En las habitaciones de Melisandre no reinaba nunca la oscuridad. En el alféizar de la ventana ardían tres velas de sebo que mantenían a raya a los terrores que acechaban en la noche, y otras cuatro titilaban a toda hora junto a su cama, dos a cada lado. La primera lección que aprendían los que entraban a su servicio era que el fuego no debía apagarse nunca, jamás.
La sacerdotisa roja cerró los ojos, y volvió a abrirlos después de rezar para contemplar la chimenea.
«Una vez más». Tenía que asegurarse; no sería la primera que caía víctima de visiones falsas, al ver lo que deseaba ver y no lo que le enviaba el Señor de Luz. Stannis, el rey que cargaba sobre sus hombros con el destino del mundo, Azor Ahai redivivo, corría un gran peligro en su marcha hacia el sur. R’hllor no dejaría de enviar a Melisandre un atisbo del destino que le esperaba.
«Muéstrame a Stannis, mi Señor —rezó—. Muéstrame a tu rey, al instrumento de tu voluntad».
Ante sus ojos bailaron visiones rojas y doradas que se formaban, se fundían y se mezclaban. Eran extrañas, terroríficas, seductoras. Volvió a ver los rostros sin ojos que la miraban desde cuencas vacías que lloraban sangre; luego las torres cercanas al mar que se derrumbaban azotadas por la marea negra que se alzaba de las profundidades. Sombras con forma de calavera, calaveras que se tornaban niebla, cuerpos entrelazados en abrazos lujuriosos que rodaban y se retorcían. A través de los cortinajes de fuego, grandes sombras aladas volaban por un implacable cielo azul.
«Tengo que encontrar a la muchacha. Tengo que encontrar a la muchacha del caballo moribundo. —Jon Nieve no tardaría en exigírselo. Querría saber más, querría el cuándo y el dónde, y ella no podía decírselo. Solo había visto a la muchacha una vez—. Era una chica gris como la ceniza, y se desmoronó y desapareció ante mis ojos. —Un rostro cobró forma en la chimenea—. ¿Stannis? —pensó durante un momento. Pero no, no eran sus rasgos—. Un rostro de madera, de palidez cadavérica. —¿Aquel era el enemigo? Un millar de ojos rojos flotaba en las llamas crecientes—. Me ve». A su lado, un niño con cara de lobo echó la cabeza atrás y aulló.
La sacerdotisa roja se estremeció. La sangre le corrió muslo abajo, negra y humeante. El fuego estaba dentro de ella; era una agonía, era un éxtasis que la invadía, que la abrasaba, que la transformaba. Visos de calor trazaban líneas sobre su piel, insistentes como las manos de un amante. Voces extrañas la llamaban desde el pasado. «Melony», oyó sollozar a una mujer. «Lote siete», anunció un hombre. Melisandre lloraba; sus lágrimas eran llamas, pero pese a todo, se zambulló en sus visiones.
Los copos de nieve caían en remolinos de un cielo negro, y las cenizas se alzaban para recibirlos; el gris y el blanco se abrazaban mientras las flechas llameantes describían arcos sobre la empalizada de madera y seres muertos deambulaban silenciosos por el frío, al pie de un inmenso acantilado gris con un centenar de cuevas en las que ardían hogueras. El viento empezó a soplar de repente y llegó una niebla blanca, de un frío inimaginable, que fue apagando las hogueras una tras otra. Solo quedaron calaveras.
«Muerte —pensó Melisandre—. Las calaveras significan muerte».
Las llamas chisporrotearon, y Melisandre oyó en aquel sonido el nombre susurrado de Jon Nieve. Su rostro alargado flotó ante ella envuelto en lenguas rojas y anaranjadas; apareció y desapareció una y otra vez, como una sombra apenas entrevista tras una cortina agitada por el viento. Era un hombre; luego, un lobo; luego, un hombre otra vez. Pero las calaveras también estaban presentes, lo rodeaban. No era la primera vez que lo veía en peligro, y había intentado ponerlo sobre aviso. Enemigos alrededor, cuchillos en la oscuridad… Pero él no le prestaba atención.
Los incrédulos nunca prestaban atención hasta que era demasiado tarde.
—¿Qué veis, mi señora? —preguntó el niño en voz baja.
«Calaveras. Un millar de calaveras y otra vez al bastardo, a Jon Nieve. —Normalmente, cuando le preguntaban qué veía en el fuego, Melisandre respondía con un simple “muchas cosas”, pero nunca era tan sencillo como parecían indicar sus palabras. Se trataba de un arte que, como todos, exigía control, disciplina y estudio—. Y dolor. También dolor». R’hllor hablaba a sus elegidos a través del fuego bendito, en el lenguaje de brasas, cenizas y llamas que solo un dios podía dominar de verdad. Melisandre llevaba innumerables años practicando su arte. Había pagado el precio. Ni siquiera en su orden había nadie que tuviera tanto talento como ella para ver los secretos ocultos en las sagradas llamas. Pese a todo, no era capaz de dar con su rey.
«Rezo por un atisbo de Azor Ahai, y R’hllor solo me muestra a Nieve».
—Devan, tráeme algo de beber —pidió. Tenía la garganta seca.
—A la orden. —El chico llenó una copa con agua de la jarra de piedra que reposaba junto a la ventana y se la llevó.
—Gracias. —Melisandre bebió y sonrió, con lo que lo hizo sonrojar. Sabía que estaba enamoriscado de ella.
«Me teme, me desea y me adora».
Pese a todo, Devan no estaba contento allí. Estaba muy orgulloso de ser escudero del rey, y le había dolido que Stannis le ordenara quedarse en el Castillo Negro. Tenía la cabeza llena de sueños de gloria, como cualquier muchacho de su edad, y sin duda había estado imaginando las hazañas que llevaría a cabo en Bosquespeso. Otros chicos de su edad habían viajado al sur como escuderos de los caballeros del rey, y entrarían en combate junto a ellos. Devan debía de sentirse como si lo hubieran excluido para castigarlo por algún error, cometido por él o por su padre.
Lo cierto era que se encontraba allí porque Melisandre había pedido que se quedara. Los cuatro hijos mayores de Davos habían muerto en la batalla del Aguasnegras, cuando el fuego verde devoró la flota del rey. Devan era el quinto y estaría más a salvo con ella que al lado del rey. Lord Davos no se lo agradecería, y el chico, menos aún, pero le parecía que Seaworth ya había sufrido demasiadas pérdidas. Vivía en el error, pero su lealtad hacia Stannis era inquebrantable. Melisandre lo había visto en las llamas.
Además, Devan era rápido, listo y habilidoso, mucho más de lo que se podía decir de sus otros criados. Stannis le había dejado una docena de hombres para que la atendieran, y casi ninguno servía para nada. Su alteza necesitaba todas las espadas, de modo que solo había podido prescindir de los viejos y los tullidos. Uno se había quedado ciego por un golpe en la cabeza durante la batalla del Muro, y otro, cojo cuando su caballo cayó sobre él y le aplastó las piernas. Un gigante había inutilizado el brazo de su sargento. Tres de sus guardias eran hombres a los que Stannis había castrado por violar a mujeres salvajes, pero también tenía a su servicio a dos borrachos y un cobarde. Hasta el rey reconocía que el último habría merecido la horca, pero procedía de una familia noble, y su padre y hermanos siempre le habían sido leales.
La sacerdotisa roja no dudaba de que los guardias que la rodeaban hacían que los hermanos negros se comportaran con respeto, pero si se viera en verdaderos apuros, los hombres que le había dejado Stannis no le servirían de gran cosa. No le importaba. Melisandre de Asshai no tenía miedo, porque sabía que R’hllor la protegería.
Bebió otro trago de agua, dejó la copa en la mesa, parpadeó, se estiró y se levantó de la silla. Tenía los músculos entumecidos y doloridos, y tras pasar tanto tiempo mirando las llamas, sus ojos tardaron unos momentos en acostumbrarse a la penumbra. Los tenía resecos y cansados, pero si se los frotaba sería mucho peor. Advirtió que el fuego de la chimenea estaba casi consumido.
—Trae más leña, Devan. ¿Qué hora es?
—Ya casi amanece, mi señora.
«Amanece. Loado sea R’hllor, que nos concede un nuevo día. Los horrores de la noche se alejan. —Melisandre se había pasado las horas sentada junto al fuego, como hacía a menudo. Su cama no se utilizaba mucho desde la partida de Stannis. No tenía tiempo para dormir, cargada con el peso del mundo sobre los hombros. Y tenía miedo de soñar—. El sueño es como una pequeña muerte; los sueños son susurros del Otro, aquel que nos arrastraría hacia la noche eterna. —Prefería pasar la noche sentada ante las llamas sagradas de su señor rojo, bañada en su calidez, con las mejillas arreboladas como si recibiera los besos de un amante. Alguna noche que otra, el sueño la vencía, pero nunca más de una hora. Melisandre rezaba por que llegara el día en que dejara de dormir, en que se librara de los sueños para siempre—. Melony. Lote siete».
Devan echó más troncos al fuego hasta que las llamas volvieron a saltar, aguerridas y furiosas, para arrinconar las sombras en los recovecos de la estancia y devorar los sueños que la sacerdotisa roja no quería soñar.
«La oscuridad retrocede de nuevo… por el momento. Pero más allá del Muro, el enemigo se hace cada vez más fuerte y, si prevalece, nunca volverá a amanecer. —¿Sería suyo el rostro que había visto entre las llamas, el que le devolvió la mirada?—. No. Imposible. Tendría un gesto más aterrador, tan frío, negro y espantoso que nadie podría contemplarlo sin morir». Pero el hombre de madera que había atisbado, y el niño con cara de lobo… Sin duda debían de ser sus siervos, sus campeones, igual que Stannis era el suyo.
Melisandre fue hasta la ventana y abrió los postigos. En el exterior, el cielo clareaba por el este, aunque las estrellas de la mañana aún se aferraban a un cielo negro como la pez. El Castillo Negro empezaba a despertar, y ya había hombres de capa oscura que cruzaban el patio para desayunarse un cuenco de gachas antes de relevar a sus hermanos en la cima del Muro. Unos cuantos copos de nieve entraron por la ventana abierta, arrastrados por el viento.
—¿Mi señora quiere desayunar? —preguntó Devan.
«Comida. Sí, debería tomar algo». Algunos días que se olvidaba por completo, R’hllor le proporcionaba todo el sustento que necesitaba, pero no convenía que los simples mortales lo supieran.
Necesitaba ver a Jon Nieve, no un pan frito con panceta, pero no serviría de nada mandar a Devan a buscar al lord comandante: no acudiría. Nieve prefería seguir alojándose tras la armería, en las modestas habitaciones que hasta entonces ocupara el difunto herrero de la Guardia. Tal vez no se considerase digno de la Torre del Rey, o tal vez no le importara. Cometía un error: la humildad afectada de la juventud era en realidad otro tipo de arrogancia. Un gobernante no debía evitar el ornato del poder, porque el poder mismo emanaba en buena parte de aquel ornato.
Pero el chico no era tan ingenuo como parecía y se negaba a presentarse en las habitaciones de Melisandre como si fuera un mendigo; la obligaba a ir a verlo si necesitaba hablar con él. Por añadidura, en más de una ocasión la había hecho esperar o se había negado a recibirla. Al menos en aquello demostraba cierta astucia.
—Tráeme infusión de ortigas, un huevo duro y pan con mantequilla. Tierno, por favor, nada de pan frito. Busca también al salvaje y dile que tengo que hablar con él.
—¿A Casaca de Matraca, mi señora?
—Y cuanto antes.
Melisandre se lavó y se cambió de túnica. Tenía las mangas llenas de bolsillos ocultos, y los repasó con sumo cuidado, tal como hacía cada mañana, para asegurarse de que cada polvo estaba en su sitio. Unos teñían el fuego de verde, azul o plateado; otros hacían que las llamas rugieran y se elevaran a gran altura; otros provocaban humo… Tenía un humo para la verdad; otro para la lujuria; otro para el miedo, y también el espeso humo negro que podía matar a un hombre. La sacerdotisa roja se armó con un pellizco de cada uno.
El cofre labrado con que había cruzado el mar Angosto apenas conservaba una cuarta parte de su contenido. Melisandre disponía de los conocimientos necesarios para fabricar más polvos, pero le faltaban muchos ingredientes de gran rareza.
«Me bastará con los hechizos. —Allí, en el Muro, era aún más poderosa que en Asshai; cada uno de sus gestos y palabras tenía más fuerza, y podía hacer cosas que nunca había hecho—. Las sombras que haga surgir aquí serán temibles; no habrá criatura de la oscuridad que las resista». Con una magia tal a su alcance, pronto podría prescindir de los simples trucos de alquimista y piromante.
Cerró el cofre, hizo girar la llave en la cerradura y se la guardó en otro bolsillo secreto, en la falda. En aquel momento llamaron a la puerta. Por el sonido trémulo de los nudillos en la madera, se trataba del sargento manco.
—Lady Melisandre, ha venido el Señor de los Huesos.
—Que pase. —Volvió a sentarse ante la chimenea.
El salvaje llevaba un jubón sin mangas de cuero endurecido, con adornos de bronce bajo una deslucida capa en tonos desvaídos de verde y marrón.
«No lleva los huesos». Lo que sí llevaba era una capa de sombras, jirones de niebla gris apenas visibles que le pasaban por delante del rostro y cobraban nueva forma con cada paso. Feas sombras, feas como sus huesos. El nacimiento del pelo en punta, los ojos muy juntos, los pómulos hundidos y un bigote marrón que se retorcía como un gusano en la boca de dientes cariados.
Melisandre sintió la calidez en la garganta cuando el rubí se estremeció ante la proximidad de su esclavo.
—Os habéis quitado el atuendo de huesos —señaló.
—El traqueteo estaba volviéndome loco.
—Los huesos os protegen —le recordó—. Los hermanos negros no os aprecian demasiado. Me ha dicho Devan que ayer, durante la cena, discutisteis con algunos de ellos.
—Con unos pocos. Estaba tomándome la sopa de judías con tocino y Bowen Marsh no paraba de soltar sandeces grandilocuentes. El Viejo Granada creyó que los estaba espiando y dijo que no estaba dispuesto a tolerar que los asesinos presenciaran sus consejos. Le dije que entonces no deberían reunirse junto a la chimenea. Bowen se puso rojo y, por los ruidos que hizo, parecía que se estaba ahogando, pero nada más. —El salvaje se sentó en la repisa de la ventana y desenfundó el puñal—. Si un cuervo quiere meterme un cuchillo entre las costillas mientras ceno, que lo intente. La bazofia de Hobb sabría mejor condimentada con un poco de sangre.
Melisandre no prestó atención al acero. Si el salvaje hubiera tenido malas intenciones, lo habría visto en las llamas. Los peligros que la acechaban eran lo primero que había aprendido a ver cuando aún era una niña, una esclava atada de por vida al gran templo rojo, y seguía siendo lo primero que buscaba siempre que miraba un fuego.
—Lo que tiene que preocuparos son sus ojos, no sus cuchillos —le advirtió.
—Claro, ya, el hechizo. —El rubí de la pulsera negra que llevaba en la muñeca palpitó. Le dio unos golpecitos con el filo del cuchillo, y el acero tintineó contra la piedra—. Lo noto más cuando duermo; siento el calor en la piel hasta a través del hierro. Es suave como un beso de mujer, como un beso vuestro. Pero a veces, en mis sueños, estalla en llamas, y vuestros labios se transforman en dientes. No hay día en que no piense en lo fácil que sería arrancármelo, y no hay día en que lo haga. ¿También tengo que llevar los puñeteros huesos?
—Es un conjuro de sombras e insinuaciones. Los hombres ven lo que esperan ver, y los huesos forman parte de eso. —«¿Cometí un error al salvarlo?»—. Si falla el hechizo, te matarán.
El salvaje se sacó la mugre de las uñas con la punta del puñal.
—He cantado canciones, he luchado en combates, he bebido el vino del verano y me he acostado con la mujer del dorniense. Hay que morir como se ha vivido, y para mí, eso es con el acero en la mano.
«¿Sueña con la muerte? ¿Será que lo ha tocado el enemigo? La muerte es su reino; los muertos, sus soldados».
—Pronto tendrás en qué ocupar tu acero. El enemigo, el verdadero enemigo, se ha puesto en marcha. Los exploradores de lord Nieve volverán antes del anochecer con las cuencas vacías y ensangrentadas.
El salvaje entrecerró los ojos. Ojos grises, ojos marrones. Melisandre veía cambiar el color con cada latido del rubí.
—Sacarles los ojos sería más del estilo del Llorón. Como él dice, no hay más cuervo bueno que el cuervo ciego. A veces tengo la sensación de que le gustaría sacarse sus propios ojos, de tanto como le lloran y le pican. Nieve ha dado por supuesto que el pueblo libre seguirá ahora a Tormund porque es lo que haría él; Tormund le caía bien, y el viejo cretino también apreciaba al chico. Pero si eligen al Llorón… Mala cosa, tanto para él como para nosotros.
Melisandre asintió con solemnidad, como si estuviera de acuerdo con todo lo que decía, pero lo cierto era que el tal Llorón no tenía importancia. No la tenía nadie del pueblo libre. Eran un pueblo perdido, un pueblo condenado cuyo destino se reducía a desaparecer del mundo, igual que habían desaparecido los hijos del bosque. Pero sabía que aquello no era lo que su invitado quería oír, y no podía arriesgarse a perderlo.
—¿Hasta qué punto conocéis el Norte?
—Tanto como cualquier explorador. Unas zonas mejor que otras. Hay mucho norte. ¿Por qué?
—Por la chica —dijo—. Una niña vestida de gris a lomos de un caballo moribundo. La hermana de Jon Nieve. —¿Quién, si no, podía ser? Acudía a él en busca de protección; Melisandre lo había visto con toda claridad—. La he visto en mis llamas, pero solo una vez. Tenemos que ganarnos la confianza del lord comandante, y la única manera de conseguirlo es salvarla.
—¿Que la salve yo, quieres decir? ¿El Señor de los Huesos? —Soltó una carcajada—. Solo los idiotas confiaban en Casaca de Matraca, y Nieve no es ningún idiota. Si su hermana necesita ayuda, mandará a sus cuervos. Es lo que haría yo en su lugar.
—Pero no estáis en su lugar. Él hizo los votos y no piensa saltárselos. La Guardia de la Noche no toma partido. Vos, en cambio, no sois de la Guardia de la Noche. Podéis hacer lo que le está vetado.
—Eso será si nuestro estricto lord comandante lo consiente. ¿Os ha mostrado el fuego dónde está esa chica?
—He visto agua. Aguas profundas, azules y tranquilas, con una fina capa de hielo en la superficie. Se extendían hasta el horizonte.
—El lago Largo. ¿Qué otras cosas se veían en torno a la chica?
—Colinas. Campos. Árboles. Un ciervo, pero solo una vez. Rocas. Se cuida muy bien de acercarse a las aldeas. Siempre que puede, cabalga por el lecho de los arroyos para que los cazadores no le sigan la pista.
—Eso lo pone más difícil. —Frunció el ceño—. Habéis dicho que venía hacia el norte. En relación con ella, ¿el lago estaba hacia el este o hacia el oeste?
Melisandre cerró los ojos para hacer memoria.
—Hacia el oeste.
—Entonces no viene por el camino del rey. Chica lista. Al otro lado hay menos vigilancia y más lugares donde refugiarse. También hay unos cuantos escondrijos que yo mismo he utilizado más de una vez…
Se interrumpió al oír un cuerno de guerra y se puso en pie a toda velocidad. Melisandre sabía que la misma reacción apresurada había tenido lugar en todo el Castillo Negro; que no había hombre ni niño que no se hubiera vuelto hacia el Muro para escuchar, expectante. Un toque largo del cuerno indicaba el regreso de exploradores, pero dos…
«Ha llegado el día —pensó la sacerdotisa roja—. Lord Nieve no tendrá más remedio que escucharme».
Tras el prolongado lamento del cuerno pareció que el silencio durase una hora. Al final, el salvaje rompió el hechizo.
—Solo uno. Son exploradores.
—Exploradores muertos. —Melisandre también se levantó—. Id a poneros los huesos y esperad. Ahora vuelvo.
—Mejor voy con vos.
—No seáis estúpido. Cuando descubran lo que van a descubrir, solo con ver a un salvaje se volverán locos. Quedaos aquí hasta que se apacigüen los ánimos.
Cuando empezó a bajar por la escalera de la Torre del Rey, escoltada por dos guardias de Stannis, se cruzó con Devan, que subía con el olvidado desayuno en una bandeja.
—He tenido que esperar a que Hobb sacara el pan del horno, mi señora. Todavía está caliente.
—Déjalo en mis habitaciones. —Lo más probable era que se lo comiera el salvaje—. Lord Nieve me necesita al otro lado del Muro. —«Aún no lo sabe, pero pronto…».
Fuera había empezado a nevar. Los cuervos se habían aglomerado en torno a la puerta, pero abrieron paso a la sacerdotisa roja y sus guardias. El lord comandante había cruzado ya el hielo en compañía de Bowen Marsh y veinte lanceros. Además había situado a una docena de arqueros en la cima del Muro, por si hubiera enemigos escondidos en los bosques cercanos. Los guardias de la puerta no eran hombres de la reina, pero aun así la dejaron pasar.
Bajo el hielo, en el estrecho túnel serpenteante que atravesaba la mole del Muro, reinaban el frío y la oscuridad. Morgan la precedió con una antorcha en la mano mientras que Merrel le cubría las espaldas con el hacha. Los dos eran borrachos sin remedio, pero a aquella hora de la mañana aún estaban sobrios. Eran hombres de la reina, al menos teóricamente, y ambos sentían un sano temor ante ella; además, cuando no estaba borracho, Merrel resultaba imponente. Melisandre sabía que no los necesitaría aquel día, pero siempre insistía en ir acompañada a todas partes por una pareja de guardias. Servía para transmitir un mensaje.
«El ornato del poder».
Cuando los tres salieron por el norte del Muro, la nieve caía ya sin pausa, y un manto blanco cubría la tierra torturada que iba desde el acantilado de hielo hasta el bosque Encantado. Jon Nieve y sus hermanos negros estaban reunidos en torno a tres lanzas, a siete u ocho pasos de distancia.
Las lanzas, de fresno, medían tres varas. La de la izquierda tenía un nudo en la madera, pero las otras dos eran rectas y lisas. En la punta de cada una había una cabeza cortada, con la barba llena de hielo y una capucha blanca de nieve. En el lugar donde estuvieron los ojos solo quedaban órbitas vacías, agujeros negros ensangrentados que los miraban desde arriba con un silencioso gesto de acusación.
—¿Quiénes eran? —preguntó Melisandre a los cuervos.
—Jack Bulwer el Negro, Hal el Peludo y Garth Plumagrís —respondió Bowen Marsh con solemnidad—. La tierra está medio congelada, así que los salvajes deben de haber tardado horas en clavar tanto las lanzas. Seguro que aún están cerca, vigilándonos. —El lord mayordomo entrecerró los ojos para escudriñar los árboles limítrofes.
—Ahí puede haber un centenar —apuntó el hermano negro del rostro amargado—. Puede haber un millar.
—No —replicó Jon Nieve—. Dejaron sus regalos amparados por la noche y huyeron. —Su gigantesco huargo blanco rondaba entre las lanzas para olfatearlas, y de repente levantó la pata y meó contra la que sostenía la cabeza de Jack Bulwer el Negro—. Si estuvieran cerca, Fantasma habría captado su olor.
—Espero que el Llorón quemara los cuerpos —insistió el amargado, el tal Edd el Penas—. No sea que vengan a buscar sus cabezas.
Jon agarró la lanza que exhibía la cabeza de Garth Plumagrís y la sacudió para desprenderla del suelo.
—Arrancad las otras dos —ordenó; cuatro cuervos se apresuraron a obedecer.
—No deberíamos haber enviado exploradores. —Bowen Marsh tenía las mejillas rojas de frío.
—No es el momento ni lugar para hurgar en esa herida, mi señor. —Nieve se volvió hacia los que se ocupaban de las lanzas—. Arrancad las cabezas y quemadlas; que no quede más que el hueso. —De pronto pareció advertir la presencia de Melisandre—. Por favor, mi señora, acompañadme.
«Por fin».
—Como queráis, lord comandante.
Echaron a andar al pie del Muro, y ella lo cogió del brazo. Morgan y Merrel los precedían, y Fantasma les pisaba los talones. La sacerdotisa no decía nada, pero poco a poco fue aminorando la marcha. Allí por donde pasaba, el hielo se ponía a llorar.
«A Nieve no se le escapará el detalle».
Tal como ella había previsto, Jon rompió el silencio bajo la reja de un matacán.
—¿Y los otros seis?
—No los he visto —dijo Melisandre.
—¿Podríais mirar?
—Por supuesto, mi señor.
—Hemos recibido un cuervo de ser Denys Mallister, de la Torre Sombría —le dijo Jon Nieve—. Sus hombres han visto hogueras en las montañas, al otro lado de la Garganta. Dice que los salvajes se están reagrupando en gran número y cree que van a atacar de nuevo por el Puente de los Cráneos.
—Puede que algunos. —Tal vez las calaveras de su visión se refirieran a aquel puente, aunque no le parecía probable—. Ese ataque, si tiene lugar, no será más que una distracción. He visto torres junto al mar, sumergidas bajo una marea negra y sangrienta. Ahí es donde asestarán el peor golpe.
—¿En Guardiaoriente?
¿Sería allí? Melisandre había estado en Guardiaoriente del Mar con el rey Stannis; allí era donde su alteza había dejado a la reina Selyse y a su hija Shireen tras reunir a sus caballeros para partir hacia el Castillo Negro. Las torres de su fuego eran diferentes, pero esas cosas ocurrían en las visiones.
—Sí, mi señor. En Guardiaoriente.
—¿Cuándo?
—Mañana. —La mujer extendió los brazos—. En una luna. En un año. Y si hacéis algo, tal vez evitéis que suceda. —«Si no, ¿de qué servirían las visiones?».
—Bien —asintió Nieve.
Cuando salieron de debajo del Muro, la multitud de cuervos que aguardaba junto a la puerta había crecido, y ya eran unos cuarenta los que se arremolinaban a empujones a su alrededor. Melisandre conocía el nombre de unos pocos: el cocinero Hobb Tresdedos; Mully, el del pelo anaranjado siempre grasiento; el muchacho de pocas luces al que llamaban Owen el Bestia; el ebrio septón Cellador…
—¿Es cierto, mi señor? —preguntó Hobb Tresdedos.
—¿Quiénes? —quiso saber Owen el Bestia—. Dywen no, ¿verdad?
—Ni Garth —intervino Alf de Pantanal, que había sido de los primeros en cambiar a sus siete dioses falsos por la verdad de R’hllor—. Garth es demasiado listo para esos salvajes.
—¿Cuántos? —insistió Mully.
—Tres —respondió Jon—. Jack el Negro, Hal el Peludo y Garth.
Alf de Pantanal lanzó un aullido que bien pudo despertar a los que dormían en la Torre Oscura.
—Llévalo a la cama y dale vino especiado —indicó Jon a Hobb Tresdedos.
—Lord Nieve —intervino Melisandre en voz baja—, os ruego que me acompañéis a la Torre del Rey. Hay más cosas que quiero revelaros.
El muchacho la miró a la cara con sus fríos ojos grises, sin dejar de flexionar los dedos de la mano derecha.
—Como queráis. Edd, lleva a Fantasma a mis habitaciones.
Melisandre entendió el gesto y despidió a sus propios guardias; después cruzaron el patio juntos, a solas. La nieve caía en torno a ellos, y ella caminaba tan cerca de Jon Nieve como se atrevía, lo suficiente para percibir la desconfianza que exudaba como una niebla negra.
«No le gusto, no le gustaré jamás, pero está dispuesto a utilizarme». Con eso le bastaba. Al principio, con Stannis Baratheon, Melisandre había tenido que bailar al son de la misma música. La verdad era que el joven lord comandante y su rey se parecían más de lo que ninguno de los dos habría querido reconocer. Stannis había sido hijo segundón, siempre a la sombra de su hermano mayor, igual que Nieve, el bastardo, se había visto constantemente eclipsado por su hermano legítimo, el héroe caído al que los hombres llamaban el Joven Lobo. Ambos eran de naturaleza incrédula, escéptica, desconfiada, y sus únicos dioses eran el honor y el deber.
—No me habéis preguntado por vuestra hermana —dijo Melisandre al tiempo que subían por la escalera de caracol de la Torre del Rey.
—Ya os lo he dicho: yo no tengo ninguna hermana. Cuando pronunciamos el juramento, renunciamos a nuestra familia. No podría ayudar a Arya por mucho que me…
Se interrumpió bruscamente cuando entraron en las habitaciones de la sacerdotisa. El salvaje estaba sentado a la mesa, untando mantequilla con el puñal en un trozo de pan moreno aún caliente. Melisandre se alegró de ver que se había puesto la armadura de huesos. La calavera de gigante partida que le servía de casco reposaba junto a él, en el asiento de la ventana.
—¡Tú! —Jon Nieve se puso tenso.
—Lord Nieve… —El salvaje sonrió mostrando los dientes cariados y rotos. El rubí que llevaba en la muñeca centelleaba a la luz de la mañana como una sombría estrella roja.
—¿Qué haces aquí?
—Desayunar. ¿Quieres?
—No pienso compartir el pan contigo.
—Tú te lo pierdes; todavía está caliente. Al menos hasta ahí llega Hobb. —El salvaje le dio otro mordisco—. Igual de fácil me sería visitarte a ti, mi señor. Esos guardias que tienes ante tu puerta son un chiste malo; alguien que ha escalado el Muro cincuenta veces puede colarse por una ventana sin problemas. Pero ¿de qué serviría matarte? Los cuervos elegirían a otro aún peor. —Masticó y tragó—. Me he enterado de lo de tus exploradores. Tendrías que haberme mandado a mí con ellos.
—¿Para que los traicionaras y se los entregaras al Llorón?
—¿Vamos a hablar de traiciones? ¿Cómo se llamaba tu esposa salvaje, Nieve? Ygritte, ¿no? —Se volvió hacia Melisandre—. Me van a hacer falta caballos, media docena, y que sean buenos. No puedo encargarme yo solo, pero me bastará con unas cuantas mujeres de las lanzas de las que están encerradas en Villa Topo. Para esto son mejores que los hombres; la cría confiará en ellas, y además me ayudarán con una estratagema que se me ha ocurrido.
—¿De qué habla? —preguntó lord Nieve a Melisandre.
—De vuestra hermana. —Le puso una mano en el brazo—. Vos no podéis ayudarla, pero él, sí.
Nieve se liberó de su contacto.
—Ni hablar. Vos no conocéis a este monstruo. Casaca de Matraca podría lavarse las manos cien veces al día y seguiría teniendo sangre debajo de las uñas. En vez de salvar a Arya, lo que haría sería violarla y matarla. Ni hablar. ¿Esto es lo que habéis visto en vuestros fuegos? Pues tenéis cenizas en los ojos, mi señora. Si se atreve a salir del Castillo Negro sin mi permiso, le cortaré la cabeza personalmente.
«No me deja otro camino. Sea, pues».
—Retírate, Devan —dijo.
El escudero salió y cerró la puerta, y Melisandre se tocó el rubí del cuello al tiempo que pronunciaba una palabra.
El sonido resonó de manera extraña en los rincones de la estancia, y les entró por los oídos como un gusano. El salvaje oyó una palabra; el cuervo, otra. Ninguna de ellas era la que había salido de sus labios. El rubí de la muñeca del salvaje se oscureció, y los jirones de luz y sombra que lo rodeaban se estremecieron antes de desaparecer.
Los huesos no cambiaron. Allí seguían las costillas que entrechocaban, las garras y dientes a lo largo de los brazos y en los hombros, la inmensa clavícula amarilleante que le cruzaba la espalda. La calavera de gigante partida siguió siendo una calavera de gigante partida, amarillenta y agrietada, con su sonrisa manchada y enloquecida.
Pero el pico del nacimiento del pelo se disolvió, y el bigote castaño, la mandíbula bulbosa, el rostro demacrado amarillento y los ojillos oscuros se esfumaron. Unos dedos grises reptaron por la melena, y en las comisuras de los labios aparecieron líneas marcadas.
De repente era más corpulento que antes, más ancho de hombros y espaldas, con piernas largas, esbelto, sin rastro de barba en el rostro curtido.
—¿Mance? —Jon Nieve tenía los ojos abiertos de par en par.
—Lord Nieve… —Mance Rayder no sonrió.
—¡Pero si os quemaron!
—Quemaron al Señor de los Huesos.
—¿Qué brujería es esta? —Jon Nieve se volvió hacia Melisandre.
—Llamadla como queráis. Hechizo, apariencia, ilusión óptica… R’hllor es el Señor de Luz, Jon Nieve, y concede a sus siervos la capacidad de tejerla igual que otros tejen con hilo.
—Yo también tenía mis dudas, Nieve —comentó Mance Rayder con una risita—. Pero ¿por qué no dejar que lo intentara? La alternativa era dejarme asar por Stannis.
—Los huesos resultaron de gran ayuda —dijo Melisandre—. Los huesos tienen memoria. Los hechizos más poderosos se componen de cosas así: las botas de un muerto, un mechón de pelo, un saquito de falanges… Unos susurros y una plegaria pueden sacar de esos objetos la sombra de un hombre y envolver a otro con ella, como si fuera una capa. La esencia de quien la lleva no cambia; solo su aspecto.
Hacía que pareciera fácil, sencillo. Nadie que la escuchara imaginaría nunca lo difícil que le había resultado ni cuánto le había costado. Era una lección que había aprendido mucho antes de ir a Asshai: cuanto más fácil parecía la magia, más temor inspiraría el mago. Cuando las llamas lamieron a Casaca de Matraca, el rubí de Melisandre se calentó tanto que tuvo miedo de que le quemara el cuello. Por suerte, lord Nieve la salvó de aquel sufrimiento con sus flechas. El desafío enfureció a Stannis, pero para ella fue un alivio.
—Nuestro falso rey tiene mal carácter, pero no os traicionará —dijo a Jon Nieve—. Tenemos a su hijo, como bien sabéis, y además os debe la vida.
—¿A mí? —Nieve se sobresaltó.
—¿A quién si no, mi señor? Vuestras leyes afirman que sus crímenes solo se pueden castigar con sangre, y Stannis no es hombre que vaya contra la ley… Pero, como tan sabiamente apuntasteis, las leyes de los hombres terminan en el Muro. Os dije que el Señor de Luz escucharía vuestras plegarias. Buscabais una manera de salvar a vuestra hermanita sin mancillar el honor que os es tan caro; sin violar los votos que pronunciasteis ante vuestro dios de madera. —Señaló con un dedo blanco—. Ahí lo tenéis, lord Nieve. La salvación de Arya. Un regalo del Señor de Luz… y mío.