El príncipe dorniense tardó tres días en morir.
Exhaló el último aliento entrecortado en la negrura previa al amanecer, mientras la lluvia fría que caía siseando del cielo oscuro convertía en ríos las calles adoquinadas de la vetusta ciudad. El temporal había sofocado los incendios en su mayor parte, pero todavía se elevaban volutas de humo de las ruinas calcinadas de la pirámide de Hazkar, y la gran pirámide negra de Yherizan, donde Rhaegal tenía su guarida, se alzaba en la penumbra como una gorda engalanada con joyas brillantes y anaranjadas.
«Igual resulta que los dioses no están tan sordos —reflexionó ser Barristan Selmy al contemplar los rescoldos lejanos—. Si no fuera por la lluvia, el fuego ya habría consumido todo Meereen».
No vio ni rastro de los dragones, pero tampoco contaba con ello; no les gustaba la lluvia. Una fina raya roja señalaba el horizonte oriental, por donde pronto saldría el sol. Le recordó la primera sangre que manaba de una herida; a menudo, aunque el corte fuera profundo, llegaba antes que el dolor.
Inspeccionó el cielo desde el parapeto del escalón superior de la Gran Pirámide, como todas las mañanas. Aguardaba el amanecer con la esperanza de que la luz le devolviese a su reina.
«No puede habernos abandonado, nunca dejaría a su pueblo», se decía, cuando oyó los estertores del príncipe en las habitaciones de Daenerys.
Ser Barristan entró. La lluvia le chorreaba por la capa blanca, y las botas dejaban huellas húmedas en el suelo y las alfombras. Por orden suya, habían acostado a Quentyn Martell en la alcoba de la reina. Era un caballero, y un príncipe de Dorne por añadidura; al menos merecía morir en el lecho en pos del cual había recorrido medio mundo. El colchón, las sábanas, las mantas y las almohadas apestaban a sangre y a humo, y todo el lecho había quedado inservible, pero ser Barristan confiaba en que Daenerys lo perdonaría.
Missandei estaba a la cabecera de la cama; había permanecido con el príncipe día y noche, ocupada en atender las necesidades que lograba expresar, darle agua y la leche de la amapola cuando tenía fuerzas para beber, escuchar las pocas palabras que en ocasiones murmuraba tortuosamente, y leerle cuando se quedaba callado. Dormía en la silla, a su lado. Ser Barristan había pedido ayuda a los coperos de la reina, pero la visión del hombre quemado era insoportable hasta para los más audaces. Las gracias azules no habían acudido, pese a que las había mandado llamar en cuatro ocasiones; tal vez se las hubiera llevado a todas la yegua clara.
—Honorable señor. —La pequeña escriba naathi levantó la mirada al oír que se aproximaba—. El príncipe ya ha dejado atrás el dolor; sus dioses dornienses se lo han llevado a casa. ¿Lo veis? Está sonriendo.
«¿Cómo lo sabes? No tiene labios. —Habría sido más misericordioso que los dragones lo devorasen; al menos habría sido más rápido. En cambio, aquello…—. Es horrible morir quemado. No me extraña que haya tantos infiernos de fuego».
—Cúbrelo.
—¿Qué hacemos con él? —Missandei cubrió la cara del príncipe con la colcha—. Está tan lejos de casa…
—Me ocuparé de devolverlo a Dorne.
«Pero ¿cómo? ¿Sus cenizas?». Para eso hacía falta fuego, y ser Barristan no quería ni pensar en ello.
—Tendremos que descarnar los huesos; con escarabajos, nada de hervirlos. —En su tierra se habrían hecho cargo las hermanas silenciosas, pero estaban en la bahía de los Esclavos, a diez mil leguas de la más cercana—. Deberías irte a dormir, niña, en tu cama.
—Si perdonáis el atrevimiento, una cree que deberíais hacer lo mismo. Nunca dormís toda la noche.
«Desde hace ya muchos años, pequeña; desde el Tridente». El Gran Maestre Pycelle le había dicho en cierta ocasión que los viejos no necesitaban dormir tanto como los jóvenes, pero no se trataba solo de eso; había llegado a una edad en que se resistía a cerrar los ojos por miedo a no volver a abrirlos. Había quien deseaba morir en la cama, durmiendo, pero ese no era un final digno para un caballero de la Guardia Real.
—Las noches son muy largas —dijo a Missandei—, y el trabajo no termina nunca, ni en los Siete Reinos ni aquí. Pero ya has hecho bastante por ahora: ve a descansar.
«Y quieran los dioses que no sueñes con dragones».
Cuando la niña se hubo marchado, el anciano caballero retiró la colcha para observar por última vez el rostro de Quentyn Martell, o lo que quedaba de él. Había perdido tanta carne que se le veía el cráneo, y sus ojos eran charcos de pus.
«Debió quedarse en Dorne. Debió seguir siendo una rana. No todos los hombres están destinados a la danza de dragones».
Mientras lo cubría de nuevo, se preguntó si habría alguien que hiciera lo mismo por su reina, o si su cadáver yacería en la alta hierba del mar dothraki con los ojos ciegos fijos en el cielo, sin nadie que lo velara, hasta que la carne se desprendiera de los huesos.
—No —dijo en voz alta—. Daenerys no está muerta; cabalgaba a lomos del dragón, la vi con mis propios ojos —se había repetido un centenar de veces, aunque cada día le resultaba más difícil creerlo.
«Tenía el pelo en llamas. Estaba ardiendo… y, aunque no la vi caer, cientos de personas juran haberla visto».
La mañana avanzó sobre la ciudad. Seguía lloviendo, pero una tenue luz teñía el cielo oriental. Con el sol llegó el Cabeza Afeitada. Skahaz vestía su indumentaria acostumbrada: falda negra plisada, canilleras y coraza musculada, aunque bajo el brazo llevaba una máscara nueva: una cabeza de lobo con la lengua colgando.
—Así que ya se ha muerto ese imbécil, ¿eh? —dijo a modo de saludo.
—El príncipe Quentyn ha fallecido al despuntar el alba. —No lo sorprendió que Skahaz se hubiera enterado; las noticias viajaban deprisa en la pirámide—. ¿Se ha reunido el consejo?
—Aguarda abajo a que la mano se digne aparecer.
«No soy la mano —quería gritar una parte de él— y nunca quise serlo. No soy más que un caballero, el protector de la reina». Pero alguien debía asumir el gobierno con Daenerys desaparecida y el rey cargado de cadenas, y ser Barristan no se fiaba del Cabeza Afeitada.
—¿Se sabe algo de la gracia verde?
—Aún no ha regresado a la ciudad. —Skahaz se había opuesto a enviar a Galazza Galare, y a ella tampoco la entusiasmaba la misión; había accedido en aras de la paz, pero creía que Hizdahr zo Loraq era más indicado para tratar con los sabios amos. Sin embargo, ser Barristan no daba su brazo a torcer así como así, y al final, la gracia verde tuvo que agachar la cabeza y jurar que haría cuanto estuviera en su mano.
—¿Qué pasa en la ciudad? —preguntó Selmy.
—Todas las puertas están cerradas y atrancadas, como ordenasteis. Damos caza a todos los yunkios y mercenarios que puedan quedar dentro de las murallas, y los expulsamos o detenemos, pero a casi todos parece habérselos tragado la tierra. Están escondidos; en las pirámides, sin duda. Los Inmaculados patrullan la muralla y las torres, listos para responder en caso de asalto. Hay dos centenares de nobles reunidos en la plaza, con el tokar empapado por la lluvia, pidiendo a gritos una audiencia; exigen la liberación de Hizdahr y mi muerte, y que vos acabéis con los dragones, porque corre el rumor de que para eso están los caballeros. Todavía se siguen sacando cadáveres de la pirámide de Hazkar. Los grandes amos de Yherizan y Uhlez han abandonado las suyas a merced de los dragones.
—¿Y el recuento de asesinatos? —Ser Barristan ya sabía todo lo demás, pero temía formular aquella pregunta.
—Veintinueve.
—¿Veintinueve? —La cifra superaba sus peores temores. Los Hijos de la Arpía habían reanudado su guerra encubierta dos días atrás, con tres muertes la primera noche y nueve la segunda, pero pasar de nueve a veintinueve en una sola noche…
—Habrán superado la treintena antes del mediodía. ¿A qué viene esa cara tan triste, viejo? ¿Qué esperabais? La Arpía quiere la liberación de Hizdahr, de modo que ha enviado a sus hijos de vuelta a la calle, cuchillo en mano. Todos los muertos son libertos y cabezas afeitadas, igual que antes. Uno era de los míos, una bestia de bronce. Junto a todos los cadáveres estaba la marca de la Arpía, pintada con tiza en el suelo o marcada en la pared. También había mensajes: «Muerte a los dragones» y «Harghaz el Héroe»; antes de que la lluvia lo borrase, también se vio algún «Muerte a Daenerys».
—El impuesto de sangre…
—Recolectaremos dos mil novecientas monedas de oro por pirámide, sí —refunfuñó Skahaz—, pero la Arpía no se detendrá por un puñado de calderilla; eso solo se logrará con sangre.
«Otra vez el asunto de los rehenes. Si le dejase, los mataría uno por uno».
—¿No os cansáis de repetirlo? Os he oído las cien primeras veces. No.
—La mano de la reina —masculló Skahaz—. Más bien parecéis la mano de una vieja, débil y arrugada. Rezo por que Daenerys vuelva pronto a nuestro lado. —Se cubrió la cara con la máscara de lobo—. Vuestro consejo aguarda impaciente.
—Es el consejo de la reina, no el mío. —Selmy se cambió la capa húmeda por otra seca y se abrochó el cinto de la espada antes de seguir al Cabeza Afeitada escaleras abajo.
Aquella mañana no había peticionarios en la sala de las columnas. Pese a haber aceptado el título de mano, ser Barristan jamás se atrevería a convocar una audiencia sin la reina, ni estaba dispuesto a permitírselo a Skahaz mo Kandaq. Había retirado los grotescos tronos de dragón de Hizdahr, pero tampoco había vuelto a instalar el sencillo banco con cojines que usaba Daenerys, sino que instaló una gran mesa redonda en el centro de la sala, rodeada de sillas altas, para que los hombres se sentaran a hablar de igual a igual.
Se pusieron en pie cuando bajó ser Barristan por la escalera de mármol, con Skahaz el Cabeza Afeitada a su lado. Estaba Marselen, de los Hombres de la Madre, y Symon Espalda Lacerada, de los Hermanos Libres. Los Escudos Fornidos habían nombrado un nuevo comandante, un isleño del Verano de piel negra llamado Tal Toraq, puesto que la yegua clara se había llevado a Mollono Yos Dob, su antiguo capitán. También había acudido Gusano Gris, de los Inmaculados, acompañado de tres sargentos eunucos con casco de bronce rematado en una púa. Representaban a los Cuervos de Tormenta dos mercenarios veteranos: un arquero llamado Jokin y un hombre avinagrado y surcado de cicatrices que luchaba con hacha, al que se conocía como el Viudo. Habían asumido el mando de la compañía en ausencia de Daario Naharis. La mayor parte del khalasar de la reina, con Aggo y Rakharo, había partido al mar dothraki en su búsqueda, pero el bizco y patizambo jaqqa rhan Rommo estaba presente para hablar en nombre de los jinetes que quedaban.
En el lado de la mesa opuesto al de ser Barristan se habían sentado cuatro de los antiguos guardias del rey Hizdahr: los luchadores de las arenas Goghor el Gigante, Belaquo Rompehuesos, Camarron de la Cuenta y el Gato Moteado. Selmy había insistido en que asistiesen, pese a las objeciones del Cabeza Afeitada. No podían olvidar que habían ayudado a Daenerys Targaryen a tomar la ciudad. Tal vez fuesen unos brutos sanguinarios, pero habían demostrado lealtad, a su manera. Al rey Hizdahr, cierto, pero también a la reina.
Por último, Belwas el Fuerte entró en la sala con pasos retumbantes.
El eunuco había mirado a la muerte tan de cerca que podría haberla besado en los labios, y eso lo había marcado. Parecía haber adelgazado una arroba, y la piel morena que antes se tensaba sobre el voluminoso torso, atravesada por un centenar de viejas cicatrices, colgaba en pliegues sueltos, flácida y temblorosa, como una túnica demasiado grande. También caminaba más despacio y parecía algo inseguro. Aun así, su aparición alegró el corazón del anciano caballero; Belwas y él habían cruzado el mundo juntos, y sabía que podía confiar en él si se desenvainaban las espadas.
—Nos alegramos de que hayas podido venir, Belwas.
—Barbablanca —saludó Belwas con una sonrisa—, ¿dónde está el hígado encebollado? Belwas ya no está tan fuerte como antes, necesita comer, hacerse grande otra vez. Alguien hizo enfermar a Belwas, alguien debe morir.
«Alguien morirá; seguramente, muchos».
—Siéntate, amigo mío. —Ser Barristan esperó a que Belwas se sentara y se cruzara de brazos, y prosiguió—. Quentyn Martell ha fallecido esta mañana, antes del alba.
—El jinete de dragones —interrumpió el Viudo con una risotada.
—El imbécil, lo llamaría yo —repuso Symon Espalda Lacerada.
«Di más bien el chiquillo». Ser Barristan no había olvidado sus propias locuras de juventud.
—No habléis mal de los muertos; el príncipe ha pagado un precio espantoso por sus actos.
—¿Qué pasa con los otros dornienses? —preguntó Tal Toraq.
—De momento están presos. —Los dornienses no habían ofrecido ninguna resistencia; cuando llegaron las bestias de bronce, Archibald Yronwood sostenía el cuerpo abrasado y humeante de Quentyn Martell. Tenía las manos quemadas porque las había usado para apagar las llamas que devoraban a su príncipe. Gerris Drinkwater estaba junto a ellos con la espada desenvainada, pero la depuso al ver a las langostas—. Comparten celda.
—Que compartan horca —dijo Symon Espalda Lacerada—. Han soltado dos dragones por la ciudad.
—Abrid los reñideros y dadles espadas —suplicó el Gato Moteado—. Los mataré a los dos mientras Meereen me aclama.
—Las arenas de combate permanecerán cerradas —repuso Selmy—. La sangre y la algarabía podrían atraer a los dragones.
—Puede que a los tres —apuntó Marselen—. Si la bestia negra acudió una vez, ¿por qué no va a volver? Esta vez con nuestra reina.
«O sin ella». Ser Barristan estaba seguro de que, si Drogon regresaba a Meereen y Daenerys no iba montada en su lomo, la ciudad estallaría en sangre y fuego. Hasta los hombres sentados a aquella mesa empuñarían los cuchillos unos contra otros. Daenerys Targaryen sería solo una niña, pero era lo único que los mantenía unidos.
—Su alteza volverá cuando vuelva —declaró ser Barristan—. Hemos llevado mil ovejas al Reñidero de Daznak; el de Ghrazz lo hemos llenado de bueyes, y las Arenas Doradas, de animales que había traído Hizdahr zo Loraq para los juegos. —Por el momento, los dragones mostraban preferencia por el cordero, ya que volvían a Daznak cada vez que tenían hambre. Ser Barristan no había recibido noticia alguna de que se dedicaran a cazar hombres, dentro o fuera de la ciudad. Los únicos meereenos que habían matado los dragones desde Harghaz el Héroe habían sido unos esclavistas que habían cometido la estupidez de enfrentarse a Rhaegal cuando se disponía a establecer su guarida en la pirámide de Hazkar—. Tenemos asuntos más apremiantes que tratar: he enviado a la gracia verde a negociar con los yunkios la liberación de nuestros rehenes, y está previsto que nos traiga la respuesta al mediodía.
—Palabras —señaló el Viudo—. Los cuervos de tormenta conocen a los yunkios; tienen por lengua gusanos que se retuercen según sople el viento. La gracia verde volverá con palabras de gusano, no con el capitán.
—Ruego a la mano de la reina que recuerde que los sabios amos retienen también a nuestro Héroe —intervino Gusano Gris—. Y al señor de los caballos Jhogo, jinete de sangre de la reina.
—Sangre de su sangre —asintió el dothraki Rommo—. El honor del khalasar exige que sea puesto en libertad.
—Lo liberaremos —prometió ser Barristan—, pero antes debemos esperar por si la gracia verde logra…
—¡La gracia verde no va a lograr nada! —gritó Skahaz el Cabeza Afeitada, y acompañó las palabras con un puñetazo en la mesa—. Puede que esté conspirando con los yunkios en este preciso momento. ¿Negociar, habéis dicho? ¿Qué tipo de acuerdo?
—Un rescate —respondió ser Barristan—. El peso de cada hombre en oro.
—Los sabios amos no necesitan nuestro oro —intervino Marselen—. Son más ricos que vuestros señores de Poniente.
—Pero sus mercenarios lo querrán. ¿Qué significan para ellos los rehenes? He dado instrucciones a la gracia verde de no presentar la oferta hasta que estén reunidos todos los comandantes. Si los yunkios se niegan, se creará una escisión entre ellos y sus espadas a sueldo.
«O eso espero. —La táctica había sido idea de Missandei; a él no se le habría ocurrido jamás. En Desembarco del Rey, los sobornos eran la especialidad de Meñique, mientras que lord Varys se encargaba de fomentar la división entre los enemigos de la corona. Sus obligaciones eran más sencillas—. Tiene once años, pero es tan inteligente como la mitad de los presentes juntos, y más sensata que ninguno de ellos».
—Aun así, la rechazarán —insistió Symon Espalda Lacerada—. Exigirán la muerte de los dragones y la reinstitución del rey.
—Rezo por que estéis equivocado.
«Aunque me temo que tienes razón».
—Vuestros dioses están demasiado lejos, ser Abuelo —le recordó el Viudo—; no creo que oigan vuestras plegarias. ¿Qué haréis cuando la vieja vuelva del campamento yunkio con el recado de escupiros en el ojo?
—Sangre y fuego —dijo Barristan Selmy en voz bajísima.
Todos enmudecieron.
—¡Mejor que hígado y cebolla! —Belwas el Fuerte rompió el silencio al tiempo que se palmeaba el vientre.
—¿Estáis dispuesto a quebrantar la paz del rey Hizdahr, viejo? —preguntó Skahaz el Cabeza Afeitada con la mirada fija en él a través de los ojos de la máscara de lobo.
—Estoy dispuesto a hacerla añicos. —Mucho tiempo atrás, un príncipe lo había llamado Barristan el Bravo; una parte de aquel muchacho continuaba viva dentro de él—. Hemos construido una almenara en la pirámide, en el lugar donde se alzaba la arpía. Madera seca empapada en aceite, protegida contra la lluvia. Si llega el momento, y rezo para que no llegue, encenderemos el fuego; las llamas serán la señal para salir de la ciudad y atacar. Hasta el último de vuestros hombres deberá tomar parte, así que todos deben estar preparados en cualquier momento del día o de la noche. Destruiremos al enemigo, o moriremos en el intento. —Hizo una seña a sus escuderos para que se acercaran—. He preparado unos mapas que muestran la disposición de nuestros enemigos: campamentos, trabuquetes y líneas de asedio. Si conseguimos romper las defensas de los esclavistas, los mercenarios los abandonarán. Sé que tenéis dudas y preocupaciones; exponedlas aquí y ahora. Cuando nos levantemos de esta mesa, debe ser con una sola opinión y un propósito común.
—Entonces será mejor que traigan comida y bebida —le propuso Symon Espalda Lacerada—, porque nos va a llevar un buen rato.
Les llevó el resto de la mañana y la mayor parte de la tarde. Los capitanes y comandantes discutían sobre los mapas como verduleras sobre una cesta de coles. Los puntos fuertes y los débiles, la mejor forma de aprovechar a su pequeña compañía de arqueros, si era mejor mandar a los elefantes a romper las líneas yunkias o mantenerlos en reserva, quién tendría el honor de capitanear la primera carga, si sería más conveniente desplegar la caballería por los flancos o conservarla en vanguardia…
Ser Barristan dejó que cada uno diese su opinión. Tal Toraq era partidario de marchar sobre Yunkai tras haber atravesado las líneas enemigas; la Ciudad Amarilla estaría casi indefensa, de modo que los yunkios no tendrían más remedio que levantar el asedio y continuar. El Gato Moteado proponía desafiar al enemigo a que enviase un campeón que se le enfrentase en combate singular; Belwas el Fuerte estaba de acuerdo, pero insistía en que debía luchar él, no el Gato. Camarron de la Cuenta explicó su plan para apoderarse de los barcos atracados en el río y transportar por el Skahazadhan a tres centenares de luchadores de las arenas sorteando la retaguardia yunkia. Todos coincidían en que los Inmaculados eran sus mejores soldados, pero no se ponían de acuerdo sobre la forma de desplegarlos. El Viudo quería utilizarlos como puño de hierro para aplastar el corazón de las defensas yunkias; Marselen opinaba que los eunucos estarían mejor situados en los extremos de la línea principal de batalla, donde podrían repeler cualquier intento del enemigo de rodear sus flancos. Symon Espalda Lacerada proponía que se dividiesen y se repartiesen entre las tres compañías de libertos; aseguraba que sus Hermanos Libres eran valientes y estaban dispuestos para la lucha, pero sin el refuerzo de los Inmaculados, temía que sus inexpertas tropas careciesen de la disciplina necesaria para enfrentarse a mercenarios curtidos en el combate. Gusano Gris dijo únicamente que los Inmaculados obedecerían cualquier orden que se les diese.
Cuando todo quedó dicho, debatido y decidido, Symon Espalda Lacerada planteó una última cuestión:
—Cuando era esclavo en Yunkai ayudaba a mi amo a negociar con las compañías libres y me ocupaba de pagarles el salario. Conozco a los mercenarios, y sé que los yunkios nunca podrán pagarles lo suficiente para que se enfrenten al fuego de dragón. Así que os pregunto: si la paz se rompiese y comenzase la batalla, ¿acudirían los dragones? ¿Se unirían a la lucha?
«Acudirán —pudo haber respondido ser Barristan—. El alboroto, los gritos y alaridos, el olor de la sangre los atraerán al campo de batalla, como el clamor del Reñidero de Daznak atrajo a Drogon a las arenas escarlata. Pero cuando lleguen, ¿distinguirán entre un bando y otro?». Lo dudaba, así que se guardó sus pensamientos.
—No sabemos qué harán los dragones. Si vienen, puede que la sombra de sus alas baste para desalentar a los esclavistas y ponerlos en fuga. —Tras esas palabras, les agradeció su presencia y les dio permiso para retirarse. Gusano Gris se quedó después de que todos se hubieran marchado.
—Unos estarán preparados cuando se encienda la hoguera en la almenara; pero, sin duda, la mano sabe que, cuando ataquemos, los yunkios matarán a los rehenes.
—Haré cuanto esté en mi mano para impedirlo, amigo mío. Se me ha ocurrido… cierta idea. Pero te ruego que me disculpes; ya va siendo hora de que los dornienses se enteren de que su príncipe ha muerto.
—Uno obedece —repuso Gusano Gris con una inclinación de cabeza.
Ser Barristan bajó a las mazmorras en compañía de dos de sus caballeros recién armados. El dolor y la culpa podían enloquecer a hombres buenos, y Archibald Yronwood y Gerris Drinkwater habían sido responsables en parte de la muerte de su amigo. Cuando llegó a la celda, ordenó a Tum y al Cordero Rojo que esperasen fuera y entró a solas, para informarlos de que el príncipe había dejado de sufrir.
Ser Archibald, el grandullón calvo, no dijo nada; se sentó en el camastro y se quedó mirándose fijamente las manos vendadas con tiras de lino. Ser Gerris dio un puñetazo a la pared.
—¡Le dije que era una locura! Le rogué que volviésemos a casa. Cualquiera se habría dado cuenta de que esa zorra de reina no quería saber nada de él. Cruzó el mundo para ofrecerle su amor y lealtad, y ella se echó a reír.
—No se rió —objetó Selmy—. Si la conocieseis, lo sabríais.
—Lo desdeñó; él le ofreció su corazón, y ella se lo tiró a la cara y se largó a follar con su mercenario.
—Será mejor que contengáis esa lengua. —A ser Barristan no le caía bien Gerris Drinkwater, y no estaba dispuesto a permitirle que vilipendiase a Daenerys—. El príncipe fue el causante de su propia muerte, y vosotros también.
—¿Nosotros? ¿Qué hicimos nosotros? Es cierto que Quentyn era nuestro amigo, y tal vez estuviese un poco loco, como todos los soñadores, pero ante todo era nuestro príncipe. Le debíamos obediencia.
Barristan Selmy no pudo llevarle la contraria; se había pasado la mayor parte de la vida obedeciendo órdenes de locos y borrachos.
—Llegó demasiado tarde.
—Le ofreció su corazón —repitió ser Gerris.
—Lo que necesitaba eran espadas, no corazones.
—También le habría ofrecido las lanzas de Dorne.
—Ojalá hubiese sido así. —Nadie había deseado con más fervor que Selmy que Daenerys se inclinase por el príncipe dorniense—. Pero cuando llegó era tarde, y todo lo que hizo…, comprar mercenarios, soltar dos dragones en la ciudad…, fue una locura. Peor que locura: traición.
—Lo hizo por amor a la reina Daenerys —insistió Gerris Drinkwater—; para demostrar que era digno de su mano.
—Lo hizo por Dorne —replicó el anciano caballero, que ya se había hartado de oírlo—. ¿Me tomáis por un viejo chocho? Me he pasado la vida rodeado de reyes, reinas y princesas. Lanza del Sol pretende alzarse en armas contra el Trono de Hierro. No, no os molestéis en negarlo; Doran Martell no es hombre que reúna sus lanzas sin esperanza de victoria. Lo que trajo aquí al príncipe Quentyn fue el deber; eso y el honor, y la sed de gloria…, no el amor. Quentyn vino por los dragones, no por Daenerys.
—Vos no lo conocíais. Era…
—¡Ha muerto, Manan! —Yronwood se puso en pie—. Las palabras no nos lo devolverán. Cletus y Will también han muerto, así que cierra la puta boca antes de que te la cierre yo de un puñetazo. —El corpulento caballero se volvió hacia Selmy—. ¿Qué vais a hacer con nosotros?
—Skahaz el Cabeza Afeitada quiere colgaros por haber matado a cuatro de los suyos; hombres de la reina. Dos eran libertos que habían seguido a su alteza desde Astapor.
—Ah, sí, los hombres bestia. —Yronwood no parecía sorprendido—. Yo solo maté a uno, al de cabeza de basilisco. Los mercenarios se encargaron del resto, aunque ya sé que da lo mismo.
—Teníamos que proteger a Quentyn —intervino ser Gerris—. Debíamos…
—Cállate, Manan; ya lo sabe. —El grandullón volvió a dirigirse a ser Barristan—. Si tuvierais intención de ahorcarnos, no habríais venido a hablar, así que tenéis otros planes, ¿verdad?
—Así es. —«Puede que no sea tan corto de entendederas como parece»—. Me seréis más útiles vivos que muertos. Servidme, y cuando todo haya acabado os conseguiré un barco para regresar a Dorne y llevar los huesos del príncipe Quentyn a su señor padre.
—¿Por qué siempre en barco? —dijo ser Archibald con un gesto de disgusto—. Pero es verdad, alguien tiene que llevar a Quent a casa. ¿Qué queréis de nosotros, caballero?
—Vuestras espadas.
—Ya tenéis espadas a millares.
—Los libertos de la reina aún no han probado la sangre; en los mercenarios no confío; los Inmaculados son soldados valientes…, pero no son guerreros. No son caballeros. —Hizo una pausa—. Decidme, ¿qué ocurrió cuando tratasteis de llevaros a los dragones?
Los dornienses cruzaron una mirada. Al final fue Gerris Drinkwater el que habló:
—Quentyn le aseguró al Príncipe Desharrapado que podría controlarlos, que tenía sangre Targaryen.
—La sangre del dragón.
—Sí. Los mercenarios tenían que ayudarnos a encadenar a los dragones para llevarlos al puerto.
—Harapos había conseguido un barco —continuó Yronwood—. Grande, por si conseguíamos capturar a los dos. Y Quent iba a montar a uno. —Se miró las manos vendadas—. Pero en cuanto entramos fue evidente que no podía funcionar. Los dragones eran demasiado fieros. Las cadenas… Había trozos de cadenas por todas partes, eslabones del tamaño de una cabeza esparcidos entre todos esos huesos quebrados y astillados. Y Quent, que los Siete lo tengan en su gloria, parecía a punto de cagarse en los calzones. Daggo y Meris no estaban ciegos, ellos también se dieron cuenta. Pero, entonces, un ballestero disparó. Puede que tuvieran intención de matarlos desde el principio y nos utilizaran para llegar a ellos; con Remiendos nunca se sabe. Se mire como se mire, no fue buena idea; la saeta solo sirvió para enfurecer a los dragones, y no es que antes estuviesen de muy buen humor. A partir de ahí… todo salió mal.
—Y los hijos del viento se esfumaron —dijo ser Gerris—. Quentyn gritaba, envuelto en llamas, y Daggo, Meris la Bella y todos los demás, menos el muerto, se habían escabullido.
—Ah, Manan, ¿qué esperabas? Los gatos matan ratones, los cerdos se revuelcan en la mierda y los mercenarios salen corriendo cuando más falta hacen. No los culpes, solo es la naturaleza de esas bestias.
—Tiene razón —opinó ser Barristan—. ¿Qué le había prometido Quentyn al Príncipe Desharrapado a cambio de la ayuda?
No obtuvo respuesta. Ser Gerris miró a ser Archibald; ser Archibald se miró las manos, luego el suelo, luego la puerta.
—Pentos —comprendió ser Barristan—. Le prometió Pentos. Decidlo; nada de lo que digáis puede ya ayudar ni perjudicar al príncipe Quentyn.
—Sí —convino ser Archibald con tristeza—. Fue Pentos. Los dos dejaron sus marcas en un papel.
«Esta puede ser la oportunidad».
—Todavía tenemos a los falsos desertores de los hijos del viento en las mazmorras.
—Los recuerdo —dijo Yronwood—. Hungerford, Heno y esa panda. Algunos no eran malos tipos, para ser mercenarios. Otros, bueno…, digamos que no se pierde nada con matarlos. ¿Qué pasa con ellos?
—Voy a devolvérselos al Príncipe Desharrapado, y a vosotros con ellos. Seréis dos entre miles; vuestra presencia pasará inadvertida en el campamento yunkio. Quiero que le entreguéis un mensaje: decidle que os envío en nombre de la reina; decidle que pagaremos su precio si nos devuelve a los rehenes ilesos y de una pieza.
—Remiendos no aceptará; lo más probable es que nos ponga en manos de Meris la Bella —dijo ser Archibald con el entrecejo fruncido.
—¿Por qué no? Es bien sencillo. —«Comparado con robar dragones»—. Yo rescaté al padre de la reina del Valle Oscuro.
—En Poniente —objetó Gerris Drinkwater—. Esto es Meereen, y Arch ni siquiera puede sostener la espada con esas manos.
—No le hará falta; tendréis a los mercenarios de vuestra parte, a no ser que haya juzgado mal al Príncipe Desharrapado.
—¿Podéis concedernos un rato para decidirlo? —pidió Gerris Drinkwater, mientras se echaba hacia atrás la mata de pelo dorado por el sol.
—No —contestó Selmy.
—Estoy dispuesto —se ofreció ser Archibald—, siempre que no haya que montar en ningún puto barco. Y Manan también —aseguró con una sonrisa—. Aún no lo sabe, pero ya se enterará.
Y así quedó resuelto.
«Por lo menos, la parte fácil», pensó Barristan Selmy durante la larga subida hacia la cúspide de la pirámide. La parte difícil la había dejado en manos de los dornienses, aunque su abuelo se habría horrorizado. Eran caballeros, al menos formalmente, aunque solo Yronwood parecía hecho de verdadero acero; Gerris Drinkwater no era más que una cara bonita con lengua locuaz y una hermosa cabellera.
Cuando el anciano caballero llegó a las habitaciones de la reina ya habían retirado el cadáver del príncipe Quentyn, y seis jóvenes coperos se entretenían con un juego infantil: sentados en círculo, hacían girar por turnos un puñal y, cuando se detenía, le cortaban un mechón de pelo al que estuviese en la dirección en que apuntase. De pequeño, ser Barristan jugaba a algo parecido con sus primos, en Torreón Cosecha…, aunque, si no recordaba mal, en Poniente la cosa iba de besos.
—Bhakaz, una copa de vino, si eres tan amable; Grazhar, Azzak, haceos cargo de la puerta. Espero la visita de la gracia verde; hacedla pasar en cuanto llegue, pero que no se me moleste por ningún otro motivo.
—Como ordenéis, lord mano —respondió Azzak, que se había levantado a toda prisa.
Ser Barristan salió a la terraza. Había dejado de llover, aunque el sol seguía oculto tras una barrera de nubes gris pizarra en su descenso hacia la bahía de los Esclavos. De las piedras ennegrecidas de la pirámide de Hazkar aún se elevaban volutas de humo, retorciéndose como cintas al viento. A lo lejos, al este, más allá de la muralla, vio unas alas blanquecinas que se movían sobre una hilera de colinas. Viserion estaba de caza, o tal vez volaba por simple placer. Se preguntó dónde estaría Rhaegal; hasta entonces, el dragón verde había demostrado ser más peligroso que el blanco.
Cuando Bhakaz le llevó el vino, bebió un largo trago y mandó al chico a por agua. Un par de copas de vino podía ayudarlo a conciliar el sueño, pero tenía que estar despejado cuando volviese Galazza Galare de negociar con el enemigo, así que se lo tomó muy aguado. El mundo fue oscureciéndose a su alrededor. Estaba muy cansado y lleno de dudas. Los dornienses, Hizdahr, Reznak, el ataque… ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿Era aquello lo que Daenerys habría querido?
«No estoy hecho para esto». No era el primer hombre de la Guardia Real que asumía el cargo de mano, pero sí uno de los pocos. Había leído la historia de sus predecesores en el Libro Blanco, y se preguntaba si se habrían sentido tan confusos y perdidos como él.
—Lord mano. —Grazhar estaba en la puerta y sostenía un cirio—. Ha llegado la gracia verde, y queríais que os avisara.
—Hazla pasar, y enciende unas velas.
Galazza Galare llegó acompañada de cuatro gracias rosa; Selmy no pudo por menos que admirar el halo de sabiduría y dignidad que la rodeaba.
«Esta mujer es fuerte, y ha sido una amiga fiel para Daenerys».
—Lord mano —saludó con el rostro oculto por un velo verde de tela brillante—. ¿Puedo sentarme? Tengo los huesos viejos y cansados.
—Grazhar, trae una silla para la gracia verde. —Las gracias rosa se desplegaron detrás de ella, con la cabeza gacha y las manos entrelazadas en el regazo—. ¿Puedo ofreceros algún refrigerio?
—Os estaría muy agradecida, ser Barristan. Tengo la garganta seca de tanto hablar. ¿Tenéis zumo?
—Lo que deseéis. —Llamó a Kezmya y le pidió una jarra de zumo de limón endulzado con miel. La sacerdotisa tuvo que apartarse el velo para beberlo, y Selmy recordó entonces lo vieja que era: lo sobrepasaba en veinte años, si no más—. Si la reina estuviese aquí, sé que también os daría las gracias por todo lo que habéis hecho por nosotros.
—Su magnificencia siempre ha sido muy gentil. —Galazza Galare se terminó la bebida y volvió a cubrirse con el velo—. ¿Tenemos noticias de nuestra dulce reina?
—Ninguna, por el momento.
—Rezaré por ella. Y, si me permitís la audacia, ¿qué hay del rey Hizdahr? ¿Se me permitirá ver a su esplendor?
—Muy pronto, espero. Os garantizo que no ha sufrido ningún daño.
—Me alegra oír eso. Los sabios amos de Yunkai se interesaron por él; no os sorprenderá saber que quieren que se reinstituya de inmediato al noble Hizdahr en el lugar que le corresponde.
—Así será, si se demuestra que no atentó contra la vida de la reina. Hasta entonces, un consejo de hombres leales y justos gobernará Meereen, y hay un sitio para vos. Sé que tenéis mucho que enseñarnos, vuestra benevolencia, y necesitamos vuestra sabiduría.
—Me temo que me aduláis con cortesías vacuas, lord mano —replicó la gracia verde—. Si de verdad me consideráis sabia, hacedme caso ahora: liberad al noble Hizdahr y devolvedle su trono.
—Solo la reina puede devolvérselo.
—La paz que forjamos con tanto trabajo se agita como una hoja a merced del viento de otoño. —Tras el velo, la gracia verde suspiró—. Vivimos días aciagos. La muerte acecha en nuestras calles, a lomos de la yegua clara de la tres veces maldita Astapor. Los dragones rondan por el cielo y devoran la carne de los niños. Cientos de personas embarcan hacia Yunkai, Tolos, Qarth o cualquier otro lugar donde puedan encontrar refugio. La pirámide de Hazkar se ha derrumbado y ahora es una ruina humeante, y muchos descendientes de su antiguo linaje yacen bajo las piedras calcinadas. Las pirámides de Uhlez y Yherizan se han convertido en guaridas de monstruos, y sus amos, en mendigos sin techo. Mi pueblo ha perdido toda esperanza y dado la espalda a los mismísimos dioses, y pasa las noches entregado a la bebida y el fornicio.
—Y al asesinato. Esta noche, los Hijos de la Arpía han dejado treinta víctimas.
—Me duele oír eso. Razón de más para liberar al noble Hizdahr zo Loraq, que fue capaz de detener la matanza.
«¿Y cómo lo consiguió, a menos que sea la propia Arpía?».
—Su alteza contrajo matrimonio con Hizdahr zo Loraq, lo hizo su rey y consorte y restauró el arte mortal porque él se lo pidió. A cambio, él le dio langostas envenenadas.
—A cambio le dio la paz. Por favor, caballero, no la desdeñéis. La paz es una perla de valor incalculable. Hizdahr es un Loraq; nunca se mancharía las manos de veneno. Es inocente.
—¿Por qué estáis tan segura?
«A lo mejor porque sabéis quién es el envenenador».
—Me lo han dicho los dioses de Ghis.
—Mis dioses son los Siete, y guardan silencio. ¿Habéis presentado mi oferta, sabiduría?
—A todos los señores y capitanes de Yunkai, como pedisteis… Pero me temo que no os gustará la respuesta.
—¿Se han negado?
—En efecto. Dicen que no hay oro que pueda comprar el regreso de los vuestros, solo la sangre de los dragones.
Ser Barristan se lo esperaba, pero había albergado esperanzas de equivocarse. Apretó los labios.
—Sé que no son las palabras que deseabais oír —señaló Galazza Galare—, aunque he de decir que lo entiendo. Esos dragones son bestias malignas. Yunkai los teme… y con razón, no podéis negarlo. Nuestras historias hablan de los señores de los dragones de la terrible Valyria y de la desolación que llevaron a las gentes del Antiguo Ghis. Hasta vuestra joven reina, la hermosa Daenerys, que se hacía llamar Madre de Dragones… Aquel día, en la fosa, la vimos arder. Ni siquiera ella se libró de la ira de los dragones.
—Su alteza no… No…
—Está muerta, y quieran los dioses otorgarle un dulce sueño. —Las lágrimas brillaron tras el velo—. Que mueran también sus dragones.
Selmy trataba de hallar una respuesta cuando oyó unas fuertes pisadas. La puerta se abrió de golpe, y Skahaz mo Kandaq irrumpió en la estancia con cuatro bestias de bronce. Cuando Grazhar trató de cortarle el paso, lo apartó de un empellón.
—¿Qué ocurre? —Ser Barristan se incorporó de un salto.
—¡Los trabuquetes! —bramó el Cabeza Afeitada—. ¡Los seis!
—Así es como responde Yunkai a vuestra oferta. —Galazza Galare se levantó—. Os advertí que no os gustaría la respuesta.
«De modo que eligen la guerra. Pues la tendrán». Ser Barristan sintió un extraño alivio; la guerra era algo que entendía.
—Si creen que pueden vencer a Meereen lanzando piedras…
—No lanzan piedras. —La voz de la anciana estaba impregnada de pesar, de miedo—. Lanzan cadáveres.