Todas las mañanas, la reina se apoyaba en el pretil y contaba las velas de la bahía de los Esclavos. En aquella ocasión eran veinticinco, aunque algunas estaban muy lejos y se movían, así que no podía estar segura. En ocasiones se saltaba una o contaba otra dos veces.
«¿Qué más da? A un estrangulador le basta con diez dedos». El comercio era inexistente y los pescadores no se atrevían a salir a la bahía. Los más osados todavía lanzaban sus sedales en el río, pero hasta eso resultaba arriesgado. Casi todos habían dejado la barca amarrada al pie de la muralla multicolor de Meereen. En la bahía también había barcos de la ciudad: navíos de guerra y galeras mercantes cuyos capitanes se habían hecho a la mar cuando Dany emprendió el asedio de la ciudad y que habían regresado para sumarse a las flotas de Qarth, Tolos y el Nuevo Ghis.
La asesoría de su almirante había resultado peor que inútil.
—Mostradles a vuestros dragones —dijo Groleo—. Que los yunkios prueben su fuego, y el comercio se reanudará.
—Esos barcos nos estrangulan y mi almirante solo sabe hablar de dragones —replicó Dany—. Porque sois mi almirante, ¿no?
—Un almirante sin barcos.
—¡Pues construidlos!
—Los navíos de guerra no se hacen con ladrillos. Los esclavistas quemaron todos los árboles en veinte leguas a la redonda.
—Entonces, cabalgad veintidós leguas. Os proporcionaré carromatos, hombres, mulas, lo que necesitéis.
—Soy marino, no armador. Mi misión era llevar a vuestra alteza de regreso a Pentos, pero vos nos trajisteis aquí e hicisteis pedazos mi Saduleon para aprovechar unos cuantos clavos y tablones. Nunca volveré a tener un barco como aquel. Puede que nunca vuelva a ver mi hogar ni a mi anciana esposa. No fui yo quien rechazó los barcos que nos ofrecía el tal Daxos y, desde luego, no puedo luchar contra los qarthienses con barcas de pesca.
Tanta amargura la desalentó hasta el punto de que pensó que el canoso pentoshi podía ser uno de sus tres traidores.
«No, no es más que un viejo que está lejos de su casa y se muere de nostalgia».
—Tiene que haber algo que podamos hacer.
—Sí, ya os lo he dicho. Esos barcos están hechos de sogas, de brea, de lona, de pino qohoriense y teca de Sothoros, de roble procedente de Gran Norvos, de tejo, de fresno, de abeto. De madera, alteza. La madera arde. Los dragones…
—No quiero volver a oír hablar de dragones. Marchaos. Id a rezar a vuestros dioses pentoshi para que envíen una tormenta que hunda los barcos de nuestros enemigos.
—Los marinos nunca pediríamos tormentas en nuestras oraciones, alteza.
—Estoy harta de que me digáis lo que no haríais. Marchaos.
Ser Barristan no salió con los demás.
—Por ahora tenemos abundantes provisiones en los almacenes —le recordó—, y vuestra alteza ha plantado alubias, uvas y trigo. Vuestros dothrakis han expulsado a los esclavistas de las colinas y han roto las cadenas de sus esclavos, que también están plantando y traerán sus cosechas al mercado de Meereen. También tenéis la amistad de Lhazar.
«Me la consiguió Daario, menuda cosa».
—Los hombres cordero. Si los corderos tuvieran colmillos…
—Sin duda, los lobos irían con más cuidado.
Los dos se echaron a reír.
—¿Qué tal se desenvuelven vuestros huérfanos?
—Bien, alteza. —El anciano caballero sonrió. Aquellos niños eran su orgullo—. Sois muy amable al interesaros. Cuatro o cinco, y si apuramos, hasta una docena, tienen madera, podrían ser caballeros.
—Con uno sería suficiente, si fuera tan buen caballero como vos. —Tal vez no tardara en llegar el día en que necesitaría a todos y cada uno de sus caballeros—. ¿Creéis que pueden justar para que los vea?
Viserys le había hablado muchas veces de los torneos que había presenciado en los Siete Reinos, pero Dany no había visto nunca una justa.
—Aún no están preparados, alteza. Cuando lo estén, seguro que estarán encantados de demostraros su habilidad.
—Espero que ese día llegue pronto. —Iba a dar un beso en la mejilla al caballero, pero en aquel momento apareció Missandei en el arco de la entrada—. Dime, Missandei.
—Skahaz os espera, alteza.
—Hacedlo subir.
El Cabeza Afeitada llegó con dos de sus bestias de bronce. Uno llevaba máscara de halcón, y el otro, de chacal. Detrás del metal solo se veían los ojos.
—Esplendor, a última hora de la tarde de ayer se vio a Hizdahr entrando en la pirámide de Zhak. No salió hasta bien avanzada la noche.
—¿Cuántas pirámides ha visitado ya? —preguntó Dany.
—Once.
—¿Cuántos días han transcurrido desde el último asesinato?
—Veintiséis.
Los ojos del Cabeza Afeitada desbordaban rabia. Había sido idea suya que las bestias de bronce siguieran al pretendiente y tomaran buena nota de todo lo que hiciera.
—Hasta ahora, Hizdahr ha cumplido su promesa.
—¿Cómo lo ha hecho? Los Hijos de la Arpía han envainado los cuchillos, pero ¿por qué? ¿Porque el noble Hizdahr se lo ha pedido con buenos modales? Es uno de ellos, os lo digo yo. Por eso lo obedecen. Tal vez sea la mismísima Arpía.
—Si es que hay una Arpía.
Skahaz estaba convencido de que los Hijos de la Arpía tenían en algún lugar de Meereen un cabecilla de alta cuna, un general secreto que dirigía su ejército de sombras. Dany no pensaba lo mismo. Las bestias de bronce habían capturado a docenas de hijos de la arpía, y los supervivientes se dedicaban a escupir nombres después del interrogatorio brusco. Demasiados nombres para su gusto. Habría sido maravilloso que todos los asesinatos fueran obra de un único enemigo al que pudieran capturar y matar, pero Dany se temía que no era así.
«Mis enemigos son legión».
—Hizdahr zo Loraq es un hombre persuasivo y tiene muchos amigos. También es rico. Puede que haya comprado la paz con oro, o tal vez ha convencido a otros nobles de que nuestro matrimonio es lo que más les conviene.
—Si no es la Arpía, sabe quién es. Me será fácil averiguar la verdad. Dadme permiso para interrogar a Hizdahr, y os traeré su confesión.
—No. No me fío de esas confesiones. Me habéis traído demasiadas, todas inútiles.
—Pero, esplendor…
—He dicho que no.
El ceño fruncido hizo todavía menos atractivo el rostro del Cabeza Afeitada.
—Cometéis un error. El gran amo Hizdahr toma a vuestra adoración por estúpida. ¿Queréis meter una serpiente en vuestra cama?
«Quiero meter a Daario en mi cama, pero lo he alejado de mí por tu bien y el de los tuyos».
—Podéis seguir vigilando a Hizdahr zo Loraq, pero no quiero que le pase nada malo. ¿Entendido?
—No estoy sordo, magnificencia. Se hará como decís. —Skahaz se sacó un pergamino de la manga—. Vuestra adoración tiene que ver esto. Es una lista de los barcos meereenos que toman parte en el bloqueo y de sus capitanes. Todos son grandes amos.
Dany examinó el pergamino, que enumeraba todas las familias gobernantes de Meereen: Hazkar, Merreq, Quazzar, Zhak, Rhazdar, Ghazeen, Pahl… Hasta Reznak y Loraq.
—¿Qué queréis que haga con una lista de nombres?
—Todos esos hombres tienen parientes en la ciudad: hijos, hermanos, esposa, madre… Permitid que mis bestias de bronce los tomen prisioneros. Así podréis recuperar esos barcos.
—Permitir que las bestias de bronce entren en las pirámides sería una declaración de guerra sin cuartel dentro de la ciudad. Tengo que confiar en Hizdahr. Tengo que mantener viva la esperanza de paz.
Sostuvo el pergamino sobre una vela para que las llamas devoraran los nombres, pese al ceño fruncido de Skahaz.
Más tarde, cuando ser Barristan le dijo que su hermano Rhaegar habría estado orgulloso de ella, Dany recordó lo que le había dicho ser Jorah en Astapor: «Rhaegar luchó con valentía. Rhaegar luchó con nobleza. Y Rhaegar murió».
Cuando bajó a la sala de mármol violeta, la encontró casi desierta.
—¿Hoy no hay peticionarios? —preguntó a Reznak mo Reznak—. ¿Ningún sediento de justicia? ¿Nadie que pida plata por sus ovejas?
—No, adoración. La ciudad tiene miedo.
—No hay nada que temer.
Pero había mucho que temer, tal como descubrió aquella misma tarde. Cuando Miklaz y Kezmya, dos de sus jóvenes rehenes, estaban sirviéndole una sencilla ensalada de brotes de otoño y una sopa de jengibre, Irri se presentó para anunciarle que había llegado Galazza Galare con tres gracias azules del templo.
—También ha venido Gusano Gris, khaleesi. Suplican hablar con vos; es muy urgente.
—Que pasen a la sala, y llama a Reznak y a Skahaz. ¿La gracia verde ha dicho de qué se trata?
—De Astapor —respondió Irri.
Fue Gusano Gris quien empezó el relato:
—El hombre surgió de la bruma matinal, moribundo, a lomos de una yegua blanca que se aproximaba a la ciudad tambaleándose. La yegua tenía los flancos rosados de sangre y espuma, y los ojos desencajados de terror. El jinete gritó: «¡Está ardiendo! ¡Está ardiendo!», y cayó de la silla. Hicieron llamar a uno, que dio orden de que llevaran al jinete ante las gracias azules. Cuando vuestros siervos lo introducían en la ciudad, gritó de nuevo: «¡Está ardiendo!». Bajo el tokar no era más que un esqueleto, todo huesos y carne febril.
—Los inmaculados lo llevaron al templo —prosiguió una de las gracias azules—, donde lo desnudamos y lo bañamos con agua fría. Tenía la ropa manchada, y mis hermanas le encontraron media flecha clavada en el muslo; había roto el astil, pero la punta se le había quedado dentro y la herida se le había infectado, envenenándole el cuerpo. Murió en menos de una hora, sin dejar de gritar que estaba ardiendo.
—Está ardiendo —repitió Daenerys—. ¿Qué está ardiendo?
—Astapor, esplendor —aportó otra gracia azul—. Lo dijo en una ocasión. Astapor está ardiendo.
—Puede que la fiebre hablara por su boca.
—Su esplendor dice palabras sabias —intervino Galazza Galare—, pero Ezzara vio algo más.
La gracia azul llamada Ezzara cruzó las manos.
—Mi reina —murmuró—, la fiebre no se la había causado la flecha. Ese hombre se había ensuciado encima, no una, sino muchas veces. Los excrementos le llegaban a las rodillas, y en ellos encontramos sangre seca.
—Dice Gusano Gris que la yegua sangraba.
—Así es, alteza —confirmó el eunuco—. Hizo sangre a la yegua clara con las espuelas.
—Es posible, esplendor —dijo Ezzara—, pero la sangre del hombre estaba mezclada con los excrementos, y le había manchado la ropa interior.
—Le sangraban las entrañas —dijo Galazza Galare.
—No estamos seguros —siguió Ezzara—, pero puede que las lanzas de los yunkios no sean la peor amenaza a la que se enfrenta Meereen.
—Hemos de rezar —dijo la gracia verde—. Los dioses nos han enviado a ese hombre. Es un augurio, una señal.
—¿Una señal de qué? —quiso saber Dany.
—Una señal de ira y destrucción.
La reina se negó a creerlo.
—No era más que un hombre, un hombre enfermo con una flecha en la pierna. Lo trajo un caballo, no un dios. —«Una yegua clara». Dany se levantó bruscamente—. Os doy las gracias por vuestros consejos y por todo lo que hicisteis por ese pobre hombre.
Antes de salir, la gracia verde besó los dedos de Dany.
—Rezaremos por Astapor.
«Y por mí. Rezad por mí, mi señora». Si Astapor había caído, no quedaba nada que impidiera a Yunkai volverse hacia el norte. Se dirigió a ser Barristan.
—Mandad emisarios a las colinas para que hagan venir a mis jinetes de sangre. Convocad también a Ben el Moreno y a los Segundos Hijos.
—¿Qué hay de los Cuervos de Tormenta, alteza?
«Daario».
—Sí. Claro. —Hacía tan solo tres noches había soñado que Daario yacía muerto junto al camino, con los ojos abiertos mirando hacia el cielo sin ver y los cuervos disputándose sus restos. Otras noches daba vueltas en la cama imaginando que la había traicionado como traicionó a los otros capitanes de los Cuervos de Tormenta. «Me trajo sus cabezas». ¿Y si había guiado a sus hombres de vuelta a Yunkai para venderla por un cofre de oro? «Daario no haría eso. ¿Verdad?»—. A los Cuervos de Tormenta, también. Enviad jinetes en su busca.
Los Segundos Hijos fueron los primeros en llegar, ocho días después de que la reina enviara a sus emisarios. Cuando ser Barristan le dijo que el capitán quería hablar con ella, a Dany le saltó el corazón en el pecho al pensar que se trataba de Daario, pero el caballero se refería a Ben Plumm el Moreno.
Ben el Moreno tenía el rostro curtido y lleno de cicatrices, con la piel del color de la teca vieja, el pelo blanco y marcadas patas de gallo. Dany se alegró tanto de verlo que le dio un abrazo, y en los ojos del hombre brilló una chispa de diversión.
—Me habían dicho que vuestra alteza iba a casarse, pero no que era conmigo. —Rieron juntos sin hacer caso de la indignación de Reznak, pero las carcajadas duraron poco—. Hemos capturado a tres astaporis. Vuestra adoración tiene que escuchar lo que dicen.
—Hacedlos pasar.
Daenerys los recibió en la majestuosidad de su salón, entre cirios que ardían junto a las columnas de mármol. Al ver que los astaporis estaban famélicos ordenó llevar comida al instante. Aquellas tres personas eran las únicas que quedaban del grupo de doce que había salido de la Ciudad Roja: un albañil, una tejedora y un zapatero.
—¿Qué ha sido de vuestros compañeros? —preguntó la reina.
—Los mataron —respondió el zapatero—. Las colinas del norte de Astapor están plagadas de mercenarios yunkios que dan caza a los que huyen de las llamas.
—Entonces, ¿ha caído la ciudad? Su muralla era gruesa.
—Cierto —dijo el albañil, un hombre encorvado de ojos legañosos—, pero también era vieja y se estaba desmoronando.
—Día tras día nos asegurábamos de que la reina dragón iba a volver. —La tejedora tenía los labios finos y los ojos apagados, hundidos en el rostro demacrado—. Se rumoreaba que Cleon os había enviado mensajeros y que pronto volveríais.
«Me envió mensajeros —pensó Dany—, hasta ahí es verdad».
—Al otro lado de la muralla, los yunkios esquilmaban nuestras cosechas y mataban a nuestro ganado —intervino el zapatero—. En la ciudad nos moríamos de hambre. Nos comimos los gatos, las ratas, todo el cuero. Una piel de caballo era un banquete. El Rey Asesino y la Reina Puta se acusaron mutuamente de comerse la carne de los muertos. Hombres y mujeres se reunían en secreto para hacer un sorteo y devorar al que sacara la piedra negra. La pirámide de Nakloz fue expoliada e incendiada por los que aseguraban que el culpable de todas nuestras desdichas era Kraznys mo Nakloz.
—Hubo quien decía que la culpable era Daenerys —dijo la tejedora—, pero la mayoría de nosotros os seguía amando. «Ya está en camino —nos decíamos—. Viene a la cabeza de un gran ejército y trae comida para todos».
«Casi no puedo alimentar a mi propio pueblo. Si hubiera marchado a Astapor, habría perdido Meereen».
El zapatero les dijo que la gracia verde de Astapor había tenido una visión según la cual el Rey Carnicero los salvaría de los yunkios, de modo que desenterraron su cadáver, le pusieron una armadura, ataron los hediondos restos a un caballo famélico y lo colocaron al frente de los nuevos inmaculados para que encabezara una incursión, pero la pequeña tropa cabalgó directamente hacia los dientes de acero de una legión del Nuevo Ghis, que acabó con todos.
—A la gracia verde la empalaron en la plaza del Castigo. En la pirámide de Ullhor, los supervivientes celebraron un gran banquete que duró hasta bien entrada la noche, y lo remataron con vino envenenado para no tener que despertar a la mañana siguiente. Después llegó la enfermedad, la colerina sangrienta que acabó con tres hombres de cada cuatro, hasta que una turba de moribundos enloqueció y mató a los guardias de la puerta principal.
—No —interrumpió el viejo albañil—. Eso fue obra de los que aún tenían salud y querían huir de la enfermedad.
—¿Qué más da? —replicó el zapatero—. El caso es que descuartizaron a los guardias y abrieron las puertas. Las legiones del Nuevo Ghis entraron en Astapor, seguidas por los yunkios y los mercenarios a caballo. La Reina Puta murió con una maldición en los labios, luchando contra ellos. El Rey Asesino se rindió, y lo arrojaron a un reñidero para que lo despedazara una manada de perros hambrientos.
—Incluso entonces había quien decía que ibais a llegar —dijo la tejedora—. Decían que os habían visto a lomos de un dragón, sobrevolando los campos de los yunkios. Os esperábamos día tras día.
«No podía ir —pensó la reina—. No me atrevía».
—¿Cayó la ciudad? —preguntó Skahaz—. ¿Qué pasó después?
—Después empezó la matanza. El templo de las Gracias estaba lleno de enfermos que habían ido a pedir a los dioses que los sanaran. Las legiones cerraron las puertas y prendieron fuego al edificio. En menos de una hora había focos de incendio en toda la ciudad, que se unieron y se extendieron. Las calles estaban llenas de gente que corría de un lugar a otro para huir de las llamas, pero no había escapatoria. Los yunkios controlaban las puertas.
—Pero vosotros lograsteis escapar —señaló el Cabeza Afeitada—. ¿Cómo?
—Soy albañil de oficio —dijo el anciano—; me dedico a la construcción, igual que mi padre y mi abuelo. Mi abuelo construyó nuestra casa contra la muralla de la ciudad, así que me resultó fácil aflojar unos cuantos ladrillos cada noche. Cuando se lo conté a mis amigos, me ayudaron a apuntalar el túnel para que no se derrumbara. Todos pensamos que no sería mala idea tener preparada una salida.
«Os dejé un consejo para que os gobernara —pensó Dany—: un sanador, un sabio y un sacerdote. —Recordaba cómo era la Ciudad Roja cuando la vio por primera vez: seca y polvorienta tras su muralla de ladrillo rojizo, llena de sueños lúgubres, pero también de vida—. En el Gusano había islas donde se besaban los amantes, pero en la plaza del Castigo les arrancaban la piel a tiras a los hombres y los dejaban como pasto de las moscas».
—Me alegro de que hayáis venido —dijo a los astaporis—. En Meereen estaréis a salvo.
El zapatero le dio las gracias y el viejo albañil le besó el pie, pero la tejedora la miró con ojos duros como la piedra.
«Sabe que miento —pensó la reina—. Sabe que no los mantendré a salvo. Astapor está ardiendo, y Meereen sufrirá el mismo destino».
—Están llegando más —le anunció Ben el Moreno cuando los astaporis salieron de la estancia—. Estos tres iban a caballo; la mayoría viene a pie.
—¿Cuántos son? —preguntó Reznak.
—Cientos. Miles. —Ben el Moreno se encogió de hombros—. Unos enfermos, otros heridos, otros quemados… Los gatos y los Hijos del Viento están en las colinas, acosándolos a lanza y a látigo, matando a los rezagados.
—Bocas con patas. ¡Y enfermos! —Reznak se retorció las manos—. Vuestra adoración no puede permitir que entren en la ciudad.
—Yo, desde luego, no lo permitiría —dijo Ben Plumm el Moreno—. No soy maestre ni nada parecido, pero sé que hay que separar las manzanas podridas de las sanas.
—No son manzanas, Ben —replicó Dany—. Son hombres y mujeres, enfermos, hambrientos y aterrados. —«Mis hijos»—. Tendría que haber ido a Astapor.
—Vuestra alteza no habría podido salvarlos —dijo ser Barristan—. Alertasteis al rey Cleon del peligro de esa guerra contra Yunkai. Era un imbécil y tenía las manos manchadas de sangre.
«¿Y yo las tengo más limpias?». Recordó lo que le había dicho Daario: que todo rey tenía que ser carne o carnicero.
—Cleon era el enemigo de nuestro enemigo. Si me hubiera unido a él en los Cuernos de Hazzat, juntos quizá habríamos aplastado a los yunkios.
—Si os hubierais llevado a los Inmaculados al sur, a Hazzat —objetó el Cabeza Afeitada—, los Hijos de la Arpía…
—Ya lo sé, ya lo sé. Otra vez lo de Eroeh.
—¿Quién es Eroeh? —Ben Plumm el Moreno la miró, desconcertado.
—Una muchacha a la que creí haber salvado de la violación y la tortura. Lo único que conseguí fue empeorar su situación. Y lo único que conseguí en Astapor fue crear diez mil Eroehs.
—Vuestra alteza no tenía manera de saber…
—Soy la reina. Mi obligación es saber.
—Lo hecho, hecho está —zanjó Reznak mo Reznak—. Adoración, os suplico que toméis como esposo al noble Hizdahr, y de inmediato. Él puede hablar con los sabios amos y conseguirnos la paz.
—¿Con qué condiciones? —«Guardaos del senescal perfumado», le había dicho Quaithe. La mujer enmascarada había augurado la llegada de la yegua clara; ¿tendría razón también acerca del noble Reznak?—. Solo soy una niña y no comprendo el arte de la guerra, pero no soy un cordero que entre balando en la guarida de la arpía. Todavía tengo a mis Inmaculados. Tengo a los Cuervos de Tormenta y a los Segundos Hijos. Tengo tres compañías de libertos.
—Y dragones —añadió Ben Plumm el Moreno con una sonrisa.
—En la fosa, encadenados —sollozó Reznak mo Reznak—. ¿De qué sirve tener dragones si no es posible controlarlos? Hasta los inmaculados tienen miedo cuando llega la hora de abrir las puertas para darles de comer.
—¿Cómo? ¿Temen a los adorables animalitos de la reina?
Los ojos de Ben el Moreno rebosaban risa. El viejo capitán de los Segundos Hijos era un claro ejemplo de las compañías libres, un mestizo con sangre de doce pueblos diferentes en las venas, pero siempre había tenido cariño a los dragones, y ellos a él.
—¿Animalitos? —aulló Reznak—. ¡Monstruos, diréis! Monstruos que se alimentan de niños; no podemos…
—¡Silencio! —ordenó Daenerys—. No hablamos de eso.
Reznak se encogió visiblemente para protegerse de la furia de su voz.
—Perdonadme, magnificencia, no debería…
Ben Plumm el Moreno lo hizo callar sin miramientos.
—Alteza, los yunkios tenían tres compañías de libertos para enfrentarse a las dos nuestras, y se dice que han enviado emisarios a Volantis para traer de vuelta a la Compañía Dorada. Esos hijos de puta son más de diez mil. Yunkai tiene además cuatro legiones ghiscarias como mínimo, y tengo entendido que han enviado jinetes por el mar dothraki para lanzar contra nosotros a algunos de los khalasares grandes. Me parece que necesitamos a los dragones.
—Lo siento, Ben —suspiró Dany—. No me atrevo a soltarlos.
Saltaba a la vista que no era la respuesta que Plumm quería oír. Se rascó las patillas canosas.
—En fin, si no podemos poner los dragones sobre la mesa… Deberíamos marcharnos antes de que esos cabrones yunkios cierren la trampa. Pero si los esclavistas van a vernos la espalda, al menos que paguen por ello. Si pagan a los khals para que dejen en paz sus ciudades, ¿por qué no van a pagarnos a nosotros? Podemos venderles Meereen y emprender el viaje hacia Poniente con carros de oro, gemas y demás.
—¿Estáis sugiriendo que saquee Meereen y huya? Ni hablar. Gusano Gris, ¿mis libertos están preparados para la batalla?
—No son inmaculados, pero no os dejarán en mal lugar. —El eunuco se cruzó de brazos—. Uno os lo jura sobre la espada y la lanza, adoración.
—Bien. Muy bien. —Daenerys contempló los rostros que la rodeaban: el ceño fruncido del Cabeza Afeitada; las arrugas y los tristes ojos azules de ser Barristan; la piel pálida y sudorosa de Reznak mo Reznak; las canas y la cara curtida como el cuero viejo de Ben el Moreno; la expresión impávida del lampiño Gusano Gris.
«Daario debería estar aquí, y mis jinetes de sangre —pensó—. Si va a haber una batalla, la sangre de mi sangre tendría que estar conmigo. —También echaba de menos a ser Jorah Mormont—. Me mintió, informó sobre mí, pero me apreciaba y siempre me dio buenos consejos».
—Ya he derrotado a los yunkios y volveré a derrotarlos. Lo que no sé aún es dónde ni cómo.
—¿Queréis salir a campo abierto? —La voz del Cabeza Afeitada rezumaba incredulidad—. Sería una locura. Nuestra muralla es más alta y gruesa que la de Astapor, y nuestros defensores, más valientes. A los yunkios no les resultará tan fácil tomar la ciudad.
—No, no podemos permitir que nos asedien —protestó ser Barristan—. Su ejército es una amalgama; esos esclavistas no son soldados. Si los pillamos desprevenidos…
—Es improbable —replicó el Cabeza Afeitada—. Los yunkios tienen muchos amigos dentro de la ciudad; se enterarán.
—¿Cómo es de numeroso el ejército que podemos reunir? —preguntó Dany.
—Si me perdonáis que os lo diga, no lo suficiente —replicó Ben Plumm el Moreno—. ¿Qué opina Naharis? Si vamos a luchar, necesitamos a sus Cuervos de Tormenta.
—Daario sigue fuera. —«Dioses, ¿qué he hecho? ¿Lo he enviado a la muerte?»—. Ben, necesito que los Segundos Hijos informen sobre nuestros enemigos. Quiero saber dónde están, a qué velocidad avanzan, cuántos hombres tienen y cómo están dispuestos.
—Necesitaremos provisiones, y también caballos descansados.
—Claro. Encargaos de todo, ser Barristan.
Ben el Moreno se rascó la barbilla.
—Tal vez podríamos atraer a algunos a nuestro bando. Si a vuestra alteza le sobran unas cuantas sacas de oro y piedras preciosas, para que sus capitanes nos entiendan mejor… Bueno, ¿quién sabe?
—¿Comprarlos? ¿Por qué no? —asintió Dany. Sabía que era cosa habitual entre las compañías libres de las Tierras de la Discordia—. Sí, buena idea. Encargaos vos, Reznak. Cuando salgan los Segundos Hijos, cerrad las puertas y doblad la vigilancia en la muralla.
—Se hará como decís, magnificencia —dijo Reznak mo Reznak—. ¿Qué hacemos con los astaporis?
«Mis hijos».
—Vienen en busca de ayuda, amparo, protección. No podemos darles la espalda.
—Alteza —intervino ser Barristan con el ceño fruncido—, no sería la primera vez que la colerina sangrienta destruye ejércitos enteros. El senescal tiene razón: no podemos permitir que se extienda. No podemos dejar que los astaporis entren en Meereen.
Dany lo miró, impotente. Menos mal que los dragones no lloraban.
—Se hará como decís. Los mantendremos fuera de la ciudad hasta que… hasta que esta maldición haya seguido su curso. Tenemos que montarles un campamento junto al río, al oeste de la muralla. Les enviaremos los alimentos que podamos. Tal vez podamos separar a los sanos de los enfermos. —Todos se quedaron mirándola—. ¿Me vais a obligar a decirlo dos veces? Id a hacer lo que os he ordenado.
Dany se levantó, apartó a un lado a Ben el Moreno y subió hacia la soledad de su terraza.
Había doscientas leguas entre Meereen y Astapor, pero le pareció que el cielo era más oscuro hacia el sudoeste, sucio y nublado por el humo de la agonía de la Ciudad Roja. «Con adoquines y sangre se construyó Astapor; y con adoquines y sangre, su gente». La antigua cancioncilla resonó en su cabeza: «Huesos y cenizas es Astapor; huesos y cenizas, su gente». Trató de recordar el rostro de Eroeh, pero los rasgos de la muchacha muerta se le seguían borrando.
Cuando por fin se volvió, Daenerys se encontró con ser Barristan, que aguardaba cerca, envuelto en su capa blanca para protegerse del relente.
—¿Podemos presentar batalla? —le preguntó.
—Siempre se puede presentar batalla, alteza. Preguntadme mejor si podemos vencer. Morir es fácil, pero la victoria cuesta más de conseguir. Vuestros libertos están poco entrenados y no tienen experiencia. Vuestros mercenarios sirvieron antes al enemigo, y cuando un hombre se ha cambiado de capa una vez, no tiene escrúpulos por volverse a cambiar. Tenéis dos dragones que no podéis controlar, y tal vez hayáis perdido al tercero. Más allá de esta muralla, vuestros únicos amigos son los lhazareenos, que no gustan de la guerra.
—Pero mi muralla es alta.
—No más que cuando éramos nosotros los que estábamos al otro lado, y dentro están también los Hijos de la Arpía. También están los grandes amos: los que no matasteis y los hijos de los que sí matasteis.
—Lo sé. —La reina suspiró—. ¿Qué me aconsejáis?
—Luchar —respondió ser Barristan—. Meereen está atestada y sobran bocas hambrientas, y dentro tenéis demasiados enemigos. Mucho me temo que no podremos resistir un asedio largo. Permitidme salir al encuentro del enemigo, que sea yo quien elija el campo de batalla.
—Al encuentro del enemigo —repitió ella—, con los libertos que acabáis de decir que están poco entrenados y no tienen experiencia.
—Ninguno de nosotros tenía experiencia la primera vez, alteza. Los Inmaculados nos reforzarán. Si contara con quinientos caballeros…
—Si contarais aunque fuera con cinco… Pero si os cedo a los Inmaculados, solo contaré con las Bestias de Bronce para defender Meereen.
Ser Barristan no se lo discutió, y Dany cerró los ojos.
«Dioses —rezó—, os llevasteis a Khal Drogo, que era mi sol y estrellas. Os llevasteis a mi valeroso hijo antes de su primer aliento. Ya os he dado mucha sangre. Os lo ruego, ayudadme ahora. Dadme sabiduría para ver el camino y fuerza para hacer lo necesario para proteger a mis hijos».
Los dioses no respondieron. Dany abrió los ojos de nuevo.
—No puedo luchar contra dos enemigos, uno dentro y otro fuera. Si he de defender Meereen, tengo que contar con la ciudad. Con toda la ciudad. Necesito… Necesito… —No conseguía decirlo.
—¿Alteza? —la animó ser Barristan con voz amable.
«Una reina no se pertenece a sí misma, sino a su reino».
—Necesito a Hizdahr zo Loraq.