El cielo era de un azul despiadado, sin el menor rastro de nubes.
«Los ladrillos tardarán poco en recalentarse con este sol —pensó Dany—. Abajo, en la arena, los luchadores notarán el calor a través de las suelas de las sandalias».
Jhiqui le quitó la túnica de seda e Irri la ayudó a entrar en el estanque. La luz del sol naciente resplandecía en el agua, quebrada por la sombra del caqui.
—Aunque haya que abrir las arenas de combate, ¿es necesaria la presencia de vuestra alteza? —preguntó Missandei mientras le lavaba el pelo.
—Medio Meereen acudirá a verme.
—Alteza —dijo Missandei—, una pide permiso para decir que medio Meereen acudirá para ver a hombres que mueren desangrados.
«Tiene razón —reconoció la reina—, pero da igual».
Poco después, Dany estaba tan limpia como podía estar. Se puso en pie, salpicando a su alrededor, y el agua le corrió por las piernas y le perló el pecho mientras el sol ascendía en el cielo; pronto, su pueblo estaría congregado. Habría preferido quedarse todo el día flotando en el estanque perfumado, comer fruta helada en bandejas de plata y soñar con una casa con la puerta roja, pero la reina no era su propia dueña: pertenecía a su pueblo.
—Khaleesi, ¿qué tokar queréis poneros hoy? —preguntó Irri mientras Jhiqui la secaba con una toalla suave.
—El de seda amarilla. —La reina de los conejos no podía aparecer sin sus orejas largas. La seda amarilla era fresca y ligera, y en el reñidero haría un calor abrasador. Las arenas rojas quemarían la planta de los pies a los que estaban a punto de morir—. Con el velo rojo largo por encima. —El velo impediría que el viento le llenase la boca de arena, y el color rojo ocultaría cualquier salpicadura de sangre.
Mientras una le cepillaba el pelo y otra le pintaba las uñas, Jhiqui e Irri charlaban alegremente sobre los combates de la jornada.
—Alteza —Missandei había regresado—, el rey solicita que os reunáis con él cuando estéis vestida, y ha venido el príncipe Quentyn con los dornienses: ruegan que les concedáis audiencia, si os complace.
«Pocas cosas me complacerán en este día».
—En otro momento.
En la base de la Gran Pirámide los esperaba ser Barristan junto a un ornamentado palanquín abierto, rodeado de bestias de bronce.
«Ser Abuelo», pensó Dany. Pese a su edad, se veía alto y apuesto con la armadura que le había regalado.
—Preferiría que hoy os acompañasen vuestros guardias inmaculados, alteza —dijo el anciano mientras Hizdahr iba a saludar a su primo—. Muchas de estas bestias de bronce son libertos que no han demostrado su valía. —«Y los demás, meereenos de lealtad dudosa», parecía añadir sin palabras. Selmy desconfiaba de todos los meereenos, incluidos los cabezas afeitadas.
—Y seguirán sin demostrarla hasta que les demos la oportunidad.
—La máscara puede ocultar muchas cosas, alteza. El hombre de la máscara de búho ¿es el mismo búho que os guardó ayer y anteayer? ¿Cómo podemos saberlo?
—¿Cómo pretendemos que Meereen confíe en las Bestias de Bronce si yo no muestro confianza? Tras esas máscaras hay hombres buenos y valientes; pongo mi vida en sus manos. —Dany le sonrió—. Creo que os preocupáis demasiado. Os tengo a vos a mi lado, ¿qué otra protección necesito?
—Soy viejo, vuestra alteza.
—Belwas el Fuerte también estará conmigo.
—Como digáis. —Ser Barristan bajó la voz—. Alteza, hemos liberado a esa mujer, Meris, tal como ordenasteis. Antes de marcharse, quería hablar con vos, y me reuní con ella en vuestro nombre. Sostiene que la intención del Príncipe Desharrapado era, desde el principio, unir a los Hijos del Viento a vuestra causa; que la envió para que negociara con vos en secreto, pero los dornienses los desenmascararon y los traicionaron antes de que pudiera abordaros.
«Traición sobre traición —meditó la reina, cansada—. ¿Es que no acabará nunca?».
—¿Hasta qué punto la creéis?
—No me creo ni una palabra, alteza, pero eso dijo.
—¿Se pasarán a nuestro lado, si es necesario?
—Según ella, sí, pero a cambio de un precio.
—Pagadlo.
—Meereen necesitaba hierro, no oro. El Príncipe Desharrapado no se conforma con dinero, alteza: Meris afirma que pide Pentos.
—¿Pentos? —Entornó los ojos—. ¿Cómo voy a darle Pentos? Está a medio mundo de distancia.
—Meris ha dado a entender que no le importa esperar hasta que marchemos sobre Poniente.
«¿Y qué pasa si ese día no llega nunca?».
—Pentos pertenece a los pentoshis. Además, el Magíster Illyrio está en Pentos; él fue quien concertó mi matrimonio con Khal Drogo y me regaló los huevos de dragón; quien os envió a vos, a Belwas y a Groleo. He contraído una gran deuda con él, y no le pagaré entregando su ciudad a un mercenario. Ni hablar.
—Vuestra alteza es sabia. —Ser Barristan inclinó la cabeza.
—¿Has visto alguna vez un día tan propicio, mi amor? —comentó Hizdahr zo Loraq cuando fue a reunirse con él. La ayudó a subir al palanquín, donde esperaban dos estilizados tronos, uno junto al otro.
—Tal vez sea propicio para ti, pero no tanto para quienes van a morir antes de la puesta de sol.
—Todos los hombres mueren —repuso Hizdahr—, pero no todos pueden morir con gloria, con los vítores de la ciudad resonando en los oídos. —Hizo una seña a los soldados de las puertas—. Abrid.
La plaza que se extendía ante la pirámide estaba pavimentada con adoquines multicolores, y el calor se elevaba de ellos en ondas titilantes. Por todas partes pululaba gente: algunos iban en literas o sillas de mano; otros, montados en burro, y muchos, a pie. Nueve de cada diez se dirigían al oeste por la ancha vía adoquinada, en dirección al reñidero de Daznak. Cuando vieron que el palanquín salía de la pirámide, los que estaban más cerca prorrumpieron en aclamaciones que recorrieron toda la plaza.
«Qué cosas —se dijo la reina—. Me aclaman en la misma plaza donde empalé a ciento sesenta y tres grandes amos».
El cortejo real iba encabezado por un gran tambor que despejaba el camino. Entre redoble y redoble, un heraldo de cabeza afeitada y cota de discos de cobre bruñido gritaba a la multitud que se apartase. BUM. «¡Aquí vienen!». BUM.«¡Abran paso!». BUM.«¡La reina!». BUM.«¡El rey!». BUM. Tras el tambor iban las bestias de bronce, de cuatro en cuatro. Unos portaban garrotes; otros, bastones; todos llevaban falda plisada, sandalias de cuero y una abigarrada capa de retales cuadrados que hacían juego con los ladrillos multicolores de Meereen. Las máscaras brillaban al sol: jabalíes, toros, halcones, garzas, leones, tigres, osos, serpientes de lengua bífida y espeluznantes basiliscos.
Belwas el Fuerte, que no se llevaba bien con los caballos, marchaba al frente con su chaleco tachonado; su panza bronceada y llena de cicatrices se balanceaba con cada paso. Irri y Jhiqui lo seguían a caballo, con Aggo y Rakharo, y a continuación iba Reznak en una silla de mano ornamentada, con la cabeza protegida por un toldo. Ser Barristan Selmy cabalgaba junto a Dany, con la armadura resplandeciente al sol y la capa marfileña por los hombros; en el brazo izquierdo llevaba un gran escudo blanco. Un poco más atrás iba Quentyn Martell, el príncipe dorniense, con sus dos acompañantes.
La columna avanzaba lentamente por la larga calle de baldosas. BUM. «¡Aquí vienen!». BUM. «¡Nuestra reina!». «¡Nuestro rey!». BUM. «¡Abrid paso!».
A su espalda, Dany oía la discusión de sus doncellas sobre quién ganaría el último combate de la jornada. Jhiqui apostaba por el gigante Goghor, que tenía más aspecto de toro que de hombre y hasta llevaba una anilla de bronce en la nariz. Irri insistía en que el mangual de Belaquo Rompehuesos sería la perdición del gigante.
«Mis doncellas son dothrakis —se dijo—. La muerte cabalga con todo khalasar». El día de su boda con Khal Drogo, durante el banquete, resplandecieron los arakhs, y unos hombres murieron mientras otros bebían y copulaban. Entre los señores de los caballos, la vida y la muerte iban de la mano, y el derramamiento de sangre bendecía un matrimonio. Su reciente matrimonio quedaría empapado muy pronto. Menuda bendición.
BUM; BUM, BUM, BUM, BUM, BUM. Los tambores aceleraron el ritmo, de pronto enojados e impacientes. Ser Barristan desenvainó la espada cuando la columna se detuvo abruptamente entre la pirámide blanquirrosa de Pahl y la verdinegra de Naqqan.
—¿Por qué nos paramos? —preguntó Dany, mirando atrás.
—El camino está bloqueado. —Hizdahr se puso en pie.
Un palanquín volcado les cerraba el camino; un porteador se había desplomado en los adoquines, con un golpe de calor.
—Ayudad a ese hombre —ordenó Dany—. Sacadlo de la calle antes de que lo pisoteen, y dadle comida y agua. Por su aspecto, parece que no haya comido en dos semanas.
Ser Barristan miró con inquietud a derecha e izquierda. En las terrazas se veían rostros ghiscarios que los miraban con ojos fríos e indiferentes.
—Alteza, esta parada me da mala espina. Podría ser una trampa. Los Hijos de la Arpía…
—Están domesticados —declaró Hizdahr zo Loraq—. ¿Por qué iban a querer hacer daño a la reina, ahora que me ha aceptado como rey y consorte? Vamos, ayudad a ese hombre, tal como ha ordenado mi bienamada reina. —Tomó a Dany de la mano y sonrió.
Las bestias de bronce obedecieron, bajo la mirada de Dany.
—Esos porteadores eran esclavos antes de mi llegada. Los liberé, pero no por eso pesa menos el palanquín.
—Es cierto —repuso Hizdahr—, pero ahora les pagan por soportar el peso. Antes de tu llegada, el capataz se habría abalanzado sobre el hombre caído y le habría desollado la espalda a latigazos; sin embargo, ahora recibe ayuda.
En efecto, una bestia de bronce con máscara de jabalí había tendido al porteador un pellejo de agua.
—Supongo que debo alegrarme por las pequeñas victorias —reconoció la reina.
—Un paso y luego otro, y pronto estaremos corriendo. Juntos crearemos una nueva Meereen. —Por fin habían despejado la calle—. ¿Continuamos?
«Un paso y luego otro, pero ¿adónde me llevan?». No podía hacer nada, salvo asentir.
A las puertas del reñidero de Daznak, dos enormes guerreros de bronce estaban enzarzados en un combate mortal. Uno blandía una espada; el otro, un hacha. El escultor los había representado en el acto de matarse mutuamente, formando un arco sobre la entrada.
«El arte mortal», pensó Dany.
Desde su terraza había contemplado muchas veces las arenas de combate. Las pequeñas salpicaban el rostro de Meereen como marcas de viruelas; las grandes eran llagas supurantes, rojas y en carne viva; pero ninguna podía compararse con aquella. Belwas el Fuerte y ser Barristan se situaron a los lados cuando la reina y su señor esposo pasaron bajo las estatuas para salir a la parte superior de un gran ruedo de ladrillo rodeado de gradas descendentes, cada una de un color. Hizdahr zo Loraq la condujo escaleras abajo, dejando atrás las gradas negras, moradas, azules, verdes, blancas, amarillas y naranja hasta llegar a la roja, donde los ladrillos escarlata adoptaban el color de la arena que se extendía a continuación en torno a ellos, los vendedores ambulantes ofrecían salchichas de perro, cebollas asadas y pinchos de cachorro nonato, pero a Dany no le hacían ninguna falta; Hizdahr había surtido el palco con jarras de vino helado y aguadulce; higos, dátiles, melones, granadas, pacanas, guindillas y un gran cuenco de langostas con miel.
—¡Langostas! —bramó Belwas el Fuerte, que se apoderó del cuenco para engullirlas a puñados.
—Son muy sabrosas. Pruébalas, amor mío —le recomendó Hizdahr—. Las marinan en especias antes de echarles la miel, así que son dulces y picantes a la vez.
—Ahora entiendo por qué suda tanto Belwas —contestó Dany—. No, me conformo con los higos y los dátiles.
Al otro lado del reñidero estaban las gracias, vestidas con túnicas vaporosas de diversos colores y apiñadas en torno a la austera figura de Galazza Galare, la única que vestía de verde. Los grandes amos de Meereen ocupaban las gradas rojas y naranja. Las mujeres llevaban velo, y los hombres se habían esculpido cuernos, manos y púas en el pelo. Los parientes de Hizdahr, la antigua estirpe de Loraq, parecían preferir el tokar morado, añil o lila, mientras que los de Pahl se decantaban por las rayas blancas y rosadas. Los enviados de Yunkai iban todos de amarillo y ocupaban el palco inmediato al del rey, cada uno con sus esclavos y siervos. Los meereenos de menor categoría se apelotonaban en las gradas superiores, más lejos de la matanza. Los bancos más altos y alejados de la arena, los negros y morados, estaban repletos de libertos y otras gentes del pueblo llano. Dany observó que los mercenarios también se encontraban allí, los capitanes sentados entre los soldados rasos; atisbó el rostro curtido de Ben el Moreno, y los bigotes y trenzas rojo fuego de Barbasangre.
—¡Grandes amos! —Su señor esposo se puso en pie y levantó las manos—. En este día, mi reina ha venido a demostrar el amor profundo que siente por su pueblo. Por su gracia y con su aprobación, os ofrezco ahora nuestro arte mortal. ¡Meereen! ¡Que la reina Daenerys oiga tu amor!
Diez mil gargantas rugieron en agradecimiento; luego, veinte mil; luego, todas. No decían su nombre, que pocos sabían pronunciar, sino que gritaban «¡Madre!» en la arcaica lengua muerta de Ghis; la palabra era mhysa. Pateaban el suelo, se palmeaban el vientre y gritaban: «Mhysa, Mhysa, Mhysa», hasta que todo el recinto pareció estremecerse.
«No soy vuestra madre —podría haber respondido en medio del clamor—. Soy la madre de vuestros esclavos, de todos los muchachos que murieron en estas arenas mientras os atiborrabais de langostas con miel».
—Magnificencia, ¡oíd cómo os aman! —le susurró Reznak.
«No, lo que aman es su arte mortal». Cuando las ovaciones comenzaron a apagarse, se permitió tomar asiento. El palco estaba a la sombra, pero tenía la cabeza a punto de reventar.
—Jhiqui —llamó—, aguadulce, por favor. Tengo muy seca la garganta.
—Khrazz tendrá el honor de realizar la primera matanza del día —le anunció Hizdahr—. Nunca ha existido mejor luchador.
—Belwas el Fuerte era mejor —protestó Belwas el Fuerte.
Khrazz era meereno, de origen humilde: un hombre alto con una cresta de pelo tieso, negro rojizo. Su adversario era un lancero de piel de ébano de las Islas del Verano cuyas ofensivas mantuvieron a Khrazz a raya durante un rato, pero en cuanto se cerró la distancia, el duelo de lanza contra espada corta fue una simple carnicería. Cuando todo acabó, Khrazz le arrancó el corazón al negro, lo levantó con el brazo extendido, rojo y goteante, y le dio un bocado.
—Khrazz cree que los corazones de hombres valientes lo hacen más fuerte —explicó Hizdahr. Jhiqui murmuró en aprobación. En cierta ocasión, Dany se había comido el corazón de un semental para dar fuerza a Rhaego, su hijo nonato…, pero eso no impidió que la maegi lo asesinara en su vientre.
«Tres traiciones conocerás. Esa fue la primera; después llegó la de Jorah, y la de Ben Plumm el Moreno fue la tercera». ¿La aguardaban aún más traiciones?
—Ah —gritó Hizdahr, satisfecho—. Ahora viene el Gato Moteado. Mira cómo se mueve, mi reina. Es un poema andante.
El rival que había encontrado Hizdahr para su poema andante tenía la altura de Goghor y la corpulencia de Belwas, pero era lento. Estaban luchando a dos pasos del palco de Dany cuando el Gato Moteado le cortó el tendón de la corva a su rival, que cayó de rodillas. El Gato le puso un pie en la espalda, le agarró la cabeza y lo degolló de oreja a oreja. Las arenas rojas bebieron la sangre, el viento barrió sus últimas palabras y la multitud vociferó en aprobación.
—Ha peleado mal y ha muerto bien —juzgó Belwas el Fuerte—. Belwas el Fuerte odia que griten. —Se había terminado las langostas con miel; eructó y tomó un trago de vino.
Qarthienses pálidos, negros de las Islas del Verano, dothrakis de piel cobriza, tyroshis de barba azul, hombres cordero, jogos nhais, hoscos braavosi, semihombres de piel atigrada de las selvas de Sothoros: habían acudido de todos los confines del mundo para morir en el reñidero de Daznak.
—Ese promete mucho, dulzura —comentó Hizdahr cuando apareció un joven lyseno, de larga melena rubia que ondeaba al viento. Pero su adversario lo agarró por esa misma melena, le hizo perder el equilibrio y lo destripó. Muerto parecía aún más joven que cuando sostenía la espada.
—Un niño —se lamentó Dany—. No era más que un niño.
—Dieciséis años —insistió Hizdahr—. Un hombre adulto, que se jugó el pellejo voluntariamente por el oro y la gloria. Mi amable reina, en su sabiduría, ha decretado que hoy no muera ningún niño en Daznak, y así será.
«Otra pequeña victoria. Tal vez no pueda lograr que mi pueblo sea compasivo —se dijo—, pero al menos debo intentar que sea un poco menos mezquino». También había intentado prohibir los combates entre mujeres, pero Barsena Pelonegro argumentó que tenía tanto derecho como cualquier hombre a arriesgar la vida. También le habría gustado prohibir los disparates, unos combates cómicos en los que se enfrentaban tullidos, enanos y viejas armados con cuchillos, antorchas y martillos; el disparate se consideraba mucho más gracioso cuanto más ineptos fueran los luchadores. Pero Hizdahr la convenció de que el amor de su pueblo sería mayor si reía con él y la hizo transigir aduciendo que, si no fuera por esos juegos, los tullidos, los enanos y las viejas se morirían de hambre.
La tradición dictaba que se sentenciase a los delincuentes a combatir en las arenas. La reina aceptó que se reanudase esa práctica, pero solo para algunos crímenes: se podía obligar a luchar a asesinos, a violadores y a esclavistas del mercado negro, pero no a ladrones ni a deudores.
Los animales seguían estando permitidos. Dany contempló cómo un elefante se quitaba de encima con facilidad una manada de seis lobos rojos; después llegó el turno del toro contra el oso, en una batalla sangrienta que dejó a ambos animales destrozados y moribundos.
—La carne no se desperdicia —explicó Hizdahr—. Los carniceros utilizan los despojos para hacer un saludable guiso para los hambrientos. Cualquiera que se presente ante las Puertas del Destino recibirá un cuenco.
—Buena ley —reconoció Dany. «De las pocas que tenéis»—. Es una tradición que debemos conservar.
Tras los combates de animales llegó una parodia de batalla: seis hombres a pie contra seis a caballo, los primeros armados con escudo y lanza larga, y los segundos, con arakh dothraki. Los supuestos caballeros llevaban cota de malla, mientras que los supuestos dothrakis iban sin armadura. Al principio, los jinetes parecían llevar ventaja: arrollaron a dos enemigos y le cortaron la oreja a un tercero; pero entonces, los caballeros supervivientes atacaron a los caballos, y desmontaron y mataron a los jinetes uno por uno.
—No era un auténtico khalasar —sentenció Jhiqui con repugnancia.
—Espero que estos despojos no vayan a parar a tu saludable guiso —dijo Dany mientras retiraban a los caídos.
—Los caballos, sí —contestó Hizdahr—. Los hombres, no.
—La carne de caballo y la cebolla fortalecen —comentó Belwas.
Después de la batalla llegó el primer disparate de la jornada, una justa entre una pareja de enanos, ofrecida por un yunkio que Hizdahr había invitado a los juegos. Uno iba montado en un perro y el otro en una cerda. Las armaduras de madera estaban recién pintadas; una lucía el venado del usurpador Robert Baratheon, y la otra, el león dorado de la casa Lannister, en un claro intento de ganarse el favor de la reina. Las payasadas de los enanos consiguieron que Belwas se desternillara, pero la risa de Dany era débil y forzada.
El enano de la armadura roja se cayó de la silla y se puso a perseguir a la cerda por la arena, mientras el del perro lo seguía al galope azotándole las nalgas con una espada de madera.
—Esto es estúpido y gracioso, pero…
—Ten paciencia, dulzura. Están a punto de soltar los leones.
—¿Leones? —Daenerys le lanzó una mirada interrogante.
—Tres leones. Los enanos no se lo esperan.
—Los enanos llevan espadas y armaduras de madera. ¿Cómo esperas que se enfrenten a los leones? —dijo con gesto indignado.
—Bastante mal —replicó Hizdahr—. Puede que nos sorprendan, pero lo más probable es que se pongan a chillar y a correr intentando salir de la arena: he ahí el disparate.
—¡Lo prohíbo! —La aclaración no le había gustado en absoluto.
—Mi gentil reina, no querrás decepcionar a tu pueblo.
—Me juraste que los luchadores serían adultos que arriesgarían la vida voluntariamente, por oro y por honor. Estos enanos no han accedido a luchar contra leones con espadas de madera. Detenlo. Ahora mismo.
El rey apretó los labios; durante un instante, Dany creyó ver un destello de ira en sus ojos plácidos.
—Como ordenes. —Hizdahr hizo una seña al sobrestante del reñidero—. Nada de leones —ordenó cuando el hombre trotó hacia él, látigo en mano.
—¿Ni uno, Magnificencia? Entonces, ¿dónde está la diversión?
—Mi reina ha hablado: los enanos no sufrirán daño alguno.
—A la muchedumbre no le va a gustar.
—Entonces saca a Barsena, eso los apaciguará.
—Su adoración sabe qué es lo mejor. —El sobrestante hizo restallar el látigo y se puso a gritar órdenes. Se llevaron a los enanos, perro y cerda incluidos, sin miramientos, entre los silbidos de desaprobación de los espectadores, que arrojaban piedras y fruta podrida.
La multitud rugió cuando Barsena Pelonegro entró a zancadas en la arena, desnuda salvo por el calzón y las sandalias. Era alta y morena, de unos treinta años, y se movía con la elegancia salvaje de una pantera.
—Barsena es muy popular —aseguró Hizdahr, al tiempo que el clamor crecía hasta llenar el recinto—. Es la mujer más valiente que he visto.
—No hay que serlo tanto para pelear contra chicas. Para enfrentarse a Belwas el Fuerte sí que hace falta valor —se jactó Belwas el Fuerte.
—Hoy se enfrentará a un jabalí —anunció Hizdahr.
«Sí —caviló Dany—, porque no pudiste encontrar a una mujer que le hiciese frente, por mucho que abultase la bolsa».
—Y, por lo que veo, no con una espada de madera.
El jabalí era una bestia enorme, con colmillos de la longitud de un antebrazo y ojos pequeños, inundados de rabia. Dany se preguntó si el que había matado a Robert Baratheon tendría un aspecto tan feroz.
«Una muerte terrible a manos de una criatura terrible». Durante un momento, casi sintió pena por el Usurpador.
—Barsena es muy rápida —le aseguró Reznak—. Bailará con el jabalí, magnificencia, y le lanzará tajos cuando pase a su lado. Estará bañado en sangre antes de caer, ya verás.
Comenzó tal como dijo: el jabalí cargó y Barsena se apartó de un giro, con la hoja centelleando como la plata al sol.
—Necesita una lanza —intervino ser Barristan cuando Barsena saltó para esquivar el segundo ataque del animal—. Esa no es manera de enfrentarse a un jabalí. —Sonaba como un abuelo quisquilloso, como decía siempre Daario.
«Es más listo que los toros —comprendió Dany. La espada de Barsena se iba tornando roja, pero el jabalí tardó poco en dejar de embestir—. No va a seguir atacando».
Barsena también llegó a la misma conclusión. Profiriendo gritos, fue acercándose al jabalí, pasándose el cuchillo de una mano a otra. Cuando la bestia retrocedió, maldijo y le lanzó un tajo al hocico con intención de provocarlo… y lo consiguió. En aquella ocasión, el salto se demoró un instante, y un colmillo le desgarró la pierna izquierda de la rodilla a la entrepierna.
Treinta mil gargantas gimieron a la vez. Barsena se agarró la pierna destrozada, dejó caer el cuchillo e intentó apartarse cojeando, pero no se había alejado ni dos pasos cuando el jabalí embistió de nuevo. Dany apartó la mirada.
—¿Te ha parecido lo bastante valiente? —le preguntó a Belwas el Fuerte por encima del griterío que resonaba en la arena.
—Pelear con cerdos es de valientes, pero gritar tanto, no. A Belwas el Fuerte le hace daño en los oídos. —El eunuco se frotó el estómago hinchado, surcado de cicatrices viejas y blancuzcas—. También le da dolor de tripa.
El jabalí hundió el hocico en las entrañas de Barsena y se puso a hozar. El olor colmó la capacidad de aguante de la reina. El calor, las moscas, el vocerío de la multitud…
«No puedo respirar». Se levantó el velo y dejó que se lo llevase el viento. También se quitó el tokar; las perlas entrechocaron cuando se desenrolló la seda.
—¿Khaleesi? —dijo Irri—. ¿Qué hacéis?
—Quitarme las orejas largas. —Una docena de hombres con espontones irrumpió en la arena para alejar al animal del cadáver y devolverlo al redil. El sobrestante del reñidero iba entre ellos, con un látigo de púas. Cuando fustigó al jabalí, la reina se levantó—. Ser Barristan, ¿podéis devolverme sana y salva a mi jardín?
—Aún quedan cosas. —Hizdahr parecía confuso—. Un disparate, seis viejas y tres combates más. ¡Belaquo contra Goghor!
—Ganará Belaquo —afirmó Irri—. Lo sabe todo el mundo.
—No lo sabe nadie —protestó Jhiqui—. Belaquo morirá.
—Uno u otro va a morir —las atajó Dany—, y el que viva morirá cualquier otro día. Esto ha sido un error.
—Belwas el Fuerte ha comido demasiadas langostas. —El mareo se dibujaba en el ancho rostro de Belwas—. Belwas el Fuerte necesita leche.
—Magnificencia —dijo Hizdahr, sin prestar atención al eunuco—, el pueblo de Meereen ha acudido a celebrar nuestra unión. Ya has oído las aclamaciones; no desprecies su amor.
—Aclamaban mis orejas largas, no a mí. Sácame de este matadero, esposo. —A sus oídos llegaban los gruñidos del jabalí, los gritos de los lanceros y el restallido del látigo del sobrestante.
—No, mi dulce señora. Quédate un rato, para presenciar el disparate y un combate más. Cierra los ojos; nadie se dará cuenta. Estarán mirando a Goghor y a Belaquo. No es momento de… —Una sombra le cruzó el rostro.
Se apagaron los gritos y el tumulto; millares de voces se acallaron; todos se volvieron hacia el cielo. Un viento cálido rozó las mejillas de Dany y, por encima de los latidos de su corazón, oyó un batir de alas. Dos lanceros huyeron en busca de refugio; el sobrestante se quedó petrificado; el jabalí, gruñendo, regresó junto a Barsena; Belwas el Fuerte gimió y cayó de rodillas.
El dragón describió un círculo por encima de ellos, una silueta oscura que se recortaba en el cielo iluminado por el sol. Tenía las escamas negras, y los ojos, los cuernos y la columna, rojos como la sangre. Siempre había sido el mayor de los tres, pero en libertad había crecido más todavía. Las alas, negras como el azabache, tenían una envergadura de ocho varas. Las batió una vez mientras sobrevolaba el reñidero, y el sonido fue atronador. El jabalí levantó la cabeza con un gruñido… y el fuego lo envolvió con llamas rojinegras. Dany sintió la oleada de calor a once pasos de distancia. Los alaridos de agonía del animal parecían casi humanos. Drogon aterrizó sobre los despojos y hundió las garras en la carne humeante; cuando se puso a comer, no hizo distinción entre Barsena y el jabalí.
—¡Por todos los dioses! —gimió Reznak—. ¡Se la está comiendo! —El senescal se tapó la boca. Belwas el Fuerte profirió unas ruidosas arcadas. Una singular mirada cruzó el rostro alargado y pálido de Hizdahr zo Loraq: en parte miedo, en parte lujuria y en parte éxtasis; se humedeció los labios. Dany alcanzaba a ver a los Pahl subiendo en tropel por la escalera, agarrándose el tokar y tropezando con los flecos en su prisa por alejarse.
Un hombre quiso hacerse el héroe.
Se trataba de uno de los lanceros que habían salido a por el jabalí. Quizá estuviera borracho, o loco; quizá estuviera enamorado de Barsena Pelonegro en secreto, o hubiera oído rumores sobre la pequeña Hazzea; quizá solo fuera un hombre normal que soñaba con que los bardos cantasen sobre él. Se lanzó hacia delante, espontón en mano, levantando arena roja con los pies, y las gradas prorrumpieron en gritos. Drogon alzó la cabeza, con los dientes chorreantes de sangre. El héroe se encaramó a su espalda de un brinco y clavó la punta de hierro del espontón en la base del cuello largo y escamoso del dragón.
Dany y Drogon gritaron al unísono.
El héroe se apoyó en la lanza y utilizó su peso para hundir más la punta. Drogon se arqueó hacia arriba con un siseo de dolor y movió la cola como un látigo. Dany lo vio girar la cabeza, que remataba el largo cuello sinuoso, y desplegar las alas negras. El matadragones perdió pie y cayó en la arena; cuando intentó incorporarse, los dientes del dragón se le cerraron firmemente en torno al antebrazo.
—¡No! —fue todo lo que alcanzó a gritar. Drogon le arrancó el brazo y lo arrojó a un lado, como un perro a un roedor en un reñidero de ratas.
—Matadlo —gritó Hizdahr zo Loraq a los lanceros que quedaban—. ¡Matad a esa bestia!
—No miréis, alteza. —Ser Barristan la sujetó con fuerza.
—¡Soltadme! —Dany se liberó de su abrazo. Cuando salvó el pretil, el tiempo pareció transcurrir más despacio. Perdió una sandalia al aterrizar en el reñidero. Mientras corría sentía la arena en los dedos, caliente y áspera; ser Barristan la llamaba y Belwas el Fuerte no dejaba de vomitar. Echó a correr más deprisa.
Los lanceros también corrían. Algunos se abalanzaban sobre el dragón, espontón en ristre; otros corrían en dirección contraria, soltando el arma durante la huida. El héroe se sacudía en la arena; le manaba sangre brillante de la desgarradura del hombro. El espontón seguía clavado en la espalda de Drogon, y se mecía con cada batir de alas. De la herida salía humo. Cuando se acercaron los otros lanceros, el dragón escupió fuego y bañó a dos hombres en llamas negras. Sacudió la cola y partió por la mitad al sobrestante, que intentaba acercarse con sigilo. Otro atacante trató de clavarle el espontón en el ojo, pero el dragón lo atrapó entre las fauces y lo destripó. Los meereenos gritaban, maldecían y aullaban. Dany oía golpes a su espalda.
—Drogon —gritó—. ¡Drogon!
El dragón volvió la cabeza. Le salía humo de entre los dientes; su sangre también humeaba al caer. Batió las alas una vez más, levantando una tormenta de arena escarlata. Dany entró a trompicones en la sofocante nube roja. Drogon chasqueó los dientes.
—No. —No tuvo tiempo de decir nada más.
«No, a mí no, ¿es que no me conoces? —Los dientes negros se cerraron a escasa distancia de su rostro—. ¡Quería arrancarme la cabeza!». Cegada por la arena en los ojos, tropezó con el cadáver del sobrestante y cayó de espaldas.
Drogon rugió, y el sonido retumbó en el reñidero. La envolvió una vaharada abrasadora, como la de un horno al abrirse. El dragón estiró hacia ella el cuello largo y escamoso y, cuando abrió la boca, Dany vio astillas de huesos rotos y restos de carne carbonizada entre los dientes negros. Los ojos eran de lava fundida.
«Estoy viendo el infierno, pero no puedo apartar la mirada. —Nunca había estado tan segura de nada—. Si huyo de él, me abrasará y me devorará».
Los septones de Poniente hablaban de siete cielos y siete infiernos, pero los Siete Reinos y sus dioses se encontraban muy lejos. Si moría allí, ¿se presentaría a reclamarla el dios caballo de los dothrakis? ¿Hendiría el mar de hierba para llevarla a su khalasar estrellado, a cabalgar por las tierras de la noche al lado de su sol y estrellas? ¿O serían los dioses enojados de Ghis quienes enviasen a sus arpías a apoderarse de su alma y arrastrarla al tormento? El rugido de Drogon la alcanzó en pleno rostro, con un aliento tan caliente que podría levantar ampollas.
—¡A mí! Prueba conmigo. Aquí —gritó Barristan Selmy, a su derecha.
En los rojos pozos ardientes que Drogon tenía por ojos, Dany vio su reflejo. Parecía tan pequeña, tan frágil, tan débil y asustada…
«No puedo dejar que note mi miedo».
Tanteó la arena, apartó el cadáver del sobrestante y rozó el mango del látigo. El contacto le infundió valor: era un cuero cálido, vivo. Drogon volvió a rugir, con un sonido tan potente que casi le hizo soltar el arma, y chasqueó los dientes hacia ella.
—¡No! —gritó Dany, al tiempo que lo fustigaba con toda la fuerza de que era capaz. El dragón sacudió la cabeza hacia atrás—. ¡No! —gritó de nuevo—. ¡No! —Las púas le arañaron el hocico. Drogon se irguió. Dany, cubierta por la sombra de las alas, azotó el abdomen escamoso, una y otra vez, hasta que empezó a dolerle el brazo. El largo cuello sinuoso se dobló como un arco. Con un silbido, escupió fuego negro hacia ella. Dany se lanzó bajo las llamas mientras blandía el látigo y gritaba—. ¡No, no, no! ¡ABAJO! —El dragón respondió con un rugido cargado de ira y miedo; de dolor. Batió las alas una vez, dos…
…y las plegó. Con un último silbido, se tumbó boca abajo. Manaba sangre negra de allí donde le habían clavado el espontón, y humeaba al caer a la arena abrasadora.
«Es fuego hecho carne —pensó Dany—. Igual que yo».
Daenerys Targaryen saltó al lomo del dragón, cogió el espontón y se lo arrancó. La punta estaba medio fundida; el hierro, incandescente, al rojo vivo. Lo tiró a un lado. Drogon se retorció bajo ella al tensar los músculos para recabar fuerzas. El aire estaba cargado de polvo; Dany no podía ver, no podía respirar, no podía pensar. Las alas negras restallaron como un trueno y, de pronto, vio alejarse la arena escarlata.
Cerró los ojos, mareada. Cuando los abrió, nublados por el polvo y las lágrimas, vislumbró abajo a los meereenos, que se precipitaban por las escaleras hacia la calle.
Todavía llevaba el látigo en la mano. Lo hizo chasquear contra el cuello de Drogon.
—¡Más arriba! —gritó. Con la otra mano se aferró a las escamas, buscando asidero con los dedos. Las amplias alas negras de Drogon hendieron el aire. Dany sentía su calor entre los muslos; tenía el corazón a punto de estallar.
«Sí —pensó—, sí, ahora, ahora, adelante, adelante, vamos, vamos, ¡VUELA!».