El Árbol de los Cuervos era antiguo. Entre sus viejas piedras crecía un musgo espeso que trepaba por las paredes como las venas por las piernas de una vieja. Dos grandes torreones flanqueaban la entrada principal del castillo, y otros más pequeños defendían los ángulos de la muralla. Todos eran cuadrados. Las torres cilíndricas y las semicirculares protegían mejor de los ataques con catapultas, ya que era más probable que las piedras se desviaran contra una pared curva, pero el Árbol de los Cuervos se había erigido antes de que los constructores cayeran en la cuenta.
El castillo dominaba las amplias llanuras fértiles que tanto mapas como hombres denominaban valle Bosquenegro. Era un valle, sí, pero allí no había crecido bosque alguno, negro, marrón o verde, en miles de años. Sí había existido en otros tiempos, pero hacía mucho que el hacha había acabado con el último árbol. En el lugar de robles crecían casas, molinos y torreones. El terreno era un lodazal yermo salpicado por parches de nieve a medio derretir.
En cambio, dentro del castillo quedaba una pequeña parte del bosque. La casa Blackwood seguía adorando a los antiguos dioses, al igual que los primeros hombres anteriores a la llegada de los ándalos a Poniente. Se decía que algunos árboles de su bosque de dioses eran tan viejos como las torres cuadradas de la fortaleza, sobre todo el árbol corazón, un arciano de tamaño colosal cuyas ramas superiores se veían a leguas de distancia, como dedos huesudos que arañaran el cielo.
Poco quedaba de los cultivos, huertos y granjas que en otros tiempos habían rodeado el Árbol de los Cuervos; lo único que encontraron Jaime Lannister y su escolta en las colinas ondulantes que daban acceso al valle fue barro y ceniza, y en ocasiones, las ruinas calcinadas de casas y molinos. En aquel erial crecían espinos y matorrales, pero nada parecido a un cultivo. Mirase hacia donde mirase, Jaime veía la mano de su padre, incluso en los huesos que se atisbaban de cuando en cuando junto al camino. Casi todos eran de oveja, pero también los había de caballo y de vaca, y también se veía alguna que otra calavera humana o un esqueleto sin cabeza con hierbajos entre las costillas.
No había grandes ejércitos alrededor del Árbol de los Cuervos, como los había en Aguasdulces. El asedio era más íntimo; se trataba del último paso de un baile que había empezado hacía siglos. Jonos Bracken tenía como mucho quinientos hombres en torno al castillo, y Jaime no vio torres de asedio, arietes ni catapultas. Bracken no tenía intención de derribar las puertas del Árbol de los Cuervos ni tomar por asalto su alta muralla. No había ayuda en perspectiva, así que se daba por satisfecho con rendir por hambre a su enemigo. Sin duda, había habido incursiones y escaramuzas al principio del asedio, y habían volado flechas en ambas direcciones, pero medio año después, todos estaban demasiado cansados para hacer tonterías, y se habían impuesto la rutina y el aburrimiento, enemigos mortales de la disciplina.
«Ya iba siendo hora de que esto terminara —pensó Jaime Lannister. Con Aguasdulces en manos de su familia, el Árbol de los Cuervos era el último vestigio del breve reinado del Joven Lobo. Cuando se rindiera, su misión a lo largo del Tridente habría concluido, y tendría libertad para volver a Desembarco—. Con el rey —se dijo. Pero una vocecita interior susurró—: «Con Cersei»».
Sabía que más tarde o más temprano tendría que enfrentarse a ella; eso, si el septón supremo no la había ajusticiado antes de que volviera a la ciudad. «Vuelve ahora mismo —le había escrito en la carta que Peck había quemado en Aguasdulces—. Ayúdame. Sálvame. Te necesito como no te había necesitado jamás. Te quiero. Te quiero. Te quiero. Vuelve ahora mismo». A Jaime no le cabía duda de que lo necesitaba de verdad. En cuanto a lo demás…
«Ha estado follando con Lancel y con Osmund Kettleblack y, por lo que yo sé, puede que se tire hasta al Chico Luna».
Aunque hubiera vuelto, no habría podido salvarla. Era culpable de todas las traiciones de que la acusaban, y a él le faltaba la mano de la espada.
La columna llegó al trote entre los campos, y los centinelas la miraron con más curiosidad que temor. Ninguno dio la voz de alarma, cosa que a Jaime le pareció de maravilla. Tampoco les resultó difícil localizar el pabellón de lord Bracken: era el más grande del campamento y el mejor situado, en la cima de una pequeña loma, junto al río, desde donde tenía una buena vista de las dos puertas del Árbol de los Cuervos.
La tienda era marrón y tenía un mástil central, como la mayoría, con el corcel rojo rampante de la casa Bracken en su escudo dorado. Jaime dio orden de desmontar y les dijo a sus hombres que podían mezclarse con los acampados si lo deseaban.
—Vosotros dos, no —dijo a sus portaestandartes—. Quedaos conmigo. No tardaremos mucho.
Jaime se bajó de Honor y se encaminó hacia la tienda de Bracken con la espada envainada. Los guardias apostados junto a la entrada se miraron, nerviosos.
—¿Queréis que os anunciemos, mi señor? —preguntó uno.
—Ya me anuncio yo. —Jaime apartó la lona de la tienda con la mano dorada y se agachó para entrar.
Los encontró en plena acción, tan concentrados en el apareamiento que no se percataron de su llegada. La mujer tenía los ojos cerrados y las manos engarfiadas en torno a la espalda peluda de Bracken, y gemía con cada embestida. Su señoría tenía la cabeza enterrada entre sus pechos y la agarraba por las caderas. Jaime carraspeó.
—Lord Jonos…
La mujer abrió los ojos de golpe y dejó escapar un grito de sobresalto. Jonos Bracken rodó hacia un lado, echó mano de la vaina y se levantó entre maldiciones con el acero desnudo en la mano.
—Por los siete putos infiernos, ¿quién…? —Entonces vio la capa blanca y la coraza dorada de Jaime, y enseguida bajó la espada—, ¿Lannister?
—Siento interrumpiros en tan buen momento, mi señor —se excusó Jaime con un atisbo de sonrisa—, pero la verdad es que tengo un poco de prisa. ¿Podemos hablar?
—Sí. Claro. —Lord Jonos envainó la espada. No era tan alto como Jaime, pero sí más corpulento, con hombros anchos y brazos que habrían sido la envidia de un herrero. La barba incipiente que le cubría las mejillas y el mentón era castaña, del mismo color que los ojos en los que no acababa de disimular la rabia.
—Me habéis cogido por sorpresa, mi señor. No se me advirtió de vuestro acceso.
—Y yo he obstaculizado el vuestro. —Jaime sonrió a la mujer de la cama, que tenía una mano entre las piernas y la otra en el pecho izquierdo, con lo que el derecho quedaba expuesto. Tenía los pezones más oscuros que Cersei, y el triple de grandes. Al percibir la mirada de Jaime, se cubrió el seno derecho, dejando el pubis a la vista—. ¿Todas las vivanderas son así de recatadas? Para vender berzas hay que mostrar la mercancía.
—No habéis dejado de mirar mis berzas desde que habéis entrado. —La mujer se subió la manta hasta la cintura y se apartó el pelo de los ojos—. Además, no están en venta.
—Lo siento si os he tomado por lo que no sois. —Jaime se encogió de hombros—. Mi hermano pequeño ha conocido a cientos de putas, pero yo solo me he acostado con una.
—Es botín de guerra. —Bracken recogió los calzones del suelo y los sacudió—. Pertenecía a una espada juramentada de Blackwood, pero eso terminó cuando le partí la cabeza. Baja las manos, mujer; mi señor de Lannister quiere verte las tetas.
Jaime hizo como si no lo hubiera oído.
—Os estáis poniendo los calzones al revés, mi señor —dijo a Bracken, que dejó escapar una maldición, y la mujer aprovechó para salir de la cama y recoger su ropa dispersa, cubriéndose los pechos y el sexo con manos nerviosas cada vez que se agachaba o estiraba un brazo. Sus esfuerzos por taparse resultaban más provocativos que la asunción de la desnudez—. ¿Cómo te llamas, mujer? —preguntó.
—Mi madre me puso Hildy, mi señor. —Se puso una camisa manchada y sacudió la cabellera. Tenía la cara casi tan sucia como los pies, y tanto vello entre las piernas que habría podido pasar por hermana de Bracken, pero aun así tenía algo que resultaba realmente atractivo: la nariz respingona, la mata de pelo indómito… o la pequeña reverencia que hizo después de ponerse la falda—. ¿Habéis visto el otro zapato, mi señor?
Lord Bracken se ofendió ante la pregunta.
—¿Te parece que soy una puta criada, para andar buscándote los zapatos? Lárgate descalza si quieres, pero lárgate.
—¿Mi señor quiere decir que ya no va a llevarme a su casa a rezar con su esposa? —Hildy se echó a reír y lanzó una mirada insinuante a Jaime—. ¿Vos también tenéis esposa?
«No, yo tengo hermana».
—¿De qué color es mi capa?
—Blanca —replicó—, pero vuestra mano es de oro. Me gustan los hombres con manos de oro. ¿Cómo os gustan a vos las mujeres, mi señor?
—Inocentes.
—He dicho las mujeres, no las hijas. —Pensó en Myrcella.
«A ella también tendré que decírselo. —Eso no les iba a hacer ninguna gracia a los dornienses. Doran Martell había comprometido a su hijo con ella creyendo que era de la sangre de Robert—. Nudos y enredos», pensó Jaime. ¡Ojalá pudiera deshacerlos con un tajo de la espada!
—He hecho votos —explicó a Hildy con cansancio.
—Entonces os quedáis sin berzas —replicó la joven con tono travieso.
—¡Fuera de aquí! —rugió lord Janos.
Se marchó, pero no sin antes darle un apretón a Jaime en la polla por encima de los calzones.
—Hildy —le recordó antes de salir medio desnuda de la tienda.
«Hildy», pensó Jaime.
—¿Cómo se encuentra vuestra señora esposa? —preguntó a lord Jonos tras la salida de la chica.
—¿Y yo qué sé? Preguntadle a su septón. Cuando vuestro padre nos quemó el castillo, mi esposa decidió que era un castigo de los dioses y ahora no hace más que rezar. —Jonos había conseguido por fin ponerse los calzones del derecho y se estaba anudando la lazada—. ¿Qué os trae por aquí, mi señor? ¿El Pez Negro? Ya estamos enterados de cómo consiguió escapar.
—¿De verdad? —Jaime se sentó en un taburete—. ¿Os lo ha contado él mismo?
—Ser Brynden no habría cometido la estupidez de acudir a mí. No negaré que le tengo afecto, pero eso no me impedirá cargarlo de cadenas si se acerca a mí o a los míos. Sabe que he hincado la rodilla y él debería haber hecho lo mismo, pero siempre ha sido un cabezota. Mi hermano os habría dado fe de ello.
—Tytos Blackwood no ha hincado la rodilla —señaló Jaime—. ¿Es posible que el Pez Negro intente refugiarse en el Árbol de los Cuervos?
—Podría intentarlo, pero para eso tendría que atravesar mis líneas de asedio, y no me ha llegado noticia de que le hayan salido alas. El propio Tytos va a tener que buscar refugio pronto. Ahí dentro ya solo quedan ratas y raíces; se rendirá antes de la próxima luna llena.
—Se rendirá antes de la puesta de sol. Vengo a ofrecerle condiciones y aceptar su regreso a la paz del rey.
—Ya. —Lord Jonos se puso una túnica de lana marrón con el corcel rojo de los Bracken bordado en la pechera—. ¿Mi señor quiere un cuerno de cerveza?
—No, pero vos no os privéis.
Bracken llenó un cuerno, se bebió la mitad de un trago y se limpió los labios.
—¿Qué condiciones vais a ofrecerle?
—Las de siempre. Lord Blackwood tendrá que confesar su traición y renegar de toda alianza con los Stark y los Tully; prestará solemne juramento ante los dioses y los hombres de que, de hoy en adelante, será leal vasallo de Harrenhal y el Trono de Hierro, y yo le otorgaré el indulto en nombre del rey. También nos llevaremos un par de cofres de oro; es el precio de la rebelión. Y exigiré un rehén, para asegurarnos de que el Árbol de los Cuervos no vuelve a levantarse en armas.
—Su hija —sugirió Bracken—. Blackwood tiene seis hijos, pero solo una hija, y es la niña de sus ojos. Una mocosa; debe de rondar los siete años.
—Es pequeña, pero nos vale.
Lord Jonos apuró la cerveza y dejó el cuerno a un lado.
—¿Qué hay de las tierras y castillos que nos prometieron?
—¿Qué tierras?
—La orilla este del Lavadero de la Viuda, desde Cerro Ballesta a Prado de la Monta, así como todas las islas. El molino Maízmolido, el molino del Señor, las ruinas de Castelbarro, el Rapto, Batalla del Valle, Forjavieja, las aldeas de La Hebilla, Hebillanegra, Hito y Lagobarro, y la ciudad mercado de Latumba. El bosque de la Avispa, el bosque de Lorgen, la colina Verde y las Tetas de Barba. O las Tetas de Missy, como las llaman los Blackwood, pero antes eran las Tetas de Barba. El Árbol de la Miel y todas las colmenas. Lo tengo todo aquí marcado, ¿queréis echarle un vistazo?
Apartó objetos de la mesa hasta dar con un mapa de pergamino. Jaime lo cogió con la mano sana, pero tuvo que utilizar la de oro para mantenerlo extendido.
—Son muchas tierras —observó—. Una cuarta parte de las que tenéis ahora.
—En otros tiempos, todas estas tierras pertenecían a Seto de Piedra. —Bracken apretó los labios con gesto obstinado—. Nos las robaron los Blackwood.
—¿Qué pasa con este pueblo? Aquí, entre las Tetas. —Jaime dio unos golpecitos en el mapa con un nudillo de oro.
—El Árbol de la Moneda. También fue nuestro, pero hace cien años que es un feudo del rey. No lo metamos en esto; nosotros solo pedimos que nos devuelvan las tierras usurpadas por los Blackwood. Vuestro señor padre nos las prometió si conseguíamos que lord Tytos se le rindiera.
—Por el camino he visto estandartes de los Tully y los Stark en la muralla del castillo. Eso parece un indicio claro de que no se ha rendido.
—Hemos conseguido que su ejército se encierre en el Árbol de los Cuervos. Si me proporcionáis hombres suficientes, lanzaré un ataque contra la muralla y se rendirán, pero desde la tumba.
—Si os proporciono hombres suficientes seré yo quien los derrote, no vos, así que tendré que recompensarme a mí mismo. —Volvió a enrollar el mapa—. Me lo quedo, si no os importa.
—Quedaos con el mapa; nosotros nos quedaremos con las tierras. Se dice que un Lannister siempre paga sus deudas, y hemos luchado a vuestro lado.
—Ni la mitad de tiempo que contra nosotros.
—El rey ya nos otorgó su perdón. Vuestras espadas acabaron con mi sobrino y con mi hijo bastardo. Vuestra Montaña me robó la cosecha y quemó todo lo que no se pudo llevar; prendió fuego a mi castillo y violó a una de mis hijas. Quiero mi recompensa.
—La Montaña ha muerto, igual que mi padre —replicó Jaime—, y en opinión de algunos, conservar la cabeza es recompensa suficiente. Jurasteis lealtad a Stark y estuvisteis en su bando hasta que lo mató lord Walder.
—A él y a una docena de hombres de mi familia. —Lord Jonos escupió hacia un lado—. Sí, fui leal al Joven Lobo, igual que os seré leal a vos mientras me tratéis bien. E hinqué la rodilla porque no entendí la necesidad de morir por los muertos, ni la de derramar sangre de los Bracken por una causa perdida.
—Hombre prudente. —«Aunque hay quien consideraría más honorable a lord Blackwood»—. Tendréis las tierras que pedís, o al menos parte de ellas, ya que habéis obligado a los Blackwood a rendirse parcialmente.
—Me conformaré con lo que mi señor considere justo, pero si me aceptáis un consejo, no sirve de nada tratar con guantes a esos Blackwood. La traición corre por sus venas. Antes de que los ándalos llegaran a Poniente, la casa Bracken dominaba este río; éramos reyes, y los Blackwood eran nuestros vasallos, pero nos traicionaron y usurparon la corona. No hay Blackwood que no sea un cambiacapas; no lo olvidéis cuando les presentéis vuestras condiciones.
—No lo olvidaré —prometió Jaime.
Se dirigió a caballo desde el campamento de asedio a las puertas del Árbol de los Cuervos, precedido por Peck, que portaba el estandarte de paz. Antes de que llegaran al castillo ya había veinte pares de ojos que los observaban desde las almenas. Tiró de las riendas de Honor cuando llegó al borde del foso, una zanja profunda con piedras en el fondo y el agua llena de inmundicias. Jaime estaba a punto de ordenar a ser Kennos que hiciera sonar el Cuerno de Herrock cuando el puente levadizo empezó a bajar.
Lord Tytos Blackwood lo recibió en la liza del castillo, a lomos de un corcel tan flaco como él. El señor del Árbol de los Cuervos era muy alto y delgado, y tenía la nariz ganchuda, el pelo largo y la descuidada barba entrecana, aunque con más canas que otra cosa. En la coraza de la armadura bruñida escarlata llevaba grabado en plata un árbol blanco seco, sin hojas, rodeado por una bandada de cuervos de ónice que levantaban el vuelo. Una capa de plumas de cuervo le ondeaba a la espalda.
—Lord Tytos… —saludó Jaime.
—Mi señor…
—Gracias por franquearme la entrada.
—No diré que sois bienvenido, pero tampoco negaré que esperaba vuestra visita. Venís a por mi espada.
—Vengo a poner fin a esta situación. Vuestros hombres han luchado con gran valentía, pero habéis perdido la guerra. ¿Estáis preparado para rendiros?
—Ante el rey, no ante Jonos Bracken.
—Lo entiendo.
Blackwood titubeó un instante.
—¿Queréis que desmonte y me arrodille ante vos aquí y ahora? —Un centenar de ojos los miraba.
—El viento es frío, y el patio, un lodazal —respondió Jaime—. Podemos dejar lo de arrodillarse para cuando estemos en vuestras estancias, con una alfombra, y después de tratar las condiciones.
—Es muy caballeroso por vuestra parte. Acompañadme, mi señor. En mi castillo andamos cortos de comida, pero nunca de cortesía.
Las habitaciones de Blackwood estaban en el segundo piso de un gigantesco edificio de madera. Cuando entraron ardía un fuego en la chimenea del rincón. La estancia era amplia, con grandes vigas de madera oscura de roble que sostenían el techo elevado. De las paredes colgaban tapices de lana, y una ancha puerta doble de celosía daba al bosque de dioses. Jaime vio, a través de los gruesos cristales amarillos en forma de rombo, las ramas retorcidas del árbol que daba nombre al castillo. Era un arciano viejo, colosal, diez veces más grande que el del Jardín de Piedra de Roca Casterly. Pero aquel árbol estaba seco y muerto.
—Lo envenenaron los Bracken —le explicó su anfitrión—. Hace mil años que no le brota una hoja. Según los maestres, dentro de otros mil años estará petrificado. Los arcianos no se pudren.
—¿Y los cuervos? —quiso saber Jaime.
—Vienen al atardecer para posarse en sus ramas, tal como llevan haciendo durante milenios. Nadie sabe cómo ni por qué, pero el árbol los atrae todas las noches. —Blackwood se sentó en una silla de respaldo alto—. El honor exige que pregunte por mi señor.
—Ser Edmure está de camino a Roca Casterly, en condición de prisionero. Su esposa se quedará en Los Gemelos hasta dar a luz, y luego se reunirá con su marido, acompañada por el bebé. Mientras no intente escapar ni rebelarse, Edmure tendrá una vida larga.
—Larga y amarga. Una vida sin honor. Hasta el día de su muerte, los hombres dirán que tuvo miedo de luchar.
«Injustamente —pensó Jaime—. Temía por su hijo. Sabía de quién soy hijo yo; lo sabía mejor que mi propia tía».
—Tuvo que tomar una decisión. Su tío nos habría hecho mucho daño.
—En eso estamos de acuerdo. —La voz de Blackwood no dejaba traslucir nada—. ¿Os importuna que os pregunte qué habéis hecho con ser Brynden?
—Le ofrecí la oportunidad de vestir el negro, pero prefirió escapar. —Jaime sonrió—. ¿Por casualidad lo tenéis aquí?
—No.
—Si lo tuvierais, ¿me lo diríais?
En esa ocasión fue Tytos Blackwood quien sonrió. Jaime juntó las manos, cubriendo los dedos de oro con los de carne.
—Parece buen momento para negociar las condiciones.
—¿Ahora es cuando me pongo de rodillas?
—Adelante, si queréis. O también podemos decir que os arrodillasteis, y ya está.
Lord Blackwood se quedó sentado. No tardaron en llegar a un acuerdo sobre los aspectos más importantes: confesión, lealtad, perdón, cierta cantidad de oro y plata a modo de compensación…
—¿Qué tierras requerís? —preguntó lord Tytos. Jaime le tendió el mapa; le echó un vistazo y dejó escapar una risita—. Claro, claro. Hay que darle su recompensa al cambiacapas.
—Sí, pero menor de lo que imagina, pues prestó un servicio menor. De esas tierras, ¿cuáles accedéis a entregar?
—Sotobosque, Cerro Ballesta y la Hebilla —respondió lord Tytos tras meditar un instante.
—¿Unas ruinas, un cerro y unas cuantas chozas? Vamos, mi señor, tenéis que pagar por vuestra traición. Exigirá como mínimo uno de los molinos. —Los molinos eran una valiosa fuente de impuestos, ya que el señor recibía un diezmo del grano que en ellos se molía.
—Pues el molino del Señor. El Maízmolido es nuestro.
—Y una aldea más. ¿Pedregal?
—Tengo parientes enterrados bajo las rocas de Hito. —Volvió a consultar el mapa—. Dadle el Árbol de la Miel y sus colmenas. Con tanto dulce, engordará y se le caerán los dientes.
—Bien, trato hecho. Solo falta una cosa.
—Un rehén.
—Sí, mi señor. Tengo entendido que sois padre de una niña.
—Bethany. —Lord Tytos acusó el golpe—. Tengo dos hermanos, una hermana, un par de tías viudas, sobrinos, primos… Esperaba que eligierais…
—Tiene que ser un vástago de vuestra propia sangre.
—Bethany no tiene más que ocho años; es una chiquilla adorable, siempre sonriente. Nunca ha estado a más de una jornada a caballo de aquí.
—¿Y por qué no darle la ocasión de conocer Desembarco del Rey? Su alteza tiene más o menos la misma edad que ella. Le encantaría tenerla de amiga.
—Una amiga a la que ahorcar si su padre hace algo que no le gusta —replicó lord Tytos—. Tengo cuatro hijos, ¿por qué no os lleváis a uno de ellos? Ben tiene doce años y está deseoso de correr aventuras. Sería un excelente escudero para mi señor.
—Tengo tantos escuderos que he perdido la cuenta; se pelean por sujetarme la polla cada vez que voy a mear. Y tenéis seis hijos, mi señor, no cuatro.
—Tenía seis hijos. Robert era el pequeño, y nunca gozó de buena salud. Murió hace seis días, de tripas sueltas. A Lucas lo asesinaron en la Boda Roja. La cuarta esposa de Walder Frey era una Blackwood, pero en Los Gemelos, el parentesco tiene tan poca importancia como el derecho del huésped. Me gustaría enterrar a Lucas bajo el árbol, pero los Frey aún no han considerado oportuno devolverme sus huesos.
—Veré por ello. ¿Lucas era vuestro hijo mayor?
—El segundo. Mi primogénito y heredero es Brynden. Luego va Hoster; mucho me temo que lo suyo son los libros.
—También tenemos libros en Desembarco del Rey; recuerdo haber visto a mi hermano pequeño leyéndolos de cuando en cuando. ¿Creéis que a vuestro hijo le gustaría echarles un vistazo? Aceptaré a Hoster como rehén.
—Gracias, mi señor. —El alivio de Blackwood era palpable. Titubeó un momento antes de seguir—. Disculpad mi osadía, pero haríais bien en exigir otro rehén a Jonos. Una de sus hijas. Pese a lo mucho que ha ido apareándose por ahí, no le ha llegado la hombría a engendrar hijos varones.
—Tenía un bastardo que murió en la guerra.
—¿Seguro? Harry era bastardo, eso desde luego, pero lo que ya es cuestionable es si Jonos era su padre. Era un muchacho rubio y atractivo, y Jonos no es lo uno ni lo otro. —Lord Tytos se puso en pie—. ¿Me haréis el honor de cenar conmigo?
—Tendrá que ser en otra ocasión, mi señor. —En el castillo se morían de hambre, y Jaime no iba a conseguir nada quitándoles la comida de la boca—. No puedo demorarme más; he de ir a Aguasdulces.
—¿A Aguasdulces o a Desembarco del Rey?
—A los dos sitios.
Lord Tytos no intentó disuadirlo.
—Hoster estará listo para partir en menos de una hora.
Así fue. El muchacho se reunió con Jaime junto a los establos, con el petate al hombro y un montón de pergaminos bajo el brazo. No tenía más de dieciséis años, pero ya era más alto que su padre, casi tres varas de piernas, espinillas y codos: un chaval larguirucho y desmañado con un remolino de pelo rebelde.
—Lord comandante, soy Hoster, vuestro rehén. La gente me llama Hos —sonrió.
«¿Se cree que esto es divertido?».
—¿Qué gente?
—Mis amigos, mis hermanos…
—Yo no soy tu amigo ni tu hermano. —Aquello borró la sonrisa de la cara al muchacho. Jaime se volvió hacia lord Tytos—. No quiero malentendidos, mi señor. Lord Beric Dondarrion, Thoros de Myr, Sandor Clegane, Brynden Tully, la tal Corazón de Piedra y todos esos son forajidos y rebeldes, enemigos del rey y de todos sus súbditos leales. Si llego a enterarme de que vos o los vuestros les dais cobijo, los protegéis o los ayudáis de cualquier manera, os haré llegar la cabeza de vuestro hijo sin dudarlo. Espero que os haya quedado claro. Y que os quede clara otra cosa: no soy Ryman Frey.
—No. —Todo rastro de calidez se había esfumado del rostro de lord Blackwood—. Sé con quién estoy tratando, Matarreyes.
—Bien. —Jaime montó y arrastró a Honor hacia la puerta—. Os deseo buenas cosechas y toda la bienaventuranza de la paz del rey.
No tuvo que cabalgar mucho. Lord Jonos Bracken lo esperaba junto al Árbol de los Cuervos, fuera del alcance de las ballestas. Iba a lomos de un corcel con armadura y llevaba coraza y cota de malla, además de un yelmo de acero gris con el penacho de crin.
—He visto que arriaban el estandarte del lobo huargo —dijo a Jaime en cuanto llegó junto a él—. ¿Se acabó?
—Por completo. Volved a casa y sembrad vuestros campos.
—Espero tener más campos que cuando habéis entrado en ese castillo. —Lord Bracken se levantó el visor.
—La Hebilla, Sotobosque y el Árbol de la Miel con todas sus colmenas. —Se le olvidaba uno—. Ah, y Cerro Ballesta.
—Un molino —replicó Bracken—. Necesito un molino.
—El molino del Señor.
—Bueno, con ese me basta. Por ahora —bufó. Señaló a Hoster Blackwood, que llegaba cabalgando con Peck—. ¿Ese es vuestro rehén? Os la han dado con queso. Es un debilucho que tiene agua en las venas. Por muy alto que os parezca, cualquiera de mis hijas podría quebrarlo como una ramita podrida.
—¿Cuántas hijas tenéis, mi señor?
—Cinco: dos de mi primera esposa y tres de la tercera. —Demasiado tarde, comprendió que había hablado más de la cuenta.
—Enviad a una a la corte; tendrá el privilegio de ser una de las damas de la reina regente.
El rostro de Bracken se ensombreció cuando entendió el calado de aquellas palabras.
—¿Así recompensáis la amistad de Seto de Piedra?
—Ser dama de la reina es un gran privilegio —le recordó Jaime—. Convendría que se lo explicaseis así a vuestra hija. Esperamos su llegada antes de que acabe el año.
No aguardó la respuesta de lord Bracken; rozó a Honor con las espuelas doradas y se alejó al trote. Sus hombres formaron y lo siguieron, haciendo ondear los estandartes. Pronto, el castillo y el campamento quedaron atrás, ocultos tras la polvareda que levantaban los cascos de los caballos.
Ni lobos ni forajidos los habían molestado en el trayecto hacia el Árbol de los Cuervos, de modo que Jaime decidió regresar por otro camino. Si los dioses le eran propicios, tal vez se tropezara con el Pez Negro o incluso tentara a Beric Dondarrion para lanzar un ataque poco meditado.
Iban siguiendo el Lavadero de la Viuda cuando empezaron a quedarse sin luz. Jaime hizo llamar a su rehén y le pidió que los guiara al vado más cercano. Cuando la columna pasó chapoteando por las aguas bajas, el sol se ponía tras un par de colinas cubiertas de hierba.
—Las Tetas —señaló Hoster Blackwood.
Jaime recordó el mapa de lord Bracken.
—Hay una aldea entre las dos.
—El Árbol de la Moneda —confirmó el muchacho.
—Montaremos campamento allí para pasar la noche. —Si había algún aldeano, tal vez conociera el paradero de ser Brynden o el de los forajidos—. Lord Jonos me comentó algo sobre el propietario legítimo de las Tetas —comentó al joven Blackwood mientras cabalgaban hacia las colinas, cada vez más oscuras—. Los Bracken las llaman de una forma, y los Blackwood, de otra.
—Sí, mi señor. Así ha sido durante unos cien años. Antes eran las Tetas de la Madre, o las Tetas a secas. Como son dos y parecen…
—Ya veo lo que parecen. —Jaime no pudo evitar recordar a la mujer de la tienda y su manera de intentar ocultar aquellos pezones grandes y oscuros—. ¿Qué pasó hace cien años?
—Aegon el Indigno tomó como amante a Barba Bracken —explicó el instruido muchacho—. Por lo que se dice, era una moza de busto generoso, y un buen día, cuando el rey estaba de visita en Seto de Piedra, salió de caza, vio las Tetas y…
—Y les puso el nombre de su amante. —Aegon IV había muerto mucho antes de que naciera Jaime, pero estaba suficientemente familiarizado con la historia del reino para imaginar qué había sucedido a continuación—. Solo que más adelante abandonó a la Bracken y se lió con una Blackwood, ¿a que sí?
—Con lady Melissa —confirmó Hoster—. La llamaban Missy; tenemos una estatua suya en nuestro bosque de dioses. Era mucho más hermosa que Barba Bracken, pero esbelta, y se oyó comentar a Barba que era plana como un muchacho. Cuando se enteró el rey Aegon…
—Le dio las tetas de Barba. —Jaime se echó a reír—. ¿Cómo empezó esta enemistad entre los Blackwood y los Bracken? ¿Se recogió por escrito?
—Sí, mi señor —asintió el chico—, pero unas versiones las escribieron sus maestres y otras los nuestros, siempre siglos después de los acontecimientos que narraban en sus crónicas. Todo se remonta a la Edad de los Héroes, a los tiempos en que los Blackwood eran reyes, y los Bracken, señores menores que se dedicaban a la cría de caballos. En vez de pagar los impuestos al rey, emplearon el oro que ganaron con sus caballos para forjar espadas y derrocarlo.
—¿Cuándo fue eso?
—Quinientos años antes de los ándalos; mil si damos crédito a la Verdadera historia. Pero nadie sabe cuándo cruzaron los ándalos el mar Angosto. La Verdadera historia dice que hace cuatro mil años, pero algunos maestres aseguran que solo hace dos mil. A partir de cierta época, las fechas se vuelven confusas y nebulosas, y la claridad de la historia da paso a la neblina de la leyenda.
«A Tyrion le caería bien este chico. Se pasarían el día hablando y discutiendo de libros». Durante un momento se le olvidó lo resentido que estaba contra su hermano, hasta que recordó lo que había hecho.
—Así que os peleáis por la corona que quitó una familia a la otra en los tiempos en que Roca Casterly aún pertenecía a los Casterly; la corona de un reino que no existe desde hace miles de años, ¿no es eso? —Dejó escapar una risita—. Tantos siglos, tantas guerras, tantos reyes… y nadie ha conseguido la paz.
—Muchos la consiguieron, mi señor. Hemos firmado la paz con los Bracken cientos de veces; en ocasiones hasta se ha sellado con un matrimonio. Todos los Bracken tienen sangre Blackwood y todos los Blackwood tienen sangre Bracken. La Paz del Viejo Rey duró medio siglo, pero surgió alguna nueva disputa y las heridas antiguas volvieron a sangrar. Mi padre dice que siempre es así: mientras los hombres recuerden cualquier afrenta sufrida por sus antepasados no habrá paz duradera, de manera que así seguimos siglo tras siglo. Odiamos a los Bracken y los Bracken nos odian. Mi padre dice que eso no acabará jamás.
—Puede que sí.
—¿Cómo, mi señor? Según mi padre, las heridas viejas no se curan jamás.
—Mi padre también tenía un dicho: nunca hieras a un enemigo si puedes matarlo. Los muertos no se vengan.
—Pero sus hijos, sí —replicó Hoster con tono de disculpa.
—No si se mata también a los hijos. Si no me crees, pregunta a los Casterly. Pregunta a lord y lady Tarbeck, o a los Reyne de Castamere. Pregunta al príncipe de Rocadragón. —Durante un momento, las nubes rojas oscuras que coronaban las colinas le recordaron a los hijos de Rhaegar, envueltos en capas escarlata.
—¿Por eso matasteis a todos los Stark?
—A todos, no —respondió Jaime—. Las hijas de lord Eddard siguen con vida. Una acaba de contraer matrimonio, y la otra… —«¿Dónde estás, Brienne? ¿La has encontrado?»—. La otra, si los dioses son misericordiosos, se olvidará de que fue una Stark y se casará con un herrero corpulento o con un posadero rechoncho, le llenará la casa de críos y nunca tendrá miedo de que aparezca un caballero para estamparles el cráneo contra la pared.
—Los dioses son misericordiosos —dijo su rehén, inseguro.
«Sí, tú sigue creyendo eso». Jaime picó espuelas a Honor.
El Árbol de la Moneda era una aldea mucho más grande de lo que esperaba. La guerra también había dejado allí su huella: los huertos quemados y la estructura calcinada de casas semiderruidas así lo atestiguaban; pero por cada edificio en ruinas había tres reconstruidos. En el azul cada vez más oscuro del ocaso, Jaime alcanzó a ver una veintena de tejados de paja nuevos, y también puertas de madera fresca. Entre el estanque de patos y la forja del herrero dio con el árbol al que debía su nombre la aldea, un roble alto y viejo, con raíces retorcidas que sobresalían de la tierra como un entramado de serpientes y cientos de monedas clavadas en el grueso tronco.
Peck se quedó mirando él árbol, y luego, las casas vacías.
—¿Dónde está la gente?
—Escondida —replicó Jaime.
Dentro de las casas, todos los fuegos estaban apagados, pero algunos humeaban aún y ninguno estaba frío del todo. El único ser vivo que encontraron fue una cabra que Harry Merrell el Templado vio pastando en un huerto. Pero el pueblo contaba con un torreón tan inexpugnable como cualquiera de los que se veían en las tierras de los ríos, con una muralla de piedra de cinco varas de altura, y Jaime supo que allí encontraría a los aldeanos.
«Cuando vinieron los atacantes, se escondieron tras esa muralla; por eso sigue existiendo el pueblo. Ahora también se esconden, pero de mí». Se encaminó a lomos de Honor hasta las puertas del torreón.
—¡Eh, los de dentro! No vamos a haceros daño, somos hombres del rey.
Unos cuantos rostros asomaron sobre la muralla, por encima de la puerta.
—Fueron hombres del rey los que nos quemaron el pueblo —replicó un hombre—. Antes de eso, otros hombres del rey se llevaron nuestras ovejas. Eran de un rey diferente, pero a nuestras ovejas les dio igual. Los hombres del rey mataron a Harsley y a ser Ormond, y violaron a Lacey hasta que murió.
—No fueron mis hombres —dijo Jaime—. Abrid las puertas.
—Cuando os hayáis marchado.
Ser Kennos se le acercó a caballo.
—No nos costaría mucho derribar la puerta, ni pegar fuego a esto.
—¿Mientras nos tiran piedras y nos lanzan flechas? —Jaime negó con la cabeza—. Correría la sangre, y ¿para qué? Esta gente no nos ha hecho ningún daño. Nos instalaremos en las casas, pero no quiero saqueos. Tenemos provisiones suficientes.
Mientras la luna ascendía por el cielo, ataron los caballos y cenaron a base de carnero en salazón, manzanas secas y queso curado. Jaime comió poco y compartió un odre de vino con Peck y Hos. Intentó contar las monedas clavadas en el viejo roble, pero se perdió enseguida; eran demasiadas.
«¿A qué vendrán esas monedas?». Si se lo preguntaba, el joven Blackwood se lo diría, pero entonces se acabaría el misterio.
Apostó centinelas para asegurarse de que nadie salía de los límites de la aldea, y también envió exploradores para que ningún enemigo los cogiera por sorpresa. Era casi medianoche cuando dos de ellos volvieron con una mujer que habían tomado prisionera.
—Se acercaba a caballo sin siquiera esconderse, mi señor, y exige hablar con vos.
Jaime se puso en pie.
—No pensaba que volvería a veros tan pronto, mi señora. —«Por todos los dioses, parece diez años mayor que cuando nos despedimos. ¿Y qué le ha pasado en la cara?»—. Esa venda… ¿Estáis herida?
—Un mordisco. —Se llevó la mano al puño de la espada que él le había regalado. Guardajuramentos—. Me encomendasteis una misión, mi señor.
—Sí, la niña. ¿La habéis encontrado?
—Así es —respondió Brienne, la Doncella de Tarth.
—¿Dónde está?
—A una jornada a caballo. Puedo llevaros hasta ella, pero tenéis que venir solo. De lo contrario, el Perro la matará.