Tyrion (11)

El sanador entró en la tienda musitando trivialidades amables, pero en cuanto notó el hedor del aire y echó un vistazo a Yezzan zo Qaggaz, se detuvo en seco.

—La yegua clara —dijo a Golosinas.

«Qué sorpresa —pensó Tyrion—, ¿quién se lo iba a imaginar? Aparte de cualquiera que tenga nariz, y yo, que solo tengo media». Yezzan estaba ardiendo de fiebre y se retorcía en un charco de excrementos, un líquido marrón mezclado con sangre. A Yollo y a Penny les había tocado limpiarle el trasero amarillo. Su amo no era capaz de levantar su propio peso ni con ayuda, y tenía que hacer acopio de todas sus exiguas fuerzas para rodar hacia un lado.

—Mis artes no servirán de nada aquí —anunció el sanador—. La vida del noble Yezzan está en manos de los dioses. Procurad que no pase calor; hay quien dice que eso ayuda. Y que beba mucha agua. —Los afectados por la yegua clara siempre tenían sed, y bebían cubos de agua entre cagada y cagada—. Agua limpia, tanta como quiera.

—Pero no del río —apuntó Golosinas.

—Eso, ni pensarlo. —Sin añadir nada más, el sanador se largó a toda prisa.

«Nosotros también deberíamos largarnos —pensó Tyrion. Era un esclavo con argolla dorada y campanillas que tintineaban alegres cada vez que daba un paso—. Uno de los tesoros de Yezzan. Un honor que no se distingue en nada de la pena de muerte». A Yezzan zo Qaggaz le gustaba tener cerca a sus tesoritos, así que a Yollo, Penny, Golosinas y al resto de su colección les correspondió cuidarlo cuando enfermó.

«Pobre Yezzan». El señor del sebo no era tan mal amo: en eso, Golosinas les había dicho la verdad. Sirviendo a los invitados en sus banquetes nocturnos, Tyrion no había tardado en descubrir que Yezzan era uno de los señores yunkios que más habían hablado a favor de mantener la paz con Meereen. Casi todos los demás se limitaban a esperar su oportunidad, cuando llegaran los ejércitos de Volantis, y unos pocos querían tomar la ciudad por asalto de inmediato, no fuera que los volantinos les arrebataran la gloria y la mejor parte del botín. Yezzan no quería ni oír hablar de aquello, y tampoco dio su aprobación a la sugerencia del mercenario Barbasangre de devolver los rehenes meereenos con los trabuquetes.

Pero en dos días podían cambiar muchas cosas. Hacía dos días, Aya estaba sano y robusto. Hacía dos días, Yezzan no había oído los cascos espectrales de la yegua clara. Hacía dos días, las flotas de la Antigua Volantis se encontraban a dos días de distancia. Y en aquel momento…

—¿Yezzan va a morir? —preguntó Penny con aquella vocecita suya de «Por favor, dime que no».

—Todos vamos a morir.

—Quiero decir de la colerina.

—Yezzan no puede morir. —Golosinas los miró con desesperación.

El hermafrodita acarició la frente de su gigantesco amo para retirarle el pelo empapado de sudor. El yunkio gimió, y otro chorro de agua marrón le brotó de entre las piernas. Tenía el lecho empapado y apestoso, pero no había manera de moverlo.

—Hay amos que, cuando mueren, liberan a sus esclavos —dijo Penny.

—Solo a los favoritos. —Golosinas dejó escapar una risita aterradora—. Los liberan de los pesares del mundo, para que acompañen a su querido amo a la tumba y le sirvan en la otra vida.

«Lo sabe mejor que nadie. Será el primero al que corten el cuello».

—La reina de plata… —empezó el chico cabra.

—… está muerta —insistió Golosinas—. ¡Olvidaos de ella! El dragón se la llevó al otro lado del río; ya se habrá ahogado en ese mar dothraki.

—Nadie se ahoga en la hierba —replicó el chico cabra.

—Si estuviéramos libres, podríamos buscar a la reina —dijo Penny.

«Sí, tú a lomos del perro y yo de la cerda, persiguiendo a un dragón por el mar dothraki». Tyrion se rascó la cicatriz para contener la carcajada.

—Lo malo es que este dragón se ha aficionado al cerdo asado, y el enano asado es el doble de sabroso.

—Solo estaba pensando en voz alta. Podríamos irnos por mar. Ahora que ha terminado la guerra, vuelve a haber barcos. —«¿De verdad ha terminado?». Tyrion albergaba serias dudas. Se habían firmado pergaminos, sí, pero las guerras no se libraban con tinta—. Podríamos ir a Qarth —siguió Penny—. Mi hermano me contaba siempre que las calles están empedradas de jade, y que la muralla de la ciudad es una de las maravillas del mundo. Cuando actuemos en Qarth nos lloverán oro y plata, ya lo verás.

—Algunos barcos de la bahía son qarthienses —le recordó Tyrion—. Lomas Pasolargo vio la muralla de Qarth y a mí me basta con sus libros; no pienso ir más hacia el este.

Golosinas pasó un paño húmedo por el rostro febril de Yezzan.

—Yezzan no puede morir, o todos moriremos con él. La yegua clara no se lleva a todos sus jinetes. El amo se recuperará.

Era mentira, por supuesto; sería un milagro que Yezzan viviera un día más. En opinión de Tyrion, el señor del sebo estaba agonizando de la espantosa enfermedad que había contraído durante su visita a Sothoryos, y aquello no hacía más que acelerar su fin.

«En realidad, casi es lo mejor para él». Pero no era la suerte que el enano querría para sí mismo.

—El sanador ha dicho que necesita agua fresca. Nosotros nos encargamos.

—Muy bien, gracias. —Golosinas estaba consternado, no solo por la perspectiva de perder la vida: también era el único de los tesoros de Yezzan que sentía verdadero afecto por su inmenso amo.

—Ven conmigo, Penny. —Tyrion levantó la solapa de la tienda y salieron al calor de la mañana meereena. El aire era húmedo y bochornoso, pero aun así se agradecía en comparación con el olor de sudor, mierda y enfermedad del majestuoso pabellón de Yezzan.

—El amo se sentirá mejor con un poco de agua —dijo Penny—. Lo ha dicho el sanador, así que debe de ser verdad. Agua fresca y limpia.

—El agua fresca y limpia no le sirvió de nada a Aya.

«Pobre Aya. —Los soldados de Yezzan lo habían tirado al carromato de los cadáveres el día anterior, al anochecer; una víctima más de la yegua clara. Cada hora que pasaba morían hombres, así que nadie prestaba atención a otro cadáver, mucho menos si era el de alguien tan poco querido como Aya. Cuando el capataz empezó a sentir retortijones, el resto de los esclavos de Yezzan se había negado a acercársele, y Tyrion fue el único que se ocupó de que estuviera cómodo y de llevarle bebida—. Vino aguado, limonada dulce y un buen caldito de cola de perro con setas. Bébetelo, Aya; tienes que reponer toda esa agua que estás cagando». La última palabra que dijo Aya fue «No». Las últimas palabras que escuchó fueron: «Un Lannister siempre paga sus deudas».

Tyrion se lo había ocultado a Penny, pero tenía que hacerle comprender la situación con respecto a su amo.

—Me sorprendería mucho que Yezzan siguiera vivo al amanecer.

—¿Qué pasará con nosotros? —Penny se agarró de su brazo.

—Tiene herederos, sus sobrinos. —Cuatro de ellos habían acompañado a Yezzan desde Yunkai para dirigir su ejército de soldados esclavos. Uno había muerto a manos de los mercenarios de los Targaryen durante una escaramuza, así que los tres restantes se repartirían a los esclavos de la mole amarilla. Pero nada garantizaba que alguno de los sobrinos compartiera el gusto de Yezzan por los monstruos, las rarezas y los tullidos—. Nos heredarán, o puede que nos subasten de nuevo.

—No. —Penny abrió mucho los ojos—. Eso no, por favor.

—Tampoco a mí me apetece mucho.

A pocos pasos de allí, seis soldados esclavos de Yezzan jugaban a las tabas acuclillados en el suelo mientras se pasaban de mano en mano un pellejo de vino. Uno era el sargento Cicatriz, un animal de mal genio con la cabeza más pelada que una piedra y hombros de toro.

«Y también sesos de toro», recordó Tyrion. Anadeó hacia el grupo.

—¡Cicatriz! —rugió—, el noble Yezzan necesita agua fresca y limpia. Elige a dos hombres y traed tantos cubos como podáis acarrear. ¡Y que sea deprisa!

Los soldados dejaron de jugar, y Cicatriz se levantó con el prominente ceño fruncido.

—¿Qué has dicho, enano? ¿Quién te crees que eres?

—Ya sabes quién soy: Yollo, uno de los tesoros del amo. ¡Haz lo que te he dicho!

Los soldados se echaron a reír.

—Venga, Cicatriz —dijo uno, burlón—. ¡Y que sea deprisa! ¡El mono de Yezzan te ha dado una orden!

—Tú no das órdenes a los soldados —bufó Cicatriz.

—¿Soldados? —Tyrion fingió asombrarse—. Yo aquí solo veo esclavos. Llevas una argolla igualita que la mía.

El brutal revés que le asestó Cicatriz lo hizo caer y le partió el labio.

—La argolla de Yezzan, no la tuya —dijo el sargento.

Tyrion se limpió la sangre de la boca con el dorso de la mano. Intentó levantarse, pero le falló una pierna y volvió a caer de rodillas, así que Penny tuvo que ayudarlo.

—Golosinas dice que el amo necesita agua —dijo con su mejor versión de un gimoteo.

—A Golosinas, que lo follen, o que se folle él solo. Ese monstruo tampoco nos da órdenes.

«No, claro». Había tardado muy poco en descubrir que entre los esclavos también había señores y plebeyos. El hermafrodita había sido el juguete preferido de su amo durante mucho tiempo, siempre consentido y demasiado mimado, lo que provocaba el resentimiento de los otros esclavos del noble Yezzan. Los soldados estaban acostumbrados a aceptar órdenes de su amo y del capataz, pero Aya había muerto y Yezzan estaba tan enfermo que no podía nombrarle un sustituto. En cuanto a los tres sobrinos, en cuanto se dejaron oír los cascos de la yegua clara, aquellos valerosos hombres libres recordaron de repente que tenían asuntos apremiantes de los que ocuparse.

—El a-a-agua —tartamudeó Tyrion—. El sanador dice que no sea agua del río. Agua fresca y limpia.

—Pues id vosotros a por ella —gruñó Cicatriz—. Y que sea deprisa.

—¿Nosotros? —Tyrion cruzó una mirada desesperada con Penny—. El agua pesa mucho, y no somos tan fuertes como vosotros. ¿Podemos llevarnos el carro de la mula?

—Id a patita.

—Tendremos que hacer una docena de viajes.

—¿Y a mí qué? Como si tenéis que hacer un centenar.

—Es que los dos solos no podemos traer tanta agua como necesita el amo…

—Pues llevaos a vuestro oso —sugirió Cicatriz—. Parece que solo vale para acarrear agua…

—Como digas, amo —respondió Tyrion.

«Eso de “amo” le ha gustado», pensó al ver la sonrisa de Cicatriz.

—Morgo, trae las llaves. Vosotros, enanos, llenad los baldes y volved de inmediato. Ya sabéis qué les pasa a los esclavos que intentan escapar.

—Ve a buscar los baldes —dijo Tyrion a Penny. Él acompañó a Morgo para sacar de la jaula a ser Jorah Mormont.

El caballero no se había adaptado bien al cautiverio. Cuando lo requerían para representar el papel del oso y llevarse a la doncella, se mostraba hosco y poco cooperativo, y arrastraba los pies sin entusiasmo en las escasas ocasiones en que se dignaba tomar parte en la farsa. No había intentado escapar ni se había enfrentado a sus captores, pero hacía caso omiso de las órdenes que le daban, o mascullaba juramentos como toda respuesta. A Aya no le hacía la menor gracia, y había dejado clara su opinión encerrando a Mormont en una jaula de hierro y ordenando que le dieran una paliza cada noche, mientras el sol se hundía en la bahía de los Esclavos. El caballero encajaba los golpes en silencio, y solo se oían las maldiciones de los esclavos que le pegaban y el sonido sordo de los palos contra la carne maltratada de ser Jorah.

«Es un cascarón vacío —pensó Tyrion la primera vez que vio como golpeaban al corpulento caballero—. Tendría que haberme callado; habría sido mejor para él que lo comprara Zahrina».

Mormont salió encorvado de los estrechos confines de la jaula, con los dos ojos morados y la espalda llena de costras. Tenía el rostro tan hinchado y magullado que no parecía ni humano. No llevaba más ropa que un taparrabos, un trapo amarillo sucio y desgarrado.

—Ayúdalos a acarrear agua —le dijo Morgo.

La única respuesta de ser Jorah fue una mirada hosca.

«Bueno, hay hombres que prefieren morir a vivir como esclavos». Tyrion no era uno de ellos, por suerte, pero si Mormont asesinaba a Morgo, era posible que los otros esclavos no apreciaran la diferencia.

—Vamos —dijo antes de que el caballero cometiera alguna estupidez valerosa. Echó a andar, con la esperanza de que Mormont lo siguiera.

Por una vez, los dioses fueron misericordiosos y Mormont lo siguió.

Dos baldes para Penny, dos para Tyrion y cuatro para ser Jorah, dos en cada mano. El pozo más próximo estaba al sudoeste de la Bruja, y hacia él se encaminaron acompañados por el alegre tintineo de las campanillas de las argollas. Nadie les prestó la menor atención; no eran más que esclavos que iban a buscar agua para su amo. La argolla proporcionaba ciertas ventajas, sobre todo si era dorada y llevaba el nombre de Yezzan zo Qaggaz: el tintineo de aquellas campanillas proclamaba muy alto su valor. Un esclavo solo era tan importante como su amo, y Yezzan era el hombre más adinerado de la Ciudad Amarilla; había aportado seiscientos soldados esclavos a aquella guerra, y poco importaba que pareciera una babosa amarilla gigante y apestara a meados. Aquellas argollas les permitían desplazarse libremente dentro de los límites del campamento.

«Hasta que Yezzan muera».

Los Señores del Estrépito habían puesto a sus soldados esclavos a perforar en un campo cercano. El tintineo de las cadenas que los ataban unos a otros creaba una rudimentaria música cuando marchaban por la arena con paso trabado para formar con las lanzas largas. En otros lugares, los equipos de esclavos construían rampas de piedra y arena bajo los maganeles y los escorpiones para hacer que apuntaran hacia el cielo y defender mejor el campamento en caso de que volviera el dragón negro. El enano no pudo contener una sonrisa al verlos sudar y maldecir mientras empujaban las pesadas máquinas por las pendientes. También se veían ballestas por todas partes: uno de cada dos hombres exhibía una, así como un carcaj lleno de saetas colgado del cinturón.

Si hubieran consultado a Tyrion, les habría dicho que no se molestaran. A no ser que un largo dardo de hierro del escorpión acertara al gatito de la reina en pleno ojo, aquellos juguetes no servirían de nada.

«No es tan fácil matar a un dragón. Si le hacéis cosquillas con eso, lo único que conseguiréis será enfurecerlo».

Los ojos, situados justo delante del cerebro, eran el punto débil del dragón; no el vientre, como narraban las antiguas leyendas. Las escamas del abdomen eran tan duras como las del dorso y los flancos. Tampoco servía de nada apuntar al gaznate; era un despropósito. Tanto daría que aquellos aspirantes a matadragones intentaran apagar un fuego a lanzadas. «La muerte sale por la boca del dragón —había escrito el septón Barth en su Historia antinatural—. Pero no entra por el mismo camino».

Un poco más allá, dos legiones del Nuevo Ghis se enfrentaban, línea de escudos contra línea de escudos, mientras los sargentos, con sus medios yelmos de hierro adornados con penacho de crines, gritaban órdenes en su dialecto incomprensible. A simple vista, los ghiscarios parecían más temibles que los soldados esclavos yunkios pero Tyrion no estaba tan seguro. La Legión estaba armada y organizada igual que los Inmaculados, pero los eunucos no conocían otra vida, mientras que los legionarios eran ciudadanos libres que se alistaban durante periodos de tres años.

La cola para llegar al pozo se alargaba quinientos pasos.

A menos de un día a pie de Meereen solo había un puñado de pozos, de modo que siempre había que esperar mucho tiempo. La mayor parte del ejército yunkio sacaba el agua para beber del Skahazadhan, cosa que a Tyrion le parecía una pésima idea incluso antes de escuchar la advertencia del sanador. Los más listos cogían el agua corriente arriba, antes de que pasara por las letrinas, pero siempre tras su paso por la ciudad.

Que aún quedaran pozos a menos de un día de marcha de la ciudad demostraba que Daenerys Targaryen era una ingenua en lo que respectaba a los asedios.

«Tendría que haber envenenado hasta el último; así, los yunkios se verían obligados a beber del río. El asedio se habría acabado en un suspiro». No le cabía duda de que eso habría hecho su padre.

Cada vez que se movían, las campanillas de sus argollas tintineaban.

«Es un sonido tan alegre que me dan ganas de sacarle a alguien los ojos con una cuchara. —A aquellas alturas, Grif, Pato y Haldon Mediomaestre ya debían de estar en Poniente con el joven príncipe. —Y yo debería estar con ellos… Pero no, claro, tuve que irme de putas. No me bastaba con haber matado a mi padre; necesitaba vino y coños para celebrar mi desgracia, y aquí estoy, al otro lado del mundo, con una argolla de esclavo y campanillas de oro que tintinean a cada paso que doy. Si me muevo bien, igual puedo tocar “Las lluvias de Castamere”».

No había mejor lugar que los alrededores de un pozo para enterarse de las últimas noticias y rumores.

—Yo sé lo que vi —estaba comentando un esclavo viejo con argolla de hierro oxidado cuando Tyrion y Penny se pusieron a la cola—. Vi como ese dragón despedazaba a la gente y la achicharraba hasta los huesos. Todo el mundo corría intentando salir de la arena, pero yo había ido a ver un espectáculo, y por todos los dioses de Ghis que lo vi. Estaba arriba, en el gallinero, así que me imaginé que el dragón ni me miraría.

—La reina se subió al lomo del dragón y escapó volando —insistió una mujer alta de piel morena.

—Lo intentó —replicó el anciano—, pero no pudo agarrarse. Las saetas alcanzaron al dragón, y una se le clavó a la reina entre esas tetas tan monas y rosadas, me lo han dicho. Cayó al suelo y murió aplastada bajo las ruedas de un carromato. Tengo una amiga que conoce a un hombre que la vio morir.

Cuando se estaba rodeado de gente así, el silencio era muestra de inteligencia, pero Tyrion no fue capaz de contenerse.

—No se ha encontrado el cadáver —dijo.

—¿Y tú qué sabes? —preguntó el anciano con el ceño fruncido.

—Lo sabe porque estaban allí —intervino la mujer de piel morena—. Son los enanos del espectáculo; justaron ante la reina.

El viejo entrecerró los ojos como si los viera por primera vez.

—Sois los que vais montados en cerdos.

«Nuestra fama nos precede». Tyrion amagó una reverencia y se abstuvo de señalar que uno de los cerdos era más bien un perro.

—La cerda que monto es mi hermana, en realidad. ¿No se nota? Tenemos la misma nariz. Un mago la hechizó, pero si le das un beso con lengua, se transformará en una hermosa mujer. Lo malo es que cuando la conozcas bien querrás volver a besarla para transformarla de nuevo.

Todos estallaron en carcajadas a su alrededor, hasta el anciano.

—Entonces, la visteis. Visteis a la reina —dijo el chico pelirrojo que se había puesto a la cola tras ellos—. ¿Es tan hermosa como dicen?

«Vi a una muchacha esbelta de pelo plateado, vestida con un tokar —podría haberles dicho—. Llevaba un velo, así que no le vi la cara, y además estaba un poco lejos. Y yo iba montado en un cerdo. —Daenerys Targaryen estaba en el palco del propietario de la arena, junto a su rey ghiscario, pero Tyrion se había fijado enseguida en el caballero de armadura blanca y dorada que había tras ella. Tenía la cara tapada por el yelmo, pero habría reconocido a Barristan Selmy entre un millón. Recordó haber pensado que, al menos en eso, Illyrio había dado en el clavo—. Pero ¿me reconocerá él a mí? ¿Y qué pasará entonces?».

Había estado a punto de descubrirse en aquel momento, pero la precaución, la cobardía, el instinto o lo que fuera se lo impidió. No esperaba que Barristan el Bravo lo recibiera con nada que no fuera hostilidad. Selmy no había aprobado nunca el ingreso de Jaime en su adorada Guardia Real: antes de la rebelión lo consideraba demasiado joven e inexperto; después llegó a decir que el Matarreyes debería teñirse de negro la capa blanca. Y los crímenes de Tyrion eran mucho peores: Jaime solo había matado a un loco, mientras que Tyrion le había clavado una saeta en la ingle a su propio padre, a quien ser Barristan había servido durante años. Tal vez habría optado por arriesgarse, pero en aquel momento Penny le asestó un golpe en el escudo, y pasó la ocasión.

—La reina nos miró justar —estaba contando Penny a los otros esclavos de la cola—, pero fue la única vez que la vimos.

—¡Pero seguro que visteis el dragón! —dijo el anciano.

«Ojalá». Ni siquiera eso le habían concedido los dioses. Justo cuando Daenerys Targaryen salía volando, Aya estaba poniéndoles los grilletes de hierro en los tobillos para que no intentaran escapar en el camino de vuelta. Si el capataz se hubiera marchado después de dejarlos en el matadero, o si hubiera huido como los demás esclavistas cuando el dragón bajó en picado sobre ellos, los dos enanos habrían quedado libres.

«Más bien habríamos salido corriendo, con todas las campanitas tintineando».

—Ah, pero ¿hubo un dragón? —Tyrion se encogió de hombros—. Yo lo único que sé es que no apareció ninguna reina muerta.

—Había cientos de cadáveres. —El viejo no parecía convencido—. Los arrastraron a la arena y los quemaron, aunque la verdad es que muchos de ellos ya estaban achicharrados. Puede que no la reconocieran, toda quemada, ensangrentada y aplastada. O puede que sí la reconocieran pero dijeran que no para que los esclavos siguierais tranquilitos.

—¿Por qué te excluyes? —dijo la mujer de piel morena—. Tú también llevas argolla.

—Pero es la de Ghazdor —dijo el viejo, ufano—. Lo conozco desde que nació; soy como un hermano para él. Los esclavos como vosotros, las sobras de Astapor y Yunkai, os pasáis el día lloriqueando por la libertad, pero yo no le entregaría mi argolla a la reina dragón ni aunque me chupara la polla a cambio. No hay nada como tener un buen amo.

Tyrion no le llevó la contraria. Lo más insidioso de la esclavitud era lo poco que costaba acostumbrarse a ella. La vida de la mayoría de los esclavos no se diferenciaba en gran cosa de la de los criados de Roca Casterly. Sí, algunos amos y capataces eran crueles y brutales, pero lo mismo se podía decir de algunos señores ponientis, sus mayordomos y sus alguaciles. Casi todos los yunkios trataban aceptablemente bien a sus propiedades y se daban por satisfechos con que hicieran bien su trabajo y no causaran ningún problema. Aquel anciano de la argolla oxidada, con su vehemente lealtad hacia lord Nalgasblandas, no era nada excepcional.

—¿Ghazdor el Bueno? —preguntó Tyrion con voz inocente—. Ah, nuestro amo Yezzan habla a menudo de su cerebro. —Lo que Yezzan solía decir venía a ser más o menos «Yo tengo más cerebro en la nalga izquierda que Ghazdor y todos sus hermanos juntos», pero le pareció más prudente no citar las palabras exactas.

Pasó el mediodía antes de que Penny y él llegaran al pozo, donde un esclavo flaco con una sola pierna, encargado de sacar el agua, los miró con desconfianza.

—Aya es el que viene siempre a por el agua de Yezzan, con cuatro hombres y un carro tirado por una mula. —Bajó el balde al fondo del pozo, y se oyó una salpicadura lejana. El esclavo llenó el balde y lo subió; tenía los brazos quemados por el sol y despellejados, flacos, pero todo músculo.

—La mula se ha muerto —dijo Tyrion—, igual que Aya, el pobre. Ahora es Yezzan el que monta la yegua clara, y seis de sus soldados también están con cagalera. ¿Me llenas dos baldes, por favor?

—Como quieras. —Se acabó la conversación indolente. «¿Oyes los cascos de la yegua?». El embuste relativo a los soldados hizo que el viejo trabajara mucho más deprisa.

Emprendieron el camino de vuelta. Los enanos acarreaban dos baldes de agua fresca llenos hasta el borde, y ser Jorah, cuatro. Cada vez hacía más calor, y el aire denso y húmedo los envolvía como una manta de lana mojada; su carga se hacía más pesada con cada paso.

«Un paseo muy largo para unas piernas tan cortas». Con cada zancada caía agua de los baldes y le salpicaba las piernas al son de la marcha que tocaban las campanillas.

«De haber sabido que iba a acabar así, igual te habría dejado con vida, padre. —A lo lejos, en el este, una columna de humo oscuro se alzaba sobre una tienda en llamas—. Están quemando a los que murieron por la noche».

—Por aquí —dijo Tyrion, señalando hacia la derecha con la barbilla.

—No hemos venido por ese camino —se extrañó Penny.

—Prefiero no respirar ese humo; está lleno de humores malignos. —No era mentira. «No del todo».

Penny no tardó en empezar a jadear bajo el peso de los baldes.

—Tengo que descansar un momento.

—Como quieras. —Tyrion dejó los baldes en el suelo, agradecido por la posibilidad de tomarse un respiro. Sentía calambres en las piernas, así que se sentó en una roca para frotarse los muslos.

—Si quieres ya te lo hago yo —se ofreció Penny—. Sé qué músculos se agarrotan.

Por mucho cariño que le hubiera tomado a la chica, seguía sintiéndose incómodo cuando lo tocaba, así que se giró hacia ser Jorah.

—Un par de palizas más y serás más feo que yo, Mormont. Dime una cosa, ¿te quedan ganas de pelear?

El corpulento caballero clavó en él los ojos amoratados y lo miró como si fuera un insecto.

—Las suficientes para romperte el cuello, Gnomo.

—Bien. —Tyrion recogió los baldes—. Entonces, por aquí.

Penny frunció el ceño.

—Qué va, es por la izquierda —señaló—. Allí está la Bruja.

—Y allí, la Hermana Malvada. —Tyrion señaló con la cabeza en sentido contrario—. Tú confía en mí; llegaremos antes. —Echó a andar con un tintineo de campanillas, seguro de que Penny lo seguiría.

A veces envidiaba a la chica, con sus sueños inocentes. Le recordaba a Sansa Stark, la esposa niña que había perdido. Pese a todo lo que había sufrido, seguía siendo igual de confiada.

«Ya debería haber escarmentado. Es mayor que Sansa, y además es enana, pero se comporta como si se le hubiera olvidado, como si fuera hermosa y de alta cuna, no una esclava en una colección de monstruos. —Por las noches la oía rezar—. Un desperdicio de palabras. Si hay algún dios que escuche, es un dios monstruoso que nos tortura por diversión. ¿Por qué, si no, creó un mundo como aquel, tan lleno de cadenas, sangre y dolor? ¿Por qué, si no, nos hizo como somos? —En ocasiones le daban ganas de abofetear a Penny, de zarandearla, de gritarle, de hacer lo que fuera con tal de despertarla de aquella ensoñación. “Nadie va a salvarnos —habría querido decirle—, y lo peor está por venir”. Pero sabía que no se lo diría jamás. En vez de darle una buena bofetada para que se le cayera el velo de los ojos, siempre acababa apretándole el hombro o abrazándola—. Cada vez que la toco es una mentira. Le he dado tantas monedas falsas que ya se cree rica. —Hasta le había ocultado la verdad sobre el reñidero de Daznak—. Leones. Iban a soltar a los leones para que nos devorasen». Habría sido de una ironía exquisita. A lo mejor hasta le habría dado tiempo a soltar una carcajada amarga, muy breve, antes de que lo despedazaran.

Nadie le había explicado el final que les tenían preparado, al menos con todas las palabras, pero no le había costado imaginárselo bajo los ladrillos del reñidero de Daznak, en el mundo oculto bajo las gradas, en los dominios lóbregos de los luchadores y los criados que se ocupaban de ellos, vivos y muertos: los cocineros que les daban de comer, los herreros que los armaban, los barberos cirujanos que los sangraban, los afeitaban y les vendaban las heridas, las putas que les prestaban servicio antes y después de los combates, y los encargados de sacar de la arena los cadáveres de los perdedores, arrastrándolos con cadenas y ganchos de hierro…

El rostro de Aya le había dado el primer indicio. Cuando terminó el espectáculo, Penny y él volvieron a la cripta iluminada por antorchas adonde llevaban a los luchadores antes y después de los combates. Unos afilaban las hachas, otros hacían sacrificios a dioses extraños y algunos apaciguaban los nervios con la leche de la amapola antes de salir a morir. Los que acababan de combatir y ganar jugaban a los dados en un rincón y se reían como solo pueden reír aquellos que acaban de enfrentarse a la muerte y viven para contarlo.

Aya estaba pagando unas monedas de plata al encargado del reñidero por una apuesta perdida cuando vio a Penny, que volvía con Crujo. El desconcierto desapareció de sus ojos en un instante, pero no antes de que Tyrion comprendiera qué significaba.

«No esperaba que volviéramos. —Miró a su alrededor y estudió el resto de las caras—. Nadie lo esperaba. Se suponía que íbamos a morir». La última pieza del rompecabezas encajó cuando oyó a un entrenador de animales que se quejaba en voz alta al encargado del reñidero:

—Los leones tienen hambre; llevan dos días sin comer. Me dijeron que no les diera de comer e hice caso. La reina tendría que pagar la carne.

—Pues pídele audiencia y reclámasela —replicó el encargado del reñidero.

Pese a aquello, Penny seguía sin sospechar nada. Lo que más preocupada la tenía de lo sucedido en la arena era que la gente no se había reído demasiado.

«Se habrían meado de risa si llegan a soltar los leones», estuvo a punto de decirle Tyrion, pero le apretó el hombro.

—Creo que nos hemos equivocado de camino. —Penny se paró en seco.

—No. —Tyrion dejó los baldes en el suelo. Las asas le habían dejado marcas profundas en los dedos—. Esas de allí son las tiendas que estamos buscando.

—¿Los Segundos Hijos? —Una sonrisa torva cruzó el rostro de ser Jorah—. Si crees que ahí vas a conseguir ayuda, es que no conoces a Ben Plumm el Moreno.

—Pues sí que lo conozco. Plumm y yo hemos jugado cinco partidas de sitrang. Es astuto y tenaz, y no es tonto…, pero sí cauto. Prefiere dejar que su adversario corra los riesgos, mientras él aguarda con todas las opciones abiertas para reaccionar según vaya cobrando forma la batalla.

—¿La batalla? ¿Qué batalla? —Penny retrocedió un paso—. Tenemos que volver. El amo necesita agua fresca; como tardemos demasiado, nos azotarán. Además, Cerdita Bonita y Crujo están allí.

—Golosinas cuidará de ellos —mintió Tyrion. Lo más probable era que Cicatriz y sus amigos se dieran un banquete a base de jamón, tocino y sabroso guiso de perro, pero no era lo que Penny quería oír—. Aya ha muerto y Yezzan tiene un pie en la tumba. Anochecerá antes de que nadie nos eche de menos; no vamos a tener una ocasión mejor que esta.

—¡No! Ya sabes qué les hacen a los esclavos que intentan escapar. No, por favor, no permitirán que salgamos del campamento.

—No hemos salido del campamento. —Tyrion recogió los baldes y echó a andar sin volver la vista atrás. Mormont lo siguió, y al cabo de un momento oyó a Penny, que se apresuraba a seguirlo pendiente arenosa abajo hacia el círculo de tiendas desastradas.

El primer guardia apareció cuando ya estaban cerca de los caballos. Era un lancero delgado de barba cobriza; obviamente, un tyroshi.

—¿Qué tenemos aquí? ¿Qué traéis en esos baldes?

—Agua, con tu permiso —dijo Tyrion.

—Preferiría que fuera cerveza. —La punta de una lanza le pinchó la espalda: un segundo guardia se les había acercado por detrás, y tenía acento de Desembarco del Rey. «Lo peorcito del Lecho de Pulgas».

—¿Te has perdido, enano? —preguntó.

—Venimos a unirnos a vuestra compañía.

A Penny se le cayó un balde de la mano, y la mitad del agua se derramó antes de que tuviera tiempo de recogerlo.

—Aquí ya estamos sobrados de bufones, ¿para qué queremos tres más? —El tyroshi tocó la argolla de Tyrion con la punta de la lanza e hizo sonar las campanillas doradas—. Esclavos fugados, ¿eh? Y tres, nada menos. ¿Qué argolla llevan?

—La de la Ballena Amarilla —aportó un tercer hombre atraído por las voces, un tipo flaco y mal afeitado con los dientes manchados de hojamarga. «Es un sargento —supo Tyrion en cuanto advirtió la deferencia con que lo trataban los otros dos. En lugar de mano derecha tenía un garfio—. Si este no es el hermano hijoputa de Bronn, yo soy Baelor el Santo».

—Son los enanos que quería comprar Ben —dijo el sargento a los lanceros—. Pero el grande… Traedlos a los tres por si acaso.

El tyroshi movió la lanza y Tyrion echó a andar. El otro mercenario, un jovencito, casi un niño con pelusa en las mejillas y el pelo del color de la paja sucia, alzó en brazos a Penny.

—¡Anda, el mío tiene tetas! —comentó entre risas; metió la mano bajo la túnica para confirmarlo.

—Tú llévala y calla —le espetó el sargento.

El muchacho se cargó a Penny a un hombro, y Tyrion caminó tan deprisa como le permitieron las piernas atrofiadas. Sabía adonde iban: a la tienda grande, situada al otro lado del foso de la hoguera, con las paredes de lona pintada descoloridas tras años de sol y lluvias. Unos cuantos mercenarios los miraron al pasar y una vivandera soltó una risita, pero nadie se entrometió.

Dentro de la tienda había taburetes, una mesa de caballetes, un astillero para lanzas y alabardas, un montón de alfombras deshilachadas de colores mal combinados y tres oficiales. Uno era esbelto y elegante, con barba puntiaguda y espada de jaque, y vestía un jubón con cortes que dejaban ver el forro rosa. Otro era calvo y regordete, tenía los dedos manchados de tinta y sujetaba una pluma en la mano.

El tercero era el hombre al que Tyrion quería ver. Lo saludó con una reverencia.

—Capitán…

—Los hemos pillado colándose en el campamento. —El muchacho soltó a Penny en la alfombra.

—Esclavos fugados —declaró el tyroshi—. Con baldes.

—¿Con baldes? —dijo Ben Plumm el Moreno. Nadie le ofreció una explicación—. Volved a vuestros puestos, y ni una palabra de esto a nadie. —Cuando hubieron salido, dedicó una sonrisa a Tyrion—. ¿Vienes a jugar al sitrang, Yollo?

—Si queréis… Es un placer ganaros. Tengo entendido que habéis cambiado de capa dos veces, Plumm. Sois mi tipo.

La sonrisa de Ben el Moreno no le llegó a los ojos. Examinó a Tyrion como si fuera una serpiente parlante.

—¿A qué has venido?

—A hacer realidad vuestros sueños. En la subasta intentasteis comprarnos, y luego tratasteis de ganarnos al sitrang. Ni cuando tenía la nariz entera era yo tan guapo como para despertar tal pasión…, excepto para quienes conocían mi verdadero valor. Pues mirad, aquí me tenéis, y gratis. Vamos, sed bueno y llamad al herrero para que nos quite estas argollas. Estoy harto del tintineo.

—No quiero problemas con vuestro noble amo.

—En estos momentos, Yezzan tiene entre manos asuntos más apremiantes que la ausencia de tres esclavos: cabalga a lomos de la yegua clara. Además, ¿por qué iban a venir a buscarnos aquí? Tenéis suficientes espadas para espantar a cualquiera que venga a husmear. Arriesgáis poco por mucho.

—Nos han traído la enfermedad —siseó el mequetrefe del jubón con forro rosa—. A nuestras mismísimas tiendas. —Se volvió hacia Ben Plumm—. ¿Le corto la cabeza, capitán? El resto podemos tirarlo a la zanja de las letrinas. —Desenvainó una estilizada espada de jaque con piedras preciosas en la empuñadura.

—Tened cuidado con mi cabeza, no sea que os salpique la sangre —le advirtió Tyrion—. La sangre contagia la enfermedad. Y tendréis que hervir nuestra ropa, o quemarla.

—Me dan ganas de quemarla contigo dentro, Yollo.

—No me llamo así, ya lo sabéis. Lo habéis sabido desde que me visteis por primera vez.

—Es posible.

—Yo también os conozco, mi señor —siguió Tyrion—. Tenéis la piel más morena que los Plumm del otro lado del mar, pero si vuestro nombre es verdadero, sois de Poniente, aunque sea por sangre y no por nacimiento. La casa Plumm juró lealtad a Roca Casterly, y da la casualidad de que conozco su historia. Vuestra rama brotó de un hueso que escupió alguien al otro lado del mar Angosto, no me cabe duda. Seguro que sois uno de los hijos menores de Viserys Plumm. ¿A que los dragones de la reina os tenían cariño?

Aquello le hizo gracia al mercenario.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Nadie. Casi todo lo que se dice sobre los dragones es bazofia para idiotas: dragones que hablan, dragones que atesoran oro y piedras preciosas, dragones con cuatro patas y barriga de elefante, dragones que juegan a los acertijos con esfinges… Bobadas y más bobadas. Pero los viejos libros también relatan a veces cosas que son verdad. No solo sé que los dragones de la reina os tenían afecto; también sé por qué.

—Según mi madre, mi padre tenía una gota de sangre de dragón.

—Dos gotas. O eso, o una polla de diez palmos. ¿Conocéis la leyenda? Yo sí. Como sois un Plumm listo, sabéis que mi cabeza vale un señorío… en Poniente, a medio mundo de aquí. Cuando hayáis cruzado el mar solo quedarán huesos y gusanos; mi querida hermana negará que sea mi cabeza y te escamoteará la recompensa prometida. Ya sabéis cómo son las reinas, todas unas putas caprichosas, y Cersei es la peor.

Ben el Moreno se rascó la barba.

—Podría entregarte vivito y coleando. O meter tu cabeza en un tarro de salmuera.

—O conservarme a vuestro lado. Sería lo más astuto. —Sonrió—. Yo también fui hijo menor, así que estaba destinado a esta compañía.

—En los Segundos Hijos no tenemos sitio para titiriteros —bufó despectivo el jaque de rosa—. Lo que nos hace falta son guerreros.

—Aquí os traigo uno. —Tyrion señaló a Mormont con el pulgar.

—¿Ese? —El jaque se echó a reír—. Es un bicho feo, sí, pero no basta con unas cicatrices para ser segundo hijo.

Tyrion puso en blanco los ojos dispares.

—¿Quiénes son estos amigos vuestros, lord Plumm? El de rosa es muy molesto.

El jaque puso cara de odio mientras el de la pluma se reía ante su insolencia, pero fue ser Jorah quien le proporcionó los nombres:

—Tintero es el jefe de cuentas, y el pavo real se hace llamar Kasporio el Astuto, aunque debería ser Kasporio el Puto. Mal bicho.

Tras las palizas, el rostro de Mormont estaba irreconocible, pero su voz no había cambiado. Kasporio lo miró sobresaltado, mientras que las arrugas en torno a los ojos de Plumm se hicieron más profundas cuando sonrió divertido.

—¿Jorah Mormont? ¿Eres tú? Te veo menos crecido que cuando te marchaste. ¿Aún tenemos que llamarte ser Jorah?

Mormont frunció los labios tumefactos en una sonrisa grotesca.

—Dame una espada y llámame como quieras, Ben.

Kasporio retrocedió un paso.

—Pero si estás… La reina te echó…

—He vuelto. Soy idiota.

«Un idiota enamorado». Tyrion carraspeó para aclararse la garganta.

—Ya charlaréis luego sobre los viejos tiempos… cuando termine de explicar por qué mi cabeza es más valiosa si sigue sobre mis hombros. Puedo llegar a ser muy generoso con mis amigos, lord Plumm. Si no me creéis, preguntadle a Bronn. Preguntadle a Shagga hijo de Dolf. Preguntadle a Timett hijo de Timett.

—¿Quiénes son esos? —preguntó el que llamaban Tintero.

—Hombres buenos que me sirvieron con la espada y prosperaron a mi servicio. —Se encogió de hombros—. Vale, vale, es mentira. No eran buenos. Eran unos cabrones sanguinarios, igual que vosotros.

—Es posible —replicó Ben el Moreno—. Y también es posible que te hayas inventado los nombres. ¿Shagga? ¿No es nombre de mujer?

—Tenía un buen par de tetas. La próxima vez que lo vea le echaré un vistazo dentro de los calzones para confirmarlo. ¿Aquello de allí es un tablero de sitrang? Traedlo y jugaremos una partida. Pero antes, una copa de vino. Tengo la garganta seca, y ya veo que me va a tocar hablar mucho.