La niña fea

Aquella noche se reunieron bajo el templo once sirvientes del Dios de Muchos Rostros, más de los que nunca había visto juntos. Los únicos que entraron por la puerta fueron el señor menor y el hombre gordo; los demás llegaron por pasadizos secretos, a través de túneles y pasajes. Vestían sus túnicas blancas y negras, pero cuando se sentaron, todos se quitaron la capucha para dejar al descubierto el rostro que habían elegido aquel día. Las sillas altas, al igual que las puertas del templo que se alzaba sobre ellos, eran de ébano y de arciano. Las de ébano llevaban, en la parte trasera del respaldo, una incrustación de arciano con un rostro tallado, y las de arciano, un rostro tallado en ébano.

Un acólito montaba guardia en un rincón con una frasca de vino tinto. A ella le había tocado el agua. Cuando algún devoto quería beber, alzaba la vista o movía un dedo, y uno de ellos, o los dos, acudía a llenarle la copa. Pero la mayor parte del tiempo estaban allí de pie, a la espera de miradas que no llegaban nunca.

«Estoy esculpida en piedra —se recordó—. Soy una estatua, como los señores del mar que se alzan a lo largo del Canal de los Héroes». La jarra de agua pesaba mucho, pero tenía los brazos fuertes.

Los sacerdotes se comunicaban en el idioma de Braavos, aunque en una ocasión, tres de ellos se pusieron a discutir acaloradamente en alto valyrio. La niña lo entendía casi todo, pero hablaban en voz baja y no siempre alcanzaba a distinguir las palabras.

—Conozco a este hombre —dijo un sacerdote con la cara marcada por la peste.

—Conozco a este hombre —repitió el hombre gordo mientras ella le servía agua.

—Yo no lo conozco —intervino el hombre guapo—. Yo le haré entrega del don.

Más tarde, el bizco dijo lo mismo de otra persona.

Pasadas tres horas de vino y conversación, se marcharon todos los sacerdotes menos el hombre bondadoso, la niña abandonada y el de las marcas de peste. Había perdido el pelo y tenía las mejillas llenas de llagas supurantes; le goteaba sangre de un agujero de la nariz, y también tenía sangre seca en las comisuras de los ojos.

—Nuestro hermano quiere hablar contigo, niña —le dijo el hombre bondadoso—. Si quieres, siéntate.

Se sentó en una silla de arciano con rostro de ébano. Las llagas supurantes no le inspiraban temor: llevaba demasiado tiempo en la Casa de Blanco y Negro para asustarse de un rostro falso.

—¿Quién eres? —le preguntó el hombre de la peste cuando se quedaron a solas.

—Nadie.

—No es verdad. Eres Arya de la casa Stark, la que se muerde el labio y no sabe mentir.

—Esa fui. Ya no lo soy.

—¿Para qué estás aquí, mentirosa?

—Para servir. Para aprender. Para cambiar de cara.

—Cambia primero tu corazón. El don del Dios de Muchos Rostros no es ningún juego de niños. Serías capaz de matar por motivos propios, por placer. ¿Lo niegas?

—Lo… —Se mordió el labio, y el hombre la abofeteó. Le ardía la mejilla, pero sabía que se lo había ganado—. Gracias. —Unas cuantas bofetadas más y dejaría de morderse el labio. La que se mordía el labio era Arya, no la loba nocturna—. Lo niego.

—Mientes. Veo la verdad en tus ojos. Tienes ojos de lobo y te gusta la sangre.

«Ser Gregor —pensó sin poder contenerse—. Dunsen, Raff el Dulce, ser Ilyn, ser Meryn, la reina Cersei». Sabía que, si decía algo, tendría que mentir, de modo que guardó silencio.

—Me han dicho que fuiste una gata que rondaba por los callejones y olía a pescado, que vendía berberechos y mejillones. Llevabas una vida insignificante, lo adecuado para una criatura insignificante como tú. Solo tienes que pedirlo y te la devolveremos. Empujarás la carretilla, pregonarás tus berberechos y serás feliz. Tienes el corazón demasiado blando para ser una de nosotros.

«Quiere echarme».

—No tengo corazón; solo un agujero. He matado a mucha gente. Puedo matar, si es lo que queréis de mí.

—¿Te gustaría?

—Puede. —No conocía la respuesta.

—Entonces, este no es tu lugar. En esta casa, la muerte no es plato de gusto. No somos guerreros, soldados ni jaques henchidos de arrogancia. No matamos para servir a un señor ni para llenarnos la bolsa, y tampoco por vanidad. Nunca otorgamos el don por placer ni decidimos a quiénes matamos. Solo somos sirvientes del Dios de Muchos Rostros.

—Valar dohaeris. —«Todo hombre tiene que servir».

—Las palabras te las sabes, pero tienes demasiado orgullo para servir. Un sirviente tiene que obedecer con humildad.

—Obedezco. Puedo ser más humilde que nadie.

—No me cabe duda de que serías la mismísima diosa de la humildad —dijo con una risita—. Pero ¿estás dispuesta a pagar el precio?

—¿Qué precio?

—El precio eres tú. El precio es todo lo que tienes y todo lo que puedas esperar tener. Te quitamos los ojos y te los devolvimos. Te quitaremos las orejas y caminarás en silencio. Nos darás las piernas y te arrastrarás. No serás hija de nadie, esposa de nadie ni madre de nadie. Tu nombre será un embuste, y ni la cara que lleves será la tuya.

Estuvo a punto de morderse el labio otra vez, pero se contuvo a tiempo.

«Mi rostro es un estanque oscuro, lo oculta todo, no muestra nada». Pensó en todos los nombres que había tenido: Arry, Comadreja, Perdiz, Gata de los Canales… Pensó en Arya Caracaballo, la niña idiota de Invernalia. Los nombres no tenían importancia.

—Estoy dispuesta a pagar el precio. Dadme un rostro.

—Los rostros hay que ganárselos.

—Decidme cómo.

—Entregando cierto don a cierto hombre. ¿Serás capaz?

—¿A qué hombre?

—A uno que no conoces.

—Hay mucha gente a la que no conozco.

—Pues está entre ellos. Un desconocido. Alguien a quien no odias, alguien a quien no quieres, alguien a quien nunca has visto. ¿Lo matarás?

—Sí.

—En ese caso, mañana volverás a ser Gata de los Canales. Ponte esa cara, escucha y obedece. Y entonces veremos si realmente eres digna de servir al Dios de Muchos Rostros.

De modo que al día siguiente volvió a la casa del canal, con Brusco y sus hijas. Brusco abrió mucho los ojos al verla, y a Brea se le escapó una exclamación.

—Valar morghulis —saludó Gata.

—Valar dohaeris —respondió Brusco. Y con eso, fue como si nunca se hubiera marchado.

Más entrada aquella misma mañana, cuando empujaba la carretilla por las calles empedradas que se extendían ante el puerto Púrpura, vio por primera vez al hombre al que debía matar. Era un anciano; pasaba con mucho de la cincuentena.

«Ha vivido demasiado —trató de decirse—. ¿Por qué va a disponer de tantos años cuando mi padre tuvo tan pocos?». Pero Gata de los Canales no tenía padre, así que desechó el pensamiento.

—¡Berberechos, mejillones, almejas! —voceó Gata al pasar junto a él—. ¡Ostras y langostinos, navajas gordas! —Hasta sonrió al hombre; a veces le bastaba con una sonrisa para que se detuvieran y le compraran algo. Pero no le devolvió el gesto, sino que la miró con el ceño fruncido y siguió su camino, atravesando un charco. El agua salpicó los pies de la niña.

«Es antipático —pensó mientras lo veía alejarse—. Tiene cara de ser cruel y malvado». El viejo tenía nariz afilada y ganchuda; los labios, finos, y los ojos, pequeños y muy juntos. Ya peinaba muchas canas, pero su barbita puntiaguda seguía siendo negra. Supuso que se la teñía, y se preguntó por qué no se había cambiado también el color del pelo. Caminaba algo encorvado, con un hombro más alto que el otro.

—Es una mala persona —anunció aquella noche cuando volvió a la Casa de Blanco y Negro—. Tiene labios crueles, ojos antipáticos y barba de malvado.

—Es una persona como otra cualquiera, con sus luces y sus sombras —replicó el hombre bondadoso con una risita—. No te corresponde a ti juzgarlo.

Aquello hizo que la niña se detuviera un momento para pensar.

—¿Lo han juzgado los dioses?

—Puede que algunos, sí. ¿Para qué sirven los dioses, si no es para juzgar a los hombres? Pero el Dios de Muchos Rostros no sopesa el alma de las personas. Entrega su don a los mejores y a los peores por igual. De lo contrario, los hombres justos vivirían eternamente.

Al día siguiente, mientras estaba observándolo disimuladamente desde detrás de la carretilla, Gata llegó a la conclusión de que lo más espeluznante del viejo eran las manos. Tenía los dedos largos y huesudos, y no paraba de moverlos: se rascaba la barba, se hurgaba una oreja, tamborileaba con ellos en la mesa… No se estaban quietos nunca, nunca, nunca.

«Esas manos son como dos arañas blancas». Cuanto más le miraba las manos, más odio sentía hacia ellas.

—Mueve demasiado las manos —comentó en el templo—. Debe de tener mucho miedo. El don le dará la paz.

—El don da la paz a todo hombre.

—Cuando lo mate, me mirará a los ojos y me lo agradecerá.

—Eso querrá decir que has fracasado. Sería mucho mejor que no llegara a reparar en ti.

El viejo era comerciante o algo parecido, concluyó Gata tras observarlo durante unos días. Su negocio estaba relacionado con el mar, aunque nunca lo había visto pisar un barco. Mataba el tiempo en un garito de sopas cercano al puerto Púrpura, con un tazón de caldo de cebolla que se le quedaba frío en la mesa mientras repasaba papeles, ponía sellos de lacre y hablaba en tono brusco con un desfile de capitanes, navieros y otros comerciantes; ninguno de los cuales parecía buscar su presencia por gusto.

Pero le llevaban dinero: bolsas de cuero llenas de oro, plata y las monedas cuadradas de hierro de Braavos. El anciano lo contaba con sumo cuidado: clasificaba las monedas en pulcros montones y las mordía sin molestarse en mirarlas, siempre con el lado izquierdo de la boca, en el que conservaba todos los dientes. De cuando en cuando hacía girar una en la mesa y escuchaba el sonido que hacía al detenerse.

Una vez contadas y comprobadas todas las monedas, el viejo garabateaba algo en un pergamino, lo sellaba y se lo entregaba al visitante, o bien negaba con la cabeza y le devolvía las monedas. En el segundo caso, el otro se iba congestionado y furioso, o pálido y asustado.

—Le pagan oro y plata, y él no les da más que cosas escritas. —Gata no comprendía nada—. ¿Son idiotas o qué?

—Puede que algunos. Casi todos son cautelosos, nada más. Otros intentan engañarlo, pero no es fácil.

—¿Qué les vende? No lo entiendo.

—A cada uno le escribe un contrato. Si resulta que su barco naufraga por culpa de una tormenta o lo capturan los piratas, se compromete a pagar una parte de la nave y su contenido.

—¿Es como una apuesta?

—En cierto sentido, aunque todos los capitanes esperan perder.

—Sí, pero si ganan…

—Pierden el barco, si no incluso la vida. El mar es peligroso, sobre todo en otoño. No cabe duda de que más de un capitán ha sentido alivio cuando se hundía en medio de una tormenta, al pensar que gracias al contrato que firmó en Braavos, su viuda e hijos no pasarán necesidad. —Una sonrisa triste se dibujó en sus labios—. Pero una cosa es escribir un contrato, y otra, cumplirlo.

«Uno de esos hombres debe de odiarlo mucho —comprendió Gata—. Uno de ellos vino a la Casa de Blanco y Negro y rezó al dios para que se lo llevara». Le habría gustado saber de quién se trataba, pero el hombre bondadoso no quiso decírselo.

—No es asunto tuyo. ¿Quién eres?

—Nadie.

—Nadie no hace preguntas. —Le cogió las manos—. Si te consideras incapaz de hacer esto, no tienes más que decirlo. No hay motivo para avergonzarse. Algunos han nacido para servir al Dios de Muchos Rostros, y otros, no. Solo tienes que decirlo, y te quitaré la carga de esta misión.

—Lo haré. Ya dije que lo haría, y lo haré.

Pero ¿cómo? Eso era lo más difícil.

Tenía dos guardias: un hombre alto y delgado, y otro bajo y corpulento. Lo acompañaban a todas partes, desde que salía de su casa por la mañana hasta que volvía por la noche, y no permitían que nadie se acercara al anciano sin su visto bueno. En cierta ocasión, un borracho tambaleante estuvo a punto de tropezar con él cuando salía del garito de sopas, pero el guardia más alto se interpuso entre ellos y derribó al borracho de un empujón. En el garito, el guardia más bajo siempre probaba en primer lugar el caldo de cebolla, y el viejo esperaba para beberlo hasta que estaba frío, tiempo suficiente para asegurarse de que su guardia se encontraba bien.

—Tiene miedo —comprendió—, o sabe que alguien quiere matarlo.

—No lo sabe, lo sospecha —corrigió el hombre bondadoso.

—Los guardias lo siguen hasta cuando va a hacer aguas menores, pero él no los acompaña cuando van ellos. El alto es el más rápido. Esperaré hasta que vaya a aliviarse, entraré en el garito y le clavaré un puñal al viejo en el ojo.

—¿Qué hay del otro guardia?

—Es muy lento y torpe. También puedo matarlo.

—¿Acaso en el campo de batalla eres una carnicera que mata a todo el que se cruza en su camino?

—No.

—Eso creía. Sirves al Dios de Muchos Rostros, y los que servimos al Dios de Muchos Rostros solo entregamos su don a los elegidos, a los que llevan la marca.

«Matarlo a él. Solo a él», comprendió la niña.

Aún tuvo que observarlo tres días más antes de dar con la manera, y necesitó practicar un día entero con el dedal de cuchilla. Roggo el Rojo la había enseñado a utilizarlo, pero no había robado un monedero desde antes de que le quitaran los ojos y tenía que asegurarse de que no se le había olvidado.

«Con velocidad y sigilo, así, sin torpezas», se dijo mientras sacaba la cuchilla de la manga una y otra vez. Cuando supo con certeza que aún se le daba bien, afiló el acero con una piedra de amolar hasta que brilló con luz azul plateada a la llama de la vela. Lo que le faltaba era más complicado, pero contaba con la ayuda de la niña abandonada.

—Mañana entregaré el don a ese hombre —le anunció durante el desayuno.

—El Dios de Muchos Rostros estará complacido. —El hombre bondadoso se levantó—. Hay mucha gente que conoce a Gata de los Canales; si se sabe de esto, Brusco y sus hijas pueden tener problemas. Ya es hora de que dispongas de otro rostro.

La niña no sonrió, pero estaba satisfecha. Ya había perdido a Gata en una ocasión y la había llorado; no quería volver a perderla.

—¿Cómo seré?

—Fea. Las mujeres apartarán la mirada al verte, los niños te señalarán con el dedo y los hombres fuertes se compadecerán de ti; puede que alguno hasta derrame una lágrima. Cualquiera que te vea tardará en olvidarte. Vamos.

El hombre bondadoso descolgó la lámpara de hierro del gancho y la guió más allá del estanque de aguas negras y las hileras de dioses oscuros y silenciosos, hasta los peldaños de la parte trasera del templo. Bajaron por ellos, seguidos por la niña abandonada. Ninguno decía una palabra; solo se oía el susurro quedo de las zapatillas en los escalones. Los dieciocho peldaños los llevaron a las criptas, donde se abrían cinco pasadizos abovedados, dispuestos como los dedos de una mano. Al llegar allí, los escalones se volvían más estrechos y empinados, pero la niña los había subido y bajado corriendo mil veces, y no la asustaban. Otros veintidós peldaños los llevaron al subsótano, donde los túneles eran angostos y retorcidos, como gusaneras negras que se adentraban en el corazón de la gran roca. Un pasaje estaba bloqueado por una fuerte puerta de hierro. El sacerdote colgó la lámpara de un gancho y se sacó una llave ornamentada de los pliegues de la túnica.

«El santuario». A la niña se le erizó el vello de los brazos. Todavía tenían que bajar más, hasta el tercer nivel, donde se encontraban las cámaras secretas a las que solo podían acceder los sacerdotes.

El hombre bondadoso hizo girar la llave tres veces, con un sonido quedo, y la puerta se abrió en silencio gracias a las bisagras de hierro bien aceitadas. Al otro lado había más peldaños, labrados en la roca. El sacerdote volvió a coger la lámpara y bajó, seguido por la niña, que iba contando los escalones.

«Cuatro, cinco, seis, siete. —Ojalá se hubiera llevado el bastón—. Diez, once, doce». Sabía cuántos escalones había entre el templo y la bodega, y entre la bodega y el subsótano; hasta había contado los de la escalera de caracol que subía a la buhardilla, y los de la escalerilla de madera que llevaba a la trampilla del tejado que daba paso a la alcándara del exterior, siempre azotada por los vientos.

Pero aquella escalera no la conocía de nada y, por tanto, era peligrosa.

«Veintiuno, veintidós, veintitrés. —El aire parecía más frío a cada paso. Cuando llegó a treinta se dio cuenta de que estaban por debajo de los canales—. Treinta y cuatro, treinta y cinco». ¿Hasta dónde iban a bajar?

Llevaba contados cincuenta y cuatro peldaños cuando por fin se detuvieron ante otra puerta de hierro. Aquella no estaba cerrada con llave. El hombre bondadoso la abrió y la cruzó, y ella lo siguió con la niña abandonada pisándole los talones. Las pisadas de los tres resonaban en la oscuridad. El hombre bondadoso alzó la lámpara y abrió los postigos, y la luz bañó las paredes que los rodeaban.

Un millar de rostros la contemplaban desde las alturas.

Estaban colgados de las paredes, ante ella y detrás de ella, a mayor o menor distancia, mirase hacia donde mirase, se volviese hacia donde se volviese. Vio rostros viejos y jóvenes, de piel clara y oscura, tersa y arrugada, con pecas y con cicatrices, caras hermosas y poco agraciadas, hombres y mujeres, niños y niñas, bebés, rostros sonrientes, rostros huraños, rostros que reflejaban codicia, lujuria o rabia, rostros lampiños y barbudos.

«Son máscaras —se dijo—, no son más que máscaras», pero mientras lo pensaba, sabía que no era verdad. Se trataba de pieles.

—¿Te dan miedo, niña? —preguntó el hombre bondadoso—. Aún estás a tiempo de dejarnos. ¿De verdad es esto lo que quieres?

Arya se mordió el labio. No sabía qué quería.

«Si me marcho, ¿adónde puedo ir? —Había lavado y desnudado cientos de cadáveres; las cosas muertas no le daban miedo—. Los traen aquí abajo y les cortan la cara. ¿Y qué? —Era la loba de la noche; no se asustaba por unos trozos de piel—. Son como caretas de cuero; no pueden hacerme daño».

—Quiero seguir.

El sacerdote la guió hacia el otro extremo de la estancia, pasando frente a una hilera de túneles que conducían a pasadizos laterales; la lámpara iba iluminándolos a su paso. Un túnel tenía las paredes cubiertas de huesos humanos, y el techo reposaba sobre columnas de calaveras. Otro daba a una escalera de caracol que descendía más aún.

«¿Cuántos sótanos hay? —se preguntó—. Bajan, y bajan, y bajan… ¿Es que no acaban nunca?».

—Siéntate —le ordenó el sacerdote; ella obedeció—. Ahora, cierra los ojos. —Eso hizo—. Esto te dolerá, pero el dolor es el precio del poder. No te muevas.

«Inmóvil como una piedra», pensó. Se sentó, completamente quieta. El corte fue rápido; la hoja era muy afilada. Debería haber notado el metal frío contra la piel, pero era cálido. Notó como le corría la sangre cara abajo, como un velo, cubriéndole la frente, las mejillas y la barbilla, y comprendió por qué le había hecho cerrar los ojos el sacerdote. Cuando le llegó a los labios, le supo a sal y a cobre. Se los lamió y se estremeció.

—Tráeme la cara —dijo el hombre bondadoso. La niña abandonada no respondió, pero se oyeron sus pisadas contra el suelo de piedra—. Bebe esto —le dijo a Arya al tiempo que le ponía una copa en la mano.

Se bebió el contenido de un trago. Era muy ácido, como morder un limón. Mil años atrás había conocido a una niña que adoraba los pasteles de limón.

«No, aquella no era yo, solo era Arya».

—Los titiriteros se cambian de cara con artificios —le explicó el hombre bondadoso—, y los hechiceros tejen sus apariencias con luces, sombras y deseos, para engañar a la vista. Aprenderás esas artes, pero lo que hacemos aquí es más profundo. Los hombres sabios pueden ver lo que ocultan los artificios, y las apariencias se disuelven bajo una mirada atenta, pero el rostro que vas a ponerte será tan sólido y verdadero como aquel con el que naciste. No abras los ojos. —Le echó el pelo hacia atrás con los dedos—. Quédate quieta. Vas a notar una sensación extraña; puede que te marees un poco, pero no te muevas.

Sintió un tirón y oyó un susurro cuando le extendieron la cara nueva sobre la antigua. La piel, seca y rígida, le arañó la frente, pero cuando su sangre la empapó se tornó más suave y elástica. Las mejillas se le caldearon y sonrojaron. Sintió que el corazón le aleteaba en el pecho, y durante un momento fue incapaz de respirar. Unas manos se le cerraron en torno al cuello, duras como la piedra, para ahogarla; alzó las suyas para defenderse del atacante, pero no había nadie. La invadió un miedo espantoso, y entonces oyó un sonido, un crujido estremecedor, acompañado por una oleada cegadora de dolor. Ante ella flotó un rostro, gordo, barbudo, cruel, con la boca deformada por la rabia.

—Respira, niña. Respira y expulsa el miedo. Expulsa las sombras. Él está muerto. Ella está muerta y ya no sufre. Respira.

Se llenó los pulmones con una respiración entrecortada y se dio cuenta de que era verdad. Nadie la estrangulaba ni la golpeaba, pero aun así le temblaba la mano cuando se la llevó a la cara. La sangre seca se desmoronó en escamas cuando la rozó con los dedos, negra a la luz de la lámpara. Se palpó las mejillas, se tocó los ojos y se siguió con el dedo la línea de la barbilla.

—Sigo teniendo la misma cara.

—¿De verdad? ¿Estás segura?

¿Estaba segura? No había notado ningún cambio, pero tal vez fuera una de esas cosas que no se notaban. Se pasó la mano por la cara, de arriba abajo, como había visto hacer a Jaqen H’ghar en Harrenhal. Cuando lo hizo él, su cara onduló y cambió. Cuando lo hizo ella, no pasó nada.

—La noto igual.

—Eso te parece —replicó el sacerdote—. Pero ha cambiado.

—A ojos de otros, tienes rotas la nariz y la mandíbula —intervino la niña abandonada—. También tienes un pómulo hundido y te falta la mitad de los dientes.

Se recorrió la boca con la lengua, pero no encontró agujeros ni dientes rotos.

«Es brujería —pensó—. Tengo una cara nueva. Una cara fea, maltratada».

—Puede que sufras pesadillas una temporada —le advirtió el hombre bondadoso—. Su padre le daba palizas tan brutales y frecuentes que no dejó de sentir miedo y dolor hasta que vino a vernos.

—¿Lo matasteis?

—Pidió el don para sí, no para él.

«Pues tendríais que haberlo matado a él».

Fue como si el sacerdote le leyera la mente.

—La muerte acabó por acudir a buscarlo, como les sucede a todos los hombres. Como le sucederá mañana a un hombre concreto. —Cogió la lámpara—. Ya no tenemos nada más que hacer aquí.

«Por ahora». Las pieles que colgaban sobre ellos parecían seguirlos con los agujeros vacíos de los ojos cuando desanduvieron el camino hacia las escaleras. Durante un momento, casi le pareció que movían los labios y se susurraban secretos con palabras tan quedas que no alcanzaba a oírlas.

Aquella noche tardó en conciliar el sueño. Enredada en las sábanas, en la habitación fría y oscura, se agitaba sin parar, pero seguía viendo las caras en cualquier lado hacia el que se volviera.

«No tienen ojos, pero me ven. —Había distinguido el rostro de su padre en la pared, y a su lado, el de su señora madre. Bajo ellos, en fila, estaban los de sus tres hermanos—. No. Esa es otra niña. Yo soy Nadie, y mis únicos hermanos visten túnicas blancas y negras». Pero allí estaba el bardo negro, y también el mozo de cuadra al que había matado con Aguja, y el escudero regordete de la posada de la encrucijada, y más allá, el guardia al que había degollado en Harrenhal. El Cosquillas también colgaba de la pared, con los agujeros negros de los ojos cargados de maldad. Solo con verlo volvió a sentir el peso del puñal en la mano mientras se lo clavaba en la espalda una y otra vez.

Cuando por fin amaneció sobre Braavos, el día llegó gris y encapotado. Había albergado la esperanza de que hubiera niebla, pero los dioses desoyeron sus plegarias, como solían hacer los dioses. La mañana era fría y despejada, y el viento, cortante.

«Un buen día para morir —pensó. La plegaria acudió a sus labios sin que pudiera evitarlo—. Ser Gregor, Dunsen, Raff el Dulce. Ser Ilyn, ser Meryn, la reina Cersei». Pronunció los nombres en silencio. En la Casa de Blanco y Negro no se sabía nunca quién podía estar escuchando.

Los sótanos estaban llenos de ropa, de indumentaria recogida de los que acudían a la Casa de Blanco y Negro para beber la paz del estanque del templo. Había de todo, desde harapos de mendigo hasta sedas y terciopelos de gran valor.

«Una niña fea tiene que llevar ropa fea», decidió, así que eligió una capa marrón sucia y deshilachada, una túnica verde mohosa que olía a pescado y unas botas pesadas. Por último ocultó el dedal de cuchilla.

No tenía ninguna prisa, de modo que se dirigió al puerto Púrpura por el camino más largo, cruzando el puente que conducía a la isla de los Dioses. Gata de los Canales vendía berberechos y mejillones allí, entre los templos, cuando Talea, la hija de Brusco, tenía la sangre de la luna y se quedaba postrada en cama. Casi esperaba verla vendiendo aquel día, tal vez junto a la Casa de las Mil Habitaciones, que alojaba los altares abandonados de los dioses menores caídos en el olvido, pero era una estupidez. Hacía demasiado frío, y a Talea nunca le había gustado madrugar. La estatua que adornaba la entrada del santuario de la Dama Doliente de Lys derramaba lágrimas de plata cuando la niña fea pasó junto a ella. Los jardines de Gelenei estaban adornados con un árbol de cuarenta varas chapado en oro, con las hojas de plata batida. Tras las vidrieras del pabellón de madera del Señor de la Armonía brillaban unas antorchas, que iluminaban medio centenar de mariposas de vivos colores.

La niña recordó que, en cierta ocasión, la Esposa del Marinero la había acompañado en su ronda y había estado hablándole de los dioses más extraños de la ciudad.

—Esa es la casa del Gran Pastor. Trios, el tricéfalo, tiene aquella torre de las tres torretas; la primera cabeza devora a los moribundos, que renacen por la tercera. No sé para qué sirve la de en medio. Esas son las Piedras del Dios Silencioso, y ahí está la entrada del Laberinto del Fijador de Pautas: según sus sacerdotes, solo aquellos que aprendan a recorrerlo pueden hallar el camino de la sabiduría. Detrás, ese edificio que hay junto al canal es el templo de Aquan, el Toro Rojo. Cada trece días, sus sacerdotes degüellan a un ternero blanco y reparten cuencos de sangre entre los mendigos.

No debía de ser el decimotercer día, porque los peldaños del Toro Rojo estaban desiertos. Los dioses hermanos Semosh y Selloso soñaban en sus templos gemelos, cada uno en una orilla del Canal Negro, unidos por un puente de piedra labrada. La niña lo cruzó y se dirigió hacia los muelles; pasó por el puerto del Trapero y junto a las torres y cúpulas medio hundidas de la Ciudad Ahogada.

Se cruzó con un grupo de marineros lysenos tambaleantes que salían en aquel momento del Puerto Feliz, pero no vio a ninguna puta. El Barco estaba cerrado y vacío; sin duda, los titiriteros aún dormían. Pero más allá, en el muelle, junto a un ballenero ibbenés, divisó a Tagganaro, el viejo amigo de Gata, que lanzaba una pelota a Casso, el Rey de las Focas, mientras el último ratero al que había contratado trabajaba entre los espectadores. Se detuvo para mirar y escuchar un momento, y Tagganaro no la reconoció, pero Casso ladró y aplaudió con las aletas.

«Sabe quién soy, o quizá es que huele el pescado». Se apresuró a seguir su camino.

Cuando llegó al puerto Púrpura, el viejo ya se había refugiado en el garito de sopas y estaba contando las monedas de una bolsa mientras regateaba con el capitán de un barco. El guardia alto y flaco se encontraba junto a él, de pie, mientras que el bajo y regordete se había sentado cerca de la puerta para ver bien a cualquiera que entrara. Eso no tenía importancia, porque ella no pensaba entrar. Lo que hizo fue acomodarse en los pilotes de madera, a veinte pasos, mientras el viento borrascoso le agitaba la capa con dedos fantasmales.

El puerto estaba muy transitado incluso en los días fríos y grises como aquel. Vio marineros en busca de prostitutas y prostitutas en busca de marineros. Dos jaques pasaron junto a ella, con las galas arrugadas y la espada golpeándoles los muslos, sosteniéndose el uno contra el otro en su caminar ebrio. Un sacerdote rojo se cruzó en su camino, con la túnica escarlata y carmesí chasqueando al viento.

Ya era casi mediodía cuando divisó al hombre que le interesaba, un próspero naviero al que había visto hacer negocios con el viejo en tres ocasiones. Era calvo y corpulento, y llevaba una gruesa capa de lujoso terciopelo marrón con ribete de piel y un cinturón de cuero también marrón adornado con lunas y estrellas de plata. Algún percance le había dejado una pierna rígida, y caminaba despacio con ayuda de un bastón.

Le sería tan útil como cualquiera y más que la mayoría, así que la niña fea se decidió por él. Saltó del pilote para seguirlo a una docena de zancadas, con la cuchilla lista. El hombre llevaba el monedero a la derecha, colgado del cinturón, pero cubierto por la capa. La cuchilla centelleó veloz, silenciosa; un tajo rápido a través del terciopelo, que su víctima ni sintió. Roggo el Rojo habría sonreído al verla. La niña pasó la mano por la abertura, abrió el monedero con el dedal, se llenó la mano de oro…

El hombre corpulento se volvió.

—¿Qué…? —El movimiento hizo que a la niña se le enredara la capa en el brazo justo cuando lo iba a retirar, y las monedas cayeron al suelo en torno a ellos—. ¡Ladrona!

Alzó el bastón para golpearla, pero ella le dio una patada en la pierna lesionada y echó a correr durante su caída, pasando como un rayo junto a una madre con su hijo. Más monedas se le cayeron de los dedos y rodaron por el suelo. Los gritos de «¡Ladrona! ¡Ladrona!» resonaban tras ella. Un posadero regordete junto al que pasó hizo una torpe tentativa de agarrarla del brazo, pero la niña lo rodeó, pasó junto a una prostituta que se desternillaba de risa y escapó por el callejón más próximo.

Gata de los Canales conocía bien aquellas callejas, y la niña fea las recordaba. Corrió hacia la izquierda, salvó un muro bajo, cruzó de un salto un canal estrecho y se coló por una puerta abierta que daba a una especie de almacén polvoriento. Los sonidos de la persecución llegaban muy lejanos, de modo que se agazapó tras unas cajas y aguardó, abrazándose las rodillas. Se quedó allí casi una hora, hasta que consideró que podía salir sin riesgo; trepó por la pared del edificio y recorrió los tejados, casi hasta el Canal de los Héroes. Para entonces, el naviero ya habría recogido las monedas y el bastón, y estaría en el garito de sopas. Tal vez estuviera tomándose un caldo caliente al tiempo que echaba pestes con el viejo de la niña fea que había intentado robarle la bolsa.

El hombre bondadoso la esperaba en la Casa de Blanco y Negro, sentado en el borde del estanque. La niña fea se sentó a su lado y puso una moneda entre ellos. Era de oro, con un rey en la cara y un dragón en la cruz.

—Un dragón dorado de Poniente —dijo el hombre bondadoso—. ¿Cómo ha llegado a tus manos? Nosotros no robamos.

—No lo he robado. Le he cogido una moneda, pero le he dejado otra de las nuestras.

El hombre bondadoso comprendió al instante.

—Y con esa moneda y las otras que lleva en la bolsa, pagará a cierto hombre. Poco después, a ese hombre le fallará el corazón. ¿Es así? Qué triste. —El sacerdote cogió la moneda y la tiró al estanque—. Te queda mucho por aprender, pero quizá no seas un caso perdido.

Aquella noche le devolvieron la cara de Arya Stark.

También le llevaron una túnica, una de las túnicas gruesas y suaves que llevaban los acólitos, negra por un lado y blanca por el otro.

—Mientras estés aquí, siempre debes llevar esto —le dijo el sacerdote—, pero no lo necesitarás mucho de momento. Mañana acudirás a Izembaro, para empezar el primer aprendizaje. Coge la ropa que quieras de las criptas. La guardia de la ciudad está buscando a cierta niña fea que frecuenta el puerto Púrpura, así que será mejor que tengas un nuevo rostro. —Le puso los dedos bajo la barbilla y le movió la cabeza a un lado y otro—. Esta vez, que sea bonito. Tan bonito como el tuyo. ¿Quién eres, niña?

—Nadie.