Jon (13)

—Pues que se mueran —dijo la reina Selyse. Jon no esperaba otra respuesta.

«A la hora de decepcionar, esta reina no falla». Pero eso no amortiguaba el golpe.

—Alteza —insistió—, en Casa Austera hay miles de personas que no tienen comida. Hay muchas mujeres…

—… y niños, ya. Una pena. —La reina atrajo a su hija hacia sí y la besó en la mejilla. «La que no está afectada por la psoriagrís», observó Jon—. Lamentamos la suerte de los pequeños, claro que sí, pero debemos ser sensatos. No tenemos con qué alimentarlos, y son demasiado pequeños para ayudar a mi esposo, el rey, en sus guerras. Más vale que renazcan en la luz.

Solo era una forma un poco más comedida de decir: «Pues que se mueran».

La estancia estaba abarrotada. La princesa Shireen estaba al lado de su madre, con Caramanchada cruzado de piernas en el suelo. Tras la reina se encontraba ser Axell Florent. Melisandre de Asshai estaba más cerca del fuego, y el rubí que llevaba al cuello latía al ritmo de su respiración. La mujer roja también tenía su escolta: el escudero Devan Seaworth y dos guardias que el rey había dejado a su cargo.

Los protectores de la reina Selyse se habían situado a lo largo de las paredes de la habitación, una hilera de caballeros deslumbrantes: ser Malegom, ser Benethon, ser Narbert, ser Patrek, ser Dorden y ser Brus. Con el Castillo Negro atestado de salvajes sedientos de sangre, Selyse no se separaba de sus escudos juramentados de día ni de noche. Al enterarse, Tormund Matagigantes había estallado en carcajadas.

—Tiene miedo de que la violen, ¿eh? Espero que no le hayas dicho lo grande que la tengo, Jon Nieve, eso asustaría a cualquier mujer. Siempre he querido una con bigote. —Pasó largo rato riendo.

«Seguro que ahora no se reiría tanto». Jon ya había perdido bastante tiempo.

—Siento haber molestado a vuestra alteza. La Guardia de la Noche se encargará de este asunto.

—Seguís teniendo la intención de ir a Casa Austera —resopló la reina—. Lo veo en vuestra expresión. He dicho que los dejéis morir, pero no cejáis en esta locura. No lo neguéis.

—Debo hacer lo que me parezca apropiado. Con todos mis respetos, alteza, el Muro está en mis manos, y esta decisión, también.

—Es cierto —reconoció Selyse—, y ya rendiréis cuentas cuando vuelva el rey. Por esta y por otras decisiones que habéis tomado, me temo. Pero ya veo que sois inmune al sentido común. Haced lo que queráis.

—Lord Nieve, ¿quién estará al mando de la expedición? —preguntó ser Malegom.

—¿Os estáis ofreciendo?

—¿Tengo cara de idiota?

Caramanchada se levantó de un salto.

—¡Yo estaré al mando! —Sus cascabeles resonaron alegremente—. Nos adentraremos en el mar y luego saldremos. Bajo las olas montaremos en caballitos de mar, y las sirenas soplarán caracolas para anunciar nuestra llegada, je, je, je.

Todos rieron, e incluso la reina Selyse se permitió esbozar una escueta sonrisa. A Jon no le hizo tanta gracia.

—Nunca pediría a mis hombres que hagan nada a lo que yo no esté dispuesto. Encabezaré la expedición.

—Sois muy valiente —dijo la reina—. Está bien, lo aprobamos. Algún día, un bardo compondrá una canción conmovedora sobre vos, y tendremos un lord comandante más prudente. —Tomó un trago de vino—. Hablemos de otros asuntos. Axell, trae al rey de los salvajes, por favor.

—Ahora mismo, alteza.

Ser Axell salió por una puerta y al rato volvió con Gerrick Sangrerreal.

—Gerrick de la casa Barbarroja —anunció—. Rey de los salvajes.

Gerrick Sangrerreal era un hombre alto, de piernas largas y hombros anchos. Al parecer, la reina lo había vestido con ropa vieja del rey. Limpio y arreglado, ataviado con terciopelo verde y una capa corta de armiño, con el largo pelo rojo recién lavado y la barba de aspecto fiero recortada y cuidada, el salvaje tenía todo el aspecto de un caballero sureño.

«Si entrase en la sala del trono en Desembarco del Rey, nadie lo miraría dos veces», pensó Jon.

—Gerrick es el auténtico y legítimo rey de los salvajes —dijo la reina—, ya que desciende del gran rey Raymun Barbarroja por línea paterna, mientras que el usurpador Mance Rayder era hijo de una mujer normal y uno de vuestros hermanos negros.

«No —podría haber dicho Jon—, Gerrick desciende de un hermano pequeño de Raymun Barbarroja. —Para el pueblo libre, aquello tenía tanto peso como ser descendiente del caballo de Raymun Barbarroja—. No saben nada, Ygritte. Y lo que es peor, no aprenderán nunca».

—Gerrick ha accedido graciosamente a conceder la mano de su hija mayor a mi querido Axell, para que el Señor de Luz los una en sagrado matrimonio —continuó la reina Selyse—. Sus otras hijas se casarán a la vez: la mediana con ser Brus Buckler, y la pequeña, con ser Malegom de Lagorrojo.

—Caballeros. —Jon inclinó la cabeza ante los mencionados—. Os deseo felicidad con vuestras futuras esposas.

—En el fondo del mar, los hombres se casan con peces. —Caramanchada hizo un pequeño paso de baile que arrancó un tintineo a sus cascabeles—. Se casan, se casan, se casan.

La reina Selyse volvió a fruncir la nariz.

—Ya que vamos a celebrar tres matrimonios, tanto da que sean cuatro. Ya va siendo hora de que esa mujer, Val, siente la cabeza. He decidido que contraiga matrimonio con mi buen y leal caballero ser Patrek de la Montaña del Rey.

—¿Val lo sabe, alteza? —preguntó Jon—. Según las costumbres del pueblo libre, cuando un hombre desea a una mujer la rapta para demostrar su fuerza, su ingenio y su valor. Si la familia de la mujer lo atrapa, el pretendiente se arriesga a llevarse una paliza, y a algo peor si ella lo encuentra indigno.

—Es una tradición salvaje —apuntó Axell Florent.

—Ningún hombre ha puesto en duda mi valor, y no será una mujer quien lo haga —dijo ser Patrek con una risita.

—Lord Nieve, ya que lady Val es ajena a nuestras costumbres, haced el favor de traérmela para que la instruya en los deberes de una dama noble para con su esposo. —La reina Selyse apretó los labios.

«Eso va a salir de maravilla, seguro». Jon se preguntó si la reina estaría igual de impaciente por ver a Val casada con uno de sus caballeros si supiera lo que opinaba de la princesa Shireen.

—Como deseéis —dijo—. Aunque, si puedo hablar con franqueza…

—No, mejor no. Podéis retiraros.

Jon hincó la rodilla, inclinó la cabeza y se retiró. Bajó los escalones de dos en dos, saludando a los guardias de la reina a su paso. Su alteza había apostado hombres en todos los pisos para que la guardaran de los salvajes asesinos. Se volvió a medio camino cuando oyó una voz que lo llamaba desde arriba.

—¡Jon Nieve!

—Lady Melisandre…

—Tenemos que hablar.

—¿Sí? —«No»—. Tengo cosas que hacer, mi señora.

—De eso quiero hablar. —Empezó a bajar hacia él, y el dobladillo de su vestido escarlata provocó un susurro al rozar los escalones. Casi parecía flotar—. ¿Dónde está vuestro huargo?

—En mis habitaciones, durmiendo. Su alteza no tolera a Fantasma en su presencia. Dice que asusta a la princesa. Y mientras estén por aquí Borroq y su jabalí, no me atrevo a soltarlo. —Se suponía que el cambiapieles acompañaría a Soren Rompescudos a Puertapiedra cuando regresaran los carros que habían llevado al clan del Desollafocas a Guardiaverde. Hasta entonces, Borroq se había asentado en una vieja cripta, junto al cementerio del castillo. Parecía más cómodo en compañía de los muertos que de los vivos, y su jabalí era feliz hurgando entre las sepulturas, lejos de cualquier otro animal—. Ese bicho tiene el tamaño de un toro y unos colmillos largos como espadas. Fantasma lo atacaría si anduviera suelto, y uno de los dos no sobreviviría al encuentro.

—Borroq es el menor de tus problemas. Esa expedición…

—Una palabra vuestra habría convencido a la reina.

—Selyse tiene razón, lord Nieve. Que se mueran. No podéis salvarlos. Habéis perdido los barcos…

—Aún quedan seis. Más de la mitad de la flota.

—Habéis perdido los barcos. Todos. No regresará ningún hombre, lo he visto en mis fuegos.

—No sería la primera vez que vuestros fuegos mienten.

—He cometido errores, lo reconozco, pero…

—Una muchacha vestida de gris, a lomos de un caballo moribundo. Puñales en la oscuridad. Un príncipe prometido, nacido de humo y sal. Tengo la impresión de que no hacéis más que cometer errores, mi señora. ¿Dónde está Stannis? ¿Qué hay de Casaca de Matraca y las mujeres de las lanzas? ¿Dónde está mi hermana?

—Todas vuestras preguntas serán respondidas. Mirad al cielo, lord Nieve. Y cuando tengáis vuestras respuestas, venid a buscarme. Tenemos el invierno casi encima. Soy vuestra única esperanza.

—Una esperanza vana. —Jon dio media vuelta y la dejó allí.

En el exterior, Pieles merodeaba por el patio.

—Toregg ha vuelto —informó cuando vio a Jon—. Su padre ha asentado a su gente en el Escudo de Roble y regresará esta tarde con ochenta guerreros. ¿Qué ha dicho la reina barbuda?

—Su alteza no puede ayudarnos.

—Está muy ocupada arrancándose los pelos de la barbilla, ¿verdad? —Pieles escupió—. No importa. Nos bastará con nuestros hombres y los de Tormund.

«Quizá para llegar allí. —Lo que preocupaba a Jon Nieve era el viaje de vuelta, entorpecido por miles de hambrientos y enfermos del pueblo libre—. Un río humano más lento que un río de hielo. —Aquello los dejaba expuestos—. Cosas muertas en el bosque. Cosas muertas en el agua».

—¿Con cuántos nos bastará? —preguntó a Pieles—. ¿Ciento? ¿Doscientos? ¿Quinientos? ¿Mil? —«¿Sería mejor llevar muchos o pocos?». Una expedición más reducida llegaría antes a Casa Austera, pero ¿de qué les valdrían las espadas sin comida? Madre Topo y su gente ya habían llegado al extremo de comerse a los muertos. Para darles de comer tendría que transportar carros y animales que tirasen de ellos: caballos, bueyes, perros… En lugar de cruzar el bosque volando, estarían condenados a arrastrarse—. Aún queda mucho por decidir. Que corra la voz. Quiero que todos los cabecillas estén en el salón del escudo cuando empiece la guardia del atardecer. Para entonces, Tormund debería haber regresado. ¿Dónde se ha metido Toregg?

—Con el monstruito, supongo. Tengo entendido que se ha encariñado con una nodriza.

«Se ha encariñado con Val. Su hermana era reina, ¿por qué no va a serlo ella? —En cierta ocasión, antes de que Mance lo derrotara, Tormund había intentado convertirse en Rey-más-allá-del-Muro. Toregg el Alto bien podría tener el mismo sueño—. Mejor él que Gerrick Sangrerreal».

—No los molestes, hablaré con Toregg más tarde. —Miró por encima de la Torre del Rey. El Muro lucía un blanco apagado, y el cielo, sobre él, estaba aún más blanco. «Cielo de nieve»—. Limítate a rezar para que no nos caiga otra tormenta.

Mully y el Pulga estaban de guardia en el exterior de la armería, temblando de frío.

—¿No estaríais mejor dentro, a cobijo del viento? —preguntó Jon.

—Sería muy de agradecer, mi señor —respondió Fulk el Pulga—, pero al parecer, vuestro huargo no quiere compañía.

—Ha intentado morderme —corroboró Mully.

—¿Fantasma? —preguntó Jon sorprendido.

—A no ser que su señoría tenga otro lobo blanco, sí. Nunca lo había visto así. Está hecho una furia.

No le faltaba razón, tal como descubrió Jon en cuanto cruzó la puerta. El gran huargo blanco era incapaz de estarse quieto. Iba constantemente de un extremo a otro de la armería, pasando cada vez junto a la forja.

—Tranquilo, Fantasma. Tranquilo. Siéntate, Fantasma. ¡Quieto! —El lobo incluso se erizó y enseñó los dientes cuando intentó tocarlo. «Es ese maldito jabalí. Percibe su hedor desde aquí».

El cuervo de Mormont también parecía inquieto.

—Nieve. —No paraba de chillar lo mismo—. Nieve, nieve, nieve. —Jon lo apartó de un manotazo, y tras pedir a Seda que encendiese la chimenea, lo envió a buscar a Bowen Marsh y Othell Yarwyck.

—Trae también una frasca de vino especiado.

—¿Con tres copas, mi señor?

—Que sean seis. A Mully y al Pulga les sentará bien algo caliente, y a ti también.

Cuando Seda se fue, Jon tomó asiento y volvió a examinar los mapas del norte del Muro. El camino más rápido hasta Casa Austera transcurría por la costa… desde Guardiaoriente. Junto al mar, el bosque era más ralo y había sobre todo llanuras, colinas bajas y marismas. Cuando llegaban las tormentas de otoño con sus aullidos, en la costa caían más aguanieve, granizo y lluvia helada que nieve.

«Los gigantes están en Guardiaoriente, y Pieles dice que algunos nos ayudarán. —El trayecto desde el Castillo Negro era más tortuoso, ya que atravesaba el corazón del bosque Encantado—. Si la nieve alcanza tanta altura en el Muro, ¿hasta qué punto estará peor ahí arriba?».

Marsh entró entre resoplidos; Yarwyck, con gesto austero.

—Otra tormenta —anunció el capitán de constructores—. ¿Cómo se puede trabajar así? Necesito más hombres.

—Usa al pueblo libre —respondió Jon.

—Esos dan más problemas que otra cosa. —Yarwyck negó con la cabeza—. Son descuidados, negligentes, perezosos… Cierto es que alguno que otro es buen trabajador, pero es casi imposible encontrar un albañil, y no hay herreros. Serán fuertes, pero no saben seguir instrucciones. Y tenemos que convertir todas esas ruinas en fortalezas. No hay manera, mi señor, de verdad. No es posible.

—Lo será —dijo Jon—, o vivirán entre ruinas.

Un señor tenía que rodearse de hombres a los que pedir consejo. Ni Marsh ni Yarwyck tenían nada de lameculos, lo cual estaba bien… Pero rara vez servían de ayuda. Jon se había dado cuenta de que, últimamente, sabía qué iban a decir antes de preguntarles.

Sobre todo en cualquier asunto relativo al pueblo libre, donde su desaprobación era evidente. Cuando Jon instaló a Soren Rompescudos en Puertapiedra, Yarwyck se quejó de que el lugar estaba demasiado aislado. ¿Cómo iban a saber qué se traía Soren entre manos en aquellas colinas lejanas? Cuando asignó el Escudo de Roble a Tormund Matagigantes, y Puerta de la Reina a Moma Máscara Blanca, Marsh señaló que el Castillo Negro tendría enemigos a ambos lados, o bien podrían aislarlos del resto del Muro. En cuanto a Borroq, Othell Yarwyck proclamaba que, al norte de Puertapiedra el bosque estaba lleno de jabalíes, y ¿cómo evitar que el cambiapieles se hiciera con su propio ejército de cerdos salvajes?

Colina Escarcha y Puertahelada aún estaban sin guarnecer, así que Jon les había pedido opinión sobre los jefes salvajes y señores de la guerra más apropiados para asentarse allí.

—Tenemos a Brogg, a Gavin el Mercader, al Gran Morsa… Howd el Trotamundos va por libre, dice Tormund, pero nos quedan Harle el Cazador, Harle el Bello, Doss el Ciego… Ygon Oldfather está al mando de un grupo, pero casi todos sus miembros son hijos y nietos suyos. Tiene dieciocho esposas, la mitad de ellas robadas en los saqueos. ¿Cuáles de estos…?

—Ninguno —interrumpió Bowen Marsh—. Los conozco a todos por sus hazañas. Lo que tendríamos que hacer es ahorcarlos, no darles nuestros castillos.

—Sí —convino Othell Yarwyck—. Nos pedís que elijamos entre lo malo y lo peor. Es como si mi señor nos pusiese delante una manada de lobos y nos preguntase cuál nos gustaría que nos desgarrase la garganta.

Con Casa Austera pasó lo mismo. Seda servía vino mientras Jon relataba su audiencia con la reina. Marsh escuchaba con atención, sin fijarse siquiera en el vino especiado, mientras que Yarwyck bebía una copa tras otra. Pero Jon no había terminado de hablar cuando lo interrumpió el lord mayordomo.

—Su alteza es sabia. Que se mueran.

Jon se apoyó en el respaldo.

—¿Ese es el único consejo que puedes darme? Tormund viene con ochenta hombres. ¿A cuántos enviamos? ¿Deberíamos recurrir a los gigantes? ¿A las mujeres de las lanzas de Túmulo Largo? Puede que la gente de Madre Topo se tranquilice si llevamos mujeres.

—Pues enviad mujeres. Enviad gigantes. Enviad niños de pecho. ¿Eso es lo que quiere oír mi señor? —Bowen Marsh se frotó la cicatriz que se había ganado en el Puente de los Cráneos—. Enviadlos a todos. Cuantos más perdamos, menos bocas tendremos que alimentar.

Yarwyck no fue de mucha más ayuda.

—Si hay que socorrer a los salvajes de Casa Austera, que se encarguen los salvajes que tenemos aquí. Tormund conoce el camino y, a juzgar por lo que dice, es capaz de salvarlos a todos con su enorme miembro.

«Esto ha sido inútil —pensó Jon—. Inútil, infructuoso, absurdo».

—Gracias por vuestros consejos, mis señores.

Seda los ayudó a ponerse las capas. Al pasar por la armería, Fantasma los olisqueó, con la cola levantada y el pelo erizado.

«Mis hermanos».

La Guardia de la Noche necesitaba el mando de hombres con la sabiduría del maestre Aemon, la capacidad de aprendizaje de Samwell Tarly, el valor de Qhorin Mediamano, la fuerza perseverante del Viejo Oso y la empatía de Donal Noye. Pero solo los tenía a ellos.

Fuera, la nieve caía con fuerza.

—El viento sopla del sur —observó Yarwyck— y empuja la nieve contra el Muro. ¿Lo veis?

Tenía razón. Jon se fijó en que la escalera zigzagueante estaba enterrada casi hasta el primer descansillo, y las puertas de madera de las celdas de hielo y los almacenes habían desaparecido tras un muro blanco.

—¿Cuántos hombres tenemos en las celdas? —preguntó a Bowen Marsh.

—Cuatro vivos y dos muertos.

«Los cadáveres». Casi se había olvidado de ellos. Había albergado la esperanza de averiguar algo gracias a los cadáveres con los que habían vuelto del bosque de arcianos, pero los muertos se habían obcecado en seguir muertos.

—Tenemos que despejar las puertas.

—Bastará con diez mayordomos y diez palas —dijo Marsh.

—Llévate también a Wun Wun.

—Como ordenéis.

Los diez mayordomos y el gigante tardaron poco en allanar los ventisqueros, pero Jon siguió sin estar satisfecho cuando las puertas quedaron despejadas.

—Por la mañana, esas celdas estarán enterradas otra vez. Más nos vale cambiar de sitio a los prisioneros antes de que se asfixien.

—¿También a Karstark, mi señor? —preguntó Fulk el Pulga—. ¿No podemos dejar a ese temblando de frío hasta la primavera?

—Ojalá. —A Cregan Karstark le había dado por aullar de noche y lanzar heces congeladas a cualquiera que se acercase a llevarle comida, por lo que los guardas no le tenían mucho cariño—. Llevadlo al sótano de la Torre del Lord Comandante. —Aunque estaba parcialmente derruido, en el antiguo asentamiento del Viejo Oso haría más calor que en las celdas de hielo. Los sótanos estaban prácticamente intactos.

En cuanto los guardias cruzaron la puerta, Cregan se puso a darles patadas, y cuando trataron de agarrarlo, se revolvió, los empujó e incluso intentó morderlos. Pero el frío lo había debilitado, y los hombres de Jon eran más corpulentos, jóvenes y fuertes. Lo sacaron al exterior sin que dejara de debatirse, y lo arrastraron por la nieve hasta su nueva casa.

—¿Qué desea el lord comandante que hagamos con los cadáveres? —preguntó Marsh cuando ya se habían llevado a los vivos.

—Dejadlos aquí. —Si la tormenta los enterraba, estupendo. Al final tendría que quemarlos, pero por el momento estaban encadenados con grilletes de hierro dentro de las celdas. Entre eso y que estaban muertos, deberían ser inofensivos.

Tormund Matagigantes eligió muy bien el momento de su llegada: apareció con sus guerreros, montando un estruendo, cuando ya habían terminado de cavar. Solo se presentaron cincuenta, no los ochenta que Toregg había prometido a Pieles, pero por algo llamaban a Tormund el Gran Hablador. El salvaje llegó con el rostro congestionado, pidiendo a gritos un cuerno de cerveza y algo caliente para comer. Tenía hielo en la barba y escarcha en el bigote.

A Puño de Trueno ya le habían dado las noticias sobre Gerrick Sangrerreal y su nuevo cargo.

—¿Rey de los salvajes? —dijo entre carcajadas—. ¡Ja! Más bien, rey de mi culo peludo.

—Tiene un aire majestuoso —dijo Jon.

—Lo que tiene es una polla roja y pequeña, a juego con el pelo. Raymun Barbarroja y sus hijos murieron en Lago Largo, gracias a tus malditos Stark y al Gigante Borracho, pero su hermano pequeño sigue vivo. ¿Te has preguntado alguna vez por qué lo llaman Cuervo Rojo? —La boca de Tormund formó una sonrisa desdentada—. Fue el primero en abandonar la batalla. Años después, compusieron una canción sobre aquello, y el bardo necesitaba algo que rimara con protervo. —Se limpió la nariz—. Si los caballeros de tu reina quieren a esas chicas, que se las queden.

—Chicas —graznó el cuervo de Mormont—. Chicas, chicas.

Aquello hizo reír de nuevo a Tormund.

—Eso es un pájaro con sentido común. ¿Cuánto pides por él, Nieve? Yo te he entregado a un hijo; lo mínimo que podrías hacer es darme ese pajarraco.

—Te lo daría si no supiera que te lo ibas a comer.

Aquello también lo hizo reír.

—Comer —dijo el cuervo en tono siniestro, batiendo las alas negras—. ¿Maíz? ¿Maíz?

—Tenemos que hablar de la expedición —dijo Jon—. Quiero que en el salón del escudo hablemos con una sola voz; debemos… —Se interrumpió cuando Mully asomó la nariz, con gesto sombrío, para anunciar que había llegado Clydas con una carta.

—Que te la entregue; la leeré más tarde.

—Como queráis, mi señor, pero… Clydas no parece el mismo… Está más blanco que rosa, no sé si me explico. Está temblando.

—Alas negras, palabras negras —murmuró Tormund—. ¿No es eso lo que decís los arrodillados?

—También decimos: «A la fiebre y al catarro, de aguardiente un buen jarro», y «Con un dorniense no bebas cuando la luna se eleva». Decimos un montón de cosas.

Mully aportó sus dos granitos de arena.

—Mi anciana abuela solía decir: «Los amigos de verano se derriten como la nieve de verano, pero los amigos de invierno son para siempre».

—Ya basta de sabiduría popular por hoy —dijo Jon Nieve—. Haz pasar a Clydas.

Mully no había exagerado: el viejo mayordomo estaba temblando y tenía el rostro blanco como la nieve del exterior.

—Puede que sean cosas mías, lord comandante, pero… esta carta me da mala espina. Mirad.

La única palabra escrita en el pergamino era «Bastardo». No lord Nieve, ni Jon Nieve, ni lord comandante. Solo «Bastardo». Y estaba sellado con lacre rosa.

—Has hecho bien en venir enseguida —dijo Jon. «Y tenías razón al estar asustado». Rompió el sello, desplegó el pergamino y leyó:

Tu falso rey ha muerto, bastardo. Lo aplastamos, junto con todo su ejército, tras siete días de batalla. Tengo su espada mágica. Díselo a su puta roja.

Los amigos de tu falso rey han muerto. Sus cabezas adornan las murallas de Invernalia. Ven a verlas, bastardo. Tu falso rey mentía, y tú también. Anunciaste al mundo que habías quemado al Rey-másallá-del-Muro, pero lo enviasteis a Invernalia a robar a mi mujer.

La recuperaré. Si quieres volver a ver a Mance Rayder, ven a buscarlo. Lo tengo en una jaula, para que lo vea todo el Norte, como prueba de tus mentiras. En la jaula hace frío, pero le he hecho una capa muy abrigada con la piel de las seis putas que se trajo a Invernalia.

Quiero recuperar a mi mujer. Quiero a la reina del falso rey. Quiero a su hija y a su bruja roja. Quiero a su princesa de los salvajes.

Quiero a su principito, el salvaje de teta. Y quiero a mi Hediondo. Envíamelos, bastardo, y no os molestaré ni a ti ni a tus cuervos negros. De lo contrario, te arrancaré ese corazón de bastardo y me lo comeré.

RAMSAY BOLTON

Legítimo señor de Invernalia.

—¿Nieve? —dijo Tormund Matagigantes—. Cualquiera diría que la cabeza ensangrentada de tu padre acaba de salir rodando de esa carta.

Jon Nieve tardó un rato en responder.

—Mully, acompaña a Clydas a sus habitaciones. La noche es oscura, y los caminos estarán resbaladizos con tanta nieve. Seda, ve con ellos. —Le dio la carta a Tormund Matagigantes—. Toma, lee tú mismo.

El salvaje miró la carta con recelo y se la devolvió a Jon.

—Tiene mala pinta…, pero Tormund Puño de Trueno siempre ha tenido mejores cosas que hacer que aprender a que le hablen los papeles. Nunca dicen nada bueno, ¿verdad?

—Casi nunca —reconoció Jon. «Alas negras, palabras negras». Los refranes le parecían cada vez más cargados de sabiduría—. La envía Ramsay Nieve. Te la leeré.

Cuando terminó, Tormund lanzó un silbido.

—Ja. Qué hijo de puta. ¿Qué es eso de Mance? ¿Lo tiene en una jaula? ¿Cómo es posible, si tu bruja roja lo quemó ante cientos de testigos?

«Ese era Casaca de Matraca —estuvo a punto de decir Jon—. Fue brujería. Un hechizo, dijo ella».

—Melisandre… me dijo que mirase al cielo. —Dejó la carta en la mesa—. Un cuervo en una tormenta. Lo vio venir.

«Cuando tengáis vuestras respuestas, venid a buscarme».

—A lo mejor no son más que mentiras. —Tormund se rascó la barba—. Si tuviera una buena pluma de ganso y un bote de tinta de maestre, podría escribir que tengo el miembro tan largo como el brazo, pero eso no lo haría verdad.

—Tiene a Dueña de Luz. Habla de cabezas en las murallas de Invernalia. Sabe lo de las mujeres de las lanzas y cuántas eran. —«Sabe lo de Mance Rayder»—. No. Hay verdad en estas palabras.

—Muy bien. ¿Qué piensas hacer, cuervo?

Jon flexionó los dedos de la mano de la espada.

«La Guardia de la Noche no toma partido. —Abrió y cerró el puño—. Lo que sugerís es poco menos que traición. —Vio a Robb, con el pelo lleno de nieve que se iba derritiendo—. “Mata al niño y que nazca el hombre”. —Vio a Bran, trepando por las torres, ágil como un mono; oyó la risa de Rickon; vio a Sansa cepillando el pelaje de dama y cantando—. “No sabes nada, Jon Nieve”. —Vio a Arya, con el pelo enmarañado como el nido de un pájaro—. “Le he hecho una capa muy abrigada con la piel de las seis putas que se trajo a Invernalia… Quiero recuperar a mi mujer… Quiero recuperar a mi mujer… Quiero recuperar a mi mujer…”».

—Creo que vamos a tener que cambiar de planes —dijo Jon Nieve.

Estuvieron hablando casi dos horas.

Con el cambio de guardia, Caballo y Rory habían reemplazado a Fulk y Mully en la puerta de la armería.

—Acompañadme —les dijo al llegar. Fantasma quería seguirlos, pero cuando empezó a caminar sigilosamente tras ellos, Jon lo agarró por el pescuezo y lo empujó al interior; quizá Borroq estuviera en la reunión del salón del escudo, y lo que menos falta le hacía era que su lobo atacase al jabalí del cambiapieles.

El salón del escudo era una de las partes más antiguas del Castillo Negro, un salón de banquetes alargado de piedra negra, surcado de corrientes de aire y con las vigas de roble ennegrecidas por siglos de humo. Cuando la Guardia de la Noche era mucho más numerosa había hileras de escudos de madera de colores vivos colgados de las paredes. Por aquel entonces, como en la actualidad, cuando un caballero vestía el negro, la tradición decretaba que abandonase sus viejas armas y adoptase el sencillo escudo negro de la hermandad. Los escudos descartados se colgaban de las paredes del salón.

Cientos de caballeros equivalía a cientos de escudos. Halcones, águilas, dragones, grifos, soles, venados, lobos, guivernos, mantícoras, toros, árboles, flores, arpas, lanzas, cangrejos, krákens, leones rojos, leones dorados, leones jaquelados, búhos, corderos, doncellas, tritones, caballos, estrellas, calderos, hebillas, hombres desollados, hombres ahorcados, hombres quemados, hachas, espadas largas, tortugas, unicornios, osos, plumas, arañas, serpientes, escorpiones y cientos de blasones distintos habían adornado los muros del salón del escudo, decorado con más colores de los que jamás hubiera soñado un arcoíris.

Pero cuando moría un caballero, se descolgaba su escudo para que lo acompañara a la pira o a la tumba; y a medida que pasaban los años, cada vez eran menos los caballeros que vestían el negro. Llegó un día en que dejó de tener sentido que los caballeros del Castillo Negro cenasen aparte, y se abandonó el salón del escudo. A lo largo del último siglo se había usado en muy pocas ocasiones. Como comedor dejaba mucho que desear: era sucio y oscuro, con corrientes de aire y difícil de calentar en invierno; tenía los sótanos infestados de ratas, y las enormes vigas de madera, carcomidas y engalanadas de telarañas.

Pero era suficientemente amplio para dar cabida a doscientos hombres sentados, y a un centenar más si se apretaban un poco. Cuando entraron Jon y Tormund, un sonido parecido al de un enjambre de avispas recorrió la sala. A juzgar por el poco negro que se veía, había cinco salvajes por cada cuervo. Quedaba menos de una docena de escudos, grises y lastimosos, con la pintura desvaída y la madera agrietada. Pero en los candelabros de hierro de las paredes ardían teas nuevas, y Jon había ordenado que dispusieran bancos y mesas. Si los hombres estaban bien acomodados, serían más propensos a escuchar, como le había explicado el maestre Aemon en cierta ocasión: era más fácil que se pusieran a gritar si estaban de pie.

Dominaba la sala un estrado medio hundido. Jon subió, junto con Tormund Matagigantes, y alzó las manos para pedir silencio, pero solo consiguió que las avispas se agitaran más. Tormund se llevó el cuerno a los labios y dio un toque. El sonido llenó la sala, arrancando ecos de las vigas del techo. Los murmullos cesaron.

—Os he convocado aquí para planificar la liberación de Casa Austera —comenzó Jon Nieve—. Miles de personas del pueblo libre están allí, atrapadas y a punto de morir de hambre, y nos han llegado informes de cosas muertas en el bosque. —A la izquierda vio a Marsh y a Yarwyck. Othell estaba rodeado de sus constructores, y a Bowen lo acompañaban Wick Whittlestick, Lew el Zurdo y Alf del Pantanal. A su derecha estaba Soren Rompescudos, con los brazos cruzados. Más allá vio a Gavin el Mercader y Harle el Bello, que cuchicheaban entre sí. Ygon Oldfather estaba sentado entre sus esposas; Howd el Trotamundos, solo. Borroq estaba apoyado en una pared, en una esquina oscura. Afortunadamente, no había ni rastro de su jabalí—. Las tormentas han hecho naufragar los barcos que envié para recoger a Madre Topo y a su gente. Debemos enviar tanta ayuda como podamos por tierra, o dejarlos morir. —Se fijó en que también habían acudido dos caballeros de la reina Selyse: ser Narbert y ser Benethon se encontraban cerca de la puerta, al fondo de la sala, pero el resto de los hombres de la reina brillaba por su ausencia—. Tenía la intención de encabezar yo mismo la expedición y regresar con todos aquellos que pudieran sobrevivir al viaje. —Un fulgor rojo, al final de la sala, le llamó la atención. Había llegado lady Melisandre—. Pero acabo de enterarme de que no puedo ir a Casa Austera. La expedición estará a cargo de Tormund Matagigantes, al que todos conocéis. Le he prometido que pondré a su disposición a todos los hombres que precise.

—¿Y dónde estarás tú, cuervo? —bramó Borroq—. ¿Escondido aquí, en el Castillo Negro, con tu perro blanco?

—No. Yo cabalgaré hacia el sur. —Leyó la carta de Ramsay Nieve.

El salón del escudo enloqueció. Todos empezaron a gritar a la vez, al tiempo que se levantaban y agitaban los puños.

«Y hasta aquí ha llegado el efecto tranquilizador de la comodidad de los bancos». Se blandieron espadas; las hachas chocaron contra los escudos. Jon Nieve miró a Tormund, que dio un nuevo toque al cuerno, el doble de largo y fuerte que el anterior.

—La Guardia de la Noche no toma partido en las guerras de los Siete Reinos —les recordó Jon cuando vio que volvía a reinar algo parecido a la calma—. No nos corresponde a nosotros oponernos al Bastardo de Bolton, ni vengar a Stannis Baratheon, ni defender a su viuda y a su hija. Esta… criatura que hace capas de piel de mujer ha jurado arrancarme el corazón, y pretendo hacerle pagar esas palabras…, pero no pediré a mis hermanos que rompan sus votos.

»La Guardia de la Noche irá a Casa Austera. Yo iré solo a Invernalia, a menos que… —Hizo una pausa—. ¿Hay algún hombre que quiera acompañarme?

El estruendo fue ensordecedor, más de lo que esperaba, y se armó tanto tumulto que dos antiguos escudos cayeron de la pared. Soren Rompescudos se había puesto en pie, igual que el Trotamundos, Toregg el Alto, Brogg, Harle el Cazador, Harle el Bello, Ygon Oldfather, Doss el Ciego e incluso el Gran Morsa.

«Ya tengo mis espadas —pensó Jon Nieve— y vamos a por ti, Bastardo. —Vio como Yarwyck y Marsh se escabullían hacia el exterior, seguidos de todos sus hombres. Daba igual. En aquel momento, ni los necesitaba ni los quería—. Nadie podrá decir que obligué a mis hermanos a romper sus votos. Si alguien los rompe, seré yo y solo yo». Tormund le palmeó la espalda con una amplia sonrisa sin dientes.

—Bien dicho, cuervo. Ahora, ¡que traigan el hidromiel! Así se hace: primero te los ganas y luego los emborrachas. Acabaremos haciendo de ti un buen salvaje, muchacho. ¡Ja!

—Pediré cerveza —dijo Jon, distraído. Se dio cuenta de que Melisandre se había marchado, al igual que los caballeros de la reina.

«Tendría que haber ido a ver a Selyse en primer lugar —pensó—. Tenía derecho a saber que su esposo ha muerto».

—Tengo que salir. Encárgate tú de emborracharlos.

—¡Ja! Una tarea para la que estoy más que preparado, cuervo. ¡Ve!

Caballo y Rory acompañaron a Jon cuando abandonó el salón del escudo.

«Cuando haya terminado de hablar con la reina iré a ver a Melisandre —pensó—. Si fue capaz de ver un cuervo en una tormenta, seguro que puede decirme dónde encontrar a Ramsay Nieve». De repente oyó gritos… y un rugido tan fuerte que el Muro pareció estremecerse.

—Viene de la Torre de Hardin, mi señor —informó Caballo. Otro grito interrumpió lo que tuviera que añadir.

«Val —fue lo primero que pensó Jon. Pero aquello no era un grito de mujer—. Eso es un hombre que agoniza». Echó a correr. Caballo y Rory lo siguieron.

—¿Son espectros? —preguntó Rory. Jon no lo sabía. ¿Era posible que los cadáveres se hubieran zafado de las cadenas?

Cuando llegaron a la Torre de Hardin ya no se oían gritos, pero Wun Weg Wun Dar Wun seguía rugiendo. El gigante tenía sujeto por la pierna un cadáver ensangrentado y lo hacía oscilar, igual que Arya de pequeña, cuando blandía su muñeca como si fuera un mangual cada vez que amenazaban con darle verdura.

«Pero Arya nunca desmembraba a las muñecas». El brazo de la espada del muerto estaba a varios pasos de distancia, y bajo él, la nieve iba tiñéndose de rojo.

—Suéltalo —gritó Jon—. ¡Wun Wun, suéltalo!

Wun Wun no lo oía o no lo entendía. Él también estaba sangrando; tenía cortes de espada en el brazo y el estómago. Estampó al caballero muerto contra la piedra negra de la torre, una y otra vez, hasta que su cabeza quedó reducida a una pulpa rojiza, como una sandía de verano. El aire frío hacía revolotear la capa del caballero. Era de lana blanca, bordada con hilo de plata y adornada con estrellas azules. Por todas partes volaban sangre y huesos.

De las construcciones y torres cercanas afluían norteños, gente del pueblo libre, hombres de la reina…

—Formad una hilera —ordenó Jon—. Mantenedlos alejados, sobre todo a los hombres de la reina.

El muerto era ser Patrek de la Montaña del Rey; ya no quedaba ni rastro de su cabeza, pero se lo distinguía por los blasones. Jon no quería arriesgarse a que ser Malegom o ser Brus o algún otro hombre de la reina intentara vengarlo.

Wun Weg Wun Dar Wun volvió a aullar y retorció el otro brazo de ser Patrek, que se desprendió acompañado de una nube de sangre roja y brillante.

«Como un niño que arranca los pétalos de una margarita», pensó Jon.

—Pieles, habla con él y que se calme. En la antigua lengua; entiende la antigua lengua. Los demás, apartaos. Y guardad el acero; estamos asustándolo.

¿No se daban cuenta de que el gigante también estaba herido? Tenía que poner fin a aquello, o morirían más hombres. No tenían ni idea de lo fuerte que era Wun Wun.

«Un cuerno, necesito un cuerno». Vio el brillo del acero y se volvió hacia él.

—¡Nada de espadas! —gritó—. Wick, guarda ese…

…«cuchillo», quiso decir. Cuando Wick Whittlestick le lanzó un tajo a la garganta, la palabra se convirtió en un gruñido. Jon consiguió esquivar el puñal lo bastante para que apenas le hiciera un arañazo.

«Me ha herido». Cuando se llevó la mano al cuello, la sangre le corrió entre los dedos.

—¿Por qué?

—Por la Guardia. —Wick volvió a atacar, pero Jon lo atrapó por la muñeca y le dobló el brazo hasta que soltó el puñal. El desgarbado mayordomo dio unos pasos atrás, con las manos en alto, como diciendo «Yo no he sido, yo no he sido». Los hombres gritaban. Jon echó mano de Garra, pero tenía los dedos entumecidos y torpes. Por algún motivo, no era capaz de desenvainar.

De pronto apareció Bowen Marsh frente a él, con las mejillas llenas de lágrimas.

—Por la Guardia. —Apuñaló a Jon en el vientre. Cuando retiró la mano, dejó el arma clavada.

Jon cayó de rodillas. A tientas, agarró el puñal y se lo arrancó. La herida despedía humo blanco en el frío aire nocturno.

—Fantasma —susurró. El dolor lo invadió.

«Hay que clavarla por el extremo puntiagudo».

Cuando el tercer puñal se le hundió entre los omoplatos, dejó escapar un gruñido y cayó de bruces en la nieve. No llegó a sentir el cuarto. Solo el frío…