Bran (2)

Hubo algo en el graznido del cuervo que hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Bran.

«Ya soy casi un hombre —tuvo que recordarse—. Tengo que ser valiente».

Pero el aire era cortante y frío, y rezumaba miedo. Hasta Verano estaba asustado; se le había erizado el pelaje del cuello. Las sombras se extendían por la ladera, negras y hambrientas. El peso del hielo hacía que todos los árboles crecieran inclinados y retorcidos. Algunos ni siquiera parecían árboles. Estaban apiñados a lo largo de la colina como gigantes, enterrados en nieve congelada desde la raíz hasta la copa, como criaturas monstruosas y deformes encorvadas contra el viento glacial.

—Están aquí. —El explorador desenvainó la espada.

—¿Dónde? —La voz de Meera sonaba apagada.

—Cerca. No sé. En alguna parte.

El cuervo volvió a graznar.

—Hodor —susurró Hodor, con las manos bajo las axilas. De la desaliñada barba marrón le colgaban carámbanos, y el bigote era una maraña de mocos congelados que brillaban rojizos a la luz del crepúsculo.

—Los lobos también están cerca —avisó Bran—. Esos que han estado siguiéndonos. Cuando el viento sopla en nuestra dirección, Verano capta su olor.

—Los lobos son el menor de nuestros problemas —dijo Manosfrías—. Vamos a tener que escalar. Pronto oscurecerá, y deberíais estar a cubierto antes de que caiga la noche, o vuestro calor los atraerá. —Echó un vistazo hacia el oeste, donde la luz del sol poniente se vislumbraba débil entre los árboles, como el resplandor de un fuego lejano.

—¿Esta es la única entrada? —preguntó Meera.

—La puerta trasera está tres leguas más al norte, bajo una sima.

No tuvo que añadir más. Ni siquiera Hodor podía descender por una sima con Bran cargado a la espalda, y Jojen era tan incapaz de caminar tres leguas como de correr mil. Meera observó la colina que se alzaba ante ellos.

—Ese camino parece despejado.

—Parece —recalcó el explorador con un susurro siniestro—. ¿Os dais cuenta del frío que hace? Aquí hay algo. ¿Dónde están?

—Puede que en la cueva —aventuró Meera.

—La cueva está protegida. No pueden acceder a ella. —El explorador señaló con la espada—. Allí está la entrada, a mitad de la pendiente, entre los arcianos. Aquella fisura de la roca.

—La veo —dijo Bran. Había cuervos que entraban y salían volando.

—Hodor —dijo Hodor al tiempo que intentaba buscar una postura más cómoda.

—Solo veo un pliegue en la roca —dijo Meera.

—Hay un pasadizo, un arroyuelo que discurre por la piedra, empinado y tortuoso al principio. Si lo alcanzáis, estaréis a salvo.

—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?

—La cueva está protegida.

—Desde aquí habrá poco más de mil pasos —dijo Meera, estudiando la fisura de la ladera.

«Sí —pensó Bran—, pero todos cuesta arriba». La montaña era empinada y estaba poblada por una densa arboleda. Llevaba tres días sin nevar, pero la nieve aún no se había derretido y el suelo era una sábana blanca bajo los árboles, aún limpia y virgen.

—Aquí no hay nadie —dijo Bran, animado—. Mirad la nieve. No hay huellas.

—Los caminantes blancos se mueven ligeros por la nieve —contestó el explorador—. No veréis ningún rastro de su paso. —Un cuervo descendió de lo alto para posarse en su hombro. Solo los seguía una docena de grandes pájaros negros. Los demás habían ido desapareciendo durante la travesía; cada amanecer, al despertar, se encontraban con menos.

—Venid —graznó uno de ellos—. Venid, venid.

«El cuervo de tres ojos —pensó Bran—. El verdevidente».

—No está muy lejos —dijo—. Solo tenemos que subir un poco y estaremos a salvo. Quizá hasta podamos encender una hoguera.

Todos estaban helados, empapados y hambrientos, excepto el explorador, y Jojen Reed se encontraba demasiado débil para caminar sin ayuda.

—Id vosotros.

Meera Reed se agachó junto a su hermano. Estaba recostado contra el tronco de un roble con los ojos cerrados, y temblaba con virulencia. Lo poco del rostro que se atisbaba entre la capucha y la bufanda era blanco como la nieve que los rodeaba, pero aún se percibían las débiles bocanadas de su respiración. Meera había cargado con él durante todo el día. Bran intentó convencerse de que se repondría con un poco de comida y un buen fuego, pero no las tenía todas consigo.

—No puedo pelear y llevar a Jojen a la vez; la pendiente es demasiado empinada —dijo Meera—. Hodor, sube tú a Bran hasta la cueva.

—Hodor. —Hodor dio unas palmadas.

—Jojen solo necesita comer —dijo Bran, desalentado.

Doce días atrás, el alce había caído desmayado por tercera y última vez. Manosfrías se había arrodillado junto al animal en un banco de nieve y había murmurado unas oraciones en una lengua extraña mientras lo degollaba. Bran lloró como una niña cuando la sangre brillante manó a borbotones. Nunca se había sentido tan tullido como en aquel momento, cuando tuvo que mirar impotente como Meera Reed y Manosfrías descuartizaban al valiente animal que los había llevado hasta allí. Se prometió no comer, convencido de que era mejor pasar hambre que darse un atracón a costa de un amigo, pero acabó comiendo por duplicado, en su propia piel y en la de Verano. Aunque el alce estaba demacrado y famélico, habían vivido durante siete días de la carne que había trinchado el explorador, hasta que se comieron el último pedazo acurrucados junto al fuego entre las ruinas de un antiguo fuerte.

—Sí que necesita comer —admitió Meera mientras acariciaba la frente de su hermano—. Todos lo necesitamos, pero aquí no hay comida. Marchaos.

Bran parpadeó para tratar de contener una lágrima, pero sintió como se le congelaba en la mejilla. Manosfrías cogió a Hodor del brazo.

—Nos estamos quedando sin luz. Si no han llegado aún, no tardarán. Vamos.

Hodor, mudo por primera vez en mucho tiempo, se sacudió la nieve de las piernas y se abrió camino hacia arriba entre los ventisqueros, con Bran cargado a la espalda. Tras ellos subió el explorador, que llevaba la espada en una negra mano. Verano iba detrás. En algunos lugares, la nieve lo superaba en altura, y cada vez que se hundía en la tierra helada, el gran huargo tenía que parar y sacudírsela. Mientras ascendían, Bran se volvió dificultosamente en su cesta y vio a Meera pasar un brazo bajo los de su hermano para ayudarlo a levantarse.

«Pesa demasiado para ella. Está muerta de hambre, y ya no le quedan muchas fuerzas». Meera agarró la fisga con la mano que le quedaba libre y avanzó clavando sus tres picas en la nieve para obtener más apoyo. Justo cuando comenzaba a subir la colina, con su hermano pequeño a ratos en brazos y a ratos a rastras, Hodor pasó entre dos árboles y Bran los perdió de vista.

La colina se hizo más empinada y los montículos de nieve se quebraban bajo las botas de Hodor. Hubo un momento en el que una roca lo hizo resbalar, y le faltó poco para rodar cuesta abajo. El explorador lo salvó al sujetarlo del brazo.

—Hodor —dijo Hodor.

Con cada ráfaga de viento, el aire se llenaba de un fino polvo blanco que brillaba como el cristal a la luz del atardecer. Los cuervos revoloteaban a su alrededor. Uno se adelantó y desapareció en la cueva.

«Solo quedan cien pasos —pensó Bran—, está muy cerca».

De repente, Verano se detuvo al llegar a una elevación cubierta de nieve virgen. El huargo miró hacia atrás, olfateó el aire, se puso a gruñir y retrocedió con el pelaje erizado.

—Hodor, para —dijo Bran—. Hodor. ¡Espera! —Algo iba mal. Verano lo olía, y él también. «Algo malo. Está cerca»—. Hodor, no, da la vuelta.

Manosfrías seguía camino arriba, y Hodor se empeñaba en seguirlo.

—¡Hodor, Hodor, Hodor! —gritó irritado, en un intento de ahogar las protestas de Bran. Su respiración se había vuelto trabajosa. El aire estaba cubierto de una neblina blanca. Dio un paso, después otro. La nieve le llegaba casi por la cintura, y la ladera era muy empinada. El gigantón caminaba inclinado hacia delante y se agarraba a rocas y árboles con las manos mientras ascendía. Otro paso. Otro. La nieve que desplazaba Hodor cayó ladera abajo y creó una pequeña avalancha tras ellos.

«Setenta pasos». Bran se estiró hacia un lado para ver mejor la cueva. Pero lo que vio fue otra cosa.

—¡Un fuego! —Por una hendidura, entre los arcianos, se vislumbraba un brillo titilante, una luz rojiza que destacaba en la oscuridad creciente—. Mirad, alguien…

Hodor gritó. Tropezó, se tambaleó y cayó.

Cuando el gran mozo de cuadra giró sobre sí mismo, Bran sintió que el mundo se volvía del revés. Un golpe repentino lo dejó sin aliento, y la boca se le llenó de sangre. Hodor rodaba y rodaba, y aplastaba a cada giro al niño tullido.

«Algo lo ha cogido de la pierna». Durante un instante, Bran pensó que podía ser una raíz que se le había enganchado en el tobillo… hasta que la raíz se movió. Vio una mano y, tras ella, el resto del espectro emergió de la nieve.

Hodor pateó de lleno la cara de aquella cosa con una bota cubierta de nieve, pero el muerto ni siquiera pareció darse cuenta. Rodaron colina abajo entre forcejeos, golpes y arañazos. La boca y la nariz de Bran se llenaron de nieve, pero siguió girando, atado a Hodor. Se dio en la cabeza con algo; no supo si fue una roca, un trozo de hielo o el puño de un muerto, y de repente ya no estaba en la cesta, sino tirado en medio de la ladera, escupiendo nieve, con un mechón de pelo de Hodor en la mano.

A su alrededor, de la nieve empezaron a salir espectros.

«Dos…, tres…, cuatro…». Bran perdió la cuenta. Surgían de improviso entre nubes de nieve. Algunos vestían capas negras; otros, pieles raídas; otros, nada. Todos tenían la piel blanca y las manos negras. Sus ojos brillaban como pálidas estrellas azules.

Tres de ellos cayeron sobre el explorador. Bran vio como Manosfrías le rajaba la cara de lado a lado a uno, pero el espectro seguía avanzando hacia él, haciéndolo retroceder hacia los brazos de otro. Otros dos perseguían a Hodor, bajando por la pendiente con pasos torpes. Cuando se dio cuenta de que Meera estaba a punto de llegar y toparse con aquello, un terror impotente invadió a Bran. Dio un golpe en la nieve y lanzó un grito de aviso.

Algo lo agarró.

Fue entonces cuando el grito se convirtió en chillido. Bran arrojó un puñado de nieve a la criatura, que apenas pestañeó. Una mano negra se dirigió hacia su cara y otra hacia su estómago, con dedos que parecían de hierro.

«Va a arrancarme las tripas».

Pero, de repente, Verano se interpuso. Bran alcanzó a ver piel que se desgarraba como un trapo y oyó como se astillaba un hueso. Vio una muñeca y una mano arrancadas de cuajo, con unos dedos que aún se retorcían y una manga de tejido basto de un negro desvaído.

«Negro —pensó—, viste de negro; pertenecía a la Guardia». Verano arrojó el brazo a un lado, giró y hundió los dientes bajo la barbilla del muerto. Hubo un estallido de carne blancuzca y putrefacta cuando el gran lobo gris le arrancó la mayor parte del cuello de un tirón.

Bran se alejó de la mano amputada, que aún se movía. Mientras estaba tendido de bruces y agarrado a la nieve, atisbó por encima aquel resplandor anaranjado entre los árboles, blancos y cubiertos con un manto de nieve.

«Sesenta pasos. —Si conseguía arrastrarse sesenta pasos más, no lo atraparían. Empezó a reptar hacia la luz, con los guantes empapados, agarrándose a raíces y rocas—. Un poco más, solo un poco más y podrás descansar junto al fuego».

Las últimas luces del día ya habían dejado de filtrarse entre los árboles; había caído la noche. Manosfrías se defendía a cuchilladas del círculo de muertos que lo rodeaba. Verano tenía entre los dientes la cara del que había derribado momentos antes y seguía destrozándolo. Nadie prestaba atención a Bran. Arrastró las inútiles piernas tras él un poco más arriba.

«Si consigo llegar a esa cueva…».

—Hooodor. —Se oyó un gemido desde más abajo, y de repente Bran ya no era Bran, el niño roto que se arrastraba por la nieve: era Hodor, y estaba en mitad de la colina, defendiéndose de un espectro que intentaba alcanzarle los ojos. Se incorporó tambaleándose, dio un rugido y empujó al espectro con fuerza hacia un lado. Cayó sobre una rodilla y empezó a levantarse de nuevo. Bran extrajo la espada larga del cinturón de Hodor. Por dentro aún oía los quejidos del pobre gigante, pero por fuera se había convertido en tres varas de furia armadas con hierro. Alzó la espada y la hizo descender sobre el muerto con un gruñido. La hoja atravesó lana mojada, malla oxidada y cuero podrido, y se hundió hasta lo más profundo de los huesos y la carne.

—¡Hodor! —gritó, y volvió a atacar. Cortó la cabeza del espectro a la altura del cuello, y durante un momento sintió la victoria… hasta que apareció un par de manos muertas que tanteaban en busca de su garganta.

Bran retrocedió ensangrentado, y entonces, Meera Reed clavó la fisga en la espalda del espectro.

—Hodor —volvió a rugir Bran. Le hizo señas para que siguiera ascendiendo por la colina—. Hodor, Hodor. —Jojen desfallecía en el lugar donde lo había dejado Meera. Bran corrió hacia él, soltó la espada, protegió al chico con el brazo de Hodor y volvió a levantarse con torpeza.

—¡Hodor! —gritó.

Meera los guió hacia la cima, alejando con la fisga a cada espectro que se les cruzaba. Aunque no se pudiera herir a aquellos seres, eran lentos y torpes.

—Hodor —decía Hodor a cada paso—. Hodor, Hodor. —Se preguntó qué pensaría Meera si le dijera de repente que la amaba.

Más arriba, unas siluetas en llamas bailaban en la nieve.

«Los espectros —comprendió Bran—. Han prendido fuego a los espectros. —Verano gruñía y lanzaba dentelladas mientras trazaba círculos alrededor del más cercano: lo que quedaba de un hombre enorme, envuelto en un torbellino de llamas—. No debería acercarse tanto. ¿Qué hace? —Entonces se vio tirado de bruces en la nieve. Verano intentaba alejar aquella cosa de él—. ¿Qué pasará si me mata? —se preguntó—. ¿Seré Hodor para siempre? ¿Volveré a la piel de Verano? ¿O simplemente moriré?».

El mundo giró a su alrededor. Árboles blancos, cielo negro, llamas rojas, todo se arremolinaba, cambiaba, daba vueltas, y Bran se sintió caer.

—Hodor hodor hodor hodor. Hodor hodor hodor hodor. Hodor hodor hodor hodor hodor —oyó gritar a Hodor.

Una nube de cuervos salió de la cueva, y vio a una niña que movía de un lado a otro la antorcha que llevaba en la mano. Durante un momento, Bran pensó que era su hermana Arya… lo que no tenía sentido, pues sabía que estaba a mil leguas de distancia, o tal vez muerta. Pero allí estaba, escuálida y harapienta, salvaje, con el pelo enmarañado. Los ojos de Hodor se llenaron de lágrimas que se congelaron al instante.

Todo se volvió del revés una vez más, y Bran volvió a encontrarse en su propia piel, medio enterrado en la nieve. El espectro en llamas se cernía sobre él, con la alta silueta delineada contra los árboles envueltos en nieve. Justo antes de que el árbol más cercano le descargara encima la nieve que lo cubría, Bran vio que era de los que iban desnudos.

No supo nada más hasta que se despertó tumbado en un lecho de agujas de pino bajo un oscuro techo de piedra.

«La cueva. Estoy en la cueva». Aún sentía el sabor de la sangre por haberse mordido la lengua, pero a su derecha ardía una hoguera y el calor le bañaba la cara, y en su vida había sentido nada mejor. Verano olfateaba a su alrededor, y también estaba Hodor, calado hasta los huesos. Meera acunaba a Jojen en el regazo, y la niña que se parecía a Arya los miraba a todos, con la antorcha en la mano.

—La nieve —dijo Bran—. Me cayó encima. Me enterró.

—Te escondió, y yo te saqué. —Meera señaló con la cabeza hacia la niña—. Pero fue ella quien nos salvó. La antorcha… El fuego los mata.

—No, el fuego los quema. El fuego siempre tiene hambre. Aquella voz no pertenecía a Arya ni a ninguna niña. Era una voz de mujer, aguda y melodiosa, impregnada de una musicalidad extraña que nunca había oído en nadie, y tan triste que desgarraba el corazón. Bran entornó los ojos para verla mejor. Era de aspecto joven, más baja que Arya; se cubría la piel, moteada como la de una cierva, con una capa de hojas. Tenía unos ojos extraños, grandes y vidriosos, dorados y verdes, con la pupila vertical como los gatos.

«Nadie tiene los ojos así». Su pelo era una maraña de colores otoñales, castaño, rojo y dorado, con enredaderas, ramitas y flores secas enzarzadas.

—¿Quién eres? —preguntó Meera Reed. Bran lo sabía.

—Es una hija del bosque. —Se estremeció, tanto por el asombro como por el frío. Habían caído de lleno en uno de los cuentos de la Vieja Tata.

—Los primeros hombres nos llamaron niños, o hijos del bosque —dijo la mujercilla—. Los gigantes nos llamaron woh dak nag gran, el pueblo ardilla, porque éramos pequeños y rápidos y nos gustaban los árboles, pero no somos ardillas ni niños. En la lengua verdadera, nuestro nombre significa «los que cantan la canción de la tierra». Mucho antes de que se hablara vuestra antigua lengua, ya llevábamos diez mil años cantando nuestras canciones.

—Sin embargo, hablas en la lengua común —señaló Meera.

—Lo hago por él, por el pequeño Bran. Nací en la época de los dragones, y durante doscientos años caminé por el mundo de los hombres para ver, escuchar y aprender. Habría seguido caminando, pero me dolían las piernas y tenía el corazón fatigado, así que volví a casa.

—¿Doscientos años? —preguntó Meera.

—Son los hombres los que son niños —sonrió la mujer.

—¿Tienes nombre? —quiso saber Bran.

—Sí, siempre que lo necesito. —Apuntó con la antorcha hacia la fisura negra del fondo de la cueva—. Nuestro camino nos lleva abajo. Ahora tenéis que acompañarme.

—El explorador… —Bran empezó a tiritar otra vez.

—No puede venir.

—Lo matarán.

—No. Lo mataron hace mucho. Venid; abajo hace más calor, y ahí nadie os hará daño. Te espera.

—¿El cuervo de tres ojos? —preguntó Meera.

—El verdevidente.

Echó a andar sin decir más, y los otros no tuvieron más remedio que seguirla. Meera ayudó a Bran a encaramarse de nuevo a la espalda de Hodor, aunque la cesta estaba medio rota y empapada por la nieve. Después pasó un brazo alrededor de su hermano y lo ayudó a ponerse en pie. Jojen abrió los ojos.

—¿Qué? ¿Meera? ¿Dónde estamos? —Sonrió al ver el fuego—. He tenido un sueño de lo más extraño.

El pasadizo era angosto y retorcido, y tan bajo que Hodor tenía que andar agachado. Bran se agazapó tanto como pudo, pero aun así, enseguida empezó a darse cabezazos contra el techo. A cada roce le caía tierra en el pelo y en los ojos, y llegó a golpearse la frente contra una gruesa raíz blanca que sobresalía de la pared del túnel y de cuyos dedos colgaban telarañas.

La capa de hojas susurraba tras la hija del bosque, que iba la primera con la antorcha en la mano, pero el túnel daba tantas vueltas que Bran pronto la perdió de vista y solo pudo seguir la luz que se reflejaba en las paredes. Tras un breve descenso, el pasadizo se dividía, pero el ramal de la izquierda era oscuro como boca de lobo, y hasta Hodor supo que debían seguir la oscilante antorcha hacia la derecha.

Las sombras se movían de tal manera que parecía que las paredes se movían a su vez. Bran vio enormes serpientes blancas que entraban y salían de la tierra que lo rodeaba, y el corazón le dio un vuelco. Se preguntó si no habrían entrado en un nido de serpientes de leche o de gusanos de sepultura gigantes, blandos, pálidos y fangosos.

«Los gusanos de sepultura tienen dientes».

Hodor también lo vio.

—Hodor —protestó, sin ninguna gana de continuar. Pero cuando la mujer se detuvo para que la alcanzaran, la luz de la antorcha se quedó inmóvil y Bran se dio cuenta de que las serpientes solo eran raíces blancas como la que le había dado en la cabeza.

—Son raíces de arciano. ¿Te acuerdas del árbol corazón del bosque de dioses, Hodor? El árbol blanco con hojas rojas. Un árbol no puede hacerte daño.

—Hodor.

Hodor volvió a ponerse en marcha rápidamente tras la niña y la antorcha, hacia las profundidades de la tierra. Pasaron por otra bifurcación, después por otra, y al fin llegaron a una caverna del tamaño del salón principal de Invernalia, con dientes de piedra que colgaban del techo y se abrían paso desde el suelo. La mujercita de la capa de hojarasca se abrió camino entre ellos. De vez en cuando se paraba y los apremiaba haciendo señas con la antorcha. «Por aquí —parecía decir—, por aquí, por aquí, deprisa».

Encontraron más pasadizos y recovecos a ambos lados, y Bran oyó agua que goteaba hacia su derecha. Cuando miró en aquella dirección se encontró con ojos que los observaban, grandes ojos de pupila vertical que reflejaban la luz de la antorcha.

«Más hijos del bosque —se dijo—; nuestra guía no está sola». Pero también recordó la historia de la Vieja Tata sobre los que habían acompañado a Gendel.

Había raíces por todas partes: se retorcían entre tierra y piedras, cerraban algunos pasadizos y sostenían los techos de otros.

«Lo que no hay son colores —advirtió Bran. El mundo era de tierra negra y madera blanca. El árbol corazón de Invernalia tenía las raíces gruesas como los muslos de un gigante, pero aquellas lo eran más aún, y Bran nunca había visto tantas juntas—. Tiene que haber un bosque entero de arcianos justo encima de nosotros».

La luz se hizo más tenue. Al ser tan pequeña, la niña que no era niña se movía muy deprisa cuando quería. Algo crujió bajo los pies de Hodor, y se paró tan bruscamente que Meera y Jojen casi se estamparon contra su espalda.

—Huesos —dijo Bran—. Son huesos.

El suelo del túnel estaba cubierto de huesos de pájaros y otros animales. Pero también había otros, algunos tan grandes que por fuerza tenían que ser de gigante, y otros pequeños que podrían corresponder a niños. Bran vio una calavera de oso y otra de lobo; media docena de calaveras humanas y otras tantas de gigantes. Las demás eran pequeñas y de forma extraña.

«Hijos del bosque». Todas estaban rodeadas y atravesadas por raíces. Unos cuantos cuervos los observaron pasar con ojos negros brillantes, posados en algunas de ellas.

El último tramo de su oscuro viaje era el más empinado. Hodor realizó el descenso final de culo, deslizándose a trompicones en medio de un estrépito de huesos rotos, tierra suelta y gravilla. La mujer los esperaba al final de un puente natural que colgaba sobre un profundo abismo. Abajo, en la oscuridad, Bran oyó el sonido del agua al correr.

«Un río subterráneo».

—¿Tenemos que cruzar? —preguntó, mientras los Reed llegaban resbalando por la cuesta detrás de él. La idea lo aterrorizaba. Si Hodor perdía pie en aquel puente tan estrecho, los dos caerían y caerían.

—No, muchacho. Mira detrás de ti.

La mujer levantó un poco más la antorcha, y la luz pareció cambiar y transformarse. Durante un instante, las llamas fueron naranja y amarillas, y llenaron la caverna de un resplandor rojizo; después, todos los colores se apagaron y solo quedaron el blanco y el negro. Tras ellos, Meera ahogó un grito. Hodor se volvió.

Allí había un hombre pálido, vestido con ropa color ébano, inmerso en sus ensoñaciones y sentado en un nido enmarañado de raíces; un trono de arcianos entrelazados que lo abrazaban con sus atrofiados miembros como haría una madre con su hijo. Tenía el cuerpo tan esquelético y las vestiduras tan harapientas que, al principio, Bran pensó que era otro cadáver, un muerto que llevaba tanto tiempo allí sentado que habían crecido raíces sobre él, bajo él y a través de él. Lo que se podía ver de la piel era de color blanco, salvo por una mancha sangrienta que le subía del cuello a la mejilla. Tenía el pelo blanco, fino como las raíces de hierba, y tan largo que llegaba al suelo de tierra. Las raíces se le enredaban por las piernas como serpientes de madera. Una de ellas se había abierto camino a través de los calzones y la carne reseca del muslo, para aparecer de nuevo en el hombro. De su cráneo surgía una mata de hojas rojas, y tenía la frente cubierta de setas grises. Los restos de piel en la cara eran duros y tirantes como si fueran de cuero blanco, pero también parecían desgarrados, y aquí y allá se veían huesos marrones y amarillos.

—¿Eres el cuervo de tres ojos? —se oyó decir Bran.

«Un cuervo de tres ojos debería tener tres ojos. Él solo tiene uno, y es rojo». Bran sintió como aquel ojo lo miraba fijamente, brillante como un pozo de sangre a la luz de la antorcha. De la cuenca vacía donde debería haber estado el otro ojo crecía una delgada raíz blanca que bajaba por la mejilla hasta llegar al cuello.

—¿Un… cuervo? —La voz del hombre pálido sonaba seca. Movía los labios despacio, como si hubiera olvidado cómo se construían las palabras—. Lo fui, cierto. Negro mi atuendo y negra mi sangre. —La ropa que llevaba estaba podrida y descolorida, salpicada de musgo y carcomida por los gusanos, pero en otro tiempo había sido negra—. He sido muchas cosas, Bran. Ahora soy lo que ves, y entenderás por qué no podía llegar a ti…, salvo en sueños. Te he observado durante mucho tiempo; te he observado con mil ojos y uno más. Presencié tu nacimiento, y el de tu señor padre antes que el tuyo. Presencié tu primer paso, oí tu primera palabra, formé parte de tu primer sueño. Te vi caer. Y ahora, por fin, has venido a mí, Brandon Stark, aunque has tardado.

—Estoy aquí —dijo Bran—, pero estoy roto. ¿Podrías…? ¿Podrías curarme…? Quiero decir, ¿podrías curarme las piernas?

—No —dijo el hombre pálido—. Eso está fuera de mi alcance.

«Ha sido un viaje muy largo». Los ojos de Bran se llenaron de lágrimas. La estancia resonaba con el ruido del río negro.

—Nunca volverás a andar, Bran —dictaminaron los labios pálidos—. Pero volarás.