Pese a la penumbra que reinaba en la Guarida del Lobo, Davos Seaworth supo que algo iba mal aquella mañana.
Lo despertaron las voces y se arrastró a la puerta de la celda, pero la madera era gruesa y no consiguió distinguir qué decían. Había llegado el amanecer, pero no así las gachas que le llevaba Garth de desayuno. Aquello lo inquietaba. Todos los días eran casi iguales en la Guarida del Lobo, y los cambios eran siempre para peor.
«Puede que haya llegado el día de mi muerte. Puede que Garth esté con la amoladera afilando a Lady Lu».
El Caballero de la Cebolla no había olvidado las últimas palabras que había oído decir a Wyman Manderly: «Primo, llévate a este individuo a la Guarida del Lobo y córtale la cabeza y las manos. Quiero verlas antes de cenar. No podré probar bocado hasta haber visto la cabeza de este contrabandista en una pica, con una cebolla entre sus dientes mentirosos». Davos se dormía todas las noches con aquellas palabras retumbándole en la cabeza, y todas las mañanas se despertaba con ellas. Y por si acaso se le olvidaban, para Garth siempre era un placer recordárselas. Lo llamaba cadáver. «Aquí vienen las gachas para el cadáver», era su saludo matutino; y por las noches se despedía con un «Apaga la vela, cadáver».
En cierta ocasión, Garth llevó a sus amigas para presentarles al cadáver.
—Puta no parece gran cosa —dijo al tiempo que acariciaba una barra de hierro negro y frío—, pero cuando la caliente al rojo vivo y te bese la polla, llamarás llorando a tu mamá. Y esta es Lady Lu, la que te cortará las manos y la cabeza cuando lord Wyman dé la orden.
Davos no había visto nunca un hacha tan grande como Lady Lu, ni más mortífera. Según comentaban los demás carceleros, Garth se pasaba las horas muertas afilándola.
«No suplicaré misericordia», había decidido. Iría a la muerte como un caballero, y solo pediría que le cortaran la cabeza antes que las manos. Ni siquiera Garth tendría la crueldad de negarle aquello, o al menos eso esperaba.
Los sonidos le llegaban desde el otro lado de la puerta, tenues y amortiguados. Se levantó y empezó a pasear por su celda, que era grande e inusitadamente cómoda. Suponía que en otros tiempos había sido el dormitorio de algún señor poco importante, porque era como tres veces su camarote de capitán en el Negra Bessa, y más grande aún que el camarote del que disfrutaba Salladhor Saan en su Valyria. La única ventana llevaba años tapiada, pero en una pared había aún una chimenea en la que se podía poner la tetera a calentar, y en la esquina había un nicho que hasta tenía retrete. El suelo de tablones estaba lleno de astillas y el camastro olía a moho, pero eran molestias insignificantes comparadas con lo que se había temido.
La comida también lo sorprendió: en lugar de gachas, pan duro y carne podrida, lo habitual en cualquier mazmorra, sus carceleros le llevaban pescado fresco, pan recién salido del horno, carnero especiado, chirivías, zanahorias y hasta cangrejos. A Garth no le hacía la menor gracia.
—Los muertos no deberían comer mejor que los vivos —se había quejado más de una vez.
Davos disponía de pieles para abrigarse por las noches, leña para alimentar el fuego, ropa limpia y un velón de sebo. Cuando pidió papel, pluma y tinta, Therry se lo proporcionó todo al día siguiente. Cuando pidió un libro para seguir practicando la lectura, Therry le llevó La estrella de siete puntas.
Sin embargo, pese a todas las comodidades, la celda no dejaba de ser una celda. Las paredes eran de piedra maciza, tan gruesas que no le llegaba el menor sonido del mundo exterior. La puerta era de hierro y roble, y los carceleros siempre la tenían atrancada. Del techo colgaban cuatro pares de cadenas de hierro, a la espera de que lord Manderly decidiera entregárselo a Puta.
«Puede que sea hoy. La próxima vez que Garth abra la puerta, puede que no sea para traerme el desayuno. —Le rugía el estómago, señal incontestable de que iba pasando la mañana, y ni rastro de su comida—. Lo peor no es morir; lo peor es no saber cuándo ni cómo». En sus tiempos de contrabandista había conocido muchas cárceles y mazmorras, pero siempre las había compartido con otros prisioneros; siempre había tenido con quien hablar, a quien confiar temores y esperanzas. Allí, no. Aparte de los carceleros, Davos Seaworth era el único habitante de la Guarida del Lobo.
Sabía que había mazmorras de verdad bajo las bodegas del castillo: calabozos, cámaras de tortura y pozos húmedos y oscuros transitados por enormes ratas negras. Según sus carceleros, por el momento no tenían ningún ocupante.
—Aquí solo estamos nosotros, Cebolla —le había dicho ser Bartimus. Era el carcelero jefe: un caballero cadavérico con una sola pierna, un ojo inútil y la cara cuajada de cicatrices. Cuando estaba borracho, y se emborrachaba casi todos los días, alardeaba de haber salvado la vida de lord Wyman en la batalla del Tridente. La Guarida del Lobo había sido su recompensa.
El resto de «nosotros» consistía en un cocinero al que Davos no había visto nunca, seis guardias que se alojaban en la planta baja, un par de lavanderas y los dos hombres que se ocupaban del prisionero. Therry era el joven, de apenas catorce años, hijo de una lavandera. El mayor era Garth: corpulento, calvo, taciturno; todos los días vestía el mismo jubón de cuero grasiento y siempre iba con el ceño fruncido. El oficio de contrabandista había enseñado a Davos a distinguir a las malas personas, y Garth era mala persona. El Caballero de la Cebolla se cuidaba mucho de lo que decía delante de él. Con Therry y ser Bartimus no era tan reticente: les agradecía la comida, les daba pie para que le contaran sus vidas y esperanzas, respondía amablemente a las preguntas que le hacían y no los presionaba nunca con indagaciones. Cuando pedía algo, siempre eran nimiedades: una jofaina de agua y un trozo de jabón, un libro para leer, más velas… Le otorgaban casi todos aquellos favores, y Davos mostraba su gratitud.
Ninguno le hablaba de lord Manderly, de Stannis ni de los Frey, pero sí de otras cosas. Therry quería partir a la guerra cuando fuera mayor para participar en batallas y hacerse caballero. También se quejaba mucho de su madre, que por lo visto se acostaba con dos guardias. Como estaban en diferentes turnos, no sabían nada el uno del otro, pero el día menos pensado se darían cuenta y correría la sangre. Algunas noches, el chico llevaba una bota de vino a la celda y, mientras bebían, le pedía a Davos que le hablara de sus días de contrabandista.
Ser Bartimus no estaba interesado en el mundo exterior, ni en nada de lo ocurrido desde que perdiera la pierna por culpa de un caballo sin jinete y la sierra de un maestre. Pero había llegado a gustarle la Guarida del Lobo, y no había nada que le gustara más que hablar de su larga y sangrienta historia. La Guarida era mucho más antigua que Puerto Blanco, según le había dicho el caballero a Davos. La construyó el rey Jon Stark para defender la entrada del Cuchillo Blanco de los asaltantes que llegaban por mar. Había sido asentamiento de muchos segundones del Rey en el Norte, de muchos hermanos, de muchos tíos, de muchos primos. Algunos dejaron el castillo en herencia a sus hijos y nietos, con lo que brotaron ramas de la casa de Stark. Los que más duraron fueron los Greystark, que defendieron la Guarida del Lobo durante cinco siglos, hasta que tuvieron la osadía de apoyar el levantamiento de Fuerte Terror contra los Stark de Invernalia.
Tras su caída, el castillo había pasado por muchas otras manos. La casa Flint lo tuvo un siglo, y la casa Locke, dos. También pasaron por allí los Slate, los Long, los Holt y los Ashwood, todos ellos designados por Invernalia para defender el río. En una ocasión cayó en manos de asaltantes de las Tres Hermanas, que querían convertirlo en su puerta al norte. Durante las guerras entre Invernalia y el Valle sufrió el asedio de Osgood Arryn, el Viejo Halcón, y fue su hijo, al que se recordaba como la Garra, quien le prendió fuego. Cuando el anciano rey Edrick Stark estuvo demasiado débil para defender su reino, los esclavistas de los Peldaños de Piedra tomaron la Guarida del Lobo. Aquellos muros habían presenciado cómo marcaban a sus prisioneros con hierros al rojo y los doblegaban con el látigo antes de mandarlos al otro lado del mar.
—Entonces llegó un invierno largo e inclemente —le explicó ser Bartimus—. El Cuchillo Blanco se congeló, incluso el estuario. Los vientos del norte descendieron aullantes y obligaron a los esclavistas a ponerse a cubierto en torno a sus hogueras, y cuando estaban calentándose cayó sobre ellos el nuevo rey. Era Brandon Stark, el bisnieto de Edrick Barbanieve, al que sus hombres llamaban Ojos de Hielo. Recuperó la Guarida del Lobo, y desnudó a los esclavistas y se los entregó a los esclavos que había encontrado en las mazmorras, cargados de cadenas. Se dice que les arrancaron las entrañas y las colgaron de las ramas del árbol corazón como ofrenda a los dioses. A los antiguos dioses, no a estos nuevos que vienen del sur. Vuestros Siete no conocen el invierno, ni el invierno los conoce a ellos. —Davos no podía negarlo. A él tampoco le hacía la menor gracia el invierno tras su estancia en Guardiaoriente del Mar.
—¿A qué dioses adoráis vos? —preguntó al caballero tullido.
—A los antiguos. —Cuando ser Bartimus sonreía, su cara parecía una calavera—. Mi familia estaba aquí antes que los Manderly. Es muy posible que fueran mis antepasados los que colgaron tripas del árbol.
—No sabía que los norteños hicieran sacrificios de sangre a sus árboles corazón.
—Hay muchas cosas del norte que no sabéis los sureños —replicó ser Bartimus. No le faltaba razón.
Davos se sentó a la luz de la vela y releyó las cartas que había escrito trabajosamente, palabra por palabra, durante los días de encierro.
«Fui mejor contrabandista que caballero —había escrito a su esposa—, mejor caballero que mano del rey y mejor mano del rey que esposo. Lo siento mucho, Marya. Pero te quise. Por favor, perdóname cualquier mal que te haya hecho. Si Stannis pierde su guerra, nosotros perderemos las tierras. Llévate a los niños al otro lado del mar Angosto, a Braavos, y procura que me recuerden con afecto. Si Stannis consigue el Trono de Hierro, la casa Seaworth sobrevivirá y Devan seguirá en la corte. Te ayudará a colocar a los otros chicos con señores nobles, a los que podrán servir de pajes y escuderos, para luego ser armados caballeros». Era el mejor consejo que podía darle, y no le sonaba demasiado sabio.
También había escrito a los tres hijos que le quedaban, para ayudarlos a recordar al padre que había pagado con las puntas de los dedos el nombre que llevaban. Las misivas para Steffon y el pequeño Stannis eran cortas, rígidas, poco naturales. Lo cierto era que no los conocía tanto como había conocido a los mayores, a los que habían ardido o se habían ahogado en el Aguasnegras. A Devan le escribió una carta más larga para decirle lo orgulloso que estaba de ver a su hijo de escudero de un rey y recordarle que era el mayor y a él le correspondía la misión de proteger a su señora madre y a sus hermanos pequeños. «Dile a su alteza que he hecho lo que he podido —terminaba la carta—. Dile que siento haberle fallado. Perdí la suerte el mismo día en que perdí los huesos de los dedos, cuando ardió el río ante Desembarco del Rey».
Repasó las cartas despacio y las releyó varias veces, siempre con la duda de si debería quitar una palabra aquí o añadir otra allá. Alguien que veía tan próximo el fin de su vida debería tener más que decir, pensó, pero le costaba lidiar con las palabras.
«No me ha ido tan mal —trató de convencerse—. Ascendí desde el Lecho de Pulgas hasta llegar a mano del rey, y he aprendido a leer y escribir».
Aún estaba inclinado sobre las cartas cuando oyó el tintineo de las llaves de hierro en la argolla. Al instante se abrió la puerta de su celda, pero no entró ninguno de sus carceleros: era un hombre alto y delgado, con el rostro surcado de arrugas, que se sujetaba al hombro la capa, de un escarlata intenso, con un broche de plata en forma de guantelete.
—No tenemos mucho tiempo, lord Seaworth —dijo—. Seguidme, por favor.
Davos miró al recién llegado con cautela. El por favor le resultaba desconcertante. Nadie trataba con tanta cortesía a alguien que estuviera a punto de perder las manos y la cabeza.
—¿Quién sois?
—Robett Glover, para servir a mi señor.
—Glover. Vuestra residencia era Bosquespeso.
—Era de mi hermano Galbart y aún lo es, gracias a vuestro rey Stannis. Ha recuperado Bosquespeso de manos de la zorra del hierro que nos lo robó, y está dispuesto a devolverlo a sus señores legítimos. Han pasado muchas cosas mientras estabais encerrado entre estas cuatro paredes, lord Davos. Foso Cailin ha caído, y Roose Bolton ha vuelto al norte con la hija pequeña de Ned Stark. Exige pleitesía, rehenes… y testigos para la boda entre Arya Stark y Ramsay Nieve, su bastardo, porque con ese enlace, los Bolton reclamarán Invernalia. ¿Queréis venir conmigo o no? Por favor.
—¿Qué opciones tengo, mi señor? ¿Acompañaros, o quedarme aquí, con Garth y Lady Lu?
—¿Quién es Lady Lu? ¿Una de las lavanderas? —Glover se impacientaba por momentos—. Os lo explicaremos todo si venís.
Davos se puso en pie.
—Si muero, suplico a mi señor que se encargue de que estas cartas lleguen a su destino.
—Os doy mi palabra, pero si morís no será a manos de los Glover, ni a las de lord Wyman. Deprisa, seguidme.
Glover lo precedió por una estancia oscura y a continuación bajaron por un tramo de peldaños desgastados. Cruzaron el bosque de dioses del castillo, donde el árbol corazón había crecido tanto que había llegado a ahogar a los robles, olmos y hayas, y sus ramas se extendían como gruesos brazos blancos entre las paredes y ventanas que lo rodeaban. Las raíces tenían el grosor del torso de un hombre, y el tronco era tan ancho que la cara tallada en él parecía gorda y enfurecida. Pasaron el arciano de largo, y Glover abrió una verja de hierro oxidada antes de detenerse para encender una antorcha. Esperó hasta que ardió con llama viva antes de seguir bajando para llegar a una cripta de techo abovedado con los muros chorreantes llenos de salitre, chapoteando en agua de mar con cada paso. Atravesaron diversas criptas y también celdas pequeñas, húmedas y malolientes, en nada semejantes a la estancia donde habían tenido confinado a Davos. Se encontraron ante una pared de piedra, que se movió cuando Glover la apretó, y al otro lado había un largo túnel estrecho y más peldaños, aunque ascendentes.
—¿Dónde estamos? —preguntó Davos al tiempo que iniciaban el ascenso; sus palabras retumbaron en la oscuridad.
—En la escalera de debajo de la escalera. Este pasadizo discurre bajo la escalera del Castillo y lleva al Castillo Nuevo. Es una ruta secreta, mi señor. No sería buena cosa que os viera nadie; se supone que estáis muerto.
«Gachas para el cadáver». Davos siguió subiendo.
Salieron por otra pared, que tenía un lado de listones y yeso. La estancia con que se encontraron era acogedora, cálida y con muebles cómodos: tenía una alfombra myriense, y en una mesa ardían velas de cera. Davos oyó flautas y violines, no muy lejos. En la pared colgaba una piel de oveja con un mapa del norte de colores desvaídos. Debajo estaba sentado Wyman Manderly, el colosal señor de Puerto Blanco.
—Sentaos, os lo ruego. —Lord Manderly iba ricamente ataviado. El jubón de terciopelo era de un delicado azul verdoso con bordados de hilo de oro en los ribetes, el cuello y las mangas. El manto era de armiño, y se lo sujetaba al hombro con un tridente dorado—. ¿Tenéis hambre?
—No, mi señor. Vuestros carceleros me han alimentado bien.
—Si tenéis sed, hay vino.
—Trataré con vos porque así me lo ha ordenado mi rey, pero no tengo por qué beber con vos.
—Os he dado un recibimiento deleznable, lo sé —suspiró lord Wyman—. Tenía mis motivos, pero… Por favor, sentaos, bebed algo. Os lo suplico. Brindad por el regreso de mi hijo sano y salvo. Wylis, mi primogénito y heredero, ha vuelto a casa. Eso que oís es el banquete de bienvenida. Están en la sala de justicia del Tritón, comiendo empanada de lamprea y venado con castañas asadas. Wynafryd está bailando con la Frey que será su esposa. El resto de los Frey alza las copas para brindar por nuestra amistad. —Bajo la música, Davos alcanzó a oír el rumor de muchas voces, y también el tintineo de copas y bandejas. No dijo nada—. Vengo de la mesa presidencial —prosiguió lord Wyman—. He comido demasiado, como de costumbre, y todo Puerto Blanco sabe que estoy mal de las tripas. Esperemos que mis amigos los Frey no se sorprenderán si mi visita al retrete se prolonga un poco. —Dio la vuelta a la copa de Davos—. Vamos, vos beberéis y yo no. Sentaos. No tenemos mucho tiempo, y sí muchos asuntos que tratar. Robett, vino para la mano, por favor. Lord Davos, puede que no lo sepáis, pero estáis muerto.
Robett Glover llenó una copa de vino y se la tendió a Davos, que la olió antes de beber.
—¿Cómo morí?
—Bajo el hacha. Pusimos vuestra cabeza y vuestras manos sobre la puerta de la Foca, mirando hacia el puerto. Ahora ya estáis muy podrido, y eso que sumergimos vuestra cabeza en brea antes de clavarla en la pica. Según tengo entendido, los cuervos y las aves marinas ya se os han comido los ojos.
Davos se agitó en la silla, incómodo. Estar muerto le causaba una extraña sensación.
—Si no es molestia, me gustaría saber quién murió en mi lugar.
—¿De verdad os importa? Tenéis un rostro muy común, lord Davos, sin ánimo de ofender. Ese hombre tenía el mismo color de piel, la nariz parecida y un par de orejas que no se distinguían mucho de las vuestras, además de una barba larga que cortamos para que se os pareciera más. Lo cubrimos bien de brea, claro, y la cebolla que le metimos entre los dientes le desfiguró los rasgos. Ser Bartimus le serró los dedos de la mano izquierda. Si eso os tranquiliza, era un criminal, y tal vez con su muerte hiciera más bien del que hizo nunca en vida. No tengo nada contra vos, mi señor; la animadversión que os mostré en la sala de justicia del Tritón era una farsa para complacer a nuestros amigos, los Frey.
—Mi señor debería dedicarse al espectáculo —replicó Davos—. Vuestros hombres y vos fuisteis de lo más convincente. Vuestra nuera parecía muy interesada por verme muerto, y la jovencita…
—Wylla —sonrió lord Wyman—. ¿Os fijasteis? Fue muy valiente; hasta cuando la amenacé con cortarle la lengua siguió recordándome que Puerto Blanco contrajo con los Stark de Invernalia una deuda que nunca se podrá saldar. Wylla hablaba con el corazón, igual que lady Leona. Tratad de comprenderla y perdonarla, mi señor. Es una mujer tonta y asustada, y Wylis lo es todo para ella. No todos los hombres pueden ser un príncipe Aemon, un Caballero Dragón o un Symeon Ojos de Estrella, y no todas las mujeres pueden ser tan valerosas como mi Wylla o su hermana Wynafryd… quien, por cierto, estaba al tanto de todo, pero representó su papel con gran aplomo.
»Hasta el hombre más honrado tiene que mentir cuando trata con mentirosos. No podía enfrentarme a Desembarco del Rey mientras allí estuviera prisionero el único hijo varón que me queda. Lord Tywin Lannister me escribió para decirme que Wylis estaba en su poder, y que si quería verlo libre e ileso debía arrepentirme de mi traición, entregar la ciudad, jurar lealtad al niño rey del Trono de Hierro… e hincar la rodilla ante Roose Bolton, su Guardián en el Norte. Si me negaba, Wylis tendría la muerte de un traidor; Puerto Blanco sería arrasado y saqueado, y mi gente sufriría el mismo destino que los Reyne de Castamere.
»Estoy gordo, y por eso hay quien cree que soy débil e idiota. Puede que Tywin Lannister fuera uno de ellos. Le mandé un cuervo para decirle que me doblegaría y abriría las puertas cuando me devolvieran a mi hijo, pero no antes, y así estaban las cosas cuando murió Tywin. Después vinieron los Frey con los huesos de Wendel, para firmar la paz y sellarla con un matrimonio, pero yo no pensaba darles lo que me pedían mientras Wylis no estuviera sano y salvo, y ellos no querían entregarme a Wylis hasta que demostrara mi lealtad. Vuestra llegada me proporcionó los medios, y por eso os traté como os traté en la sala de justicia del Tritón, y por eso hay una cabeza y unas manos pudriéndose en la puerta de la Foca.
—Habéis corrido un gran riesgo, mi señor —señaló Davos—. Si los Frey hubieran descubierto el engaño…
—No he corrido riesgo alguno. Si los Frey se hubieran tomado la molestia de subir a la puerta para examinar con más detenimiento al hombre de la cebolla en la boca, habría echado la culpa del error a los carceleros y os habría entregado para tranquilizarlos.
—Entiendo. —Un escalofrío recorrió la espalda de Davos.
—Eso espero. Decís que vos también tenéis hijos.
«Tres, aunque tuve siete».
—No puedo demorarme más; he de volver al banquete para brindar con mis amigos los Frey —siguió Manderly—. Me vigilan de cerca. Tienen los ojos clavados en mí día y noche, me olfatean sin cesar por si captan un atisbo de traición. Ya vio a ese arrogante de ser Jared y a su sobrino Rhaegar, el gusano sonriente que lleva nombre de dragón. Detrás de ellos está Symond, que es el que hace tintinear las monedas. Ese ha comprado a varios de mis criados, y a dos caballeros. Una doncella de su esposa ha conseguido meterse en la cama de mi bufón. Si Stannis quiere saber por qué soy tan escueto en mis cartas, es porque ni siquiera confío en mi maestre: a Theomore le sobra cabeza y le falta corazón; ya lo oísteis en el juicio. Se supone que los maestres tienen que olvidar sus antiguas lealtades cuando se ponen la cadena, pero a mí no se me olvida que Theomore nació Lannister en Lannisport y guarda cierto parentesco, aunque lejano, con los Lannister de Roca Casterly. Estoy rodeado de enemigos y amigos traidores, lord Davos. Infestan mi ciudad como cucarachas; de noche siento como me corretean por encima. —El gordo apretó el puño y le temblaron las papadas—. Mi hijo Wendel acudió a los Gemelos como invitado. Comió el pan y la sal de lord Walder, y colgó la espada de la pared para celebrar un banquete entre amigos. ¡Y lo asesinaron! ¡Lo asesinaron, os lo aseguro! ¡Ojalá esos Frey se atraganten con sus mentiras! Yo bebo con Jared, bromeo con Symond y prometo a Rhaegar la mano de mi propia nieta, pero no penséis ni un momento que he olvidado. El norte recuerda, lord Davos. El norte recuerda, y esta farsa está a punto de terminar. Mi hijo ha vuelto a casa.
Las palabras y el tono de lord Wyman le helaron la sangre a Davos.
—Si lo que buscáis es justicia, alzad la vista hacia el rey Stannis, mi señor. No hay hombre más justo.
—Vuestra lealtad os honra —interrumpió Robett Glover—, pero Stannis sigue siendo vuestro rey, no el nuestro.
—Vuestro rey murió —le recordó Davos—. Lo asesinaron en la Boda Roja, igual que al hijo de lord Wyman.
—El Joven Lobo ha muerto —asintió Manderly—, pero ese valiente muchacho no era el único hijo de lord Eddard. Robett, trae al chico.
—Ahora mismo, mi señor. —Glover salió por la puerta.
«¿El chico? —¿Era posible que algún hermano de Robb Stark hubiera sobrevivido a la destrucción de Invernalia? ¿Acaso Manderly tenía un Stark escondido en su castillo?— ¿Lo ha encontrado o lo ha improvisado?». Fuera cual fuera el caso, mucho temía que el norte se alzaría por él… pero Stannis Baratheon jamás haría causa común con un impostor.
El muchacho que volvió con Robett Glover no era un Stark ni nadie habría intentado hacerlo pasar por tal. Era mayor que los hermanos del Joven Lobo: aparentaba catorce o quince años, y sus ojos eran aún mayores. Bajo la maraña de pelo castaño oscuro, el rostro era animalesco, con la boca ancha, la nariz afilada y la barbilla puntiaguda.
—¿Quién eres? —le preguntó Davos.
El chico miró a Robett Glover.
—Es mudo, pero le hemos enseñado a escribir. Aprende deprisa. —Glover se sacó el puñal del cinturón y se lo tendió—. Escribe tu nombre para que lo vea lord Seaworth.
En la estancia no había pergamino, así que el chico grabó las letras en una viga de la pared. W… E…X. Marcó la X con más energía. Al terminar hizo girar el puñal en el aire, lo cogió al vuelo y admiró su obra.
—Wex es hijo del hierro. Era el escudero de Theon Greyjoy, y estuvo en Invernalia. —Glover se sentó—. ¿Hasta dónde está informado lord Stannis de lo que sucedió allí?
—Theon Greyjoy, el pupilo de lord Stark, capturó Invernalia, mató a los dos hijos pequeños de Stark y clavó sus cabezas en picas en la muralla del castillo, a la vista de todos. Cuando lo atacaron los norteños pasó por la espada a todo el castillo, hasta el último niño, antes de que lo matara el bastardo de lord Bolton.
—No lo mató —apuntó Glover—. Lo apresó y se lo llevó a Fuerte Terror. El Bastardo se ha dedicado a desollarlo.
—Ese cuento que contáis ya lo hemos oído —lord Wyman asintió—, una historia con más mentiras que palabras. Quien pasó por la espada a toda Invernalia fue el Bastardo de Bolton, que entonces se llamaba Ramsay Nieve, aunque ahora el niño rey le ha concedido el apellido de Bolton. Y Nieve no los mató a todos: dejó vivas a las mujeres, las ató juntas y las hizo caminar hasta Fuerte Terror para practicar su deporte.
—¿Su deporte?
—Es un gran cazador —dijo Wyman Manderly—, y las mujeres son su presa favorita. Le gusta desnudarlas y soltarlas por el bosque, y les da medio día de ventaja antes de salir a cazarlas con perros y cuernos. De vez en cuando, alguna escapa con vida y puede contarlo; pocas tienen tanta suerte. Cuando Ramsay las captura las viola, las desuella, echa el cadáver a los perros y se lleva la piel a Fuerte Terror a modo de trofeo. Si le han proporcionado una buena cacería, les corta el cuello antes de desollarlas. Si no, al revés.
—Por los dioses —palideció Davos—. ¿Cómo puede nadie…?
—Le corre el mal por las venas —dijo Robett Glover—. Es bastardo, fruto de una violación. Es un Nieve, diga lo que diga el niño rey.
—¿Cuándo se ha visto nieve tan negra? —apuntó lord Wyman—. Ramsay se apoderó de las tierras de lord Hornwood obligando a su viuda a casarse con él, y a continuación la encerró en una torre y se olvidó de ella. Se dice que la pobre mujer llegó a comerse sus propios dedos. ¿Y cuál es la justicia del rey según los Lannister? Recompensar al asesino con la hijita de Ned Stark.
—Los Bolton siempre han sido tan crueles como astutos, pero este más bien parece una bestia con piel de hombre —dijo Glover.
—Los Frey no son mucho mejores. —El señor de Puerto Blanco se inclinó hacia delante—. No paran de hablar de cambiapieles, y dicen que fue Robb Stark quien mató a mi Wendel. ¡Serán arrogantes…! Ni siquiera esperan que en el norte nos creamos sus mentiras, pero sí que finjamos creerlas para no morir. Roose Bolton miente sobre su participación en la Boda Roja, y su bastardo miente sobre la caída de Invernalia. Y mientras tuvieron a Wylis en su poder, no me quedó más remedio que comerme toda esa mierda y alabar su buen sabor.
—¿Y ahora, mi señor? —preguntó Davos.
«Ahora rendiré pleitesía al rey Stannis», esperaba oír de labios de lord Wyman; pero el gordo le dedicó una sonrisa enigmática, cargada de intención.
—Ahora tengo que asistir a una boda. Estoy demasiado gordo para montar a caballo, salta a la vista. De niño me encantaba cabalgar, y de joven manejaba la montura lo suficientemente bien para conseguir unos cuantos triunfos menores en las justas, pero esos tiempos quedaron atrás. Mi cuerpo se ha convertido en una cárcel más temible que la Guarida del Lobo, pero he de ir a Invernalia. Roose Bolton quiere verme de rodillas, y me muestra el puño de hierro bajo el terciopelo de la cortesía. Viajaré en barcaza y litera, con una escolta de cien caballeros y la compañía de mis buenos amigos de Los Gemelos. Los Frey llegaron por mar y no tienen caballos, así que le regalaré un palafrén a cada uno de mis invitados. ¿Aún es costumbre en el sur dar regalos a los invitados?
—Hay quien lo hace, mi señor. Por lo general, el día de su partida.
—En ese caso, quizá me entendáis. —Wyman Manderly se puso en pie trabajosamente—. Llevo más de un año construyendo barcos de guerra. Ya habéis visto algunos, pero hay muchos más escondidos Cuchillo Blanco arriba. Pese a las pérdidas que he sufrido, aún tengo más hombres a caballo que ningún otro señor al norte del Cuello. Mis murallas son fuertes y mis criptas están llenas de plata. Castillo Viejo y Atalaya de la Viuda me seguirán. Tengo como vasallos a una docena de señores menores y a cien caballeros hacendados. Puedo ofrecer al rey Stannis la lealtad de todas las tierras del este del Cuchillo Blanco, desde Atalaya de la Viuda y Puerta del Carnero hasta la colina Cabeza de Oveja y los manantiales del Rama Rota. Y eso haré si pagáis mi precio.
—Puedo transmitir vuestras condiciones al rey, pero…
—Si pagáis mi precio vos, no Stannis —interrumpió lord Wyman—. No me hace falta un rey, sino un contrabandista. Puede que nunca sepamos bien qué pasó en Invernalia, cuando ser Rodrik Cassel intentó recuperar el castillo de manos de los hombres del hierro encabezados por Theon Greyjoy. El Bastardo de Bolton jura y perjura que Greyjoy mató a ser Rodrik durante las negociaciones. Wex lo niega, pero no sabremos la verdad hasta que aprenda más letras. Lo cierto es que cuando llegó a nosotros, sabía escribir sí y no… y con eso se puede llegar muy lejos si se formulan las preguntas adecuadas.
—El Bastardo mató a ser Rodrik y a los hombres de Invernalia —dijo lord Wyman—. También mató a los hombres del hierro de Greyjoy. Wex vio cómo los asesinaban cuando intentaban rendirse. Cuando le preguntamos cómo había conseguido escapar él, cogió el yeso y dibujó un árbol con cara.
—¿Lo salvaron los antiguos dioses? —señaló Davos tras pensar unos instantes.
—En cierto modo. Se subió al árbol corazón y se escondió entre las ramas. Los hombres de Bolton registraron dos veces el bosque de dioses y mataron a todos los hombres que encontraron, pero a ninguno se le ocurrió trepar a los árboles. ¿No fue así, Wex?
El chico hizo girar en el aire el puñal de Glover, lo atrapó y asintió.
—Se quedó mucho tiempo en la copa del árbol —siguió Glover—. Dormía en las ramas porque no se atrevía a bajar. Por fin oyó voces debajo.
—Las voces de los muertos —apuntó Wyman Manderly.
Wex les mostró cinco dedos, se los tocó uno por uno con el puñal, dobló cuatro y volvió a tocarse el último.
—Eran seis —interpretó Davos.
—Y dos de ellos eran los hijos asesinados de Ned Stark.
—¿Cómo pudo deciros eso un mudo?
—Con tiza. Dibujó dos niños… y dos lobos.
—El chaval es hijo del hierro, así que prefirió que no lo vieran y se quedó escuchando —dijo Glover—. Ninguno de los seis se quedó en las ruinas de Invernalia. Cuatro se fueron por un camino y dos por otro. Wex siguió a los dos, que eran una mujer y un niño. Se mantuvo siempre a contraviento para que no lo oliera el lobo.
—Sabe adonde fueron —intervino lord Wyman.
—Queréis al chico. —Davos lo había comprendido de repente.
—Roose Bolton tiene a la hija de lord Eddard. Para combatirlo, Puerto Blanco necesita al hijo de Ned… y a su lobo. El lobo demostrará que el chico es quien decimos que es, por si en Fuerte Terror se atreven a acusarlo de impostor. Ese es mi precio, lord Davos. Usad vuestros talentos de contrabandista para traerme a mi señor, y Stannis Baratheon será mi rey.
Los viejos instintos hicieron que Davos Seaworth se llevara la mano al cuello. Sus falanges le habían dado suerte y tenía la sensación de que la necesitaría, en grandes cantidades, para hacer lo que le pedía Wyman Manderly. Pero ya no tenía los huesos.
—Tenéis hombres mejores que yo a vuestro servicio; disponéis de caballeros, señores y maestres. ¿Qué falta os hace un contrabandista? Ya tenéis barcos.
—Tengo barcos —asintió lord Wyman—, pero los tripulan hombres del río y pescadores que nunca han llegado más allá del Mordisco. Para esto necesito de un hombre que haya navegado por aguas oscuras y sepa trazar un curso para atravesar el peligro sin ser visto.
—¿Dónde está el chico? —Davos tenía la sensación de que no le gustaría la respuesta—. ¿Adónde queréis que vaya, mi señor?
—Enséñaselo, Wex —ordenó Robett Glover.
El mudo hizo girar el puñal en el aire, lo atrapó y lo cogió por la punta para lanzarlo contra el mapa de cuero de oveja que adornaba la pared de lord Wyman. El puñal se clavó y se quedó vibrando, y el muchacho sonrió.
Durante un momento, Davos sopesó la posibilidad de pedir a Wyman Manderly que lo mandara de nuevo a la Guarida del Lobo, con ser Bartimus y sus cuentos, con Garth y sus letales amigas. En la Guarida, hasta los prisioneros comían gachas por las mañanas, pero en el mundo había otros lugares donde los hombres desayunaban carne humana.