El caballero perdido

«No tendría que tardar tanto —se dijo Grif mientras recorría de un lado a otro la cubierta de la Doncella Tímida. ¿Acaso habían perdido a Haldon, igual que habían perdido a Tyrion Lannister? ¿Lo habrían atrapado los volantinos?—. Tendría que haber mandado a Campodepatos con él». No se podía confiar en Haldon ni dejarlo solo; lo había demostrado en Selhorys al permitir que escapara el enano.

La Doncella Tímida estaba amarrada en uno de los peores sectores del largo y caótico puerto fluvial, entre una barcaza escorada que no se había movido en muchos años y la chalana pintada de colores vivos de un teatro de títeres. Los titiriteros eran un grupito escandaloso y animado que pasaban el rato atacándose entre sí con discursos sacados de sus obras, más borrachos que sobrios.

Era un día cálido y bochornoso, como lo habían sido todos desde que pasaron los Pesares. El inmisericorde sol del sur azotaba la ribera de Volon Therys, pero aquella era la menor de las preocupaciones de Grif. La Compañía Dorada había acampado algo más de una legua al sur de la ciudad, mucho más al norte de lo que esperaba, y el triarca Malaquo había acudido con cinco mil hombres a pie y mil a caballo para cortarles el paso hacia el delta. Daenerys Targaryen seguía a un mundo de distancia, y Tyrion Lannister… En fin, podía estar en cualquier lugar. Si los dioses fueran bondadosos, la cabeza cortada del Lannister ya estaría a medio camino de Desembarco del Rey, pero lo más probable era que estuviera sano y salvo, cerca de allí, más borracho que una cuba y tramando alguna nueva infamia.

—Por los siete infiernos, ¿dónde está Haldon? —se quejó Grif a lady Lemore—. ¿Cuánto se puede tardar en comprar tres caballos?

—Mi señor —respondió ella mientras se encogía de hombros—, ¿no sería más seguro que el muchacho siguiera aquí, en la barcaza?

—Más seguro, sí; más inteligente, no. Ya es un hombre hecho y derecho, y este es el camino que nació para recorrer.

Grif no tenía tiempo ni paciencia para objeciones. Estaba harto de esconderse, harto de esperar, harto de tanta cautela.

«No me queda tiempo para la cautela».

—Hemos hecho un gran esfuerzo para mantener oculto al príncipe Aegon todos estos años —le recordó Lemore—. Sé que llegará el momento en que deba lavarse el pelo y revelar su identidad, pero aún no, y menos ante un campamento de mercenarios.

—Si Harry Strickland quiere hacerle algo, no podremos protegerlo en la Doncella Tímida. Strickland tiene diez mil espadas a sus órdenes; nosotros tenemos a Pato. Aegon es todo lo que se puede esperar de un príncipe; seguro que Strickland y los demás se darán cuenta. Estos son sus hombres.

—Son sus hombres porque vos les habéis pagado; en realidad son diez mil desconocidos armados, sin contar a los parásitos ni a las vivanderas. Es suficiente que nos traicione uno para que acaben con nosotros. Si la cabeza de Hugor valía un señorío, ¿cuánto estará dispuesta a pagar Cersei Lannister por el heredero legítimo del Trono de Hierro? No conocéis a esos hombres, mi señor. Han pasado doce años desde que cabalgabais con la Compañía Dorada, y vuestro viejo amigo ha muerto.

«Corazón Negro. —Myles Toyne estaba tan lleno de vida cuando Grif lo vio por última vez que le costaba aceptar que hubiera muerto—. Una calavera dorada en la punta de una pica, y Harry Strickland, Harry Sintierra en su lugar». Sabía que Lemore no andaba desencaminada. Los hombres de la Compañía Dorada eran mercenarios, por muy caballeros y señores que hubieran sido sus padres y abuelos en Poniente antes del exilio, y no se podía confiar en un mercenario. Aun así…

La noche anterior había vuelto a soñar con Septo de Piedra. Iba de casa en casa solo, con la espada en la mano; derribaba puertas; subía por escaleras; saltaba de tejado en tejado mientras en sus oídos no dejaban de resonar las campanas distantes. El tañido grave del bronce y los tonos musicales de la plata le reverberaban en el cráneo, en una cacofonía enloquecedora que se fue haciendo cada vez más insistente hasta que le pareció que le iba a estallar la cabeza.

Habían transcurrido diecisiete años desde la batalla de las Campanas, pero el sonido siempre le formaba un nudo en la garganta. Había quien decía que el reino cayó cuando Robert mató al príncipe Rhaegar en el Tridente, pero lo cierto era que la batalla del Tridente ni siquiera habría tenido lugar si el grifo hubiera matado al venado en Septo de Piedra.

«Aquel día, las campanas doblaron por todos nosotros. Por Aerys, por su reina, por Elia de Dorne, por su hijita, y por todo hombre leal y toda mujer decente de los Siete Reinos. Y por mi príncipe plateado».

—El plan era no revelar la identidad del príncipe Aegon hasta que estuviéramos ante la reina Daenerys —dijo Lemore.

—Eso era cuando creíamos que venía hacia el oeste, pero nuestra reina dragón ha reducido a cenizas ese plan, y gracias al imbécil de Pentos hemos agarrado a la dragona por la cola y nos hemos quemado los dedos hasta el hueso.

—Illyrio no tenía manera de saber que iba a quedarse en la bahía de los Esclavos.

—Igual que no tenía manera de saber que el Rey Mendigo moriría joven, ni que Khal Drogo no tardaría en seguirlo. No son muchos los planes del gordo que se han hecho realidad. —Grif se palmeó la empuñadura de la espada con la mano enguantada—. Llevo demasiados años bailando al son que toca el gordo, y ¿de qué nos ha servido? El príncipe ya es un hombre, ha llegado la hora de…

—¡Grif! —llamó Yandry en voz alta para hacerse oír por encima de la campana de los titiriteros—. ¡Es Haldon!

Y era él. El Mediomaestre tenía aspecto acalorado y sucio, con marcas oscuras en las axilas de la túnica de lino claro y la misma expresión amarga que en Selhorys, cuando volvió a la Doncella Tímida para confesar que el enano había desaparecido. Pero tiraba de las riendas de tres caballos, y eso era lo único que importaba.

—Que suba el chico —le dijo Grif a Lemore—. Aseguraos de que está listo.

—Como queráis —respondió ella de mala gana.

«Así tendrá que ser». Le había tomado cariño a Lemore, pero eso no quería decir que necesitara su aprobación. Su misión consistía en instruir al príncipe en la doctrina de la fe y la había llevado a cabo, pero ni todas las oraciones del mundo lo sentarían en el Trono de Hierro: eso era cosa suya. Grif le había fallado una vez al príncipe Rhaegar, pero no fallaría a su hijo mientras le quedara aliento.

Los caballos que llevaba Haldon no le gustaron.

—¿Esto es lo mejor que habéis encontrado? —se quejó.

—Pues sí —respondió el Mediomaestre, irritado—. Y más vale que no preguntéis cuánto nos han costado. Los dothrakis están al otro lado del río, así que de repente, la mitad de la población de Volon Therys ha decidido que prefiere estar en cualquier otro lugar, con lo que la carne de caballo se está poniendo por las nubes.

«Tendría que haber ido yo. —Después de lo de Selhorys, le costaba confiar en Haldon. Se había dejado engañar por el enano y por su labia, y le había permitido meterse a solas en un burdel mientras él lo esperaba como un idiota en la plaza. El dueño del burdel les había dicho y repetido que al hombrecito se lo habían llevado a punta de espada, pero Grif no acababa de creérselo. El Gnomo era suficientemente listo para tramar su propia captura, y el borracho del que hablaban las putas bien podía ser un esbirro contratado por él—. Yo también tengo la culpa. Después de que el enano se interpusiera entre Aegon y el hombre de piedra, bajé la guardia. Tendría que haberle cortado el cuello nada más ponerle la vista encima».

—En fin, tendrán que valer —dijo a Haldon—. El campamento está a poco más de una legua hacia el sur.

La Doncella Tímida los habría llevado mucho más deprisa, pero prefería que Harry Strickland ignorase dónde habían estado el príncipe y él. Tampoco le gustaba la idea de llegar chapoteando por el lodo de los bajíos de la ribera: así podían presentarse un mercenario y su hijo, pero no un gran señor y su príncipe.

El príncipe salió de la cabina con Lemore, y Grif lo examinó de pies a cabeza. Llevaba espada y puñal, botas negras relucientes y una capa negra con ribete de seda rojo sangre. Se había lavado y cortado el pelo y lo llevaba recién teñido de azul oscuro, con lo que sus ojos también parecían azules. Lucía al cuello los tres grandes rubíes de talla cuadrada engarzados en una cadena de hierro negro que le había regalado el magíster Illyrio.

«Rojo y negro, los colores del dragón». Era perfecto.

—Tienes aspecto de príncipe —le dijo—. Si te viera tu padre, estaría orgulloso de ti.

—Estoy harto de teñirme de azul. —Grif el Joven se pasó los dedos por el pelo—. Tendría que habérmelo lavado de una vez.

—Ya falta menos. —A Grif también le gustaría recuperar sus verdaderos colores, aunque el cabello que antes era rojo se había tornado blanco. Dio una palmada al muchacho en el hombro—. ¿Nos vamos? Tu ejército te espera.

—Me gusta cómo suena eso. Mi ejército. —La sonrisa que le iluminó el rostro duró solo un instante—. Pero ¿es mi ejército de verdad? Se trata de mercenarios, y Yollo me advirtió de que no confiara en nadie.

—Es un consejo inteligente —reconoció Grif. Habría sido distinto si Corazón Negro siguiera al mando, pero Myles Toyne llevaba cuatro años muerto y Harry Strickland era muy diferente. Pero no podía decírselo al muchacho; el enano ya había sembrado suficientes dudas en él—. No todo el mundo es lo que aparenta, y los príncipes tienen más motivo que nadie para desconfiar, pero si te extralimitas, la desconfianza te envenenará, te amargará y te hará tener miedo de todo. —«Eso le pasó al rey Aerys. Hacia el final fue obvio hasta para Rhaegar»—. Lo mejor es un término medio. Que los hombres se ganen tu confianza con servicios leales, sí, pero cuando lo hagan, sé generoso y abre tu corazón.

—Lo recordaré. —El muchacho asintió.

Asignaron al príncipe el mejor de los tres caballos, un gran capón de un gris muy claro, casi blanco. Grif y Haldon cabalgaban a su lado en monturas inferiores. El camino discurría hacia el sur bajo la alta muralla blanca de Volon Therys durante el primer tramo, pero luego dejaba atrás la ciudad para seguir el curso serpenteante del Rhoyne entre bosquecillos de sauces y campos de amapolas, junto a un alto molino de viento cuyas aspas crujían como huesos viejos.

Llegaron adonde estaba la Compañía Dorada, junto al río, cuando ya se ponía el sol por el oeste. El mismísimo Arthur Dayne habría aprobado aquel campamento: compacto, ordenado, fácil de defender… Habían cavado una zanja profunda alrededor, y el fondo estaba sembrado de estacas. Las tiendas estaban dispuestas en hileras, separadas por anchas avenidas. Las letrinas se encontraban junto al río, para que la corriente se llevara los desechos. Los caballos estaban al norte; tras ellos, dos docenas de elefantes pastaban junto al agua y arrancaban juncos con la trompa. Grif observó a las enormes bestias grises con aprobación.

«No hay corcel de guerra en todo Poniente que pueda resistir contra ellos».

Los estandartes de combate de tela de oro ondeaban en lo alto de sus astas en el perímetro del campamento. Bajo ellos hacían la ronda los centinelas con armas y armaduras, lanzas y ballestas en ristre, alertas ante cualquiera que se aproximara. Grif había temido que la compañía se hubiera descuidado bajo el mando de Harry Strickland, que siempre le pareció más preocupado por hacer amigos que por imponer disciplina, pero saltaba a la vista que su miedo era infundado.

Al llegar a la entrada, Haldon dijo unas palabras al sargento de la guardia, que envió a un mensajero a buscar al capitán. El hombre que llegó seguía tan feo como la última vez que Grif lo había visto: un mercenario de barriga enorme y hombros cargados, con el rostro surcado de viejas cicatrices, que tenía la oreja derecha como si se la hubiera masticado un perro y carecía de oreja izquierda.

—¿Te han nombrado capitán, Flores? —dijo Grif—. Y yo que creía que la Compañía Dorada tenía nivel…

—Peor que eso, cabronazo —respondió Franklyn Flores—. También me han nombrado caballero. —Agarró a Grif por el hombro y le dio un abrazo de oso—. Tú tienes una pinta horrible, hasta para llevar doce años muerto. ¿Y ese pelo azul? Cuando dijo Harry que ibas a venir, casi me cago encima. Y tú, Haldon, hijo de puta, cuánto me alegro de verte. ¿Todavía vas por ahí con un palo en el culo? —Se volvió hacia Grif el Joven—. Y este debe de ser…

—Mi escudero. Chico, te presento a Franklyn Flores.

El príncipe lo saludó con un movimiento de cabeza.

—Flores es apellido de bastardo. Vienes del Dominio.

—Sí. Mi madre trabajaba de lavandera en La Sidra hasta que la violó un hijo del señor, así que soy una especie de Fossoway de la manzana marrón. —Flores les señaló que entraran con un ademán—. Acompañadme. Strickland ha convocado a los oficiales en su tienda; tenemos consejo de guerra. Los puñeteros volantinos están agitando las lanzas y exigen saber qué intenciones tenemos.

Los hombres de la Compañía Dorada, ante sus tiendas, mataban el tiempo jugando a los dados, bebiendo y papando moscas. Grif se preguntó cuántos de ellos sabrían quién era.

«Muy pocos. Doce años son mucho tiempo». Ni los que habían cabalgado con él reconocerían al exiliado lord Jon Connington, el de la barba rojo fuego, en el rostro surcado de arrugas y afeitado del mercenario Grif, con su pelo teñido de azul. Por lo que a la mayoría de ellos respectaba, Connington se había matado a beber en Lys después de que lo expulsaran de la compañía, deshonrado por robar de las arcas de guerra. La vergüenza de aquella mentira aún le escocía, pero Varys se había empecinado en que era necesaria.

«Lo que menos falta nos hace es que canten loas del valeroso exiliado —le había dicho el eunuco con una risita, con aquella vocecita remilgada—. Aquellos que tienen una muerte heroica son recordados mucho tiempo, mientras que a los borrachos, los ladrones y los cobardes se los olvida pronto».

«¿Qué sabrá un eunuco del honor de un hombre? —Grif se había plegado al plan por el bien del muchacho, pero no por eso le hacía la menor gracia—. Si vivo lo suficiente para sentar al chico en el Trono de Hierro, Varys pagará esa humillación y muchas otras, y entonces ya veremos a quién se olvida pronto».

La tienda del capitán general era de tela de oro y estaba rodeada de picas rematadas por calaveras doradas. Una de ellas, más grande que el resto, mostraba deformaciones grotescas, y debajo había otra del tamaño de un puño de niño.

«Maelys el Monstruoso y su hermano sin nombre». Las otras calaveras guardaban cierta semejanza, aunque algunas estaban rajadas o astilladas por los golpes que les habían causado la muerte y una tenía los dientes afilados.

—¿Cuál es la de Myles? —preguntó Grif casi sin querer.

—Aquella, la del final —señaló Flores—. Espera, voy a anunciarte.

Entró en la tienda y dejó a Grif ante la calavera dorada de su viejo amigo. En vida, ser Myles Toyne era más feo que un pecado. Su famoso antepasado, el moreno y atractivo Terrence Toyne sobre el que cantaban los bardos, era tan hermoso que ni la amante del rey pudo resistirse a sus encantos; Myles, en cambio, tenía orejas de soplillo, la mandíbula torcida y la nariz más grande que Jon Connington hubiera visto jamás. Pero, cuando sonreía, nada de eso importaba. Sus hombres lo apodaban Corazón Negro por el blasón que llevaba en el escudo, y a Myles le encantaban el nombre y lo que indicaba.

—Al capitán general deben temerlo tanto sus enemigos como sus amigos —le había confesado en cierta ocasión—. Si mis hombres me consideran cruel, mejor que mejor.

La verdad era muy diferente. Toyne, soldado hasta la médula, era fiero pero siempre justo, un padre para sus hombres y siempre generoso con el señor exiliado lord Jon Connington.

La muerte le había arrebatado las orejas, la nariz y la calidez. Conservaba la sonrisa, transformada en una deslumbrante mueca dorada. Todas las calaveras sonreían, incluso la de Aceroamargo, en la pica alta del centro.

«¿Por qué demonios sonríe? Murió solo y derrotado, destrozado en una tierra extranjera».

En su lecho de muerte, ser Aegor Ríos había ordenado a sus hombres que hirvieran su cráneo para despojarlo de carne, lo bañaran en oro y lo llevaran al cruzar el mar para reconquistar Poniente. Sus sucesores habían seguido su ejemplo.

Jon Connington podría haber sido uno de esos sucesores si su exilio hubiera transcurrido de forma distinta. Había estado en la compañía cinco años y había ascendido hasta ocupar el honorable cargo de mano derecha de Toyne. Si hubiera seguido allí, habría sido probable que, tras la muerte de Myles, los hombres se hubieran vuelto hacia él y no hacia Harry Strickland. Pero Grif no lamentaba el camino elegido.

«Volveré a Poniente, y no como calavera en la punta de una pica».

—Adelante —invitó Flores en la puerta de la tienda.

Los oficiales superiores de la Compañía Dorada se levantaron de los taburetes al verlos entrar. Los viejos amigos saludaron a Grif con sonrisas y abrazos; los nuevos, de manera más formal.

«No todos se alegran de vernos, o no tanto como quieren hacerme creer». Percibía los puñales que se ocultaban tras algunas sonrisas. Lord Jon Connington estaba en su tumba, y sin duda, muchos consideraban que era el mejor lugar para un hombre capaz de robar a sus hermanos de armas. Si Grif hubiera estado en su lugar, tal vez habría pensado lo mismo.

Ser Franklyn se encargó de presentarle a los demás. Algunos de los capitanes mercenarios, como Flores, tenían apellidos de bastardo: Ríos, Colina, Piedra… Otros llevaban nombres que habían sido grandes en los Siete Reinos. Grif conoció a dos Strong, tres Peake, un Mudd, un Mandrake, un Lothston y un par de Cole. No todos eran auténticos, claro. En las compañías libres, cualquiera podía elegir el nombre que le viniera en gana, pero independientemente de cómo eligieran llamarse, los mercenarios exhibían una especie de burdo esplendor. Al igual que muchos otros soldados profesionales, llevaban todas sus riquezas encima: por doquier se veían espadas enjoyadas, armaduras con incrustaciones, gruesos torques y finas sedas, y cada uno de los presentes llevaba suficientes pulseras de oro para pagar el rescate de un señor. Cada pulsera denotaba un año de servicio en la Compañía Dorada. Marq Mandrake, cuyo rostro marcado de viruelas lucía además un agujero en la mejilla, allí donde se había quemado para borrarse una marca de esclavo, lucía también una cadena de calaveras doradas.

No todos los capitanes tenían sangre ponienti. Balaq el Negro, un isleño del verano de pelo clarísimo y piel del color del hollín, estaba al mando de los arqueros de la compañía, igual que en tiempos de Corazón Negro. Llevaba una magnífica capa de plumas verdes y naranja. El cadavérico volantino Gorys Edoryen había ocupado el puesto de Stickland como jefe de cuentas. Llevaba una piel de leopardo al hombro, y el cabello rojo como la sangre le caía por la espalda en bucles aceitados, aunque su barba puntiaguda era negra. Grif no conocía de nada al nuevo jefe de espías, un lyseno llamado Lysono Maar de ojos violeta, cabello ceniza y unos labios que habrían sido la envidia de cualquier prostituta. En el primer golpe de vista, Grif había estado a punto de tomarlo por una mujer. Llevaba las uñas pintadas de morado y los lóbulos de las orejas cuajados de perlas y amatistas.

«Fantasmas y mentirosos —pensó Grif al examinar sus rostros—. Restos de guerras olvidadas, de causas perdidas, de rebeliones fallidas; una hermandad de caídos y fracasados, los deshonrados, los desheredados. Este es mi ejército. Esta es nuestra esperanza».

Se volvió hacia Harry Strickland. No tenía el menor aspecto de guerrero. Corpulento, cabezón, con afables ojos grises y un cabello ralo que se peinaba hacia un lado para disimular la calva, estaba sentado en una silla plegable con los pies a remojo en un balde de agua salada.

—Perdonad que no me levante —dijo a modo de saludo—. La marcha ha sido agotadora, y enseguida me salen ampollas en los pies. Es una maldición.

«Es una señal de debilidad. Hablas como una vieja». Los Strickland habían formado parte de la Compañía Dorada desde su fundación, ya que el bisabuelo de Harry había perdido sus tierras al aliarse con el Dragón Negro durante la primera rebelión de los Fuegoscuro. «Dorados durante cuatro generaciones», solía alardear Harry, como si cuatro generaciones de exilio y derrota fueran motivo de orgullo.

—Puedo prepararos un ungüento para las ampollas —dijo Haldon—, y hay ciertas sales minerales que endurecen la piel.

—Es muy amable por vuestra parte. —Strickland hizo una seña a su escudero—. Watkyn, vino para nuestros amigos.

—No, gracias —intervino Grif—. Preferimos agua.

—Como queráis. —El capitán general sonrió al príncipe—. Y este debe de ser vuestro hijo.

«¿Lo sabe? —se preguntó Grif—. ¿Qué parte de la verdad le contaría Myles?». Varys había insistido hasta la náusea en la necesidad de guardar el secreto. Solo Illyrio, el eunuco y Corazón Negro conocían los planes que habían trazado entre los tres. El resto de la compañía los ignoraba por completo; lo que no se supiera no se podría escapar. Pero eso se había terminado.

—No hay padre que pueda aspirar a un hijo mejor —respondió—, pero este muchacho no es sangre de mi sangre, y no se llama Grif. Mis señores, os presento a Aegon Targaryen, hijo primogénito de Rhaegar, príncipe de Rocadragón, y de la princesa Elia de Dorne, quien pronto, con vuestra ayuda, será Aegon el sexto de su nombre, rey de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, y señor de los Siete Reinos.

El anuncio fue recibido en silencio. Se oyó un carraspeo. Uno de los Cole volvió a llenarse la copa de una frasca. Gorys Edorye, jugueteando con sus tirabuzones, masculló algo en un idioma desconocido para Grif. Laswell Peake tosió, y Mandrake y Lothson cruzaron una mirada.

«Lo saben —comprendió Grif en aquel momento—. Lo sabían desde el principio». Se volvió hacia Harry Strickland.

—¿Cuándo se lo dijisteis?

El capitán general agitó los dedos de los pies dentro del balde.

—Cuando llegamos al río. La compañía estaba intranquila, y con razón. Dejamos de lado una campaña sencilla en las Tierras de la Discordia, y ¿a cambio de qué? ¿A cambio de sudar con este calor de mierda mientras se nos derriten las monedas y se nos oxidan las espadas, mientras rechazamos contratos importantes?

Aquella noticia le puso los pelos de punta a Grif.

—¿Contratos? ¿Con quién?

—Con los yunkios. El enviado que mandaron para galantear a Volantis ya ha puesto en marcha tres compañías libres hacia la bahía de los Esclavos. Quiere que seamos la cuarta y nos ofrece el doble de lo que nos pagaba Myr, además de un esclavo por cabeza, diez por oficial y un centenar de doncellas selectas, todas para mí.

«Mierda puta».

—Para eso hacen falta miles de esclavos. ¿De dónde piensan sacar tantos los yunkios?

—De Meereen. —Strickland hizo una seña a su escudero—. Watkyn, una toalla. Se está enfriando el agua y tengo los dedos como pasas. No, esa toalla no, la suave.

—Lo rechazaríais, claro —dijo Grif.

—Le dije que me lo pensaría. —Harry hizo un gesto de dolor cuando su escudero le frotó los pies—. Cuidado con los dedos. Imagínate que son uvas de piel fina, chico; tienes que secarlos sin estrujarlos. Con golpecitos suaves, sin frotar. Eso, eso es. —Volvió a mirar a Grif—. Una negativa directa habría sido muy poco inteligente. Los hombres se preguntarían si se me habían derretido los sesos.

—Pronto tendréis trabajo para vuestras espadas.

—¿De veras? —intervino Lysono Maar—. Supongo que ya sabéis que la joven Targaryen todavía no se ha puesto en marcha hacia el oeste.

—Eso se rumoreaba en Selhorys.

—No es un rumor: es la verdad, aunque nadie entiende el motivo. Saquear Meereen, sí, claro, ¿por qué no? Es lo que habría hecho yo en su lugar. Las ciudades esclavas rezuman oro y para una conquista hacen falta monedas. Pero ¿por qué quedarse allí? ¿Miedo? ¿Locura? ¿Desidia?

—El porqué no importa. —Harry Strickland desenrolló unas calzas de rayas—. Ella está en Meereen y nosotros aquí, donde cada día molestamos más a los volantinos. Vinimos a aclamar a un rey y a una reina que nos llevarían a casa, en Poniente, pero parece que la Targaryen prefiere plantar olivos a reclamar el trono de su padre. Mientras, los enemigos se agrupan: Yunkai, el Nuevo Ghis, Tolos… Barbasangre y el Príncipe Desharrapado van a plantarle cara, y pronto la atacarán también las flotas de la Antigua Volantis. ¿Qué tiene ella? ¿Esclavos de cama armados con palos?

—Inmaculados —apuntó Grif—. Y dragones.

—Dragones, sí —convino el capitán general—, pero jóvenes, poco más que polluelos. —Se cubrió las ampollas con una calza y se la subió por el tobillo—. ¿De qué le servirán cuando todos los ejércitos que os he dicho se cierren como un puño alrededor de su ciudad?

Tristan Ríos se tamborileó una rodilla con los dedos.

—Razón de más para acudir a su lado lo antes posible. Si Daenerys no viene a nosotros, tendremos que ir a ella.

—¿Acaso podemos caminar sobre las olas? —le preguntó Lysono Maar—. Os recuerdo que no podemos llegar a la reina de plata por mar. Yo mismo me hice pasar por mercader para entrar en Volantis y averiguar cuántos barcos podríamos conseguir. El puerto está atestado de galeras, cocas y carracas de todo tipo y tamaño; aun así pronto me vi reducido a tratar con piratas y contrabandistas. Como seguro que recuerda lord Connington de los años que pasó con nosotros, en la compañía tenemos diez mil hombres. Quinientos son caballeros, con tres caballos cada uno, y hay otros quinientos escuderos con sus correspondientes monturas. También están los elefantes; no podemos olvidamos de los elefantes. Con un barco pirata no tendríamos suficiente; nos haría falta una flota pirata. Pero aunque la tuviéramos, han llegado noticias de la bahía de los Esclavos. Parece que Meereen está bloqueada.

—Podríamos fingir que aceptamos la oferta de los yunkios —propuso Gorys Edoryen—. Así nos llevarían al este y podríamos devolverles su oro al pie de la muralla de Meereen.

—Un contrato roto es una mancha en el honor de la compañía. —Harry Strickland se detuvo con el pie en la mano—. Os recuerdo que no fui yo, sino Myles Toyne, quien puso su sello en este pacto secreto. Yo lo cumpliría si pudiera, pero no veo cómo. Salta a la vista que la joven Targaryen no piensa venir al oeste. Poniente era el reino de su padre, mientras que Meereen es el suyo. Si consigue doblegar a los yunkios, será la reina de la bahía de los Esclavos. Si no, morirá mucho antes de que lleguemos a su lado.

Grif no se sorprendió. Harry Strickland siempre había sido un hombre afable, mucho más apto para los contratos que para las batallas. Tenía buen ojo para el oro, aunque aún estaba por ver que tuviera agallas para el combate.

—Hay una ruta por tierra —sugirió Franklyn Flores.

—El camino del Demonio lleva a la muerte. Si decimos que vamos a ir por ahí, la mitad de la compañía desertará, y a la otra mitad tendremos que enterrarla a lo largo del trayecto. Siento decirlo, pero el magíster Illyrio y sus amigos han cometido un error al cifrar las esperanzas en esa niña reina.

«No —pensó Grif—, cometieron un error al depositar esperanzas en vosotros».

—En tal caso, cifradlas en mí —dijo—. Daenerys es la hermana del príncipe Rhaegar, pero yo soy su hijo. Soy el único dragón que necesitáis.

—Valientes palabras. —Grif puso una mano enguantada en el hombro del príncipe Aegon—. Pero piensa bien lo que dices.

—Ya lo he pensado —insistió el muchacho—. ¿Por qué voy a correr a las faldas de mi tía como un mendigo? Tengo más derecho al trono que ella. Que sea ella quien venga a mí… en Poniente.

—Me encanta. —Franklyn Flores se echó a reír—. Navegaremos hacia el oeste, no hacia el este. Que la pequeña reina se quede con sus olivos; nosotros sentaremos al príncipe Aegon en el Trono de Hierro. Este chaval tiene agallas.

El capitán general lo miró como si acabaran de abofetearlo.

—¿Acaso el sol os ha podrido el cerebro, Flores? Nos hace falta la chica; nos hace falta ese matrimonio. Si Daenerys acepta a nuestro principito como consorte, los Siete Reinos lo reconocerán. Sin ella, los señores se burlarán de él y lo tacharán de farsante y usurpador. Además, ¿cómo pensáis llegar a Poniente? ¿No habéis oído a Lysono? No tenemos manera de conseguir barcos.

«Este hombre tiene miedo de luchar —comprendió Grif—. ¿Cómo pueden haberlo elegido sucesor de Corazón Negro?».

—No hay barcos que naveguen a la bahía de los Esclavos, pero a Poniente… Tenemos cerrado el este, no el oeste. A los triarcas les encantará vernos partir, no os quepa duda; hasta nos ayudarán a conseguir pasaje a los Siete Reinos. A ninguna ciudad le gusta tener un ejército a sus puertas.

—No le falta razón —señaló Lysono Maar.

—A estas alturas, podemos estar seguros de que el león ya ha olfateado al dragón —apuntó un Cole—, pero Cersei estará concentrada en Meereen y en esa otra reina. No sabe nada de nuestro príncipe. En cuanto alcemos los estandartes, muchos correrán a unirse a nosotros.

—Algunos —admitió Harry Strickland—, no muchos. La hermana de Rhaegar tiene dragones; el hijo de Rhaegar, no. Sin Daenerys y su ejército de inmaculados no podremos tomar el reino.

—El primer Aegon tomó Poniente sin eunucos —dijo Lysono Maar—. ¿Por qué no va a hacer lo mismo el sexto?

—Pero el plan…

—¿Qué plan? —interrumpió Tristan Ríos—. ¿El plan del gordo? ¿El que cambia con cada luna? Primero, Viserys Targaryen iba a acudir a nosotros respaldado por cincuenta mil aulladores dothrakis. Luego muere el Rey Mendigo y es su hermana, la voluble niña reina, quien va hacia Pentos con tres dragones recién nacidos. Pero donde aparece la chica es en la bahía de los Esclavos, habiendo dejado a su paso una estela de ciudades en llamas, y el gordo decide que tenemos que reunirnos con ella en Volantis. Ahora, ese plan también se cae a pedazos.

»Estoy harto de los planes de Illyrio. Robert Baratheon se hizo con el Trono de Hierro sin dragones, así que podemos hacer lo mismo. Y si estoy equivocado y el reino no se alza con nosotros, siempre podemos retirarnos al otro lado del mar Angosto, como hicieron Aceroamargo y otros muchos.

—El riesgo… —Strickland negó con la cabeza, obstinado.

—El riesgo no es para tanto ahora que ha muerto Tywin Lannister. Los Siete Reinos están a punto para la conquista. Otro niño rey ocupa el Trono de Hierro, es aún más joven que el anterior, y hay más rebeldes que hojas de otoño.

—Aun así —insistió Strickland—, solos no tenemos la menor posibilidad de…

—No estaremos solos. —Grif se había hastiado de la cobardía del capitán general—. Dorne se nos unirá, no me cabe duda. El príncipe Aegon es tan hijo de Elia como de Rhaegar.

—Cierto —intervino el muchacho—. ¿Quién queda en Poniente para enfrentarse a nosotros? Una mujer.

—Una Lannister —insistió el capitán general—. La zorra contará con el apoyo del Matarreyes, no lo dudéis, y ambos estarán respaldados por la riqueza de Roca Casterly. Además dice Illyrio que ese niño rey está prometido con una Tyrell, así que también nos enfrentaríamos al poder de Altojardín.

Laswell Peake golpeó la mesa con los nudillos.

—Ha pasado un siglo, pero algunos aún tenemos amigos en el Dominio. A lo mejor, el poder de Altojardín no es tanto como imagina Mace Tyrell.

—Príncipe Aegon —intervino Tristan Ríos—, somos vuestros hombres. ¿Eso es lo que deseáis? ¿Qué naveguemos hacia el oeste, no hacia el este?

—Así es —respondió Aegon al momento—. Si mi tía quiere Meereen, que se lo quede. Con vuestras espadas y vuestra lealtad, reclamaré el Trono de Hierro. Si nos movemos deprisa y atacamos bien, obtendremos unas cuantas victorias fáciles antes de que los Lannister se den cuenta de que hemos desembarcado. Eso hará que otros se unan a nuestra causa.

Ríos sonrió con aprobación, mientras que otros intercambiaron miradas pensativas.

—Mejor morir en Poniente que en el camino del Demonio —dijo Peake.

—Yo prefiero vivir —dijo Marq Mandrake entre risas—. Vivir, y conseguir unas tierras y un buen castillo.

Franklyn Flores se dio unos golpecitos en la empuñadura de la espada.

—Con tal de tener ocasión de matar a unos cuantos Fossoway, yo me apunto.

Todos empezaron a hablar a la vez, y Grif supo que la marea había cambiado a su favor.

«No conocía esta faceta de Aegon». No era el curso de acción más prudente, pero estaba harto de prudencia, harto de secretos, harto de esperar. Ganara o perdiera, volvería a ver el Nido del Grifo antes de morir, y lo enterrarían junto a su padre.

Uno a uno, los hombres de la Compañía Dorada se levantaron, se arrodillaron y pusieron la espada a los pies del joven príncipe. El último fue Harry Strickland, con ampollas y todo.

Cuando salieron de la tienda del capitán general, el sol teñía de rojo el cielo del oeste y dibujaba sombras escarlata en las calaveras doradas ensartadas en las picas. Franklyn Flores se ofreció a llevar al príncipe a dar una vuelta por el campamento para presentarle a los que llamaba «sus muchachos», y Grif dio su consentimiento.

—Pero recordad: por lo que respecta a la compañía, tiene que seguir siendo Grif el Joven hasta que crucemos el mar Angosto. En Poniente le lavaremos el pelo y le pondremos su armadura.

—Entendido. —Flores dio una palmada en la espalda a Grif el Joven—. Venid conmigo. Empezaremos por los cocineros; siempre hay que conocer a los cocineros.

Cuando se alejaron, Grif se volvió hacia el Mediomaestre.

—Coged el caballo, volved a la Doncella Tímida y traed a lady Lemore y ser Rolly. También necesitaremos los cofres de Illyrio, todas las monedas y las armaduras. Dadles las gracias a Ysilla y Yandry; ellos ya han terminado. Cuando su alteza esté en su reino, no se olvidará de ellos.

—Como ordene mi señor.

Grif entró en la tienda que le había asignado Harry Strickland. Sabía que el camino que los aguardaba estaba lleno de peligros, pero ¿y qué? Todo hombre había de morir. Lo único que él pedía era tiempo. Había esperado tanto que, sin duda, los dioses le concederían unos pocos años más, los justos para ver en el Trono de Hierro al muchacho al que había criado como un hijo, para reclamar sus tierras, su nombre y su honor; para acallar las campanas que resonaban en sus sueños cada vez que se echaba a dormir.

A solas en la tienda, mientras los rayos rojos y dorados del sol poniente entraban por la solapa levantada, Jon Connington se quitó la capa de piel de lobo, se sacó por la cabeza la cota de malla, se sentó en una silla plegable y se quitó el guante de la mano derecha. Tenía la uña del dedo corazón negra como el azabache, y el gris llegaba casi hasta el primer nudillo. La yema del anular también había empezado a oscurecerse, y cuando se pinchó con el puñal no sintió nada.

«Es la muerte —supo—, pero lenta. Todavía tengo tiempo. Un año. Dos años. Cinco. Hay hombres de piedra que viven hasta diez. Tiempo suficiente para cruzar el mar y volver a ver el Nido del Grifo. Tiempo para poner fin a la estirpe del Usurpador y devolver el Trono de Hierro al hijo de Rhaegar».

Entonces, lord Connington podría morir satisfecho.