La vela estaba casi consumida; apenas quedaba un dedo, que sobresalía de un charco de cera derretida y proyectaba en la cama de la reina la luz de una llama que ya parpadeaba.
«Pronto se apagará —comprendió Dany—, y otra noche habrá llegado a su fin».
Siempre amanecía demasiado pronto.
No había dormido, no podía dormir, no quería dormir. Ni siquiera se había atrevido a cerrar los ojos por temor a encontrarse al abrirlos con que había amanecido. Si pudiera, haría que las noches se prolongaran para siempre, pero tenía que conformarse con seguir despierta y tratar de saborear la dulzura de cada momento antes de que se difuminase en la luz del día.
A su lado, Daario Naharis dormía con la placidez de un recién nacido. Se jactaba de tener un talento especial para conciliar el sueño. Con aquella sonrisa petulante tan suya, afirmaba que, a cielo abierto, muchas veces se quedaba dormido en su montura, para estar bien descansado si se presentaba una batalla. A pleno sol o en mitad de una tormenta, daba igual. «Un guerrero que no duerme no tiene fuerzas para luchar», aseguraba. Tampoco lo perturbaban las pesadillas. Cuando Dany le había dicho que a Serwyn del Escudo Espejo lo perseguían los fantasmas de todos los caballeros que había matado, Daario rió. «Si los que maté yo vienen a importunarme, los mataré otra vez».
«Tiene conciencia de mercenario, es decir, no tiene conciencia», comprendió Dany en aquel momento.
Daario estaba tumbado boca abajo, con las finas sábanas de hilo enredadas en las largas piernas y la cara semienterrada en las almohadas.
Dany le pasó la mano por la espalda, a lo largo de la columna. Tenía la piel lisa, casi lampiña.
«Su piel es seda y satén». Adoraba sentir su tacto en los dedos. Adoraba pasarle los dedos por el pelo, masajearle las pantorrillas doloridas tras un largo día a caballo, sostenerle la polla y sentirla endurecerse en su mano. Si hubiera sido una mujer normal, con gusto se habría pasado la vida tocando a Daario, recorriendo sus cicatrices con la mano y preguntándole cómo se había hecho cada una de ellas.
«Renunciaría a la corona si me lo pidiera —pensó Dany. Pero no se lo había pedido, ni se lo pediría jamás. Daario susurraba palabras de amor cuando estaban unidos como un solo cuerpo, pero ella sabía que a quien amaba era a la reina dragón—. Si renunciase a la corona, dejaría de quererme». Además, por lo general, cuando un rey perdía la corona, la cabeza iba detrás, y no se le ocurría ningún motivo para que a las reinas no les pasase lo mismo.
La vela parpadeó por última vez y murió ahogada en su propia cera. La oscuridad engulló la cama de plumas y a sus dos ocupantes, y llenó hasta el último rincón de la estancia. Dany rodeó a su capitán con los brazos, se apretó contra su espalda y se empapó de su fragancia, saboreando el calor de su carne, la sensación de esa piel contra la suya.
«Recuérdalo —se dijo—. Recuerda esta sensación». Le besó el hombro.
—Daenerys. —Daario rodó hacia ella, con los ojos abiertos, y esbozó una sonrisa perezosa. Ese era otro de sus talentos: se despertaba de golpe, como un gato—. ¿Ya está amaneciendo?
—Todavía no. Aún nos queda un rato.
—Mentirosa. Te veo los ojos. ¿Podría verlos si fuese noche cerrada? —Daario apartó las sábanas de una patada y se sentó—. Estamos a media luz. Pronto será de día.
—No quiero que se acabe esta noche.
—¿No? ¿Y por qué no, mi reina?
—Ya lo sabes.
—¿La boda? —se rio—. Entonces, cásate conmigo.
—Sabes que no puedo.
—Eres una reina. Puedes hacer lo que quieras. —Le pasó una mano por la pierna—. ¿Cuántas noches nos quedan?
«Dos. Tan solo dos».
—Lo sabes tan bien como yo. Esta y la siguiente, y deberemos poner fin a esto.
—Cásate conmigo y tendremos todas las noches del mundo.
«Si pudiera, lo haría. —Khal Drogo había sido su sol y estrellas, pero llevaba muerto tanto tiempo que Daenerys había olvidado cómo era amar y ser amada. Daario la había ayudado a recordar—. Estaba muerta y él me devolvió a la vida. Estaba dormida y él me despertó. Mi valiente capitán». Aun así, últimamente se estaba volviendo osado en exceso. Al regresar de la última incursión había arrojado la cabeza de un señor yunkio a sus pies y la había besado en la sala delante de todo el mundo, hasta que Barristan Selmy los separó. La ira de ser Abuelo era tal que Dany temió que corriera la sangre.
—No podemos casarnos, mi amor. Ya sabes por qué.
—Pues cásate con Hizdahr. —Saltó de la cama—. Le pondré un hermoso par de cuernos de regalo de bodas. A los ghiscarios les gusta pavonearse de sus cuernos; se los hacen con su propio pelo, con peines, cera y hierros calientes. —Cogió los calzones y se los puso. No se molestaba en llevar ropa interior.
—Cuando esté casada, desearme será alta traición. —Dany se cubrió el pecho con la colcha.
—Entonces, seré un traidor. —Se puso una túnica de seda azul y se alisó las puntas de la barba con los dedos. Había vuelto a teñírsela por ella, de violeta a azul, como la llevaba la primera vez que lo vio—. Huelo a ti. —Se olió los dedos y sonrió.
A Dany le encantaba el brillo del diente de oro cuando sonreía. Le encantaba el fino vello de su pecho. Le encantaba la fuerza de sus brazos, el sonido de su risa, el modo que tenía de mirarla a los ojos y decir su nombre mientras la penetraba.
—Eres muy guapo —dijo de pronto mientras lo observaba atarse las botas de montar. Algunos días esperaba a que se las pusiera ella, pero por lo visto, ese día no.
«Eso también se acaba».
—No lo bastante para que te cases conmigo. —Daario descolgó el cinto de la espada del gancho donde lo había dejado.
—¿Adónde vas?
—A dar una vuelta por tu ciudad, para beberme un barril o dos y meterme en alguna pelea. Hace demasiado que no mato a nadie. Tal vez debería buscar a tu prometido.
Dany le tiró una almohada.
—¡Deja a Hizdahr en paz!
—Como ordene mi reina. ¿Darás audiencia hoy?
—No. Mañana seré una mujer casada, y Hizdahr será rey. Que se encargue él de las audiencias; es su pueblo.
—Está su pueblo y está el tuyo. El que liberaste.
—¿Me estás regañando?
—Los que llamas tus hijos. Quieren a su madre.
—¡Me estás regañando de verdad!
—Solo un poco, corazón luminoso. ¿Concederás audiencias?
—Tal vez, después de la boda. Después de que haya paz.
—Ese después tuyo no llega nunca. Deberías conceder audiencias. Los nuevos de mi grupo, los hijos del viento que se pasaron a nuestro bando, no creen que existas. Casi todos nacieron y se criaron en Poniente, con la cabeza llena de anécdotas sobre los Targaryen, y quieren ver a una con sus propios ojos. Rana te ha traído un regalo.
—¿Rana? —Dejó escapar una risita—. ¿Y quién es ese?
—Un muchacho dorniense. —Daario se encogió de hombros—. El escudero del caballero grande que llaman Tripasverdes. Le dije que podía dármelo a mí y yo te lo traería, pero no quiso ni oír hablar de ello.
—Vaya, una rana inteligente. Así que le pediste que te diera mi regalo. —Le tiró otra almohada—. ¿Habría llegado a mis manos?
—¿Acaso sería capaz de robar a mi dulce reina? —Se acarició los bigotes dorados—. Si fuese un regalo digno de ti, yo mismo lo habría puesto en tus suaves manos.
—¿Como prenda de amor?
—Sobre eso prefiero no pronunciarme, pero le aseguré que podría entregártelo él en persona. ¿Harás quedar a Daario Naharis como un mentiroso?
—Como tú quieras. —Dany no podía negarle nada—. Trae a tu rana a la audiencia de mañana, y también a los otros ponientis. —Sería agradable oír a más gente que hablase la lengua común, aparte de ser Barristan.
—Como ordene mi reina. —Daario hizo una profunda reverencia y sonrió antes de irse, con la capa arremolinándose tras él.
Dany se quedó sentada entre las sábanas arrugadas, abrazándose las rodillas, tan triste que ni siquiera oyó a Missandei cuando llegó sigilosa con pan, leche e higos.
—¿Alteza? ¿Os encontráis mal? Una os ha oído gritar en plena noche.
Dany cogió un higo. Era negro y rechoncho, y todavía estaba húmedo de rocío.
«¿Hizdahr conseguirá hacerme gritar?».
—Lo que has oído era el viento. —Dio un mordisco, pero la fruta había perdido el sabor en ausencia de Daario. Se levantó con un suspiro, llamó a Irri para que le llevase una túnica y salió a la terraza.
Estaba rodeada de enemigos. Siempre había por lo menos una docena de barcos atracados en la orilla, y en ocasiones eran hasta cien, cuando desembarcaban los soldados. A los yunkios también les llegaba madera por el mar: tras sus zanjas construían catapultas, escorpiones y altos trabuquetes. En las noches silenciosas, el aire cálido y seco le llevaba el repiqueteo de los martillos.
«Pero no tienen torres de asedio, ni arietes». No intentarían asaltar Meereen; esperarían tras las líneas de asedio, lanzando piedras hasta que la enfermedad y la hambruna hicieran que su pueblo se arrodillase.
«Hizdahr me traerá la paz. Tiene que traerme la paz».
Esa noche, los cocineros le asaron un cabrito con dátiles y zanahorias, pero Dany solo pudo comer unos bocados. La perspectiva de volver a enfrentarse a Meereen la dejaba sin fuerzas. Le costó conciliar el sueño, incluso cuando regresó Daario, tan borracho que apenas se tenía en pie. Dio vueltas bajo las sábanas, soñando que Hizdahr la besaba…, pero tenía los labios azules y magullados, y cuando le introdujo el miembro, lo tenía frío como el hielo. Se incorporó en la cama con el pelo alborotado y las sábanas enredadas. Su capitán dormía a su lado, y sin embargo estaba sola. Quería sacudirlo, despertarlo, hacer que la abrazara, que la follara, que la ayudase a olvidar, pero sabía que en tal caso, él se limitaría a sonreír y bostezar y decirle: «Solo ha sido un sueño, mi reina. Duérmete».
Se puso una túnica con capucha, salió a la terraza y se aproximó al pretil, desde donde contempló la ciudad como había hecho un centenar de veces.
«Nunca será mi ciudad. Nunca será mi hogar».
La pálida luz rosada del amanecer la encontró todavía en la terraza, dormida en la hierba bajo un manto de fino rocío.
—Le he prometido a Daario que hoy celebraré audiencia —dijo a sus doncellas cuando la despertaron—. Traedme la corona. Oh, y algo para ponerme, que sea fresco y ligero.
Bajó a la sala una hora después.
—Arrodillaos todos ante Daenerys de la Tormenta, La que no Arde, reina de Meereen, reina de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, khaleesi del Gran Mar de Hierba, Rompedora de Cadenas y Madre de Dragones —anunció Missandei.
Reznak mo Reznak se inclinó y sonrió.
—Magnificencia, cada día estáis más bella. Creo que la perspectiva de vuestra boda os ha dotado de brillo. ¡Oh, mi reina resplandeciente!
—Llamad al primer peticionario —suspiró Dany.
Había pasado tanto tiempo desde la última audiencia que la aglomeración de casos resultaba abrumadora. La gente se apretujaba al fondo de la sala, y se produjeron escaramuzas para discutir quién tenía prioridad. Inevitablemente, fue Galazza Galare quien se adelantó, con la cabeza alta y la cara oculta tras un reluciente velo verde.
—Vuestro esplendor, sería más conveniente que pudiésemos hablar en privado.
—Ojalá tuviese tiempo —repuso Dany con voz queda; su última reunión con la gracia verde no había ido bien—. Me caso mañana. ¿Qué queréis de mí?
—Me gustaría hablaros de la osadía de cierto capitán mercenario.
«¿Se atreve a mencionarlo en una audiencia pública? —Dany se encendió de ira—. Tiene valor, lo reconozco, pero si cree que voy a soportar otra regañina, no podría estar más equivocada».
—La traición de Ben Plumm el Moreno nos ha sorprendido a todos, pero vuestra advertencia llega demasiado tarde. Y ahora quiero que volváis a vuestro templo y recéis por la paz.
La gracia verde hizo una reverencia.
—Rezaré también por vos.
«Otra bofetada», pensó Dany; notó que las mejillas se le ponían rojas.
El resto fue un tedio que la reina conocía muy bien. Permaneció sentada en sus cojines y escuchó, al tiempo que sacudía un pie con impaciencia. A mediodía, Jhiqui le llevó una fuente con jamón e higos. Los peticionarios parecían no tener fin. Por cada dos que se despedían con una sonrisa, otro se iba murmurando o con los ojos enrojecidos.
Ya casi había anochecido cuando apareció Daario Naharis con sus nuevos cuervos de tormenta, los hombres de Poniente que habían desertado de los Hijos del Viento. Dany no pudo evitar lanzarles alguna que otra mirada, mientras se prolongaba la perorata de un peticionario tras otro.
«Este es mi pueblo. Yo soy su legítima reina. —Tenían un aspecto desaliñado, pero qué se podía esperar de unos mercenarios. El joven no le sacaría más de un año; el mayor debía de haber celebrado sesenta días del nombre. Algunos lucían signos de riqueza: brazaletes de oro, túnicas de seda y cintos tachonados de plata—. Todo fruto de saqueos». En general, vestían ropas sencillas que se notaban muy usadas.
Cuando Daario los hizo adelantarse vio que entre ellos había una mujer, grande y rubia, enfundada en cota de malla.
—Meris la Bella —anunció su capitán, aunque Dany la habría llamado cualquier cosa antes que bella. Medía casi dos varas y media y no tenía orejas; un tajo le cruzaba la nariz; lucía cicatrices profundas en ambas mejillas y tenía los ojos más fríos que la reina había visto en su vida. En cuanto a los demás…
Hugh Hungerford era delgado y taciturno, de piernas largas y cara alargada, e iba ataviado con ropa elegante, pero deslucida. Webber era bajo y musculoso, y llevaba la cabeza, el pecho y los hombros recubiertos de arañas tatuadas. Orson Piedra, el de la cara colorada, aseguraba que era un caballero, al igual que el espigado Lucifer Largo. Will de los Bosques le lanzaba miradas lascivas incluso mientras se arrodillaba. Dick Heno tenía los ojos de un azul muy llamativo, el cabello blanco como el lino y una sonrisa inquietante. La cara de Jack el Bermejo quedaba oculta tras una hirsuta barba naranja, y no había forma de entenderlo.
—Se cortó media lengua de un mordisco en su primera batalla —le explicó Hungerford.
Los dornienses parecían diferentes.
—Con la venia de vuestra alteza —intervino Daario—, os presento a Tripasverdes, Gerrold y Rana.
Tripasverdes era enorme y calvo como una piedra, con unos brazos tan gruesos que podrían rivalizar hasta con los de Belwas el Fuerte. Gerrold era un joven alto y esbelto de pelo veteado por el sol y ojos joviales azul verdoso.
«Seguro que esa sonrisa ha conquistado el corazón de muchas doncellas». Su capa era de suave lana marrón forrada de seda cruda, una prenda excelente.
Rana, el escudero, era el más joven de los tres y el menos imponente, un muchacho solemne, bajo y fornido, de pelo y ojos marrones. Tenía un rostro cuadrado, de frente alta, mandíbula grande y nariz ancha. La pelusa del mentón y las mejillas lo hacía parecer un niño que intentara dejarse barba por primera vez. Dany no tenía ni idea de por qué lo llamarían Rana.
«A lo mejor salta más alto que los demás».
—Podéis levantaros —les dijo—. Daario me dice que venís de Dorne. Los dornienses siempre serán bien recibidos en mi corte: Lanza del Sol permaneció fiel a mi padre cuando el Usurpador le arrebató su trono. Debéis de haber afrontado muchos peligros para llegar hasta mí.
—Demasiados —dijo Gerrold, el joven apuesto del pelo con mechones claros—. Éramos seis cuando salimos de Dorne, alteza.
—Lamento vuestras pérdidas. —La reina se dirigió a su compañero, el grande—. Tripasverdes es un nombre extraño.
—Una broma, alteza, por los días que pasamos embarcados. Me sentí tan enfermo durante todo el trayecto desde Volantis que llegué a ponerme verde de náuseas y… Bueno, no debería decir eso.
—Creo que me imagino el resto, ser Tripasverdes. —Dany rio—. Debo llamaros ser, ¿no es así? Daario me dice que sois caballero.
—Con el beneplácito de vuestra alteza, los tres somos caballeros.
Dany miró a Daario y vio prender la ira en su rostro. «No lo sabía».
—Necesito caballeros —les dijo.
Aquello despertó los recelos de ser Barristan.
—Es muy fácil hacerse pasar por caballero cuando se está tan lejos de Poniente. ¿Estáis dispuestos a defender esa afirmación con la espada o la lanza?
—Si fuera necesario, sí —replicó Gerrold—, aunque ninguno de nosotros pretenderá igualar a Barristan el Bravo. Vuestra alteza, os pido perdón, pero nos hemos presentado ante vos con nombres falsos.
—Sé de alguien que hizo lo mismo en cierta ocasión —dijo Dany—, un tal Arstan Barbablanca. Decidme, pues, vuestros nombres auténticos.
—Con mucho gusto… pero, si mi reina nos lo permite, ¿no habría un lugar con menos ojos y oídos?
«Juegos dentro de juegos».
—Como deseéis. Skahaz, haz salir a todos.
El Cabeza Afeitada rugió órdenes a sus bestias de bronce, que arrearon a los otros ponientis y a los demás peticionarios para sacarlos de la sala como si fueran ganado. Sus consejeros permanecieron allí.
—Ahora —dijo Dany—, decidme vuestros nombres.
Gerrold, el joven atractivo, hizo una reverencia.
—Ser Gerris Drinkwater, alteza. Mi espada es vuestra.
Tripasverdes cruzó los brazos frente al pecho.
—Y mi martillo de armas. Soy ser Archibald Yronwood.
—¿Y vos? —preguntó la reina al muchacho que llamaban Rana.
—Con el permiso de vuestra alteza, ¿podría entregaros antes mi regalo?
—Como gustéis. —Dany sentía curiosidad; pero, cuando Rana se adelantó, Daario Naharis le salió al paso y le tendió una mano enguantada.
—Dadme a mí ese regalo.
Impasible, el robusto joven se inclinó, se desató la bota y extrajo un pergamino amarillento de una solapa escondida.
—¿Este es tu regalo? ¿Un papel garabateado? —Daario le arrancó el pergamino de las manos, lo desenrolló y observó los sellos y las firmas con los ojos entrecerrados—. Muy bonito, con todos esos ribetes y dorados, pero no sé leer vuestros garabatos de Poniente.
—Dáselo a la reina —ordenó ser Barristan—. Ahora mismo.
Dany advirtió que la ira iba acumulándose en la sala.
—Solo soy una niña, y a las niñas hay que darles sus regalos —dijo con tono alegre—. Daario, por favor, no os burléis de mí. Dádmelo.
El pergamino estaba escrito en la lengua común. La reina lo desenrolló despacio y estudió los sellos y las firmas. El corazón se le aceleró un poco cuando leyó el nombre de ser Willem Darry. Lo leyó una y otra vez.
—¿Podemos saber qué dice, alteza? —pidió ser Barristan.
—Se trata de un pacto secreto —respondió Dany—, sellado en Braavos cuando yo era pequeña. Ser Willem Darry, el caballero que nos sacó a mi hermano y a mí de Rocadragón antes de que nos atrapasen los hombres del Usurpador, lo firmó en nuestro nombre. El príncipe Oberyn Martell lo firmó en nombre de Dorne, con el Señor del Mar de Braavos como testigo —le tendió el pergamino a ser Barristan para que lo leyera—. Estipula que la alianza ha de sellarse con un matrimonio. A cambio de la ayuda de Dorne para derrocar al Usurpador, mi hermano Viserys debía tomar como reina a Arianne, la hija del príncipe Doran.
El anciano caballero leyó detenidamente el pergamino.
—Si Robert hubiera tenido noticia de esto, habría aplastado Lanza del Sol, igual que hizo con Pyke, y se habría cobrado la cabeza del príncipe Doran y la de la Víbora Roja… y seguramente también la de esa princesa dorniense.
—Sin duda, por eso el príncipe Doran optó por mantener el pacto en secreto —observó Daenerys—. Si mi hermano Viserys hubiese sabido que tenía una princesa dorniense esperándolo, habría ido a Lanza del Sol en cuanto hubiese tenido edad para casarse.
—Y el martillo de Robert habría caído sobre él y sobre Dorne —dijo Rana—. Mi padre se conformó con esperar al día en que el príncipe Viserys consiguiese un ejército.
—¿Vuestro padre?
—El príncipe Doran —hincó una rodilla en el suelo—. Alteza, tengo el honor de presentarme como Quentyn Martell, príncipe de Dorne y vuestro súbdito más leal.
Dany se echó a reír. El príncipe dorniense enrojeció; sus consejeros y su corte la miraron perplejos.
—¿Esplendor? —intervino Skahaz el Cabeza Afeitada en ghiscario—. ¿De qué os reís?
—Lo llaman Rana —dijo ella—, y ya sabemos por qué. En los Siete Reinos se cuentan a los niños cuentos sobre ranas que se convierten en príncipes encantados cuando las besa su amor verdadero. —Sonrió y se dirigió a los caballeros dornienses en la lengua común—. Decidme, príncipe Quentyn, ¿estáis encantado?
—No, alteza.
—Me lo temía. —«Ni encantado ni encantador, por desgracia. Es una pena que el príncipe sea él y no el rubio de los hombros anchos»—. Pero habéis venido a por un beso. Queréis casaros conmigo, ¿no? El regalo que me traéis sois vos mismo. En vez de Viserys y vuestra hermana, somos vos y yo quienes hemos de sellar este pacto si quiero contar con Dorne.
—Mi padre confiaba en que me encontraseis aceptable.
Daario Naharis dejó escapar una risa burlona.
—Me parecéis un cachorro. La reina necesita un hombre a su lado, no un niño llorón. No sois esposo para una mujer como ella. Cuando os laméis los labios, ¿seguís notando el sabor de la leche de vuestra madre?
Ser Gerris Drinkwater frunció el ceño al oírlo.
—Cuida tu lengua, mercenario. Estás hablando con un príncipe de Dorne.
—Y con su niñera, por lo visto. —Daario pasó los pulgares por la empuñadura de sus espadas y sonrió con gesto amenazador. Skahaz frunció el ceño como solo él sabía.
—Tal vez este chico sirva para Dorne, pero Meereen necesita un rey de sangre ghiscaria.
—He oído hablar de Dorne —dijo Reznak mo Reznak—. No hay más que arena, escorpiones y montañas yermas que se cuecen al sol.
—Dorne son cincuenta mil lanzas y espadas comprometidas al servicio de nuestra reina —respondió el príncipe Quentyn.
—¿Cincuenta mil? —se burló Daario—. Yo cuento tres.
—Ya basta —ordenó Daenerys—. El príncipe Quentyn ha cruzado medio mundo para ofrecerme este regalo y no permitiré que se le falte al respeto. —Se volvió hacia los dornienses—. Ojalá hubieseis llegado hace un año. Estoy prometida en matrimonio con el noble Hizdahr zo Loraq.
—Aún no es demasiado tarde… —dijo ser Gerris.
—Eso me corresponde a mí juzgarlo —replicó Daenerys—. Reznak, ocúpate de que se asignen al príncipe y a sus acompañantes habitaciones dignas de su alta cuna, y de que se atiendan sus deseos.
—Como gustéis, esplendor.
—Entonces, hemos terminado por hoy.
La reina se levantó. Daario y ser Barristan la siguieron por las escaleras que conducían a sus aposentos.
—Esto lo cambia todo —dijo el anciano caballero.
—No cambia nada —dijo Dany mientras Irri le quitaba la corona—. ¿De qué me sirven tres hombres?
—Tres caballeros —dijo Selmy.
—Tres mentirosos —repuso sombríamente Daario—. Me engañaron.
—Y también te compraron, no me cabe duda.
Él no se molestó en negarlo. Dany desenrolló el pergamino y lo examinó otra vez.
«Braavos. Esto se firmó en Braavos, cuando vivíamos en la casa de la puerta roja. —¿Por qué se sentía tan extraña? Recordó su pesadilla—. A veces, los sueños encierran verdades». ¿Significaba que Hizdahr zo Loraq trabajaba para los hechiceros? ¿Podía tratarse de un aviso? ¿Le estaban diciendo los dioses que se olvidase de Hizdahr para casarse con este príncipe dorniense? Algo le acudió a la memoria.
—Ser Barristan, ¿cómo es el blasón de la casa Martell?
—Un sol en su cénit, atravesado por una lanza.
«El hijo del sol. —Tuvo un escalofrío. “Sombras y susurros”. ¿Qué más había dicho Quaithe?—. La yegua clara y el hijo del sol. Había también un león y un dragón. ¿O el dragón soy yo? —“Guardaos del senescal perfumado”», de eso sí se acordaba.
—Sueños y profecías. ¿Por qué siempre tienen que ser adivinanzas? Detesto las adivinanzas. Marchaos. Mañana es el día de mi boda.
Esa noche Daario la tomó de todas las formas en que un hombre podía tomar a una mujer, y ella se le entregó de buen grado. La última vez, cuando ya salía el sol, usó la boca para endurecerlo de nuevo, como Doreah le había enseñado mucho tiempo atrás, y lo montó con tal fiereza que la herida del mercenario comenzó a sangrar de nuevo, y durante un dulce instante no supo si estaba dentro de ella o ella dentro de él.
Pero cuando el sol alumbró el día de su boda, Daario Naharis se levantó, se vistió y se abrochó el cinto de la espada con sus mujeres lascivas de oro brillante.
—¿Adónde vas? —le preguntó Dany—. Te prohíbo que salgas de incursión hoy.
—Mi reina es cruel —dijo su capitán—. Si no puedo matar a tus enemigos, ¿cómo voy a entretenerme mientras te casas?
—Cuando caiga la noche ya no tendré enemigos.
—Acaba de amanecer, dulce reina. El día es largo y hay tiempo de sobra para una última incursión. Te traeré la cabeza de Ben Plumm el Moreno como regalo de bodas.
—Nada de cabezas —insistió Dany—. Una vez me trajiste flores.
—Que te las traiga Hizdahr. No es de los que se agacharían a cortar un diente de león, claro, pero tiene siervos que lo harán por él encantados. ¿Tengo tu permiso para irme?
—No. —Quería que se quedase y la abrazara. «Algún día se irá y no volverá. Algún día, un arquero le atravesará el pecho de un flechazo, o lo atacarán diez hombres con lanzas, espadas y hachas para convertirse en héroes. Cinco de ellos morirían, pero eso no la ayudaría a soportar la pena—. Un día lo perderé, como perdí a mi sol y estrellas. Pero por favor, dioses, que no sea hoy»—. Vuelve a la cama y bésame. —Nadie la había besado jamás como Daario Naharis—. Soy tu reina y te ordeno que me folles.
Lo había dicho en broma, pero los ojos de Daario se endurecieron al oír sus palabras.
—Follarse a la reina es tarea del rey. Tu noble Hizdahr podrá encargarse de eso, cuando estéis casados. Y si resulta que es demasiado noble para mancharse de sudor, tiene sirvientes que también estarán encantados de hacerlo por él. O tal vez puedas llamar al chico dorniense a tu cama, y a su amigo el guapo, ¿por qué no? —Salió de la habitación.
«Va a salir de incursión —comprendió Dany—, y si se cobra la cabeza de Ben Plumm, irrumpirá en el banquete de bodas y la arrojará a mis pies. Que los Siete me amparen. ¿Por qué no será de alta cuna?».
Cuando se hubo ido, Missandei llevó a la reina un almuerzo sencillo a base de queso de cabra y aceitunas, con unas cuantas pasas para dar un toque dulce.
—Vuestra alteza necesita algo más que vino para desayunar. Sois muy menuda, y hoy sin duda necesitaréis fuerzas.
Aquello hizo reír a Daenerys, dicho por una chica aún más menuda que ella. Confiaba tanto en la pequeña escriba que a menudo se olvidaba de que acababa de cumplir los once años. Compartieron la comida en la terraza. Mientras Dany masticaba una aceituna, la naathi la miró con ojos de oro fundido.
—No es tarde para anunciar que habéis decidido no casaros.
«Sí que lo es», pensó la reina con tristeza.
—La sangre de Hizdahr es antigua y noble. Nuestro enlace unirá a mis libertos con su pueblo. Cuando seamos uno solo, también lo será nuestra ciudad.
—Vuestra alteza no ama al noble Hizdahr. Una cree que preferiríais a otro por marido.
«Hoy no debo pensar en Daario».
—La reina ama a quien debe, no a quien quiere. —Había perdido el apetito—. Llévate esta comida. Ya es hora de que me bañe.
Más tarde, mientras Jhiqui la secaba, Irri le llevó el tokar. Dany envidió los holgados pantalones de seda y los chalecos pintados de las criadas dothrakis. Estarían mucho más frescas que ella, con el tokar de pesados flecos de perlas.
—Ayudadme a envolverme en esto, por favor. No me las arreglo con tantas cuentas.
Era consciente de que debería estar más emocionada con el día de su boda y la noche que seguiría. Rememoró la noche de su primera boda, cuando Khal Drogo tomó su virginidad bajo unas estrellas extrañas. Recordó que estaba muy asustaba, y también excitada. ¿Sería lo mismo con Hizdahr?
«No. Ya no soy aquella niña, y él no es mi sol y estrellas».
Missandei volvió a salir de la pirámide.
—Reznak y Skahaz solicitan el honor de escoltar a vuestra alteza al templo de las Gracias. Reznak ha ordenado que os preparen el palanquín.
Los meereenos rara vez montaban a caballo dentro de la ciudad; preferían que sus esclavos los llevaran en volandas sobre palanquines, literas y sillas de mano.
«Los caballos ensucian las calles —le había dicho un hombre—; los esclavos, no». Dany había liberado a los esclavos, pero los palanquines, literas y sillas seguían atestando las calles, y ninguno flotaba en el aire por arte de magia.
—Hace demasiado calor para ir encerrada en un palanquín. Que ensillen a mi plata. No acudiré ante mi señor esposo a hombros de porteadores.
—Alteza —dijo Missandei—, una lo siente mucho, pero no podéis montar con el tokar puesto.
Como de costumbre, la pequeña escriba tenía razón. El tokar no era una prenda pensada para ir a caballo. Dany hizo un gesto de desagrado.
—De acuerdo, pero no iré en el palanquín; me ahogaría entre todas esas telas. Que preparen una silla de mano. —Si tenía que ponerse las orejas largas, que la viesen todos los conejos.
Cuando Dany hizo su aparición, Reznak y Skahaz cayeron de rodillas.
—Vuestra adoración brilla tanto que cegará a todos los hombres que se atrevan a mirar —dijo el senescal Reznak, que llevaba un tokar de brocado granate con flecos dorados—. Hizdahr zo Loraq es muy afortunado al teneros… y vos al tenerlo a él, si me permitís la osadía. Este enlace salvará nuestra ciudad, ya lo veréis.
—Rezamos por ello. Quiero plantar mis olivos y verlos dar fruto. —«¿Acaso importa que no me complazcan los besos de Hizdahr? La paz me complacerá. ¿Soy una reina o una simple mujer?».
—Hoy, las multitudes parecerán enjambres de moscas. —El Cabeza Afeitada vestía una falda negra plisada y una coraza musculada, y bajo el brazo llevaba un yelmo de cobre con forma de cabeza de serpiente.
—¿Debería tener miedo de las moscas? Tus bestias de bronce me mantendrán a salvo de cualquier daño.
La base de la Gran Pirámide siempre se encontraba en penumbra. Las paredes de treinta pies de grosor ahogaban el tumulto de las calles y mantenían fuera el calor, de forma que el interior era fresco y oscuro. Su escolta estaba dentro, ya formada ante las puertas. Los establos de caballos, burros y mulas se encontraban en los muros del oeste, y los de los elefantes, en los del este. Dany se había hecho con tres de aquellas bestias extrañas y descomunales. Le parecían mamuts lampiños y grises, aunque les habían recortado y recubierto de oro los colmillos, y tenían los ojos tristes.
Belwas el Fuerte se dedicaba a comer uvas, mientras Barristan Selmy observaba al mozo de cuadra que ajustaba la cincha de su caballo tordo. Los tres dornienses estaban hablando con él, pero se apartaron cuando apareció la reina. El príncipe dobló una rodilla.
—Vuestra alteza, mi deber es suplicaros. Mi padre está perdiendo las fuerzas, pero su devoción por vuestra causa es tan tenaz como siempre. Si mi actitud o mi persona no han sido de vuestro agrado, lo lamento, pero…
—Si queréis agradarme, alegraos por mí —replicó Daenerys—. Es el día de mi boda. En la Ciudad Amarilla se bailará, estoy segura —suspiró—. Levantaos, mi príncipe, y sonreíd. Algún día regresaré a poniente para reclamar el trono de mi padre, y acudiré a Dorne en busca de ayuda. Hoy por hoy, los yunkios han puesto un cerco de acero a mi ciudad. Tal vez muera antes de ver mis Siete Reinos; tal vez muera Hizdahr; tal vez Poniente sea engullido por las olas. —Lo besó en la mejilla—. Vamos. Es hora de que me case.
Ser Barristan la ayudó a subir a la silla y Quentyn volvió con sus compañeros dornienses. Belwas el Fuerte bramó para que abriesen las puertas, y los porteadores sacaron a Daenerys Targaryen al sol. Selmy se situó tras ella en su caballo tordo.
—Decidme —inquirió Dany cuando el cortejo se encaminó hacia el templo de las Gracias—, si mis padres hubiesen sido libres para hacer lo que les dictaba el corazón, ¿con quiénes se habrían casado?
—Eso pasó hace mucho tiempo. Vuestra alteza no habrá oído hablar de las otras personas.
—Pero vos sí. Contádmelo.
El anciano caballero inclinó la cabeza.
—Vuestra madre, la reina, siempre fue consciente de sus obligaciones. —Estaba muy atractivo con su armadura de oro y plata, con la capa blanca ondeando desde sus hombros, pero por su voz era obvio que lo pasaba mal, como si cada palabra fuese una piedra que debía tragarse—. De joven, sin embargo… En cierta ocasión, se enamoró de un joven caballero de las tierras de la tormenta que portó su prenda en un torneo y la nombró reina del amor y la belleza. No duró mucho.
—¿Qué pasó con el caballero?
—Dejó la lanza el día en que vuestra señora madre se casó con vuestro padre. Después se volvió muy piadoso, y se le oyó decir que solo la Doncella podía reemplazar a la reina Rhaella en su corazón. Su romance era imposible, por supuesto. Un caballero hacendado no es consorte digno de una princesa de sangre real.
«Y Daario Naharis solo es un mercenario, ni siquiera digno de abrocharle las espuelas a un simple caballero hacendado».
—¿Y mi padre? ¿Hubo alguna mujer a la que amase más que a su reina?
—No…, amar, no. —Ser Barristan se agitó incómodo en la silla—. Quizá desear sería una palabra más adecuada, pero… no eran más que habladurías de las cocinas, susurros de lavanderas y mozos de cuadras…
—Quiero saberlo. No conocí a mi padre. Quiero saberlo todo sobre él. Lo bueno y… lo demás.
—Como ordenéis. —El caballero blanco escogió las palabras con cuidado—. El príncipe Aerys… cuando era joven, se sentía atraído por cierta dama de Roca Casterly, una prima de Tywin Lannister. Cuando ella se casó con Tywin, vuestro padre bebió demasiado vino durante la boda y lo oyeron decir cuánto lamentaba que hubiesen abolido el derecho del señor a la primera noche. Una broma de borrachos, nada más, pero Tywin Lannister no es de los que olvidan unas palabras semejantes, ni las… libertades que se tomó vuestro padre durante el encamamiento. —Se sonrojó—. He hablado demasiado, alteza. He…
—¡Bienhallada, mi gentil reina! —Otro cortejo se había puesto a la altura del suyo, y Hizdahr zo Loraq le sonreía desde su propia silla.
«Mi rey. —Dany se preguntó dónde estaría Daario Naharis, qué estaría haciendo en ese instante—. Si esto fuera un cuento, llegaría galopando justo cuando el cortejo alcanzase el templo, para batirse con Hizdahr por mi mano».
Juntos, el cortejo de Dany y el de Hizdahr zo Loraq avanzaron despacio por Meereen, hasta que el templo de las Gracias se alzó imponente ante ellos, con sus cúpulas doradas resplandecientes al sol.
«Qué bonito —trató de pensar la reina; pero en su interior había una niñita tonta que no podía evitar mirar en derredor buscando a Daario—. Si te amase, vendría y te llevaría a punta de espada, igual que Rhaegar se llevó a su norteña», insistía la niña que era en el fondo; pero la reina sabía que eran tonterías. Incluso si su capitán estuviese lo bastante loco para intentarlo, las bestias de bronce lo despedazarían antes de que pudiese acercarse a cien pasos de ella.
Galazza Galare los esperaba a las puertas del templo, rodeada por sus hermanas vestidas de blanco, rosa y rojo, azul, oro y violeta.
«Hay menos que antes. —Dany buscó a Ezzara y no la vio—. ¿Se la habrá llevado la colerina sangrienta?». A pesar de que la reina había abandonado a los astaporis para que muriesen de hambre al otro lado de la muralla con el fin de evitar la propagación, la enfermedad se estaba extendiendo. Había muchos afectados: libertos, mercenarios, bestias de bronce y hasta dothrakis, aunque por el momento no había tocado a ningún inmaculado. Rezó para que ya hubiese pasado lo peor.
Las gracias le llevaron un sillón de marfil y un cuenco de oro. Sujetando delicadamente su tokar para no enredarse con los flecos, Daenerys Targaryen se acomodó en el lujoso asiento de terciopelo, y Hizdahr zo Loraq se arrodilló, le desató las sandalias y le lavó los pies mientras cincuenta eunucos cantaban y diez mil ojos los observaban.
«Tiene manos tiernas —caviló al sentir los cálidos aceites perfumados en los dedos—. Si también tiene el corazón tierno, puede que con el tiempo llegue a cobrarle afecto».
Cuando terminó de lavarle los pies, Hizdahr se los secó con una toalla suave, volvió a atarle las sandalias y la ayudó a ponerse en pie. Cogidos de la mano, siguieron a la gracia verde al interior del templo, donde el aire estaba cargado de incienso y un manto de oscuridad envolvía a los dioses de Ghis en sus nichos.
Cuatro horas más tarde salieron como marido y mujer, atados por las muñecas y los tobillos con cadenas de oro amarillo.