El cadáver yacía al pie de la muralla interior, desnucado; lo único que asomaba por encima de la nieve que lo había enterrado durante la noche era la pierna izquierda.
Si las perras de Ramsay no lo hubieran encontrado, seguramente se habría quedado allí hasta la primavera, pero cuando Ben Huesos consiguió apartarlas, Jeyne la Gris había devorado buena parte del rostro del cadáver, hasta el punto de que tardaron medio día en lograr identificarlo: era un soldado de cuarenta y cuatro años que había llegado al norte con Roger Ryswell.
—Era un borracho —declaró Ryswell—. Seguro que estaba meando desde la muralla, resbaló y cayó.
Nadie presentó una versión alternativa, pero Theon Greyjoy no alcanzaba a entender por qué iba nadie a subir por los escalones nevados hasta las almenas, en plena noche, solo para echar una meada.
Aquella mañana, la guarnición desayunó pan rancio frito en grasa del tocino que se sirvió a los señores y caballeros, y no se habló de otra cosa que del cadáver.
—Stannis tiene amigos en este castillo —oyó murmurar a un sargento.
Era un viejo del ejército de los Tallhart: llevaba tres árboles bordados en el deslucido jubón. Acababa de cambiar el turno de guardia, y los hombres que volvían del frío pateaban el suelo para sacudirse la nieve de las botas y los calzones mientras se servía la comida: morcillas, puerros y pan moreno recién horneado.
—¿Stannis? —rio uno de los jinetes de Roose Ryswell—. A estas alturas, Stannis ya debe de estar muerto y enterrado bajo la nieve, o habrá vuelto al Muro con el rabo congelado entre las piernas.
—Con esta tormenta, podría estar acampado a dos pasos de nuestras murallas, con cien mil hombres, y no los veríamos —replicó un arquero que vestía los colores de los Cerwyn.
La nieve había caído día y noche, infinita, interminable, despiadada. Los ventisqueros se acumulaban contra las paredes y llenaban los huecos entre almena y almena, mientras que los tejados estaban cubiertos de mantos blancos y las tiendas se combaban bajo su peso. Hubo que tensar cuerdas de un edificio al otro para ayudar a los hombres a cruzar los patios sin extraviarse. Los vigías se apiñaban en los torreones de guardia para calentarse las manos medio congeladas en los braseros, con lo que en los adarves solo quedaban los centinelas de nieve que habían hecho los escuderos, cuyo tamaño y extravagancia aumentaban noche tras noche a medida que el viento y otras inclemencias los iban moldeando a su antojo. De las lanzas que sostenían en los puños de nieve salían carámbanos helados. Y nada menos que Hosteen Frey, que había gruñido mil veces que a él no le daba miedo un poco de nieve, perdió una oreja por congelación.
Los caballos que estaban en los patios eran los que peor lo pasaban. Las mantas que les habían echado por encima para darles calor se empapaban y se congelaban si no se cambiaban con regularidad, y cuando los hombres encendían hogueras para mantener a raya el frío, eran más dañinas que beneficiosas. Los caballos de batalla tenían miedo de las llamas y se debatían para alejarse, tirando de las cuerdas con que los tenían atados y haciéndose daño, además de herir a las otras monturas. Los únicos que estaban a salvo eran los caballos de los establos, pero no cabía ni uno más.
—Los dioses se han vuelto contra nosotros —se oyó decir al anciano lord Locke en el salón principal—. Así nos muestran su ira, con un viento frío como el infierno y nieve que nunca cesa. Estamos malditos.
—Stannis está maldito —replicó un hombre de Fuerte Terror—. Quien está ahí fuera a merced de la tormenta es él, no nosotros.
—Puede que lord Stannis tenga más calor de lo que nosotros creemos —replicó un jinete libre que no destacaba por su astucia—. Su hechicera invoca fuegos, y a lo mejor, el dios rojo que adora es capaz de derretir la nieve.
«Ha cometido un error», supo Theon al instante. El jinete había subido demasiado la voz, y al alcance del oído de Polla Amarilla, Alyn el Amargo y Ben Huesos. Cuando se lo contaron, lord Ramsay envió a los bribones del bastardo para que arrastraran a aquel hombre a la nieve.
—Ya que quieres tanto a Stannis, vamos a mandarte con él —dijo.
Damon Bailaparamí asestó unos cuantos golpes al jinete con su látigo largo engrasado. Luego, Ramsay ordenó que lo llevaran a la puerta de las Almenas mientras Desollador y Polla Amarilla cruzaban apuestas sobre cuánto tardaría en congelársele la sangre.
Las puertas principales de Invernalia estaban cerradas y atrancadas, y trabadas por el hielo y la nieve hasta tal punto que habría que picar para liberar el rastrillo antes de levantarlo. Lo mismo pasaba con la puerta del Cazador, aunque al menos ahí no había hielo, ya que se había utilizado hacía poco. No era el caso de la puerta del camino Real, cuyo puente levadizo tenía las cadenas congeladas y era imposible de manejar. Así que solo quedaba la puerta de las Almenas, un arco pequeño de la muralla interior. No era una de las entradas principales del castillo, porque aunque contaba con un puente levadizo para salvar el foso congelado, no daba a la puerta correspondiente de la muralla exterior, con lo que servía de acceso a los baluartes, pero no al mundo que se extendía más allá.
Llevaron al ensangrentado jinete, que no dejaba de protestar, al otro lado del puente y escaleras arriba. Una vez allí, Desollador y Alyn el Amargo lo cogieron por los brazos y las piernas y lo lanzaron al suelo, treinta varas más abajo. Los ventisqueros habían crecido tanto que engulleron el cuerpo, aunque, más tarde, los arqueros de las almenas juraron que lo habían visto avanzar por la nieve, arrastrando una pierna rota. Uno llegó a adornarle la grupa con una flecha.
—En menos de una hora estará muerto —garantizó lord Ramsay.
—O le estará chupando la polla a lord Stannis antes de que se ponga el sol —replicó Umber Mataputas.
—Pues que se vaya con cuidado —rio Rickard Ryswell—. Cualquiera que ande por ahí con este tiempo tendrá la polla congelada.
—Lord Stannis se habrá perdido en la tormenta —dijo lady Dustin—. Estará a muchas leguas de aquí, muerto o moribundo. Que el invierno se encargue de él y de su ejército; dentro de nada estarán enterrados en la nieve.
«Igual que nosotros», pensó Theon, asombrado ante tamaña estupidez. Lady Barbrey era del norte y debería medir mejor sus palabras. Tal vez los antiguos dioses estuvieran escuchando.
La cena consistió en puré de guisantes y pan del día anterior, lo que también hizo murmurar a los hombres, que veían como, en los asientos más privilegiados, los señores y los caballeros comían jamón.
Theon apuraba su ración de puré de guisantes, inclinado sobre el cuenco de madera, cuando un ligero roce en el hombro hizo que se le cayera la cuchara.
—No vuelvas a tocarme —dijo al tiempo que se precipitaba a recoger el cubierto antes de que las chicas de Ramsay se apoderasen de él—. No vuelvas a tocarme.
La mujer, otra de las lavanderas de Abel, se sentó a su lado, demasiado cerca. Aquella era joven; tendría quince o dieciséis años, con una pelambrera rubia que pedía a gritos un buen lavado y unos labios regordetes que pedían a gritos un buen beso.
—A muchas chicas nos gusta tocar —respondió con una sonrisita—. Me llamo Acebo, si a mi señor le parece bien.
«Acebo la puta», pensó; pero era bonita. En otros tiempos se habría echado a reír y se la habría sentado en el regazo. En otros tiempos.
—¿Qué quieres?
—Quiero ir a esas criptas. ¿Dónde están, mi señor? ¿Me las enseñaréis? —Acebo jugueteó con un mechón de pelo, enredándoselo en el meñique—. Dicen que son muy profundas y oscuras. Buen lugar para tocarse, con todos esos reyes muertos mirando.
—¿Te manda Abel?
—Puede. O puede que haya venido por mi cuenta. Pero si preferís a Abel, lo llamaré, y seguro que le canta a mi señor una canción muy dulce.
Con cada palabra que decía, Theon se convencía más y más de que se trataba de una trampa.
«Pero una trampa, ¿de quién? Y ¿para qué? —¿Qué podría querer Abel de él? No era más que un bardo, un alcahuete con un laúd y una sonrisa falsa—. Quiere saber cómo me apoderé del castillo, pero no para componer una canción. —De pronto se le ocurrió la respuesta—. Quiere saber cómo entré para saber cómo salir. —Lord Bolton había cerrado Invernalia a cal y canto, y nadie podía entrar ni salir sin su permiso—. Quiere huir con sus lavanderas». Theon lo comprendía perfectamente.
—No quiero saber nada de Abel, de ti ni de ninguna de tus hermanas —dijo pese a ello—. Dejadme en paz.
En el exterior, la nieve se arremolinaba, danzaba. Theon se acercó renqueante a la muralla y la siguió hasta la puerta de las Almenas. Habría confundido a los guardias con un par de los muñecos de nieve de Walder el Pequeño, de no ser por las nubes de vaho de su aliento.
—Quiero pasear por la muralla —les dijo, con lo que su aliento también se condensó en el aire.
—Ahí arriba hace un frío de mil demonios —le advirtió uno.
—Aquí abajo hace un frío de mil demonios —replicó el otro—. Haz lo que quieras, cambiacapas. —Abrió la puerta para franquearle el paso.
Los peldaños estaban cubiertos de nieve, resbaladizos, traicioneros en la oscuridad. Cuando llegó al adarve, no le costó encontrar el lugar desde donde habían tirado al jinete libre. Apartó la nieve recién caída entre las almenas y se inclinó para mirar.
«Puedo saltar —pensó—. Si él ha sobrevivido, yo también puedo. —Sí, podía saltar, y luego…—. Luego, ¿qué? ¿Me rompo una pierna y muero bajo la nieve? ¿Me arrastro para morir congelado un poco más lejos? —Era una estupidez. Ramsay le daría caza con las chicas, y Jeyne la Roja, Jez y Helicent lo despedazarían. Eso si tenía suerte. Si no, lo capturarían con vida.
—Tengo que recordar mi nombre —susurró.
A la mañana siguiente, el viejo escudero de ser Aenys Frey apareció desnudo y muerto de frío en el cementerio del viejo castillo, con el rostro tan oculto por la escarcha que parecía que llevara una máscara. Ser Aenys aventuró que su escudero había bebido demasiado y se había extraviado en la tormenta, aunque nadie supo explicar por qué se había quitado la ropa para salir al patio.
«Otro borracho», pensó Theon. El vino tenía el poder de ahogar muchas sospechas.
Más adelante, antes de que acabara la jornada, un ballestero de los Flint apareció en los establos con el cráneo destrozado. Una coz de algún caballo, dictaminó lord Ramsay.
«Más bien parece un garrotazo», pensó Theon.
Todo le resultaba demasiado familiar, como una representación de títeres que ya hubiera visto, solo que los actores eran otros. Roose Bolton interpretaba el papel que había correspondido a Theon la vez anterior, y los muertos, los que habían correspondido a Aggar, Gynir Napiarroja y Gelmarr el Torvo.
«Hediondo también estaba —recordó—, pero era un Hediondo distinto, un Hediondo con las manos ensangrentadas y los labios llenos de mentiras dulces como la miel. Hediondo, Hediondo, rima con trasfondo».
Las muertes hicieron que los señores de Roose Bolton discutieran sin tapujos en el salón principal. A algunos se les estaba agotando la paciencia.
—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos cruzados de brazos, esperando a un rey que no llega nunca? —exigió saber ser Hosteen Frey—. Lo que tendríamos que hacer es salir al encuentro de Stannis y acabar con él.
—¿Abandonar el castillo? —graznó el manco Harwood Stout, con un tono que indicaba que antes preferiría que le cortaran el otro brazo—. ¿Queréis que ataquemos a ciegas, en medio de la nieve?
—Para acabar con lord Stannis, previamente tendríamos que dar con él —señaló Roose Ryswell—. Nuestros exploradores salen por la puerta del Cazador, pero últimamente ya no vuelven.
—Puerto Blanco no teme cabalgar con vos, ser Hosteen. —Lord Wyman Manderly se dio unas palmadas en la enorme barriga—. Encabezad la marcha y mis caballeros os seguirán.
—Sí, de cerca. —Ser Hosteen se volvió hacia el gordo—. Lo suficiente como para clavarme una lanza en la espalda. ¿Dónde están mis parientes, Manderly? Vuestros invitados, los que os devolvieron a vuestro hijo.
—Querréis decir sus huesos. —Manderly pinchó un trozo de jamón con el puñal—. Los recuerdo muy bien: Rhaegar, el de los hombros caídos, con su lengua de miel; el valeroso ser Jared, siempre presto a desenvainar el acero; Symond, el amo de espías, contando dinero sin parar. Me entregaron los huesos de Wendel. Quien me devolvió a Wylis sano y salvo, tal como me había prometido, fue Tywin Lannister, un hombre de palabra, los Siete lo tengan en su gloria. —Lord Wyman se metió la carne en la boca, la masticó con estrépito y chasqueó los labios—. Los caminos son azarosos. Entregué regalos a vuestros hermanos cuando nos despedimos en Puerto Blanco, y juramos que nos volveríamos a ver aquí, en la boda. Hubo muchos, muchos testigos.
—¿Muchos, muchos? —le imitó Aenys Frey—. ¿O vos y los vuestros?
—¿Qué insinuáis, Frey? —El señor de Puerto Blanco se limpió la boca con la manga—. No me gusta vuestro tono. No, no me gusta ni una gota.
—Sal al patio, montaña de grasa, y de lo que no te va a quedar ni una gota es de sangre —replicó ser Hosteen.
Wyman Manderly se echó a reír, pero media docena de sus caballeros se pusieron en pie al instante. Roger Ryswell y Barbrey Dustin tuvieron que calmarlos con palabras sosegadas. Roose Bolton, en cambio, no dijo nada, pero Theon Greyjoy vio en sus ojos claros una expresión que no le había visto hasta entonces: incomodidad y hasta un atisbo de miedo.
Aquella noche, los nuevos establos se derrumbaron bajo el peso de la nieve. Veintiséis caballos y dos mozos de cuadra murieron aplastados por la techumbre, y tardaron casi toda la mañana en sacar los cadáveres. Lord Bolton se dejó ver un momento en el palenque para inspeccionar el lugar, y luego ordenó que llevaran adentro a los caballos que hubieran sobrevivido, así como a los que quedaban atados a la intemperie. Justo cuando acababan de recuperar los cadáveres de los mozos y de descuartizar a los caballos, descubrieron otra muerte.
Aquella no hubo manera de atribuirla al tropezón de un borracho ni a la coz de un caballo. El muerto era uno de los favoritos de Ramsay, el rechoncho y repulsivo soldado al que llamaban Polla Amarilla. Habría sido difícil decir si hacía honor a su mote, porque le habían cortado el miembro y se lo habían metido en la boca con tanta fuerza que le habían roto tres dientes. Cuando los cocineros lo encontraron junto a las cocinas, enterrado hasta el cuello en un ventisquero, tenía la polla y todo lo demás azules del frío.
—Quemad el cadáver —ordenó Roose Bolton—, y que no se hable de esto. No quiero que corra la voz.
Pero la voz corrió, y a mediodía, casi toda Invernalia se había enterado de lo sucedido, muchos por boca de Ramsay Bolton, ya que Polla Amarilla era su «chico».
—Cuando demos con el que ha hecho esto, lo desollaré de los pies a la cabeza —prometió Ramsay—. Luego freiré la piel hasta que quede bien crujiente y se la haré comer.
También se dijo que el nombre del culpable valdría un dragón de oro.
Al atardecer, el hedor del salón principal ya era notable. Cientos de caballos, hombres y perros se amontonaban bajo el mismo techo, y los suelos eran un lodazal de barro, nieve derretida y excrementos de caballo, perro y hasta hombre; el aire apestaba a perro mojado, a lana mojada y a mantas de caballo empapadas, y los bancos atestados no ofrecían cobijo alguno, pero había comida. Los cocineros sirvieron grandes tajadas de carne de caballo fresca, tostada por fuera y muy cruda por dentro, con cebollitas y nabos asados… Por una vez, los soldados comieron tan bien como los señores y los caballeros.
La carne de caballo estaba demasiado dura para los destrozados dientes de Theon, y cuando intentó masticarla, el dolor fue insoportable, de modo que aplastó los nabos y las cebollas con la hoja del puñal, para hacerse un puré, y luego cortó la carne en trocitos diminutos para chuparlos bien antes de escupirlos. Así al menos le quedaban el sabor, y parte del alimento, en forma de sangre y grasa. Con el hueso no podía hacer nada, y se lo tiró a las perras. Jeyne la Gris se hizo con él y salió corriendo, seguida por Sara y Willow, que le lanzaban dentelladas.
Lord Bolton ordenó a Abel que actuara durante la comida, y el bardo entonó «Lanzas de hierro» y «La doncella del invierno». Por petición de Barbrey Dustin, que solicitó algo más alegre, cantó «La reina se quitó la sandalia y el rey se quitó la corona» y «El oso y la doncella». Los Frey se unieron a los cánticos, y hasta algunos norteños golpearon la mesa con el puño al tiempo que aullaban: «¡Un oso! ¡Un oso!», pero el ruido asustó a los caballos, así que tuvieron que callarse, y la música no tardó en cesar.
Los bribones del Bastardo se reunieron bajo un candelabro con una antorcha que despedía mucho humo. Luton y Desollador se pusieron a jugar a los dados; Gruñón se sentó a una mujer en el regazo para manosearle el pecho, y Damon Bailaparamí se dedicó a engrasar su látigo.
—Hediondo —llamó. Le dio unos golpecitos en la pantorrilla, como si fuera un perro—. Empiezas a oler mal otra vez.
—Sí —dijo Theon con voz queda; no tenía otra respuesta.
—Cuando termine todo esto, lord Ramsay tiene intención de cortarte los labios —dijo Damon al tiempo que pasaba un trapo aceitado a lo largo del látigo.
«Mis labios han estado entre las piernas de su dama. Tamaña insolencia no puede quedar sin castigo».
—Como digáis.
—Me parece que le hace ilusión —se burló Luton.
—Lárgate, Hediondo —bufó Desollador—. Tu olor me revuelve el estómago.
Los demás se echaron a reír, y él salió a toda prisa, antes de que cambiaran de idea. Sus torturadores no lo seguirían afuera mientras quedara comida, bebida, mujeres fáciles y hogueras acogedoras. Cuando se marchó, Abel estaba cantando «Las doncellas que florecen en primavera».
En el exterior nevaba tanto que Theon apenas alcanzaba a ver a un paso de distancia. Se encontró a solas en medio de un desierto blanco, con muros de nieve que se alzaban a su alrededor y le llegaban por el pecho. Cuando alzó la cabeza, los copos de nieve le acariciaron las mejillas como besos fríos. Aún le llegaba la música del edificio que había dejado atrás: sonaba otra canción de melodía triste. Durante un momento, casi se sintió en paz.
Poco más allá se cruzó con un hombre que caminaba en dirección contraria, con la capucha calada y la capa ondeando a la espalda. Sus miradas se encontraron brevemente, y el otro se llevó la mano al puñal.
—Theon Cambiacapas. Theon Matahermanos.
—No, no, yo no… Soy hijo del hierro.
—Un traidor, eso es lo que eres. ¿Por qué sigues respirando?
—Los dioses aún no han acabado conmigo —replicó Theon; se preguntó si aquel hombre sería el asesino que le había cortado la polla a Polla Amarilla para metérsela en la boca; el que había empujado desde las almenas al caballerizo de Roger Ryswell. Era extraño, pero no tenía miedo. Se quitó el guante de la mano izquierda—. Lord Ramsay aún no ha acabado conmigo.
El hombre lo miró y se echó a reír.
—Entonces, te dejo para él.
Theon caminó por la nieve hasta que tuvo los brazos y las piernas empapados y apenas sentía los pies ni las manos. Volvió a encaramarse a la muralla interior. Allí arriba, a cuarenta varas de altura, soplaba algo de viento que agitaba la nieve. Se había acumulado bastante entre las almenas, y tuvo que abrir un agujero con las manos… solo para descubrir que no se veía nada más allá del foso. De la muralla exterior no se adivinaba más que una sombra vaga y unas luces tenues que flotaban en la oscuridad.
«El mundo ha desaparecido». Desembarco del Rey, Aguasdulces, Pyke, las Islas del Hierro, los Siete Reinos… Todos los lugares que había conocido, todos los lugares sobre los que había leído o con los que había soñado, ya no existían. Solo quedaba Invernalia.
Estaba atrapado allí, con los fantasmas. Los fantasmas antiguos de las criptas y los más recientes, que él mismo había creado: Mikken, Farlen, Gynir Napiarroja, Aggar, Gelmarr el Torvo, la mujer del molinero de Agua Bellota y sus dos hijitos, y todos los demás.
«Son obra mía. Son mis fantasmas. Están aquí y están furiosos». Pensó en las criptas y en las espadas desaparecidas.
Volvió a su cuarto, y estaba quitándose la ropa empapada cuando Walton Patas de Acero fue a buscarlo.
—Ven, cambiacapas. Su señoría quiere hablar un ratito contigo.
No tenía ropa seca, así que volvió a ponerse los harapos mojados y siguió a Patas de Acero hasta el Gran Torreón, donde habían estado los aposentos de Eddard Stark. Lord Bolton no estaba solo: lo acompañaban lady Dustin, pálida y adusta; Roger Ryswell, que se cerraba la capa con un broche en forma de herradura, y Aenys Frey, que estaba junto a la chimenea con las demacradas mejillas enrojecidas por el frío.
—Me dicen que has estado rondando por el castillo —empezó Lord Bolton—. Según mis hombres, se te ha visto en los establos, en las cocinas, en los barracones, en las almenas, entre las ruinas de edificios derrumbados, junto al viejo septo de lady Catelyn, en el bosque de dioses… ¿Lo niegas?
—No, mi señor. —Theon puso buen cuidado en hablar como los aldeanos, sin vocalizar; sabía que eso le gustaba mucho a lord Bolton—. No puedo dormir, así que ando por ahí. —Mantuvo la cabeza gacha y la mirada fija en los juncos sucios del suelo. No convenía mirar a su señoría a la cara—. Pasé aquí mi infancia, antes de la guerra. Era pupilo de Eddard Stark.
—Eras su rehén —corrigió Bolton.
—Sí, mi señor. Su rehén. —«Pero era mi hogar; no un hogar de verdad, pero sí el mejor que he tenido».
—Han matado a varios de mis hombres.
—Sí, mi señor.
—No habrás sido tú, ¿verdad? —La voz de Bolton se hizo aún más suave—. No pagarías mi bondad con semejante traición.
—No, señor, yo jamás haría eso. Yo… no hago más que andar por ahí.
—Quítate los guantes —intervino lady Dustin.
Theon alzó la cabeza bruscamente.
—No, por favor, no…, no…
—Obedece —bufó ser Aenys—. Enséñanos las manos.
Theon se quitó los guantes y alzó las manos para que se las vieran.
«No es como si te pidieran que te desnudes delante de ellos; no es tan grave». Le quedaban tres dedos en la mano izquierda y cuatro en la derecha. Ramsay solo le había cortado el meñique de una y el índice y el anular de la otra.
—Esto te lo hizo el Bastardo —dijo lady Dustin.
—Si a mi señora no le importa, fue… fue porque se lo pedí. —Ramsay siempre lo obligaba a pedírselo. «Siempre me hace suplicárselo».
—¿Y eso por qué?
—Porque… Porque no me hacen falta tantos dedos.
—Con cuatro basta. —Ser Aenys se acarició la barbita castaña que le crecía en el casi inexistente mentón, como una cola de rata—. Cuatro en la mano derecha. Puede esgrimir una espada. O un puñal.
—¿Todos los Frey sois así de idiotas? —se burló lady Dustin—. Fijaos bien en él. ¿Esgrimir un puñal? ¡Apenas tiene fuerzas para sostener una cuchara! ¿De verdad os parece capaz de derrotar al repugnante amiguito del Bastardo, cortarle el miembro y metérselo en la boca?
—Todos los muertos eran hombres fuertes —señaló Roger Ryswell—, y a ninguno lo apuñalaron. El cambiacapas no es el asesino que buscamos.
Los ojos claros de Roose Bolton estaban clavados en Theon, afilados como el cuchillo de Desollador.
—Soy de la misma opinión. Aparte del asunto de la fuerza, no lo creo capaz de traicionar a mi hijo.
—Entonces, ¿quién ha sido? —gruñó Roger Ryswell—. Es obvio que Stannis tiene un hombre dentro del castillo.
«Hediondo no es un hombre. Hediondo, no. Yo, no». ¿Les habría hablado lady Dustin de las criptas y de las espadas desaparecidas?
—Deberíamos concentrarnos en Manderly —masculló ser Aenys Frey—. Lord Wyman no nos quiere bien.
—Pero quiere su ración de filetes, chuletas y empanadas de carne. —Ryswell no parecía tan seguro—. Para rondar a oscuras por el castillo tendría que apartarse de la mesa, y solo se levanta cuando va al retrete a echar una de sus larguísimas cagadas.
—No digo que haya sido lord Wyman en persona. Lo acompañan cien hombres; cien caballeros. Cualquiera podría…
—Los caballeros no obran al amparo de la oscuridad —replicó lady Dustin—. Y lord Wyman no fue el único que perdió a alguien en vuestra Boda Roja, Frey. ¿O creéis que Mataputas os tiene más cariño? Si no tuvierais al Gran Jon, os sacaría las tripas y os las haría comer, igual que lady Hornwood se comió sus propios dedos. Tanto los Flint como los Cerwyn, los Tallhart y los Slate tenían hombres con el Joven Lobo.
—La casa Ryswell, también —apuntó Roger Ryswell.
—Hasta había algún Dustin de Fuerte Túmulo. —Lady Dustin esbozó una sonrisa feroz—. El norte recuerda, Frey.
—Stark nos deshonró. —A Aenys Frey le temblaban los labios de rabia—. Eso es lo que tenéis que recordar los norteños, si sabéis qué os conviene.
—No ganamos nada con estas discusiones. —Roose Bolton se frotó la boca y señaló a Theon con un ademán—. Puedes marcharte, pero cuidado con dónde te metes, o a lo mejor te encontramos mañana a ti.
—Como digáis, mi señor. —Theon volvió a ponerse los guantes en las manos mutiladas y salió cojeando con sus pies mutilados.
De madrugada seguía despierto. Se envolvió en capas y más capas de gruesa lana y piel engrasada, y salió a pasear de nuevo por la muralla interior con la esperanza de que el cansancio le diera sueño. Pronto tuvo las piernas cubiertas de nieve hasta la rodilla, y una nueva capa, aunque blanca, sobre la cabeza y los hombros. En aquella zona del muro, el viento le daba en la cara y la nieve derretida le corría por las mejillas como lágrimas de hielo.
En aquel momento oyó el cuerno.
Era un gemido largo, grave, que parecía flotar sobre las almenas y en la oscuridad del aire para llegar hasta los huesos de cualquiera que lo escuchara. A lo largo de la muralla, los centinelas se volvieron hacia el origen del sonido, con los dedos apretados en torno a la lanza. En las ruinas de edificios y torreones de Invernalia, los señores se callaron a media frase para oír mejor, los caballos relincharon, y los durmientes se agitaron, inquietos. En cuanto se apagó el sonido del cuerno de guerra empezó a batir el tambor: BUUUM duuum BUUUM duuum BUUUM duuum, y un nombre corrió de boca en boca, escrito en vaharadas de aliento blanco.
«Stannis», susurraban los hombres. «Stannis está aquí». «Ha llegado Stannis». «Stannis». «Stannis». «Stannis».
Theon se estremeció. A él le daba lo mismo un Baratheon que un Bolton: Stannis había hecho causa común con Jon Nieve en el Muro, y Jon le cortaría la cabeza sin dudarlo.
«Rescatado de las garras de un bastardo para morir a manos de otro. Tiene gracia». Si se hubiera acordado de cómo se hacía, se habría echado a reír.
El sonido del tambor provenía del bosque de los Lobos, al otro lado de la puerta del Cazador.
«Están al otro lado de la muralla». Theon, al igual que muchos otros, echó a andar por el adarve, pero cuando llegaron a las torres que flanqueaban la puerta, no vieron nada más allá del velo blanco.
—¿Qué pretenden? ¿Derribar la muralla a trompetazos? —bromeó un Flint cuando sonó de nuevo el cuerno de guerra—. A lo mejor cree que es el Cuerno de Joramun.
—No creo que Stannis sea tan idiota como para atacar el castillo —comentó un centinela.
—No es como Robert —convino otro hombre de Fuerte Túmulo—. Se quedará ahí fuera, ya veréis. Intentará rendirnos por hambre.
—Pues se le van a congelar los huevos —dijo otro.
—Lo que tendríamos que hacer es salir a plantarle cara —declaró un Frey.
«Eso, adelante —pensó Theon—. Salid a la nieve y morid. Dejadme en Invernalia, a solas con los fantasmas. —Intuía que a Roose Bolton le gustaría ver ese enfrentamiento—. Tiene que poner fin a esto. —El castillo estaba demasiado abarrotado para resistir un asedio largo, y la lealtad de algunos señores era más que dudosa. El obeso Wyman Manderly, Umber Mataputas, las casas Hornwood y Tallhart, los Locke, los Flint, los Ryswell… Norteños todos, leales durante generaciones a la casa Stark. Lo único que los retenía allí era la niña, que llevaba la sangre de lord Eddard; pero no era más que una marioneta, un corderito con piel de huargo. Entonces, ¿por qué no mandar a los norteños a luchar contra Stannis antes de que se descubriera la farsa?—. Una carnicería en la nieve, y cada hombre muerto sería un enemigo menos para Fuerte Terror».
¿Le permitirían luchar? Así al menos podría morir como un hombre, con la espada en la mano. Ramsay jamás le haría semejante favor, pero tal vez lord Roose, sí.
«Puede que, si se lo suplico… He hecho todo lo que me ha pedido, he representado mi papel. Entregué a la niña». La muerte era el destino más halagüeño al que podía aspirar.
En el bosque de dioses, la nieve se derretía nada más tocar la tierra. El vapor ascendía de los estanques de agua caliente y transportaba los olores del musgo, el barro y la putrefacción. Una niebla cálida pendía por doquier y convertía los árboles en vigías, en altos soldados amortajados con capas de penumbra. Durante el día, el bosquecillo estaba lleno de norteños que acudían a rezar a los antiguos dioses; pero a aquella hora era todo para Theon.
En el centro del bosque lo aguardaba el arciano, con sus sabios ojos rojos. Theon se detuvo al borde del estanque e inclinó la cabeza ante el rostro tallado. Hasta allí le llegaba el retumbar del tambor, buuum DUUUM buuum DUUUM buuum DUUUM buuum DUUUM. El sonido, como un trueno distante, parecía proceder de todas partes a la vez.
No soplaba viento, y la nieve caía recta de un cielo negro y seco, pero las hojas del árbol corazón crujían su nombre.
—Theon —parecían susurrar—. Theon.
«Son los antiguos dioses —pensó—. Saben quién soy. Conocen mi nombre. Fui Theon de la casa Greyjoy. Fui el pupilo de Eddard Stark, amigo y hermano de sus hijos».
—Por favor. —Se dejó caer de rodillas—. Lo único que pido es una espada. Permitid que muera como Theon, no como Hediondo. —Las lágrimas cálidas le corrieron por las mejillas—. Era hijo del hierro. Era hijo de Pyke, de las islas.
Una hoja cayó meciéndose desde lo alto, le rozó la frente y fue a parar al estanque, donde se quedó flotando en el agua como una mano ensangrentada con sus cinco dedos.
—… Bran —murmuró el árbol.
«Lo saben. Los dioses lo saben. Saben lo que hice. —Durante un momento le pareció que el rostro tallado en la blanca corteza del arciano era el de Bran, y lo contemplaba con ojos rojos, tristes, llenos de sabiduría—. El fantasma de Bran —pensó. Pero era una locura. ¿Por qué iba a perseguirlo Bran? Siempre le había tenido cariño, y no le había hecho ningún daño—. No matamos a Bran. Ni a Rickon. Solo fueron los hijos del molinero, los del molino de al lado del Agua Bellota».
—Necesitaba dos cabezas, o se habrían burlado de mí… Se habrían reído de mí… Se…
—¿Con quién hablas? —inquirió una voz.
Theon dio media vuelta, aterrado ante la sola idea de que Ramsay hubiera dado con él, pero no eran más que las lavanderas: Acebo, Serbal y la otra, cuyo nombre no recordaba.
—Los fantasmas —farfulló—. Me susurran. Saben… Conocen mi nombre.
—Theon Cambiacapas. —Serbal lo agarró de la oreja y se la retorció—. Necesitabas dos cabezas, ¿eh?
—O los hombres se habrían burlado de él —apuntó Acebo.
«No lo entienden». Theon se liberó de la que lo tenía agarrado.
—¿Qué queréis?
—A ti —replicó la tercera mujer, la mayor, que tenía la voz grave y un pelo que empezaba a encanecer.
—Ya te lo dije, cambiacapas: quiero tocarte. —Acebo sonrió y le mostró un puñal.
«Puedo gritar —pensó Theon—. Alguien me oirá. El castillo está lleno de hombres armados. —Por supuesto, estaría muerto antes de que llegaran, y su sangre empaparía la tierra para alimentar al árbol corazón—. ¿Y eso qué tendría de malo?».
—Tócame —dijo—. Mátame. —En su voz había más desesperación que desafío—. Vamos, acabad conmigo igual que acabasteis con los otros, con Polla Amarilla y los demás. Fuisteis vosotras.
—¿Cómo íbamos a ser nosotras? —Acebo rio—. Somos mujeres, solo tetas y coño. Los hombres nos follan, no nos temen.
—¿Te ha hecho daño el Bastardo? —intervino Serbal—. ¿Te ha cortado los deditos? ¿Te ha hecho pupita en los pies? ¿Te ha saltado los dientes? Pobrecito. —Le dio unos cachetitos—. Eso se acabó, te lo aseguro. Has rezado, y los dioses nos envían a nosotros. ¿Querías morir, Theon? Deseo concedido: tendrás una muerte rápida, que casi no te dolerá. —Sonrió—. Pero antes, tienes que cantar para Abel. Te espera.