El hedor del campamento era tan espantoso que Dany tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no vomitar. Ser Barristan arrugó la nariz.
—Vuestra alteza no debería estar aquí, respirando estos humores tan negros.
—Soy de la sangre del dragón —le recordó Dany—. ¿Habéis visto alguna vez a un dragón con colerina?
Viserys aseguraba con frecuencia que a los Targaryen no los afectaban las enfermedades de los hombres comunes, y por lo que ella sabía, era verdad. Recordaba haber tenido frío, hambre y miedo, pero no ninguna dolencia.
—Aun así, estaría más tranquilo si vuestra alteza volviera a la ciudad. —Habían dejado atrás la muralla multicolor de Meereen—. La colerina sangrienta ha sido el veneno de los ejércitos desde la Era del Amanecer. Nosotros distribuiremos las provisiones, alteza.
—Mañana. Ahora estoy aquí. Quiero ver. —Picó espuelas a su plata. Los demás trotaron tras ella. Jhogo cabalgaba justo delante, y Aggo y Rakharo, un poco detrás, con largos látigos dothrakis para mantener a raya a los enfermos y moribundos. Ser Barristan iba a su derecha, a lomos de un pinto gris. A su izquierda cabalgaban Symon Espalda Lacerada, de los Hermanos Libres, y Marselen, de los Hombres de la Madre. Sesenta soldados seguían a sus capitanes para proteger los carromatos de provisiones: todos iban a caballo; eran dothrakis, bestias de bronce y libertos, y lo único que tenían en común era la aversión que les causaba aquella misión.
Los astaporis los seguían tambaleantes, en una espantosa procesión que crecía a cada paso. Algunos hablaban en idiomas que Dany no entendía; otros no podían ni hablar. Muchos levantaban las manos hacia ella o se arrodillaban al paso de su plata. «Madre», llamaban en los dialectos de Astapor, Lys y la Antigua Volantis, en gutural dothraki o con las sílabas fluidas de Qarth, o hasta en la lengua común de Poniente. «Madre, por favor…», «Madre, ayuda a mi hermana, está enferma…», «Dame comida para mis pequeños…», «Por favor, mi anciano padre…», «Ayúdalo…», «Ayúdala…», «Ayúdame…».
«No tengo más ayuda para vosotros», pensó Dany, desesperada. Los astaporis no tenían adonde ir. Miles de ellos seguían junto a la sólida muralla de Meereen: hombres, mujeres, niños, ancianos, chiquillas y recién nacidos. Muchos estaban enfermos; en su mayoría, famélicos, y todos, condenados a morir. Daenerys no se atrevía a abrirles las puertas. Había hecho por ellos cuanto podía. Les había enviado sanadores, gracias azules, recitadores de hechizos y cirujanos barberos, pero algunos habían caído enfermos también, y sus artes no sirvieron para aminorar el progreso galopante de la enfermedad que había llegado a lomos de la yegua clara. Separar a los sanos de los enfermos también había resultado inútil. Sus escudos fornidos lo habían intentado, y apartaron por la fuerza a los maridos de sus esposas y a los hijos de sus padres, aunque los astaporis llorasen, pataleasen y les tirasen piedras. A los pocos días, los enfermos estaban muertos, y los sanos, enfermos.
Hasta alimentarlos se hacía cada vez más difícil. Cada día les hacía llegar lo que podía, pero cada día eran más y tenía menos comida para ellos. También costaba cada vez más encontrar hombres que llevaran las provisiones: demasiados de sus enviados habían contraído la colerina. A otros los habían atacado en el camino de vuelta a la ciudad. El día anterior habían volcado una carreta y habían matado a dos de sus soldados, de modo que la reina decidió entregar los alimentos en persona. Todos y cada uno de sus consejeros, desde Reznak hasta el Cabeza Afeitada, pasando por ser Barristan, trataron de disuadirla con argumentos fervorosos, pero Daenerys se mostró inamovible.
—No les daré la espalda —dijo con testarudez—. Una reina tiene que conocer el sufrimiento de su pueblo.
Sufrimiento era lo único que no le faltaba.
—Casi no les quedan caballos ni mulas, aunque muchos vinieron cabalgando desde Astapor —le informó Marselen—. Se los han comido todos, alteza, así como a las ratas y perros asilvestrados que han podido cazar. Algunos han empezado ya a comerse a sus muertos.
—El hombre no debe comer carne de hombre —dijo Aggo.
—Lo sabe todo el mundo —corroboró Rakharo—. Quedarán malditos.
—Ya están más allá de las maldiciones —señaló Symon Espalda Lacerada.
Niños de vientre hinchado los seguían, demasiado débiles o asustados para mendigar. Hombres esqueléticos de ojos hundidos se acuclillaban en la arena, entre las rocas, para soltar la vida por las tripas en hediondos chorros rojos y marrones. Muchos cagaban donde dormían, ya demasiado débiles para arrastrarse hasta las zanjas que Dany les había ordenado cavar. Dos mujeres se peleaban por un hueso chamuscado. Cerca, un chiquillo de unos diez años se comía una rata con una mano, mientras con la otra esgrimía un palo afilado por si alguien se atrevía a intentar arrebatarle su botín. Había cadáveres sin sepultar por doquier. Dany vio a un hombre tendido en la arena bajo un sudario negro, pero cuando su montura pasó junto a él, el sudario se disolvió en un millar de moscas. Había mujeres flacas sentadas en el suelo, con bebés moribundos en brazos. Sus ojos la seguían, y las que tenían fuerzas la llamaban.
—Madre… Por favor, madre… Bendita seas, madre…
«Bendita sea —pensó con amargura—. Vuestra ciudad está reducida a huesos y cenizas; vuestra gente muere; no puedo ofreceros refugio, medicina ni esperanza, solo pan duro, carne agusanada, queso reseco y un poco de leche. Bendecidme, bendecidme». ¿Qué clase de madre era, que no tenía leche para alimentar a sus hijos?
—Demasiados muertos —dijo Aggo—. Hay que quemarlos.
—¿Quién los va a quemar? —preguntó ser Barristan—. La colerina sangrienta está por todas partes. Cada noche muere un centenar.
—No es bueno tocar a los muertos —apuntó Jhogo.
—Lo sabe todo el mundo —dijeron Aggo y Rakharo a la vez.
—Puede, pero hay que hacerlo —replicó Dany. Se detuvo un momento para pensar—. Los inmaculados no tienen miedo de los cadáveres. Hablaré con Gusano Gris.
—Alteza —intervino ser Barristan—, los Inmaculados son vuestros mejores guerreros. No conviene que la epidemia se extienda entre ellos. Que los astaporis entierren a sus muertos.
—Están demasiado débiles —dijo Symon Espalda Lacerada.
—Con más comida recuperarían las fuerzas —apuntó Dany.
—No podemos desperdiciar comida con los moribundos, adoración —replicó Symon—. No tenemos suficiente para los vivos.
La reina sabía que no estaba errado, pero no por eso le resultaba más fácil escuchar sus palabras.
—Ya estamos a suficiente distancia —decidió—. Les daremos la comida aquí.
Levantó una mano, y los carromatos se detuvieron tras ella. Los jinetes se situaron a su alrededor para impedir que los astaporis se lanzaran sobre las provisiones. En cuanto se detuvieron, los enfermos empezaron a avanzar hacia ellos, cojeando y tambaleándose, cada vez en mayor número. Los jinetes les cortaron el paso.
—¡Esperad vuestro turno! —les gritaban—. ¡Sin empujar! ¡Atrás! ¡Quedaos atrás! Hay pan para todos. ¡Esperad vuestro turno!
Lo único que podía hacer Dany era mirar.
—¿No hay manera de que les prestemos más ayuda? —preguntó a Barristan Selmy—. Vos tenéis provisiones.
—Son para los soldados de vuestra alteza. Tal vez tengamos que resistir un largo asedio. Los Cuervos de Tormenta y los Segundos Hijos hostigan a los yunkios, pero no podrán ponerlos en fuga. Si vuestra alteza me permitiera reunir un ejército…
—Si hay una batalla, prefiero luchar detrás de la muralla de Meereen. A ver cómo se las arreglan para invadir mis almenas. —La reina contempló la escena que se desarrollaba a su alrededor—. Si repartiéramos nuestras provisiones a partes iguales…
—… los astaporis se acabarían la suya en pocos días y nosotros tendríamos mucha menos para resistir el asedio.
Dany miró hacia la muralla multicolor de Meereen. En el aire flotaba una nube de moscas y gritos.
—Los dioses han enviado esta epidemia para hacerme más humilde. Hay tantos muertos… No permitiré que los astaporis se coman los cadáveres. —Hizo un gesto a Aggo para que se acercara—. Cabalga hasta las puertas de la ciudad y tráeme a Gusano Gris y cincuenta de sus inmaculados.
—La sangre de tu sangre obedece, khaleesi.
Aggo hincó los talones en los flancos de su caballo y partió al galope. Ser Barristan se quedó mirándolo con aprensión mal disimulada.
—No es bueno que os quedéis aquí mucho tiempo, alteza. Los astaporis están recibiendo comida, como ordenasteis. Es lo único que podemos hacer por estos desdichados. Deberíamos volver ya a la ciudad.
—Volved vos si queréis. No os detendré. No detendré a ninguno de vosotros. —Dany se bajó del caballo—. No puedo curarlos, pero sí mostrarles que su Madre se preocupa por ellos.
—¡No, khaleesi! —Jhogo no pudo contener un grito. La campanilla de su trenza tintineó cuando desmontó—. No os acerquéis más. ¡No! ¡No los toquéis!
Dany pasó de largo a su lado. Cerca había un anciano tendido en el suelo, gimiendo y con la vista fija en las nubes. Cuando se arrodilló contra él, tuvo que arrugar la nariz ante el hedor, pero le apartó el sucio pelo blanco para tocarle la frente.
—Está ardiendo. Necesito agua para bañarlo, aunque sea agua de mar. ¿Me la traes, Marselen? También necesito aceite para la pira. ¿Quién me ayuda a quemar los cadáveres?
Cuando Aggo regresó con Gusano Gris y cincuenta inmaculados al trote tras su caballo, Dany había avergonzado a todos sus hombres lo suficiente para que la ayudaran. Symon Espalda Lacerada y sus hombres estaban separando a los vivos de los muertos y amontonando los cadáveres, mientras que Jhogo, Rakharo y los dothrakis ayudaban a los que aún podían caminar a llegar hasta la playa para que se bañaran y se lavaran la ropa. Aggo se quedó mirándolos como si se hubieran vuelto locos, pero Gusano Gris se arrodilló junto a la reina.
—Uno os ayudará.
Antes del mediodía había ya una docena de piras. Las columnas de humo negro se alzaban para hollar el despiadado cielo azul. Dany se alejó de las hogueras con la ropa de montar sucia y llena de cenizas.
—Adoración —le dijo Gusano Gris—, uno y sus hermanos os ruegan permiso para bañarse en el agua salada cuando terminemos nuestra misión; así nos purificaremos según las leyes de nuestra gran diosa.
La reina ignoraba hasta aquel momento que los eunucos tuvieran una diosa.
—¿Quién es? ¿Uno de los dioses de Ghis?
—La diosa tiene muchos nombres. —Gusano Gris parecía incómodo—. Es la Señora de las Lanzas, la Novia de la Batalla, la Madre de Ejércitos… Pero su verdadero nombre les pertenece solo a unos que quemaron su órgano viril en su altar. No podemos hablar de ella con nadie. Uno os suplica vuestro perdón.
—Como deseéis. Sí, claro, id a bañaros. Gracias por vuestra ayuda.
—Unos viven para serviros.
Dany volvió a su pirámide con el cuerpo dolorido y el corazón en un puño, y se encontró a Missandei leyendo un pergamino antiguo mientras Irri y Jhiqui discutían sobre Rakharo.
—Estás demasiado flaca para su gusto —decía Jhiqui cuando entró—. Eres casi como un chico, y Rakharo no se acuesta con chicos. Lo sabe todo el mundo.
—Lo que sabe todo el mundo es que tú eres una vaca —replicó Irri—. Rakharo no se acuesta con vacas.
—Rakharo es la sangre de mi sangre. Su vida me pertenece a mí, no a vosotras —les dijo Dany a las dos. Rakharo había crecido casi medio palmo en el tiempo que había pasado fuera de Meereen, y al regresar tenía las piernas y los brazos muy musculosos, así como cuatro campanillas en el pelo. Ya era más alto que Aggo y Jhogo, y sus dos doncellas se habían fijado en él—. Venga, callaos de una vez; necesito un baño. —Jamás se había sentido tan sucia—. Jhiqui, ayúdame a quitarme esta ropa, llévatela y quémala. Irri, dile a Qezza que me busque algo fresco y ligero para ponerme. Hace mucho calor.
En la terraza soplaba una brisa fresca, y Dany suspiró de placer al entrar en el agua de su estanque. Dio una orden a Missandei, que se quitó la ropa y se metió en el agua a su vez.
—Una oyó a los astaporis anoche; estaban rascando la muralla —le dijo la pequeña escriba mientras le frotaba la espalda.
Irri y Jhiqui se miraron.
—No había nadie rascando —dijo Jhiqui—. ¿Con qué van a rascar?
—Con las manos. Los ladrillos son viejos y se desmoronan. Están intentando abrir un hueco para entrar en la ciudad.
—De esa manera tardarían años —apuntó Irri—. La muralla es muy gruesa. Lo sabe todo el mundo.
—Lo sabe todo el mundo —corroboró Jhiqui.
—Yo también sueño con ellos. —Dany le cogió la mano a Missandei—. El campamento está a setecientos pasos de la ciudad, cariño. Nadie rascaba la muralla.
—Vuestra alteza siempre tiene razón. ¿Os lavo el pelo? Ya es casi la hora. Reznak mo Reznak y la gracia verde van a llegar para hablar de…
—Los preparativos de la boda. —Dany salpicó a su alrededor al levantarse bruscamente—. Casi me había olvidado. —«Puede que quisiera olvidarme»—. Y cuando se vayan, tengo que cenar con Hizdahr. —Dejó escapar un suspiro—. Irri, tráeme el tokar verde, el de seda con ribete de encaje myriense.
—Ese os lo están arreglando, khaleesi. El encaje se había desgarrado. Pero tenéis limpio el tokar azul.
—Que sea el azul, pues. Les gustará igual.
Se equivocaba solo en parte. La sacerdotisa y el senescal se alegraron de verla ataviada con un tokar, vestida por una vez como una dama meereena, pero lo que pretendían en realidad era desnudarla. Daenerys los escuchó con incredulidad.
—Sin ánimo de ofender, no pienso presentarme desnuda ante la madre y las hermanas de Hizdahr —les dijo al final.
—Pero… pero… —Reznak mo Reznak parecía a punto de atragantarse—. Es imprescindible, adoración. La tradición impone que las mujeres de la casa del hombre que se va a casar examinen el vientre de la novia y sus…, eh…, sus partes femeninas, para asegurarse de que están bien formadas y, eh…
—… y son fértiles —terminó Galazza Galare—. Es un antiguo ritual, esplendor. También habrá tres gracias para presenciar el examen y recitar las plegarias oportunas.
—Eso —confirmó Reznak—, y luego os traerán una tarta especial, una tarta solo para mujeres que se sirve el día del compromiso. A los hombres no se les permite probarla, pero me han dicho que es deliciosa y tiene poderes mágicos.
«Y si mi vientre está marchito, si mis partes femeninas están malditas, ¿para eso también habrá una tarta especial?».
—Hizdahr zo Loraq puede inspeccionar mis partes femeninas cuando nos casemos. —«A Khal Drogo no le pareció que tuvieran nada de malo, ¿por qué este va a ser diferente?»—. Que su madre y sus hermanas se examinen entre sí y que les aproveche la tarta. No pienso comérmela, igual que no pienso lavar los nobles pies del noble Hizdahr.
—No lo entendéis, magnificencia —protestó Reznak—. El lavatorio es una tradición consagrada. Significa que estaréis al servicio de vuestro esposo. El atuendo nupcial también está cargado de sentido: la novia se viste con velos de seda rojo oscuro sobre un tokar de seda blanca con flecos de perlas.
«La reina de los conejos tiene que ponerse las orejas largas para casarse».
—Con tanta perla, pareceré un sonajero al caminar.
—Las perlas simbolizan la fertilidad. Cuantas más lleve vuestra adoración, más hijos saludables engendrará.
—¿Y para qué quiero tener cien hijos? —Dany se volvió hacia la gracia verde—. Si nos casáramos por los ritos de Poniente…
—Los dioses de Ghis no bendecirían esa unión. —El rostro de Galazza Galare estaba oculto bajo un velo de seda verde. Solo se le veían los ojos, también verdes, llenos de sabiduría y tristeza—. Para la ciudad, no seríais más que la concubina del noble Hizdahr, no su esposa legítima, y vuestros hijos serían bastardos. Vuestra adoración tiene que casarse con Hizdahr en el templo de las Gracias, ante los ojos de toda la nobleza de Meereen.
«Sacad a todos esos nobles de sus pirámides con algún pretexto», le había dicho Daario.
«El lema del dragón es “Sangre y Fuego”». Dany desechó la idea; no era digna de ella.
—Como queráis —suspiró—. Me casaré con Hizdahr en el templo de las Gracias, vestida con un tokar blanco con flecos de perlas. ¿Alguna cosa más?
—Hay otro asuntillo, adoración —dijo Reznak—. Para celebrar vuestras nupcias, lo oportuno sería que volvierais a abrir las arenas de combate. Sería el regalo de bodas que hacéis a Hizdahr y a vuestro devoto pueblo, y también una señal de que habéis abrazado las antiguas costumbres y tradiciones de Meereen.
—Además, resultaría muy grato a los dioses —añadió la gracia verde con su voz baja y amable.
«Una dote de sangre». Dany estaba cansada de aquella batalla. Ni siquiera ser Barristan creía que pudiera ganar.
—Nunca hubo gobernante capaz de hacer bondadoso a su pueblo —le había dicho Selmy—. Baelor el Santo rezó, ayunó y construyó para los Siete el templo más espléndido que ningún dios pudiera desear, pero ni así fue capaz de poner fin a la guerra y la miseria.
«Una reina debe escuchar a su pueblo», se recordó Dany.
—Después de la boda, Hizdahr será el rey. Que las reabra él si quiere; yo no quiero involucrarme en eso. —«Que se manche las manos de sangre él, no yo». Se levantó—. Y si mi esposo quiere que le lave los pies, que me los lave él a mí primero. Se lo diré esta misma tarde.
Si albergaba dudas sobre cómo se tomaría su prometido semejante actitud, pronto quedaron disipadas. Hizdahr zo Loraq llegó una hora después de la puesta de sol, con un tokar color vino con una franja dorada y flecos de cuentas de oro. Mientras le servía vino, Dany le habló de su reunión con Reznak y la gracia verde.
—No son más que ritos sin sentido —declaró Hizdahr—, justo el tipo de cosas de las que tenemos que librarnos. Meereen lleva demasiado tiempo anclada en estas estúpidas tradiciones. —Le besó la mano—. Daenerys, mi reina, de buena gana os lavaré entera si es lo que hace falta para que me toméis como rey y consorte.
—Para que os tome como rey y consorte solo tenéis que proporcionarme la paz. Skahaz me ha dicho que traéis noticias.
—Cierto. —Hizdahr cruzó las largas piernas. Parecía muy pagado de sí—. Yunkai nos dará la paz, pero a cambio de un precio. La interrupción del tráfico de esclavos ha causado una gran conmoción en todo el mundo civilizado. Yunkai y sus aliados nos exigen una indemnización en oro y piedras preciosas.
—¿Qué más? —El oro y las piedras preciosas eran cosa fácil.
—Los yunkios reanudarán el negocio esclavista como antes. Reconstruirán Astapor como ciudad especializada en la formación de esclavos, y vos no interferiréis.
—Los yunkios reanudaron el negocio esclavista cuando no me había alejado ni dos leguas de su ciudad, ¿y acaso di media vuelta? El rey Cleon me rogó que me uniera a él contra ellos, y presté oídos sordos a sus súplicas. No quiero guerra con Yunkai. ¿Cuántas veces he de decirlo? ¿Qué promesas quieren que haga?
—Ah, mi reina, esa es la espina de la rosa —suspiró Hizdahr zo Loraq—. Me entristece deciros que Yunkai no tiene fe ninguna en vuestras promesas. Siguen tocando la misma cuerda del arpa, algo sobre un emisario al que prendieron fuego vuestros dragones.
—Solo le quemaron el tokar —replicó Dany, resentida.
—Sea como sea, no confían en vos. Lo mismo ocurre con los hombres del Nuevo Ghis. Como vos misma decís a menudo, las palabras son aire, así que ninguna palabra vuestra bastará para sellar esta paz para Meereen. Vuestros enemigos quieren acciones. Quieren vernos casados, quieren verme coronado y gobernando a vuestro lado.
Dany volvió a llenarle la copa, aunque lo que más habría deseado era vaciarle la frasca en la cabeza para ahogar su sonrisa engreída.
—Matrimonio o matanza. Boda o guerra. ¿Tengo que elegir?
—Creo que solo hay una elección posible, esplendor. Pronunciemos nuestros votos ante los dioses de Ghis y construyamos juntos una nueva Meereen.
La reina estaba pensando qué respuesta darle cuando oyó pisadas a sus espaldas.
«La comida», pensó. Sus cocineros habían prometido servir el plato favorito del noble Hizdahr, perro a la miel relleno de ciruelas y pimientos. Pero al volverse fue a ser Barristan a quien se encontró, recién bañado, vestido de blanco y con su espada larga al costado.
—Siento interrumpiros, alteza —dijo con una reverencia—, pero he pensado que querríais saberlo enseguida. Los Cuervos de Tormenta han vuelto a la ciudad con noticias sobre el enemigo. Los yunkios están en camino, tal como temíamos.
Una expresión de enojo cruzó el noble rostro de Hizdahr zo Loraq.
—La reina va a cenar. Los mercenarios tendrán que esperar.
Ser Barristan hizo como si no lo hubiera oído.
—Le dije a lord Daario que me informara a mí, tal como había ordenado vuestra alteza. Se rió y me dijo que lo escribiría con su propia sangre si vuestra alteza le enviaba a su pequeña escriba para enseñarle a hacer las letras.
—¿Con sangre? —Dany se horrorizó—. ¿Es una broma? No. No me lo digáis. Tengo que verlo con mis propios ojos. —Solo era una niña y estaba sola, y las niñas tenían derecho a cambiar de opinión—. Convocad a mis capitanes y comandantes. Hizdahr, sé que sabréis perdonarme.
—Lo primero es Meereen. —Hizdahr sonrió alegremente—. Tendremos otras noches. Tendremos mil noches.
—Ser Barristan os acompañará.
Dany corrió en busca de sus doncellas; no tenía la menor intención de recibir al capitán vestida con un tokar. Se probó una docena de túnicas antes de elegir la que le gustaba, pero rechazó la corona que le ofrecía Jhiqui. Cuando Daario Naharis hincó una rodilla en tierra ante ella, a Dany se le desbocó el corazón. El hombre tenía el pelo salpicado de sangre reseca, y un corte profundo muy reciente en la sien. Llevaba la manga izquierda ensangrentada casi hasta el codo.
—Estáis herido —dijo sobresaltada.
—¿Os referís a esto? —Daario se tocó la sien—. Un ballestero intentó clavarme una saeta en el ojo, pero mi caballo fue más rápido que la flecha. Volaba hacia mi reina para regocijarme en el calor de su sonrisa. —Sacudió la manga, salpicando el suelo de gotitas rojas—. Esta sangre no es mía. Un sargento me dijo que deberíamos aliarnos con los yunkios, así que le metí la mano por la boca y le arranqué el corazón. Pensaba traerlo como regalo para mi reina de plata, pero cuatro hombres de la Compañía del Gato me cortaron el camino y me empezaron a bufar. Uno casi me atrapó, así que le tiré el corazón a la cara.
—Muy caballeresco —dijo ser Barristan en un tono que indicaba que le parecía cualquier cosa menos eso—, pero ¿traéis noticias para su alteza?
—Malas noticias, ser Abuelo. Astapor ha desaparecido y los esclavistas marchan hacia el norte.
—Son noticias viejas y huelen mal —gruñó el Cabeza Afeitada.
—Lo mismo dijo vuestra madre de los besos de vuestro padre —replicó Daario—. Habría llegado antes, mi dulce reina, pero las colinas están plagadas de mercenarios yunkios. Cuatro compañías libres. Vuestros Cuervos de Tormenta tuvieron que abrirse camino entre ellos. Y eso no es lo peor: el ejército yunkio viene por la costa junto con cuatro legiones del Nuevo Ghis. Tienen un centenar de elefantes, con armadura y castillo. También tienen tolosios con honderos y un cuerpo de soldados qarthienses a camello. En Astapor embarcaron otras dos legiones ghiscarias. Si nuestros prisioneros dicen la verdad, tocarán tierra más allá del Skahazadhan para aislarnos del mar dothraki.
Mientras hablaba, de cuando en cuando caía una gota de sangre muy roja contra el suelo de mármol, y Dany sentía un alfilerazo.
—¿Cuántos hombres murieron? —le preguntó cuando terminó.
—¿De los nuestros? No me paré a contarlos, pero ganamos más de los que perdimos.
—¿Más cambiacapas?
—Más valientes para vuestra noble causa. A mi reina le gustarán. Uno es hachero de las Islas del Basilisco, una fiera, más grande que vuestro Belwas. Tendríais que verlo. También tengo unos cuantos ponientis, veinte o más, desertores de los Hijos del Viento que no estaban satisfechos con los yunkios. Serán buenos cuervos de tormenta.
—Si vos lo decís…
Dany no pensaba poner demasiadas objeciones. Meereen necesitaría muy pronto de todas las espadas posibles. Ser Barristan, en cambio, miró a Daario con cara de pocos amigos.
—Habéis mencionado cuatro compañías libres, capitán. Solo sabemos de tres: los Hijos del Viento, los Lanzas Largas y la Compañía del Gato.
—¡Anda, si ser Abuelo sabe contar! Los Segundos Hijos se han pasado a los yunkios. —Daario giró la cabeza y escupió—. Eso para Ben Plumm el Moreno. La próxima vez que le vea la cara, lo rajaré del cuello a la polla y le arrancaré ese negro corazón.
Dany quiso decir algo, pero le faltaron las palabras. Recordó el rostro de Ben, la última vez que lo había visto.
«Era un rostro cálido, un rostro en el que confiaba. —La piel morena y el pelo blanco, la nariz rota y las patas de gallo. Hasta sus dragones estaban encariñados con el viejo Ben el Moreno, que siempre alardeaba de que por sus venas corría una gota de sangre de dragón. “Tres traiciones conocerás. Una por oro, una por sangre y una por amor”. ¿Qué traición era la de Plumm? ¿La segunda o la tercera? ¿Y dónde dejaba eso a ser Jorah, su viejo oso gruñón? ¿Acaso no tendría nunca un amigo en quien pudiera confiar?—. ¿De qué sirven las profecías si no tienen sentido? Si me caso con Hizdahr antes de que salga el sol, ¿desaparecerán todos esos ejércitos como rocío en la mañana y me dejarán gobernar en paz?».
El anuncio de Daario había provocado el caos. Reznak aullaba, el Cabeza Afeitaba mascullaba sombrío y sus jinetes de sangre juraban venganza. Belwas el Fuerte se golpeó la barriga llena de cicatrices con un puño y juró que se comería el corazón de Ben el Moreno con ciruelas y cebollas.
—Por favor —dijo Dany; pero solo Missandei pareció oírla. La reina se puso en pie—. ¡Silencio! Ya he oído suficiente.
—Alteza, estamos a vuestras órdenes. —Ser Barristan se dejó caer sobre una rodilla—. ¿Qué queréis que hagamos?
—Seguiremos según lo previsto. Reunid tantas provisiones como sea posible. —«Si vuelvo la vista atrás, estoy perdida». Tenemos que cerrar las puertas y situar en la muralla a todos los hombres que estén en condiciones de luchar. No entrará ni saldrá nadie.
La estancia quedó en silencio. Los hombres se miraban entre sí.
—¿Qué pasa con los astaporis? —preguntó al final Reznak.
Dany sintió ganas de gritar, de rechinar los dientes, de arrancarse la ropa, de golpear el suelo con los puños.
—¡Cerrad las puertas! ¿Tengo que decirlo tres veces? —Eran sus hijos, pero no podía hacer nada por ellos—. Salid todos. Vos no, Daario. Hay que limpiaros esa herida y quiero haceros más preguntas.
Los demás hicieron una reverencia antes de salir, y Dany guió a Daario Naharis escaleras arriba hacia sus habitaciones, donde Irri le lavó el corte con vinagre y Jhiqui se lo vendó con lino blanco. Cuando terminaron, hizo salir también a las doncellas.
—Tenéis la ropa manchada de sangre —dijo a Daario—. Quitáosla.
—Solo si vos hacéis lo mismo.
La besó. El pelo le olía a sangre, a humo y a caballo, y su boca era caliente y dura. Dany temblaba en sus brazos.
—Creía que seríais vos quien me traicionaría —le dijo cuando se separaron—. Una traición por sangre, otra por oro y otra por amor, tal como me dijeron los hechiceros. Creía… Nunca pensé en Ben el Moreno. Hasta mis dragones confiaban en él. —Agarró a su capitán por los hombros—. Prometedme que nunca os volveréis contra mí. No podría soportarlo. Prometédmelo.
—Nunca, amor mío.
Ella lo creyó.
—Juré que me casaría con Hizdahr zo Loraq si me daba noventa días de paz, pero ahora… Os he deseado desde la primera vez que os vi, pero erais un mercenario tornadizo y traicionero. Alardeabais de que habíais estado con cien mujeres.
—¿Con cien? —Daario disimuló una risita tras la barba violeta—. Os mentí, mi dulce reina. Ha sido con mil. Pero nunca he estado con un dragón.
Ella alzó los labios hacia los suyos.
—¿Y a qué esperáis?