La media luna formaba un arco fino y definido como la hoja de un cuchillo. Salió un sol pálido; luego se ocultó y luego volvió a salir. Las hojas rojas susurraban al viento. El cielo estaba poblado de nubes oscuras que se convertían en tormentas. Caían los relámpagos y retumbaban los truenos, y los muertos de manos negras y brillantes ojos azules merodeaban alrededor de una fisura de la ladera, pero no podían entrar. Dentro de la colina, a oscuras, el niño tullido estaba sentado en un trono de arciano y oía los susurros mientras los cuervos se paseaban por sus brazos.
—Nunca volverás a andar —le había prometido el cuervo de tres ojos—, pero volarás. —A veces, desde algún lugar lejano y profundo, llegaba una canción. La Vieja Tata los llamaba «hijos del bosque», pero los cantores se denominaban los que cantan la canción de la tierra en la lengua verdadera, que los humanos no hablaban. Pero sí los cuervos. Sus pequeños ojos negros estaban llenos de secretos, y cuando oían las canciones graznaban y le picoteaban la piel.
La luna estaba llena, redonda. Las estrellas giraban en el cielo negro. La lluvia se congelaba nada más caer, y el peso de la nieve quebraba las ramas de los árboles. Bran y Meera se habían inventado nombres para los que cantaban la canción de la tierra: Ceniza, Hoja, Escamas, Cuchillo Negro, Pelo de Nieve y Tizón. Hoja les dijo que sus verdaderos nombres eran demasiado largos para los humanos. Era la única que hablaba la lengua común, así que Bran no consiguió averiguar qué opinaban los demás sobre sus nuevos nombres.
Después de haber padecido un frío que traspasaba los huesos en las tierras de más allá del Muro, la calidez de las cavernas era una bendición, y cuando el fresco se colaba entre las rocas, los cantores encendían hogueras que lo ahuyentaban. Allí abajo no había viento, ni nieve, ni hielo, ni muertos que intentaran atraparlos; solo sueños, teas de juncos y los besos de los cuervos. Y el que susurraba en la oscuridad.
Los cantores lo llamaban «el último verdevidente», pero en los sueños de Bran aún era el cuervo de tres ojos. Cuando Meera Reed le preguntó su verdadero nombre, contestó con un sonido espectral que casi pareció una risa.
—Me he llamado de muchas maneras en vida, pero incluso yo tuve una madre, y el nombre que me dio cuando nací fue Brynden.
—Tengo un tío que se llama así —dijo Bran—. En realidad es tío de mi madre. Brynden, el Pez Negro.
—Tal vez le pusieran ese nombre en mi honor. Aún hay quien lo hace, aunque ya no es tan frecuente como antes. Los hombres tienen tendencia a olvidar. Los únicos que recuerdan son los árboles. —Hablaba tan bajo que Bran tenía que hacer esfuerzos para oírlo.
—La mayor parte de él está unida al árbol —explicó la cantora a la que Meera llamaba Hoja—. Ha traspasado los límites de su mortalidad y aún perdura. Por nosotros, por vosotros, por los reinos de los hombres. A su carne le quedan muy pocas fuerzas. Tiene mil y un ojos, pero hay demasiado que vigilar. Algún día lo sabrás.
—¿Qué sabré? —preguntó más tarde Bran a los Reed, cuando llegaron con antorchas encendidas para llevarlo a una pequeña sala situada junto a la gran caverna, donde los cantores les habían construido unas camas—. ¿Qué recuerdan los árboles?
—Los secretos de los viejos dioses —contestó Jojen Reed. La comida, el fuego y el descanso lo habían ayudado a recuperar fuerzas tras el arduo viaje, pero parecía más triste y taciturno, y su mirada reflejaba cansancio y angustia—. Las verdades que conocían los primeros hombres, ya olvidadas en Invernalia… pero no en los humedales. Nosotros vivimos más cerca de la vegetación, en ciénagas y pantanos, y aún recordamos. Tierra y agua; suelo y piedra; robles, olmos y sauces, todo estaba aquí antes que nosotros y seguirá aquí cuando nos hayamos ido.
—Tú también seguirás aquí —dijo Meera.
Aquello entristeció a Bran. «¿Y si no quiero quedarme cuando os hayáis ido?», estuvo a punto de preguntar, pero se tragó las palabras antes de pronunciarlas. Ya era casi un hombre, y no quería que Meera pensara que era un niño quejica.
—Vosotros también podríais ser verdevidentes —fue lo que dijo.
—No, Bran. —Meera sonaba triste.
—Solo a unos pocos se les permite beber de la fuente verde mientras aún son mortales, para que oigan los susurros de las hojas y vean como ven los árboles, como ven los dioses —dijo Jojen—. Casi nadie tiene esa suerte. Los dioses solo me dieron sueños verdes. Mi tarea era traerte hasta aquí, y ya la he cumplido.
La luna era un agujero negro en el cielo. Los lobos aullaban en el bosque y olfateaban entre los ventisqueros en busca de despojos. De la ladera surgió una bandada de cuervos que lanzaban graznidos agudos y batían las alas negras sobre un mundo blanco. Salió un sol rojo; luego se ocultó, y cuando volvió a salir tiñó la nieve de sombras rosadas. Dentro de la colina, Jojen estaba sumido en sus pensamientos, Meera estaba inquieta y Hodor vagaba por los túneles oscuros con una espada en la mano derecha y un farol en la izquierda. ¿O era Bran?
«Que no se entere nadie».
La gran caverna que se abría sobre el abismo era negra como boca de lobo, negra como el carbón, más negra que las plumas de un cuervo. La luz se colaba como una intrusa, ni deseada ni bienvenida, y no tardaba en desaparecer; los fuegos, candiles y teas de junco ardían un rato y se extinguían cuando su breve existencia tocaba a su fin.
Los cantores construyeron un trono para Bran, igual que el que ocupaba lord Brynden, de arciano blanco salpicado de rojo y ramas secas entretejidas con raíces vivas. Lo colocaron en la gran caverna, junto al abismo, donde el aire negro resonaba con el eco del agua que corría mucho más abajo. Fabricaron el asiento con musgo suave y gris. Primero sentaron a Bran en su sitio y luego lo cubrieron con pieles suaves.
Allí se quedó sentado y escuchó los roncos susurros de su maestro.
—Nunca temas la oscuridad, Bran. —Cuando hablaba torcía un poco la cabeza y acompañaba las palabras con un débil susurro de madera y hojas—. Los árboles más fuertes crecen en los lugares más oscuros. La oscuridad será tu capa, tu escudo, tu leche materna. La oscuridad te hará fuerte.
La media luna formaba un arco fino y definido como la hoja de un cuchillo. Los copos de nieve caían a la deriva, en silencio, y cubrían de blanco los pinos soldado y los centinelas. Se había acumulado tanta nieve que los ventisqueros ocultaban por completo la entrada de la cueva, formando una muralla blanca que Verano tenía que escarbar cada vez que quería salir para unirse a su manada y cazar. Bran ya no iba a explorar con ellos tan a menudo como antes, pero algunas noches los observaba desde arriba.
Volar era mucho mejor que trepar.
Entrar en la piel de Verano ya le resultaba tan fácil como ponerse unos calzones antes de romperse la espalda. Cambiar su piel por las plumas negras como la noche de un cuervo había resultado más difícil, pero no tanto como había temido, al menos con aquellos cuervos.
—Un semental salvaje se resistirá y dará coces cuando intenten montarlo, y tratará de morder la mano que quiera ponerle el bocado —había dicho lord Brynden—, pero un caballo que ya haya tenido un jinete aceptará otro. Todos estos pájaros, viejos y jóvenes, están domados. Ahora escoge uno y vuela.
No lo consiguió con el primero ni con el segundo, pero el tercer cuervo lo miró con ojos negros y astutos, ladeó la cabeza y graznó, y de repente ya no era un niño que miraba a un cuervo, sino un cuervo que miraba a un niño. De repente, la canción del río sonaba mucho más alta: las antorchas brillaban con más intensidad, y el aire estaba repleto de olores extraños. Cuando intentó hablar le salió un graznido, y su primer vuelo terminó cuando chocó contra una pared y se encontró de nuevo en su cuerpo roto. El cuervo no resultó herido. Voló hacia él y aterrizó en su brazo; Bran le acarició el plumaje y entró en él una vez más. Antes de poder darse cuenta estaba volando por la caverna, esquivando los largos dientes de piedra que colgaban del techo. Incluso revoloteaba sobre el abismo y bajaba en picado hacia su fría y profunda oscuridad.
En aquel momento se dio cuenta de que no estaba solo.
—Había alguien más dentro del cuervo —dijo a lord Brynden cuando volvió a su piel—. Una chica. La he sentido.
—Una mujer que canta la canción de la tierra —explicó su maestro—. Murió hace tiempo, pero una parte de ella permanece, igual que una parte de ti permanecería en Verano si tu cuerpo de niño muriese mañana. Una sombra en el alma. No te hará daño.
—¿Todos los cuervos tienen cantores dentro?
—Todos. Fueron los cantores quienes enseñaron a los primeros hombres a enviar mensajes por medio de los cuervos…, pero en aquellos días, los pájaros eran capaces de hablar. Los árboles recuerdan, pero los hombres olvidan, así que ahora escriben sus mensajes en pergaminos y los enrollan en las patas de pájaros con quienes jamás han compartido piel.
Bran recordó que la Vieja Tata ya le había contado aquella historia, pero cuando acudió a Robb para que le aclarase si era cierta, su hermano se rió y le preguntó si también creía en los endriagos. Deseó que Robb estuviese allí con ellos.
«Le diría que puedo volar, pero no me creería; tendría que demostrárselo. Seguro que él también podría aprender, y Arya, y Sansa, incluso el pequeño Rickon, y Jon Nieve. Todos seríamos cuervos y viviríamos en la pajarera del maestre Luwin».
Pero no era más que otro sueño estúpido. Había días en los que Bran se preguntaba si no sería un sueño todo aquello. Quizá se había quedado dormido en la nieve y estaba soñando con un sitio cálido y seguro.
«Tienes que despertarte —se decía—, tienes que despertarte ahora mismo, o seguirás soñando hasta que mueras». Se había pellizcado en el brazo un par de veces, muy fuerte, pero lo único que consiguió fue hacerse daño. Al principio intentó contar los días, apuntándolos al despertar y al acostarse, pero allí abajo, dormir y estar despierto se confundían de una manera extraña. Los sueños se convertían en lecciones; las lecciones, en sueños; las cosas sucedían todas a la vez o no sucedían. ¿Acababa de hacer aquello o lo había soñado?
—Solo un hombre entre mil nace cambiapieles —le dijo un día lord Brynden, después de que Bran aprendiera a volar—, y solo un cambiapieles entre mil nace verdevidente.
—Creía que los verdevidentes eran los magos de los hijos del bosque —dijo Bran—. Quiero decir, los cantores.
—En cierta forma, así es. Aquellos a quienes llamáis los hijos del bosque tienen los ojos dorados como el sol, pero una vez cada mucho tiempo nace uno con los ojos rojos como la sangre, o verdes como el musgo que cubre los árboles en el corazón del bosque. Son señales con las que los dioses marcan a los elegidos para recibir el don. No son muy robustos, y sus años de vida en la tierra son pocos, ya que cada canción debe tener su propio equilibrio. Pero cuando se unen con la madera duran mucho tiempo. Mil ojos, cien pieles y una sabiduría profunda como las raíces de los antiguos árboles. Verdevidentes.
Bran no entendía nada, así que les preguntó a los Reed.
—¿Te gustan los libros? —replicó Jojen.
—Algunos. Me gustan las historias de batallas. A mi hermana Sansa le gustan las de besos, pero a mí me parecen una bobada.
—Un lector vive mil vidas antes de morir —dijo Jojen—. Aquel que nunca lee vive solo una. Los cantores del bosque no tenían libros. Ni tinta, ni pergaminos, ni escritura. Solo tenían árboles; sobre todo arcianos. Cuando morían se hacían uno con la madera, las hojas, los troncos y las raíces, y así los árboles recordaban. Todas sus canciones, hechizos, historias y oraciones: todo lo que sabían del mundo. Los maestres te dirán que los arcianos son sagrados para los antiguos dioses, pero los cantores consideran que los arcianos son los antiguos dioses. Al morir se convierten en parte de esa divinidad.
—¿Van a matarme? —preguntó Bran con los ojos muy abiertos.
—No —contestó Meera—. Estás asustándolo, Jojen.
—No es él quien debería tener miedo.
La luna estaba llena, redonda. Verano merodeaba por el bosque silencioso, una sombra alargada, gris, cada vez más escuálida, pues era imposible encontrar presas vivas. En la entrada de la cueva seguía habiendo un guardia que impedía el paso a los muertos. Casi todos habían quedado enterrados por la nieve, pero aún seguían ahí, escondidos, congelados, a la espera. Llegaron más cosas muertas a reunirse con ellos, cosas que habían sido hombres, mujeres y hasta niños. Había cuervos muertos posados en las ramas peladas y marrones, con las alas cubiertas de hielo. Un oso de las nieves enorme y esquelético salió de la espesura. Tenía media cabeza desprendida y se le veía el cráneo. Verano y su manada cayeron sobre él y lo despedazaron. Después se dieron un banquete, aunque la carne estaba podrida y medio congelada, y aún se movía mientras lo devoraban.
Al pie de la colina aún quedaba comida: allí crecían cientos de setas diferentes. El río negro estaba lleno de peces blanquecinos y ciegos, pero una vez cocinados sabían igual de bien que los peces con ojos. Tenían queso y leche de las cabras que compartían las cuevas con los cantores, incluso sacos de avena y cebada, y fruta seca que habían recogido durante el largo verano. Casi todos los días comían un guiso de sangre espesado con cebada, cebollas y trozos de carne. Jojen suponía que era carne de ardilla, y Meera decía que era de rata. A Bran no le importaba; era carne y le bastaba con eso. Cocinada quedaba tierna.
Las cavernas eran eternas, enormes, silenciosas. Acogían a más de sesenta cantores y los huesos de miles de muertos, y se extendían por toda la colina hueca.
—Los hombres no deben merodear por aquí —advirtió Hoja—. El río que oís es rápido y negro, y fluye hacia abajo hasta desembocar en un mar sin sol. Hay pasadizos que aún van más abajo, agujeros sin fondo, pozos que salen de la nada y caminos olvidados que llevan hasta el mismísimo centro de la tierra. Ni siquiera mi pueblo los ha explorado todos, y hemos vivido aquí durante miles y miles de años humanos.
Aunque los habitantes de los Siete Reinos los considerasen una especie de niños, Hoja y su pueblo no tenían nada de infantil. Habría sido más acertado llamarlos pequeños sabios del bosque. Eran pequeños en comparación con los hombres, pero los lobos eran más pequeños que los huargos, y eso no los convertía en cachorros. Tenían la piel morena de color nuez, moteada como la de los ciervos, con manchas pálidas, y grandes orejas con las que alcanzaban a oír cosas que escapaban a los hombres. También tenían ojos grandes y felinos, enormes y dorados, capaces de ver el fondo de un pasadizo donde un muchacho solo vería oscuridad. Solo tenían tres dedos y un pulgar en cada mano, con uñas negras recias y afiladas.
Y cantaban. Cantaban en la lengua verdadera, así que Bran no entendía la letra de las canciones, pero sus voces eran puras como el aire del invierno.
—¿Dónde está el resto de vuestro pueblo? —preguntó Bran a Hoja un día.
—En las profundidades de la tierra. En las piedras, en los árboles. Antes de que llegasen los primeros hombres, toda esta tierra a la que llamáis Poniente era nuestro hogar, pero ya en aquellos días éramos muy pocos. Los dioses nos dieron vidas largas pero no numerosas, para evitar que invadiésemos el mundo, al igual que los ciervos invadirían un bosque donde no hubiera lobos que les diesen caza. Aquello sucedió en el amanecer de los días, cuando despuntaba nuestro sol. Ahora está en el ocaso y cada vez somos menos. También hay cada vez menos gigantes, que fueron nuestra desgracia y nuestros hermanos. Los grandes leones de las colinas del oeste quedaron diezmados; ya no se puede decir que haya unicornios y apenas quedan unos centenares de mamuts. Los huargos nos sobrevivirán a todos, pero también llegará su hora. En este mundo que han construido los hombres no hay sitio para ellos, ni para nosotros.
Hoja se entristeció al narrar la historia, y Bran al escucharla.
«Los hombres no se entristecerían; se enfadarían. Los hombres sentirían odio y jurarían una venganza sangrienta. Los cantores cantan canciones tristes, mientras que los hombres luchan y matan», pensó más tarde.
Un día, Meera y Jojen decidieron que querían ver el río, a pesar de las advertencias de Hoja.
—Yo también quiero ir —dijo Bran.
Meera lo miró afligida. Le explicó que el río discurría doscientas varas más abajo; que el recorrido estaba repleto de pendientes pronunciadas y pasajes retorcidos, y en el último tramo había que bajar por una cuerda.
—Hodor no puede bajar contigo a la espalda. Lo siento.
Bran recordó una época en la que nadie trepaba tan bien como él, ni siquiera Robb ni Jon. Por un lado quería gritarles por dejarlo allí, y por otro quería llorar, pero recordó que ya casi era un hombre y no dijo nada. Sin embargo, en cuanto se marcharon, se apropió de Hodor y los siguió.
El gran mozo de cuadra ya no se resistía tanto como aquella primera vez, durante la tormenta en la torre del lago. Como un perro desposeído de todo espíritu de pelea, cuando Bran se acercaba, Hodor se hacía un ovillo y se escondía. Su escondite estaba en lo más recóndito de su ser, un foso donde ni siquiera Bran podía alcanzarlo.
—Nadie va a hacerte daño, Hodor —le dijo en silencio al niño grande de cuya carne se acababa de apoderar—, solo quiero sentirme fuerte otra vez, un rato, nada más. Te lo devolveré; siempre te lo devuelvo.
Nadie sabía cuándo estaba en la piel de Hodor. Bran solo tenía que hacer lo que le decían y murmurar «Hodor» de vez en cuando, y así podía seguir a Meera y a Jojen mientras sonreía feliz, y nadie sospechaba que era él. Los acompañaba a menudo, sin que nadie se lo pidiera. Al final, los Reed se alegraron de que fuese con ellos. Jojen bajó por la cuerda con mucha facilidad, pero cuando Meera pescó un pez blanco y ciego con su fisga y hubo que subir de nuevo, empezaron a temblarle los brazos y no conseguía llegar arriba, así que tuvieron que atarle una cuerda alrededor para que Hodor tirase de él.
—Hodor —decía cada vez que daba un tirón—. Hodor, Hodor, Hodor.
La media luna formaba un arco fino y definido como la hoja de un cuchillo. Verano desenterró un brazo amputado, negro y cubierto de escarcha, cuyos dedos aún se movían al arrastrarse por la nieve congelada. Aún le quedaba algo de carne con la que llenarse el estómago vacío, y cuando terminó con él rompió los huesos para chupar el tuétano. Hasta entonces, el brazo no pareció recordar que estaba muerto.
Cuando era un lobo, Bran comía con Verano y su manada. Cuando era un cuervo volaba con los demás cuervos, trazaba círculos sobre la colina al atardecer, buscaba enemigos, sentía el contacto gélido del aire. Cuando era Hodor exploraba las cavernas. Encontró cámaras llenas de huesos, pozos que se hundían en lo más profundo de la tierra y un lugar de cuyo techo colgaban esqueletos de murciélagos gigantescos. Incluso cruzó el exiguo puente de piedra que trazaba un arco sobre el abismo y descubrió más pasadizos y estancias al otro lado. Una estaba llena de cantores sentados en tronos de raíces de arciano que se les enredaban en el cuerpo, como Brynden. Casi todos parecían muertos, pero cuando cruzó por delante siguieron la luz de su antorcha con la mirada, y uno de ellos abrió y cerró la boca arrugada, como si intentara hablar.
—Hodor —dijo Bran, y sintió que el Hodor real se revolvía en su escondite.
Sentado en su trono de raíces de la gran caverna, mitad cadáver y mitad árbol, lord Brynden no parecía un hombre, sino una estatua fantasmal de nudos de madera, huesos viejos y lana podrida. La única señal de vida que había en su pálida cara demacrada era el ojo rojo, que ardía como la última ascua de un fuego extinguido, rodeado de raíces retorcidas y jirones de piel blanca y correosa que aún colgaban de un cráneo amarillento.
Bran todavía se asustaba al ver las raíces de arciano que entraban y salían de su carne marchita, las setas que le crecían en las mejillas, el gran gusano blanco de madera que emergía de donde antaño hubo un ojo. Habría preferido que las antorchas estuviesen apagadas. A oscuras podía imaginar que le hablaba el cuervo de tres ojos y no un macabro cadáver parlante.
«Un día seré igual que él». La sola idea lo aterraba. Ya era bastante grave saberse tullido, con aquellas piernas inservibles. ¿Estaba condenado a perder también el resto, a pasar todos los años que le quedaban con un arciano que crecería en él y a través de él? Hoja les había dicho que lord Brynden extraía su vida del árbol. No comía ni bebía. Dormía, soñaba, vigilaba.
«Yo iba a ser caballero —recordó Bran—. Corría, trepaba y luchaba». Parecía que habían pasado mil años.
¿Y qué era entonces? Solo Bran, el chico roto, Brandon de la casa Stark, príncipe de un reino perdido, señor de un castillo quemado, heredero de ruinas. Había creído que el cuervo de tres ojos sería un hechicero, un mago viejo y sabio que le curaría las piernas, pero comprendió que solo era el sueño estúpido de un chiquillo.
«Soy mayor para esas tonterías —se dijo—. Mil ojos, cien pieles y una sabiduría profunda como las raíces de los antiguos árboles. —Aquello era igual de emocionante que ser caballero—. O casi igual».
La luna era un agujero negro en el cielo. Fuera de la caverna, el mundo seguía su curso. Fuera de la caverna, el sol salía y se ponía; la luna cambiaba; aullaba un viento frío. Bajo la colina, Jojen Reed se mostraba cada día más hosco y aislado, para desesperación de su hermana. Meera se sentaba a menudo al lado de Bran, junto a la pequeña hoguera, hablaba de todo y de nada, y acariciaba a Verano cuando dormía entre ellos, mientras su hermano vagaba solo por las cavernas. Cuando había mucha luz, Jojen trepaba hasta la boca de la cueva. Se quedaba allí durante horas, mirando el bosque, temblando a pesar de estar envuelto en pieles.
—Quiere irse a casa —dijo Meera a Bran—. Ni siquiera va a intentar luchar contra su destino. Dice que los sueños verdes no mienten.
—Está siendo muy valiente —respondió Bran.
«Un hombre solo puede ser valiente cuando tiene miedo», le había dicho su padre hacía ya mucho tiempo, el día que encontraron los cachorros de huargo en la nieve de verano. Aún lo recordaba.
—Está siendo muy estúpido —replicó Meera—. Yo esperaba que cuando encontrásemos a tu cuervo de tres ojos… Ahora no sé ni por qué hemos venido.
«Por mí», pensó Bran.
—Por sus sueños verdes —dijo.
—Por sus sueños verdes. —La voz de Meera sonó amarga.
—Hodor —dijo Hodor.
Meera se echó a llorar. En aquel instante, Bran odió estar tullido.
—No llores. —Quería rodearla con los brazos, estrecharla tan fuertemente como lo abrazaba su madre en Invernalia cuando se hacía daño. Estaba justo ahí, a solo unos pasos, pero tan lejos de su alcance que bien podrían haber sido cien leguas. Si quería tocarla tendría que arrastrarse por el suelo, tirando de las piernas. El terreno era escabroso y desigual, tardaría mucho y acabaría lleno de magulladuras y arañazos.
«Podría ponerme la piel de Hodor —pensó—. Así sería capaz de abrazarla y acariciarle la espalda». Aquel pensamiento lo perturbó, pero cuando aún estaba dándole vueltas, Meera se apartó repentinamente de la hoguera y desapareció en la oscuridad de los túneles. Oyó como se iban apagando sus pasos, hasta que solo quedaron las voces de los cantores.
La media luna formaba un arco fino y definido como la hoja de un cuchillo. Los días transcurrían con rapidez, uno tras otro, cada uno más corto que el anterior. Las noches se hacían más largas. El sol jamás llegaba a las cavernas del interior de la colina. La luz de la luna nunca tocaba aquellos salones de piedra. Hasta las estrellas eran unas desconocidas. Todo aquello pertenecía al mundo exterior, donde el tiempo transcurría en círculos férreos, del día a la noche al día a la noche al día.
—Es el momento —dijo lord Brynden.
Algo en su voz hizo que unos dedos de hielo recorrieran la espalda de Bran.
—¿El momento de qué?
—De que des el siguiente paso. De que seas algo más que un cambiapieles y aprendas en qué consiste ser verdevidente.
—Los árboles le enseñarán —dijo Hoja. Hizo un gesto, y otro de los cantores, el de cabello blanco al que Meera llamaba Pelo de Nieve, se acercó a ellos. Llevaba en las manos un cuenco de arciano, tallado con doce caras como las de los árboles corazón. Dentro tenía una pasta blancuzca y espesa, llena de vetas oscuras y rojas.
—Tienes que comerte esto —dijo Hoja, tendiéndole una cuchara de madera.
—¿Qué es? —preguntó Bran mientras miraba el cuenco con desconfianza.
—Una pasta de semillas de arciano.
Tenía un aspecto que le daba arcadas. Suponía que las vetas rojas eran solo savia de arciano, pero a la luz de la antorcha recordaban demasiado la sangre. Hundió la cuchara y dudó.
—¿Esto me convertirá en verdevidente?
—Es tu sangre la que te hace verdevidente —dijo lord Brynden—. Esto te ayudará a despertar tus dones y te casará con los árboles.
Bran no quería casarse con un árbol… Pero ¿quién, si no, querría casarse con un chico roto como él?
«Mil ojos, cien pieles, una sabiduría profunda como las raíces de los antiguos árboles. Un verdevidente».
Comió.
Sabía amarga, aunque no tanto como la pasta de bellotas. La primera cucharada fue la más difícil de tragar, y las arcadas casi lo hicieron vomitar. La segunda le supo algo mejor. La tercera le pareció casi dulce. El resto se lo comió con avidez. ¿Por qué le había parecido tan amargo? Sabía a miel, a nieve recién caída, a pimienta, a canela y al último beso que le había dado su madre. El cuenco vacío resbaló de entre sus dedos y cayó al suelo de la caverna con un repiqueteo.
—No me siento diferente. Y ahora, ¿qué?
—Los árboles te lo mostrarán. Los árboles recuerdan. —Hoja le tocó la mano. Luego hizo una seña, y los otros cantores se dispersaron por la caverna y fueron apagando las antorchas una por una. La oscuridad se hizo más espesa y reptó hacia ellos.
—Cierra los ojos —le dijo el cuervo de tres ojos—. Sal de tu piel, como cuando vas a reunirte con Verano. Pero esta vez ve hacia las raíces. Síguelas a través de la tierra, hasta los árboles de la colina, y dime qué ves.
Bran cerró los ojos y se liberó de su piel.
«Hacia las raíces —pensó—, hacia el arciano. Conviértete en el árbol». Al principio, lo único que vio fue la caverna cubierta por un manto de oscuridad, mientras oía el río que corría más abajo.
Y de repente se encontraba otra vez en casa.
Lord Eddard Stark estaba sentado en una roca junto al profundo estanque negro del bosque de dioses, con las blancas raíces del árbol corazón enredadas a su alrededor como los brazos nudosos de un anciano. Estaba limpiando con un paño encerado a Hielo, el mandoble que reposaba en su regazo.
—Invernalia —susurró Bran.
Su padre miró hacia arriba.
—¿Quién anda ahí? —preguntó mientras daba la vuelta… y Bran se retiró, asustado. Su padre, el estanque negro y el bosque de dioses se desvanecieron, y se encontró de nuevo en la caverna, con las pálidas y gruesas raíces de arciano acunando sus extremidades como una madre a su hijo. Una antorcha cobró vida ante sus ojos.
—Dinos qué has visto. —Desde muy lejos, Hoja casi parecía una niña, no mucho mayor que Bran o sus hermanas, pero de cerca se notaba que era mucho mayor. Afirmaba haber visto pasar doscientos años.
Bran tenía la garganta muy seca. Tragó saliva.
—Invernalia. He vuelto a Invernalia. He visto a mi padre. No está muerto, nada de eso, lo he visto, ha vuelto a Invernalia, sigue vivo.
—No —dijo Hoja—. No está vivo. No intentes hacerlo volver de la muerte.
—Pero lo he visto. —Bran sentía como la tosca madera le presionaba una mejilla—. Estaba limpiando a Hielo.
—Porque querías verlo. Tu corazón añora a tu padre y tu hogar, así que eso ha aparecido en tu visión.
—Un hombre tiene que saber mirar antes de aspirar a ver —dijo lord Brynden—. Lo que has visto son las sombras de días pasados, Bran. Has mirado por los ojos del árbol corazón de tu bosque de dioses. Para los árboles, el tiempo es distinto que para los hombres. Sol, tierra, y agua: esas son las cosas que entienden los arcianos, no los días, los años ni los siglos. Para los hombres, el tiempo es un río. Estamos atrapados en su corriente; nos precipitamos del pasado al presente, siempre en la misma dirección. Las vidas de los árboles son diferentes. Echan raíces, y crecen y mueren en el mismo sitio, y ese río no los arrastra. El roble es la bellota; la bellota es el roble. Y el arciano… Para un arciano, mil años humanos son apenas un momento, y es por esas puertas por las que tú y yo podemos observar el pasado.
—¡Pero me ha oído! —protestó Bran.
—Un susurro en el viento, el crujir de las hojas. No puedes hablar con él por mucho que lo intentes. Lo sé. Yo también tengo mis fantasmas: un hermano al que adoraba, un hermano al que odiaba, una mujer a la que deseaba… Aún los veo a través de los árboles, pero ninguna palabra que yo haya pronunciado les ha llegado jamás. El pasado sigue en el pasado. Podemos aprender de él, pero no cambiarlo.
—¿Volveré a ver a mi padre?
—Cuando sepas usar tus dones podrás mirar lo que quieras y ver lo que han visto los árboles, ya sea ayer, el año pasado, o hace muchas eras.
»Los hombres viven sus vidas atrapados en un presente eterno, entre las nieblas de la memoria y el mar de sombras, que es todo cuanto conocemos de los días que vendrán. Hay mariposas que viven toda su vida en un solo día, pero para ellas, ese pequeño espacio de tiempo dura tanto como para nosotros los años y las décadas. Un roble vive hasta trescientos años; una secuoya, tres mil. Un arciano puede vivir indefinidamente si nada lo daña. Para ellos, las estaciones pasan como el revoloteo de las alas de una mariposa, y el pasado, el presente y el futuro son lo mismo. Tus visiones tampoco se limitarán a tu bosque de dioses; los cantores tallaron ojos en todos los árboles corazón para despertarlos, y esos son los primeros ojos que aprenden a usar los verdevidentes… Pero con el tiempo verás mucho más allá de los árboles.
—¿Cuándo? —quiso saber Bran.
—Dentro de un año, tres o diez. Aún no lo he visto. Pero llegará con el tiempo, te lo prometo. Ahora estoy cansado, y los árboles me llaman. Seguiremos mañana.
Hodor llevó a Bran de vuelta a su habitación, mientras susurraba «Hodor» en voz baja y Hoja los precedía con una antorcha. Esperaba encontrar allí a Meera y a Jojen, para contarles lo que había visto, pero sus acogedores huecos en la roca estaban fríos y vacíos. Hodor metió a Bran en la cama, lo cubrió con pieles y encendió un fuego.
«Mil ojos, cien pieles, una sabiduría profunda como las raíces de los antiguos árboles».
Mientras miraba las llamas, Bran decidió esperar despierto a Meera. Sabía que Jojen iba a entristecerse, pero Meera se alegraría por él. No recordó haber cerrado los ojos…
…y, sin saber cómo, había vuelto a Invernalia, al bosque de dioses, y estaba mirando a su padre. Lord Eddard parecía mucho más joven. Tenía el pelo castaño, sin rastro de canas, y la cabeza inclinada.
—… Que crezcan unidos como hermanos y que solo haya amor entre ellos —rezaba—, y que mi esposa encuentre el perdón en su corazón…
—Padre. —La voz de Bran era un susurro en el viento, un crujir de hojas—. Padre, soy yo, soy Bran. Brandon.
Eddard Stark levantó la cabeza y, con el ceño fruncido, miró fijamente el arciano, pero no habló.
«No puede verme —comprendió Bran, desesperado. Quería estirarse para tocarlo, pero lo único que podía hacer era observar y escuchar—. Soy el árbol. Estoy dentro del árbol corazón, observando por sus ojos rojos, pero el arciano no puede hablar, así que yo tampoco».
Eddard Stark terminó de rezar. Los ojos de Bran se llenaron de lágrimas. Pero ¿eran sus lágrimas, o las del arciano?
«Si lloro, ¿llorará el árbol?».
El resto de las palabras de su padre quedó ahogado por un repentino repiqueteo de madera contra madera. Eddard Stark se difuminó, como la bruma con el sol de la mañana. De repente veía a dos niños bailar en el bosque de dioses, mientras se reían y luchaban con ramas rotas. La niña era mayor y más alta.
«¡Arya! —pensó Bran con ansiedad mientras la veía subirse a una roca y lanzar desde allí un ataque al chico. Pero era imposible. Si la chica era Arya, el chico tenía que ser Bran, y él nunca había llevado el pelo tan largo—. Y Arya nunca me atacaba de esa manera cuando jugábamos a las espadas». Golpeó al chico en el muslo, tan fuerte que le hizo perder pie. El niño cayó al estanque, donde se puso a gritar y chapotear.
—Cállate, estúpido —dijo la niña mientras dejaba su rama a un lado—. Solo es agua. ¿Quieres que te oiga la Vieja Tata y que corra a decírselo a Padre? —Se arrodilló y sacó a su hermano del estanque, pero antes de que lo hubiera conseguido, la imagen de ambos volvió a desaparecer.
Las siguientes visiones fueron sucediéndose más y más deprisa, hasta que Bran se sintió desorientado y mareado. No volvió a ver a su padre, ni a la chica que se parecía a Arya, sino a una mujer embarazada que emergía del estanque negro, desnuda y chorreante, y se arrodillaba frente al árbol para suplicar a los viejos dioses un hijo que la vengase. Luego vio como una chica castaña, delgada como una lanza, se ponía de puntillas para besar a un joven caballero tan alto como Hodor. Un joven de ojos oscuros, pálido y fiero, partía tres ramas del arciano y tallaba flechas con ellas. El propio árbol parecía encogerse y hacerse más pequeño con cada visión, mientras que los demás árboles encogían hasta convertirse en retoños y desaparecían, para luego ser sustituidos por otros árboles que también encogían y desaparecían. Los señores que vio a continuación eran altos y fuertes, hombres adustos cubiertos de cota de malla y pieles. Recordaba haber visto algunas de esas caras en las estatuas de la cripta, pero desaparecían antes de que tuviera tiempo de ponerles nombre.
Y entonces observó a un hombre con barba que obligaba a un prisionero a ponerse de rodillas frente al árbol corazón. Una mujer canosa atravesó un montón de hojas rojo oscuro y se acercó a ellos, con una hoz de bronce en la mano.
—No —dijo Bran—. ¡No, no hagas eso! —Pero no podían oírlo, como tampoco podía su padre. La mujer agarró al prisionero por el pelo, le enganchó el cuello con la hoz y se lo rebanó. A través de la niebla de los siglos, el niño roto solo pudo observar como los pies del hombre golpeaban el suelo al caer… Pero cuando la vida lo abandonó en medio de una marea roja, Brandon Stark sintió el sabor de la sangre.