La Aventura apestaba. Se vanagloriaba de sus sesenta remos, su vela única y un casco largo y esbelto que prometía velocidad.
«Es pequeña, pero puede servirnos —pensó Quentyn al verla. Eso había sido antes de subir a bordo y percibir el olor—. Cerdos», fue su impresión inicial, pero a la segunda bocanada de aire cambió de opinión. Los cerdos tenían un olor más limpio. Aquel era el hedor de orina, carne podrida y excrementos en un orinal; apestaba a cadáver, a pústulas y a heridas infectadas, y era un olor tan fuerte que ahogaba los del salitre y el pescado del puerto.
—Me da ganas de vomitar —comentó a Gerris Drinkwater.
Estaban esperando al capitán del barco, y se derretían bajo el calor sofocante al tiempo que se ahogaban en el hedor que les llegaba de cubierta.
—Si el capitán huele como su barco, confundirá tu vómito con perfume —replicó Gerris.
Quentyn estaba a punto de sugerir que probaran suerte en otro barco cuando el capitán apareció por fin, acompañado de dos tripulantes con aspecto de granujas. Gerris los recibió con una sonrisa. No hablaba el volantino tan bien como Quentyn, pero para mantener su tapadera tenía que llevar la voz cantante. En la Ciudad de los Tablones, Quentyn se había hecho pasar por mercader de vinos, pero la farsa había llegado a cansarlo, de modo que cuando los dornienses cambiaron de barco en Lys, aprovecharon para cambiar de papeles. A bordo de la Triguero, Cletus Yronwood se hizo pasar por el mercader y Quentyn por el criado; en Volantis, tras la muerte de Cletus, Gerris asumió el papel de mayor importancia.
Gerris Drinkwater era alto y de piel clara, con los ojos de color azul verdoso, el pelo como la arena bañada por los rayos del sol y una constitución esbelta, atractiva. Tenía un porte tan confiado que bordeaba la arrogancia. Nunca parecía incómodo, y hasta cuando desconocía el idioma encontraba la manera de hacerse entender. En comparación, Quentyn quedaba muy por debajo con sus piernas cortas y rechonchas, su complexión recia y su pelo castaño como la tierra recién labrada. Tenía la frente demasiado despejada, la mandíbula demasiado cuadrada y la nariz demasiado ancha.
—Tienes cara de honrado —le había dicho una chica en cierta ocasión—, pero deberías sonreír más a menudo.
A Quentyn Martell, igual que a su señor padre, nunca le había resultado fácil sonreír.
—¿Es veloz vuestra Aventura? —preguntó Gerris en su titubeante alto valyrio.
—No hay barco más rápido, honorable señor. —El capitán de la Aventura reconoció el acento y respondió en la lengua común de Poniente—. La Aventura podría adelantar al mismísimo viento. Decidme adónde queréis ir y os llevaré antes de que os deis cuenta.
—Quiero ir a Meereen con mis dos criados.
Aquello hizo que el capitán se detuviera en seco.
—No sería la primera vez que voy a Meereen. No me costaría encontrar el rumbo, pero ¿para qué? Allí ya no hay esclavos ni nos espera ningún beneficio. La reina de plata ha acabado con todo. Incluso ha cerrado los reñideros, así que los pobres marineros no tienen ni adonde ir a divertirse mientras les cargan las bodegas del barco. Decidme, mi buen amigo ponienti, ¿qué se os ha perdido en Meereen?
«La mujer más bella del mundo —pensó Quentyn—. Mi futura esposa, si los dioses lo quieren. —En ocasiones, en plena noche, se despertaba imaginando su cuerpo y su silueta, y preguntándose por qué querría casarse con él una mujer como aquella, habiendo tantos príncipes—. Yo soy Dorne. Lo que querrá es Dorne».
—Nuestra familia se dedica al comercio del vino. —Gerris empezó con el embuste que habían acordado previamente—. Mi padre tiene grandes viñedos en Dorne y quiere que abra mercados. Tenemos la esperanza de que las buenas gentes de Meereen estén interesadas en nuestro producto.
—¿En vino? ¿Vino de Dorne? —El capitán no parecía nada convencido—. Las ciudades esclavistas están en guerra. ¿Acaso no lo sabéis?
—La guerra es entre Yunkai y Astapor, según tenemos entendido. Meereen no se ha involucrado.
—Todavía no, pero en estos momentos hay un enviado de la Ciudad Amarilla en Volantis, contratando mercenarios. Los Lanzas Largas ya han embarcado hacia Yunkai, y los Hijos del Viento y la Compañía del Gato los seguirán en cuanto terminen de reclutar más hombres. La Compañía Dorada marcha también hacia el este. Todo el mundo sabe esto.
—Si vos lo decís… Yo comercio con vino, no con guerras. Estaréis de acuerdo en que los vinos ghiscarios son muy inferiores, y los meereenos pagarán un buen precio por mis cosechas dornienses.
—Los muertos no beben vino. —El capitán de la Aventura se pasó los dedos por la barba—. Creo que no soy el primer capitán con el que habláis. Ni el décimo.
—No —admitió Gerris.
—¿A cuántos se lo habéis pedido? ¿A cien?
«Casi, casi», pensó Quentyn. Los volantinos presumían de que las aguas de su puerto bastaban para cubrir las cien islas de Braavos. Quentyn no había estado nunca en Braavos, pero se lo creía: Volantis, la ciudad rica, madura y podrida, cubría la desembocadura del Rhoyne como un cálido beso húmedo, y se extendía por colinas y pantanos a ambas orillas del río. Por doquier había barcos que navegaban río abajo o se dirigían hacia mar abierto, en los muelles y espigones, cargando sus bodegas o descargando mercancías: navíos de guerra, balleneros, galeras mercantes, carracas, cocas pequeñas y grandes, barcoluengos, naves cisne, embarcaciones de Lys, Tyrosh y Pentos, especieros qarthienses del tamaño de palacios, barcos de Tolos, de Yunkai y de las Basilisco. Eran tantos que, al ver el puerto por primera vez desde la cubierta de la Triguero, Quentyn había dicho a sus amigos que solo tendrían que quedarse allí tres días.
Pero habían transcurrido veinte y allí seguían, sin barco. El capitán de la Melantine los había rechazado, al igual que el de la Hija del Triarca y el de la Beso de Sirena. Un contramaestre de la Viajero Osado se rio de ellos sin disimulo, el capitán de la Delfín los insultó por hacerle perder el tiempo, y el de la Séptimo Hijo los acusó de ser piratas. Todo aquello el primer día.
El único que les había dado un motivo de rechazo había sido el capitán de la Cervatillo.
—Es cierto que voy a poner rumbo al este —les dijo ante unas copas de vino aguado—. Hacia el sur rodeando Valyria, y desde ahí hacia donde nace el sol. Nos aprovisionaremos de agua y víveres en el Nuevo Ghis y luego remaremos hacia Qarth y Puertas de Jade. No hay viaje exento de peligros, y cuanto más largos, más azaroso. ¿Por qué voy a buscar riesgos adicionales desviándome hacia la bahía de los Esclavos? La Cervatillo es mi instrumento de trabajo. No pienso arriesgarla para meter a tres dornienses locos en medio de una guerra.
Quentyn empezaba a pensar que habrían hecho mejor en comprarse un barco propio en la Ciudad de los Tablones, aunque eso habría llamado la atención más de lo que querían. La Araña tenía informadores en todas partes, hasta en los salones de Lanza del Sol. «Dorne sangrará si te descubren —le había advertido su padre mientras contemplaban los juegos de los niños en los estanques y fuentes de los Jardines del Agua—. No te equivoques: lo que hacemos es traición. Confía solamente en tus compañeros y haz lo posible por pasar desapercibido».
Gerris Drinkwater dedicó al capitán de la Aventura su sonrisa más irresistible.
—Si queréis que os sea sincero, no llevo la cuenta del número de cobardes que nos han rechazado, pero en la Casa del Mercader oí comentar que vos erais más osado, más proclive a correr riesgos a cambio del oro suficiente.
«Es un contrabandista», pensó Quentyn. Eso era lo que opinaban los demás mercaderes del capitán de la Aventura.
—Es un contrabandista y un esclavista, mitad pirata y mitad alcahuete, pero tal vez sea lo que buscáis —les había dicho el posadero.
El capitán se frotó el índice y el pulgar.
—¿Qué cantidad de oro consideráis suficiente para este viaje?
—El triple de lo que cobraríais por un pasaje a la bahía de los Esclavos.
—¿Por cada uno de vosotros? —El capitán mostró los dientes en algo que tal vez tratara de ser una sonrisa, pero que distorsionaba su rostro enjuto en un rictus animal—. Es posible. Tenéis razón: soy más osado que la mayoría de los capitanes. ¿Cuándo queréis zarpar?
—Cuanto antes.
—Trato hecho. Volved mañana una hora antes del amanecer con vuestros amigos y vuestros vinos. Será mejor zarpar mientras Volantis duerme; así evitaremos cualquier pregunta inoportuna sobre nuestro rumbo.
—Como digáis. Una hora antes del amanecer.
La sonrisa del capitán se calentó considerablemente.
—Es un placer poder ayudaros. Tendremos una feliz travesía.
—No me cabe duda.
El capitán pidió cerveza, y ambos brindaron por el éxito de su aventura.
—Qué hombre más agradable —comentó Gerris después, mientras volvía con Quentyn al pie del muelle donde los aguardaba el hathay que habían alquilado. La atmósfera era densa, cálida y pegajosa, y el sol brillaba tanto que ambos caminaban con los ojos entrecerrados.
—La ciudad entera es agradable —asintió Quentyn. «Y hasta empalagosa». Allí se cultivaban remolachas por todas partes, y con ellas se preparaba una sopa fría tan espesa que parecía miel escarlata. Los vinos también eran dulces—. Pero mucho me temo que nuestra feliz travesía también será breve. Ese hombre tan agradable no tiene la menor intención de llevarnos a Meereen. Ha aceptado tu oferta demasiado pronto. Nos cobrará el triple de la tarifa habitual, eso seguro, y en cuanto nos hayamos hecho a la mar nos cortará el cuello y se quedará con el resto de nuestro oro.
—O nos encadenará a un remo junto con esos desgraciados cuyo olor nos llegaba. Vamos a tener que buscarnos otro contrabandista un poco mejor.
El conductor los aguardaba junto a su hathay. En Occidente habría sido un vulgar carro de bueyes, aunque mucho más ornamentado que ninguno que Quentyn hubiera visto en Dorne. Y no estaba enganchado a un buey, sino a una elefanta enana con la piel del color de la nieve sucia. En Volantis abundaban aquellos animales.
Quentyn habría preferido ir andando, pero estaban a varias leguas de su posada. Además, el posadero de la Casa del Mercader les había advertido de que desplazarse a pie los marcaría a los ojos de volantinos y capitanes extranjeros. Las personas de nivel viajaban en palanquín o en la parte trasera de un hathay… y, por pura casualidad, el tabernero tenía un primo que poseía varios de aquellos cachivaches y estaría encantado de ponerse a su servicio. El conductor era un esclavo del primo, un hombre menudo con una rueda tatuada en la mejilla que no llevaba más ropa que un taparrabos y unas sandalias. Tenía la piel del color de la teja y los ojos como esquirlas de pedernal. Los ayudó a acomodarse en el banco almohadillado dispuesto entre las dos grandes ruedas de madera del carro y se subió al lomo de la elefanta.
—A la Casa del Mercader —le ordenó Quentyn—, pero ve por los muelles.
Más allá del puerto y la brisa que en él soplaba, en las calles y callejones de Volantis hacía tanto calor que cualquiera podría ahogarse en su propio sudor, al menos en aquel lado del río.
El conductor gritó algo a su elefanta en la lengua local. La bestia empezó a moverse, meciendo la trompa de un lado a otro. El carro echó a andar tras ella mientras el conductor gritaba a marinos y esclavos para que se apartaran del camino. Era fácil distinguir a los primeros de los segundos, porque todos los esclavos llevaban tatuajes: una máscara de plumas azules, un relámpago que iba de la frente a la mandíbula, una moneda en la mejilla, manchas de leopardo, una calavera, una jarra… El maestre Kedry decía que en Volantis había cinco esclavos por cada hombre libre, aunque no llegó a vivir lo suficiente para comprobarlo: pereció la mañana en que los corsarios abordaron la Triguero.
Aquel día, Quentyn había perdido a otros dos amigos: Willam Wells, con sus pecas y sus dientes desiguales, tan audaz con la lanza, y Cletus Yronwood, atractivo a pesar de su ojo vago, siempre procaz, siempre sonriente. Cletus había sido el mejor amigo de Quentyn durante la mitad de su vida; solo les faltó compartir sangre para ser hermanos.
—Dale un beso a tu prometida de mi parte —le había susurrado justo antes de morir.
Los corsarios los habían abordado en la oscuridad, poco antes del amanecer, con la Triguero anclada ante las costas de las Tierras de la Discordia. La tripulación los había rechazado, pero les había costado doce vidas. Tras la lucha, los marineros despojaron a los corsarios muertos de botas, cinturones y armas, se repartieron el contenido de sus monederos y les arrancaron las piedras preciosas de las orejas y los anillos de los dedos. Uno de los cadáveres era tan gordo que el cocinero del barco había tenido que cortarle los dedos con una hachuela para quitarle las sortijas, y tres trigueros tuvieron que unir fuerzas para llevarlo rondando hasta la borda y tirarlo al mar. Lo siguió el resto de los piratas, sin una oración ni un atisbo de ceremonia.
Sus muertos recibieron un trato más delicado. Los marinos envolvieron los cadáveres en lona y la cosieron, y lastraron las bolsas con piedras para que se hundieran más deprisa. El capitán ofició la oración ante los tripulantes, que rezaron por las almas de sus camaradas caídos. Luego se volvió hacia sus pasajeros dornienses, los tres que quedaban de los seis que habían subido a bordo en la Ciudad de los Tablones. Hasta el hombretón había salido de la bodega de la nave, con la tez pálida y verdosa y el paso inseguro, para presentar sus últimos respetos.
—Alguno de vosotros debería decir unas palabras por vuestros muertos —sugirió el capitán.
Gerris había tenido que mentir frase tras frase, porque no podía decir la verdad sobre quiénes eran ni por qué habían llegado hasta allí.
«No deberían haber tenido ese final».
—Será una aventura que contaremos a nuestros nietos —había augurado Cletus el día en que salieron del castillo de su padre.
—Querrás decir que se la contarás a las mozas en las tabernas —replicó Will con expresión burlona—, a ver si con un poco de suerte se levantan las faldas.
Cletus le dio un empujón.
—Para tener nietos hay que tener hijos, y para tener hijos hay que levantar unas cuantas faldas.
Más adelante, en la Ciudad de los Tablones, los dornienses habían brindado por la futura esposa de Quentyn entre bromas groseras sobre la inminente noche de bodas. También hablaron de las maravillas que verían, las hazañas que llevarían a cabo, la gloria que alcanzarían. «Y lo único que obtuvieron fue un saco de lona lleno de piedras». Quentyn lloraba la pérdida de Will y Cletus, pero a quien más echaba en falta era al maestre. Kedry hablaba los idiomas de todas las Ciudades Libres, hasta el bárbaro ghiscario de la bahía de los Esclavos.
—Os acompañará el maestre Kedry —le había dicho su padre la noche de su partida—. Presta atención a todo lo que te diga; ha dedicado media vida a estudiar las Nueve Ciudades Libres.
Quentyn se figuraba que las cosas les habrían resultado mucho más fáciles si hubieran seguido contando con su guía y ayuda.
—Vendería a mi madre por una brizna de brisa —comentó Gerris mientras avanzaban entre la multitud—. Esto está más húmedo que el coño de la Doncella, y no es ni mediodía. No soporto esta ciudad.
Quentyn no podía estar más de acuerdo. La humedad pegajosa de Volantis le sorbía las fuerzas y le daba la sensación de estar siempre sucio. Lo peor era saber que no mejoraría con la caída de la noche. En las altas praderas situadas al norte de las propiedades de lord Yronwood, el ambiente se refrescaba y limpiaba al anochecer, por caluroso que hubiera sido el día. Allí no. En Volantis, las noches eran casi tan calurosas como los días.
—La Diosa zarpa mañana rumbo al Nuevo Ghis —le recordó Gerris—. Así al menos nos acercaríamos algo.
—El Nuevo Ghis es una isla, con un puerto mucho más pequeño que este. Estaríamos más cerca, sí, pero probablemente nos quedaríamos varados. Además, el Nuevo Ghis se ha aliado con los yunkios. —La noticia no había tomado a Quentyn por sorpresa. Tanto el Nuevo Ghis como Yunkai eran ciudades ghiscarias—. Si Volantis se aliara también con ellos…
—Tenemos que buscar un navío que venga de Poniente —sugirió Gerris—. Un barco mercante de Lannisport o de Antigua.
—No hay muchos que se aventuren hasta aquí, y los que llegan llenan las bodegas con seda y especias en el mar de Jade y ponen rumbo a casa.
—Los braavosi son descendientes de esclavos fugados. No comercian en la bahía de los Esclavos.
—¿Tenemos suficiente oro para comprar un barco?
—¿Y quién lo va a tripular? ¿Tú? ¿Yo? —Los dornienses no habían sido buenos marinos desde los tiempos en que Nymeria quemó sus diez mil naves—. Los mares que rodean Valyria son procelosos, y abundan los corsarios.
—Estoy harto de corsarios. Será mejor que no compremos un barco.
«Para él no es más que un juego —advirtió Quentyn—. Igual que aquella vez que los seis subimos a las montañas para buscar la guarida del Rey Buitre. —A Gerris Drinkwater ni se le pasaba por la cabeza la idea de fracasar; menos aún, la de morir. Ni siquiera la muerte de tres amigos había servido para darle una lección—. Esa parte me la deja a mí. Sabe que está en mi naturaleza ser cauto, igual que está en la suya ser osado».
—Puede que el grandullón esté en lo cierto —dijo Gerris—. Al cuerno con el mar, podemos terminar el viaje por tierra.
—Ya sabes por qué lo propone —replicó Quentyn—. Prefiere morir antes que volver a pisar otro barco.
Su compañero se había pasado todo el viaje mareado. En Lys había tardado cuatro jornadas enteras en recuperar las fuerzas. Se vieron obligados a hospedarse en una posada para que el maestre Kedry pudiera tumbarlo en un lecho de plumas y darle caldos y pócimas hasta que las mejillas se le pusieron rosadas otra vez.
Era verdad que se podía llegar a Meereen por tierra, por los viejos caminos de Valyria. Los caminos del Dragón, como llamaban a las grandes vías de piedra del Feudo Franco; pero el que discurría hacia el este, desde Volantis hasta Meereen, se había granjeado un nombre más siniestro: el camino del Demonio.
—El camino del Demonio es peligroso y demasiado lento —dijo Quentyn—. Tywin Lannister enviará a sus hombres a por la reina en cuanto llegue la noticia a Desembarco del Rey. —De eso estaba convencido su padre—. Vendrán armados. Si la encuentran antes que nosotros…
—Esperemos que sus dragones los huelan y se los coman —zanjó Gerris—. Bueno, pues si no hay manera de encontrar un barco y no quieres que vayamos a caballo, ya podemos ir buscando pasaje de vuelta a Dorne.
«¿Y volver a Lanza del Sol derrotado, con el rabo entre las piernas?». Quentyn no se veía capaz de soportar la decepción de su padre, y el desprecio de las Serpientes de Arena sería atroz. Doran Martell había puesto en sus manos el destino de Dorne; mientras le quedara un soplo de vida, no podía fallarle.
El calor parecía nacer de los adoquines mientras el hathay traqueteaba sobre sus ruedas rematadas en hierro, con lo que el entorno parecía una escena casi onírica. Tiendas y tenderetes de todo tipo se alzaban entre los almacenes y embarcaderos del puerto. En unas se podían adquirir ostras frescas; en otras, grilletes y cadenas de hierro; en otras, piezas de sitrang talladas en jade y marfil. También había templos donde los marineros ofrecían sacrificios a dioses extranjeros, y junto a ellos, casas de las almohadas desde cuyos balcones las mujeres llamaban a los transeúntes.
—No te pierdas a esa —apremió Gerris al pasar junto a una casa—. Me parece que se ha enamorado de ti.
«¿Y cuánto cuesta el amor de una prostituta?». A decir verdad, a Quentyn siempre lo habían puesto nervioso las chicas, sobre todo si eran hermosas. Al llegar a Palosanto se había ofuscado con Ynys, la hija mayor de lord Yronwood. Nunca llegó a decir una palabra de lo que sentía, pero acarició durante años aquel sueño… hasta el día en que la enviaron para contraer matrimonio con ser Ryon Allyron, el heredero de Bondadivina. La última vez que la había visto tenía un rorro al pecho y un mocoso agarrado de las faldas.
Después de Ynys llegaron las gemelas Drinkwater, un par de doncellas jóvenes de piel tostada que adoraban la cetrería, la caza, escalar y hacer sonrojar a Quentyn. Una de ellas le había dado su primer beso, aunque no llegó a saber cuál. Eran hijas de un caballero hacendado, y por tanto de origen demasiado humilde para considerarlas con vistas al matrimonio, pero a Cletus no le parecía motivo suficiente para dejar de besarlas.
—Cuando te cases, toma a una de ellas como amante. O a las dos, ¿por qué no?
A Quentyn se le ocurrían muchas razones por las que no, de modo que desde aquel momento esquivó en la medida de lo posible a las gemelas, y no hubo un segundo beso.
Más recientemente, a la hija pequeña de lord Yronwood le había dado por seguirlo por todo el castillo. Gwyneth tenía doce años y era una cría menuda y flaca que destacaba por sus ojos oscuros y su melena castaña en una familia de rubios con ojos azules. Pero era lista, tan rápida con las palabras como con las manos, y le encantaba recordarle a Quentyn que tenía que esperar a que floreciera para casarse con ella.
Aquello ocurría antes de que el príncipe Doran lo convocara a los Jardines del Agua, pero entonces, la mujer más bella del mundo lo aguardaba en Meereen. Quentyn estaba plenamente decidido a cumplir con su deber y casarse con ella.
«No me rechazará. Cumplirá su parte del acuerdo. —Daenerys Targaryen necesitaría Dorne para hacerse con los Siete Reinos, y por tanto lo necesitaría a él—. Eso no quiere decir que vaya a amarme, claro. Puede que ni siquiera le guste».
El camino describía una curva en la desembocadura del río, y en el recodo había varios vendedores de animales que ofrecían lagartos ocelados, serpientes rayadas gigantes y ágiles monitos con cola anillada y manitas rosadas de lo más habilidoso.
—A lo mejor a tu reina de plata le gustaría tener un mono —comentó Gerris.
Quentyn no tenía ni idea de qué le gustaba a Daenerys Targaryen. Había prometido a su padre que la llevaría a Dorne, pero cada vez albergaba más dudas sobre su aptitud para tal misión.
«Yo no pedí esto», pensó.
Al otro lado de la ancha franja del Rhoyne se divisaba la Muralla Negra que habían alzado los valyrios cuando Volantis no era más que un puesto avanzado de su imperio: un gran óvalo de piedra fundida, de setenta varas de alto y tan ancha que por su parte superior podían correr a la vez seis cuadrigas, cosa que sucedía una vez al año durante las fiestas que conmemoraban la fundación de la ciudad. Ni forasteros ni extranjeros ni libertos podían cruzar la Muralla Negra salvo que mediara invitación de sus habitantes, vástagos de la Antigua Sangre capaces de remontarse a la mismísima Valyria recitando los nombres de sus antepasados.
Allí el tráfico era más denso; se encontraban cerca del extremo occidental del puente Largo, que unía las dos mitades de la ciudad. Las calles estaban atestadas de carros, carretones y hathays, todos ellos dispuestos a cruzar el puente abandonándolo. Había esclavos por todas partes, numerosos como cucarachas, que se afanaban para cumplir los encargos de sus amos.
En las inmediaciones de la plaza del Pescado y la Casa del Mercader oyeron unos gritos procedentes de un callejón, y una docena de lanceros inmaculados, con sus armaduras ornamentadas y sus capas de piel de tigre, salió de la nada para abrir paso al triarca, que llegaba a lomos de su elefante. Era una bestia inmensa de piel gris con una hermosa armadura esmaltada que tintineaba con cada movimiento, y el castillo que llevaba en el lomo era tan alto que rozó el arco de piedra al pasar bajo él.
—Los triarcas se consideran tan superiores que sus pies no pueden rozar el suelo durante el año que pasan en el cargo —informó Quentyn a su compañero—. Siempre van en elefante.
—Bloqueando las calles y dejando montañas de mierda a su paso —señaló Gerris—. ¿Para qué necesitan tres príncipes en Volantis, si en Dorne nos las arreglamos con uno?
—Los triarcas no son reyes ni príncipes. Volantis es un feudo franco, igual que la Valyria de antaño. Todos los hacendados feudales comparten el poder; hasta las mujeres tienen derecho de voto si poseen tierras. Los tres triarcas se eligen de entre las familias nobles que pueden demostrar que descienden de la antigua Valyria, y ejercen el poder hasta el primer día del año nuevo. Todo esto lo sabrías tú también si te hubieras tomado la molestia de leer el libro que te dio el maestre Kedry.
—No tenía dibujos.
—Tenía mapas.
—Los mapas no cuentan. Si me hubiera dicho que salían tigres y elefantes, a lo mejor habría probado a leerlo, pero tenía pinta de libro de historia, y claro…
Cuando su hathay llegó junto a la plaza del Pescado, la elefanta levantó la trompa y barritó como un gigantesco ganso blanco, reacia a adentrarse en la marea de carros, carromatos, palanquines y peatones. El conductor la golpeó con los talones para obligarla a moverse.
Todos los pescaderos habían salido a pregonar su mercancía. Quentyn entendía como mucho una palabra de cada dos, pero no le hacían falta palabras para reconocer el pescado. Vio bacalaos, peces vela, sardinas, toneles de mejillones y almejas… En un tenderete había anguilas colgadas, y en otro se exhibía una tortuga gigantesca, pesada como un caballo, colgada de las patas traseras con cadenas de hierro. Los cangrejos forcejeaban en los toneles de salmuera y algas, y varios vendedores estaban friendo pescado con cebollas y remolachas, u ofreciendo un guiso de pescado muy cargado de pimienta que habían preparado en cazoletas de hierro.
En el centro de la plaza, bajo la estatua agrietada y decapitada de algún triarca muerto, una multitud había empezado a arremolinarse en torno a unos enanos que iban a dar un espectáculo. Los hombrecillos llevaban armaduras de madera; parecían caballeros en miniatura que se dispusieran a justar. Quentyn vio como uno montaba a lomos de un perro y otro saltaba sobre un cerdo… para resbalar acto seguido, con lo que provocó una carcajada general.
—Tienen gracia —comentó Gerris—. ¿Nos quedamos a verlos pelear? Te conviene reírte un poco, Quent. Pareces un viejo que lleve meses sin ir al escusado.
«Tengo dieciocho años: seis menos que tú —pensó Quentyn—. No soy ningún viejo».
—No me sirve de nada lo graciosos que sean esos enanos, a menos que tengan un barco.
—Si lo tienen, será pequeñito.
La Casa del Mercader, con sus cuatro pisos, se alzaba sobre los muelles, malecones y almacenes de los alrededores. Allí se mezclaban los comerciantes de Antigua y Desembarco del Rey con sus colegas de Braavos, Pentos y Myr, con ibbeneses velludos y qarthienses pálidos, con hombres de las Islas del Verano ataviados con capas de plumas e incluso con enmascarados portadores de sombras de Asshai.
Cuando Quentyn bajó del hathay sintió el calor de los adoquines a través de la suela de cuero. Ante la Casa del Mercader, a la sombra, había una mesa dispuesta sobre caballetes y adornada con gallardetes azules y blancos que ondeaban con cada soplo de aire. Cuatro mercenarios de ojos como pedernal rondaban por las inmediaciones de la mesa y llamaban a cualquier hombre o niño que pasara por allí.
«Hijos del viento. —Quentyn ya los había visto. Los sargentos estaban buscando carne fresca para sus filas antes de zarpar hacia la bahía de los Esclavos—. Cada hombre que se aliste con ellos es otra espada para Yunkai, otro puñal que quiere beber la sangre de mi futura prometida». Un hijo del viento los llamó a gritos.
—No hablo valyrio —le respondió Quentyn.
Sabía leer y escribir alto valyrio, pero no tenía práctica a la hora de hablarlo, y la rama volantina se había alejado mucho del árbol original.
—¿Ponientis? —preguntó el hombre en la lengua común.
—Dornienses. Mi señor comercia con vinos.
—¿Tu señor? Que le den por culo. ¿Qué eres? ¿Un esclavo? Ven con nosotros y serás tu propio señor. ¿Quieres morir en la cama? Nosotros te enseñaremos a manejar la espada y la lanza. Irás a la batalla con el Príncipe Desharrapado y al volver serás más rico que un noble. Tendrás lo que quieras: mujeres, muchachitos, oro… Basta con que seas bastante hombre para cogerlo. Somos los hijos del viento y nos cagamos en la diosa asesina.
Dos mercenarios empezaron a vocear una canción de marcha. Quentyn entendió lo suficiente para captar la idea.
«Somos los Hijos del Viento —decía la letra—. Que el viento nos empuje hacia el este, a la bahía de los Esclavos. Allí mataremos al rey carnicero y nos follaremos a la reina dragón».
—Si Cletus y Will siguieran con nosotros, volveríamos con el grandullón y les daríamos una buena paliza a estos —dijo Gerris.
«Cletus y Will han muerto».
—No les hagas ni caso —replicó Quentyn.
Entraron en la Casa del Mercader perseguidos por las chanzas de los mercenarios, que los llamaban gallinas sin huevos y niñas miedosas.
El grandullón los esperaba en sus habitaciones de la segunda planta. Aunque el capitán de la Triguero les había recomendado aquella posada, Quentyn no tenía la menor intención de dejar sin vigilancia su oro y posesiones. No había puerto sin ladrones, ratas y putas, y en Volantis abundaban.
—Ya iba a salir a buscaros —dijo ser Achibald Yronwood al tiempo que desatrancaba la puerta. Su primo Cletus era quien había empezado a llamarlo «grandullón», y era una designación muy merecida. Arch medía veinte palmos y era de hombros anchos y barriga prominente, con piernas como troncos, manos como jamones y cuello inexistente. Una enfermedad infantil lo había dejado sin pelo, y su calva le parecía a Quentyn una roca muy lisa y rosada—. Venga, ¿qué dice el contrabandista? ¿Tenemos barca?
—Barco —corrigió Quentyn—. Sí, nos llevará, pero directos al infierno.
Gerris se sentó en un catre desnivelado y se quitó las botas.
—Dorne me resulta cada vez más apetecible.
—Insisto en que deberíamos ir por el camino del Demonio. Seguro que no es tan peligroso como dicen. Y aunque lo sea, así habrá más gloria para quienes se aventuren por él. ¿Quién se atreverá a importunarnos? La espada de Manan y mi martillo son más de lo que puede digerir ningún demonio.
—¿Y si Daenerys muere antes de que lleguemos a ella? —preguntó Quentyn—. Necesitamos un barco, aunque sea la Aventura.
—Si no te importa soportar esa peste durante meses, estás más loco por Daenerys de lo que creía —rio Gerris—. Yo tardaría menos de tres días en rogarles que me mataran. No, príncipe mío, te lo suplico, lo que sea menos la Aventura.
—¿Se te ocurre una manera mejor de viajar? —replicó Quentyn.
—Pues sí. Acabo de tener una idea. Te adelanto que no es nada honroso y no carece de riesgos…, pero te llevará junto a tu reina más deprisa que el camino del Demonio.
—Habla —dijo Quentyn Martell.