mismo tiempo preocupación e impasibilidad. De nuevo tuvo que responder el senescal.

Ser Barristan dejó que las palabras untuosas de Reznak le resbalaran. Los años pasados en la Guardia Real lo habían enseñado a oír sin escuchar, cosa que resultaba especialmente útil cuando el orador se empeñaba en demostrar que las palabras son aire. Al fondo de la sala atisbó al principito dorniense y a sus compañeros.

«No tendrían que haber venido. Martell no es consciente del peligro. Daenerys era su única amiga en la corte, y ahora no está». —¿Hasta qué punto comprendían lo que se estaba diciendo? Incluso a él le costaba a veces entender aquel híbrido de la lengua ghiscaria que usaban los esclavistas, sobre todo si hablaban deprisa.

El príncipe Quentyn, por lo menos, escuchaba con atención.

«Es hijo de su padre. —Bajo y fornido, de rostro achatado, parecía un buen chico: serio, sensato, consciente de sus deberes…, aunque no era de los que aceleraban el corazón de las jóvenes. Y Daenerys Targaryen, al margen de todo lo demás, seguía siendo una niña, como ella misma decía cuando le daba por hacerse la inocente. Como toda buena reina, su pueblo era lo primero; de lo contrario, jamás se habría casado con Hizdahr zo Loraq. Pero la niña que era en el fondo anhelaba poesía, pasión y risas—. Quiere fuego, y Dorne le envía barro». El barro servía para hacer cataplasmas contra la fiebre; para plantar semillas y obtener una cosecha con que alimentar a tus hijos; el barro podía nutrir, mientras que el fuego solo consumía, pero los necios, los niños y las muchachas siempre preferían el fuego.

Detrás del príncipe, ser Gerris Drinkwater le susurraba algo a Yronwood. Ser Gerris tenía todo lo que le faltaba al príncipe: era alto, esbelto y atractivo, y poseía la gracia de un hombre de espada y el ingenio de un cortesano. Selmy no dudaba que más de una doncella dorniense habría peinado con los dedos los mechones dorados de su pelo y besado aquella sonrisa socarrona que lucía en los labios.

«Si el príncipe hubiera sido él, las cosas podrían haber sido diferentes —no podía dejar de pensar. Pero Gerris Drinkwater tenía algo… demasiado agradable para su gusto—. Como una moneda falsa», decidió el anciano caballero. Había conocido a otros como él.

Lo que quisiera que estuviese susurrando debía de ser gracioso, porque su amigo el grandullón calvo rompió a reír en tono bastante alto para que el rey volviese la mirada hacia los dornienses. Al ver al príncipe, Hizdahr zo Loraq puso cara de pocos amigos.

El gesto no le gustó a ser Barristan; y, cuando el rey hizo una seña a su primo Marghaz para que se acercara, y se inclinó y le habló al oído, le gustó menos todavía.

«Mis votos no son para con Dorne —se recordó. Sin embargo, Lewyn Martell había sido su hermano juramentado en los días en que los lazos entre los hombres de la Guardia Real eran fuertes—. No pude hacer nada por el príncipe Lewyn en el Tridente, pero ahora puedo ayudar a su sobrino. —Martell bailaba en un nido de víboras y ni siquiera las veía. Su continua presencia, incluso después de que Daenerys se hubiese entregado a otro ante los ojos de los dioses y de los hombres, provocaría a cualquier esposo, y Quentyn ya no contaba con la reina para protegerlo de la ira de Hizdahr—. Aunque…».

El pensamiento fue tan repentino como una bofetada. Quentyn había crecido en la corte de Dorne; las conspiraciones y los envenenamientos no le resultaban desconocidos. Además, el príncipe Lewyn no había sido su único tío.

«Es de la sangre de la Víbora Roja. —Daenerys había tomado a otro consorte pero, si Hizdahr moría, podría casarse de nuevo—. ¿Y si el Cabeza Afeitada se equivoca? ¿Quién puede asegurar que las langostas eran para Daenerys? Estaban en el palco privado del rey. ¿Y si era él la víctima que buscaban?». La muerte de Hizdahr habría hecho añicos la frágil paz. Los Hijos de la Arpía habrían reanudado los asesinatos, y los yunkios, la guerra. Quentyn y su pacto de matrimonio podrían haber sido la mejor opción que le quedase a Daenerys.

Ser Barristan seguía debatiéndose con aquella sospecha cuando oyó unas botas pesadas que subían por las empinadas escaleras de piedra del fondo de la sala. Habían llegado los yunkios. Tres sabios amos encabezaban la comitiva de la Ciudad Amarilla, cada uno con su séquito armado.

Un esclavista vestía un tokar de seda granate con flecos dorados; otro, uno de rayas naranjas y azuladas, y el tercero, una coraza con recargadas incrustaciones que formaban escenas eróticas en nácar, jade y azabache. Los acompañaba el capitán mercenario Barbasangre, con un costal de cuero colgado de un fuerte hombro y una expresión jovial y asesina en el rostro.

«No han venido el Príncipe Desharrapado ni Ben Plumm el Moreno. —Ser Barristan miró a Barbasangre con frialdad—. Dame la más mínima razón para que baile contigo y veremos quién ríe el último».

—Sabios amos, es un honor —exclamó Reznak mo Reznak, abriéndose paso hacia ellos—. Su esplendor, el rey Hizdahr, da la bienvenida a sus amigos de Yunkai. Comprendemos que…

—A ver si comprendéis esto. —Barbasangre sacó una cabeza del saco y se la tiró al senescal. Reznak se apartó con un chillido de miedo. La cabeza rebotó, manchando de sangre el mármol lila del suelo, y rodó hasta ir a parar al pie del trono de dragón del rey Hizdahr. Por toda la sala, las bestias de bronce apuntaron con las lanzas. Goghor el Gigante avanzó pesadamente para situarse ante el trono, y Khrazz y el Gato Moteado se apostaron a ambos lados para cubrir al rey.

—No muerde; está muerto —señaló Barbasangre con una risotada.

Con cautela, con mucha cautela, el senescal se aproximó a la cabeza y la cogió remilgadamente por el pelo.

—El almirante Groleo.

Ser Barristan miró hacia el trono. Había servido a tantos reyes que no podía dejar de imaginar cómo habría reaccionado cada uno ante semejante provocación. Aerys habría retrocedido horrorizado y probablemente se habría cortado con los filos del Trono de Hierro; después se habría puesto a gritar que despedazaran a los yunkios. Robert habría pedido a gritos su martillo para pagar a Barbasangre con la misma moneda. Incluso Jaehaerys, al que muchos consideraban débil, habría ordenado la detención de Barbasangre y los esclavistas de Yunkai.

Hizdahr se quedó completamente inmóvil como una estatua. Reznak depositó la cabeza en un cojín de raso, a los pies del rey, y se apartó a toda prisa, con la boca distorsionada por una mueca de desagrado. Ser Barristan percibía el penetrante olor del perfume floral del senescal a varios pasos de distancia.

El muerto miraba hacia arriba con los ojos cargados de reproche. Tenía la barba encostrada de sangre reseca, pero del cuello todavía le goteaba un hilillo rojo. Por su aspecto, había hecho falta más de un tajo para separarle la cabeza del cuerpo. Al fondo de la sala, los peticionarios comenzaron a escabullirse. Una bestia de bronce se arrancó la máscara de halcón y vomitó el desayuno.

Barristan Selmy ya había visto muchas cabezas cortadas, pero aquella… Había cruzado medio mundo con el viejo marino, de Pentos a Qarth y de regreso a Astapor.

«Groleo era un buen hombre. No merecía acabar así. Lo único que quería era volver a casa». El caballero aguardó expectante, tenso.

—Esto… —dijo al fin el rey Hizdahr— esto no… no nos satisface, esto… ¿Qué significa este… este…?

—Tengo el honor de traeros un mensaje del consejo de amos. —El esclavista del tokar granate desenrolló un pergamino—. Aquí está escrito: «Siete entraron en Meereen para firmar la paz y asistir a los juegos de celebración en el reñidero de Daznak. Como garantía de su seguridad nos fueron entregados siete rehenes. La Ciudad Amarilla llora a su noble hijo Yurkhaz zo Yunzak, que sufrió una muerte horrible cuando se encontraba en Meereen en calidad de invitado. La sangre se paga con sangre».

«¿Por qué lo eligieron a él entre todos los rehenes? —Groleo tenía en Pentos esposa, hijos y nietos. Jhogo, Héroe y Daario Naharis tenían soldados a su mando, pero Groleo era un almirante sin flota—. ¿Lo echaron a suertes, o consideraron que era el menos valioso, el que menos represalias provocaría? —se preguntó. Aunque era más fácil plantear la pregunta que responderla—. No se me dan bien los acertijos».

—Alteza —intervino ser Barristan—, si tenéis a bien recordarlo, la muerte del noble Yurkhaz fue un accidente. Tropezó en los escalones cuando intentaba huir del dragón y pereció aplastado bajo los pies de sus propios acompañantes y esclavos. O tal vez le reventó el corazón de terror; era un anciano.

—¿Quién es el que habla sin permiso del rey? —preguntó el señor yunkio del tokar de rayas, un hombre menudo de barbilla hundida y dientes demasiado grandes para su boca. A Selmy le recordaba un conejo—. ¿Acaso los señores de Yunkai tienen que escuchar el parloteo de los guardias? —Sacudió los flecos de perlas del tokar.

Hizdahr zo Loraq no podía apartar la mirada de la cabeza. No recuperó la movilidad hasta que Reznak le susurró algo al oído.

—Yurkhaz zo Yunzak era vuestro comandante supremo —declaró—. ¿Quién de vosotros representa ahora a Yunkai?

—Todos nosotros —contestó el roedor—. El consejo de amos.

—Entonces, todos sois responsables de esta transgresión del acuerdo de paz. —Al fin, el rey Hizdahr había conseguido reunir algo de valor.

—No se ha transgredido nada —respondió el yunkio de la coraza—. La sangre se paga con sangre, y una vida, con otra. En prueba de nuestra buena fe, os devolvemos a tres de vuestros rehenes. —A su espalda, las filas férreas se abrieron para dejar paso a tres meereenos que avanzaban sujetándose firmemente el tokar: un hombre y dos mujeres.

—Hermana… —saludó con frialdad Hizdahr zo Loraq—. Primos… —Señaló la cabeza sanguinolenta—. Quitad eso de nuestra vista.

—El almirante era un hombre de mar —le recordó ser Barristan—. Tal vez vuestra magnificencia pueda pedir a los yunkios que nos devuelvan el cuerpo, para darle sepultura bajo las olas.

—Así se hará, si a vuestro esplendor le complace —concedió el señor de dientes de conejo con un gesto de la mano—. En señal de respeto.

—No pretendo ofenderos —intervino Reznak mo Reznak tras aclararse ruidosamente la garganta—, pero me parece que su adoración la reina Daenerys os entregó…, eh…, siete rehenes. Los otros tres…

—Serán nuestros huéspedes —concluyó el señor yunkio de la coraza— hasta que los dragones estén muertos.

La sala quedó en silencio. Acto seguido, se llenó de murmullos y bisbiseos, de susurros que entonaban maldiciones o plegarias, como un avispero agitado.

—Los dragones… —comenzó a decir el rey Hizdahr.

—Son monstruos; todos pudieron verlo en el reñidero de Daznak. No hay paz posible mientras sigan con vida.

—Su Magnificencia la reina Daenerys es la Madre de Dragones —le repuso Reznak—. Solo ella puede…

—Ya no está —cortó Barbasangre con desdén—. Acabó quemada y devorada; ahora, los hierbajos crecen por los orificios de su calavera.

Aquella afirmación provocó un rugido. Algunos se pusieron a gritar y maldecir; otros, a estampar los pies contra el mármol y silbar en señal de aprobación. Las bestias de bronce impusieron silencio golpeando el suelo con el asta de la lanza. Ser Barristan tenía los ojos clavados en Barbasangre.

«Vino a saquear la ciudad, y la paz de Hizdahr lo privó de su botín. Haría lo que fuese por comenzar el baño de sangre».

—Debo consultar al consejo. —Hizdahr zo Loraq se levantó lentamente del trono de dragón—. La audiencia ha terminado.

—Arrodillaos ante su magnificencia Hizdahr zo Loraq, el decimocuarto de su venerable nombre, rey de Meereen, Vástago de Ghis, Octarca del Antiguo Imperio, Amo del Skahazadhan, Consorte de Dragones y Sangre de la Arpía —gritó el heraldo. Las bestias de bronce se desplazaron entre las columnas para formar una fila y emprendieron un lento avance al unísono para conducir a los peticionarios fuera de la sala.

Los dornienses no tuvieron que caminar tanto como otros. Como correspondía a su rango y posición, a Quentyn Martell se le habían asignado habitaciones en la Gran Pirámide, dos niveles más abajo: unos preciosos aposentos con terraza y escusado privados. Quizás por ese motivo, sus compañeros y él se rezagaron, esperando a que se disolviera la muchedumbre antes de dirigirse a las escaleras. Ser Barristan los observó, pensativo.

«¿Qué querría Daenerys?», se preguntó. Creía conocer la respuesta. El anciano caballero cruzó la sala a zancadas, con la larga capa blanca ondeando tras él, y alcanzó a los dornienses junto a la escalera.

—En las audiencias de tu padre nunca hay ni la mitad de animación —oyó que bromeaba Gerris Drinkwater.

—Príncipe Quentyn, ¿podemos hablar un momento?

—Por supuesto, ser Barristan —Quentyn Martell se volvió hacia él—. Mis habitaciones están más abajo.

«No».

—No soy quién para daros consejos, príncipe Quentyn…, pero si yo estuviera en vuestro lugar, no volvería a mis habitaciones. Deberíais bajar con vuestros amigos y marcharos.

—¿Abandonar la pirámide? —preguntó el príncipe Quentyn con la mirada fija en el caballero.

—Abandonar la ciudad. Regresar a Dorne.

—Tenemos las armas y las armaduras en nuestros aposentos —dijo Gerris Drinkwater. Los dornienses cruzaron miradas—. Por no mencionar casi todo el dinero que nos queda.

—Las espadas se pueden reemplazar —advirtió ser Barristan—. Puedo proporcionaros dinero para el pasaje a Dorne. Príncipe Quentyn, el rey se ha fijado hoy en vos y no ha puesto buena cara.

—¿Deberíamos tener miedo de Hizdahr zo Loraq? —preguntó Gerris Drinkwater entre risas—. Acabáis de ver cómo temblaba ante los yunkios. ¡Le han enviado una cabeza y no ha hecho nada!

—Los príncipes deben pensar antes de actuar —intervino Quentyn Martell con un gesto de asentimiento—. Este rey… No sé qué pensar. La reina también me previno contra él, es cierto, pero…

—¿Os previno? —preguntó Selmy con el ceño fruncido—. ¿Y por qué seguís aquí?

—Por el pacto de matrimonio… —El príncipe Quentyn se sonrojó.

—Lo negociaron dos muertos, y no decía una palabra de la reina ni de vos. Prometía la mano de vuestra hermana al hermano de la reina, otro muerto. No tiene validez. Hasta que llegasteis, su alteza ignoraba su existencia. Vuestro padre guarda bien los secretos, príncipe Quentyn; me temo que demasiado bien. Si la reina hubiese tenido noticia del pacto en Qarth, puede que no hubiera puesto rumbo a la bahía de los Esclavos, pero llegasteis demasiado tarde. No deseo poner el dedo en la llaga, pero su alteza tiene un nuevo esposo y un antiguo pretendiente, y parece que los prefiere a ambos antes que a vos.

—Este señor ghiscario de poca monta no es consorte adecuado para la soberana de los Siete Reinos —replicó el príncipe, con los ojos oscuros centelleantes de ira.

—Eso no os corresponde juzgarlo… —Ser Barristan se interrumpió, preguntándose si no habría dicho demasiado. «No. Tengo que explicarle el resto»—. Aquel día, en el reñidero de Daznak, parte de la comida que había en el palco real estaba envenenada. Fue pura casualidad que Belwas el Fuerte se la comiese toda. Las gracias azules aseguran que si se salvó fue gracias a su tamaño y su fuerza inusitada, aunque estuvo a las puertas de la muerte. Aún es posible que muera.

—¿Veneno? —La conmoción era evidente en el rostro del príncipe Quentyn—. ¿Para Daenerys?

—O para Hizdahr, o puede que para los dos. Aunque el palco era del rey, y él lo había dispuesto todo. Si el veneno fue cosa suya, le hará falta alguien que cargue con la culpa, y ¿quién más indicado que un rival de una tierra lejana, sin amigos en la corte? ¿Quién mejor que un pretendiente rechazado por la reina?

—¿Yo? —Quentyn Martell palideció—. Yo nunca sería capaz de… No podéis creer que tenga algo que ver…

«O dice la verdad, o es un maestro de la comedia».

—Otros pueden creerlo. Sois sobrino de la Víbora Roja y tenéis buenos motivos para desear la muerte del rey Hizdahr.

—No es el único —protestó Gerris Drinkwater—. Naharis, por ejemplo. Y la reina tiene un…

—Un amante —terminó ser Barristan, antes de que el dorniense pudiera decir algo que mancillase el honor de Daenerys—. En Dorne no está mal visto tener amantes, ¿verdad? —No esperó respuesta—. El príncipe Lewyn era mi hermano juramentado. En aquellos tiempos, los miembros de la Guardia Real nos ocultábamos pocas cosas. Sé que tenía una amante, y no se comportaba como si fuera algo vergonzoso.

—No —repuso Quentyn con la cara congestionada—, pero…

—Daario acabaría con Hizdahr en un abrir y cerrar de ojos, si se atreviese —continuó ser Barristan—. Pero no con veneno. Nunca. Y en cualquier caso, no estaba allí. A Hizdahr le encantaría culparlo por las langostas envenenadas, de todos modos, pero aún puede necesitar a los Cuervos de Tormenta, y los perderá si se implica en la muerte de su capitán. No, mi príncipe: si su alteza necesita un envenenador, recurrirá a vos. —Había dicho cuanto podía decir sin arriesgarse. En un par de días, si los dioses les sonreían, Hizdahr zo Loraq habría dejado de gobernar Meereen, pero no le serviría de nada que el baño de sangre que se aproximaba arrastrara al príncipe Quentyn—. Si insistís en quedaros en Meereen, más os vale manteneros alejado de la corte y confiar en que Hizdahr se olvide de vos —concluyó ser Barristan—, aunque lo más prudente sería que embarcarais hacia Volantis, mi príncipe. Cualquiera que sea vuestra elección, os deseo suerte.

No se había alejado ni tres pasos cuando Quentyn Martell se dirigió a él.

—Os llaman Barristan el Bravo.

—Algunos. —Selmy se había ganado aquel sobrenombre a los diez años. Acababan de nombrarlo escudero, pero era tan orgulloso, vanidoso y estúpido que se le había metido en la cabeza que podía enfrentarse a caballeros con experiencia en un torneo, de modo que tomó prestado un caballo de batalla y una armadura de la armería de lord Dondarrion y se inscribió en las lizas de Refugionegro como caballero misterioso.

«Hasta el heraldo se rió. Tenía los brazos tan flacos que, cuando bajé la lanza, bastante tenía con evitar que la punta fuese abriendo surcos en la tierra. —Lord Dondarrion habría tenido todo el derecho de bajarlo del caballo y darle una azotaina, pero el Príncipe de las Libélulas se compadeció del atolondrado niño de la armadura mal ajustada y le concedió la deferencia de aceptar el desafío. Una sola carrera, y todo había acabado. Después, el príncipe Duncan lo ayudó a ponerse en pie y quitarse el yelmo. “Un muchacho —proclamó a la multitud—. Un muchacho muy bravo”—. Hace cincuenta y tres años. ¿Cuántos de los que estaban en Refugionegro seguirán con vida?».

—¿Cómo creéis que me llamarán a mí si vuelvo a Dorne sin Daenerys? —preguntó el príncipe Quentyn. ¿Quentyn el Cauto? ¿Quentyn el Cobarde? ¿Quentyn el Comino?

«El Príncipe que Llegó Tarde», pensó el anciano caballero. Pero si algo aprendían los caballeros de la Guardia Real, era a contener la lengua.

—Quentyn el Sabio —sugirió. Confiaba en que fuese cierto.