La Selaesori Qhoran estaba ya a siete días de Volantis cuando Penny salió por fin de su camarote, como un animalillo asustadizo que asomara de nuevo al bosque tras dormir todo el invierno.
Estaba anocheciendo. El sacerdote rojo había encendido la hoguera nocturna en el gran brasero de hierro que había en medio del barco, y la tripulación se había congregado a su alrededor para rezar. La voz de Morroqo era un tambor grave que parecía surgir de lo más hondo de su gigantesco torso.
—Te damos las gracias por tu sol, que nos aporta calor —rezó—. Te damos las gracias por tus estrellas, que velan por nosotros mientras navegamos por este mar frío y negro.
El sacerdote era corpulento, más alto que ser Jorah y el doble de ancho, y casi siempre vestía una túnica roja con llamas de seda anaranjada bordadas en las mangas, el cuello y el dobladillo. Las llamas que llevaba tatuadas en la frente y en las mejillas eran naranja y amarillas. Portaba un cayado de hierro tan alto como él, rematado en una cabeza de dragón. Cuando golpeaba la cubierta con la base, el dragón escupía llamas verdes.
Sus guardias, cinco guerreros esclavos de la Mano de Fuego, dirigían el coro de respuestas durante las oraciones. Rezaban en el dialecto de la Antigua Volantis, pero Tyrion había oído las plegarias tantas veces que ya entendía lo más importante: «Enciende nuestro fuego, protégenos de la oscuridad, blablablá, ilumina nuestros pasos y mantennos calentitos, la noche es oscura y alberga horrores, sálvanos de todo lo que nos da miedo y más blablablá».
No era tan idiota como para decirlo en voz alta. A Tyrion Lannister lo traían sin cuidado los dioses, pero a bordo de aquel barco era mejor mostrar cierto respeto hacia el rojo R’hllor. Jorah Mormont le había quitado las cadenas en cuanto estuvieron lejos de la costa, y no tenía la menor intención de darle motivos para que volviera a ponérselas.
La Selaesori Qhoran era una bañera flotante de diez mil quintales con grandes bodegas, castillos de proa y popa, y un mástil solitario en el centro. En la proa lucía un mascarón grotesco, algún personaje devorado por la carcoma y con pinta de estreñido que llevaba un pergamino enrollado bajo el brazo. Tyrion no había visto un barco más feo en toda su vida. La tripulación tampoco destacaba por su belleza: el capitán era un barrigón deslenguado y malhumorado de ojos codiciosos, muy juntos, mal jugador de sitrang y peor perdedor. Tenía a sus órdenes a cuatro contramaestres, los cuatro libertos, y cincuenta esclavos, todos ellos con una versión rudimentaria del mascarón de la coca tatuada en la mejilla. Los marineros llamaban Sinnariz a Tyrion, por mucho que repitiera que su nombre era Hugor Colina.
Tres contramaestres y más de tres cuartas partes de la tripulación adoraban fervientemente al Señor de Luz. En cuanto al capitán, Tyrion no estaba tan seguro: salía de su camarote para la plegaria nocturna, aunque no tomaba parte en ella. Pero lo cierto era que, al menos durante aquella travesía, el verdadero capitán de la Selaesori Qhoran era Morroqo.
—Señor de Luz, bendice a tu esclavo Morroqo e ilumina su camino por los lugares oscuros del mundo —tronó la voz del sacerdote rojo—. Protege a tu justo esclavo Benerro. Dale valor, dale sabiduría, llena de fuego su corazón.
De pronto, Tyrion advirtió la presencia de Penny, que contemplaba la farsa desde la empinada escalera de madera que bajaba del castillo de popa. Estaba en uno de los peldaños inferiores, así que solo se le veía la cabeza. Bajo la capucha, unos ojos grandes, blancos, brillaban a la luz de la hoguera. La acompañaba su perro, el mastín gris que cabalgaba en sus parodias de justas.
—Mi señora —llamó Tyrion con voz queda.
No era ninguna señora, claro, pero no se acostumbraba a pronunciar su estúpido nombre, y tampoco iba a llamarla chica o enana. Ella dio un respingo.
—No… No os había visto.
—Es que soy pequeño.
—No me… No me encontraba bien. —Su perro ladró.
«Querrás decir que estabas enferma de dolor».
—Si puedo ayudaros en algo…
—No.
Volvió a desaparecer en dirección al camarote que compartía con el perro y la cerda. Tyrion no podía reprochárselo. La tripulación de la Selaesori Qhoran se había alegrado cuando él subió a bordo, ya que los enanos daban buena suerte. Le habían frotado la cabeza tantas veces y con tanto entusiasmo que de milagro no lo habían dejado calvo. Pero a Penny la recibieron con sentimientos cruzados: era una enana, sí, pero también una mujer, y daba mala suerte llevar mujeres a bordo. Por cada marinero que intentaba frotarle la cabeza había tres que mascullaban conjuros de protección cuando se cruzaban con ella.
«Y cada vez que me ve es como si le echaran sal en la herida. A su hermano le cortaron la cabeza con la esperanza de que fuera la mía, pero aquí estoy, como una puta gárgola, tranquilizándola con palabras huecas. Yo en su lugar estaría deseando empujarme al mar».
Solo podía sentir compasión por la muchacha, que no merecía haber padecido semejante horror en Volantis; ni ella ni su hermano. La había visto por última vez justo antes de zarpar, y tenía los ojos hinchados por el llanto, dos desgarrones enrojecidos en una cara pálida y demacrada. Antes de que izaran las velas ya se había encerrado en el camarote con el perro y la cerda, pero por las noches se la oía llorar. El día anterior había oído a un contramaestre decirle a otro que habría que tirarla por la borda antes de que las lágrimas les inundaran el barco. Tyrion no estaba completamente seguro de que fuera una broma.
Al terminar las oraciones nocturnas, la tripulación se dispersó: unos fueron a montar guardia; otros, en busca de comida, ron y hamacas, mientras que Morroqo se quedó junto al fuego, como todas las noches. El sacerdote rojo dormía de día, pero mientras reinaba la oscuridad montaba guardia ante sus llamas sagradas para que el sol las encontrara vivas al amanecer. Tyrion se sentó delante para quitarse de las manos el frío nocturno. Durante un rato, Morroqo no se fijó en él: estaba concentrado en el fuego, inmerso en alguna visión.
«¿Verá los tiempos que están por llegar, tal como asegura?». Si era cierto, se trataba de un don temible. Tras unos momentos, el sacerdote alzó la vista y su mirada se encontró con la del enano.
—Hugor Colina —dijo al tiempo que inclinaba la cabeza en gesto solemne—. ¿Habéis venido a rezar conmigo?
—Me dijeron que la noche es oscura y alberga horrores. ¿Qué veis en esas llamas?
—Dragones —respondió Morroqo en la lengua común de Poniente. La hablaba muy bien, casi sin acento; sin duda era uno de los motivos por los que el sumo sacerdote Benerro lo había elegido para llevar la fe de R’hllor a Daenerys Targaryen—. Dragones viejos y jóvenes, verdaderos y falsos, luminosos y oscuros. Y a vos. Un hombre pequeño con una sombra muy grande que ruge en el centro de todo.
—¿Que rujo? ¿Yo, con lo buena persona que soy? —Tyrion casi se sentía halagado. «Sin duda, eso es lo que pretende. A todo idiota le gusta sentirse importante»—. Puede que vierais a Penny. Somos más o menos del mismo tamaño.
—No, amigo mío.
«¿Amigo mío? ¿Cuándo hemos llegado a eso?».
—¿Habéis visto cuánto tardaremos en llegar a Meereen?
—¿Tantas ganas tenéis de ver a la libertadora del mundo?
«Sí y no. Puede que la libertadora del mundo me corte la cabeza o me eche de aperitivo a sus dragones».
—La verdad es que no —confesó Tyrion—. A mí lo que me interesa son las aceitunas, aunque tengo miedo de morir de viejo antes de probarlas. Si me tirase al mar y nadase como un perrito, llegaría antes. Decidme una cosa, ¿quién era Selaesori Qhoran? ¿Un triarca o una tortuga?
—Ni lo uno ni lo otro —respondió el sacerdote con una risita—. Un qhoran no es un gobernante, sino alguien que sirve al gobernante, lo asesora y lo ayuda a llevar a cabo sus planes. En Poniente lo llamaríais consejero, o magíster.
«¿La mano del rey?». Aquello le hizo mucha gracia.
—¿Y selaesori?
—Que despide un aroma agradable. —Se rozó la nariz para ilustrar sus palabras—. ¿Cómo diríais vosotros? ¿Fragante? ¿Florido?
—¡Así que Selaesori Qhoran viene a significar «consejero maloliente maloliente»!
—«Consejero fragante», más bien.
—Me quedo con «maloliente» —replicó Tyrion con una sonrisa traviesa—. Pero os agradezco la lección.
—Es para mí un placer iluminaros. Tal vez algún día me permitáis enseñaros también la verdad sobre R’hllor.
—Algún día. —«Cuando no sea más que una cabeza en una pica».
El alojamiento que compartía con ser Jorah se podía denominar camarote solo por cortesía. En aquel armario húmedo, oscuro y apestoso apenas había espacio para colgar dos hamacas, una encima de la otra. Cuando llegó, Mormont estaba tumbado en la de abajo y se mecía con el movimiento del barco.
—La chica ha asomado por fin la nariz a la cubierta —le dijo Tyrion—. Pero nada más verme ha vuelto a esconderse.
—Es que no eres muy grato a los ojos.
—No todos podemos ser tan guapos como tú. Esa chica está deshecha. No me extrañaría que la pobre hubiera subido para tirarse por la borda.
—La pobre se llama Penny.
—Ya sé cómo se llama. —Detestaba aquel nombre. Su hermano se hacía llamar Céntimo, aunque su verdadero nombre era Oppo. Céntimo y penique, las dos monedas más pequeñas, las de menor valor, y lo peor era que ellos mismos habían elegido sus nombres. Solo con pensarlo, Tyrion notaba un regusto amargo—. Se llame como se llame, necesita un amigo.
—Pues hazte amigo suyo. —Ser Jorah se incorporó en la hamaca—. Por mí como si quieres casarte con ella.
Aquello también le supo amargo.
—Los iguales se atraen, ¿no? ¿Eso crees? Y tú, ¿qué? ¿Vas a buscarte una osa?
—Fuiste tú quien se empeñó en traerla.
—Dije que no podíamos dejarla tirada en Volantis, pero eso no significa que quiera tirármela, y por si se te ha olvidado, lo único que desea ella es verme muerto. Como amigo le vale cualquiera menos yo.
—Los dos sois enanos.
—También lo era su hermano, y unos borrachos de mierda lo mataron porque lo confundieron conmigo.
—Te sientes culpable, ¿eh?
—No —se defendió Tyrion—. Ya tengo bastantes pecados propios por los que responder; no tuve nada que ver con este. Puede que no me gustara la farsa que representaron su hermano y ella en la boda de Joffrey, pero no les deseaba mal alguno.
—Claro, claro, eres un ser inofensivo, desvalido como un corderito. —Ser Jorah se puso en pie—. La enana es cosa tuya. Bésala, mátala o dale esquinazo, lo que mejor te parezca. Me es indiferente. —Empujó a Tyrion a un lado para salir del camarote.
«No me extraña que lo hayan exiliado dos veces —pensó Tyrion—. Yo también lo exiliaría si estuviera en mi mano. Es frío, hosco y malhumorado; no sabe bromear ni entiende las bromas… y esas son sus virtudes. —Cuando no estaba durmiendo, ser Jorah se pasaba las horas paseando por el castillo de proa o acodado en la baranda, contemplando el mar—. Busca a su reina de plata. Busca a Daenerys, y daría cualquier cosa por que el barco volara. Bueno, lo mismo haría yo si Tysha me esperase en Meereen».
¿Sería la bahía de los Esclavos el lugar adonde iban las putas? No parecía probable. Por lo que había leído, las ciudades esclavistas eran el lugar del que salían las putas.
«Mormont habría hecho mejor en comprarse una». Tal vez una esclava bonita le hubiera mejorado el humor, sobre todo si tenía el pelo plateado como la zorra que había tenido sentada en la polla en Selhorys.
En el río, Tyrion había tenido que soportar a Grif, pero allí al menos podía entretenerse con el misterio de la identidad del capitán y con la compañía, más grata, de los otros pasajeros de la barcaza. Por desgracia, en la coca todos eran quienes parecían, y el único que ofrecía algo de interés era el sacerdote rojo. «El sacerdote y tal vez Penny. Pero ella me detesta, y no me extraña».
La vida a bordo de la Selaesori Qhoran era de lo más tedioso. La parte más emocionante del día llegaba cuando tenía que pincharse los dedos de las manos y los pies con el cuchillo. En el río se veían cosas admirables: tortugas gigantes, ciudades en ruinas, hombres de piedra, septas desnudas… Nunca se sabía qué pasaría al doblar el siguiente meandro. En el mar, todos los días y todas las noches eran iguales. Tras zarpar de Volantis, la coca había navegado cerca de tierra al principio, de manera que Tyrion podía admirar los golfos, contemplar las bandadas de pájaros que alzaban el vuelo en los acantilados pedregosos y en las atalayas semiderruidas, contar los islotes que pasaban de largo… También vio otras muchas embarcaciones: barcas de pesca, pesados mercantes, ufanas galeras que hendían las olas con los remos para levantar crestas de espuma blanca… Pero cuando se adentraron en aguas más profundas solo quedaron el cielo, el mar, el aire y el agua. El agua era agua, y el cielo, cielo, a veces con alguna nube.
«Demasiado azul».
Las noches eran peores. Hasta en los mejores momentos le costaba dormir, y aquellos momentos no eran los mejores ni de lejos. Dormir implicaba demasiadas veces soñar, y en los sueños lo aguardaban los Pesares y un rey de piedra con el rostro de su padre. Sus opciones eran a cual menos deseable: encaramarse a la hamaca superior para oír los ronquidos de Jorah Mormont en la inferior, o quedarse en cubierta para contemplar el mar. En las noches sin luna, el agua era negra como tinta de maestre, de horizonte a horizonte. Oscura, profunda, imponente, hermosa de una manera escalofriante; pero si la miraba demasiado tiempo, Tyrion acababa pensando en lo fácil que sería saltar por la borda y adentrarse en aquella oscuridad. Unas salpicaduras de espuma minúsculas, y la historia patética e insignificante que había sido su vida habría terminado.
«Pero ¿y si mi padre me espera en el infierno?».
La mejor parte de las veladas era la cena. La comida no era excepcional, pero sí abundante. El comedor era diminuto e incómodo, con el techo tan bajo que los pasajeros más altos siempre se golpeaban la cabeza, accidente al que eran especialmente propensos los fornidos soldados esclavos de la Mano de Fuego. Tyrion se lo pasaba en grande riéndose entre dientes cada vez que uno se daba un golpe, pero prefería comer a solas. Le resultaba aburrido y cansado sentarse a una mesa abarrotada, con gente cuyo idioma desconocía, y escuchar conversaciones y bromas sin entender nada. Para colmo de males, con frecuencia se imaginaba que aquellas bromas y las consiguientes carcajadas eran a costa de él.
El comedor también era el lugar donde se guardaban los libros del barco. El capitán, hombre más letrado de lo habitual en el gremio, tenía tres: una recopilación de poemas náuticos que iban de lo malo a lo peor; un sobado volumen sobre las aventuras eróticas de una joven esclava en una casa de las almohadas lysena, y el cuarto y último tomo de Vida del triarca Belicho, la biografía de un legendario patriota volantino cuya ininterrumpida sucesión de victorias y conquistas llegaba a un final un tanto abrupto cuando lo devoraban los gigantes. Tyrion se había terminado los tres antes de que acabara la tercera singladura, y luego, a falta de otros libros, empezó a releerlos. La historia de la esclava era la peor escrita, pero también la más absorbente, y fue la que eligió aquella noche para acompañar la cena a base de remolachas con mantequilla, guiso frío de pescado y unas galletas que se podrían usar de armas arrojadizas.
Estaba leyendo la narración de cómo la chica y su hermana caían en manos de los esclavistas cuando Penny entró en el comedor.
—¡Oh! —exclamó la enana—. Creía que… No quería molestar, mi señor, no…
—No me molestas. Espero que no vengas a matarme.
—No. —Apartó la vista, sonrojada.
—En ese caso, se agradece la compañía. No es cosa que sobre en este barco. —Tyrion cerró el libro—. Siéntate, come algo. —La chica había dejado casi todas las comidas intactas ante la puerta de su camarote; a aquellas alturas debía de estar muerta de hambre—. El guiso es casi comestible. Al menos, el pescado es fresco.
—No, no puedo comer pescado, una vez se me atragantó una espina.
—Pues bebe vino. —Llenó una copa y la empujó hacia ella—. Cortesía de nuestro capitán. La verdad es que se parece más al pis que al dorado del rejo, pero es que hasta el pis sabe mejor que esa brea negra que los marineros llaman ron. Esto te ayudará a dormir.
La chica no hizo ademán de tocar la copa.
—Gracias, mi señor, pero no. —Retrocedió un paso—. No debería molestaros.
—¿Piensas pasarte el resto de tu vida huyendo? —preguntó Tyrion antes de que le diera tiempo a salir por la puerta.
Aquello hizo que se detuviera en seco. Las mejillas se le pusieron aún más rojas, y durante un momento pareció que se echaría a llorar otra vez, pero la expresión que puso fue desafiante.
—Vos también estáis huyendo.
—Cierto —reconoció—, pero yo huyo hacia algo y tú de algo. Hay una gran diferencia.
—De no ser por vos, no habríamos tenido que huir.
«Ha necesitado valor para decirme eso a la cara».
—¿De Desembarco del Rey o de Volantis?
—De ninguna de las dos. —Tenía los ojos llenos de lágrimas—. ¿Por qué no vinisteis a justar con nosotros, como quería el rey? No os habríamos hecho daño. ¿Qué le habría costado a mi señor montarse en el perro y justar para darle gusto al muchacho? No era más que un poco de diversión. Se habrían reído de vos, y ya está.
—Se habrían reído de mí. —«En lugar de eso, hice que se rieran de Joff. Qué buen truco, ¿eh?».
—Mi hermano dice que hacer reír a la gente es bueno, es una noble misión. Mi hermano dice…, decía… —Las lágrimas le corrieron por el rostro.
—Siento lo de tu hermano. —Tyrion le había dicho aquellas mismas palabras en Volantis, pero la primera vez, la chica estaba tan hundida en el dolor que dudaba mucho que lo hubiera oído. En aquella ocasión lo oyó.
—Lo sentís. Así que lo sentís. —Le temblaba el labio; tenía las mejillas húmedas, y sus ojos eran agujeros enrojecidos—. Nos fuimos de Desembarco del Rey aquella misma noche. Mi hermano dijo que sería lo mejor, antes de que alguien pensara que habíamos participado en el asesinato del rey y quisiera torturarnos para averiguarlo. Primero fuimos a Tyrosh. Mi hermano pensó que ya nos habíamos alejado bastante, pero no era así. Allí conocimos a un malabarista. Se había pasado años y años actuando, día tras día, junto a la Fuente del Dios Borracho. Era tan viejo que había perdido destreza; a veces se le caían las bolas y tenía que correr por toda la plaza para recuperarlas, pero los tyroshis se reían y seguían echándole monedas. Hasta que una mañana nos enteramos de que habían encontrado su cadáver. Junto al templo del dios Trios, que tiene tres cabezas, hay una gran estatua que lo representa. Al pobre viejo lo habían cortado en tres trozos para meterlo en las tres bocas. Pero cuando volvieron a juntar los pedazos del cadáver, faltaba la cabeza.
—Un regalo para mi querida hermana. El viejo también era enano.
—Un hombrecito, sí. Como vos, como Oppo. Como Céntimo. ¿También sentís lo del malabarista?
—Hasta ahora desconocía la existencia de tu malabarista… Pero sí, lamento su muerte.
—Murió por vos. Lleváis su sangre en las manos.
La acusación le dolió, sobre todo cuando tenía tan presentes las palabras de Jorah Mormont.
—Quien tiene su sangre en las manos es mi hermana, y también los animales que lo mataron. Mis manos… —Tyrion se las inspeccionó y apretó los puños—. Mis manos también están manchadas de sangre, de sangre vieja, sí. Si me llamas parricida, no mentirás. Matarreyes… Bueno, también respondo a ese nombre. He matado a madres, a padres, a sobrinos, a amantes, a hombres y a mujeres, a reyes y a putas. En cierta ocasión me incomodó un bardo, así que encargué que estofaran al muy cabrón. Pero en mi vida he matado a un malabarista ni a un enano, y no pienso dejar que me culpes por lo que le pasó a tu puto hermano.
Penny cogió la copa de vino que le había servido Tyrion y se la tiró a la cara.
«Igual que mi querida hermana. —Oyó como se cerraba la puerta del comedor, pero no la vio salir: le escocían los ojos y todo estaba borroso alrededor—. Adiós a cualquier posibilidad de hacernos amigos».
Tyrion Lannister no tenía gran experiencia en el trato con otros enanos. Su señor padre no quería nada que le recordara la deformidad de su hijo, y las compañías de titiriteros que incluían a gente pequeña aprendieron pronto a no acercarse a Lannisport ni a Roca Casterly, para no desatar su cólera. Cuando se hizo mayor, Tyrion oyó hablar de un bufón enano que estaba al servicio del dorniense lord Fowler, de un maestre enano de los Dedos y de una enana que había ingresado en las hermanas silenciosas, pero nunca sintió el impulso de ir a conocerlos. También llegaron a sus oídos historias menos fidedignas: una bruja enana que hechizaba una colina en las tierras de los ríos o una puta enana de Desembarco del Rey, famosa por copular con perros. Su querida hermana era quien le había hablado de esta última, e incluso se había ofrecido a buscarle una perra en celo por si quería probar. Cuando Tyrion le preguntó con toda cortesía si se refería a sí misma, Cersei le tiró una copa de vino a la cara.
«Pero aquel vino era tinto, y este, dorado». Se limpió la cara con la manga. Seguían escociéndole los ojos.
No volvió a ver a Penny hasta el día de la tormenta.
El aire salado era denso aquella mañana y no soplaba ni la menor brisa, pero el cielo estaba rojo fuego en el oeste, y las nubes bajas que lo rasgaban como jirones eran de un escarlata tan vivo como el de los Lannister. Los marineros estaban muy ajetreados atrancando escotillas, tirando cabos, despejando las cubiertas y amarrando todo lo que no estuviera ya amarrado.
—Vienen vientos malos —le advirtió uno—. Sinnariz, abajo.
Tyrion recordó la tormenta que había padecido al cruzar el mar Angosto, la manera en que la cubierta saltaba bajo sus pies, los espantosos crujidos del barco, el sabor a vino y vómito en la boca.
—Sinnariz se queda arriba.
Si los dioses querían llevárselo, prefería morir ahogado que en un charco de su propio vómito. Sobre él, la vela de lona de la coca onduló lentamente, como la piel de una bestia inmensa que se desperezara tras un largo sueño, y de repente se llenó de viento con un restallido súbito que hizo que pasajeros y tripulantes se volvieran para mirar. Los vientos impulsaron la coca y la sacaron de su rumbo. Tras ellos se aglomeraban nubarrones negros contra un cielo rojo sangre. A media mañana empezaron a ver relámpagos hacia el oeste, seguidos por el retumbar lejano del trueno. El mar se encabritó, y se alzaron olas oscuras para golpear el casco de la Consejero Maloliente. Fue entonces cuando la tripulación empezó a arriar las velas. En mitad de la cubierta, Tyrion no hacía más que estorbar, así que subió al castillo de proa y se acuclilló para sentir la bofetada de la lluvia fría en las mejillas. La coca subía y bajaba, con más sacudidas que ningún caballo que hubiera montado en su vida; se elevaba con cada ola antes de precipitarse hacia abajo y volver a subir con movimientos bruscos que le desencajaban los huesos. Pese a todo, estaba mejor allí arriba, donde podía ver lo que pasaba, que encerrado en cualquier camarote sin ventilación. Cuando estalló la tormenta ya había anochecido, y Tyrion Lannister estaba calado hasta la ropa interior. Pese a todo, se sentía eufórico… y más aún cuando encontró a Jorah Mormont en el camarote, borracho sobre un charco de vómito.
El enano se quedó un rato en el comedor tras la cena, y celebró el haber sobrevivido compartiendo unos tragos de ron denso y negro con el cocinero, un patán volantino enorme y grasiento que solo conocía una palabra de la lengua común, joder, pero jugaba al sitrang con un estilo feroz, sobre todo cuando estaba borracho. Aquella noche jugaron tres partidas. Tyrion ganó la primera y acto seguido perdió dos. Cuando decidió que ya había tenido suficiente, se dirigió a trompicones a la cubierta para despejarse de ron y elefantes.
Se encontró a Penny en el castillo de proa, donde tantas veces veía a ser Jorah. Estaba ante la baranda, junto al repulsivo mascarón medio podrido, contemplando el mar negro como la tinta. De espaldas parecía menuda e indefensa como una niña.
Tyrion pensó que sería mejor no molestarla, pero era tarde; ya lo había oído llegar.
—Hugor Colina.
—Si prefieres llamarme así… —«Los dos sabemos que no es mi nombre»—. Siento haberte molestado. Ya me voy.
—No. —Tenía la cara pálida y triste, pero no parecía haber llorado—. Yo también lo siento. Lo del vino, quiero decir. No fuisteis vos quien mató a mi hermano, ni a aquel pobre anciano de Tyrosh.
—Tuve algo que ver, pero no por mi voluntad.
—Lo echo tanto de menos… A mi hermano. No…
—Te comprendo. —Sin querer, pensó en Jaime. «Date por afortunada. Tu hermano murió antes de poder traicionarte».
—Creí que quería morir —siguió ella—, pero hoy, cuando se ha desatado la tormenta y he pensado que el barco podía hundirse, me…, me…
—Te has dado cuenta de que quieres vivir. —«Yo también he pasado por eso. Ya tenemos otra cosa en común».
La chica tenía los dientes torcidos y no prodigaba las sonrisas, pero en aquel momento le dedicó una.
—¿De verdad guisasteis a un bardo?
—¿Quién? ¿Yo? No, no sé cocinar.
Penny dejó escapar una risita y sonó como lo que era: una jovencita de… ¿diecisiete, dieciocho años? No más de diecinueve.
—¿Qué había hecho ese bardo?
—Componer una canción sobre mí. —«Era un tesoro secreto, su alegría y su deshonra. Nada es torre ni cadena si hay un beso que trastorna». Era extraño cómo había recordado la letra de repente. Tal vez nunca la hubiera olvidado. «Las manos de oro».
—Debía de ser malísima.
—La verdad es que no. Tampoco era «Las lluvias de Castamere», pero algunas estrofas estaban… Bueno…
—¿Cómo era?
—No —rio Tyrion—, créeme, es mejor que no cante.
—Mi madre nos cantaba a mi hermano y a mí cuando éramos pequeños. Decía que no hace falta tener buena voz para cantar algo que te guste.
—¿Ella también era…?
—¿…pequeña? No, pero nuestro padre, sí. Su padre lo vendió a un esclavista cuando tenía tres años, pero se hizo tan famoso como titiritero que compró su libertad. Viajó a todas las Ciudades Libres, y también a Poniente. En Antigua lo llamaban Saltarín.
«Cómo no». Tyrion trató de no hacer un gesto de desagrado.
—Ya murió —siguió Penny—. Igual que mi madre. Oppo… No me quedaba más familia que él, y ahora también lo he perdido. —Apartó la mirada para contemplar el mar—. ¿Qué voy a hacer? ¿Adónde puedo ir? No conozco ningún oficio, solo el espectáculo de las justas, y para eso hacen falta dos personas.
«No —pensó Tyrion—, no se te ocurra seguir por ahí. No me pidas eso. Ni lo sueñes».
—Busca a algún chaval huérfano que sea adecuado —sugirió.
—La idea de las justas fue de nuestro padre —siguió Penny como si no lo hubiera oído—. Hasta entrenó a nuestra primera cerda, pero estaba demasiado enfermo para montarla, así que Oppo ocupó su lugar. Yo siempre iba en el perro. Una vez actuamos para el Señor del Mar de Braavos, y se rió tanto que, cuando terminamos, nos dio a cada uno… un gran regalo.
—¿Fue allí donde os encontró mi hermana? ¿En Braavos?
—¿Vuestra hermana? —La chica lo miró sin comprender.
—La reina Cersei.
—No, no. —Penny sacudió la cabeza—. El que nos contrató en Pentos fue un hombre. Osmund. No, Oswald. Bueno, algo así. Se reunió con mi hermano, no conmigo, porque Oppo se encargaba siempre de las negociaciones. Siempre sabía qué teníamos que hacer, adonde era mejor ir.
—Pues ahora vamos a Braavos.
—Querréis decir a Qarth —replicó, sorprendida—. Nos dirigimos hacia Qarth, con escala en el Nuevo Ghis.
—Vamos a Meereen. Cabalgarás tu perro ante la reina dragón y te dará tu peso en oro. Más te vale ponerte a comer más para que estés bien gordita cuando actúes ante su alteza.
Penny no le devolvió la sonrisa.
—Lo único que puedo hacer yo sola es montar en círculo, y aunque consiga que la reina se ría, ¿adónde voy luego? Nunca nos quedábamos mucho tiempo en un sitio. Todos se ríen la primera vez que nos ven, pero a la cuarta o a la quinta ya saben qué vamos a hacer antes de que empecemos. Dejan de reírse y tenemos que marcharnos. En las ciudades grandes es donde conseguimos más monedas, pero a mí siempre me han gustado más los pueblos: la gente no tiene plata, pero nos invita a su mesa, y los niños nos siguen por todas partes.
«Eso es porque en esas aldeas de mierda no han visto nunca a un enano —pensó Tyrion—. Los putos críos seguirían a una cabra de dos cabezas si apareciera por allí. Hasta que se aburrieran de oírla balar y la mataran para cenársela». Pero no quería hacerla llorar otra vez.
—Daenerys tiene un corazón bondadoso y es muy generosa —le dijo. Era lo que necesitaba oír la chica—. Seguro que tiene un lugar para ti en su corte. Allí estarás a salvo, fuera del alcance de mi hermana.
—Y vos también estaréis allí. —Penny se volvió hacia él.
«A menos que Daenerys decida que hay que derramar sangre de Lannister para compensar la sangre de Targaryen que vertió mi hermano».
—Así es.
En los días siguientes, la enana se dejó ver en cubierta con más frecuencia. Al día siguiente, Tyrion se la encontró con su cerda a media tarde, cuando soplaba una brisa cálida y el mar estaba en calma.
—Se llama Bonita —le comentó ella con timidez.
«La cerda Bonita y la enana Penny. Vaya gusto para elegir nombres. —Penny le pasó a Tyrion unas bellotas para que se las diera a Bonita—. No te creas que no sé qué pretendes», pensó mientras la gran cerda olisqueaba y gruñía.
No tardaron en sentarse juntos a comer y cenar. Algunas noches estaban solos, y otras, el comedor estaba atestado de guardias de Morroqo. Tyrion los llamaba dedos porque, al fin y al cabo, eran hombres de la Mano de Fuego y además eran cinco. A Penny le hizo gracia; su risa era un sonido dulce y cantarín que Tyrion no oía con frecuencia: la herida era demasiado reciente, y el dolor, demasiado profundo. Pronto consiguió que ella también llamara al barco Consejero Maloliente, aunque se enfadaba cuando llamaba Tocina a Bonita. Para resarcirla, Tyrion intentó enseñarla a jugar al sitrang, pero no tardó en darse cuenta de que era inútil.
—No —tuvo que decirle una docena de veces—. El que vuela es el dragón, no los elefantes.
Aquella misma noche, Penny le preguntó sin rodeos si quería justar con ella.
—No —respondió. Tardó en ocurrírsele que tal vez justar no quisiera decir justar. Su respuesta habría sido la misma, pero no tan brusca.
Ya en el camarote que compartía con Jorah Mormont, Tyrion dio vueltas y más vueltas en la hamaca durante horas, sin conseguir conciliar el sueño más que unos instantes antes de despertar de nuevo. Sus pesadillas estaban pobladas de manos de piedra gris que trataban de agarrarlo desde la niebla, y siempre había una escalera que subía hacia su padre.
Acabó por darse por vencido y subió a cubierta para respirar el aire de la noche. La Selaesori Qhoran había desplegado la gran vela de rayas, y apenas se veía a nadie. Había un contramaestre en el castillo de popa y Morroqo se encontraba sentado junto a su brasero, en el que aún bailaban llamitas entre las ascuas.
Las únicas estrellas visibles eran las más brillantes, todas hacia el oeste. Una luz rojiza mortecina, del color de una magulladura, iluminaba el cielo del noreste. Tyrion no había visto una luna tan grande en su vida: monstruosa, hinchada, era como si se hubiera tragado el sol para despertar con fiebre. Su gemela flotaba en el mar, más allá del barco, y se estremecía con cada ola.
—¿Qué hora es? —preguntó a Morroqo—. No puede estar amaneciendo, a menos que el este haya cambiado de sitio. ¿Por qué está rojo el cielo?
—El cielo siempre está rojo sobre Valyria, Hugor Colina.
—¿Estamos cerca? —Un escalofrío le recorrió la espalda.
—Más de lo que cree la tripulación —respondió Morroqo con voz grave—. ¿En vuestros Reinos del Ocaso se conocen las historias?
—Sé que hay marineros que dicen que cualquiera que mire esa costa está perdido. —No creía en aquellas leyendas, como tampoco creía su tío. Gerion Lannister había puesto rumbo a Valyria cuando Tyrion tenía dieciocho años para tratar de recuperar la ancestral espada perdida de la casa Lannister, así como cualquier otro tesoro que hubiera sobrevivido a la Maldición. Tyrion habría dado cualquier cosa por acompañarlo, pero su señor padre había calificado la expedición de misión de idiotas y le había prohibido tomar parte en ella.
«Tal vez no le faltara razón». La León Sonriente había zarpado de Lannisport hacía casi un decenio, y no se había vuelto a saber de Gerion. Los hombres que envió lord Tywin en su busca siguieron el mismo rumbo que él hasta Volantis, donde la mitad de su tripulación había desertado y había tenido que comprar esclavos para sustituirla. Ningún hombre libre se alistaba voluntariamente a bordo de una nave cuyo capitán anunciaba sin tapujos su intención de adentrarse en el mar Humeante.
—Entonces, ¿eso que vemos reflejado en las nubes es el fuego de las Catorce Llamas?
—Catorce, catorce mil, ¿quién se atreve a contarlas? Ningún mortal debe mirar fijamente esos fuegos, amigo mío. Son los fuegos de la ira del dios y no hay llama humana que se les compare. Somos seres minúsculos.
—Unos más que otros.
«Valyria». Según las crónicas, el día de la Maldición, todas las colinas de doscientas leguas a la redonda se abrieron para vomitar al aire cenizas, humo y fuego, con unas llamas tan ardientes y voraces que consumían hasta a los dragones que las sobrevolaban. En la tierra se abrieron grandes grietas que engulleron palacios, templos y ciudades enteras. Los lagos hirvieron o sus aguas se transformaron en ácido; las montañas estallaron, y violentos surtidores de fuego escupieron roca fundida a una altura de cuatrocientas varas. De las nubes rojas cayó una lluvia de vidriagón y la sangre negra de los demonios, y hacia el norte, el suelo se desgarró y se hundió cuando el mar furioso se abatió sobre él. La ciudad más esplendorosa del mundo desapareció en un abrir y cerrar de ojos; su fabuloso imperio se esfumó en un día, y las tierras del Largo Verano quedaron abrasadas, anegadas, yermas.
«Un imperio construido con sangre y fuego. Los valyrios cosecharon lo que habían sembrado».
—¿Acaso nuestro capitán pretende poner a prueba la maldición?
—Nuestro capitán daría cualquier cosa por estar a cincuenta leguas, tan lejos como sea posible de esa orilla maldita, pero le he ordenado que siga la ruta más corta. No somos los únicos que buscan a Daenerys.
«Grif y su joven príncipe». Entonces, ¿la maniobra de la Compañía Dorada de navegar hacia el oeste había sido una añagaza? Tyrion sopesó la posibilidad de decir algo, pero se lo pensó mejor. Por lo visto, en la profecía que guiaba a los sacerdotes rojos solo había cabida para un héroe. Un segundo Targaryen no haría más que confundirlos.
—¿Habéis visto a esos otros en vuestros fuegos? —preguntó con cautela.
—Solo sus sombras —respondió Morroqo—. Hay uno que sobresale entre los demás. Es un ser alto y retorcido, con un ojo negro y diez brazos muy largos, que navega por un mar de sangre.