El día transcurrió igual que Stannis: sin que nadie lo viera aparecer.
Invernalia llevaba horas despierta, con las almenas y las torres rebosantes de hombres ataviados con prendas de lana, malla y cuero, esperando un ataque que no llegaba. El cielo ya clareaba cuando se disipó el sonido de los tambores, aunque los cuernos se dejaron oír tres veces más, un poco más cerca en cada ocasión. Y la nieve no dejaba de caer.
—La tormenta terminará hoy —insistió uno de los mozos de cuadra que habían sobrevivido—. ¡Si es que ni siquiera ha llegado el invierno!
De haberse atrevido, Theon se habría echado a reír. Recordaba los cuentos que les contaba la Vieja Tata sobre tormentas que duraban cuarenta días y cuarenta noches, un año, diez años… Tormentas que enterraban castillos, ciudades y reinos enteros bajo cuarenta varas de nieve.
Se sentó al fondo del salón principal, cerca de los caballos, y observó como Abel, Serbal y una lavandera arratonada de pelo castaño a la que llamaban Ardilla devoraban rebanadas de pan duro fritas en manteca de panceta. El desayuno de Theon fue una jarra de cerveza negra, turbia de levadura y tan densa que se podía masticar. Tal vez, con unas cuantas jarras más, el plan de Abel dejaría de parecerle tan demencial.
Roose Bolton llegó muy pálido, entre bostezos, acompañado de Walda la Gorda, su oronda esposa encinta. Lo precedían varios señores y capitanes, entre ellos Umber Mataputas, Aenys Frey y Roger Ryswell. Wyman Manderly ya se había sentado a la mesa y estaba engullendo salchichas y huevos duros; a su lado, el anciano lord Locke se llevaba a la boca desdentada cucharadas de gachas.
Lord Ramsay no tardó en hacer acto de presencia, abrochándose el cinturón de la espada mientras se dirigía a la parte delantera del salón.
«Esta mañana está de un humor de perros —advirtió Theon—. Los tambores no lo han dejado dormir en toda la noche, o tal vez alguien haya incurrido en su ira. —Una palabra inoportuna, una mirada poco meditada, una carcajada a destiempo… Eran muchas las cosas que podían provocar el enfado de su señoría y que le costarían a cualquiera una tira de piel—. Por favor, mi señor, no me mires. —A Ramsay solo le haría falta echarle un vistazo para descubrirlo todo—. Me lo leerá en la cara. Se enterará. Siempre se entera». Se volvió hacia Abel.
—No va a salir bien. —Hablaba tan bajo que ni siquiera los caballos habrían podido oírlo—. Nos atraparán antes de que salgamos del castillo. Aunque consigamos huir, lord Ramsay nos dará caza con Ben Huesos y las chicas.
—Lord Stannis está al otro lado de la muralla, y no muy lejos a juzgar por los tambores. Solo tenemos que llegar hasta él. —Los dedos de Abel danzaron sobre las cuerdas del laúd. Tenía la barba castaña, aunque su cabellera larga era canosa—. Si al Bastardo le da por perseguirnos, tal vez viva lo suficiente para lamentarlo.
«Tú créete eso —pensó Theon—. Ten fe. Repítete que es verdad».
—Ramsay dará caza a tus mujeres —le dijo al bardo—. Las perseguirá, las violará y echará sus cadáveres a los perros. Si le proporcionan una buena caza, puede que ponga sus nombres a la próxima camada de perras. A ti te desollará. Desollador, Damon Bailaparamí y él se lo pasarán en grande contigo, y acabarás por suplicarles que te maten. —Agarró el brazo del bardo con una mano mutilada—. Me juraste que no permitirías que volviera a caer en sus manos. Me diste tu palabra. —Necesitaba escucharlo de nuevo.
—Palabra de Abel —dijo Ardilla—. Firme como un roble.
Abel se limitó a encogerse de hombros.
—Pase lo que pase, mi príncipe.
Arriba, en el estrado, Ramsay estaba discutiendo con su padre. Theon se encontraba demasiado lejos para distinguir las palabras, pero el miedo reflejado en el rostro redondo y rosado de Walda la Gorda lo decía todo. Sí oyó a Wyman Manderly pedir más salchichas, y las risas de Roger Ryswell tras un chiste del manco Harwood Stout.
Se preguntó si vería alguna vez las estancias acuosas del Dios Ahogado, o su fantasma quedaría para siempre en Invernalia.
«Estaré muerto, y nada más. Es mejor que ser Hediondo. —Si el plan de Abel fallaba, Ramsay les proporcionaría una muerte lenta y dolorosa—. Esta vez, me despellejará de los pies a la cabeza, y por mucho que suplique, no le pondrá fin. —Theon no había sentido jamás un dolor comparable al que podía causar Desollador con su cuchillito de desollar. Abel no tardaría en aprender aquella lección, y ¿por qué?—. Jeyne se llama Jeyne, y los ojos están mal. —Una comediante que representaba su papel—. Lord Bolton lo sabe; Ramsay lo sabe, pero los demás están ciegos, todos, hasta este bardo de mierda, con sus sonrisas taimadas. Pues es de ti de quien van a reírse, Abel, y de tus putas asesinas. Vas a morir, y por la chica que no es».
Había estado a punto de decirles la verdad cuando Serbal lo condujo hasta Abel, en las ruinas de la Torre Quemada, pero se había mordido la lengua en el último momento. El bardo estaba decidido a escapar con la hija de Eddard Stark. Si se enteraba de que la esposa de lord Ramsay no era más que la cría del mayordomo…
Las puertas del salón principal se abrieron de golpe.
Entró una ráfaga de viento gélido, y una nube de cristales de hielo invadió la estancia con un centelleo blanquiazul. En medio hizo su entrada ser Hosteen Frey, cubierto de nieve y con un cadáver en brazos. Los hombres de los bancos dejaron en la mesa las tazas y cucharas para contemplar con asombro aquella escena espeluznante. Se hizo el silencio.
«Otro asesinato».
La nieve se iba desprendiendo de la capa de ser Hosteen a medida que avanzaba hacia la mesa principal; sus pisadas retumbaban contra el suelo. Lo seguía una docena de caballeros y soldados de los Frey, entre ellos, un niño al que Theon conocía bien: Walder el Mayor, que en realidad era el menudo, con cara de raposa y flaco como un palo. Tenía el pecho, los brazos y la capa salpicados de sangre.
El olor alborotó a los caballos, que empezaron a relinchar. Los perros salieron de debajo de las mesas para olisquear. Los hombres se levantaron de los bancos. El cadáver que ser Hosteen llevaba en brazos brillaba a la luz de las antorchas, con su armadura de escarcha rosa: el frío del exterior le había helado la sangre.
—El hijo de mi hermano Merrett. —Hosteen Frey dejó el cadáver en el suelo, ante el estrado—. Sacrificado como un cerdo y enterrado bajo un banco de nieve. ¡Era un niño!
«Walder el Pequeño —pensó Theon—. El grandote. —Miró de reojo a Serbal—. Son seis —recordó—, puede haber sido cualquiera de ellas». Pero la lavandera captó su mirada.
—No ha sido cosa nuestra —dijo.
—Silencio —avisó Abel.
Lord Ramsay bajó del estrado para ver el cadáver. Su padre se levantó más despacio, con gesto preocupado y solemne.
—Es una traición. —Para variar, Roose Bolton habló con suficiente fuerza para que su voz se oyera en toda la sala—. ¿Dónde habéis encontrado el cadáver?
—Bajo ese torreón que está en ruinas, mi señor —respondió Walder el Mayor—. El de las gárgolas viejas. —El chico llevaba los guantes empapados en la sangre de su primo—. Le dije que no saliera solo, pero me respondió que iba a reunirse con un hombre que le debía muchas monedas de plata.
—¿Qué hombre? —exigió saber Ramsay—. Dame su nombre, chico; señálamelo y te haré una capa con su piel.
—No me lo dijo, mi señor. Solo me dijo que le había ganado a los dados. —El joven Frey titubeó—. Fueron unos hombres de Puerto Blanco, que enseñan a jugar a los dados. No sé cuáles, pero eran de Puerto Blanco.
—Mi señor —rugió Hosteen Frey—, sabemos bien quién ha hecho esto, quién ha matado a este muchacho y a los demás. No con su propias manos, claro, porque es demasiado gordo y cobarde para eso, pero dio la orden. —Se volvió hacia Wyman Manderly—. ¿Lo negáis?
El Señor de Puerto Blanco se metió media salchicha en la boca.
—Confieso… —Se limpió la grasa de los labios con la manga—. Confieso que apenas conocía al pobre chico. Era escudero de lord Ramsay, ¿no? ¿Cuántos años tenía?
—Celebró nueve días de su nombre.
—Qué joven —suspiró Wyman Manderly—. Aunque puede que haya sido una suerte, en el fondo. De haber vivido, se habría convertido en un Frey.
Ser Hosteen asestó una patada al tablero de la mesa y lo derribó de los caballetes, contra la barriga de lord Wyman. Copas y fuentes volaron por los aires; salieron salchichas despedidas en todas direcciones, y una docena de hombres de Manderly se pusieron en pie entre juramentos. Algunos echaron mano de cuchillos, platos, frascas y cualquier cosa que pudieran utilizar como arma.
Ser Hosteen Frey desenvainó la espada larga y se lanzó contra Wyman Manderly. El Señor de Puerto Blanco trató de esquivarlo, pero la mesa lo mantuvo clavado a la silla. La hoja le traspasó tres de las cuatro papadas y la sangre roja salpicó a su alrededor. Lady Walda lanzó un grito y se agarró al brazo de su señor esposo.
—¡Alto! —gritó Roose Bolton—. ¡Esto es una locura!
Sus hombres se precipitaron hacia allí a la vez que los Manderly derribaban los bancos para lanzarse sobre los Frey. Uno intentó apuñalar a ser Hosteen, pero el corpulento caballero giró en redondo y le cortó el brazo por el hombro. Lord Wyman consiguió ponerse en pie, pero se derrumbó al momento. El viejo lord Locke pidió a gritos que acudiera un maestre, mientras Manderly se retorcía en el suelo como una morsa apaleada, sobre un creciente charco de sangre. A su alrededor, los perros se peleaban por las salchichas.
Hicieron falta cuarenta lanceros de Fuerte Terror para separar a los contendientes y poner fin a la carnicería, y para entonces ya habían muerto seis hombres de Puerto Blanco y dos Frey. Bastantes más habían resultado heridos, y Luton, de los Bribones del Bastardo, agonizaba entre gritos, llamando a su madre mientras trataba de meterse las tripas en su sitio por el tajo del que salían. Lord Ramsay lo hizo callar clavándole en el pecho una lanza que le quitó a un hombre de Patas de Acero, pero los gritos, las plegarias y los juramentos siguieron resonando contra las vigas del techo. Walton Patas de Acero tuvo que golpear el asta de la lanza una docena de veces contra el suelo para que se hiciera el silencio, o al menos para que el ruido permitiera escuchar la voz de Roose Bolton.
—Ya veo que todos queréis sangre —dijo el Señor de Fuerte Terror. El maestre Rhodry estaba a su lado, con un cuervo posado en el brazo. El plumaje negro brillaba como el carbón aceitado a la luz de las antorchas.
«Está empapado —advirtió Theon—. Y su señoría tiene un pergamino en la mano. Seguro que también está empapado. Alas negras, palabras negras».
—En lugar de utilizar esas espadas unos contra otros, tal vez prefiráis usarlas contra lord Stannis —prosiguió lord Bolton mientras desenrollaba el pergamino—. Su ejército está a menos de tres días a caballo de aquí, detenido por la nieve y al borde de la inanición, y yo ya me he cansado de esperar a que se digne venir. Ser Hosteen, reunid a vuestros caballeros y soldados ante la puerta principal. Ya que estáis tan deseoso de entrar en combate, seréis vos quien aseste el primer golpe. Lord Wyman, que los hombres de Puerto Blanco se congreguen en la puerta este. Ellos también irán.
La espada de Hosteen Frey estaba enrojecida casi hasta el puño, y las salpicaduras de sangre eran como pecas en sus mejillas. Bajó el arma.
—Como ordene mi señor. Os traeré la cabeza de Stannis Baratheon, pero después terminaré de cortar la de lord Grasas.
Cuatro caballeros de Puerto Blanco habían formado un cerco en torno a lord Wyman, mientras el maestre Medrick se afanaba por detener la hemorragia.
—¡Antes tendréis que pasar por encima de nuestro cadáver! —replicó el de más edad, un hombre de barba entrecana y rostro curtido en cuya sobrevesta manchada de sangre se veían tres sirenas de plata sobre campo púrpura.
—Cuando queráis. De uno en uno o todos a la vez; a mí no me importa.
—¡Basta! —rugió lord Ramsay, con la lanza ensangrentada en la mano—. ¡Una amenaza más y yo mismo os destripo a todos! ¡Mi señor padre ha hablado! ¡Guardad toda esa ira para el usurpador Stannis!
Roose Bolton asintió en ademán de aprobación.
—Bien dicho. Ya tendremos tiempo para pelearnos entre nosotros cuando acabemos con Stannis. —Recorrió la estancia con los gélidos ojos claros hasta que localizó a Abel, al lado de Theon—. ¡Bardo! Ven aquí y cántanos algo sosegante.
—Como ordene su señoría.
Abel hizo una reverencia y se encaminó hacia el estrado con el laúd en la mano; saltó con agilidad sobre un par de cadáveres y se sentó en la mesa con las piernas cruzadas. Cuando empezó a cantar, una canción lenta y triste que Theon Greyjoy no conocía, ser Hosteen, ser Aenys y sus compañeros Frey se volvieron para sacar sus caballos. Serbal agarró a Theon por el brazo.
—El baño. Tiene que ser ahora.
—¿De día? —Se liberó de su presa—. Van a vernos.
—La nieve nos ocultará. ¿Acaso estás sordo? Bolton va a enviar a sus hombres. Tenemos que llegar al rey Stannis antes que ellos.
—Pero… Abel…
—Abel sabe cuidarse solo —masculló Ardilla.
«Es una locura. Una locura desesperada y condenada al fracaso». Theon apuró el resto de la cerveza y, de mala gana, se puso en pie.
—Ve a buscar a tus hermanas. Hace falta mucha agua para llenar la bañera de mi señora.
Ardilla se escabulló con sus habituales pasos silenciosos, y Serbal salió de la estancia con Theon. Desde que sus hermanas y ella lo habían localizado en el bosque de dioses, no había momento en que no estuviera acompañado de mujeres. No lo perdían de vista; no se fiaban de él.
«¿Por qué iban a fiarse? Fui Hediondo y podría volver a serlo. Hediondo, Hediondo, rima con me escondo».
Fuera seguía nevando. Los muñecos de nieve que habían hecho los escuderos eran ya gigantes monstruosos de cuatro varas de altura, espantosamente deformados. Serbal y él se encaminaron al bosque de dioses, siempre entre murallas blancas; los caminos que unían los edificios y torreones se habían convertido en una maraña de zanjas heladas que había que despejar cada poco. Era muy fácil perderse en aquel laberinto helado, pero Theon Greyjoy conocía cada giro, cada recoveco.
Hasta el bosque de dioses estaba volviéndose blanco. Sobre el estanque, al pie del árbol corazón, se había formado una fina capa de hielo, y el rostro tallado en la corteza blanca tenía un bigote de carámbanos. A aquella hora no podrían quedarse a solas con los antiguos dioses, así que Serbal tiró de Theon para alejarlo de los norteños que rezaban junto al árbol y lo guió hasta un lugar más aislado, entre la pared de un barracón y una poza de lodo caliente que apestaba a huevos podridos. Theon advirtió que hasta aquel barro empezaba a helarse por los bordes.
—Se acerca el invierno…
—No tienes derecho a pronunciar el lema de lord Eddard —interrumpió Serbal—. No te atrevas, jamás. Después de lo que hiciste…
—Vosotros también habéis matado a un niño.
—No hemos sido nosotros. Ya te lo he dicho.
—Las palabras se las lleva el viento. —«Estas personas no son mejores que yo. Somos iguales»—. Matasteis a los otros, ¿por qué no a este? Polla Amarilla…
—… olía tan mal como tú. Era un cerdo.
—Y Walder el Pequeño era un cerdito, y al matarlo habéis enfrentado a los Manderly y los Frey. Muy astutos…
—No hemos sido nosotros. —Serbal lo agarró por el cuello, lo empujó contra la pared del barracón y se le acercó mucho a la cara—. Como vuelvas a decir eso, te arranco esa lengua mentirosa, asesino de la sangre de tu sangre.
Theon sonrió, mostrando los dientes rotos.
—No vas a matarme. Os hace falta mi lengua para que los guardias os dejen pasar. Os hacen falta mis mentiras.
Serbal le escupió a la cara, lo soltó y se limpió las manos enguantadas contra las piernas, como si su simple contacto la ensuciara. Theon sabía que no debía provocarla; a su manera, aquella mujer era tan peligrosa como Desollador o Damon Bailaparamí. Pero estaba cansado, tenía frío, le dolían horriblemente las sienes y llevaba días sin conciliar el sueño.
—He hecho cosas espantosas. Traicioné a los míos, cambié de capa, ordené la muerte de hombres que confiaban en mí… Pero no he matado a la sangre de mi sangre.
—Ya, ya, los pequeños Stark no eran tus hermanos de sangre. Ya lo sabemos.
Cierto, pero eso no era lo que quería decir Theon.
«No eran de mi sangre, pero ni así pude hacerles daño. Los críos que matamos no eran más que los hijos de un molinero. —Theon no quería pensar en la madre de aquellos niños. Conocía de toda la vida a la mujer del molinero; hasta se había acostado con ella—. Pechos generosos con pezones grandes y oscuros, boca dulce, risa alegre. Delicias que no volveré a probar». Era inútil que se lo explicara a Serbal. No prestaría oído a su negación, igual que él no la creía a ella.
—Tengo las manos manchadas de sangre, pero no es sangre de mis hermanos —dijo con voz cansada—. Y ya he recibido mi castigo.
—Ni para empezar. —Serbal le dio la espalda.
«Mujer estúpida». Theon estaba deshecho, pero seguía teniendo un puñal. No le habría costado nada desenvainarlo y clavárselo entre los omoplatos; eso podía hacerlo hasta con los dientes rotos. Incluso sería un gesto misericordioso: una muerte más rápida y limpia que la que sufrirían sus hermanas y ella a manos de Ramsay cuando las atrapara.
Hediondo podría haber sido capaz. Hediondo habría sido capaz, con la esperanza de complacer a lord Ramsay. Aquellas rameras querían llevarse a la esposa de Ramsay; Hediondo no podía permitirlo. Pero los antiguos dioses lo habían reconocido; lo habían llamado Theon.
«Fui hijo del hierro, hijo del hierro, hijo de Balon Greyjoy y heredero de Pyke». Los muñones de los dedos le picaban, pero no echó mano del puñal.
Ardilla regresó acompañada por las otras cuatro: la flaca y canosa Mirto; Sauce Ojo de Bruja con su larga trenza negra; Frenya, la de la cintura amplia y los pechos enormes; y Acebo, con su cuchillo. Iban vestidas de sirvientas, con prendas de deslucida tela basta y gris, y todas llevaban una capa de lana marrón forrada de piel de conejo blanca.
«Sin espada —advirtió Theon—. Sin hacha, ni martillo, ni más arma que los cuchillos». Acebo se sujetaba la capa con un broche de plata, y Frenya se ceñía la cintura con una cuerda de cáñamo que le daba varias vueltas, de las caderas a los pechos, y la hacía parecer aún más corpulenta. Mirto llevaba otro vestido de sirvienta para Serbal.
—Los patios están atestados de imbéciles —advirtió a las otras—. Van a emprender la marcha.
—Arrodillados —bufó Sauce, despectiva—. Su señorial señor ha hablado y tienen que obedecer.
—Van a morir —canturreó Acebo alegremente.
—Nosotros también —dijo Theon—. Aunque consiguiéramos pasar ante los guardias, ¿cómo vamos a sacar a lady Arya?
—Seis mujeres entran, seis mujeres salen. —Acebo sonrió—. ¿Quién se fija en las criadas? Vestiremos a la Stark con la ropa de Ardilla.
«Son más o menos de la misma estatura. —Theon echó un vistazo a Ardilla—. Puede que salga bien».
—¿Y Ardilla? ¿Cómo saldrá luego?
—Por la ventana —contestó la chica—, directa de un salto al bosque de dioses. Cuando tenía doce años, mi hermano me llevó por primera vez de expedición al sur de vuestro Muro, y fue entonces cuando me pusieron el nombre. Mi hermano dijo que parecía una ardilla trepando por un árbol. Desde entonces, he escalado el Muro seis veces, para ir y para volver. Creo que seré capaz de escapar de una torre de piedra, sí.
—¿Satisfecho, cambiacapas? —preguntó Serbal—. Vamos, en marcha.
Las inmensas cocinas de Invernalia ocupaban un edificio entero, aislado de las otras estancias y torreones del castillo para prevenir los incendios. Dentro, el olor cambiaba de hora en hora, con los aromas de la carne asada, los puerros y las cebollas o el pan recién horneado. Roose Bolton había apostado guardias ante las puertas: con tantas bocas que alimentar, cada miga era preciosa, y hasta los cocineros y pinches tenían vigilancia constante. Pero los guardias conocían a Hediondo y les gustaba meterse con él cuando iba a buscar agua caliente para el baño de lady Arya. Claro que no se atrevían a ir más lejos: todo el mundo sabía que Hediondo era el juguete de lord Ramsay.
—El Príncipe Apestoso viene a por agua caliente —anunció un guardia mientras abría la puerta a Theon y a las criadas—. Venga, deprisa, que no se escape el aire caliente.
Una vez dentro, Theon agarró a un pinche de cocina por el brazo.
—Agua para el baño de la señora —ordenó—. Seis cubos llenos, y que esté caliente. Lord Ramsay la quiere bien limpia y sonrosada.
—Sí, mi señor —respondió el muchacho—. Enseguida, mi señor.
«Enseguida» tardó en llegar más de lo que Theon habría querido. Las ollas grandes estaban todas sucias, así que el chico tuvo que fregar una antes de llenarla de agua, que luego pareció tardar años en hervir y siglos en proporcionar la suficiente para llenar seis baldes de madera. Las mujeres de Abel aguardaron con el rostro oculto bajo la capucha.
«Lo hacen todo al revés». Las criadas de verdad siempre estaban bromeando con los pinches, coqueteando con los cocineros, robando un pellizco de esto, un mordisco de aquello… Serbal y sus intrigantes hermanas no querían llamar la atención, pero por su silencio hosco, los guardias no tardaron en mirarlas con extrañeza.
—¿Dónde están Maisie, Jez y las otras chicas? ¿Las de siempre? —preguntó uno a Theon.
—Lady Arya no estaba contenta con ellas —mintió—. La última vez, el agua llegó fría a la bañera.
El agua caliente lanzaba al aire nubes de vapor que fundían los copos de nieve al descender. La procesión de cubos volvió por el laberinto de muros de hielo, mientras el agua se iba enfriando a cada paso. Se cruzaron con muchos hombres: caballeros con armadura, sobrevesta de lana y capa de pieles; soldados con lanzas cruzadas a la espalda; arqueros con el arco sin armar y el carcaj lleno; jinetes libres; mozos de cuadra que llevaban a los corceles por las riendas… Los hombres de los Frey lucían el blasón de las dos torres, y los de Puerto Blanco, el del tritón y el tridente. Se cruzaban en medio de la nieve y se miraban con desconfianza, pero nadie desenvainó la espada.
«No, aquí no. Pero fuera, en el bosque, puede que cambie la cosa».
Media docena de hombres curtidos de Fuerte Terror montaba guardia ante las puertas del Gran Torreón.
—¿Otro puto baño? —preguntó el sargento al ver los cubos de agua humeante; él tenía las manos metidas bajo los sobacos para darse calor—. Ya se bañó anoche. ¿Cómo puede ensuciarse tanto una mujer que no sale de la cama?
«Es más fácil de lo que crees, si comparte esa cama con Ramsay», pensó Theon, recordando la noche de bodas y las cosas que les había obligado a hacer.
—Son órdenes de lord Ramsay.
—Pues entrad antes de que se congele el agua —replicó el sargento. Dos guardias abrieron las puertas.
La entrada era casi tan gélida como el exterior. Acebo se sacudió la nieve de las botas y se quitó la capucha.
—Creía que iba a ser más difícil. —Su aliento se condensaba en el aire.
—Hay más guardias arriba, ante el dormitorio de mi señor —le advirtió Theon—. Son hombres de Ramsay. —No se atrevió a llamarlos «bribones del bastardo» allí, donde cualquiera podía estar escuchando—. No os quitéis la capucha y agachad la cabeza.
—Haz lo que te dice, Acebo —intervino Serbal—. Puede que te reconozcan, y no queremos problemas.
Subieron por las escaleras, con Theon a la cabeza.
«He venido por aquí mil veces», se dijo Theon mientras encabezaba el ascenso por las escaleras. De niño subía corriendo y bajaba los escalones de tres en tres. En cierta ocasión se dio de bruces con la Vieja Tata y la derribó, con lo que se ganó la peor regañina que había recibido en Invernalia, aunque fue poco más que una caricia en comparación con las palizas que le daban sus hermanos en Pyke. Robb y él habían librado muchas batallas heroicas en aquellos peldaños, lanzándose estocadas con espadas de madera; un buen entrenamiento que les enseñó lo difícil que era subir por una escalera de caracol defendida por un rival tenaz. Ser Rodrik solía decir que un buen luchador, en una posición de ventaja, podía cortar el paso a cien hombres.
Pero de eso hacía mucho, y ya habían muerto todos. Jory; el viejo ser Rodrik; lord Eddard; Harwin; Hullen; Cayn; Desmond; Tom el Gordo; Alyn, con sus sueños de convertirse en caballero; Mikken, que le había dado la primera espada de verdad… Hasta la Vieja Tata, con toda probabilidad.
Y Robb. Robb, que había sido un hermano para Theon, mucho más que ninguno de los hijos engendrados por Balon Greyjoy.
«Asesinado en la Boda Roja, por los Frey. Yo tendría que haber estado con él. ¿Por qué no fui? Yo tendría que haber muerto con él».
Theon se detuvo tan bruscamente que Sauce estuvo a punto de chocar contra su espalda. La puerta del dormitorio de Ramsay se alzaba ante él, vigilada por Alyn el Amargo y Gruñón, dos bribones del bastardo.
«Los antiguos dioses están con nosotros». Como solía decir lord Ramsay, Gruñón no tenía lengua y Alyn el Amargo no tenía seso. Uno era brutal y el otro cruel, pero los dos se habían pasado la vida al servicio de Fuerte Terror y siempre hacían lo que les ordenaba.
—Traigo agua caliente para lady Arya —les dijo Theon.
—Prueba a bañarte tú, Hediondo —replicó Alyn el Amargo—. Hueles a meados de caballo.
Gruñón gruñó para indicar que estaba de acuerdo, o quizá ese gruñido intentara ser una risa. En cualquier caso, Alyn abrió la puerta del dormitorio e indicó a Theon y a las mujeres que entraran.
En la habitación no había amanecido; las sombras lo cubrían todo. El último leño crepitaba sin llamas entre las brasas moribundas de la chimenea, y en la mesilla de noche titilaba una vela que iluminaba la cama deshecha, vacía.
«No está —pensó Theon—. Se ha tirado por una ventana, desesperada».
Pero los postigos estaban cerrados para proteger la habitación de la tormenta, y la nieve y el hielo los habían sellado firmemente.
—¿Dónde está? —preguntó Acebo. Sus hermanas vaciaron los baldes en la gran bañera redonda de madera. Frenya cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella—. ¿Dónde está? —insistió Acebo.
En el exterior sonó un cuerno.
«Es una trompeta. Los Frey se reúnen para la batalla». Theon sintió picor en los dedos que le faltaban.
Entonces la vio. Estaba acurrucada en el rincón más oscuro del dormitorio, en el suelo, hecha un ovillo bajo un montón de pieles de lobo. Tal vez no la habría encontrado en la vida de no ser porque temblaba, ya que se había subido las pieles hasta la cabeza para esconderse.
«¿De nosotros? ¿O acaso esperaba a su señor esposo?». La sola idea de que Ramsay pudiera llegar en cualquier momento le dio ganas de gritar.
—Mi señora. —Theon no era capaz de llamarla Arya, pero no se atrevía a llamarla Jeyne—. No hace falta que os escondáis. Estas mujeres son amigas.
Las pieles se movieron, y un ojo brillante de lágrimas los miró.
«Un ojo oscuro, muy oscuro. Es marrón».
—¿Theon?
—Lady Arya. —Serbal se acercó más—. Tenéis que venir con nosotros enseguida. Hemos venido a llevaros con vuestro hermano.
—¿Con mi hermano? —El rostro de la niña emergió de entre las pieles de lobo—. Yo no tengo hermanos.
«Ha olvidado quién es. Ha olvidado su nombre».
—Cierto —dijo Theon—, pero los tuvisteis. Eran tres: Robb, Bran y Rickon.
—Están muertos. Ya no tengo hermanos.
—Tenéis uno —insistió Serbal—. Lord Cuervo.
—¿Jon Nieve?
—Venimos a llevaros con él, pero tenéis que daros prisa.
Jeyne se subió las pieles de lobo hasta la barbilla.
—No. Es una trampa. Es alguna argucia de… de mi señor, de mi amado señor. Os ha enviado para ponerme a prueba, para comprobar que lo quiero. ¡Lo quiero, lo quiero, más que a nada en el mundo! —Una lágrima le corrió por la mejilla—. Decídselo, id a decírselo. Haré lo que quiera… Todo lo que quiera… con él, o… con el perro, o… Por favor, no tiene por qué cortarme los pies, no intentaré escapar nunca, le daré hijos, lo juro, lo juro…
Serbal dejó escapar un silbido quedo.
—Maldito sea ese hombre.
—Soy una buena chica —sollozó Jeyne—. Me han entrenado.
—Que alguien la haga dejar de llorar —dijo Sauce con el ceño fruncido—. Ese guardia está mudo, no sordo. Van a oírnos.
—Ponla de pie, cambiacapas. —Acebo tenía el cuchillo en la mano—. Levántala, o la levanto yo. Tenemos que largamos. Levanta a esa putilla y dale un par de bofetadas, a ver si le entra un poco de valor.
—¿Y si grita? —preguntó Serbal.
«Si grita, podemos darnos por muertos —pensó Theon—. Ya les dije que era una locura, pero no me hicieron caso. —Abel los había enviado a la perdición; todos los bardos estaban medio locos. En las canciones, el héroe siempre rescataba a la doncella del castillo del monstruo, pero la vida no era una canción, igual que Jeyne no era Arya Stark—. Tiene los ojos mal. Y aquí no hay héroes, solo putas». Pero se arrodilló al lado de la niña, apartó las pieles y le acarició la mejilla.
—Me conoces, soy Theon, ¿te acuerdas? Yo también te conozco. Sé tu nombre.
—¿Mi nombre? —Ella sacudió la cabeza—. Mi nombre… es…
Theon le puso un dedo en los labios.
—Ya hablaremos luego de eso. Ahora, tienes que estar muy callada. Ven con nosotros. Conmigo. Te sacaremos de aquí. Te llevaremos lejos de él.
—Por favor —susurró Jeyne con los ojos muy abiertos—. Sí, por favor.
Theon le cogió la mano, y los muñones de los dedos le picaron cuando la ayudó a ponerse en pie. Las pieles de lobo cayeron al suelo; estaba desnuda, con los pequeños pechos blancos llenos de dentelladas. Oyó tragar saliva a una mujer, y Serbal le puso un fardo de ropa en las manos.
—Vístela. Fuera hace frío.
Ardilla se había quedado en ropa interior, y estaba revolviendo el contenido de un arcón de cedro para buscar algo con que abrigarse. Al final se decidió por un jubón acolchado de lord Ramsay y unos calzones muy usados que le ondeaban alrededor de las piernas como las velas de un barco en una tormenta.
Serbal ayudó a Theon a vestir a Jeyne Poole con la ropa de Ardilla.
«Si los dioses son misericordiosos y los guardias están ciegos, puede pasar por ella».
—Ahora, vamos a salir y bajaremos por las escaleras —explicó Theon a la niña—. Mantén la cabeza gacha y no te quites la capucha. Sigue a Acebo. No corras, no llores, no hables y no mires a nadie a la cara.
—Quédate a mi lado —suplicó Jeyne—. No me dejes.
—No me apartaré de ti —prometió Theon mientras Ardilla se metía en la cama de lady Arya y se cubría con la manta. Frenya abrió la puerta del dormitorio.
—¿Qué, Hediondo? ¿La has bañado bien? —preguntó Alyn el Amargo cuando salieron.
Gruñón le dio un pellizco a Sauce en un pecho cuando pasó junto a él. Tuvieron suerte de que la eligiera e ella: si hubiera tocado a Jeyne, la niña habría gritado, y Acebo habría degollado al guardia con el cuchillo que llevaba en la manga. En cambio, Sauce se apartó y pasó de largo. Durante un momento, Theon estuvo a punto de desmayarse de alivio.
«No han mirado. No la han visto. ¡Hemos sacado a la niña delante de sus narices!».
Pero cuando llegaron a las escaleras, el miedo regresó. ¿Y si se encontraban con Desollador, con Damon Bailaparamí o con Walton Patas de Acero? ¿O con Ramsay en persona?
«¡Los dioses me amparen! Ramsay no, cualquiera menos Ramsay».
¿De qué había servido sacar a la niña del dormitorio? Seguían en el castillo, con todas las puertas cerradas y atrancadas, y las almenas pobladas de centinelas. Los guardias apostados a la entrada del torreón iban a detenerlos, seguro. Acebo y su cuchillo no servirían de gran cosa contra seis hombres con armadura, espada y lanza.
Pero los guardias del exterior estaban acurrucados junto a las puertas, de espaldas al viento gélido que lanzaba la nieve contra ellos. Ni siquiera el sargento les dedicó más que un vistazo rápido. Durante un momento, Theon los compadeció. Cuando se diera cuenta de que su esposa había desaparecido, Ramsay los desollaría, y no quería ni imaginar qué haría con Gruñón y Alyn el Amargo.
A menos de diez pasos de la puerta, Serbal dejó caer el balde vacío y sus hermanas la imitaron. El Gran Torreón ya se había perdido de vista tras ellas, y el patio era una llanura blanca en la que los sonidos amortiguados resonaban con ecos extraños en la tormenta. Las trincheras de hielo se alzaban en torno a ellos a la altura de la rodilla, luego por la cintura, luego por encima de la cabeza. Estaban en el centro de Invernalia, en el corazón del castillo, pero no se veía ni rastro de él. Igual podrían haberse encontrado perdidos en la Tierra del Eterno Invierno, mil leguas más allá del Muro.
—Hace frío —sollozó Jeyne Poole, que se tambaleaba al lado de Theon.
«Y pronto hará más. —Al otro lado de la muralla del castillo aguardaba el invierno con sus colmillos de hielo—. Si es que llegamos hasta allí».
—Por aquí —dijo cuando llegaron a una bifurcación.
—Frenya, Acebo, id con ellos —ordenó Serbal—. Nosotras iremos luego con Abel. No nos esperéis.
Sin añadir palabra, se volvió y se perdió en la nieve, en dirección al salón principal. Sauce y Mirto se apresuraron a seguirla, con las capas ondeando al viento.
«Esto es cada vez más demencial —pensó Theon. Ya le parecía improbable que consiguieran huir con la ayuda de las seis mujeres de Abel; con dos nada más, era imposible directamente, pero habían llegado demasiado lejos para devolver a la chica al dormitorio y fingir que no había pasado nada. Cogió a Jeyne del brazo y la arrastró camino abajo, hacia la puerta de las Almenas—. Solo es media puerta —se recordó—. Aunque los guardias nos dejen pasar, aún nos quedará la muralla exterior. —Los guardias le habían franqueado el paso en ocasiones, por la noche, pero siempre iba solo. No le resultaría tan fácil salir con tres criadas, y si los guardias le quitaban la capucha a Jeyne, reconocerían a la esposa de lord Ramsay.
El pasaje giró hacia la izquierda y, de repente, tras un velo de nieve que no dejaba de caer, apareció ante ellos la puerta de las Almenas, flanqueada por dos guardias que parecían osos con sus prendas de cuero y pieles. Sujetaba una lanza de tres varas.
—¿Quién vive? —gritó uno. Theon no reconoció la voz. El rostro del hombre estaba oculto casi por completo por una bufanda que solo dejaba a la vista los ojos—. ¿Eres tú, Hediondo?
«Sí», estuvo a punto de decir.
—Theon Greyjoy —se oyó responder—. Os… os traigo unas mujeres.
—Tenéis que estar helados, chicos —comentó Acebo—. Esperad, que voy a daros calor.
Apartó a un lado la lanza del guardia, le aflojó la bufanda medio congelada y le estampó un beso en la boca. Mientras sus labios se tocaban, el cuchillo de la mujer se clavó en la carne del cuello, justo debajo de la oreja. Theon vio como los ojos del hombre se abrían de par en par. Cuando Acebo retrocedió, tenía sangre en los labios, y también manaba sangre de la boca del guardia cuando se desplomó.
El segundo guardia seguía contemplando toda la escena, estupefacto, cuando Frenya le agarró la lanza por el asta. Forcejearon un momento, pero la mujer consiguió arrancársela de las manos y golpearlo en la sien con la madera. Cuando él se tambaleó hacia atrás, Frenya aprovechó para girar la lanza y clavarle la punta en la tripa.
Al verlo, Jeyne Poole soltó un alarido.
—¡Mierda puta! —exclamó Acebo—. Esto va a atraer a un montón de arrodillados. ¡Corred!
Theon le tapó la boca a Jeyne con una mano, la agarró por la cintura con la otra y la obligó a pasar entre el guardia muerto y el moribundo para cruzar la puerta y salvar el foso congelado. Tal vez velaran por ellos los antiguos dioses, porque el puente levadizo había quedado bajado para que los defensores de Invernalia pudieran ir y volver más deprisa de las almenas exteriores. Tras ellos oyeron el sonido de pies que corrían, y también una trompeta, en la cima de la muralla interior.
Cuando llegaron al puente levadizo, Frenya se detuvo y se volvió.
—Vosotros seguid; yo detendré aquí a los arrodillados. —Aún tenía la lanza ensangrentada en las manazas.
Cuando llegaron al pie de la escalera, Theon estaba tambaleándose. Se cargó al hombro a la niña y empezó a subir. Jeyne ya no se debatía, y además era tan menuda… Pero los escalones estaban resbaladizos por la capa de hielo que se había formado bajo la fina nieve en polvo, y a medio camino perdió pie y cayó sobre una rodilla. El dolor fue tan agudo que estuvo a punto de soltar a la niña, y durante un momento temió que aquel fuera el final de su fuga. Pero Acebo lo obligó a ponerse en pie, y entre los dos consiguieron subir a Jeyne a las almenas. Theon se apoyó contra una, jadeante. Abajo, los gritos señalaban el lugar donde Frenya luchaba contra una docena de guardias, rodeada de nieve.
—Ahora, ¿qué? —gritó a Acebo—. ¿Adónde vamos? ¿Cómo salimos de aquí?
La rabia dibujada en el rostro de Acebo se transformó en espanto.
—Oh, no, mierda puta. La cuerda. —Dejó escapar una risa histérica—. La cuerda la tiene Frenya. —De pronto soltó un gruñido y se llevó las manos a la tripa, de donde acababa de brotarle una saeta. La agarró, y la sangre le corrió entre los dedos—. Arrodillados, en la muralla interior… —dijo entre jadeos y, en aquel momento, otra saeta apareció en su pecho. Fue a agarrarse a la almena y cayó. La nieve que había soltado la enterró en un lecho mullido.
Se oyeron más gritos a la izquierda. Jeyne Poole se había quedado con la vista fija en Acebo, que yacía en una manta blanca que iba tiñéndose de rojo. Theon sabía que, en la muralla interior, los ballesteros estarían preparándose para disparar de nuevo. Miró hacia la derecha, pero por allí también se acercaban hombres corriendo con la espada desenvainada.
«Stannis —pensó, aterrado—. Stannis es nuestra única esperanza. Tenemos que llegar a él».
El viento aullaba, y la chica y él estaban atrapados.
Restalló una ballesta. La saeta pasó de largo a un palmo de él, atravesando la nieve helada de la almena más cercana. No había ni rastro de Abel, Serbal, Ardilla ni las demás. Estaba solo con la niña.
«Si nos cogen con vida, nos entregarán a Ramsay».
Theon agarró a Jeyne por la cintura y saltó.