Jon (11)

Tormund Matagigantes no era alto, pero los dioses le habían otorgado un pecho amplio y una tripa descomunal. Mance Rayder lo había apodado Soplador del Cuerno por la fuerza de sus pulmones, y decía que sus risotadas podían barrer la nieve de las montañas. Cuando bramaba al enfadarse, a Jon le recordaba el barritar de un mamut.

Aquel día, Tormund bramó mucho y muy alto. Rugió, gritó y golpeó la mesa con tanta fuerza que derramó una frasca de agua. Siempre tenía a mano un cuerno de hidromiel, de modo que escupía saliva dulce cuando vociferaba amenazas. Recriminó a Jon Nieve que fuera un cobarde, un mentiroso y un cambiacapas; lo maldijo por ser un arrodillado de corazón podrido, un ladrón y un cuervo carroñero; lo acusó de querer dar por culo al pueblo libre. Le arrojó dos veces el cuerno a la cabeza, aunque no sin antes haberlo vaciado; Tormund no era de los que desperdiciarían un buen hidromiel. Jon aguantó el chaparrón: no levantó la voz ni respondió a las amenazas; pero tampoco cedió más terreno del que tenía previsto.

Al final, cuando en el exterior de la tienda ya se alargaban las sombras del atardecer, Tormund Matagigantes, o el Gran Hablador, Soplador del Cuerno, Rompedor del Hielo, Puño de Trueno, Marido de Osas, Rey del Hidromiel en el Salón Rojo, Portavoz ante los Dioses y Padre de Ejércitos, extendió la mano con decisión.

—Trato hecho, y que los dioses me perdonen. Sé que hay un centenar de madres que no serán capaces.

Jon estrechó la mano que le ofrecía. En su cabeza resonaban los votos de la Guardia.

«Soy la espada en la oscuridad. Soy el vigilante del Muro. Soy el fuego que arde contra el frío, la luz que trae el amanecer, el cuerno que despierta a los durmientes, el escudo que defiende los reinos de los hombres. —Y añadió una frase nueva de cosecha propia—: Soy el guardián que abrió las puertas para dejar entrar al enemigo».

Habría dado cualquier cosa por saber que hacía lo correcto, pero ya era tarde para echarse atrás.

—Trato hecho —dijo.

El apretón de manos de Tormund casi le rompió los huesos: en eso no había cambiado. También lucía la misma barba, aunque la cara que ocultaba aquel matorral de pelo canoso había adelgazado considerablemente, y profundas arrugas surcaban las mejillas enrojecidas.

—Mance debería haberte matado cuando tuvo ocasión —dijo, mientras ponía todo su empeño en reducir a pulpa y huesos la mano de Jon—. Oro por gachas, y los muchachos… Es un precio atroz. ¿Qué fue de aquel chaval encantador al que conocí?

«Lo nombraron lord comandante».

—Se dice que un negocio justo siempre deja a ambas partes insatisfechas. ¿Tres días?

—Si es que vivo tanto tiempo. Varios de mis hombres me escupirán a la cara cuando oigan estas condiciones. —Tormund liberó la mano de Jon—. Los tuyos también protestarán, si no me equivoco. Y los conozco; he matado más cuervos de los que recuerdo.

—Será mejor que no comentes eso cuando vengas al sur del Muro.

—¡Ja! —Tormund rió. Aquello tampoco había cambiado: aún se echaba a reír a la mínima ocasión—. Sabias palabras. No quiero que tus cuervos me maten a picotazos. —Dio una palmada en la espalda a Jon—. Cuando toda mi gente esté a salvo tras tu Muro, compartiremos carne e hidromiel. Hasta entonces… —El salvaje se quitó el brazalete del brazo izquierdo y se lo tendió a Jon; luego hizo lo mismo con el del derecho—. Tu primer pago. Heredé estos brazaletes de mi padre, y él del suyo. Ahora son tuyos, cabrón de negro.

Los brazaletes eran de oro viejo, sólidos y pesados, grabados con las runas antiguas de los primeros hombres. Tormund Matagigantes los llevaba desde que Jon lo conocía; eran tan característicos de él como la barba.

—Los braavosi los fundirán para aprovechar el oro, es una lástima. Quizá deberías quedártelos.

—No quiero que se diga que Tormund Puño de Trueno obligó al pueblo libre a entregar los tesoros mientras él conservaba los suyos. —Sonrió—. Pero me quedaré con la anilla que llevo en el miembro; es mucho más grande que esas bagatelas. A ti te quedaría bien en el cuello.

—No cambiarás nunca. —Jon no pudo evitar reírse.

—Ya he cambiado. —La sonrisa se derritió como la nieve en verano—. No soy el hombre que era en el Salón Rojo. He visto demasiada muerte, y cosas aún peores. Mis hijos… —El rostro de Tormund se entristeció—. A Dormund lo mataron en la batalla del Muro; solo era un muchacho. Fue un caballero de tu rey, un cabrón vestido de acero gris con polillas pintadas en el escudo. Vi como lo atacaban, pero murió antes de que pudiera llegar hasta él. Y Torwynd… A él se lo llevó el frío. Siempre fue muy enfermizo. Una noche se murió, sin más. Lo peor fue que, antes de que nos diéramos cuenta de que había muerto, se levantó, pálido y con esos ojos azules. Pasó delante de mis narices y fue muy duro, Jon. —Le brillaban las lágrimas en los ojos—. La verdad es que no era muy hombre, pero era mi niño, y lo quería.

—Lo siento mucho. —Jon puso una mano en el hombro de Tormund.

—¿Por qué? No tuviste nada que ver. Tienes las manos manchadas de sangre, como yo, pero no con la suya. —Tormund sacudió la cabeza—. Aún tengo dos hijos fuertes.

—¿Tu hija…?

—Munda. —Aquello le devolvió la sonrisa—. Se casó con ese tal Ryk Lanzalarga, ¿te lo puedes creer? La verdad es que tiene más polla que cabeza, pero la trata bastante bien. Le dije que si alguna vez le hace daño, le arranco el miembro y lo uso de porra para matarlo. —Volvió a palmear a Jon con fuerza—. Ya va siendo hora de que vuelvas. Si te quedas más tiempo, pensarán que te hemos comido.

—Al amanecer, entonces. Dentro de tres días. Primero, los muchachos.

—Ya te he oído las diez primeras veces, cuervo. Hay quien podría pensar que no nos tenemos confianza. —Escupió—. Sí, primero los muchachos. Los mamuts tendrán que dar un rodeo, así que asegúrate de que los esperan en Guardiaoriente. Yo me encargaré de que no haya peleas ni ataques en tu maldita puerta. Iremos en calma y en orden, como patitos en fila. Y yo seré mamá pato, ¡ja! —Tormund condujo a Jon al exterior de la tienda.

Fuera, el día era luminoso y despejado. El sol había vuelto al cielo tras quince días de ausencia, y al sur se alzaba el Muro, blanco, azul, y brillante. Un dicho que Jon había oído a los ancianos decía: «El Muro cambia tanto de humor como Aerys, el Rey Loco». Otro rezaba: «El Muro es más voluble que una mujer». Los días nublados parecía estar tallado en roca blanca; en las noches sin luna era negro como el carbón; cuando había tormenta parecía una escultura de nieve. Pero en días como aquel no había manera de confundirlo con nada que no fuera hielo. En días como aquel, el Muro destellaba como el cristal de un septón; todas sus grietas y brechas reflejaban la luz del sol, y los arcoíris helados bailaban y morían tras ondas traslúcidas. En días como aquel, el Muro ofrecía un espectáculo arrebatador.

El hijo mayor de Tormund se encontraba junto a los caballos, hablando con Pieles. El pueblo libre lo llamaba Toregg el Alto. Aunque solo sacaba un dedo a Pieles, le llevaba más de un palmo a su padre. Hareth, el hombretón de Villa Topo al que llamaban Caballo, estaba acurrucado frente a la hoguera, de espaldas a los otros dos. Pieles y él eran los únicos que había llevado Jon a la reunión. Si hubiera acudido con más, se habría interpretado como una señal de miedo, y veinte hombres les habrían valido de poco si Tormund hubiera querido derramar sangre. La única protección que necesitaba era la de Fantasma; el huargo olía a los enemigos a distancia, incluso a aquellos que ocultaban la hostilidad tras una sonrisa.

Pero Fantasma se había ido. Jon se quitó un guante negro, se llevó dos dedos a la boca y silbó.

—¡Fantasma! ¡Conmigo!

Desde arriba llegó el sonido repentino de unas alas. El cuervo de Mormont se acercó revoloteando de la rama de un viejo roble a la montura de Jon.

—Maíz —gritó—. Maíz, maíz, maíz.

—¿Tú también me has seguido hasta aquí? —Jon se acercó para apartar al pájaro de un manotazo, pero acabó acariciándole el plumaje. El cuervo clavó un ojo en él.

—Nieve —murmuró, mientras inclinaba la cabeza con gesto inteligente. Fantasma apareció entre dos árboles, acompañado por Val.

«Parecen hechos el uno para el otro».

Val iba de blanco de los pies a la cabeza: unos calzones blancos de lana embutidos en unas botas altas de cuero blanqueado, una capa blanca de piel de oso sujeta al hombro por un broche con el rostro tallado de un arciano y una túnica blanca con botones de hueso. Su aliento también era blanco… Pero tenía los ojos azules; la larga trenza, del color de la miel oscura, y las mejillas, rojas por el frío. Hacía mucho tiempo que Jon no veía nada tan hermoso.

—¿Intentas robarme el lobo? —preguntó.

—No es mala idea. Si todas las mujeres tuvieran un huargo, los hombres serían mucho más agradables. Hasta los cuervos.

—¡Ja! —rio Tormund Matagigantes—. No intentes engatusar a esta mujer, lord Nieve, es demasiado lista para los tipos como nosotros. Mejor llévatela cuanto antes, no sea que Toregg se despierte y se la quede.

¿Qué había dicho Axell Florent sobre Val? «Una muchacha núbil, nada desagradable a la vista. Buenas caderas y buenos pechos; bien dotada para tener hijos». Todo aquello era cierto, pero la salvaje era mucho más que eso. Lo había demostrado al encontrar a Tormund, una misión en la que habían fracasado muchos exploradores curtidos de la Guardia.

«Puede que no sea una princesa, pero sería una esposa digna para cualquier señor».

Pero aquel puente se había quemado tiempo atrás: el propio Jon le había prendido fuego.

—Que se la quede Toregg —proclamó—. Yo hice un juramento.

—A ella no le importa. ¿A que no, muchacha?

Val dio unos golpecitos al largo cuchillo de hueso que llevaba en la cadera.

—Lord Cuervo puede colarse en mi cama cualquier noche, si se atreve. Después de que lo castre, le resultará más fácil mantener sus votos.

—¡Ja! —volvió a reír Tormund—. ¿Has oído eso, Toregg? Mantente alejado de ella. Ya tengo una hija; no necesito otra. —El jefe de los salvajes sacudió la cabeza y volvió a resguardarse en su tienda.

Jon estaba rascando a Fantasma entre las orejas cuando llegó Toregg con el caballo de Val. Aún iba a lomos del jamelgo gris que le había proporcionado Mully el día en que abandonó el Muro, un animal peludo, raquítico y tuerto.

—¿Cómo está el pequeño monstruo? —preguntó mientras se encaminaba con el caballo hacia el Muro.

—El doble de grande que cuando te fuiste, y el triple de gritón. Cuando quiere mamar, su llanto se oye hasta en Guardiaoriente. —Subió al caballo y cabalgó junto a Val.

—Bueno, te he traído a Tormund, tal como prometí. Ahora, ¿qué? ¿Vas a volver a meterme en mi antigua celda?

—Tu antigua celda está ocupada, y la reina Selyse se ha aposentado en la Torre del Rey. ¿Recuerdas la Torre de Hardin?

—¿Es esa que parece que se va a caer?

—Lleva así cien años. Te he acondicionado la parte de arriba. Tendrás más espacio que en la Torre del Rey, aunque no creo que estés igual de cómoda. No lo llaman Palacio de Hardin, y por algo será.

—Prefiero la libertad a la comodidad.

—Tendrás toda la libertad que quieras en el Castillo, pero lamento informarte de que sigues siendo una prisionera. No obstante, te prometo que no te molestará ninguna visita inoportuna. Son mis hombres los que vigilan la Torre de Hardin, no los de la reina. Y Wun Wun duerme en la entrada.

—¿Tengo un gigante como protector? Ni siquiera Dalla recibía semejante honor.

Los salvajes de Tormund se asomaron desde las tiendas, bajo los árboles sin hojas, y los observaron mientras se alejaban. Por cada hombre en edad de luchar, Jon vio tres mujeres y otros tantos niños, con rostros demacrados, mejillas hundidas y ojos abiertos de par en par. Cuando Mance Rayder guió al pueblo libre hasta el Muro, sus seguidores pastoreaban grandes rebaños de ovejas, cabras y cerdos, pero ya solo quedaban mamuts. Estaba seguro de que, si no hubiera sido por la fiereza de los gigantes, también los habrían sacrificado. Alrededor de los huesos de mamut había mucha carne.

Jon también observó indicios de enfermedad, cosa que le produjo una honda inquietud. Si la gente de Tormund estaba hambrienta y enferma, ¿cómo estarían los millares de personas que habían seguido a Madre Topo a Casa Austera?

«Cotter Pyke los alcanzará pronto. Si los vientos son favorables, puede que la flota ya esté de camino a Guardiaoriente, y los barcos, abarrotados de salvajes».

—¿Qué tal te ha ido con Tormund? —preguntó Val.

—Vuelve a preguntármelo dentro de un año. Todavía queda lo peor: convencer a los míos para que se traguen el guiso que les he preparado. Mucho me temo que a nadie le va a gustar el sabor.

—Puedo ayudarte.

—Ya me has ayudado; me has traído a Tormund.

—Puedo hacer mucho más.

«¿Por qué no? —pensó Jon—. Todo el mundo está convencido de que es una princesa. —Miró a Val, que montaba como si hubiera nacido a lomos de un caballo—. Una princesa guerrera —decidió—, no una criatura endeble que se sienta en una torre a cepillarse el pelo y esperar a que la rescate un caballero».

—Debo informar de este acuerdo a la reina —dijo—. Puedes venir a conocerla, si te ves capaz de hincar la rodilla. —No era buena idea ofender a su alteza antes de tener ocasión de abrir la boca.

—¿Puedo reírme mientras me arrodillo?

—No. Esto no es un juego. Entre nuestros pueblos corren ríos de sangre, viejos, profundos y rojos. Stannis Baratheon es de los pocos que está a favor de admitir a los salvajes en el reino. Necesito que la reina me apoye en lo que acabo de hacer.

La sonrisa traviesa de Val se desvaneció.

—Tienes mi palabra, lord Nieve. Seré una digna princesa de los salvajes para tu reina.

«No es mi reina —podía haber contestado—. A decir verdad, daría lo que fuera por que se marchase cuanto antes. Si los dioses son benevolentes, el día que lo haga se llevará con ella a Melisandre».

Hicieron el resto del camino en silencio, con Fantasma pisándoles los talones. El cuervo de Mormont los siguió hasta la puerta y luego se alejó revoloteando hacia arriba mientras desmontaban. Caballo se adelantó con una tea para iluminar el túnel helado.

Cuando Jon y sus acompañantes aparecieron al sur del Muro, un grupito de hermanos negros los esperaba junto a la puerta. Entre ellos estaba Ulmer del Bosque Real, y fue el viejo arquero quien se adelantó para hablar en nombre de todos.

—Si le place a nuestro señor, los muchachos tienen ciertas preguntas. ¿Habrá paz, mi señor? ¿O sangre y hierro?

—Paz —respondió Jon Nieve—. Dentro de tres días, Tormund Matagigantes traerá a su pueblo a este lado del Muro. Vendrán como amigos, no como enemigos. Incluso puede que algunos se nos unan y vistan el negro. Tenemos que darles una buena acogida. Ahora, volved a vuestras tareas. —Le tendió las riendas del caballo a Seda—. Tengo que ver a la reina Selyse. —Su alteza se ofendería si no iba a visitarla de inmediato—. Después tengo que escribir unas cuantas cartas. Lleva a mis aposentos pergamino, plumas y un bote de tinta de maestre negra. Luego convoca a Marsh, a Yarwyck, al septón Cellador y a Clydas. —El septón Cellador estaría medio borracho y Clydas no era el mejor sustituto de un verdadero maestre, pero no tenía nada más. «Hasta que regrese Sam»—. Que vengan también los norteños, Flint y el Norrey. Pieles, tú también.

—Hobb está haciendo tartas de cebolla —dijo Seda—. ¿Les digo a todos que se reúnan con vos para la cena?

—No —dijo Jon tras sopesar la propuesta—. Diles que se reúnan conmigo en la cima del Muro, al atardecer. —Se volvió hacia Val—. Mi señora, acompáñame, por favor.

—El cuervo ordena; la prisionera obedece —dijo en tono travieso—. Esa reina tuya debe de ser realmente temible si a hombres hechos y derechos les flaquean las piernas en su presencia. ¿Tendría que haberme puesto cota de malla en vez de lana y pieles? Esta ropa me la dio Dalla; preferiría no mancharla de sangre.

—Si las palabras hicieran sangre, harías bien en tener miedo, pero creo que tu ropa estará a salvo.

Se abrieron paso hasta la Torre del Rey, a través de caminos recién despejados que transcurrían entre montañas de nieve sucia.

—Tengo entendido que tu reina luce una frondosa barba negra.

Jon sabía que no debía sonreír, pero no pudo evitarlo.

—Solo tiene bigote, y bastante ralo. Se le pueden contar los pelos.

—Qué decepción.

A pesar de su insistencia en adueñarse de sus dominios, Selyse Baratheon no parecía tener ninguna prisa por cambiar las comodidades del Castillo Negro por las sombras del Fuerte de la Noche. Había apostado a sus guardias, por supuesto: cuatro hombres en la puerta, dos en las escaleras y otros dos en el interior, junto al brasero. Al mando de todos ellos estaba ser Patrek de la Montaña del Rey, que iba ataviado con ropajes de caballero de colores blanco, azul y plata, y con una capa salpicada de estrellas de cinco puntas. Cuando le presentaron a Val, el caballero hincó una rodilla en el suelo para besarle la mano enguantada.

—Sois aún mucho más hermosa de lo que me habían dicho, princesa —declaró—. La reina me ha hablado maravillas de vuestra belleza.

—Es algo sorprendente, dado que no me ha visto nunca. —Val dio unos golpecitos en la cabeza de ser Patrek—. Venga, levántate, señor arrodillado. Vamos, vamos, arriba. —Parecía que estuviera hablando a un perro.

Jon hizo cuanto pudo para no reírse. Con el rostro pétreo, indicó al caballero que solicitaban audiencia con la reina. Ser Patrek envió a un soldado escaleras arriba, a preguntar si su alteza estaba dispuesta a recibirlos.

—El lobo tiene que quedarse aquí —insistió ser Patrek. Jon no se sorprendió: la presencia del huargo ponía muy nerviosa a la reina Selyse, casi tanto como la de Wun Weg Wun Dar Wun.

—Fantasma, espera.

Su alteza estaba cosiendo al lado del fuego, mientras su bufón bailaba al ritmo de una música que solo oía él y hacía sonar los cencerros que le colgaban de las astas.

—El cuervo, el cuervo —gritó cuando vio a Jon—. En el fondo del mar, los cuervos son blancos como la nieve, lo sé, lo sé, je, je, je. —La princesa Shireen estaba acurrucada en un asiento, junto a la ventana, con la capucha calada para esconder la parte más llamativa de la psoriagrís que le había desfigurado la cara. No había ni rastro de lady Melisandre, cosa de la que Jon se alegró. Más tarde o más temprano tendría que enfrentarse a la sacerdotisa roja, pero prefería que no ocurriese en presencia de la reina.

—Alteza. —Hincó la rodilla; Val lo imitó.

—Podéis levantaros —dijo la reina Selyse, tras dejar su labor.

—Permitidme que os presente a lady Val, alteza. Su hermana Dalla era…

—… la madre de ese crío llorón que no nos deja dormir. Ya sé quién es, lord Nieve. —La reina frunció la nariz—. Es una suerte para vos que haya regresado antes que mi esposo, el rey, o habríais tenido muchos problemas. Muchos.

—¿Eres la princesa de los salvajes? —preguntó Shireen a Val.

—Hay quien me llama así —respondió Val—. Mi hermana estaba casada con Mance Rayder, el Rey-más-allá-del-Muro. Murió al dar a luz a su hijo.

—Yo también soy una princesa —declaró Shireen—, aunque nunca he tenido una hermana. Tenía un primo, pero se fue en un barco. Solo era un bastardo, pero me caía bien.

—Vamos, Shireen —dijo su madre—. Estoy segura de que el lord comandante no ha venido a escuchar las hazañas de Robert. Caramanchada, sé un buen bufón y llévate a la princesa a su cuarto.

—Lejos, lejos —cantó el bufón al tiempo que hacía sonar los cencerros del gorro—. Ven conmigo al fondo del mar, lejos, lejos, lejos. —Tomó a la princesita de la mano y se la llevó de la estancia dando saltos.

—Alteza, el cabecilla del pueblo libre ha aceptado mis condiciones —dijo Jon.

—Mi esposo siempre ha querido dar refugio a esos salvajes —dijo la reina Selyse tras asentir brevemente—. Mientras mantengan la paz del rey y obedezcan sus leyes, serán bien recibidos en nuestro reino. —Apretó los labios—. Tengo entendido que tienen más gigantes.

—Casi doscientos, alteza —dijo Val—. Y más de ochenta mamuts.

—Son unas criaturas repelentes. —La reina se estremeció. Jon no sabía si se refería a los mamuts o a los gigantes—. Aunque puede que esas bestias le resulten útiles a mi señor esposo en la batalla.

—Es posible, alteza —respondió Jon—, pero los mamuts son demasiado grandes para atravesar la puerta.

—¿No hay forma de ensancharla?

—Eso sería una… insensatez, a mi juicio.

—Si vos lo decís… —La reina frunció la nariz—. Imagino que sabéis lo que os decís. ¿Dónde pensáis alojar a estos salvajes? Villa Topo no es bastante grande para acoger a… ¿Cuántos son?

—Cuatro mil, alteza. Nos ayudarán a guarnecer nuestros castillos abandonados y así defender todo el Muro.

—Tengo entendido que esos castillos están en ruinas, que son lugares deprimentes, inhóspitos y fríos, poco más que montañas de escombros. En Guardiaoriente nos dijeron que había ratas y arañas.

«Las arañas ya habrán muerto de frío —pensó Jon—, y las ratas pueden constituir una buena fuente de carne cuando llegue el invierno».

—Es cierto, alteza…, pero hasta las ruinas son un refugio, y el Muro se interpondrá entre ellos y los Otros.

—Veo que habéis tenido en cuenta todos los detalles, lord Nieve. Estoy segura de que el rey Stannis estará satisfecho cuando regrese triunfante de la batalla.

«Si es que vuelve».

—Pero en primer lugar —continuó la reina—, los salvajes tienen que reconocer a Stannis como su rey y a R’hllor como su dios.

«Aquí estamos, cara a cara, en este pasillo estrecho».

—Disculpad, alteza, pero esas no son las condiciones que hemos acordado.

—Un descuido imperdonable —contestó la reina con expresión adusta. Cualquier rastro de calidez que pudiera haber en su voz se había desvanecido de un plumazo.

—El pueblo libre no se arrodilla —le dijo Val.

—Pues habrá que hacerlo arrodillarse —declaró la reina.

—En tal caso, alteza, nos alzaremos de nuevo a la menor ocasión —respondió Val—. Bien armados.

—Sois una insolente —respondió la reina, con los labios apretados y un ligero temblor en la barbilla—. Claro que no cabía esperar otra cosa de una salvaje. Tendremos que buscaros un esposo que os enseñe modales. —Se volvió hacia Jon—. No apruebo esto, lord comandante, ni tampoco lo aprobará mi señor esposo. Ambos sabemos que no está en mi mano evitar que abráis vuestras puertas, pero os prometo que habrá consecuencias en cuanto mi marido regrese de la batalla. Quizá queráis reconsiderarlo.

—Alteza —Jon volvió a arrodillarse; Val no lo imitó—. Siento que mis acciones os hayan disgustado. He hecho lo que me ha parecido más adecuado. ¿Tenemos vuestro permiso para retirarnos?

—Sí, y de inmediato.

Cuando ya estaban fuera, lejos de los hombres de la reina, Val dio rienda suelta a su enfado.

—Lo de la barba era mentira. Tiene más pelo en el mentón que yo entre las piernas. Y su hija… la cara…

—Psoriagrís.

—Nosotros lo llamamos la muerte gris.

—En los niños no tiene por qué ser mortal.

—Lo es al norte del Muro. La cicuta es un remedio muy eficaz, pero también sirve una almohada o una espada. Si yo hubiera dado a luz a esa pobre niña, la habría liberado de su sufrimiento hace ya mucho tiempo.

Aquella faceta de Val era nueva para Jon.

—La princesa Shireen es la única hija de la reina.

—Lo siento por las dos. La niña no está limpia.

—Si Stannis gana su guerra, Shireen será la heredera del Trono de Hierro.

—Entonces, lo siento por tus Siete Reinos.

—Los maestres dicen que la psoriagrís no…

—Los maestres pueden decir lo que les dé la gana. Si quieres saber la verdad, pregúntale a la bruja de los bosques. La muerte gris permanece latente, pero siempre renace. ¡La niña no está limpia!

—A mí me parece una chiquilla encantadora. No sabes si…

—Sí que lo sé. No sabes nada, Jon Nieve —Val lo agarró del brazo—. Quiero que saques de aquí al monstruo. A él y a las nodrizas. No puedes dejarlo aquí, en la misma torre que la chica muerta.

—No está muerta —dijo Jon, tras zafarse de la mano de Val.

—Claro que sí. Su madre no se da cuenta, y ya veo que tú tampoco, pero lo que tiene dentro es muerte. —Se alejó, se detuvo y regresó a su lado—. Te llevé a Tormund Matagigantes. Ahora, tú tráeme a mi monstruo.

—Lo intentaré.

—No lo intentes, tráemelo. Estás en deuda conmigo, Jon Nieve.

Jon vio como se alejaba.

«No puede ser, es imposible que tenga razón. La psoriagrís no es tan mortal como dice, al menos en los niños. —Fantasma había vuelto a marcharse, y el sol se escondía por el oeste—. Me vendría muy bien una copa de vino caliente, y dos me vendrían mejor aún». Pero aquello tendría que esperar. Tenía que enfrentarse a unos enemigos verdaderamente temibles: sus hermanos.

Pieles lo esperaba junto a la jaula, y montaron juntos. Cuanto más subían, más fuerte era el viento. Veinte varas más arriba, la pesada jaula comenzó a balancearse con cada ráfaga de viento, y de vez en cuando rozaba el Muro y desprendía nubecillas de hielo cristalino que, al caer, brillaban con la luz del sol. Subieron por encima de las torres más altas del castillo. A ciento cincuenta varas de altura, el viento tenía colmillos que le tiraban de la capa negra y la estrellaban estrepitosamente contra los barrotes de hierro. A doscientos cincuenta, lo atravesaban de lado a lado.

«El Muro es mío —se recordó mientras los hombres se balanceaban en la jaula—, al menos durante dos días más».

Jon saltó al hielo, dio las gracias a los encargados de la jaula y saludó con la cabeza a los lanceros que montaban guardia. Ambos llevaban capuchas de lana que les cubrían por completo la cabeza y no dejaban ver más que los ojos, pero reconoció a Ty por la maraña de pelo negro y grasiento que le caía por la espalda, y a Owen por el salchichón que llevaba en la funda colgada al cinto. De todos modos, los habría reconocido solo por la postura.

«Un buen señor debe conocer a sus hombres», les había dicho su padre en cierta ocasión a Robb y a él, en Invernalia.

Se dirigió al borde del Muro y miró hacia abajo, al suelo donde habían caído las huestes de Mance Rayder. Se preguntó dónde estaría Mance.

«¿Te habrá encontrado, hermanita? ¿O solo te usó de ardid para que lo liberase? —Hacía mucho que no veía a Arya. ¿Qué aspecto tendría? ¿Sería capaz de reconocerla?—. Arya Entrelospiés. Siempre llevaba la cara sucia. —¿Conservaría la pequeña espada que le había forjado Mikken? “Tienes que clavarla por el extremo puntiagudo”, le había dicho; unas palabras que le habrían resultado muy útiles en su noche de bodas, si era verdad la mitad de lo que se decía de Ramsay Bolton—. Tráemela, Mance. Salvé a tu hijo de Melisandre, y ahora estoy a punto de salvar a cuatro mil personas del pueblo libre. Me debes a esa niña».

En el bosque Encantado, más al norte, las sombras del atardecer se deslizaban entre los árboles. El cielo del oeste era una llamarada roja, pero al este ya empezaban a aparecer las primeras estrellas. Jon flexionó la mano de la espada y recordó todo lo que había perdido.

«Sam, gordo idiota, te quiero, pero qué broma tan cruel me gastaste al proponerme para el cargo. Un lord comandante no tiene amigos».

—¿Lord Nieve? —dijo Pieles—. La jaula está subiendo.

—Ya la oigo. —Jon se apartó del borde del Muro.

Los primeros en llegar arriba fueron los cabecillas de los clanes Flint y Norrey, envueltos en pieles y hierro. El Norrey parecía un zorro viejo: arrugado y de constitución ligera, pero vivaz y de mirada astuta. Torghen Flint le llegaba por la mitad de la cabeza, pero pesaba el doble: era un hombre tosco y robusto de manos grandes como jamones, callosas y de nudillos rojos, y para cruzar el hielo apoyaba todo su peso en un bastón de endrino. A continuación llegó Bowen Marsh, envuelto en una piel de oso, y tras él, Othell Yarwyck y el septón Cellador, que solo iba medio borracho.

—Acompañadme —dijo Jon. Recorrieron el Muro por senderos de gravilla, en dirección al sol poniente. Cuando estuvieron a sesenta pasos del cobertizo, se volvió hacia ellos—. Ya sabéis por qué os he reunido. Dentro de tres días, al amanecer, se abrirá la puerta para que Tormund y su pueblo crucen el Muro. Hay que hacer muchos preparativos.

La noticia se recibió en silencio.

—Lord comandante, hay miles de… —dijo por fin Othell Yarwyck.

—… salvajes escuálidos, en los huesos, hambrientos, lejos de casa. —Jon señaló la luz de las hogueras—. Ahí los tenéis. Tormund dice que son cuatro mil.

—Por las hogueras diría que son tres mil. —Bowen Marsh vivía por y para hacer cuentas y mediciones—. Al parecer, los que vienen de Casa Austera con la bruja de los bosques son más del doble. Y ser Denys nos ha escrito para decirnos que hay grandes campamentos en las montañas, más allá de Torre Sombría…

Jon no lo negó.

—Tormund dice que el Llorón va a intentar atravesar de nuevo el Puente de los Cráneos.

El Viejo Granada se tocó la cicatriz que se había hecho mientras defendía el Puente de los Cráneos la última vez que el Llorón intentó abrirse camino a través de la Garganta.

—No es posible que el lord comandante tenga intención de permitir que ese… ese demonio también atraviese el Muro, ¿verdad?

—No es que me apetezca. —Jon no olvidaba las cabezas que le había dejado el Llorón, con agujeros sangrientos donde habían estado los ojos. «Jack Bulwer el Negro, Hal el Peludo, Garth Plumagrís. No puedo vengarlos, pero no olvidaré sus nombres»—. Pero sí, mi señor, va a atravesarlo. No somos quiénes para decidir qué gente del pueblo libre puede pasar y cuál no. La paz significa paz para todos.

—Más nos valdría hacer las paces con los lobos y los cuervos carroñeros —dijo el Norrey tras carraspear y escupir.

—En mis mazmorras reina la paz —protestó el Viejo Flint—. Dejadme a mí al Llorón.

—¿A cuántos exploradores ha matado? —preguntó Othell Yarwyck—. ¿A cuántas mujeres ha violado, asesinado o secuestrado?

—De mi gente, a tres —dijo el Viejo Flint—. A las que no se lleva, las deja ciegas.

—Cuando un hombre viste el negro, se perdonan todos sus delitos —les recordó Jon—. Si queremos que el pueblo libre luche a nuestro lado, debemos perdonarles su pasado, como hacemos con los nuestros.

—El Llorón no va a pronunciar los votos —insistió Yarwyck—. No va a vestir el negro. Ni siquiera los otros saqueadores confían en él.

—No hace falta confiar en un hombre para que sea útil. —«Si no, ¿cómo ibais a serme útiles vosotros?»—. Necesitamos al Llorón, y a más como él. ¿Quién conoce el bosque mejor que los salvajes? ¿Quién conoce mejor a nuestros enemigos, sino el que ha luchado con ellos?

—El Llorón solo sabe de violación y asesinato —dijo Yarwyck.

—Cuando hayan cruzado el Muro, los salvajes nos triplicarán en número —dijo Bowen Marsh—. Y eso solo con el grupo de Tormund. Si añadimos a los hombres del Llorón y a los que vengan de Casa Austera, pueden acabar con la Guardia en una sola noche.

—No son los números los que ganan guerras. Tendríais que verlos; casi todos están medio muertos.

—Preferiría que estuviesen muertos del todo —dijo Yarwyck—. Si le place a mi señor.

—No me place en absoluto. —La voz de Jon era fría como el viento que les azotaba las capas—. En ese campamento hay cientos de niños, miles; también hay mujeres.

—Mujeres de las lanzas.

—Unas cuantas. Además de madres, abuelas, viudas, doncellas… ¿Quieres condenarlas a morir a todas?

—No debería haber discusiones entre hermanos —dijo el septón Cellador—. Recemos a la Vieja para que ilumine nuestro camino hacia la sabiduría.

—Lord Nieve —dijo el Norrey—, ¿dónde pensáis meter a esos salvajes? No será en mis tierras, espero.

—Sí —declaró el Viejo Flint—. Si queréis que se queden en el Agasajo, es vuestro problema, pero como salgan de ahí, os devuelvo sus cabezas. El invierno acecha, y no quiero más bocas que alimentar.

—Los salvajes se quedarán en el Muro —aseguró Jon—. Los enviaremos a casi todos a nuestros castillos abandonados. —La Guardia tenía ya guarnecidos Marcahielo, Túmulo Largo, la Fortaleza de Azabache, Guardiagrís y Lago Hondo; ninguno contaba con hombres suficientes, pero aún quedaban diez castillos vacíos y abandonados—. Hombres con esposa e hijos, huérfanos menores de diez años, ancianas, viudas, mujeres que no quieran luchar… Enviaremos a las mujeres de las lanzas a Túmulo Largo, con sus hermanas, y a los solteros, a otros fuertes que hemos vuelto a abrir. Los que quieran vestir el negro se quedarán aquí, o los enviaremos a Guardiaoriente o a la Torre Sombría. Tormund se asentará en el Escudo de Roble; así lo tendremos cerca.

—Si no nos matan con espadas, nos matarán con la boca. Decidme, ¿cómo piensa el lord comandante dar de comer a Tormund y a los miles de personas que lo acompañan? —preguntó Bowen Marsh tras suspirar. Jon ya había previsto aquella pregunta.

—Con la comida que traigamos por barco, a través de Guardiaoriente. Traeremos tanta como sea necesaria de las tierras de los ríos y las de la tormenta, del Valle de Arryn, de Dorne, del Dominio y desde las Ciudades Libres, por el mar Angosto.

—¿Y cómo vamos a pagar esa comida, si se puede saber?

«Con oro del Banco de Hierro de Braavos», podría haber contestado Jon. Pero se abstuvo.

—He llegado a un acuerdo: el pueblo libre puede quedarse con sus pieles y pellejos: les harán falta para mantenerse calientes cuando llegue el invierno. Pero deben entregar el resto de sus riquezas: oro, plata, ámbar, piedras preciosas, tallas y cualquier cosa de valor. Las enviaremos al otro lado del mar Angosto, para venderlas en las Ciudades Libres.

—Todas las riquezas de los salvajes —dijo el Norrey—. Con eso dará para comprar una fanega de cebada. Puede que dos.

—Lord comandante, ¿por qué no pedís a los salvajes que entreguen también sus armas? —preguntó Clydas.

—Queréis que el pueblo libre luche a vuestro lado frente al enemigo común —respondió Pieles entre risas—. ¿Cómo se supone que vamos a luchar sin armas? ¿Qué hacemos? ¿Tirar bolas de nieve a los espectros? ¿O nos daréis palos para pegarles con ellos?

«La mayoría de los salvajes tiene poco más que palos», pensó Jon. Garrotes de madera, hachas de piedra, mazos, lanzas de punta endurecida al fuego, cuchillos de hueso, piedra y vidriagón; escudos de mimbre, armaduras de hueso, cuero endurecido… Los thenitas trabajaban el bronce, y los saqueadores, como el Llorón, portaban acero y espadas de hierro procedentes de cadáveres. Pero incluso aquellas armas eran antiguas, y los años y el uso las habían dejado abolladas y cubiertas de óxido.

—Tormund Matagigantes jamás desarmará a su pueblo voluntariamente —dijo Jon—. No es el Llorón, pero tampoco es un cuervo. Si le pido algo así, correrá la sangre.

—Podéis llevar a vuestros salvajes a esos fuertes en ruinas, Lord Nieve, pero ¿cómo lograréis que se queden? ¿Qué les impedirá marchar hacia el sur, a tierras más cálidas? —preguntó el Norrey, mesándose la barba.

—A nuestras tierras —apuntó el Viejo Flint.

—Tormund me ha dado su palabra. Nos prestará servicio hasta la primavera. El Llorón y el resto de sus capitanes jurarán lo mismo, o no les permitiremos pasar.

—Nos traicionarán. —El Viejo Flint negó con la cabeza.

—La palabra del Llorón no vale nada —dijo Othell Yarwyck.

—Esos salvajes no tienen dios —dijo el septón Cellador—. Hasta en el Sur se conoce su fama de traidores.

—¿Recordáis la batalla que tuvo lugar ahí abajo? —preguntó el Pieles, cruzándose de brazos—. Yo estaba en el otro bando. Ahora visto el negro y enseño a vuestros muchachos a matar. Algunos me llamarían cambiacapas, y puede que lo sea…, pero no soy más salvaje que el resto de los cuervos. También tenemos dioses. Los mismos que velan por Invernalia.

—Los dioses del Norte, desde antes de que se levantara este Muro —dijo Jon—. Esos son los dioses a los que adora Tormund. Mantendrá su palabra. Lo conozco, igual que conocía a Mance Rayder. Recordaréis que pasé un tiempo con ellos.

—No lo he olvidado —dijo el lord mayordomo.

«No —pensó Jon—, ya me imaginaba que no».

—Mance Rayder también hizo un juramento —prosiguió Marsh—. Juró no llevar corona, tomar esposa ni engendrar hijos. Luego cambió de capa, hizo todo eso y encabezó un ataque encarnizado contra el reino. Lo que espera más allá del Muro son los restos de ese ejército.

—Restos rotos.

—Una espada rota se puede volver a forjar. Una espada rota puede matar.

—El pueblo libre no tiene leyes ni señores —dijo Jon—, pero quiere a sus hijos. ¿Estáis dispuestos a admitir eso, por lo menos?

—No nos preocupan los hijos, sino los padres.

—A mí también me preocupan. Así que he insistido en que nos den rehenes. —«No soy ese idiota ingenuo por el que me tomáis…, ni soy medio salvaje, penséis lo que penséis»—. Cien muchachos de entre ocho y dieciséis años: un hijo de cada uno de sus capitanes y jefes; el resto, escogido por sorteo. Los chicos prestarán servicio como pajes y escuderos, y así nuestros hombres quedarán libres para desempeñar otras tareas. Puede que alguno decida vestir el negro, más adelante. Cosas más raras se han visto. Los demás se quedarán como rehenes para garantizar la lealtad de sus padres.

Los norteños intercambiaron miradas.

—Rehenes —musitó el Norrey—. ¿Tormund está de acuerdo?

«Tenía que escoger entre eso y ver morir a su pueblo».

—Él lo llama «mi precio de sangre» —dijo Jon Nieve—, pero lo pagará.

—Sí, ¿por qué no? —El Viejo Flint golpeó el hielo con el bastón—. Cuando Invernalia nos pedía muchachos, los llamábamos pupilos, pero en realidad eran rehenes, y tampoco era tan grave.

—Al menos mientras sus padres no llevaran la contraria a los reyes del Invierno —dijo el Norrey—, porque entonces volvían a casa con una cabeza menos. Así que decidme, muchacho: si esos salvajes amigos vuestros nos traicionan, ¿tenéis agallas para hacer lo necesario?

«Pregúntale a Janos Slynt».

—Tormund Matagigantes es suficientemente listo para no ponerme a prueba. Puedo pareceros un novato, lord Norrey, pero sigo siendo hijo de Eddard Stark. —Ni siquiera aquello aplacó a su lord mayordomo.

—Decís que esos chicos servirán como escuderos. Eso no querrá decir que vais a entrenarlos con armas, ¿verdad?

—No, mi señor, voy a ponerlos a coser ropa interior de encaje. —Jon se encendió de ira—. Por supuesto que se entrenarán en las armas. También harán mantequilla, cortarán leña, limpiarán los establos, vaciarán los cubos de noche, enviarán mensajes… y en los ratos libres, los instruiremos en el manejo de la lanza, la espada y el arco.

Marsh se puso aún más rojo.

—Disculpadme si hablo con franqueza, lord comandante, pero no encuentro una manera mejor de decir esto: lo que proponéis es poco menos que una traición. Durante ochocientos años, los hombres de la Guardia de la Noche han permanecido en el Muro y han luchado contra esos salvajes. Ahora, pretendéis dejarlos pasar, darles cobijo en nuestros castillos, darles de comer, vestirlos y enseñarlos a luchar. ¿Debo recordaros que hicisteis un juramento?

—Recuerdo perfectamente lo que juré: Soy la espada en la oscuridad. Soy el vigilante del Muro. Soy el fuego que arde contra el frío, la luz que trae el amanecer, el cuerno que despierta a los durmientes, el escudo que defiende los reinos de los hombres. ¿Son las mismas palabras que pronunciasteis al hacer vuestros votos?

—Lo son, como sin duda sabéis, lord comandante.

—¿Seguro que no se me han olvidado unas cuantas? Las que hablan del rey y de sus leyes, y de cómo debemos defender cada palmo de su tierra y aferrarnos a cualquier castillo en ruinas. ¿Cómo era aquella parte? —Jon esperó respuesta, pero no la obtuvo—. Soy el escudo que defiende los reinos de los hombres. Eso dicen los votos. Así que dime, ¿qué son esos salvajes, sino hombres?

Bowen Marsh abrió la boca, pero de ella no salió palabra alguna. El rubor le subió por el cuello.

Jon Nieve se volvió. Los últimos rayos de sol empezaban a disiparse. Observó como las grietas del Muro pasaban del rojo al gris y después al negro; de vetas de fuego a ríos de hielo oscuro. Más abajo, lady Melisandre ya estaría encendiendo su hoguera nocturna y entonando: «Señor de Luz, defiéndenos, pues la noche es oscura y alberga horrores».

—Se acerca el invierno —Jon rompió por fin el tenso silencio—, y con él, los caminantes blancos. Es en el Muro donde debemos detenerlos; para eso se erigió. Pero alguien tiene que defender el Muro. Esta conversación ha terminado. Tenemos mucho que hacer antes de abrir la puerta. Tormund y los suyos necesitarán comida, ropa y refugio. Algunos están enfermos y precisarán cuidados. Esos serán asunto tuyo, Clydas; salva a tantos como puedas.

Clydas entrecerró los ojos irritados y apagados.

—Haré todo cuanto esté en mi mano, Jon, digo…, mi señor.

—Tenemos que preparar todos los carromatos disponibles para llevar al pueblo libre a su nuevo hogar. Esa es tu misión, Othell.

—A la orden —contestó torciendo el gesto.

—Lord Bowen, tú recogerás sus pertenencias. Oro, plata, ámbar, torques, pulseras y collares. Clasifícalo, cuéntalo y encárgate de que llegue intacto a Guardiaoriente.

—A la orden, lord Nieve.

«¿Cómo decía Melisandre? Hielo y cuchillos en la oscuridad. Sangre helada y roja, y acero desnudo». Flexionó los dedos de la mano de la espada. Se estaba levantando viento.