Soñó con su padre y con el Señor de la Mortaja. Soñó que eran la misma persona, y cuando su padre lo rodeó con brazos de piedra y se inclinó para darle el beso gris, se despertó con la boca seca y polvorienta, con sabor a sangre en los labios y el corazón martilleándole el pecho.
—El enano muerto nos ha sido devuelto —proclamó Haldon.
Tyrion sacudió la cabeza para limpiársela de las telarañas del sueño.
«Los Pesares. Me perdí en los Pesares».
—No estoy muerto.
—Eso está por ver. —El Mediomaestre lo miraba desde arriba—. Pato, sed buen pájaro y hervid caldo para nuestro amiguito. Debe de estar famélico.
Tyrion se dio cuenta de que se encontraba en la Doncella Tímida, bajo una manta áspera que apestaba a vinagre.
«Hemos dejado atrás los Pesares. Solo ha sido un sueño que he tenido mientras me ahogaba».
—¿Por qué huele tanto a vinagre?
—Lemore os ha lavado con vinagre. Hay quien dice que sirve para prevenir la psoriagrís. Personalmente, lo dudo, pero tampoco se pierde nada por intentarlo. También ha sido Lemore quien os ha obligado a vomitar el agua de los pulmones cuando Grif os ha izado. Estabais frío como el hielo y teníais los labios azules. Yandry decía que sería mejor devolveros al río, pero el chico lo prohibió.
«El príncipe. —El recuerdo volvió como una ola: el hombre de piedra que extendía las manos grises agrietadas, la sangre que le brotaba de los nudillos—. Pesaba como una roca y me arrastró al fondo».
—¿Grif me sacó? —«Mucho debe de odiarme; de lo contrario, me habría dejado morir»—. ¿Cuánto tiempo he dormido? ¿Dónde estamos?
—En Selhorys. —Haldon se sacó un cuchillo pequeño de la manga—. Tomad.
Se lo lanzó a Tyrion con el mango por delante. El enano pegó un respingo. El cuchillo le aterrizó entre los pies y se quedó vibrando, clavado en la cubierta.
—¿Para qué lo quiero?
—Quitaos las botas y pinchaos uno por uno los dedos de los pies, y luego los de las manos.
—Eso va a doler.
—Más os vale. Hacedlo.
Tyrion se quitó una bota; luego la otra; se bajó las calzas y se examinó los pies. No le pareció que los dedos estuvieran mejor ni peor que de costumbre. Se pinchó con cautela el dedo gordo.
—Más fuerte —apremió Haldon Mediomaestre.
—¿Qué queréis?, ¿que me haga sangre?
—Si hace falta…
—Voy a acabar con una costra en cada dedo.
—No os pido que os cortéis los dedos; quiero ver un rictus de dolor. Si los pinchazos duelen, no pasa nada. Si no notáis la punta del cuchillo, es hora de que empecéis a preocuparos.
«La psoriagrís». Tyrion hizo un gesto de aprensión. Se pinchó otro dedo y soltó un taco cuando una perla de sangre manó en torno a la punta del cuchillo.
—Ha dolido. ¿Contento?
—Estoy que salto de alegría.
—Os huelen los pies más que a mí, Yollo. —Pato le dio un tazón de caldo—. Grif os advirtió que no tocarais a los hombres de piedra.
—Sí, pero se le olvidó advertir a los hombres de piedra que no me tocaran ellos a mí.
—A medida que os vayáis pinchando, revisad que no haya zonas de piel grisácea ni uñas ennegrecidas —dijo Haldon—. Si veis uno de esos indicios, no dudéis un momento: es mejor perder un dedo que todo el pie. Más os vale perder un brazo que pasaros el resto de vuestros días aullando en el puente del Sueño. Ahora los dedos del otro pie, por favor, y luego los de las manos.
El enano cruzó las piernas atrofiadas y empezó a pincharse el resto de los dedos.
—¿Me pincho también la polla?
—No estaría de más.
—¡No estaría de más para vos! Aunque, para lo que la uso, tanto me daría cortármela.
—Como queráis. La curtiremos, la rellenaremos y la venderemos por una fortuna. Las pollas de enano tienen poderes mágicos.
—Eso mismo les digo yo a las mujeres. —Tyrion se clavó el puñal en el pulgar, vio aflorar la perla de sangre y la lamió—. ¿Cuánto tiempo tendré que seguir castigándome? ¿Cuándo estaremos seguros de que estoy limpio?
—¿Seguros del todo? Nunca —replicó el Mediomaestre—. Os habéis tragado medio río. Puede que ya os estéis poniendo gris por dentro, empezando por el corazón y los pulmones. Si es así, no hay baño de vinagre que pueda salvaros y no sirve de nada que os pinchéis los dedos. Cuando acabéis, venid a tomar un caldo.
El caldo estaba bueno, aunque Tyrion advirtió que el Mediomaestre se cuidaba de que la mesa los separase en todo momento. La Doncella Tímida estaba atracada en un embarcadero destartalado de la orilla este del Rhoyne. Dos embarcaderos más allá, los soldados de una galera fluvial volantina bajaban a tierra. Las tiendas, tenderetes y almacenes se apretujaban contra un muro de arenisca. Más allá, la luz del sol poniente iluminaba las torres y cúpulas de la ciudad.
«No, no es una ciudad». Selhorys se consideraba un simple pueblo, gobernado desde la Antigua Volantis. No estaban en Poniente.
Lemore subió a cubierta seguida por el príncipe. Al ver a Tyrion, corrió a abrazarlo.
—La Madre es misericordiosa. Hemos rezado por vos, Hugor.
«Habrás rezado tú, pero menos es nada».
—No os lo tendré en cuenta.
El saludo de Grif el Joven fue menos efusivo. El príncipe estaba de mal humor por haberse visto obligado a permanecer en la Doncella Tímida en vez de bajar a la orilla con Ysilla y Yandry.
—Lo único que queremos es que estés a salvo —le había explicado Lemore—. Corren tiempos difíciles.
—Durante el trayecto de los Pesares a Selhorys hemos visto en tres ocasiones jinetes que iban hacia el sur por la orilla este. Eran dothrakis. Llegaron a acercarse tanto que les oíamos las campanillas de las trenzas, y a veces vemos las hogueras que encienden por la noche al otro lado de las colinas. También nos hemos cruzado con naves de combate y galeras fluviales volantinas abarrotadas de soldados esclavos; salta a la vista que los triarcas temen que haya un ataque contra Selhorys.
Tyrion lo entendió al momento. Selhorys era la única localidad importante de la orilla este del Rhoyne, con lo que estaba mucho más a merced de los señores de los caballos que sus hermanos del otro lado del río.
«Pero no deja de ser un premio menor. Si yo fuera khal, fintaría hacia Selhorys, esperaría a que los volantinos se apresurasen a defenderla y me desviaría hacia el sur para entrar en la mismísima Volantis».
—Sé manejar la espada —insistía Grif el Joven.
—Hasta vuestros antepasados más valientes se rodeaban de su Guardia Real en los momentos de peligro.
Lemore se había cambiado la ropa de septa por otra más adecuada para la esposa o la hija de un mercader próspero. Tyrion la observó con atención. No le había costado mucho descubrir qué ocultaba el pelo teñido de azul de Grif y de Grif el Joven; Yandry e Ysilla eran lo que parecían, mientras que Pato era menos de lo que aparentaba. En cambio, Lemore…
«¿Quién será en realidad? ¿Qué hará aquí? Juraría que no es por el oro. ¿Qué relación la unirá con el príncipe? ¿Habrá sido alguna vez una verdadera septa?».
Haldon también se había fijado en el cambio de atuendo.
—¿A qué viene esta repentina pérdida de fe? Os prefería con ropa de septa, Lemore.
—Yo la prefería desnuda —señaló Tyrion.
Lemore le lanzó una mirada cargada de reproches.
—Eso es porque tenéis un alma retorcida. La ropa de septa proclama a los cuatro vientos que venimos de Poniente, y podría atraer más atención de la que nos interesa. —Se volvió hacia el príncipe Aegon—. No sois el único que se esconde.
Aquello no apaciguó al joven.
«Es el príncipe perfecto, pero sigue siendo un muchacho sin experiencia que lo ignora todo sobre el mundo y sus peligros».
—Príncipe Aegon —dijo Tyrion—, visto que estamos condenados a quedarnos en el barco, ¿me honraréis con una partidita de sitrang para pasar el rato?
El príncipe lo miró con desconfianza.
—Estoy harto de jugar al sitrang.
—Harto de perder contra un enano, querréis decir.
Aquello acicateó el orgullo del muchacho, tal como Tyrion había previsto.
—Id a buscar el tablero y las piezas. Esta vez voy a haceros pedazos.
Jugaron en la cubierta, sentados tras la cabina con las piernas cruzadas. Grif el Joven organizó su ejército para un ataque, con el dragón, los elefantes y caballería pesada delante.
«Una formación juvenil, tan osada como estúpida. Se lo juega todo a una victoria rápida». Dejó que el príncipe hiciera la primera jugada. Haldon se puso tras ellos para observar la partida.
El príncipe fue a coger el dragón y Tyrion carraspeó.
—Yo en vuestro lugar no haría eso. Es un error sacar el dragón tan pronto. —Le dirigió una sonrisa cándida—. Vuestro padre sabía muy bien cuán peligroso es el exceso de osadía.
—¿Conocisteis a mi verdadero padre?
—Lo vi un par de veces, pero yo solo tenía diez años cuando lo mató Robert, y mi padre me tenía escondido debajo de una piedra. No, no se puede decir que conociera al príncipe Rhaegar. Quien lo conocía era vuestro falso padre. Lord Connington era el amigo más querido del príncipe, ¿verdad?
Grif el Joven se apartó un mechón de pelo azul de los ojos.
—Sirvieron juntos de escuderos en Desembarco del Rey.
—Sí, nuestro lord Connington es un buen amigo. Tuvo que serlo para guardar tanta lealtad al nieto del rey que le arrebató tierras y títulos y lo mandó al exilio. Eso sí que fue una pena. De no haber sido así, tal vez el príncipe Rhaegar habría tenido un amigo cerca cuando mi padre saqueó Desembarco del Rey para evitar que estamparan los regios sesos del adorado hijito del príncipe contra la pared.
—No era yo —replicó el chico, acalorado—. Ya os lo he dicho, era el hijo de un curtidor de Curva de Meados cuya madre había muerto en el parto. Su padre se lo vendió a lord Varys por una jarra de dorado del Rejo. Ya tenía otros hijos, pero el dorado del Rejo no lo había probado nunca. Varys entregó el bebé del Meados a mi madre y se me llevó.
—Cierto. —Tyrion movió los elefantes—. Y cuando murió el príncipe del Meados, el eunuco os envió al otro lado del mar Angosto con su gordo amigo el mercachifle, que os escondió en una barcaza y buscó a un señor exiliado que os hiciera las veces de padre. Es una historia espléndida, y los bardos le sacarán mucho partido cuando os sentéis en el Trono de Hierro… siempre que nuestra hermosa Daenerys os acepte como consorte.
—Me aceptará. Tiene que aceptarme.
—¿«Tiene que»? —recalcó Tyrion—. Tch, tch. No es algo que a las reinas les guste mucho oír. Sin duda sois el príncipe perfecto: astuto, osado y tan atractivo como podría soñar cualquier doncella. Pero Daenerys Targaryen no es ninguna doncella. Es viuda de un khal dothraki, madre de dragones y saqueadora de ciudades. Aegon el Conquistador con tetas. A lo mejor no está tan dispuesta como creéis.
—Lo estará. —El príncipe Aegon parecía consternado. Era obvio que no se había parado a pensar en la posibilidad de que su futura esposa lo rechazara—. Vos no la conocéis. —Cogió el caballo y lo movió con un golpe brusco. El enano se encogió de hombros.
—Sé que se pasó la infancia en el exilio y la pobreza, alimentándose de sueños y planes, huyendo de una ciudad a otra, siempre con miedo, nunca a salvo, sin más aliados que un hermano que, según se dice, estaba medio loco. Y que vendió la virginidad de su hermana a los dothrakis por la promesa de un ejército. Sé que por allí, en medio de la hierba, nacieron sus dragones y, en cierto modo, ella también. Sé que es orgullosa, ¿cómo no iba a serlo? ¿Qué le queda, sino el orgullo? Sé que es fuerte, ¿cómo no va a serlo? Los dothrakis desprecian la debilidad. Si Daenerys fuera débil, habría muerto, igual que Viserys. Y sé que es fiera. Astapor, Yunkai y Meereen lo demuestran. Ha cruzado el mar de hierba y el erial rojo; ha sobrevivido a intentos de asesinato, conspiraciones y hechizos, y ha llorado a un hermano, a un esposo y a un hijo, para reducir a polvo las ciudades esclavistas bajo sus lindas sandalias. A ver, ¿cómo creéis que reaccionará esta reina cuando aparezcáis con vuestro cuenco de mendigo en la mano y le digáis: «Muy buenas, tita, soy tu sobrino Aegon, que ha vuelto de entre los muertos. Llevo toda la vida escondido en una barcaza, pero ahora me he lavado el tinte azul del pelo y quiero un dragón, si no es mucha molestia. Ah, por cierto, ¿he comentado que mi derecho al Trono de Hierro es más sólido que el tuyo?».
—No me presentaré ante mi tía como un mendigo. —Aegon apretó los labios, furioso—. Llegaré como su igual, con un ejército.
—Con un ejército pequeñito. —«Bien, esto lo ha puesto furioso. Tengo un don especial para enfurecer a los príncipes», pensó el enano acordándose de Joffrey—. La reina Daenerys tiene un ejército considerable, y no gracias a vos.
Tyrion movió los ballesteros.
—Decid lo que gustéis. Será mi esposa; lord Connington se encargará de eso. Confío en él como si fuera sangre de mi sangre.
—Tal vez deberíais ser vos el bufón, y no yo. ¡No confiéis en nadie, príncipe mío! Ni en vuestro maestre sin cadena, ni en vuestro falso padre, ni en el gallardo Pato, ni en la adorable Lemore, ni en ninguno de estos buenos amigos que os han criado. Por encima de todo, no confiéis en el mercader de quesos, ni en la Araña, ni en la reinecita dragón con la que pensáis casaros. Tanta desconfianza se os agriará en el estómago y no os dejará conciliar el sueño, sí, pero eso es mejor que sumirse en aquel que no se despierta. —Empujó el dragón negro al otro lado de una cadena montañosa—. En fin, ¿qué sabré yo? Vuestro falso padre es un gran señor, y yo solo soy un hombre que más bien parece un mono. Pero lo cierto es que haría las cosas de manera diferente.
—¿Cómo de diferente? —Aquellas palabras habían captado la atención del chico.
—¿Si estuviera en vuestro lugar? Iría hacia el oeste, no hacia el este. Desembarcaría en Dorne y alzaría mis estandartes. Los Siete Reinos no han estado nunca más maduros para la conquista. El Trono de Hierro lo ocupa un niño; el Norte es un caos, las tierras de los ríos están asoladas; un rebelde ha ocupado Bastión de Tormentas y Rocadragón. Cuando llegue el invierno, el reino pasará hambre y ¿quién queda para enfrentarse a todo esto? ¿Quién gobernará al pequeño rey que gobierna los Siete Reinos? Nada menos que mi querida hermana. No hay nadie más. Mi hermano Jaime está sediento de batalla, no de poder. Ha eludido toda posibilidad de gobernar. Mi tío Kevan sería un regente aceptable si lo obligaran a asumir el cargo, pero por iniciativa propia no lo va a buscar. Los dioses le dieron talante de seguidor, no de cabecilla. —«Bueno, los dioses y mi señor padre»—. Mace Tyrell se haría con el cetro de buena gana, pero mi familia no se apartará para cederle el paso así por las buenas. Y a Stannis lo odia todo el mundo. ¿Quién nos queda entonces? Cersei. Solo Cersei.
»Poniente está desgarrado y sangra, y no me cabe duda de que mi querida hermana estará tratando las heridas… con sal. Cersei es tan bondadosa como el rey Maegor, tan generosa como Aegon el Indigno y tan prudente como Aerys el Loco. Nunca olvida una ofensa, verdadera o imaginaria. Confunde la cautela con la cobardía y la disensión con el desafío. Y es codiciosa: ansía poder, honor, amor… El reinado de Tommen está apuntalado por todas las alianzas que forjó mi señor padre con tanto esmero, pero ella no tardará en destruirlas, de la primera a la última. Desembarcad; alzad vuestros estandartes, y los hombres correrán a unirse a vuestra causa. Todos: señores grandes y pequeños, y también el pueblo llano. Pero no os demoréis demasiado, mi príncipe. Estas circunstancias no durarán. La marea que os levanta no tardará en retroceder. Aseguraos de llegar a Poniente antes de que caiga mi hermana y ocupe su lugar alguien más competente.
—Pero… —El príncipe Aegon dudaba—. Sin Daenerys y sus dragones, ¿qué esperanza tenemos de vencer?
—No tenéis que vencer —replicó Tyrion—. Lo único que debéis hacer es alzar los estandartes, aglutinar a vuestros seguidores y esperar a que llegue Daenerys para unir sus fuerzas a las vuestras.
—Decís que no me aceptaría.
—Puede que me equivoque. A lo mejor le dais pena cuando os vea llegar mendigando su mano. —Se encogió de hombros—. ¿Queréis jugaros el Trono de Hierro al capricho de una mujer? En cambio, si vais a Poniente… Ah, entonces seréis un rebelde, no un mendigo. Osado, temerario, un verdadero vástago de la casa Targaryen que sigue las huellas de Aegon el Conquistador. Un dragón.
»Ya os he dicho que conozco a nuestra pequeña reina. Esperad a que se entere de que el hijo asesinado de su hermano Rhaegar sigue vivo y es un valeroso muchacho que ha izado una vez más la enseña del dragón de sus antepasados en Poniente, y que lucha contra viento y marea para vengar a su padre y recuperar el Trono de Hierro para la casa Targaryen, acosado por todos los flancos…, y ella volará a vuestro lado tan deprisa como la puedan transportar el viento y el agua. Sois el último de su estirpe, y a esta Madre de Dragones, a esta rompedora de cadenas, le gustan los rescates por encima de todo. La chica que prefirió ahogar en sangre las ciudades esclavistas a permitir que unos desconocidos siguieran encadenados será incapaz de abandonar al hijo de su propio hermano cuando más la necesita. Y cuando llegue a Poniente y os reunáis será como iguales, como hombre y mujer, no como reina y mendigo. ¿Qué podrá impedir que os ame? —Sonrió, cogió el dragón y lo hizo volar sobre el tablero—. Vuestra alteza tendrá que disculparme, pero tenéis al rey atrapado. Muerte en cuatro jugadas.
El príncipe se quedó mirando el tablero.
—El dragón…
—Está demasiado lejos para salvaros. Deberíais haberlo movido al centro de la batalla.
—¡Pero si me dijisteis…!
—Mentí. No os fiéis de nadie. Y tened siempre cerca vuestro dragón.
Grif el Joven se puso en pie bruscamente y volcó el tablero; las piezas de sitrang salieron volando en todas direcciones, rebotaron y rodaron por la cubierta de la Doncella Tímida.
—Recógelas —ordenó.
«Puede que sí sea un Targaryen».
—Como desee vuestra alteza. —Tyrion se puso a cuatro patas y se arrastró por la cubierta para recoger las piezas.
Ya estaba poniéndose el sol cuando Ysilla y Yandry volvieron a la Doncella Tímida, seguidos por un porteador que empujaba una carretilla cargada de provisiones: harina, sal, mantequilla recién batida, panceta envuelta en lino, sacos de naranjas, manzanas y peras… Yandry llevaba una cuba de vino al hombro, mientras que Ysilla transportaba de igual manera un lucio del tamaño de Tyrion.
Cuando vio al enano al final de la pasarela, Ysilla se detuvo tan bruscamente que Yandry tropezó con ella y estuvo a punto de tirar el lucio al río. Pato la ayudó a sujetarlo, e Ysilla miró a Tyrion y le hizo un extraño gesto, apuntándolo con tres dedos.
«Para librarse del mal de ojo».
—Ya os ayudo con ese pescado —le dijo a Pato.
—¡No! —espetó Ysilla—. Atrás. No toquéis más comida que la que vayáis a comeros.
—Como gustéis. —El enano levantó las dos manos.
—¿Dónde está Grif? —preguntó Yandry a Haldon al tiempo que dejaba la cuba en cubierta.
—Durmiendo.
—Pues despertadlo. Traemos una noticia importante. El nombre de la reina está en boca de todos en Selhorys. Se rumorea que aún están en Meereen, bajo asedio. Si es verdad lo que se dice en los mercados, la Antigua Volantis también va a declararle la guerra.
—Los chismes de los pescaderos no son de fiar. —Haldon frunció los labios—. Pero sí, será mejor que se lo digamos a Grif. Ya sabéis cómo es. —El Mediomaestre bajó a los camarotes.
«La chica no llegó a emprender viaje hacia el oeste. —Habría tenido buenos motivos. Entre Meereen y Volantis había quinientas leguas de desiertos, montañas, pantanos y ruinas, además de Mantarys, con su siniestra reputación—. Una ciudad de monstruos, dicen, pero si marcha por tierra, ¿dónde si no se aprovisionará de agua y comida? Por mar sería más rápido, pero si no tiene barcos…».
Cuando Grif apareció en cubierta, el lucio ya se asaba en las brasas mientras Ysilla lo vigilaba y lo rociaba de limón. El mercenario llevaba cota de malla, capa de piel de lobo, guantes de gamuza y calzones de lana oscura. Si se sorprendió de ver a Tyrion despierto, no lo dejó entrever más allá de su habitual gruñido a modo de saludo. Fue con Yandry junto al timón, donde conversaron en voz demasiado baja para que el enano no se enterase de nada. Al cabo de un rato llamó a Haldon.
—Tenemos que averiguar qué hay de cierto en esos rumores. Id a la orilla y averiguad cuanto podáis. A ver si encontráis a Qavo, que estará informado. Andará por El Barquero, por La Tortuga Pintada o por los sitios de siempre.
—Vale. Me llevo al enano, que cuatro orejas oyen más que dos. Y ya sabéis cómo es Qavo con el sitrang.
—Como queráis. Volved antes de que salga el sol. Si os demoráis por cualquier motivo, id con la Compañía Dorada.
«Así habla un verdadero señor», pensó Tyrion, aunque se guardó de decirlo en voz alta.
Haldon se puso una capa con capucha y Tyrion se cambió el atavío casero de bufón por ropa gris más discreta. Grif le dio a cada uno una bolsita de plata de los cofres de Illyrio.
—Para soltar lenguas —les dijo.
El ocaso dejaba paso a la oscuridad cuando recorrieron la orilla del río. Algunos barcos que vieron parecían desiertos, con las pasarelas levantadas. Otros estaban atestados de hombres armados que los miraron con desconfianza. Al pie de la muralla los tenderetes estaban iluminados con faroles de pergamino que proyectaban charcos de luz coloreada en los guijarros del camino. Tyrion vio como el rostro de Haldon pasaba del verde al rojo y luego al morado. Mezclada con la cacofonía de idiomas desconocidos distinguió una música extraña que procedía de un lugar cercano: una flauta aguda con acompañamiento de tambores. A sus espaldas ladraba un perro. Las putas habían salido: marítimo o fluvial, un puerto era un puerto, y donde hubiera marineros habría prostitutas.
«¿Mi padre se referiría a esto? ¿Ahí es adonde van las putas? ¿Al mar? —Las prostitutas de Lannisport y Desembarco del Rey eran mujeres libres. Sus hermanas de Selhorys eran esclavas, marcadas como tales por las lágrimas que llevaban tatuadas bajo el ojo derecho—. Más viejas que el pecado y el doble de feas, de la primera a la última. —Casi hacían que cualquiera renunciara al puterío. Tyrion sintió sus ojos clavados en ellos al pasar, y las oyó susurrar y ahogar risitas entre las manos—. Cualquiera diría que es la primera vez que ven a un enano».
Una escuadra de lanceros volantinos montaba guardia en la puerta del río. La luz de las antorchas se reflejaba en las garras de acero que sobresalían de sus guanteletes. Los yelmos que llevaban eran máscaras de tigre, y los rostros que ocultaban con ellos tenían franjas verdes tatuadas en las mejillas. Tyrion sabía que los soldados esclavos de Volantis estaban muy orgullosos de sus rayas de tigre.
«¿Anhelarán la libertad? —se preguntó—. ¿Qué harían si esa niña reina se la concediera? Si dejan de ser tigres, ¿qué serán? Si yo dejo de ser un león, ¿qué seré?».
Un tigre vio al enano y dijo algo que hizo reír a los demás. Cuando llegaron junto a la puerta, se quitó el guantelete de garra y el guante sudado que llevaba debajo, le rodeó el cuello con el otro brazo y le frotó la cabeza enérgicamente. Tyrion se sobresaltó tanto que ni se le ocurrió oponer resistencia, y todo terminó en un instante.
—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó furioso al Mediomaestre.
—Dice que da buena suerte frotarle la cabeza a un enano —explicó Haldon tras un intercambio de palabras en el idioma del guardia.
—Decidles que chuparle la polla a un enano da más suerte todavía. —Tyrion se esforzó por dirigir una sonrisa al hombre.
—Mejor no, que los tigres tienen dientes afilados.
Otro guardia les hizo gestos con la antorcha para que cruzaran la puerta, y así, Haldon Mediomaestre entró en Selhorys seguido por Tyrion, que anadeaba tras él.
Ante ellos se abría una gran plaza llena de gente, ruido y luz pese a lo avanzado de la hora. Los faroles colgaban de cadenas de hierro sobre las puertas de tabernas y casas de placer, aunque dentro de la ciudad eran de cristal coloreado, no de pergamino. A su derecha ardía una hoguera ante un templo de piedra roja. Un sacerdote ataviado con una túnica escarlata estaba en el balcón del templo arengando a la pequeña multitud que se había congregado en torno a las llamas. Unos viajeros jugaban al sitrang enfrente de una posada; los soldados borrachos entraban y salían de lo que obviamente era un burdel; una mujer golpeaba a una mula ante la puerta de un establo… Un carro de dos ruedas pasó traqueteante junto a ellos, tirado por un elefante blanco enano.
«Esto es otro mundo —pensó Tyrion—, pero no muy diferente del que conozco».
En el centro de la plaza se alzaba la estatua de mármol blanco de un hombre sin cabeza, con una armadura ornamentada hasta límites delirantes, a lomos de un caballo de similares características.
—¿Y este quién es? —preguntó Tyrion.
—El triarca Horonno. Un héroe volantino del Siglo de Sangre. Lo reeligieron triarca año tras año durante cuarenta años, hasta que se cansó de asambleas y se declaró triarca de por vida. A los volantinos no les hizo gracia y lo condenaron a muerte: lo ataron a dos elefantes, que lo partieron por la mitad.
—A la estatua le falta la cabeza.
—Era un tigre. Cuando los elefantes llegaron al poder, sus seguidores decapitaron las estatuas de todos aquellos a los que culpaban de tanta guerra y muerte. —Se encogió de hombros—. Eran otros tiempos. Venid, vamos a escuchar qué dice ese sacerdote. Me ha parecido oír el nombre de Daenerys.
Cruzaron la plaza para unirse a la creciente multitud congregada ante el templo rojo. Rodeado de gente, al hombrecito le costaba mucho ver algo que no fueran culos. Oía lo que decía el sacerdote, pero no entendía ni palabra.
—¿Comprendéis lo que está diciendo? —preguntó a Haldon en la lengua común.
—Lo comprendería si no tuviera a un enano chillándome al oído.
—Yo no chillo. —Tyrion se cruzó de brazos y miró hacia atrás para ver los rostros de los hombres y mujeres que se habían detenido para escuchar. Se volviera hacia donde se volviera, veía tatuajes.
«Esclavos. Cuatro de cada cinco son esclavos».
—El sacerdote está llamando a los volantinos a la guerra —le dijo el Mediomaestre—, pero en el bando de la justicia, como soldados del Señor de Luz, R’hllor, que hizo el sol y las estrellas y lucha eternamente contra la oscuridad. Nyessos y Malaquo se han apartado de la luz, según él, y la arpía amarilla del este les ha oscurecido el corazón. Dice…
—Dragones. Eso lo he entendido, ha dicho dragones.
—Sí. Los dragones han venido para transportarla a la gloria.
—Transportarla. ¿A Daenerys?
—Benerro ha enviado noticias de Volantis —confirmó Haldon—. La llegada de esa mujer es el cumplimiento de una antigua profecía. Nació del humo y la sal para renovar el mundo. Ella es Azor Ahai reencarnado, y su triunfo sobre la oscuridad traerá un verano que no terminará jamás. La propia muerte doblará la rodilla ante ella, y todos los que mueran luchando por su causa volverán a nacer.
—¿Tengo que volver a nacer en el mismo cuerpo? —preguntó Tyrion. La multitud crecía por momentos, y notaba empujones por todas partes—. ¿Quién es Benerro?
—El Sumo Sacerdote del templo rojo de Volantis. —Haldon arqueó una ceja—. Llama de la Verdad, Luz de la Sabiduría, Primer Servidor del Señor de Luz, Esclavo de R’hllor.
El único sacerdote rojo que había conocido Tyrion era Thoros de Myr, el jaranero, corpulento y campechano Thoros, siempre con manchas de vino en la túnica, que haraganeaba por la corte de Robert trasegando las mejores cosechas de sus bodegas y mostraba las llamas de la espada cada vez que se metía en una liza.
—Me gustan los sacerdotes gordos, corruptos y cínicos —dijo a Haldon—, los que gustan de sentarse en cojines de seda, comer golosinas y follarse a los niños. Los que creen en los dioses son los que dan problemas.
—Este problema en concreto podría sernos útil. Sé adonde podemos ir a buscar respuestas. —Haldon pasó junto al héroe decapitado para dirigirse hacia una gran posada de piedra que daba a la plaza. Sobre la puerta pintada de colores chillones colgaba el caparazón de una tortuga inmensa. Dentro, un centenar de velitas rojas ardían como estrellas lejanas. El aire estaba cargado del aroma de la carne asada con especias, y una joven esclava con una tortuga tatuada en la mejilla estaba sirviendo un vino verde claro.
—Ahí. Esos dos —dijo Haldon desde la puerta.
En un rincón, dos jugadores de sitrang estudiaban las piezas a la luz de una vela roja. Uno era flaco y enjuto, de escaso pelo negro y nariz afilada. El otro tenía los hombros anchos, una panza redonda y tirabuzones que le llegaban hasta el cuello. Ninguno de los dos se dignó apartar la vista de la partida hasta que Haldon colocó una silla entre ambos.
—Mi enano juega al sitrang mejor que vosotros dos juntos.
El corpulento alzó los ojos para mirar con enfado a los intrusos y dijo algo en la lengua de la Antigua Volantis, demasiado deprisa para que Tyrion entendiera nada. El delgado se acomodó en la silla.
—¿Está en venta? —preguntó en la lengua común de Poniente—. En la colección de monstruos del triarca no hay ningún enano que juegue al sitrang.
—Yollo no es esclavo.
—Qué pena.
El flaco movió un elefante de ónice. Al otro lado del tablero, el jugador que llevaba el ejército de alabastro frunció los labios en un rictus de desaprobación y movió el caballo.
—Qué disparate —señaló Tyrion. Le tocaba a él representar su papel.
—Desde luego —dijo el flaco. Su respuesta fue mover el caballo, tras lo cual hubo una serie de movimientos rápidos, y al final el flaco sonrió—. Muerte, amigo mío. —El hombretón se quedó mirando el tablero, y al cabo de un rato se levantó y gruñó algo en su idioma. Su adversario se echó a reír—. Anda ya, el enano no huele tan mal. —Hizo un ademán a Tyrion para que ocupara la silla vacía—. Vamos, hombrecito. Pon plata en la mesa y a ver qué tal se te da este juego.
«¿Qué juego?», estuvo a punto de preguntar Tyrion mientras se encaramaba a la silla.
—Juego mejor con la tripa llena y una copa de vino en la mano. —El flaco se volvió y llamó a una esclava para pedirle comida y bebida.
—El noble Qavo Nogarys es el oficial de aduanas de Selhorys —dijo Haldon—. Nunca he conseguido derrotarlo.
—Puede que yo tenga más suerte —dijo Tyrion, que lo había entendido al instante.
Abrió la bolsa y fue poniendo monedas de plata junto al tablero, una encima de otra, hasta que Qavo sonrió. Ambos empezaron a colocar las piezas tras la pantalla del tablero de sitrang.
—¿Qué noticias llegan de río abajo? —preguntó Haldon—. ¿Habrá guerra?
—Eso quieren los yunkios. —Qavo se encogió de hombros—. Se hacen llamar «sabios amos». Sabiduría, no sé, pero astucia no les falta. Su enviado nos trajo cofres de oro y piedras preciosas, y doscientos esclavos, chicas núbiles y muchachitos de piel suave, todos entrenados en el camino de los siete suspiros. Tengo entendido que sus banquetes son memorables, y sus sobornos, espléndidos.
—¿Los yunkios han comprado a vuestros triarcas?
—Solo a Nyessos. —Qavo retiró la pantalla y estudió la disposición del ejército de Tyrion—. Malaquo está viejo y desdentado, pero sigue siendo un tigre, y a Doniphos no lo reelegirán triarca. La ciudad tiene hambre de guerra.
—¿Por qué? —quiso saber Tyrion—. Meereen está a muchas leguas, al otro lado del mar. ¿En qué ha ofendido esa dulce niña reina a la Antigua Volantis?
—¿Dulce? —Qavo se echó a reír—. Si es cierta la mitad de las anécdotas que nos llegan de la bahía de los Esclavos, esa niña es un monstruo. Dicen que tiene sed de sangre, que quienes osan contradecirla acaban empalados para sufrir una muerte lenta. Dicen que es una bruja que alimenta a sus dragones con carne de recién nacido, que rompe juramentos y treguas, que se burla de los dioses, amenaza a los enviados y se vuelve contra aquellos que la sirven con lealtad. Dicen que es insaciable, que se aparea con hombres, mujeres y eunucos; hasta con perros y niños, y pobre del amante que no logre satisfacerla. Entrega el cuerpo a los hombres para poseer su alma.
«Vaya, qué bien —pensó Tyrion—. Si me entrega el cuerpo, por mí puede quedarse con mi alma para siempre. Con lo pequeña y retorcida que es…».
—Dicen —repitió Haldon—. ¿Quién lo dice? Los esclavistas, los exiliados a los que ha expulsado de Astapor y Meereen. Simples calumnias.
—Las mejores calumnias están aderezadas con un toque de verdad —apuntó Qavo—, pero el verdadero pecado de la chica es innegable. Esa niña arrogante ha decidido acabar con el tráfico de esclavos, y el tráfico de esclavos nunca fue exclusivo de la bahía. Formaba parte del comercio mundial, y la reina dragón ha enturbiado las aguas. Tras la Muralla Negra, los señores de sangre antigua duermen inquietos mientras oyen a sus esclavos afilar los cuchillos en la cocina. Los esclavos cultivan nuestros alimentos, limpian nuestras calles, instruyen a nuestros jóvenes, vigilan las murallas, reman en las galeras, combaten en las batallas… Y cuando miran hacia el este ven el brillo lejano de esa joven reina, la rompedora de cadenas. La Antigua Sangre no lo tolerará, y los pobres también la detestan, porque hasta el mendigo más vil tiene más categoría que un esclavo y la reina dragón le arrebata ese consuelo.
Tyrion movió los lanceros hacia delante. Qavo respondió con el caballo ligero, y Tyrion avanzó una casilla con los ballesteros.
—El sacerdote rojo de fuera cree que Volantis debería apoyar a esa reina de plata, no luchar contra ella.
—Los sacerdotes rojos harían mejor en callarse —replicó Qavo Nogarys—. Ya ha habido enfrentamientos entre sus seguidores y los que adoran a otros dioses. Los discursos incendiarios de Benerro solo servirán para desencadenar una ira brutal contra él.
—¿Qué discursos? —preguntó el enano mientras jugueteaba con su plebe.
—En Volantis, miles de esclavos y libertos abarrotan noche tras noche la plaza del templo para oír los gritos de Benerro sobre estrellas sangrantes y una espada de fuego que limpiará el mundo. —El volantino sacudió una mano—. Ha estado predicando que Volantis arderá si los triarcas se levantan en armas contra la reina plateada.
—Esa profecía puedo hacerla hasta yo. Ah, la cena.
Les sirvieron una fuente de cabra asada sobre un lecho de rodajas de cebolla. La carne era aromática y estaba muy especiada, tostada por fuera y roja y jugosa en el interior. Tyrion cogió un trozo. Estaba tan caliente que le quemó los dedos, pero estaba tan buena que no pudo contenerse y agarró un pedazo más. Lo regó todo con un licor volantino verde claro que era lo más parecido al vino que había tomado desde hacía siglos.
—Muy bueno —declaró al tiempo que levantaba el dragón—. La pieza más poderosa del juego —anunció mientras retiraba un elefante de Qavo—. Y se dice que Daenerys Targaryen tiene tres.
—Tres —asintió Qavo—, contra tres veces tres mil enemigos. Grazdan mo Eraz no fue el único enviado de la Ciudad Amarilla. Cuando los sabios amos ataquen Meereen, las legiones del Nuevo Ghis lucharán a su lado. Y los tolosios, los elyrios y hasta los dothrakis.
—A los dothrakis los tenéis a vuestras puertas —señaló Haldon—. Khal Pono.
—Los señores de los caballos vienen, les damos regalos y se van. —Qavo sacudió una mano blanca en gesto despectivo.
Movió de nuevo la catapulta, cerró los dedos en torno al dragón de alabastro de Tyrion y lo retiró del tablero. El resto fue una masacre, aunque el enano se las arregló para resistir durante una docena de jugadas.
—Ha llegado la hora de derramar lágrimas amargas —dijo Qavo finalmente mientras juntaba la plata en un montoncito—. ¿Otra partida?
—No hace falta —respondió Haldon—. Mi enano ha aprendido una lección de humildad, y ya es hora de que volvamos a nuestra barcaza.
Fuera, en la plaza, la hoguera seguía ardiendo, pero el sacerdote ya no estaba y la multitud se había dispersado hacía tiempo. El fulgor de las velas iluminaba las ventanas del lupanar, del que salían risas femeninas.
—La noche es joven —comentó Tyrion—. Puede que Qavo no nos lo haya dicho todo, y las putas se enteran de muchas cosas gracias a los hombres a los que atienden.
—¿Tantas ganas tenéis de mujer, Yollo?
—Uno se cansa de no tener más amantes que las manos. —«Puede que Selhorys sea el lugar adonde van las putas. A lo mejor Tysha está aquí, con lágrimas tatuadas en la mejilla»—. He estado a punto de ahogarme. Después de una experiencia semejante, cualquiera necesitaría una mujer. Además tengo que cerciorarme de que no se me ha petrificado la polla.
—Os espero en la taberna que hay junto a la puerta. —El Mediomaestre rio—. No os demoréis mucho.
—Por eso no temáis. Generalmente, las mujeres prefieren despacharme cuanto antes.
El burdel era modesto comparado con los que frecuentaba en Lannisport y Desembarco del Rey. El propietario no hablaba más idioma que el de Volantis, pero entendió perfectamente el tintineo de la plata y acompañó a Tyrion a una estancia que se abría al otro lado de un arco, donde olía a incienso y cuatro esclavas aburridas aguardaban en diversos grados de desnudez. Dos habían visto al menos cuarenta días del nombre, y la más joven tenía quince o dieciséis años. Ninguna era tan fea como las putas de los muelles, aunque tampoco eran beldades. Una de ellas estaba embarazada; otra estaba gorda y llevaba aros de hierro en los pezones, y las cuatro tenían lágrimas tatuadas debajo de un ojo.
—¿Tenéis alguna chica que hable el idioma de Poniente? —preguntó Tyrion.
El propietario entrecerró los ojos sin comprender, así que le repitió la pregunta en alto valyrio. En aquella ocasión debió de entender alguna palabra, porque replicó algo en volantino, aunque lo único que entendió el enano fue «chica del ocaso». Supuso que se refería a alguna muchacha de los Reinos del Ocaso.
En la casa solo había una de aquellas características, y no era Tysha. Tenía mejillas pecosas y rizos rojos, lo que prometía pechos pecosos y vello rojizo entre las piernas.
—Me vale —dijo Tyrion—. Y una frasca de vino. Vino tinto con carne roja. —La prostituta le miraba el rostro desnarigado con los ojos llenos de repugnancia—. ¿Te molesto, guapa? Soy un ser muy molesto, como sin duda te diría mi padre si no estuviera muerto y enterrado.
La chica parecía ponienti, pero no hablaba ni palabra de la lengua común.
«Puede que los esclavistas la capturasen de niña. —Su cuarto era pequeño, aunque había una alfombra de Myr en el suelo y un colchón relleno de plumas en vez de paja—. Los he visto peores».
—¿Cómo te llamas? —le preguntó al tiempo que le aceptaba una copa de vino—. ¿No quieres decírmelo? —El vino era fuerte y ácido, y no necesitaba traducción—. En fin, tendré que conformarme con tu coño. —Se limpió la boca con el dorso de la mano—. ¿Alguna vez te has acostado con un monstruo? Es buen momento para empezar. Quítate la ropa y túmbate, si no te importa. Y si te importa, también.
Ella lo miró sin comprender hasta que el enano le quitó la frasca de vino de las manos y le levantó las faldas por encima de la cabeza. Después de aquello, la chica comprendió qué se le solicitaba, aunque no resultó una compañera muy activa. Tyrion llevaba tanto tiempo sin acostarse con una mujer que se corrió dentro de ella a la tercera embestida.
Rodó a un lado, más avergonzado que satisfecho.
«Ha sido un error. Me he convertido en un ser repugnante».
—¿Conoces a una mujer llamada Tysha? —le preguntó mientras su semilla manaba de ella para derramarse en la cama. La prostituta no respondió—. ¿Sabes adónde van las putas?
Tampoco respondió a aquello. Tenía la espalda surcada de cicatrices.
«Esta chica está muerta. Me acabo de follar un cadáver. —Hasta sus ojos parecían sin vida—. No tiene fuerzas ni para despreciarme».
Necesitaba vino, mucho vino. Cogió la frasca con las dos manos y se la llevó a los labios. El vino le corrió garganta abajo, barbilla abajo, le goteó por la barba y empapó la cama de plumas. A la luz de la vela parecía tan oscuro como el que había envenenado a Joffrey. Tras terminar tiró a un lado la frasca vacía y sé bajó tambaleante de la cama en busca de un orinal. No lo encontró. El estómago se le volvió de revés, y lo siguiente que supo fue que estaba de rodillas, vomitando en la alfombra, aquella hermosa y gruesa alfombra de Myr reconfortante como las mentiras.
La prostituta gritó horrorizada.
«Le van a echar la culpa a ella», comprendió avergonzado.
—Córtame la cabeza y llévala a Desembarco del Rey —dijo apremiante—. Mi hermana te concederá el título de dama y nadie volverá a azotarte.
La chica tampoco lo entendió aquella vez, así que él le separó las piernas, gateó hasta colocarse entre ellas y la poseyó de nuevo. Aquello al menos sí lo entendía.
Cuando se le acabaron tanto el vino como las ganas de sexo, hizo un bulto con la ropa de la chica y lo tiró al suelo. Ella entendió la indirecta y escapó para dejarlo a solas en la oscuridad, cada vez más hundido en la cama de plumas.
«Estoy como una cuba. —No se atrevía a cerrar los ojos por miedo de quedarse dormido. Tras el velo del sueño lo aguardaban los Pesares. Los peldaños de piedra ascendían interminables, empinados, resbaladizos y traicioneros, y arriba estaría el Señor de la Mortaja—. No quiero conocer al Señor de la Mortaja. —Se vistió a duras penas y se tambaleó en dirección a la escalera—. Grif me va a desollar. Bueno, ¿por qué no? Si hay un enano que merece que lo desuellen, ese soy yo».
A medio camino escaleras abajo perdió pie, pero se las arregló para parar la caída con las manos y convertirla en una torpe voltereta lateral. Las prostitutas que aguardaban abajo alzaron la vista atónitas cuando fue a aterrizar ante el último peldaño. Tyrion rodó hasta ponerse en pie y las saludó con una reverencia.
—Borracho soy mucho más ágil. —Se volvió hacia el propietario—. Lamento deciros que os he ensuciado la alfombra. La chica no tiene la culpa. Os la pagaré. —Sacó un puñado de monedas y se las tiró.
—Gnomo —dijo una voz ronca a su espalda.
En un rincón de la estancia, entre las sombras, había un hombre sentado con una prostituta que se contoneaba en su regazo.
«A esa chica no la había visto. Si llego a verla subo con ella y no con la pecosa». Era más joven que las otras, esbelta y bonita, con una larga cabellera de un rubio casi blanco. Lysena, probablemente. Pero el hombre cuyo regazo ocupaba era sin duda de los Siete Reinos: corpulento, ancho de hombros, cuarenta años y ni un día menos. Estaba medio calvo, pero tenía una barba descuidada que le cubría las mejillas y la barbilla, y el vello espeso le crecía hasta en los nudillos.
A Tyrion no le gustó su aspecto, y menos aún el gran oso negro que lucía en el jubón.
«Lana. Va vestido de lana, con este calor. Solo un caballero puede ser tan imbécil».
—Qué agradable sorpresa oír la lengua común tan lejos de casa —se obligó a decir—, pero me temo que os habéis confundido. Me llamo Hugor Colina. ¿Puedo invitaros a una copa de vino, amigo?
—Ya he bebido suficiente.
El caballero apartó a la prostituta y se puso de pie. Tenía cerca el cinturón de la espada, colgado de un gancho. Lo cogió y desenvainó, con un susurro de acero contra cuero. Las prostitutas observaban la escena con avidez, con la luz de las velas reflejada en los ojos. El propietario se había esfumado.
—Sois mío, Hugor.
Tyrion sabía que no podría huir, igual que no podría ganar si presentaba batalla. Con lo borracho que estaba, ni siquiera lo derrotaría en un duelo de ingenio. Extendió las manos.
—¿Qué pensáis hacer conmigo?
—Entregaros —dijo el caballero—. A la reina.