El ejército del rey partió de Bosquespeso con la primera luz de un dorado amanecer, como una larga serpiente de acero que se desenroscara y saliera de su nido, tras las empalizadas de troncos.
Los caballeros sureños cabalgaban con toda su armadura, mellada y abollada tras muchas batallas, pero todavía suficientemente brillante para reflejar la luz del sol naciente. Sus estandartes y jubones, aunque sucios, descoloridos, rotos y remendados, seguían siendo un torbellino de colores en medio del bosque invernal: el azur, el naranja, el rojo, el verde, el morado, el azul y el oro centelleaban entre los troncos pardos, los pinos y centinelas verdegrises, y los ventisqueros de nieve sucia.
Cada caballero contaba con escuderos, criados y soldados; tras ellos viajaban armeros, cocineros y mozos de cuadras, hileras de lanceros y hombres armados con hachas, veteranos curtidos en cien batallas y novatos que iban a enfrentarse a la primera batalla de su vida. Por delante marchaban los clanes de las colinas: jefes y campeones a lomos de rocines greñudos, con sus hirsutos luchadores que trotaban en pos de ellos envueltos en pieles, cuero endurecido y cotas de malla viejas. Los había que se habían pintado la cara de marrón y verde y se habían atado ramas de arbustos al cuerpo para ocultarse mejor en la espesura.
Tras la columna principal marchaba la caravana de equipaje: caballos, mulas, bueyes y una hilera interminable de carros y carromatos cargados de comida, forraje, carpas y otras provisiones. Por último, en retaguardia, más caballeros con armadura y unos cuantos jinetes dispersos se aseguraban de que ningún enemigo pudiera caer sobre ellos por sorpresa.
Asha Greyjoy viajaba en la caravana de equipaje, en un carromato cubierto que se movía sobre dos ruedas de hierro, encadenada de pies y manos y vigilada día y noche por la Osa, que roncaba más que un hombre. Su alteza el rey Stannis no quería correr el riesgo de que se le escapara: tenía intención de llevarla a Invernalia y exhibirla con sus cadenas para que los señores del norte vieran a la hija del kraken derrotada y humillada, una prueba de su poder.
La columna avanzó rodeada por el sonido de las trompetas. La punta de las lanzas brillaba a la luz del amanecer, y en los márgenes del camino, la hierba brillaba cubierta de escarcha matinal. Cien leguas de espesura separaban Bosquespeso de Invernalia; algo menos a vuelo de cuervo.
—Quince jornadas —comentaban los caballeros.
—Robert lo habría hecho en diez —oyó Asha alardear a lord Fell—. Robert había matado al abuelo de lord Fell en Refugio Estival y, por algún motivo inescrutable, eso había dotado al asesino de una fuerza ultraterrena a ojos del nieto—. Robert llevaría quince días en Invernalia y estaría burlándose de Bolton desde las almenas.
—Más vale que no se lo digas a Stannis, o nos hará marchar también de noche —recomendó Justin Massey.
«Este rey vive a la sombra de su hermano», pensó Asha.
El tobillo le seguía asestando puñaladas de dolor cada vez que cargaba el peso sobre él. No le cabía duda de que tenía algo roto: la hinchazón había desaparecido en Bosquespeso, pero seguía doliéndole. A aquellas alturas, una simple torcedura ya estaría curada. Las cadenas tintineaban cada vez que se movía, y los grilletes le laceraban las muñecas y el orgullo, pero ese era el precio de la rendición.
—Nadie se ha muerto por hincar la rodilla —le había dicho su padre en cierta ocasión—. El que se arrodilla puede volver a levantarse con una espada en la mano. El que no se arrodilla se queda muerto, eso sí, con las piernas bien derechas.
Balon Greyjoy lo había demostrado en persona cuando fracasó su primera rebelión: el kraken hincó la rodilla ante el venado y el huargo, pero solo para levantarse de nuevo tras la muerte de Robert Baratheon y Eddard Stark.
De manera que eso hizo la hija del kraken en Bosquespeso cuando la arrojaron delante del rey, atada y con el tobillo destrozado, pero sin que nadie la violara.
—Me rindo, alteza. Haced conmigo lo que queráis, yo solo os pido piedad para mis hombres.
Solo la preocupaban Qarl, Tris y el resto de los supervivientes del bosque de los Lobos. En total eran nueve. «Los nueve desharrapados», como los había llamado Cromm, que era quien tenía las heridas más graves.
Stannis les había perdonado la vida, pero Asha no lo consideraba misericordioso. Aquel hombre era decidido, sin duda, y tampoco carecía de valor. Sus hombres decían que era justo, y si su justicia era dura, implacable, la vida en las Islas del Hierro ya había acostumbrado a aquello a Asha Greyjoy. Pero no le gustaba aquel rey. Sus ojos azules siempre parecían desconfiados, y por debajo de la piel bullía constantemente una cólera fría. Para él, la vida de su prisionera no significaba nada. No era más que una rehén, un trofeo para demostrar al norte que había expulsado a los hijos del hierro.
«Pues le va a salir al revés». Si conocía algo a los norteños, derrotando a una mujer no iba a impresionarlos precisamente, y como rehén valía menos que nada. Su tío Ojo de Cuervo era quien gobernaba las Islas del Hierro, y le daba igual que estuviera viva o muerta. Tal vez incomodara a Erik Ironmaker, el despojo humano que le había colgado Euron como marido, pero no tenía riquezas suficientes para pagar un rescate por ella.
Y no había manera de explicárselo a Stannis Baratheon. El mero hecho de que fuera una mujer parecía ofenderlo. A los hombres de las tierras verdes les gustaban las mujeres suaves, dulces y envueltas en sedas, no embutidas en cuero y cota de malla, con un hacha arrojadiza en cada mano. Sin embargo, por lo poco que había podido ver del rey en Bosquespeso, le quedaba muy claro que no la habría valorado más si hubiera llevado un vestido. Se había mostrado correcto y cortés con la esposa de Galbart Glover, la piadosa lady Sybelle, pero hasta ella lo incomodaba. Por lo visto, el rey sureño era de esos hombres para los que las mujeres pertenecían a otra especie tan extraña e incomprensible como los gigantes, los endriagos o los hijos del bosque. La Osa también le hacía rechinar los dientes.
Stannis solo prestaba atención a una mujer y la había dejado atrás, en el Muro.
—Aunque yo preferiría que estuviera aquí, con nosotros —confesó ser Justin Massey, el caballero rubio que iba al mando de la caravana de equipaje—. La última vez que entramos en combate sin lady Melisandre fue en el Aguasnegras, cuando la sombra de lord Renly cayó sobre nosotros y arrastró a la mitad de nuestra flota a la bahía.
—¿La última vez? —preguntó Asha—. ¿Esa hechicera estaba en Bosquespeso? Porque yo no la vi.
—Eso no fue una batalla digna de tal nombre. —Ser Justin sonrió—. Vuestros hijos del hierro lucharon con valor, mi señora, pero os superábamos con mucho en número y os cogimos por sorpresa. Invernalia sabrá que nos acercamos, y Roose Bolton cuenta con tantos hombres como nosotros.
«O más», pensó Asha. Hasta los prisioneros tienen oídos, y había escuchado las conversaciones en Bosquespeso, cuando el rey Stannis y sus capitanes debatían sobre aquella marcha. Ser Justin se había opuesto desde el principio, así como muchos de los caballeros y señores que habían llegado del sur con Stannis. Pero los lobos se habían empecinado; era intolerable que Roose Bolton controlara Invernalia y había que rescatar a la hijita de Ned de las garras de su bastardo. Eso decían Morgan Liddle, Brandon Norrey, Wull Cubo Grande, los Flint y hasta la Osa.
—Hay cien leguas de Bosquespeso a Invernalia —dijo Artos Flint la noche en que la discusión fue más encendida, en los salones de Galbart Glover—. Algo menos a vuelo de cuervo.
—Una marcha larga —apuntó un caballero llamado Corliss Penny.
—No tanto, no tanto —insistió ser Godry, el corpulento caballero al que llamaban Masacragigantes—. Ya hemos recorrido un largo camino. El Señor de Luz nos iluminará.
—¿Y qué hacemos cuando lleguemos a Invernalia? —inquirió Justin Massey—. Hay dos murallas separadas por un foso, y la interior tiene más de cincuenta varas de altura. Bolton no saldrá a enfrentársenos en terreno abierto, y no tenemos provisiones para un asedio.
—No olvidéis que se nos unirá Arnolf Karstark con todo su ejército —apuntó Harwood Fell—, y también Mors Umber. Contaremos con tantos norteños como lord Bolton. Además, hay bosques espesos al norte del castillo. Construiremos torres de asalto, arietes…
«Y moriréis como moscas», pensó Asha.
—Sería mejor que pasáramos aquí el invierno —sugirió lord Peasebury.
—¿Pasar aquí el invierno? —rugió Cubo Grande—. ¿Cuánta comida y forraje creéis que tiene Galbart Glover en sus almacenes?
Ser Richard Horpe, el caballero del rostro destrozado y las esfinges de calavera en el jubón, se volvió hacia Stannis.
—Alteza, vuestro hermano…
—Todos sabemos qué habría hecho mi hermano —interrumpió el rey—. Robert habría galopado él solo hasta las puertas de Invernalia, las habría derribado con su martillo y luego habría avanzado a caballo entre los cascotes para matar a Roose Bolton con la mano izquierda y a su bastardo con la derecha. —Stannis se puso en pie—. Yo no soy Robert, pero marcharemos y liberaremos Invernalia…, o moriremos en el intento.
Por muchas dudas que albergaran los señores, los soldados parecían tener fe en su rey. Stannis había derrotado a los salvajes de Mance Rayder en el Muro y había desterrado de Bosquespeso a Asha y los hijos del hierro. Era hermano de Robert, el vencedor de la famosa batalla marítima de Isla Bella, el hombre que había defendido Bastión de Tormentas durante toda la Rebelión de Robert. Y esgrimía un arma de héroe, la espada encantada Dueña de Luz, cuyo brillo iluminaba la noche.
—Nuestros enemigos no son tan poderosos como parecen —le aseguró ser Justin a Asha el primer día de marcha—. A lord Bolton lo temen, pero no lo aprecian. Y en cuanto a sus amigos los Frey… El norte no ha olvidado la Boda Roja, y no hay en Invernalia un solo señor que no perdiera a algún pariente allí. Stannis solo tiene que asestar un golpe a Bolton, y los norteños lo abandonarán.
«Eso es lo que queréis creer —pensó Asha—, pero el rey aún no ha asestado ese golpe, y habría que ser idiota para abandonar el bando ganador».
Ser Justin fue a verla a su carromato media docena de veces aquel primer día para llevarle comida, agua y noticias. Era hombre de sonrisa fácil, con una broma siempre a punto, corpulento, con mejillas sonrosadas, ojos azules y una mata enmarañada de pelo rubio claro como el lino. Como carcelero era considerado, siempre solícito para con su prisionera.
—Te desea —le comentó la Osa tras la tercera visita.
Su verdadero nombre era Alysane de la casa Mormont, pero llevaba el apodo con tanta naturalidad como la armadura. La heredera de la isla del Oso era baja, robusta, musculosa, con grandes muslos, grandes pechos y grandes manos callosas. No se quitaba la cota de malla ni para dormir entre pieles; bajo ella vestía cuero endurecido, y por debajo, ropa de piel de oveja con el pelo hacia dentro para que le diera calor. Con tantas capas de ropa parecía casi tan ancha como alta.
«Y fiera». A veces, a Asha Greyjoy le costaba recordar que la Osa y ella eran más o menos de la misma edad.
—Desea mis tierras —replicó—. Quiere las Islas del Hierro. —Reconocía los indicios porque ya los había observado en otros pretendientes. Massey no tenía acceso a las tierras y propiedades de su familia, en el sur, así que estaba obligado a buscarse un buen matrimonio o resignarse a ser un caballero más en la corte. Stannis había frustrado los planes de ser Justin de casarse con la princesa salvaje de la que tanto había oído hablar Asha, de modo que había puesto los ojos en ella. Sin duda soñaba con sentarla en el Trono de Piedramar, en Pyke, y gobernar por medio de ella como su amo y señor. Para eso tendría que deshacerse de su actual amo y señor, claro, por no mencionar a su tío, que la había casado con él.
«Ni en sueños —calculó Asha—. Ojo de Cuervo se comerá a ser Justin para desayunar, y ni siquiera tendrá que eructar luego».
Pero eso carecía de importancia. Las tierras de su padre no serían jamás para ella, se casara con quien se casara. Los hijos del hierro no eran un pueblo propenso a perdonar, y Asha había sufrido dos derrotas: una en la asamblea de sucesión, a manos de su tío Euron, y otra en Bosquespeso, a manos de Stannis. Más que suficiente para que la considerasen incapaz de gobernar. Su matrimonio con Justin Massey, o con cualquier vasallo de Stannis Baratheon, haría más mal que bien.
«Al final ha resultado que la hija del kraken era una simple mujer —dirían los capitanes y reyes—. Mira cómo se abre de piernas para su suave señor de las tierras verdes».
De todos modos, si ser Justin quería cortejarla con comida, vino y palabras, no sería ella quien se lo impidiera. Le hacía más compañía que la taciturna Osa, y aparte de él no tenía más que enemigos, cinco mil enemigos, a su alrededor. Tris Botley, Qarl la Doncella, Cromm, Roggon y el resto de su ensangrentado grupo se habían quedado en Bosquespeso, en las mazmorras de Galbart Glover.
El ejército avanzó nueve leguas el primer día, o eso les aseguraron los guías que les había proporcionado lady Sybelle, rastreadores y cazadores leales a Bosquespeso con nombres de clan como Arbolar, Bosques, Rama o Mata. El segundo día recorrieron seis, y la vanguardia salió de las tierras de los Glover para adentrarse en la espesura del bosque de los Lobos.
—R’hllor, envíanos tu luz para que nos guíe a través de estas sombras —rezaban los fieles todas las noches cuando se reunían en torno a una hoguera, junto al pabellón del rey, caballeros sureños y soldados por igual. Asha habría dicho que eran hombres del rey, pero los demás hombres de las tierras de la tormenta y las tierras de la corona decían que ellos eran hombres de la reina…, aunque la reina a la que seguían era la que aguardaba en el Castillo Negro, no la esposa que había dejado Stannis Baratheon en Guardiaoriente del Mar—. Oh, Señor de Luz, te suplicamos que nos mires con tus ojos de fuego y nos des calor y seguridad —rogaron a las llamas—, porque la noche es oscura y alberga horrores.
Un caballero corpulento, de nombre ser Godry Farring, encabezaba la marcha.
«Godry Masacragigantes. Mucho nombre para tan poco hombre». Farring tenía el pecho amplio y músculos marcados bajo la armadura, y también era, en opinión de Asha, arrogante y vanidoso; hambriento de gloria y sordo a las advertencias, ansiaba alabanzas y era despectivo con los campesinos, los lobos y las mujeres. En eso último se parecía a su rey.
—Dejadme ir a caballo —pidió Asha a ser Justin cuando se acercó a su carromato para llevarle medio jamón—. Me estoy volviendo loca aquí, encadenada. No intentaré escapar; os doy mi palabra.
—Ojalá pudiera complaceros, mi señora, pero sois prisionera del rey, no mía.
—Y al rey no le basta con la palabra de una mujer.
—¿Por qué va a confiar en la palabra de ningún hijo del hierro? —gruñó la Osa—. Después de lo que hizo vuestro hermano en Invernalia…
—Yo no soy Theon —insistió Asha. Pero no le quitaron las cadenas.
Ser Justin volvió al galope hacia el final de la columna, y Asha no pudo evitar pensar en su madre, en la última vez que la había visto. Había sido en Harlaw, en Diez Torres; una vela titilaba en la habitación, pero no había nadie en el gran lecho de madera tallada, bajo el dosel polvoriento. Lady Alannys estaba sentada junto a la ventana y contemplaba el mar.
—¿Me has traído a mi hijito? —le había preguntado con labios temblorosos.
—Theon no va a venir —le replicó Asha, examinando lo que quedaba de la mujer que la había dado a luz, la mujer que ya había perdido a dos hijos varones. Y el tercero…
«Os envío a cada uno un trozo del príncipe».
Pasara lo que pasara cuando se entablara combate en Invernalia, Asha Greyjoy no creía que su hermano fuera a sobrevivir.
«Theon Cambiacapas. Hasta la Osa quiere ver su cabeza clavada en una pica».
—¿Tenéis hermanos? —preguntó Asha a su guardiana.
—Hermanas —replicó Alysane Mormont, tan brusca como siempre—. Éramos cinco, todas mujeres. Lyanna está en la isla del Oso, y Lyra y Jory, con nuestra madre. A Dacey la asesinaron.
—En la Boda Roja.
—Sí. —Alysane se quedó mirando a Asha un instante—. Tengo un hijo de dos años y una hija de nueve.
—Empezasteis joven.
—Sí, demasiado, pero siempre es mejor que esperar a que sea tarde.
«Una puñalada; más vale que haga como si no la hubiera notado».
—Entonces estáis casada.
—No. El padre de mis hijos es un oso. —Alysane sonrió. Tenía los dientes torcidos, pero su sonrisa buscaba en cierto modo congraciarse—. Las Mormont somos cambiapieles. Nos convertimos en osas y buscamos machos en el bosque. Lo sabe todo el mundo.
—Las Mormont también son luchadoras. —Asha le devolvió la sonrisa.
—Somos aquello en lo que nos habéis convertido. En la isla del Oso, los niños aprenden pronto a tener miedo de los krakens que salen del mar.
«Las Antiguas Costumbres». Asha se apartó; las cadenas tintinearon débilmente.
Al tercer día, el bosque se tornó más denso en torno a ellos, y los estrechos caminos se convirtieron en angostos senderos por los que pronto fue casi imposible seguir avanzando con los carromatos más grandes. De cuando en cuando pasaban cerca de lugares que Asha ya había visto: una colina pedregosa que, vista desde un ángulo determinado, recordaba una cabeza de lobo; una catarata medio congelada; un arco de piedra natural del que colgaban carámbanos de musgo gris verdoso. Asha reconocía todos los detalles llamativos del paisaje: había pasado por allí cuando cabalgó hacia Invernalia para persuadir a su hermano Theon de que abandonara la plaza conquistada y volviera con ella a la seguridad de Bosquespeso.
«En eso también fracasé».
Aquel día recorrieron cinco leguas, y hasta eso les pareció mucho.
Cuando llegó el ocaso, el carromato se detuvo bajo un árbol. Mientras soltaba a los caballos, ser Justin se acercó con el caballo al trote y le quitó a Asha los grilletes de los tobillos para escoltarla, junto con la Osa, hasta la carpa del rey. Era su prisionera, desde luego, pero también era una Greyjoy de Pyke, y a Stannis Baratheon le apetecía echarle de comer las migajas de la mesa en la que cenaba con sus capitanes y comandantes.
El pabellón del rey era casi tan grande como el salón de Bosquespeso, pero, al margen del tamaño, no tenía nada de impresionante. Las paredes rígidas de pesada lona amarilla estaban descoloridas y sucias de barro y humedad, y se veían zonas mohosas. En la cúspide del mástil central ondeaba el estandarte del rey, una cabeza de venado con corazón llameante sobre campo de oro. El pabellón estaba rodeado por tres lados por los pabellones de los señores sureños que habían seguido a Stannis hasta el norte. En el cuarto rugía la hoguera nocturna, que lamía el cielo cada vez más oscuro con sus lenguas de fuego.
Cuando Asha entró cojeando, acompañada de sus guardianes, había una docena de hombres cortando troncos para alimentar las llamas.
«Hombres de la reina. —Adoraban a R’hllor el Rojo, que era un dios celoso. El de Asha, el Dios Ahogado de las Islas del Hierro, era para ellos un demonio, y ya le habían dicho que, si no aceptaba a aquel Señor de Luz, estaría condenada y perdida—. No les faltan ganas de quemarme, igual que queman esos troncos y ramas rotas». Algunos lo habían propuesto tras la batalla del bosque, sin importarles que los estuviera oyendo, pero Stannis se había negado.
El rey estaba ante su tienda, contemplando la hoguera.
«¿Qué ve ahí? ¿La victoria? ¿Un destino terrible? ¿El rostro hambriento de su dios rojo?». Tenía los ojos muy hundidos en las cuencas, y la barba recortada no era más que una sombra que le cubría las mejillas demacradas y la mandíbula huesuda, pero en su mirada había fuerza, una tenacidad férrea que le decía a Asha que aquel hombre nunca, nunca se desviaría de su camino. Hincó una rodilla en tierra ante él.
—Mi señor. —«¿Soy suficientemente humilde para vos, alteza? ¿Os agrada verme vencida, humillada, rota?»—. Os suplico que me quitéis estas cadenas de las muñecas. Permitidme cabalgar. No escaparé.
Stannis la miró como habría mirado a un perro que hubiera tenido la osadía de intentar follarse su pierna.
—Esas cadenas os las habéis ganado.
—Así es. Y ahora os ofrezco a mis hombres, mis barcos, mi ingenio…
—Vuestros barcos ya son míos, o los he quemado. Vuestros hombres… ¿Cuántos os quedan? ¿Diez? ¿Doce?
«Nueve. Seis si solo contáis a los que están en condiciones de luchar».
—Dagmer Barbarrota aún defiende la Ciudadela de Torrhen. Es un guerrero valiente y sirve con lealtad a la casa Greyjoy. Puedo entregaros ese castillo y su guarnición.
«Probablemente», debería haber añadido; pero no conseguiría nada bueno dejando que aquel rey viera sus dudas.
—La Ciudadela de Torrhen no vale ni el barro que estoy pisando. Lo que me importa es Invernalia.
—Quitadme estas cadenas y os ayudaré a tomarla, mi señor, Vuestro regio hermano tenía fama de transformar en amigos a sus enemigos derrotados. Haced de mí vuestro hombre.
—Los dioses no os hicieron hombre; ¿cómo voy a haceros yo?
Stannis volvió a clavar la vista en la hoguera y en lo que viera bailar en aquellas llamas anaranjadas. Ser Justin Massey cogió a Asha del brazo y se la llevó al interior de la tienda.
—Habéis cometido un error, mi señora —le dijo—. No le mencionéis nunca a Robert.
«Tendría que habérmelo imaginado. —Asha sabía muy bien cómo funcionaban las cosas con los hermanos pequeños. Recordó a Theon de niño: un chiquillo tímido que se debatía entre el terror y la admiración que sentía hacia Rodrik y Marón—. Nunca lo superan. El hermano pequeño puede vivir cien años, pero toda su vida continuará siendo el hermano pequeño». Hizo entrechocar sus pulseras de hierro y se imaginó lo agradable que sería situarse tras Stannis y estrangularlo con la cadena que le unía las muñecas.
Aquella noche, la cena consistió en guiso de venado, gracias a un animal flaco que había cazado un explorador llamado Benjicot Rama. Pero eso fue solo en la tienda del rey. Más allá de sus muros de lona, cada hombre recibió un trozo de pan y una morcilla no más larga que un dedo, y en aquella cena se acabó la cerveza de Galbart Glover.
Cien leguas de espesura separaban Bosquespeso de Invernalia; algo menos a vuelo de cuervo.
—Ojalá fuéramos cuervos —comentó Justin Massey a la cuarta jornada de marcha, el día en que empezó a nevar. Al principio copos dispersos; fríos y húmedos, pero nada que les impidiera avanzar.
Pero al día siguiente también nevó, y al otro, y al otro. Las frondosas barbas de los lobos no tardaron en estar cubiertas de hielo, porque el aliento se les congelaba, pero hasta los sureños más jovencitos se dejaban crecer bigotes y patillas para abrigarse la cara. El terreno no tardó en estar cubierto por un manto blanco que ocultaba las piedras, las raíces retorcidas y las marañas de maleza seca, con lo que cada paso se convertía en una aventura. El ejército del rey se transformó en una columna de muñecos de nieve que avanzaba tambaleante por ventisqueros que les llegaban hasta las rodillas.
Al tercer día de nevada, el ejército empezó a dividirse. Los caballeros y señores sureños avanzaban a duras penas, mientras que a los hombres de las colinas del norte les iba mucho mejor. Sus caballitos eran bestias de paso seguro que, además, comían mucho menos que los palafrenes y muchísimo menos que los enormes caballos de guerra. Por añadidura, los jinetes sabían avanzar por la nieve. Muchos lobos llevaban un calzado extraño: zarpas de oso, como las llamaban, unos curiosos objetos alargados, de madera doblada con tiras de cuero que se ataban a las botas y les permitían caminar por la nieve sin romper la capa superior y sin hundirse hasta los muslos. Algunos hasta tenían zarpas de oso para sus caballos, y los greñudos animales las llevaban como si fueran herraduras, pero ni los palafrenes ni los caballos de guerra las aceptaban. Algunos caballeros del rey intentaron ponérselas a sus monturas, pero los grandes caballos sureños se negaron a moverse o trataron de liberarse de aquellos objetos extraños. Un caballo se rompió una pata cuando trató de avanzar con ellos puestos.
Los norteños, con sus zarpas de oso, empezaron pronto a distanciarse del resto del ejército. Adelantaron a los caballeros de la columna principal, y luego a ser Godry Farring y a su vanguardia. A la vez, los carros y carromatos de la caravana de equipaje iban quedando cada vez más atrás, hasta el punto de que los hombres de la retaguardia tenían que azuzarlos constantemente para que apurasen la marcha.
Al quinto día de tormenta, la caravana atravesó una extensión de ventisqueros profundos que ocultaban un lago helado. Cuando el hielo invisible se rompió bajo el peso de los carros, las aguas heladas engulleron a tres conductores y cuatro caballos, así como a dos hombres que intentaron rescatarlos. Uno de ellos era Harwood Fell. Sus caballeros consiguieron sacarlo antes de que se ahogara, pero para entonces ya tenía los labios azules y la piel blanca como la leche. No hubo manera de hacerlo entrar en calor. Estuvo horas tiritando, incluso después de que le cortaran la ropa empapada para quitársela, lo envolvieran en pieles cálidas y lo dejaran junto al fuego. Aquella misma noche cayó en un sueño febril del que no despertó.
Esa misma noche, Asha oyó por primera vez a los hombres de la reina murmurar algo sobre un sacrificio, una ofrenda a su dios rojo para que pusiera fin a la nevada.
—Los dioses del norte han desencadenado esta tormenta sobre nosotros —señaló ser Corliss Penny.
—Son falsos dioses —replicó ser Godry, el Masacragigantes.
—R’hllor está con nosotros —dijo ser Clayton Suggs.
—Pero Melisandre, no —apuntó Justin Massey.
El rey no decía nada, pero escuchaba; a Asha no le cabía duda. Se quedaba sentado en la mesa principal, con un plato de sopa de cebolla que se le iba enfriando sin que apenas la hubiera probado, y contemplaba la llama de la vela más próxima con los ojos entrecerrados, sin participar en la conversación. Su segundo, el caballero alto y delgado llamado Richard Horpe, hablaba por él.
—La tormenta amainará pronto —declaró.
Pero la tormenta no hizo más que empeorar. El viento se convirtió en un látigo más implacable que el de un esclavista. Asha creía haber pasado frío en Pyke, cuando soplaba el viento procedente del mar, pero no era nada comparado con aquello.
«Este frío podría volver loco a cualquiera».
Ni siquiera les resultó fácil entrar en calor cuando llegó la orden de montar campamento para pasar la noche. Las carpas estaban húmedas y pesaban; costaba levantarlas y más aún volver a plegarlas, y más de una se derrumbó de repente cuando se le acumuló demasiada nieve encima. El ejército del rey se arrastraba por el centro del bosque más extenso de los Siete Reinos, y aun así era difícil encontrar leña seca. Cada noche había menos fogatas en el campamento, y las que conseguían encender generaban más humo que calor. En más de una ocasión tuvieron que tomarse la comida fría o hasta cruda.
Y hasta las hogueras nocturnas tenían que ser más pequeñas y débiles, para desesperación de los hombres de la reina.
—Señor de Luz, protégenos del mal —rezaban, dirigidos por la voz tonante de ser Godry el Masacragigantes—. Muéstranos de nuevo tu brillante sol, calma este viento y derrite esta nieve para que podamos llegar hasta tus enemigos y aniquilarlos. La noche es oscura y alberga horrores, pero tuyos son el poder, la gloria y la luz. Llénanos con tu fuego, R’hllor.
Más tarde, cuando ser Corliss se preguntó en voz alta si alguna vez se habría congelado un ejército entero durante una tormenta de invierno, los lobos se echaron a reír.
—Esto no es el invierno —declaró Wull Cubo Grande—. En las colinas decimos que el otoño nos besa, pero el invierno nos folla. Esto es un beso otoñal.
«Entonces, quiera el dios que no tenga que ver un invierno». Asha no lo pasaba tan mal; al fin y al cabo, era el trofeo del rey. Recibía comida mientras otros se morían de hambre, y abrigo mientras tiritaban. Los demás se debatían contra la nieve a lomos de caballos agotados, y ella viajaba en un lecho de pieles dentro de un carromato, con una lona tensa que la resguardaba de la nieve, cómoda a pesar de las cadenas.
Los caballos y los hombres de a pie eran quienes peor lo pasaban. Dos escuderos de las tierras de la tormenta mataron a puñaladas a un soldado tras discutir sobre quién tenía derecho a sentarse más cerca del fuego. A la noche siguiente, unos arqueros desesperados por algo de calor prendieron fuego a su tienda, con lo que al menos consiguieron caldear las adyacentes. Los caballos de batalla empezaron a morir de frío y agotamiento.
—¿Qué es un caballero sin caballo? —era el acertijo que se difundió en el ejército—. Un muñeco de nieve con espada.
Siempre que moría un caballo, lo descuartizaban al instante. Las provisiones también empezaban a escasear.
Peasebury, Cobb, Foxglove y otros señores sureños le pidieron al rey acampar hasta que pasara la tormenta, pero Stannis se negó en redondo. Tampoco prestó atención a los hombres de la reina que acudieron a él para rogarle que hiciera una ofrenda a su hambriento dios rojo. Eso fue lo que le contó a Asha Justin Massey, menos devoto que la mayoría de sus compañeros.
—Con un sacrificio demostraremos al dios nuestra fe, mi señor —le había dicho Clayton Suggs al rey.
—Los antiguos dioses del norte han enviado esta tormenta —añadió Godry el Masacragigantes—. Solo R’hllor puede ponerle fin. Tenemos que sacrificarle un infiel.
—La mitad de mi ejército se compone de infieles —fue la réplica de Stannis—. Aquí no se quemará a nadie. Rezad con más ahínco.
«No se quemará a nadie hoy, ni mañana…, pero si sigue nevando, ¿cuánto tardará este rey en empezar a albergar dudas?». Asha no había compartido nunca la fe de su tío Aeron en el Dios Ahogado, pero aquella noche rezó a Aquel que Habita bajo las Olas con un fervor que Pelomojado no habría podido igualar. Siguieron marchando, aunque cada vez más despacio. Se conformaban con dos leguas al día. Luego, con una. Luego, con media.
Al noveno día de tormenta, el campamento entero vio a los capitanes y comandantes entrar en la tienda del rey, empapados y agotados, para hincar la rodilla e informarlo de las bajas.
—Un hombre muerto y tres desaparecidos.
—Hemos perdido seis caballos, entre ellos el mío.
—Dos hombres muertos; uno, un caballero. También han caído cuatro caballos. A uno hemos podido levantarlo; los otros los hemos perdido: dos caballos de batalla y un palafrén.
El recuento frío, como lo había oído llamar Asha. La peor parte le había tocado a la caravana de equipaje: caballos muertos, hombres perdidos, carromatos volcados y rotos…
—Los caballos se derrumban en la nieve —dijo Justin Massey al rey—. Los hombres se marchan, y algunos se echan a morir.
—Que mueran —replicó el rey Stannis—. Seguiremos adelante.
A los norteños, con sus rocines y sus zarpas de oso, les iba mucho mejor. Donnel Flint el Negro y su hermanastro Artos solo habían perdido a un hombre; los Liddle, los Wull y los Norrey, a ninguno. Una mula de Morgan Liddle había desaparecido, pero en su opinión era porque se la habían robado los Flint.
«Cien leguas entre Bosquespeso e Invernalia; algo menos a vuelo de cuervo. Quince días». El decimoquinto día de marcha llegó y pasó, y habían recorrido menos de la mitad del camino, dejando atrás un rastro de carromatos destrozados y cadáveres congelados que la nieve se iba encargando de enterrar. Hacía tanto que no veían el sol, la luna ni las estrellas que Asha empezaba a pensar que no habían sido más que un sueño.
Tuvo que llegar el vigésimo día de marcha para que se librase al fin de los grilletes de los tobillos. Esa tarde, uno de los caballos que tiraba de su carromato se desplomó, muerto, y no hubo manera de sustituirlo, ya que los animales de tiro que les quedaban eran para los carros de comida y forraje. Ser Justin Massey se les acercó cabalgando y les dijo que descuartizaran el caballo muerto para comérselo e hicieran leña del carromato; luego le quitó a Asha las cadenas y le frotó las pantorrillas para relajarle la tensión.
—No puedo ofreceros montura, mi señora —le dijo—, y si intentáramos montar los dos en mi caballo, lo mataríamos. Tendréis que caminar.
El tobillo de Asha dolía horriblemente bajo su peso con cada paso.
«El frío me lo entumecerá enseguida —se dijo—. En menos de una hora, ni notaré los pies. —Solo se equivocaba en parte, porque el entumecimiento llegó mucho antes. Cuando la oscuridad forzó a la columna a detenerse, Asha estaba agotada y añoraba la comodidad de su prisión rodante—. Los grilletes me han debilitado». Estaba tan cansada que durante la cena se durmió en la mesa.
El vigesimosexto día de la marcha de quince días consumieron las últimas verduras; el trigesimosegundo, lo que les quedaba de cereales y forraje. Asha empezó a preguntarse cuánto tiempo podrían subsistir a base de carne de caballo cruda y medio congelada.
—Rama asegura que solo estamos a tres días de Invernalia —comunicó ser Richard Horpe al rey aquella noche tras el recuento del frío.
—Eso, si dejamos atrás a los hombres que están más débiles —apuntó Corliss Penny.
—Los más débiles son casos perdidos —insistió Horpe—. Los que aún conserven fuerzas tendrán que llegar a Invernalia, o también morirán.
—El Señor de Luz nos entregará el castillo —dijo ser Godry Farring—. Si lady Melisandre estuviera con nosotros…
Por fin, tras un día pesadillesco durante el cual la columna apenas avanzó una milla y perdió doce caballos y cuatro hombres, lord Peasebury se volvió contra los norteños.
—Esta marcha ha sido una locura. Cada día hay más muertes, y todo ¿por qué? ¿Por una niña?
—Por la hija de Ned —replicó Morgan Liddle. Era el segundo de tres hijos, así que los otros lobos lo llamaban el Liddle de Enmedio, aunque se contenían si estaba cerca. Era Morgan quien había estado a punto de matar a Asha en el combate de Bosquespeso. Más adelante, durante la marcha, se le había acercado para pedirle perdón… por llamarla puta, no por tratar de abrirle la cabeza con un hacha.
—La hija de Ned —repitió Wull Cubo Grande—. Y ya la tendríamos, junto con el castillo, si no fuerais unos sureños melindrosos que se mean los calzones de seda en cuanto ven un poco de nieve.
—¿Un poco de nieve? —Peasebury apretó con ira los labios suaves, casi femeninos—. Por culpa de vuestro mal consejo emprendimos esta marcha, Wull. Empiezo a sospechar que estáis a sueldo de Bolton. ¿Es eso? ¿Os ha enviado a emponzoñarle los oídos al rey?
Cubo Grande se echó a reír.
—Lord Guisantito, si fuerais un hombre, os mataría por lo que habéis dicho, pero el acero de mi espada es demasiado bueno para mancillarlo con la sangre de un cobarde. —Bebió un trago de cerveza y se secó los labios—. Sí, han muerto hombres, y morirán más antes de que veamos los muros de Invernalia. ¿Y qué? Es la guerra. En la guerra, mueren hombres. Las cosas son como son, como han sido siempre.
—¿Queréis morir, Wull? —Ser Corliss Penny lanzó una mirada de incredulidad al jefe de clan. Al norteño le pareció de lo más divertido.
—Quiero vivir eternamente en unas tierras donde el verano dure al menos mil años. Quiero un castillo en las nubes desde donde contemplar el mundo. Quiero volver a tener veintiséis años, cuando podía luchar todo el día y follar toda la noche. Lo que quieran los hombres no tiene importancia.
»Ya tenemos el invierno casi encima, muchacho, y el invierno es la muerte. Prefiero que mis hombres mueran luchando por la hijita de Ned, y no solos y hambrientos en medio de la nieve, llorando lágrimas que se les congelan en las mejillas. Sobre los hombres que mueren así nadie canta canciones. En cuanto a mí, soy viejo y este será mi último invierno. Quiero bañarme en la sangre de los Bolton antes de morir; quiero sentir las salpicaduras en la cara cuando mi hacha hienda el cráneo de un Bolton. Quiero lamérmela de los labios y morir con ese sabor en la boca.
—¡Sí! —gritó Morgan Liddle—. ¡Sangre y batalla!
Y todos los hombres de las colinas gritaron y golpearon copas y cuernos contra la mesa, con un fragor que apagó cualquier otro sonido en la tienda del rey.
Asha Greyjoy también habría querido luchar.
«Una batalla, una sola, para poner fin a esta agonía. Acero contra acero, nieve rosada, escudos rotos, miembros cercenados, y todo habría terminado».
Al día siguiente, los exploradores del rey dieron por casualidad con una aldea agrícola abandonada, entre dos lagos. Era un lugar inhóspito y reducido, apenas unas pocas chozas, una edificación central y una atalaya. Richard Horpe ordenó un alto, aunque aquel día el ejército solo había avanzado media milla y aún quedaban varias horas de luz. Pero la luna llevaba ya largo rato brillando en el cielo antes de que llegaran la retaguardia y la caravana de equipaje. Asha iba en ese grupo.
—En esos lagos hay peces —explicó Horpe al rey—. Haremos agujeros en el hielo; los norteños pueden enseñarnos.
Pese a la gruesa capa y la armadura, Stannis parecía tener un pie en la tumba. Las pocas carnes que cubrieran aquel esqueleto alto y flaco se habían derretido durante la marcha desde Bosquespeso. Se le adivinaba la forma del cráneo bajo la piel, y rechinaba los dientes con tanta fuerza que Asha tenía la impresión de que se le iban a romper de un momento a otro.
—Pues pescad —dijo como si escupiera cada palabra—. Pero partiremos al amanecer.
Sin embargo, al amanecer, el campamento despertó en medio de la nieve y el silencio. El cielo pasó del negro al blanco sin resultar más luminoso. Asha Greyjoy se incorporó entumecida y helada entre sus pieles, y escuchó los ronquidos de la Osa. Nunca había oído roncar de semejante manera a una mujer, pero durante la marcha había acabado por acostumbrarse, y a aquellas alturas hasta le resultaba reconfortante. Era el silencio lo que la preocupaba: no sonaban trompetas que dieran la orden de montar, formar la columna y emprender la marcha. Los cuernos de guerra no llamaban a los norteños.
«Algo va mal».
Asha apartó las pieles y salió de la tienda, para lo que tuvo que derribar el muro de nieve que la había sellado durante la noche. Las cadenas tintinearon cuando se puso en pie y respiró el aire gélido de la mañana. Aún nevaba, incluso con más intensidad que cuando había entrado en la tienda. El bosque había desaparecido, igual que los lagos. Podía distinguir la silueta de las otras tiendas y cabañas, y el tenue resplandor anaranjado de la hoguera que ardía en la cima de la atalaya, pero no la propia atalaya. El resto había quedado engullido por la nieve.
Más allá, Roose Bolton los esperaba tras los muros de Invernalia, pero el ejército de Stannis Baratheon se había quedado aislado por la nieve, bloqueado por el hielo, inmóvil y al borde de la inanición.