Tyrion (7)

Cuando llegaron a Volantis, el cielo ya estaba amoratado por el oeste y negro por el este, y las estrellas empezaban a aparecer.

«Las mismas estrellas que en Poniente —reflexionó Tyrion Lannister. Eso lo habría reconfortado de no encontrarse atado como un pollo y amarrado a una silla de montar. Ya había dejado de debatirse; los nudos estaban demasiado apretados, de modo que optó por quedarse inerte como un saco de harina—. Así ahorro energía», pensó, aunque no habría sabido decir para qué.

Volantis cerraba las puertas al anochecer, y los guardias de la puerta norte se mostraban impacientes con los rezagados. Se pusieron en la cola detrás de un carro cargado de limas y naranjas. Los guardias dejaron pasar el carro, pero el corpulento ándalo con su caballo de guerra, su espada larga y su cota de malla mereció un segundo vistazo, así que llamaron a un capitán. Mientras este intercambiaba unas palabras en volantino con el caballero, un guardia se quitó el guantelete con forma de garra y frotó la cabeza de Tyrion.

—Rezumo buena suerte —le dijo el enano—. Tú libérame, amigo mío, y te aseguro que serás recompensado.

—Guárdate las mentiras para los que hablen tu idioma, Gnomo —le dijo su captor cuando los volantinos los dejaron pasar.

Habían reemprendido la marcha para cruzar la puerta y atravesar la impresionante muralla de la ciudad.

—Vos sí que habláis mi idioma. ¿Puedo conmoveros con promesas, o ya habéis decidido compraros un señorío con mi cabeza?

—Ya he sido señor, y por derecho de nacimiento. No me interesan los títulos vacíos.

—Pues es lo único que le vais a sacar a mi querida hermana.

—Anda, y yo que tenía entendido que un Lannister siempre paga sus deudas.

—Hasta la última moneda, no lo dudéis…, pero ni una más. Se os servirá la comida que negociasteis, pero no estará aderezada con gratitud y a la larga no os aprovechará.

—A lo mejor, lo único que quiero es que pagues por tus delitos. Aquel que mata a la sangre de su sangre queda maldito a ojos de los dioses y de los hombres.

—Los dioses están ciegos y los hombres ven lo que quieren.

—Yo te veo perfectamente, Gnomo. —La voz del caballero había adquirido de pronto un matiz oscuro—. He hecho cosas de las que no estoy orgulloso, cosas que sumieron en la ignominia mi casa y el apellido de mi padre… pero ¿matar al hombre que te engendró? ¿Cómo pudiste hacer semejante cosa?

—Dadme una ballesta, bajaos los calzones y os lo enseñaré. —«Y de muy buena gana».

—¿Te parece que esto es una broma?

—La vida me parece una broma. La mía, la vuestra… La de todo el mundo.

Tras atravesar la muralla y entrar en la ciudad pasaron a caballo junto a casas gremiales, mercados y casas de baños. En el centro de amplias plazas, fuentes cantarinas salpicaban a los hombres que, sentados en torno a mesas de piedra, jugaban al sitrang al tiempo que bebían vino en copas altas, mientras los esclavos encendían los faroles ornamentados para mantener a raya la oscuridad. A lo largo de la calle empedrada crecían palmeras y cedros, y en cada intersección había un monumento. El enano advirtió que muchas estatuas carecían de cabeza, pero hasta esas resultaban imponentes a la luz violácea del ocaso.

A medida que el caballo se dirigía hacia el sur a lo largo del río, los comercios fueron haciéndose más pequeños y míseros, y los árboles que bordeaban la calle se convirtieron en una hilera de tocones. Bajo los cascos de su caballo, el empedrado dejó paso a la gravilla, y después, a un lodo blando y húmedo color caca de bebé. Los pequeños puentes que cruzaban los arroyuelos que discurrían hacia el Rhoyne crujían de manera alarmante bajo su peso. En el lugar donde otrora se alzaba un fuerte que dominaba el río no quedaba más que una puerta rota que se abría como una boca desdentada de anciano, mientras las cabras los miraban desde las almenas.

«Antigua Volantis, primogénita de Valyria —pensó el enano—. Orgullosa Volantis, soberana del Rhoyne y amante del mar del Verano, hogar de nobles señores y hermosas damas del más rancio linaje. —Mejor no pensar en las bandas de críos desnudos que pulularían por los callejones y gritaban con vocecita aguda, ni en los jaques apostados a las puertas de las tascas, siempre con la mano cerca del puño de la espada, ni en los esclavos encorvados con las mejillas tatuadas que corretearían de aquí para allá como cucarachas—. Poderosa Volantis, la más grande y populosa de las Nueve Ciudades Libres. —Las largas guerras habían despoblado buena parte de la ciudad, y amplias zonas de Volantis se estaban hundiendo en el lodo sobre el que se construyeron—. Hermosa Volantis, ciudad de fuentes y flores». Pero la mitad de las fuentes se había secado y casi todos los estanques estaban agrietados o llenos de agua hedionda. Las enredaderas trepaban por cualquier grieta de los muros o la calzada, y en tiendas abandonadas y en los templos sin tejado habían arraigado árboles nuevos.

Además estaba el olor que pendía en el aire cálido y húmedo, un olor denso, penetrante, repulsivo.

«Con un toque de pescado, y de flores, y matices de estiércol de elefante. Algo dulzón, algo terreno, y algo muerto y podrido».

—Esta ciudad huele a puta vieja —anunció Tyrion—. Como cuando una fulana sucia se remoja sus partes en perfume para disimular el hedor que tiene entre las piernas. No es que me queje, claro. En cuestión de putas, las jóvenes huelen mejor, pero las viejas se saben más trucos.

—De eso entiendes más que yo.

—Claro, claro. ¿Os acordáis del burdel donde nos conocimos? Seguro que entrasteis porque creíais que era un septo, ¿no? La que se contoneaba en vuestro regazo era vuestra hermana virgen, seguro.

—Contén la lengua o te la hago un nudo —replicó, malhumorado.

Tyrion se tragó la réplica. Aún tenía el labio hinchado de la última vez que se había pasado de la raya con el corpulento caballero.

«Las manos grandes y el humor pequeño hacen mala pareja. —Al menos eso había descubierto en el camino de Selhorys. Volvió a pensar en su bota, en las setas que guardaba en la punta. Su secuestrador no lo había registrado tan a fondo como habría debido—. Siempre me queda esa salida. Al menos, Cersei no me cogerá vivo».

Más al sur reaparecían los indicios de prosperidad. No había tantos edificios abandonados; los niños desnudos desaparecieron y en las puertas se veían jaques de ropa más suntuosa. Hasta vieron posadas que parecían aptas para pasar una noche sin temor a amanecer con el cuello rajado. El camino del río estaba iluminado por faroles que colgaban de puntales de hierro y se mecían con el viento. Las calles eran más anchas, y los edificios, más imponentes, algunos incluso con cúpulas acristaladas. Anochecía, y los fuegos que ardían bajo ellas brillaban azules, rojos, verdes y violáceos. Pese a todo, en el aire flotaba algo que desasosegaba a Tyrion. Sabía que, al oeste del Rhoyne, los puertos de Volantis estaban llenos de marineros, esclavos y mercaderes, y las tabernas, posadas y burdeles los acogían. En cambio, al este del río no había apenas forasteros de allende los mares.

«Aquí no nos quieren», comprendió el enano.

La primera vez que pasaron junto a un elefante, Tyrion no pudo contenerse y se quedó mirándolo. Cuando era niño había un elefante en la casa de fieras de Lannisport, pero el animal murió cuando él tenía siete años, y además, aquel gigante gris era el doble de grande.

Más adelante les tocó ir tras un elefante de menor tamaño, blanco como un hueso viejo, que tiraba de un carromato ornamentado.

—¿Un carro de bueyes sigue siendo un carro de bueyes si no tiene bueyes? —preguntó a su secuestrador.

Su ingenio no obtuvo respuesta, de modo que volvió a refugiarse en el silencio para contemplar la grupa bamboleante del elefante blanco enano que los precedía.

Volantis estaba atestada de elefantes blancos enanos. A medida que se acercaban a la Muralla Negra y a los populosos barrios más cercanos al puente Largo vieron al menos una docena. Los grandes elefantes grises, aquellos gigantes con castillos en el lomo, también abundaban, y a la escasa luz del anochecer, los carros de estiércol y los esclavos semidesnudos que los llevaban ya estaban consagrados a su tarea de cargar los humeantes montones que habían dejado los elefantes grandes y pequeños. Enjambres de moscas seguían los carros, por lo que los esclavos del estiércol tenían moscas tatuadas en las mejillas para denotar su misión.

«He aquí una buena profesión para mi querida hermana —pensó Tyrion—. Estaría preciosa con una palita en las manos y moscas tatuadas en sus bellas mejillas sonrosadas».

Por aquella zona tenían que avanzar con extremada lentitud. El tráfico era denso en el camino del río y casi todo se dirigía hacia el sur. El caballero se incorporó a la riada de viajeros, como un tronco atrapado por la corriente. Tyrion examinó a la muchedumbre: nueve de cada diez viandantes llevaban marcas de esclavitud en las mejillas.

—Cuántos esclavos. ¿Adónde van?

—Los sacerdotes rojos encienden las hogueras al anochecer. El Sumo Sacerdote va a hablar. Si pudiera evitarlo, no pasaríamos por el templo rojo, pero no hay otra manera de llegar al puente Largo.

Tres manzanas más adelante, la calle se ensanchaba para crear una gigantesca plaza iluminada por antorchas, y allí lo vio.

«Los Siete nos guarden, es tres veces más grande que el Gran Septo de Baelor». El templo del Señor de Luz, una monstruosidad de columnas, peldaños, arbotantes, contrafuertes, cúpulas y torres, todo unido como si lo hubieran tallado en una única roca colosal, se alzaba como la Colina Alta de Aegon. Sus fachadas lucían un millar de tonos de rojo, amarillo, naranja y dorado, que se mezclaban y se fundían como nubes al anochecer. Sus esbeltas torres arañaban el cielo como llamaradas detenidas en el tiempo.

«Fuego hecho piedra». A los lados de la escalinata del templo ardían hogueras gigantescas y, entre ellas, el Sumo Sacerdote había empezado a hablar.

«Benerro». El sacerdote usaba de pedestal una ancha columna de piedra roja, unida por un esbelto puente de piedra a la terraza elevada donde aguardaban los sacerdotes de menor rango y los acólitos. Estos últimos iban ataviados con túnicas amarillo claro y naranja vivo, mientras que los sacerdotes y las sacerdotisas vestían de rojo. En la gran plaza que se extendía ante ellos no cabía ni un alfiler. Muchos fieles llevaban una tira de tela roja prendida en la manga o atada alrededor de la cabeza. Todos los ojos estaban clavados en el Sumo Sacerdote, excepto los de ellos dos.

—Abrid paso —gruñó el caballero mientras su caballo trataba de abrirse paso por la multitud.

Los volantinos lo dejaron pasar, pero con miradas resentidas y furiosas.

La voz estentórea de Benerro llenaba el lugar. Era alto y delgado, con el rostro demacrado y la piel blanca como la leche. Llamas tatuadas le cubrían las mejillas, la barbilla y la cabeza rapada, creando una llamativa máscara roja que crepitaba alrededor de los ojos y serpenteaba hacia abajo, alrededor de la boca sin labios.

—¿Es un tatuaje de esclavo? —quiso saber Tyrion.

—El templo rojo los compra de niños y los hace sacerdotes, guerreros o putas —convino el caballero—. Mira. —Señaló los peldaños, donde una hilera de hombres con armadura ornamentada y capa naranja montaban guardia ante las puertas del templo. Las lanzas que esgrimían tenían la punta en forma de llama—. La Mano de Fuego, los soldados sagrados del Señor de Luz, defensores del templo.

«Caballeros de fuego».

—¿Cuántos dedos tiene esta mano?

—Un millar. Nunca más y nunca menos. Cada vez que se apaga una llama se enciende una nueva.

Benerro agitó un dedo en el aire, cerró el puño y extendió los brazos con las manos abiertas. Cuando alzó la voz, de los dedos salieron llamaradas que arrancaron gritos de la multitud. El sacerdote se las arregló incluso para dibujar letras de fuego en el aire.

«Glifos valyrios». Tyrion reconocía uno o dos de cada diez. Uno significaba «maldición», y el otro, «oscuridad».

La multitud prorrumpió en gritos. Las mujeres lloraban y los hombres agitaban los puños en el aire.

«Esto me da mala espina. —El enano recordó el día en que Myrcella zarpó hacia Dorne y la turba que se aglomeró mientras volvían a la Fortaleza Roja. Haldon Mediomaestre había pensado en utilizar al sacerdote rojo para la causa de Grif el Joven, pero después de verlo en persona, a Tyrion no le parecía una idea muy sensata. Con un poco de suerte, Grif tendría más sentido común—. Hay aliados más peligrosos que los enemigos, pero lord Connington tendrá que resolver este enigma él solito. Yo no tardaré en ser una cabeza en la punta de una pica».

El sacerdote señaló la Muralla Negra, que se alzaba tras el templo, y apuntó hacia las almenas, desde donde lo contemplaba un grupo de guardias protegidos con armaduras.

—¿Qué dice? —preguntó Tyrion al caballero.

—Que Daenerys está en peligro. El ojo oscuro ha caído sobre ella, y los lacayos de la noche traman su destrucción; rezan a sus falsos dioses en templos de engaños y conspiran para traicionarla con forasteros sin dios.

«El príncipe Aegon no encontrará muchos amigos aquí. —A Tyrion se le pusieron los pelos de punta. El sacerdote rojo pasó a hablar de una antigua profecía, la promesa de la llegada de un héroe que libraría al mundo de la oscuridad—. Un héroe, no dos. Daenerys tiene dragones, y Aegon, no. —No le hacía ninguna falta ser profeta para saber cómo reaccionarían Benerro y sus seguidores ante la aparición de un segundo Targaryen—. Grif también se dará cuenta, seguro», pensó, no sin dejar de sorprenderse de que le importase tanto.

El caballero había logrado abrirse camino por el gentío casi hasta el fondo de la plaza, ajeno a los insultos que les dedicaban a su paso. Un hombre se colocó justo ante ellos, pero el secuestrador echó mano de la espada y la desenvainó lo justo para enseñar un palmo de acero. El hombre desapareció al instante, y ante ellos se abrió un pasillo como por arte de magia. El caballero puso su montura al trote y salieron de la muchedumbre. Tyrion siguió oyendo un rato la voz de Benerro, cada vez más lejana a sus espaldas, y los repentinos rugidos atronadores que provocaban de vez en cuando sus palabras.

Llegaron a un establo, donde el caballero desmontó y a continuación aporreó la puerta hasta que acudió a toda prisa un esclavo demacrado con una cabeza de caballo tatuada en la mejilla. Bajaron al enano de la silla sin miramientos y lo ataron a un poste, y el secuestrador fue a despertar al dueño del establo para regatear el precio del caballo y la silla.

«Sale más a cuenta vender el caballo que llevárselo en barco al otro lado del mundo». Tyrion vio un barco en su futuro inmediato. Tal vez sí que tuviera algo de profeta.

Tras la negociación, el caballero se echó al hombro las armas, el escudo y las alforjas, y preguntó por la herrería más cercana. También la encontraron cerrada, pero las puertas no tardaron en abrirse a los gritos del caballero. El herrero miró a Tyrion de reojo, asintió y aceptó un puñado de monedas.

—Ven aquí —ordenó el caballero a Tyrion. Sacó el puñal y le cortó las ataduras.

—Os lo agradezco —dijo el prisionero frotándose las muñecas; pero el caballero se echó a reír.

—Guárdate la gratitud para quien la merezca, Gnomo. Lo que viene ahora no te va a hacer la menor gracia.

Estaba en lo cierto.

Las esposas eran de hierro negro, grandes y gruesas, y cada una pesaba sus dos buenas libras, o eso calculó el enano. Las cadenas añadían más peso aún.

—Debo de ser más temible de lo que me imaginaba —confesó Tyrion mientras le cerraban a martillazos el último eslabón. Cada golpe le repercutía en todo el brazo, hasta el hombro—. ¿O tenéis miedo de que escape con estas piernecitas atrofiadas?

El herrero ni siquiera se molestó en apartar la vista de lo que tenía entre manos, pero el caballero soltó una risita enigmática.

—Lo que me preocupa es tu lengua, no tus piernas. Con cadenas serás un esclavo y no te escuchará nadie, ni siquiera los que hablen el idioma de Poniente.

—Esto es innecesario —protestó Tyrion—. Seré un prisionerito bueno, de verdad de la buena.

—Pues demuéstralo: cierra el pico.

Tyrion obedeció; inclinó la cabeza, se mordió la lengua y dejó que le encadenara muñeca con muñeca y tobillo con tobillo.

«Puñeteros trastos, pesan más que yo. —Al menos seguía respirando, porque su secuestrador podría haber optado por cortarle la cabeza. Al fin y al cabo, era lo único que Cersei pedía de él. El primer error del caballero había consistido en no cortársela de entrada—. Hay medio mundo entre Volantis y Desembarco del Rey, y en el camino pueden pasar muchas cosas».

Hicieron el resto del trayecto a pie, acompañados por el tintineo de las cadenas de Tyrion, que se afanaba por seguir las zancadas largas e impacientes de su secuestrador. Cada vez que se rezagaba, el caballero lo cogía por los grilletes y le daba un brusco tirón hasta que el enano tropezaba y saltaba.

«Podría ser peor. Podría usar el látigo».

Volantis estaba erigida a horcajadas sobre una desembocadura del Rhoyne, donde el río besaba el mar, y el puente Largo unía sus dos mitades. La parte más antigua y rica de la ciudad se alzaba al este del río, pero allí no gustaban de la presencia de mercenarios, bárbaros ni vulgares forasteros, de modo que debían cruzar hacia el oeste. La entrada del puente Largo era un arco de piedra negra con tallas de esfinges, mantícoras, dragones y otras criaturas aún más extrañas. Al otro lado del arco comenzaba la magna estructura que habían construido los valyrios en su apogeo, el camino de piedra fundida apoyado en pilares gigantescos. Su anchura permitía a duras penas el paso de dos carros a la vez, de modo que, cuando un vehículo lo cruzaba en dirección este y otro en dirección oeste, ambos se veían obligados a avanzar a paso de tortuga.

Por suerte, ellos iban a pie. A poco de caminar por el puente se toparon con un carromato cargado de melones cuyas ruedas se habían enganchado con las de otro de alfombras de seda, y entre los dos habían interrumpido todo el tráfico rodado. Buena parte de los caminantes también se habían detenido para ver a los conductores gritarse e insultarse, pero el caballero agarró a Tyrion por la cadena y se abrió paso a la fuerza. Un niño trató de quitarle la bolsa de las monedas, pero un buen codazo lo impidió y, de paso, le aplastó la nariz y le llenó la cara de sangre al ladronzuelo.

A ambos lados se alzaban edificios de lo más diverso: tiendas, templos, tabernas, posadas, locales para jugar al sitrang y burdeles. Casi todos eran de tres o cuatro pisos, con niveles que sobresalían cada vez más, de forma que los más altos parecían besarse. Cruzar el puente era como pasar por un túnel iluminado con antorchas. Había puestos y tenderetes de todo tipo; tejedores y encajeros exhibían sus productos junto a los cereros y las pescaderas que vendían anguilas y ostras. Cada orfebre tenía un guardia ante su puerta, y cada especiero, dos, ya que su mercancía valía el doble. Aquí y allá, entre las tiendas, el viajero atisbaba durante un instante el río que estaba cruzando: hacia el norte, el Rhoyne era una franja negra que reflejaba las estrellas, cinco veces más ancho que el Aguasnegras a su paso por Desembarco del Rey. Al sur del puente, el río se abría para fundirse con el mar.

En la parte central del puente colgaban de ganchos de hierro, como ristras de cebollas, manos cortadas de ladrones y rateros. También se exhibían tres cabezas, dos de hombre y una de mujer, cuyos crímenes aparecían detallados en las tabletas visibles bajo ellas. Un par de lanceros que lucían yelmo brillante y cota de malla se encargaban de vigilarlas. Los dos tenían tatuadas en las mejillas rayas de tigre verdes como el jade. De cuando en cuando agitaban la lanza para espantar a los cernícalos, las gaviotas y las cornejas negras que rondaban a los muertos. Los pájaros se marchaban, pero no tardaban en volver.

—¿Qué hicieron esos? —preguntó Tyrion con toda inocencia.

El caballero leyó las inscripciones.

—La mujer era una esclava que le levantó la mano a su señora. Al viejo lo acusaron de fomentar la rebelión y espiar para la reina dragón.

—¿Y el joven?

—Mató a su padre.

Tyrion dedicó un segundo vistazo a la cabeza podrida.

«¡Si casi parece que sonría!». Poco más adelante, el caballero se detuvo para fijarse en una tiara engastada con piedras preciosas que se exhibía sobre terciopelo morado. Pasó de largo, pero a los pocos pasos volvió a detenerse para regatear por unos guantes en el tenderete de un curtidor. Tyrion agradecía los descansos: el ritmo implacable lo tenía agotado, y las esposas le habían dejado las muñecas en carne viva.

Al otro lado del puente Largo, solo tuvieron que recorrer un corto trecho entre los populosos barrios del puerto de la orilla oeste y bajar por calles iluminadas por antorchas, repletas de marineros, esclavos y jaraneros. Un elefante pasó junto a ellos, cargado con una docena de esclavas medio desnudas que saludaban desde el castillo del lomo y provocaban a los transeúntes con atisbos de sus senos y gritos de «Malaquo, Malaquo». Formaban un espectáculo tan cautivador que Tyrion estuvo a punto de meterse en un humeante montón de excrementos que el elefante había dejado a su paso. Se libró en el último momento, y solo porque el caballero lo apartó de un tirón tan fuerte que lo hizo trastabillar.

—¿Falta mucho? —preguntó el enano.

—Es ahí, en la plaza del Pescado.

Resultó que su destino era la Casa del Mercader, una monstruosidad de cuatro pisos edificada entre los almacenes, burdeles y tabernas de la orilla como un gigantón obeso rodeado de niños. La sala común era más grande que el salón principal de la mitad de los castillos de Poniente: un laberinto penumbroso con un centenar de rincones privados y nichos ocultos, cuyas vigas ennegrecidas y techos agrietados retumbaban con el estruendo de marineros, comerciantes, cambistas, armadores y esclavistas, todos mintiendo, maldiciendo y engañándose en cincuenta idiomas diferentes.

A Tyrion le gustó la elección del alojamiento. La Doncella Tímida llegaría a Volantis más tarde o más temprano, y aquella era la posada más grande de la ciudad, la favorita de navieros, capitanes y mercaderes. En la sala común se cerraban muchos negocios; era algo que se sabía de Volantis. Cuando Grif llegara allí con Pato y Haldon, él volvería a ser libre.

Entretanto debía ser paciente. Más tarde o más temprano llegaría su oportunidad.

Las habitaciones de los pisos superiores eran mucho menos imponentes, sobre todo las baratas de la cuarta planta. La que cogió su secuestrador estaba embutida en una esquina y era abuhardillada. Tenía una tambaleante cama de plumas que olía mal y un suelo de madera tan inclinado que le recordó demasiado vivamente su estancia en el Nido de Águilas.

«Por lo menos esta habitación tiene paredes». También tenía ventanas, que eran su único lujo aparte de la argolla incrustada en la pared, muy útil para sujetar a los esclavos. Su secuestrador se detuvo el tiempo justo para encender una vela de sebo antes de encadenar a Tyrion a la argolla.

—¿Por qué? —protestó el enano mientras oponía una resistencia simbólica—. ¿Por dónde queréis que huya? ¿Por la ventana?

—Podrías.

—Estamos en el cuarto piso y no sé volar.

—Pero puedes caerte, y te quiero vivo.

«Ya lo veo, lo que no sé es por qué. A Cersei le da igual». Tyrion sacudió las cadenas.

—Sé quién sois. —Tampoco le había resultado tan difícil deducirlo: el oso que llevaba bordado en el jubón, su escudo de armas, el señorío perdido que había mencionado…—. Sé qué sois. Y si vos sabéis quién soy, también sabréis que fui mano del rey y formé parte del consejo, con la Araña. ¿Os sorprendería saber que fue el eunuco quien me hizo emprender este viaje? —«Junto con Jaime, pero a mi hermano mejor no lo meto en esto»—. Soy obra suya, igual que vos. No deberíamos enfrentarnos.

—Acepté el oro de la Araña, no lo niego, pero nunca fui obra suya. —El caballero no parecía nada complacido ante la comparación—. Además, ahora guardo lealtad a otra persona.

—¿A Cersei? No seáis idiota. Lo único que pide mi hermana es mi cabeza, y esa espada que lleváis parece bien afilada. ¿Por qué no acabáis ahora mismo con esta pantomima y así nos ahorramos todos los malos ratos?

—¿Qué es esto? ¿Un truco de enano? —El caballero rio—. ¿Suplicas la muerte con la esperanza de que te deje vivir? —Se dirigió a la puerta—. Te traeré algo de la cocina.

—Qué amable por vuestra parte. Aquí os espero.

—Ya lo sé.

El caballero salió y cerró la puerta con una gran llave de hierro. Las cerraduras de la Casa del Mercader tenían fama de resistentes.

«Este lugar es tan seguro como una mazmorra —pensó el enano con amargura—, pero al menos quedan las ventanas. —Sabía que sus posibilidades de zafarse eran nulas, pero se sintió obligado a intentarlo. Los esfuerzos que hizo para sacar una mano de las esposas solo le sirvieron para arañarse más la piel y dejarse la muñeca pegajosa de sangre, y sus esfuerzos y tirones no bastaron para mover la argolla de la pared—. A la mierda. —Se dejó caer tanto como le permitieron las cadenas, porque empezaba a tener calambres en las piernas; iba a pasar una noche infernal—. La primera de muchas, sin duda».

La habitación resultaba sofocante, por lo que el caballero había abierto los postigos para que corriera algo de brisa. Al estar en una esquina del edificio, bajo el alero, contaba con el lujo de dos ventanas: una daba al puente Largo y, al otro lado del río, a la muralla negra del corazón de la Antigua Volantis; la otra se abría a la plaza del Pescado, como la había llamado Mormont. Las cadenas estaban muy tirantes, pero si Tyrion se ladeaba y dejaba que la argolla de hierro cargara con todo su peso, alcanzaba a verla.

«No sería una caída tan espantosa como la de las celdas del cielo de Lysa Arryn, pero acabaría igual de muerto. No sé, si estuviera borracho…».

Pese a lo avanzado de la noche, la plaza estaba abarrotada de marineros juerguistas, putas en busca de clientes y comerciantes que se dedicaban a sus negocios. Una sacerdotisa roja la cruzó con paso apresurado, seguida por una docena de acólitos que portaban antorchas y cuyas túnicas se les enredaban en los tobillos. Poco más allá había dos jugadores de sitrang enzarzados en guerra a muerte ante una taberna. Junto a su mesa había un esclavo que sostenía un farol. A oídos de Tyrion llegó el cántico de una mujer; no entendió la letra, pero la melodía era apacible y triste.

«Si supiera lo que canta, a lo mejor me haría llorar». Más cerca se había congregado una multitud en torno a un par de malabaristas que se lanzaban antorchas encendidas.

Su secuestrador no tardó en volver con dos jarras de cerveza y un pato asado. Cerró la puerta de una patada, partió el pato en dos con las manos y le lanzó la mitad a Tyrion. El enano lo habría pillado en el aire, pero las cadenas le cortaron el movimiento cuando trató de levantar los brazos. El ave le acertó en la sien y le bajó, cálida y grasienta, por la cara, y tuvo que acuclillarse y estirarse para cogerla haciendo tintinear las cadenas. Lo consiguió al tercer intento, y se llevó el pato a la boca con alegría.

—¿Qué tal un poco de cerveza para pasarlo? —Mormont le tendió una jarra—. La mitad de Volantis se ha emborrachado ya; no veo por qué vas a ser menos.

La cerveza era dulce y afrutada; Tyrion bebió un buen trago y soltó un alegre eructo. La jarra era de peltre, muy pesada.

«Me acabo la cerveza y le tiro la jarra. Si tengo suerte, le rompo la cabeza. Si tengo mucha, mucha suerte, fallo y me mata de una paliza». Bebió otro trago.

—¿Es fiesta o algo así? —preguntó.

—Tercer día de elecciones, que duran diez. Diez días de locura: desfiles con antorchas, discursos, titiriteros, comediantes, bailarines, jaques que luchan a muerte en duelos de honor por sus candidatos, elefantes con los nombres de los aspirantes a triarca pintados en el lomo… Esos malabaristas actúan patrocinados por Methyso.

—Pues votaré por otro. —Tyrion se lamió la grasa de los dedos. En la plaza, la multitud lanzaba monedas a los malabaristas—. ¿Todos esos candidatos patrocinan espectáculos?

—Hacen lo que sea con tal de conseguir votos —replicó Mormont—. Comida, bebida, espectáculos… Alios ha puesto en las calles a un centenar de hermosas esclavas para que complazcan a los votantes.

—Me ha convencido —decidió Tyrion—. Traedme a una de esas esclavas.

—Son para los volantinos libres y con propiedades. Al oeste del río no verás muchos votantes.

—¿Y esto dura diez días? —rio Tyrion—. Suena bien, aunque con tres reyes tengo la sensación de que sobran dos. Intento imaginarme gobernando los Siete Reinos junto con mi bella hermana y mi querido hermano. Uno de nosotros mataría a los otros dos en menos de un año. Me sorprende que esos triarcas no hagan lo mismo.

—Algunos lo han intentado, pero puede que los volantinos sean más listos que los ponientis. En Volantis han pasado cosas absurdas, pero nunca han tenido que aguantar a un niño triarca. Cuando sale elegido un loco, los otros dos lo controlan hasta que acaba su año de mandato. Imagina cuántos muertos seguirían con vida si Aerys el Loco hubiera tenido que compartir el poder con otros dos reyes.

«Y en vez de eso tuvo a mi padre», pensó Tyrion.

—En las Ciudades Libres hay quien opina que al otro lado del mar Angosto somos todos unos salvajes —prosiguió el caballero—. Y otros dicen que somos como niños que necesitamos un padre con mano dura.

—¿Valdría la mano de una madre? —«A Cersei le encantaría el consejo, sobre todo si se lo llevas acompañado de mi cabeza»—. Por lo visto conocéis bien esta ciudad.

—Llevo aquí casi un año. —El caballero apuró los restos del fondo de la jarra—. Cuando Stark me obligó a exiliarme, hui a Lys con mi segunda esposa. Braavos habría sido mejor, pero Lynesse quería que fuéramos a algún lugar cálido. En lugar de servir a los braavosi, luché contra ellos en el Rhoyne, pero mi esposa gastaba diez monedas de plata por cada una que yo ganaba, así que cuando volví a Lys me encontré con que ella tenía un amante, que me dijo que me venderían como esclavo para saldar mis deudas a menos que se la entregara y me marchara de la ciudad. Así fue como llegué a Volantis, con la amenaza de la esclavitud, sin más posesiones que la espada y la ropa que llevaba puesta.

—Pero ahora queréis volver a casa.

—Mañana mismo buscaré pasaje en un barco. —El caballero apuró la cerveza—. La cama es para mí; tú quédate con el trozo de suelo que te permitan las cadenas. Duerme si puedes, y si no, piensa en tus delitos. Eso te tendrá entretenido hasta el amanecer.

«Tú también tienes delitos de los que arrepentirte, Jorah Mormont», pensó el enano; pero le pareció más prudente no decirlo.

Ser Jorah colgó el cinto de la espada del poste de la cama, se liberó de las botas, se sacó la cota de malla por encima de la cabeza y se quitó la ropa interior de lana y cuero con manchas de sudor para dejar al descubierto un torso fornido lleno de cicatrices y vello oscuro.

«Si pudiera desollarlo, vendería esa pelambre para hacer una capa de piel», pensó Tyrion mientras Mormont se refugiaba en la maloliente comodidad de su combado lecho de plumas.

El caballero no tardó en empezar a roncar, con lo que el prisionero se quedó a solas con sus cadenas. Las dos ventanas estaban abiertas, así que la luz de la luna, aunque menguante, bañaba toda la habitación. De la plaza llegaban los sonidos más diversos: retazos de canciones de borrachos, el maullido de un gato en celo, el entrechocar lejano del acero contra el acero…

«Alguien está a punto de morir».

Le dolía la muñeca allí donde se había desgarrado la piel, y las cadenas le impedían sentarse, cuánto más acostarse. Lo mejor que pudo hacer fue girarse para quedar apoyado contra la pared, y al poco perdió toda sensibilidad en las manos. Se movió para buscar alivio a la tensión, y la sangre volvió a circular entre aguijonazos de dolor. Tuvo que apretar los dientes para no gritar. ¿Cuánto había sufrido su padre cuando se le clavó la saeta en la ingle? ¿Y Shae, cuando retorció la cadena en torno a su cuello mentiroso? ¿Y Tysha, cuando la violaron? El dolor que sentía él no era nada en comparación, pero no por eso sufría menos.

«Que pare, por favor, que pare».

Ser Jorah se había puesto de lado, de modo que Tyrion solo le veía la ancha espalda, peluda y musculosa.

«Aunque pudiera soltarme, tendría que pasar por encima de él para llegar al cinto de la espada. A lo mejor, si pudiera cogerle el puñal…— ¿O tal vez sería mejor intentarlo con la llave? Podía abrir la puerta, bajar con sigilo las escaleras y cruzar la sala común…—. Y luego ¿qué? ¿Adónde? No tengo amigos ni dinero, ni siquiera hablo el idioma de este lugar».

Al final, el agotamiento pudo más que el dolor y Tyrion se sumió en un sueño inquieto; pero gritaba y se estremecía en sueños cada vez que un calambre le recorría la pantorrilla. Se despertó con los músculos doloridos y se encontró con que la luz de la mañana entraba por las ventanas, clara y dorada como la melena del león de los Lannister. Desde abajo llegaban los gritos de los pescaderos y el traqueteo de las ruedas de hierro contra el empedrado. Jorah Mormont estaba junto a él.

—Si te suelto de la argolla, ¿harás lo que te diga?

—Cualquier cosa menos bailar. Bailar me resultaría muy difícil, porque no siento las piernas. Puede que se me hayan caído. Por lo demás, soy todo vuestro; lo juro por mi honor de Lannister.

—Los Lannister no tienen honor.

Pese a todo, ser Jorah le soltó las cadenas, y Tyrion consiguió dar dos pasos vacilantes antes de caerse. El dolor que sintió cuando la sangre volvió a circularle por las manos hizo que le saltaran las lágrimas, y tuvo que morderse el labio.

—No sé adonde vamos, pero tendréis que llevarme rodando.

El corpulento caballero prefirió levantarlo por la cadena de las muñecas, a modo de asa.

La sala común de la Casa del Mercader era un laberinto penumbroso de nichos y reservados, distribuidos en torno a un patio central donde un emparrado de enredaderas en flor proyectaba intricados dibujos en el suelo de baldosas, y el musgo verde y violeta crecía entre las piedras.

Las esclavas corrían de lado a lado y pasaban de la luz a la sombra con frascas de vino, cerveza y una bebida verde helada que olía a menta. A aquella hora de la mañana solo estaba ocupada una mesa de cada veinte.

En una de ellas había un enano de mejillas sonrosadas bien afeitadas, con el pelo castaño rojizo, la frente amplia y la nariz aplastada, con los pies colgando de un taburete alto, que contemplaba con ojos enrojecidos un cuenco de gachas violáceas.

«Qué tío más feo y pequeñajo», pensó Tyrion. El otro enano percibió su mirada. Cuando levantó la vista hacia él se le cayó la cuchara.

—Me ha visto —alertó Tyrion a Mormont.

—¿Y qué?

—Me conoce. Sabe quién soy.

—¿Quieres que te meta en un saco para que no te vea nadie? —El caballero se rozó el puño de la espada—. Si quiere venir a por ti, que lo intente.

«Para que lo mates, claro. No supone ninguna amenaza para un hombretón como tú. No es más que un enano».

Ser Jorah ocupó una mesa en un rincón tranquilo y pidió comida y bebida. Desayunaron una torta de pan todavía caliente, huevas de pescado rosadas, morcillas con miel y saltamontes fritos, todo ello regado con cerveza negra amarga. Tyrion comió como si no hubiera probado bocado en su vida.

—Tienes buen apetito esta mañana —señaló el caballero.

—Tengo entendido que la comida del infierno es pésima.

Tyrion miró hacia la puerta, por la que acababa de entrar un hombre alto, encorvado, con la barba puntiaguda teñida de un violeta sucio.

«Será un mercader tyroshi». Se coló un ruido del exterior: graznidos de gaviotas, carcajadas femeninas, los gritos de los pescaderos… Durante un momento le pareció ver a Illyrio Mopatis, pero no era más que un elefante enano que pasaba ante la puerta de la posada.

—¿Esperas a alguien? —Mormont untó de huevas un trozo de pan y le dio un mordisco.

—Nunca se sabe a quién pueden traer los vientos. —Tyrion se encogió de hombros—. A mi amor verdadero, al fantasma de mi padre, un pato… —Se metió un saltamontes en la boca y lo masticó—. No está mal para ser un bicho.

—Anoche no se hablaba de otra cosa que de Poniente. Por lo visto, un señor exiliado ha contratado a la Compañía Dorada para recuperar sus tierras. Muchos capitanes de Volantis viajan ahora mismo río arriba, hacia Volon Therys, para ofrecerle sus barcos.

Tyrion acababa de comerse otro saltamontes y estuvo a punto de atragantarse.

«¿Se burla de mí? ¿Qué puede saber de Grif y de Aegon?».

—Mierda. Yo que pensaba contratar a la Compañía Dorada para recuperar Roca Casterly… —«¿Será un truco de Grif? ¿Estará sembrando falsos rumores?». Aunque también era posible que el guapo principito hubiera mordido el anzuelo. ¿Los habría hecho desviarse hacia el oeste y no hacia el este? ¿Habría renunciado a sus esperanzas de contraer matrimonio con la reina Daenerys? «Eso sería renunciar a los dragones. ¿Grif se lo permitiría?»—. Será un placer contrataros también a vos. Las tierras de mi padre me corresponden por derecho. Entregadme vuestra espada y, cuando las recupere, os bañaré en oro.

—Ya he visto cómo bañaban en oro a alguien, y no, gracias. Si alguna vez tienes mi espada, será porque te la he clavado en las tripas.

—Remedio seguro contra el estreñimiento. Solo tenéis que preguntárselo a mi padre.

Cogió la jarra y bebió un trago muy despacio para esconder cualquier cosa que pudiera delatar su rostro. Tenía que ser una estratagema para acallar las sospechas de los volantinos.

«¿Será el plan de Grif? Hacerse a la mar con falsos pretextos y apoderarse de las naves a continuación. —No era mala idea. La Compañía Dorada contaba con diez mil hombres expertos y disciplinados—. Pero no son marineros. Grif tendría que mantenerlos controlados en todo momento, y si llegaran a la bahía de los Esclavos y tuvieran que luchar…».

La sirvienta se acercó a su mesa.

—La viuda os recibirá ahora, noble señor. ¿Le habéis traído un regalo?

—Sí, gracias. —Ser Jorah le puso una moneda en la mano y le indicó con un gesto que se retirase.

—¿La viuda de quién? —preguntó Tyrion, intrigado.

—La viuda del puerto. Al este del Rhoyne siguen llamándola la puta de Vogarro, pero nunca a la cara.

—¿Quién es Vogarro? —La explicación había dejado al enano como estaba.

—Fue un elefante muy rico, siete veces triarca y toda una autoridad en los muelles. Otros hombres se dedicaban a construir barcos y hacerse a la mar, pero él erigía muelles y almacenes, gestionaba envíos, cambiaba moneda y aseguraba a los navieros contra los peligros del mar. También traficaba con esclavos. Se encaprichó de una esclava de cama entrenada en Yunkai en el camino de los siete suspiros, y se armó un buen escándalo…; pero el escándalo fue aún mayor cuando la liberó y se casó con ella. Después de su muerte, ella siguió con los negocios. Los libertos no pueden vivir tras la Muralla Negra, así que tuvo que vender la mansión de Vogarro y alojarse en la Casa del Mercader. De eso hace treinta y dos años, y aquí sigue hasta la fecha. Es esa que tienes detrás, al otro lado del patio, recibiendo pleitesía ante su mesa habitual. No, no mires. Ahora está acompañada. Cuando acabe nos toca a nosotros.

—¿En qué va a ayudaros esa vieja?

—Ahora verás.

Ser Jorah se levantó, y Tyrion saltó de su silla haciendo tintinear las cadenas.

«Esto va a ser muy instructivo». La postura de la mujer sentada en su rincón de patio tenía algo de zorruno, igual que había algo de reptiliano en sus ojos. Tenía el pelo blanco tan ralo que se le veía la piel rosada del cráneo, y lucía bajo un ojo las cicatrices que le había dejado el cuchillo al cortar las lágrimas. En la mesa se veían los restos de su desayuno: cabezas de sardinas, huesos de aceitunas y migas de pan. A Tyrion no se le escapó lo bien elegida que estaba su «mesa habitual»: piedra sólida a sus espaldas, un nicho de vegetación a un lado para facilitar entradas y salidas, y una vista perfecta de la puerta principal de la posada, aunque en un lugar tan resguardado por las sombras que ella resultaba prácticamente invisible.

La anciana sonrió en cuanto le puso la vista encima.

—Un enano —ronroneó con voz tan baja como siniestra. Hablaba la lengua común casi sin acento—. Parece que últimamente hay invasión de enanos en Volantis. ¿Este sabe trucos?

«Sí —habría querido responder Tyrion—. Déjame una ballesta y te enseño mi favorito».

—No —respondió ser Jorah.

—Lástima. Tuve un monito que hacía trucos, y vuestro enano me lo recuerda mucho. ¿Es mi regalo?

—No. Os he traído esto.

Ser Jorah sacó los guantes y los soltó en la mesa junto al resto de los regalos que había recibido la viuda aquella mañana: una copa de plata, un abanico de filigrana de jade con varillas tan finas que dejaban pasar la luz, un antiguo puñal de bronce con runas… Comparados con semejantes tesoros, los guantes resultaban baratos y de pésimo gusto.

—Unos guantes para mis viejas manos arrugadas. Qué amable. —La anciana no hizo ademán de tocarlos.

—Los compré en el puente Largo.

—En el puente Largo se puede comprar casi cualquier cosa. Guantes, esclavos, monos… —Los años le habían encorvado la espalda hasta dejarla jorobada, pero sus ojos eran negros y penetrantes—. Decidme, ¿en qué puede ayudaros esta pobre viuda?

—Necesitamos llegar a Meereen cuanto antes.

Una sola palabra, y el mundo de Tyrion se volvió del revés. Una palabra.

«Meereen. —¿O había entendido mal? Una palabra—. Meereen, ha dicho “Meereen”, me lleva a Meereen». Meereen significaba vida, o al menos, esperanza de vida.

—¿Por qué acudís a mí? —replicó la viuda—. No tengo barcos.

—Pero tenéis muchos capitanes que están en deuda con vos.

«Dijo que me entregaría a la reina. Sí, pero ¿a cuál? No va a venderme a Cersei; quiere ponerme en manos de Daenerys Targaryen; por eso no me ha cortado la cabeza. Vamos hacia el este, mientras Grif y su príncipe, pobres idiotas, van hacia el oeste. —Aquello era demasiado—. Conjuras dentro de conjuras dentro de conjuras, pero todos los caminos llevan a la boca del dragón». Una carcajada incontenible le subió a los labios, y no pudo controlar la risa.

—Vuestro enano tiene un ataque —señaló la viuda.

—Mi enano va a estarse callado si no quiere que lo amordace.

«¡Meereen!». Tyrion se tapó la boca con las manos. La viuda del puerto optó por no hacerle caso.

—¿Queréis tomar algo? —preguntó.

Motas de polvo flotaban en el aire cuando la criada llenó dos copas de cristal verde para ser Jorah y la viuda. Tyrion tenía la garganta seca, pero a él no le sirvieron bebida. La viuda paladeó el vino antes de tragar.

—Los demás exiliados se dirigen hacia el oeste, según ha llegado a estos viejos oídos. Y esos capitanes que están en deuda conmigo se matan por llevarlos y rascar un poco del oro de las arcas de la Compañía Dorada. Nuestros nobles triarcas han comprometido una docena de barcos de guerra a esta causa, y se asegurarán de que la flota llegue sin percances a los Peldaños de Piedra. Hasta el anciano Doniphos ha dado su aprobación; ¡es una aventura gloriosa! Y vos queréis ir en sentido contrario.

—Los asuntos que requieren mi atención están al este.

—¿Qué asuntos pueden ser? Nada que ver con esclavos, porque la reina de plata ha puesto fin a eso. También ha cerrado los reñideros, así que no puede ser ansia de sangre. ¿Qué otra cosa hay en Meereen que pueda tentar a un caballero ponienti? ¿Ladrillos? ¿Aceitunas? ¿Dragones? Ah, veo que se trata de eso. —La sonrisa de la vieja parecía propia de un animal—. Tengo entendido que la reina de plata les da carne de bebé, y que ella se baña en sangre de vírgenes y tiene un amante cada noche.

—Los yunkios os están llenando los oídos de veneno. —La boca de ser Jorah se había transformado en una línea dura—. Mi señora no debería otorgar verosimilitud a semejantes patrañas.

—No soy ninguna señora, pero hasta la puta de Vogarro reconoce la falsedad cuando la oye. Lo que sí es cierto es que la reina dragón tiene enemigos: Yunkai, el Nuevo Ghis, Tolos, Qarth… Sí, y pronto se les unirá Volantis. ¿Para qué queréis viajar a Meereen? Solo tenéis que esperar un poco. Pronto harán falta espadas, en cuanto los barcos de guerra viren hacia el este para acabar con la reina dragón. A los tigres les encanta usar las garras, y hasta los elefantes están dispuestos a matar si se sienten amenazados. Malaquo anhela probar la gloria, y Nyessos debe demasiada parte de su riqueza al tráfico de esclavos. En cuanto Alios, o Parquello, o Belicho consiga la triarquía, la flota zarpará.

—Si reeligen a Doniphos… —Ser Jorah la miró con el ceño fruncido.

—Antes saldría elegido Vogarro, y mi amado señor lleva treinta años muerto.

—¿Cómo os atrevéis a llamar cerveza a esto? —gritó un marinero tras ellos—. ¡Es una mierda! ¡Los meados de un mono sabrían mejor!

—Y tú te los beberías —replicó otra voz.

Tyrion se volvió para mirar, con la esperanza de que fueran Pato y Haldon, pero solo vio a dos desconocidos… y al enano, que lo miraba fijamente a pocos pasos. Tenía algo que le resultaba conocido.

—Entre los primeros elefantes hubo mujeres. —La viuda bebió un pulcro traguito de vino—. Ellas acabaron con el dominio de los tigres y pusieron fin a las viejas guerras. A Trianna la reeligieron cuatro veces. Por desgracia, de eso hace trescientos años. Desde entonces no ha habido ninguna mujer en el gobierno de Volantis, aunque las hay con derecho a voto: son mujeres de alta cuna que viven en palacios antiguos del otro lado de la Muralla Negra, no seres despreciables como yo. La Antigua Sangre permitirá que voten sus niños y sus perros antes que un liberto. No, el reelegido será Belicho, o tal vez Alios, pero con uno o con otro habrá guerra. O eso creen ellos.

—¿Y vos? ¿Qué creéis? —inquirió ser Jorah.

«Bien por ti —pensó Tyrion—, es la pregunta correcta».

—Yo también creo que habrá guerra, pero no la que ellos quieren. —La anciana se inclinó hacia delante; le brillaban los ojos—. Creo que R’hllor tiene en esta ciudad más adoradores que el resto de los dioses juntos. ¿Habéis oído predicar a Benerro?

—Sí, anoche.

—Benerro ve el mañana en sus llamas —dijo la viuda—. ¿Sabíais que el triarca Malaquo trató de contratar a la Compañía Dorada? Quería arrasar el templo rojo y acabar con Benerro. No se atrevió a utilizar a los capas de tigre; la mitad adora al Señor de Luz. Corren malos tiempos en la Antigua Volantis, sí, hasta para las viudas decrépitas. Pero no tan malos como en Meereen, por lo que tengo entendido. Así que decidme: ¿por qué buscáis a la reina dragón?

—Eso es asunto mío. Puedo pagar por los pasajes, y pagaré bien. Tengo plata.

«Imbécil —pensó Tyrion—. No quiere monedas, sino respeto. ¿Es que no la has escuchado?». Volvió a mirar atrás. El enano se había acercado un poco más a su mesa, y parecía llevar un cuchillo en la mano. A Tyrion se le pusieron los pelos de punta.

—Quedaos con vuestra plata; ya tengo oro. Y también podéis ahorraros esas miradas torvas. Soy demasiado vieja para que me impresione un ceño fruncido. Ya veo que sois un hombre duro, y seguro que muy hábil con esa espada larga que portáis, pero estáis en mi reino. Me basta con mover un dedo para que viajéis a Meereen, sí, pero encadenado a un remo en el vientre de una galera. —Cogió el abanico de jade y lo abrió. Las hojas se movieron, y un hombre apareció en el arco de vegetación que crecía a su izquierda. Su rostro era un amasijo de cicatrices y en la mano llevaba una espada corta y pesada que parecía un cuchillo de carnicero—. Seguro que os dijeron que buscarais a la viuda del puerto, pero también os tendrían que haber advertido sobre los hijos de la viuda. Pero bueno, la mañana es tan agradable que os lo preguntaré una vez más. ¿Para qué buscáis a Daenerys Targaryen, a quien medio mundo quiere ver muerta?

—Para servirla —respondió Mormont con una mueca de rabia—. Para defenderla. Si es necesario, para morir por ella.

—¿Así que vais a rescatarla? —La viuda se echó a reír—. ¿Queréis que esta pobre viuda crea que tratáis de rescatarla de tantos enemigos que no puedo ni contarlos? ¿Que sois un valeroso caballero ponienti que ha cruzado medio mundo para acudir en auxilio de esta…? Bueno, hermosa seguramente, pero doncella, lo que se dice doncella… —Rio de nuevo—. ¿Pensáis que vuestro enano le resultará grato? ¿Qué creéis? ¿Que se bañará en su sangre o que se conformará con cortarle la cabeza?

—El enano es… —empezó ser Jorah, titubeante.

—Ya sé quién y qué es el enano. —Clavó en Tyrion sus ojos negros duros como la piedra—. Un parricida, un Matarreyes, un asesino, un cambiacapas. Un Lannister. —Hizo que la última palabra sonara insultante—. ¿Qué puedes ofrecer a la reina dragón, hombrecito?

«Odio», pensó Tyrion. Extendió las manos tanto como le permitieron las cadenas.

—Lo que quiera de mí. Consejo sabio, ingenio punzante, volteretas… La polla si la desea, y la lengua si no. Me pondré al frente de sus ejércitos o le daré masajes en los pies. Y lo único que pido a cambio es que me permita violar y matar a mi hermana.

—Por lo menos, este es sincero —anunció la anciana, sonriendo—. En cambio, vos… He conocido a una docena de caballeros ponientis y a miles de aventureros de la misma calaña, y ninguno era tan puro como vos os pintáis. Los hombres son bestias egoístas y brutales. Por dulces que sean sus palabras, los motivos que encubren siempre son negros. No confío en vos. —Los despidió con el abanico, como si no fueran más que moscas que revolotearan en torno a su cabeza—. Si queréis ir a Meereen, id a nado. Mi ayuda no es para vos.

En aquel momento, los siete infiernos se desencadenaron a la vez.

Ser Jorah empezó a levantarse; la viuda cerró de golpe el abanico y el hombre de las cicatrices reapareció entre las sombras… Detrás de ellos gritó una mujer. Tyrion dio media vuelta justo a tiempo de ver al enano que se precipitaba hacia él.

«Es una chica —supo al instante—. Una chica vestida de hombre. Y quiere destriparme con ese cuchillo».

Durante un momento, ser Jorah, la viuda y el hombre de las cicatrices se quedaron paralizados. Los mirones de las mesas cercanas siguieron bebiendo cerveza o vino, pero nadie se adelantó para intervenir. Tyrion movió las dos manos a la vez, pero las cadenas solo le permitieron llegar a la frasca que había en la mesa. La cogió, lanzó el contenido contra el rostro de la enana que lo atacaba y se tiró a un lado para esquivar el cuchillo. La frasca se hizo añicos bajo él al tiempo que el suelo subía para golpearle la cabeza, y la chica se le tiró encima. Tyrion giró hacia un lado y ella clavó el cuchillo entre los tablones del suelo, tiró para recuperarlo, lo alzó de nuevo…

…Y de pronto la vio volando por los aires y pataleando para liberarse de ser Jorah.

—¡No! —aulló la enana en la lengua común de Poniente—. ¡Suelta!

Tyrion oyó como se le desgarraba la túnica en el forcejeo. Mormont la tenía agarrada por el cuello, y con la otra mano le quitó el puñal.

—Ya basta.

En aquel momento llegó el posadero con un machete en la mano. Al ver la frasca rota soltó una maldición y preguntó a gritos qué había pasado allí.

—Una pelea de enanos —replicó con una risita el tyroshi de la barba violeta.

—¿Por qué? —quiso saber Tyrion, parpadeando para enfocar a la joven que se debatía en el aire—. ¿Yo qué te he hecho?

—Lo mataron. —De repente, la enana perdió todo deseo de luchar. Se quedó inmóvil, presa de Mormont y con los ojos llenos de lágrimas—. A mi hermano. Se lo llevaron y lo mataron.

—¿Quienes lo mataron? —preguntó el caballero.

—Marineros. Marineros de los Siete Reinos. Eran siete y estaban borrachos. Nos vieron justar en la plaza y nos siguieron. Cuando vieron que yo era una mujer me soltaron, pero se llevaron a mi hermano y lo mataron. ¡Le cortaron la cabeza!

Tyrion la reconoció de golpe. «Nos vieron justar en la plaza». De repente, supo quién era la enana.

—¿Tú montabas la cerda o el perro? —le preguntó.

—El perro —sollozó—. Oppo siempre montaba la cerda.

«Los enanos de la boda de Joffrey. —Su espectáculo era lo que había desencadenado todos los problemas de aquella noche—. Qué curioso es volver a encontrármelos a medio mundo de distancia. —Aunque tal vez no fuera tan extraño—. Si tenían la mitad del cerebro que su cerda, seguro que huyeron de Desembarco del Rey la noche de la muerte de Joff, antes de que Cersei tuviera tiempo de atribuirles alguna culpa en la muerte de su hijo».

—Soltadla —dijo a ser Jorah Mormont—. No va a hacernos ningún daño. Siento lo de tu hermano, pero nosotros no tuvimos nada que ver con su asesinato. —El caballero soltó a la enana.

—Él sí. —La chica se levantó y se cubrió los pequeños senos con la túnica desgarrada y empapada de vino—. Confundieron a Oppo con él. —Sus sollozos eran una súplica de ayuda—. Debería morir como murió mi pobre hermano. Por favor, que alguien me ayude. Que alguien lo mate.

El posadero la agarró del brazo sin miramientos y la puso en pie sin dejar de preguntarle a gritos, en volantino, quién iba a pagar los daños. La viuda del puerto lanzó una mirada gélida a Mormont.

—Se dice que los caballeros defienden al débil y protegen al inocente. Y yo soy la doncella más hermosa de todo Volantis. —Su carcajada estaba cargada de desprecio—. ¿Cómo te llamas, chiquilla?

—Penny.

La anciana se dirigió al posadero en la lengua de la Antigua Volantis. Tyrion comprendió lo suficiente para saber que le decía que llevara a la enana a sus habitaciones, le diera vino y le buscara ropa. Cuando se marcharon, clavó en él los brillantes ojos negros.

—Yo diría que los monstruos deben de ser más grandes. En Poniente vales un señorío, hombrecito, pero me temo que aquí tu precio no es tan alto. En fin, creo que será mejor que os ayude. Volantis no parece lugar seguro para los enanos.

—Sois un dechado de bondad. —Tyrion le dedicó la más cautivadora de sus sonrisas—. ¿Me quitaréis también estas pulseritas de hierro? Este monstruo solo tiene media nariz, pero ni os imagináis hasta qué punto me pica, y las cadenas no me dejan rascarme. Si las queréis, os las regalo.

—Qué generoso. Pero no, ya cargué con hierro en mis tiempos, y he descubierto que el oro y la plata me gustan mucho más. Además, siento decirte que estamos en Volantis, donde las cadenas y los grilletes valen menos que el pan duro, y está prohibido ayudar a huir a un esclavo.

—No soy esclavo.

—No hay hombre capturado por los esclavistas que no haya cantado esa canción. No me atrevo a ayudarte… en este lugar. —Se inclinó hacia delante—. Dentro de dos días, la coca Selasori Qhoran zarpará en dirección a Qarth, con parada en el Nuevo Ghis. Lleva un cargamento de hierro, estaño, balas de lana y encaje, cincuenta alfombras de Myr, un cadáver conservado en salmuera, veinte tarros de guindillas dragón y un sacerdote rojo. Deberéis estar a bordo cuando se haga a la mar.

—Así lo haremos —respondió Tyrion—. Y muchas gracias.

—No vamos a Qarth —dijo ser Jorah con el ceño fruncido.

—La coca no llegará a Qarth. Benerro lo ha visto en sus fuegos. —La vieja volvió a esbozar aquella sonrisa digna de un animal.

—Será como decís —sonrió Tyrion—. Si yo fuera libre y volantino y por mis venas corriera la sangre, os daría mi voto para la triarquía, mi señora.

—No soy ninguna señora —replicó la viuda—. Soy la puta de Vogarro. Será mejor que desaparezcáis antes de que vengan los tigres. Y si llegáis hasta vuestra reina, transmitidle un mensaje de parte de los esclavos de la Antigua Volantis. —Se tocó la vieja cicatriz de la mejilla, allí donde había llevado las lágrimas—. Decidle que esperamos. Decidle que no tarde.