Tyrion (1)

No dejó de beber en todo lo que duró la travesía del mar Angosto.

El barco era pequeño, y su camarote, todavía más, y el capitán no le permitía subir a cubierta. El balanceo del barco le revolvía el estómago, y la puñetera comida sabía aún peor cuando la vomitaba. Pero ¿para qué quería tasajo de buey, queso duro y pan agusanado si se podía alimentar de vino? Era un tinto avinagrado y contundente, y a veces hasta eso lo vomitaba, pero siempre había más.

—El mundo está lleno de vino —masculló en la humedad de su camarote. Su padre siempre había despreciado a los borrachos, pero ¿qué importaba? Estaba muerto. Él lo había matado. «Una saeta en el bajo vientre, mi señor, toda para ti. Si llego a tener mejor puntería, te la meto por la polla con la que me hiciste, hijoputa de mierda».

Bajo la cubierta nunca era de día ni de noche. Tyrion medía el paso del tiempo por las visitas del grumete que le llevaba comidas que no probaba. El chico aparecía siempre con un cepillo y un cubo para limpiar.

—¿Este vino es dorniense? —le preguntó Tyrion en cierta ocasión al tiempo que le quitaba el tapón al odre—. Me recuerda a una serpiente que conocía. El tipo era de lo más divertido, hasta que le cayó encima una montaña.

El grumete no respondió. Era un chaval feúcho, aunque sin duda más atractivo que cierto enano con media nariz y una cicatriz que le cruzaba la cara del ojo a la barbilla.

—¿Te he ofendido en algo? —le preguntó mientras el muchacho se afanaba cepillando el suelo—. ¿Te han dicho que no hables conmigo? ¿O es que un enano se tiró a tu madre? —También aquello quedó sin respuesta—. ¿Hacia dónde vamos? Al menos dime eso. —Jaime había mencionado las Ciudades Libres, pero ninguna en concreto—. ¿A Braavos? ¿A Tyrosh? ¿A Myr? —Tyrion habría preferido ir a Dorne. «Myrcella es mayor que Tommen; según las leyes dornienses, le corresponde a ella subir al Trono de Hierro. La ayudaré a reclamar lo que le corresponde, como sugirió el príncipe Oberyn».

Pero Oberyn había muerto con la cabeza destrozada bajo el guantelete de ser Gregor Clegane. Y sin el apoyo de la Víbora Roja, ¿Doran Martell querría considerar siquiera un plan tan arriesgado?

«A lo mejor, lo que hace es cargarme de cadenas y devolverme a mi querida hermana. —Tal vez el Muro fuera mejor lugar. Mormont, el Viejo Oso, le había dicho que la Guardia de la Noche siempre tenía necesidad de hombres como Tyrion—. Pero puede que Mormont ya esté muerto. Puede que, a estas alturas, Slynt sea el lord comandante. —Seguro que el hijo del carnicero no habría olvidado quién lo mandó al Muro—. Además, ¿de verdad quiero pasarme el resto de mi vida comiendo tasajo y gachas entre ladrones y asesinos?». También era cierto que el resto de su vida no sería muy largo. Janos Slynt se encargaría de eso.

El grumete mojó el cepillo en el cubo y restregó con energía.

—¿Has ido alguna vez a las casas de placer de Lys? —preguntó el enano—. A lo mejor es ahí adonde van las putas.

Tyrion no se acordaba de cómo se decía puta en valyrio, y en cualquier caso, ya era tarde. El muchacho echó el cepillo al cubo y se marchó.

«El vino me ha reblandecido los sesos. —Había aprendido de su maestre a leer alto valyrio, pero lo que hablaban en las Nueve Ciudades Libres… En fin, no era exactamente un dialecto, sino más bien nueve dialectos que no tardarían en convertirse en idiomas bien diferenciados. Tyrion sabía un poco de braavosi y tenía nociones básicas de myriense. En Tyrosh sería capaz de blasfemar, llamar tramposo a cualquiera y pedir una cerveza, todo gracias a un mercenario que había conocido en la Roca—. En Dorne, al menos, hablan la lengua común. —Al igual que sucedía con las leyes y la comida dornienses, el idioma estaba bien condimentado por el rhoynar, pero se entendía—. Dorne, sí. Lo mío es Dorne». Se acostó en su camastro, aferrado a aquel pensamiento como un niño a su muñeco.

A Tyrion Lannister siempre le había costado conciliar el sueño; en aquel barco, la mayor parte del tiempo le resultaba directamente imposible, aunque en ocasiones conseguía beber lo suficiente para perder un rato el conocimiento. Por lo menos no soñaba. Estaba hasta la coronilla de sueños, aunque también era cierto que no tenía la coronilla a mucha altura.

«¡Y con qué tonterías he soñado! Amor, justicia, amistad, gloria… Tanto me habría dado soñar con ser alto».

Todo aquello estaba fuera de su alcance; por fin se había dado cuenta. Ya lo sabía. Lo que seguía sin saber era adónde iban las putas. «Adonde quiera que vayan las putas —había dicho su padre—. Esas fueron sus últimas palabras. —La ballesta vibró, lord Tywin cayó sentado y Tyrion Lannister tuvo que anadear por la oscuridad acompañado por Varys. Seguramente había vuelto a bajar por el hueco, los doscientos treinta peldaños, hasta el lugar donde resplandecían las brasas anaranjadas en la boca de un dragón de hierro. No recordaba nada, solo el ruido vibrante que había hecho la ballesta y el hedor de cuando a su padre se le aflojaron los intestinos—. Hasta moribundo fue capaz de llenarme la vida de mierda».

Varys lo había acompañado por los túneles, pero no cruzaron palabra hasta que hubieron salido junto al Aguasnegras, donde Tyrion había ganado una batalla y perdido una nariz. Entonces el enano se giró hacia el eunuco.

—He matado a mi padre —le dijo en el mismo tono con que habría podido decirle: «Me he dado un golpe en el dedo gordo».

El consejero de los rumores iba vestido de hermano mendicante, con una apolillada túnica marrón de tela basta y una capucha que le ocultaba las regordetas mejillas imberbes y la calva.

—No deberíais haber subido por esa escalera —le reprochó.

«Adonde quiera que vayan las putas». Tyrion le había advertido a su padre que no repitiera aquella palabra.

«Si no llego a disparar, se habría dado cuenta de que mis amenazas no valían nada. Me habría quitado la ballesta de las manos, igual que me arrancó a Tysha de los brazos. Estaba levantándose cuando lo maté».

—También he matado a Shae —confesó a Varys.

—Ya erais consciente de qué era.

—Sí. Pero no sabía qué era él.

—Pues ya lo sabéis. —Varys disimuló una risita.

«Tendría que haber matado al eunuco, ya puestos. —¿Qué más daba un poco de sangre adicional en las manos? No habría sabido decir qué detuvo su puñal. No fue la gratitud, desde luego. Varys lo había salvado de la espada del verdugo, pero solo porque Jaime se lo había ordenado—. Jaime… No, es mejor que no piense en Jaime».

Para evitarlo abrió otro odre de vino y bebió ansioso como si fuera la teta de una mujer. El tinto le resbaló por la barbilla y le empapó la sucia túnica, la misma que llevaba cuando estaba en la celda. La cubierta se mecía bajo él, y cuando trató de ponerse en pie, se ladeó y lo lanzó contra un mamparo.

«Debe de haber tormenta —pensó—. O a lo mejor estoy más borracho de lo que creía. —Vomitó el vino y se quedó tendido sobre él, sin saber si el barco iba a hundirse—. ¿Esta es tu venganza, padre? ¿Es que el Padre Supremo te ha nombrado su mano?».

—Es el pago que recibe aquel que mata a la sangre de su sangre —dijo mientras el viento aullaba en el exterior.

No era justo ahogar de paso al grumete, al capitán y a toda la tripulación, claro, pero ¿cuándo habían sido justos los dioses? Aquel era el pensamiento que rondaba por su mente cuando lo engulló la oscuridad.

Cuando empezó a recuperar el conocimiento, la cabeza le ardía y el barco daba vueltas a su alrededor, aunque según el capitán habían llegado a puerto. Tyrion le dijo que se callara y se debatió sin energías cuando un corpulento marinero calvo lo cogió debajo del brazo y lo llevó a cubierta, donde lo aguardaba una cuba de vino vacía. Era pequeña y baja, con poco espacio hasta para un enano. Tyrion se resistió tan enconadamente que se meó encima, pero no le sirvió de nada: lo metieron de cabeza en la cuba y le empujaron las piernas hasta que las rodillas le llegaron a las orejas. Lo poco que le quedaba de nariz le picaba de una manera espantosa, pero tenía los brazos tan encajonados que no llegaba a rascarse.

«Un palanquín digno de un hombre de mi altura», pensó mientras clavaban la tapa. Siguió oyendo las voces cuando lo levantaron en vilo. Cada movimiento brusco hacía que su cabeza se golpeara contra el fondo de la cuba. El mundo giró enloquecido cuando hicieron rodar el pequeño tonel, hasta que se detuvo con un golpe que lo obligó a contener un grito. Otra cuba chocó contra la suya, y Tyrion se mordió la lengua.

Fue el viaje más largo de su vida, aunque no duró más de media hora. Lo levantaron y lo bajaron, lo hicieron rodar, lo amontonaron, lo volvieron del derecho y del revés, y volvieron a hacerlo rodar. Oía los gritos de los hombres por entre las duelas de madera, y le llegó también el relincho de un caballo cerca de donde estaba. Empezó a tener calambres en las piernas atrofiadas, que pronto le dolieron tanto que hasta dejó de notar los golpes en la cabeza.

Todo terminó tal como había empezado, con el barril rodando y deteniéndose de repente. Fuera, unas voces desconocidas hablaban en un idioma también desconocido. Empezaron a golpear la tapa de la cuba, que se rajó de repente. La luz entró a raudales, acompañada de aire fresco. Tyrion inhaló una bocanada con ansiedad y trató de incorporarse, pero lo único que consiguió fue hacer caer la cuba y quedar tendido en la tierra prensada del suelo.

Ante él se alzaba un hombre grotesco de puro gordo, con barba amarilla de dos puntas, que llevaba un mazo de madera en una mano y un escoplo en la otra. La túnica que vestía era tan amplia que habría servido de pabellón en un torneo, pero el cordón con que se la ceñía a la cintura se había desanudado, dejando al descubierto la enorme barriga blanca y unas tetas tan pesadas que oscilaban como sacos de grasa cubiertos de espeso vello rubio. A Tyrion le recordó a una morsa muerta que la marea había arrastrado hasta las cuevas de Roca Casterly. El gordo lo miró desde arriba con una sonrisa.

—Un enano borracho —dijo en la lengua común de Poniente.

—Una morsa podrida. —Tyrion tenía la boca llena de sangre y la escupió a los pies del otro.

Estaban en la penumbra de un sótano alargado, con techo abovedado y muros de piedra descolorida por el salitre. A su alrededor había cubas de vino y cerveza, suficientes para que un enano sediento pudiera beber durante toda la noche. O durante toda la vida.

—Sois insolente. Eso me gusta en un enano. —El gordo se rió, y las carnes se le agitaron con tal violencia que Tyrion temió durante un momento que cayera encima de él y lo aplastara—. ¿Tenéis hambre, mi pequeño amigo? ¿Estáis cansado?

—Tengo sed. —Tyrion se incorporó y logró ponerse de rodillas—. Y estoy sucio.

—Un baño primero, sí —asintió el gordo tras olfatearlo—. Luego, comida y una buena cama, ¿sí? Mis criados se encargarán de todo. —Su anfitrión dejó a un lado el mazo y el escoplo—. Mi casa es vuestra. Cualquier amigo de mi amigo del otro lado del agua es amigo de Illyrio Mopatis, sí.

«Y cualquier amigo de la Araña Varys es alguien en quien deposito una confianza muy limitada». Pese a todo, el gordo cumplió su promesa de proporcionarle un baño. En cuanto Tyrion se introdujo en el agua caliente y cerró los ojos, se quedó profundamente dormido. Despertó desnudo en un lecho de plumón de ganso tan blando que se sentía como si se lo hubiera tragado una nube, pero tenía la polla dura como una barra de hierro. Rodó en la cama para saltar de ella, buscó un orinal y, con un gruñido de placer, empezó a llenarlo.

La habitación estaba en penumbra, pero entre las tablillas de los postigos se colaban haces de luz solar. Tyrion se sacudió las últimas gotas y anadeó por las ornamentadas alfombras myrienses, suaves como la hierba fresca de la primavera. Se subió como pudo al asiento situado bajo la ventana y abrió los postigos para ver adónde lo habían enviado Varys y los dioses.

Bajo su ventana, seis cerezos de esbeltas ramas sin hojas montaban guardia en torno a un estanque de mármol. Junto al agua había un muchacho desnudo en posición de ataque, con una espada de jaque en la mano. Era ágil y atractivo, de dieciséis años como mucho, con una melena rubia y lisa por los hombros. Parecía tan real que el enano tardó largos segundos en darse cuenta de que era una estatua de mármol pintado, aunque la espada brillaba como el acero auténtico.

Al otro lado del estanque había un muro de ladrillo de cuatro varas de altura con púas de hierro en la parte superior. Más allá se extendía la ciudad, un mar de tejados apiñados alrededor de una bahía. Divisó torres cuadradas de ladrillo, un gran templo rojo y una mansión en la cima de una colina. A lo lejos, la luz del sol resplandecía en las aguas más profundas del mar abierto. En la bahía navegaban barcas de pesca cuyas velas ondeaban al viento, y también alcanzó a ver en el horizonte los mástiles de barcos de mayor tamaño.

«Seguro que alguno va a Dorne, o a Guardiaoriente del Mar. —Lo malo era que no tenía dinero para pagar el pasaje ni estaba hecho para manejar un remo—. Siempre puedo enrolarme como grumete y dejar que la tripulación me dé por culo todo el viaje por el mar Angosto».

¿Dónde estaba?

«Aquí hasta el aire huele diferente. —El gélido viento otoñal transportaba el aroma de especias extrañas, y alcanzó a oír voces lejanas que procedían de las calles, al otro lado del muro de ladrillo. Hablaban en algo parecido al valyrio, pero solo entendía una palabra de cada cinco—. Esto no es Braavos —concluyó—. Ni Tyrosh». Las ramas deshojadas y la baja temperatura descartaban también Lys, Myr y Volantis.

Cuando la puerta se abrió a sus espaldas, Tyrion dio media vuelta para enfrentarse a su obeso anfitrión.

—Estoy en Pentos, ¿no?

—Claro. ¿Dónde si no?

«Pentos». En fin, al menos no era Desembarco del Rey. Algo era algo.

—¿Adónde van las putas? —preguntó casi sin querer.

—Las putas están en los burdeles, igual que en Poniente, mi pequeño amigo. Pero a vos no os hacen ninguna falta. Elegid a la que queráis de entre mis criadas; ninguna os rechazará.

—¿Son esclavas? —preguntó el enano con ironía.

El gordo se acarició una punta de la aceitada barba amarilla en un gesto que a Tyrion le pareció de lo más obsceno.

—Según el tratado que nos impusieron los braavosi hace cien años, la esclavitud está prohibida en Pentos. Pero no os rechazarán. —Illyrio hizo una laboriosa reverencia—. Ahora, mi pequeño amigo tendrá que disculparme. Tengo el honor de ser uno de los magísteres de esta gran ciudad, y el príncipe nos ha convocado. —Le mostró los dientes torcidos y amarillentos al sonreír—. Recorred a voluntad la mansión y los jardines, pero no os aventuréis más allá de la muralla bajo ningún concepto. No conviene que nadie sepa que estuvisteis aquí.

—¿Que estuve? ¿Ya me he ido a otro lugar?

—Habrá tiempo para hablar de esto por la noche. Mi pequeño amigo y yo cenaremos, beberemos y haremos grandes planes, ¿sí?

—Sí, mi gordo amigo —respondió Tyrion.

«Quiere sacar provecho de mí».

Los beneficios lo eran todo para los príncipes mercaderes de las Ciudades Libres, soldados de las especias y señores del queso, como los llamaba su padre con desprecio. Si una buena mañana Illyrio Mopatis llegaba a creer que un enano muerto era más valioso que un enano vivo, Tyrion estaría metido en una cuba de vino antes del anochecer.

«Más vale que ese día me pille lejos de aquí». Porque no le cabía duda de que tal día iba a llegar más tarde o más temprano. Cersei se olvidaría de él, y hasta a Jaime le habría molestado encontrarse a su padre con una saeta en la barriga.

Una suave brisa hacía ondular las aguas del estanque en torno al espadachín desnudo. Le evocó los momentos en que Tysha le acariciaba el pelo durante la falsa primavera de su matrimonio, antes de que él ayudara a los hombres de su padre a violarla. Durante la huida había pensado muchas veces en aquellos hombres, tratando de recordar cuántos eran. Cualquiera diría que era de esas cosas que no se borraban de la memoria, pero lo había olvidado. ¿Cuántos fueron? ¿Doce? ¿Veinte? ¿Ciento? No habría sabido decirlo. Sí recordaba que eran todos adultos, altos y fuertes…, aunque a ojos de un enano de trece años, cualquier hombre era alto y fuerte.

«Tysha supo cuántos eran. —Cada uno le había dado un venado, así que solo habría tenido que contar las monedas—. Una moneda de plata por cada hombre y una de oro por mí». Su padre se había empeñado en que él también pagara: «Un Lannister siempre paga sus deudas».

«Adonde quiera que vayan las putas», oyó decir a lord Tywin una vez más, y una vez más vibró la ballesta.

El magíster le había dicho que recorriera a voluntad la mansión y los jardines. En un arcón con incrustaciones de lapislázuli y madreperla había ropa limpia para él, y se la puso no sin dificultades: obviamente, la habían hecho para un niño y era de telas buenas, aunque habría sido mejor que la airearan antes de dársela. Las perneras le quedaban largas; las mangas, cortas, y si hubiera conseguido abrocharse el cuello, la cara se le habría puesto más negra que a Joffrey. También había sufrido el asedio de las polillas.

«Por lo menos no huele a vómito».

Tyrion empezó el recorrido por la cocina, donde dos mujeres gordas y un mozo lo miraron con desconfianza mientras se servía higos, queso y pan.

—Buenos días os deseo, hermosas damas —les dijo con una reverencia—. ¿Sabéis por un casual adónde van las putas?

No respondieron, de modo que repitió la pregunta en alto valyrio, aunque tuvo que decir «cortesanas» en lugar de «putas». A aquello, la cocinera más joven y gorda respondió encogiéndose de hombros. ¿Qué harían si las cogiera de la mano y las llevara a rastras a su dormitorio? «Ninguna te rechazará», le había asegurado Illyrio, pero Tyrion no creía que incluyese a aquellas dos. La joven tenía edad suficiente para ser su madre, y la otra parecía la madre de la primera. Ambas estaban casi tan gordas como Illyrio y tenían las tetas más grandes que la cabeza del enano.

«Podría ahogarme en carne. —Había peores maneras de morir. La de su padre, por ejemplo—. Tendría que haberle hecho cagar un poco de oro antes de que expirase. —Lord Tywin había escatimado siempre cariño y aprobación, pero el oro lo repartía a manos llenas—. Solo hay una cosa más patética que un enano desnarigado: un enano desnarigado y sin fondos».

Tyrion dejó a las gordas en la cocina, con sus ollas y sus hogazas, y buscó la bodega donde lo había decantado Illyrio la noche anterior. No le costó dar con ella. Allí había vino más que suficiente para mantenerlo borracho cien años: tintos dulces del Dominio y tintos recios de Dorne; pentoshi ambarinos y el néctar verde de Myr; sesenta cubas del oro del Rejo y hasta vinos del legendario Oriente, de Qarth, Yi Ti y Asshai de la Sombra. Al final se decidió por una cuba de vino fuerte de la cosecha privada de lord Runceford Redwyne, abuelo del entonces señor del Rejo. Tenía un paladar lánguido y temerario a la vez, y era de un rojo tan oscuro que casi parecía negro a la escasa luz de la bodega. Tyrion llenó una copa, y también una frasca para no quedarse corto, y subió a los jardines para beber bajo los cerezos que había visto por la ventana.

Pero salió por la puerta que no era y no llegó al estanque, aunque tampoco le importó demasiado. Los jardines de la parte trasera de la mansión eran igual de hermosos y mucho más extensos. Los recorrió un rato mientras bebía. Los muros habrían dejado en mantillas a los de cualquier castillo, y las púas de hierro de la parte superior le resultaban extrañas sin cabezas que las adornaran. Tyrion se imaginó la cabeza de su hermana en una de ellas, con la cabellera dorada cubierta de brea y la boca llena de moscas.

«Eso, y la de Jaime justo al lado. Que nada se interponga entre mis hermanos».

Con una cuerda y un arpeo sería muy capaz de salvar aquel muro. Tenía brazos fuertes y no pesaba demasiado, así que podría escalar y saltar, siempre que no se ensartara en una púa.

«Mañana mismo busco una cuerda», decidió.

Durante su recorrido vio tres puertas de entrada a los terrenos de la mansión: la principal, con su caseta de guardia; una poterna junto a las perreras, y una portezuela oculta tras una maraña de hiedra de color claro. La última estaba cerrada con una cadena, y las otras dos, vigiladas por guardias. Los guardias eran regordetes, con la cara lampiña como las nalgas de un bebé, y cada uno llevaba un casco de bronce con una púa. Tyrion reconocía a un eunuco en cuanto lo veía, y de aquellos conocía además la reputación: se decía que no tenían miedo a nada, que no sentían dolor y que eran leales a sus amos hasta la muerte.

«No me iría mal tener unos cientos —pensó—. Lástima que no se me ocurriera antes de quedar en la miseria».

Paseó por una galería flanqueada por columnas y pasó bajo un arco ojival hasta llegar a un patio de baldosas donde una mujer lavaba ropa junto a un pozo. Parecía de su misma edad, y tenía el pelo de un rojo apagado y la cara ancha cubierta de pecas.

—¿Quieres vino? —le ofreció. Ella se quedó mirándolo, insegura—. No hay otra copa, así que tendremos que compartir esta. —La lavandera siguió retorciendo túnicas para escurrirlas y colgarlas. Tyrion se sentó en un banco de piedra y dejó la frasca al lado—. Dime una cosa: ¿hasta qué punto puedo confiar en el magíster Illyrio? —Aquel nombre hizo que la criada alzara la vista—. ¿Tanto? —Soltó una risita, cruzó las piernas atrofiadas y bebió un trago—. Me resisto a representar el papel que me tiene preparado el quesero, sea el que sea, pero ¿cómo voy a negarme? Las puertas están vigiladas. A lo mejor tú podrías sacarme a escondidas bajo las faldas. Te estaría muy agradecido; hasta podría casarme contigo. Ya tengo dos esposas, ¿por qué no tres? Aunque claro, ¿dónde viviríamos? —Le dedicó la sonrisa más amable que podía esbozar un hombre con solo media nariz—. ¿Te he dicho ya que tengo una sobrina en Lanza del Sol? En Dorne, con Myrcella, podría hacer muchas travesuras. Podría enfrentarla a su hermano en una guerra. ¿A que sería tronchante? —La lavandera colgó una túnica de Illyrio, tan grande que habría servido de vela para un barco—. Tienes razón, debería darme vergüenza pensar esas cosas. Sería mejor que me fuera al Muro. Se dice que, cuando un hombre se une a la Guardia de la Noche, todos sus crímenes quedan borrados. Pero no te dejarían quedarte conmigo, preciosa. En la Guardia no hay mujeres, no hay ninguna linda pecosa que caliente la cama por la noche, solo viento frío, bacalao salado y cerveza aguada. Aunque a lo mejor el negro me hace más alto. ¿Tú qué opinas, mi señora? —Volvió a llenarse la copa—. ¿Qué te parece? ¿Norte o sur? ¿Debería expiar mis antiguos pecados o cometer otros nuevos?

La lavandera le lanzó una última mirada, cogió el cesto de ropa y se alejó.

«Las esposas no me duran nada —reflexionó Tyrion. Sin que supiera cómo, la frasca se había quedado vacía—. Parece que es hora de volver a la bodega». Pero el vino fuerte hacía que le diera vueltas la cabeza, y los peldaños de la bodega eran muy empinados.

—¿Adónde van las putas? —preguntó a la colada tendida. Tal vez debería habérselo preguntado a la lavandera. «No estoy insinuando que seas una puta, cariño, pero a lo mejor sabes adónde van. Mejor incluso, tendría que habérselo preguntado a su padre. «Adonde quiera que vayan las putas», había dicho lord Tywin—. Me quería. Era la hija de un campesino, me quería y se casó conmigo. Depositó su confianza en mí».

La frasca vacía se le cayó de la mano y rodó por el patio. Tyrion se dio impulso para bajar del banco y fue a recogerla. Fue entonces cuando vio unas setas que crecían en una grieta, entre las baldosas: eran muy blancas, con el sombrero moteado por arriba y ribeteado de rojo sangre por debajo. Arrancó una y la olió.

«Deliciosa —pensó—. Y letal». Había siete setas; tal vez los Siete quisieran decirle algo. Las cogió todas, arrancó un guante del tendedero, las envolvió con cuidado y se las guardó en el bolsillo. El esfuerzo lo mareó, así que volvió a subirse al banco, se ovilló y cerró los ojos.

Cuando volvió a despertar estaba de nuevo en su dormitorio, otra vez hundido en el lecho de plumón de ganso, y una chica rubia lo sacudía por el hombro.

—El baño os aguarda, mi señor. El magíster Illyrio cenará con vos en una hora.

Tyrion se incorporó y se sujetó la cabeza con las manos.

—¿Estoy soñando, o hablas la lengua común?

—Sí, mi señor. Me compraron para complacer al rey. —Tenía los ojos azules y la piel muy blanca; era joven y grácil.

—Y seguro que lo lograste. Me hace falta una copa de vino.

—El magíster Illyrio me ha dicho que tengo que frotaros la espalda y calentaros la cama. —Le sirvió el vino—. Me llamo…

—Eso es completamente irrelevante. ¿Sabes adónde van las putas?

—Las putas se venden por dinero. —La chica se había sonrojado.

—O por joyas, o por vestidos, o por castillos. Pero ¿a dónde van?

—¿Es una adivinanza, mi señor? —No acababa de comprenderlo—. No se me dan bien las adivinanzas. ¿Vais a darme la respuesta?

«No —pensó él—, yo también detesto las adivinanzas».

—No voy a decirte nada. Y tú devuélveme el favor y haz lo mismo.

«Lo único que me interesa de ti es lo que tienes entre las piernas», estuvo a punto de decirle. Pero las palabras se le atascaron en la lengua y no le llegaron a los labios.

«No es Shae, no es más que una tonta cualquiera que cree que hablo con acertijos. —A decir verdad, ni siquiera estaba demasiado interesado en su coño—. Debo de estar enfermo. O muerto».

—¿Qué me decías de un baño? No hay que hacer esperar al gran quesero.

Mientras se bañaba, la muchacha le lavó los pies, le frotó la espalda y le cepilló el pelo. Después le aplicó un ungüento aromático en las pantorrillas para aliviarle los calambres, y lo vistió de nuevo con ropa de niño: unos polvorientos calzones rojo vino y una casaca de terciopelo azul con ribete de hilo de oro.

—¿Me querrá mi señor después de cenar? —le preguntó mientras le ataba los cordones de las botas.

—No. Estoy harto de mujeres. —«Putas».

La chica se tomó el rechazo demasiado bien para su gusto.

—Si mi señor prefiere un muchachito, me encargaré de que tenga uno esperándole en la cama.

«Mi señor preferiría a su esposa. Mi señor preferiría a una chica llamada Tysha».

—Solo si sabe adónde van las putas.

La chica apretó los labios. «Me desprecia —comprendió Tyrion—, aunque no más de lo que me desprecio yo. —No le cabía duda de que se había follado a más de una mujer que aborrecía su mera visión, pero al menos las otras habían tenido la amabilidad de simular afecto—. Un poco de desprecio sincero podría resultar refrescante, como un vino ácido después de beber demasiado vino dulce».

—He cambiado de opinión —dijo—. Espérame en la cama. Desnuda, por favor. Estaré demasiado borracho para pelearme con tu ropa. Tú ten la boca cerrada y las piernas abiertas, y nos irá muy bien. —Le lanzó una mirada lasciva con la esperanza de que lo recompensara con un atisbo de miedo, pero todo lo que vio fue repulsión.

«Nadie tiene miedo de los enanos». Ni siquiera lord Tywin se había asustado, y eso que Tyrion tenía una ballesta.

—¿Tú gimes cuando te follan? —preguntó a la calientacamas.

—Si mi señor lo desea…

—Puede que tu señor desee estrangularte. Es lo que hice con mi última puta. ¿Crees que tu amo me pondría algún problema? Seguro que no. Tiene cien más como tú, pero solo a uno como yo.

Sonrió, y en esa ocasión obtuvo de ella el miedo que esperaba.

Illyrio estaba tumbado en un diván, comiendo cebollitas y guindillas de un cuenco de madera. Tenía la frente perlada de sudor, y los ojillos porcinos le brillaban por encima de las gruesas mejillas. Con cada movimiento de sus manos refulgía una piedra preciosa diferente: ónice, ópalo, apatita, turmalina, rubí, amatista, zafiro, esmeralda, azabache y jade; un diamante negro y una perla verde.

«Sus anillos me darían para vivir años y años —pensó Tyrion—, aunque claro, tendría que quitárselos con un cuchillo».

—Sentaos junto a mí, mi pequeño amigo.

Illyrio le hizo gestos para que se acercara. El enano se subió a una silla. Era muy grande para él, demasiado, un trono acolchado para acomodar las gigantescas nalgas del magíster con gruesas patas para soportar su peso. Tyrion Lannister había vivido siempre en un mundo demasiado grande para él, pero en la mansión de Illyrio Mopatis, las desproporciones llegaban a un nivel grotesco.

«Soy un ratón en la guarida de un mamut, pero al menos el mamut tiene una bodega excelente». Solo con pensarlo le entró sed, y pidió vino.

—¿Habéis disfrutado de la chica que os envié? —preguntó Illyrio.

—Si hubiera querido una chica la habría pedido.

—En caso de que no os haya complacido…

—Ha hecho todo lo que le he pedido.

—Eso espero. La entrenaron en Lys, donde han hecho del amor un arte. El rey la disfrutó mucho.

—Yo mato reyes, ¿no os habíais enterado? —Tyrion esbozó una sonrisa malévola por encima de la copa de vino—. No quiero las sobras reales.

—Como gustéis. Comamos.

Illyrio dio unas palmadas y los sirvientes se apresuraron a acercarse. Empezaron con un caldo de cangrejo y rape, seguido por una sopa fría de huevo y lima. A continuación les sirvieron codornices a la miel, pierna de cordero, hígados de ganso con salsa de vino, chirivías con mantequilla y cochinillo asado. Tyrion sintió náuseas con solo ver las fuentes, pero se forzó a probar una cucharada de sopa por pura educación, y aquello lo perdió. Las cocineras eran viejas y gordas, pero sabían lo que se hacían. En su vida había comido tan bien, ni siquiera en la corte.

Mientras mondaba los huesos de su codorniz preguntó a Illyrio por la reunión que había tenido por la mañana. El gordo se encogió de hombros.

—Hay problemas en el este. Astapor ha caído, igual que Meereen. Las ciudades esclavistas ghiscarias, que ya eran viejas cuando el mundo era joven. —Los criados trincharon el cochinillo. Illyrio cogió un trozo de la piel crujiente, lo mojó en salsa de ciruelas y se lo comió con los dedos.

—La bahía de los Esclavos está muy lejos de Pentos. —Tyrion ensartó un hígado de ganso con la punta del cuchillo. «No hay hombre más maldito que aquel que mata a la sangre de su sangre, pero podría hacerme a la idea de vivir en este infierno».

—Cierto —convino Illyrio—, pero el mundo no es sino una gran telaraña, y basta con tocar un hilo para que los demás vibren. ¿Más vino? —Se llevó una guindilla a la boca—. No, algo aún mejor. —Volvió a dar unas palmadas. Al momento entró un criado con una fuente cubierta y la puso delante de Tyrion. Illyrio se inclinó sobre la mesa para quitar la tapa—. Setas —anunció al tiempo que se elevaba el aroma—. Con un toque de ajo y bañadas en mantequilla. Me han dicho que tienen un sabor exquisito. Tomad una, amigo mío. Tomad dos.

Tyrion ya había pinchado una oronda seta negra y estaba llevándosela a la boca cuando detectó en la voz de Illyrio algo que le hizo detenerse en seco.

—Vos primero, mi señor. —Empujó la fuente hacia su anfitrión.

—No, no. —El magíster Illyrio volvió a empujar las setas hacia él. Durante un brevísimo instante, los ojos de un niño travieso parecieron asomar de la mole de carne que era el quesero—. Vos primero. Insisto. La cocinera os las ha preparado especialmente.

—¿De verdad? —Recordó a la cocinera, sus manos llenas de harina, los grandes pechos surcados de varices—. Qué amable por su parte, pero… no. —Tyrion volvió a dejar la seta en el estanque de mantequilla de donde la había sacado.

—Sois muy desconfiado. —Illyrio sonrió tras la barba amarilla. Tyrion supuso que se la untaba con aceite cada mañana para que brillara como el oro—. ¿Sois cobarde? No es eso lo que tenía entendido.

—En los Siete Reinos, envenenar a un invitado durante la cena se considera una pésima muestra de hospitalidad.

—Aquí también. —Illyrio Mopatis cogió su copa de vino—. Pero cuando es tan obvio que el invitado quiere acabar con su propia vida, el anfitrión debe acomodarse a sus deseos, ¿no? —Bebió un trago—. Al magíster Ordello lo envenenaron con setas hace menos de medio año. Por lo que me han contado, no duele mucho: unos calambres en el estómago, un pinchazo repentino detrás de los ojos y se acabó. Es mejor una seta que una espada en el cuello, ¿no? ¿Por qué morir con la boca llena de sangre, y no de ajo y mantequilla?

El enano clavó los ojos en la fuente. El olor le hacía la boca agua. Por un lado quería comerse aquellas setas, aun sabiendo qué eran. No tenía valor para clavarse un acero frío en el vientre, pero no le costaría tanto comer un trocito de seta, y cuando se dio cuenta sintió un miedo atroz.

—Os equivocáis respecto a mí —se oyó decir.

—¿De verdad? No estoy tan seguro. Si preferís ahogaros en vino, solo tenéis que decirlo y os complaceré al instante, pero ahogaros copa a copa es un desperdicio de tiempo y de vino.

—Os equivocáis respecto a mí —repitió Tyrion en voz más alta. Las setas barnizadas de mantequilla brillaban oscuras, seductoras—. Os aseguro que no quiero morir. Tengo… —La voz se le apagó en un mar de inseguridad.

«¿Qué tengo? ¿Una vida que vivir? ¿Un trabajo que hacer? ¿Hijos que criar? ¿Tierras que gobernar? ¿Una mujer que amar?».

—No tenéis nada —terminó el magíster Illyrio por él—, pero eso puede cambiar. —Sacó una seta de la mantequilla y la masticó con deleite—. Exquisita.

—¿No son venenosas? —se enfadó Tyrion.

—No. ¿Por qué iba a desearos mal alguno? —El magíster Illyrio se comió otra seta—. Vos y yo vamos a tener que empezar a confiar más el uno en el otro. Venga, comed. —Volvió a dar unas palmadas—. Tenemos trabajo por delante. Mi pequeño amigo debe conservar las fuerzas.

Los criados llevaron a la mesa una garza rellena de higos, chuletas de ternera blanqueadas en leche de almendras, arenques en nata, cebollitas confitadas, quesos hediondos, fuentes de caracoles y mollejas, y un cisne negro con todo el plumaje. Tyrion no quiso probar el cisne porque le recordaba una cena con su hermana, pero se sirvió generosas porciones de garza y arenques, y también unas cebollitas. Cada vez que vaciaba la copa, un criado volvía a llenársela.

—Bebéis mucho vino para vuestra estatura.

—Matar a la sangre de la propia sangre es un trabajo duro; da mucha sed.

Los ojillos del gordo brillaron como las piedras preciosas de sus dedos.

—En Poniente hay quien diría que matar a lord Lannister no fue más que un buen comienzo.

—Pues más vale que no lo digan muy alto, no sea que los oiga mi hermana; se quedarían sin lengua. —El enano partió en dos una hogaza de pan—. Y tened más cuidado con lo que decís de mi familia, magíster. Puede que haya matado a mi padre, pero sigo siendo un león.

Aquello le pareció graciosísimo al señor del queso, que se palmeó un enorme muslo.

—Los ponientis sois todos iguales: bordáis un animal en un trozo de seda y de repente os convertís en leones, dragones o águilas. Si queréis puedo mostraros leones de verdad, mi pequeño amigo. El príncipe está muy orgulloso de su pequeño zoo. ¿Os gustaría compartir la jaula con ellos?

Tyrion tuvo que reconocer que los señores de los Siete Reinos se ufanaban demasiado de sus blasones.

—De acuerdo —admitió—. Los Lannister no somos leones, pero sigo siendo hijo de mi padre, y a Jaime y a Cersei solo los puedo matar yo.

—Qué curioso que mencionéis a vuestra bella hermana —comentó Illyrio entre caracol y caracol—. La reina ha dicho que otorgará un señorío a quienquiera que le lleve vuestra cabeza, por humilde que sea su linaje.

Tyrion no habría esperado menos.

—Si estáis pensando hacer que cumpla su palabra, pedidle también que se abra de piernas para vos. Es lo justo: la mejor parte de ella por la mejor parte de mí.

—Preferiría mi propio peso en oro. —El quesero se rió con tantas ganas que Tyrion pensó que se le iba a reventar la barriga—. Todo el oro de Roca Casterly, ¿por qué no?

—El oro os lo garantizo yo —dijo el enano, aliviado al ver que no le iba a caer encima una tonelada de anguilas y mollejas a medio digerir—, pero la Roca es mía.

—Claro. —El magíster se tapó la boca y eructó—. ¿Creéis que lord Stannis os la entregará? Tengo entendido que es enormemente legalista, y vuestro hermano viste la capa blanca, así que según las leyes de Poniente sois el heredero.

—Sí, Stannis me entregaría Roca Casterly si no fuera por esos asuntillos del regicidio y el parricidio; pero dadas las circunstancias, me cortaría la cabeza, y ya soy bastante bajito, gracias. ¿Por qué creéis que querría unirme a lord Stannis?

—¿Por qué si no pensabais ir al Muro?

—¿Stannis está en el Muro? —Tyrion se frotó la nariz—. Por los siete putos infiernos, ¿qué hace allí?

—Me imagino que tiritar. En cambio, en Dorne hace más calor. Tal vez debería haber puesto rumbo hacia allí.

Tyrion empezaba a sospechar que cierta lavandera pecosa dominaba la lengua común mejor de lo que aparentaba.

—Da la casualidad de que mi sobrina Myrcella está en Dorne, y me estoy planteando la posibilidad de coronarla.

Illyrio sonrió mientras los criados les servían cuencos de nata dulce con cerezas.

—¿Qué os ha hecho esa pobre niña para que le deseéis la muerte?

—Ni aquel que mata a la sangre de su sangre tiene que matar a todos sus consanguíneos —replicó Tyrion, ofendido—. He hablado de coronarla, no de matarla.

—En Volantis tienen una moneda que lleva una corona en una cara y una calavera en la otra. —El quesero cogió una cucharada de cerezas—. Pero es la misma moneda. Coronarla es matarla. Dorne podría levantarse por Myrcella, pero con Dorne no basta. Si sois tan listo como dice nuestro amigo, ya lo sabéis.

«Tiene razón en las dos cosas. —Tyrion contempló al gordo con renovado interés—. Coronarla es matarla. Y yo lo sabía».

—Solo me quedan gestos fútiles, y al menos este haría llorar lágrimas amargas a mi hermana.

—El camino de Roca Casterly no pasa por Dorne, mi pequeño amigo. —El magíster Illyrio se limpió la nata de los labios con el dorso de una mano carnosa—. Tampoco pasa por debajo del Muro. Pero os aseguro que hay un camino.

—Me han declarado traidor; soy un regicida y he matado a la sangre de mi sangre. —Tanta palabrería sobre caminos le molestaba. «¿Qué se cree que es esto? ¿Un juego?».

—Lo que un rey hace, el siguiente lo puede deshacer. En Pentos tenemos un príncipe, amigo mío. Preside los bailes y los banquetes, y se pasea por la ciudad en un palanquín de oro y marfil. Siempre lo preceden tres heraldos que portan la balanza de oro del comercio, la espada de hierro de la guerra y el látigo de plata de la justicia. El primer día de cada año debe desflorar a la doncella de los campos y a la doncella de los mares. —Illyrio se inclinó hacia delante con los codos en la mesa—. Pero si hay una mala cosecha, si perdemos una guerra, le cortamos el cuello para apaciguar a los dioses y elegimos a un nuevo príncipe entre las cuarenta familias.

—Recordadme que no ocupe nunca ese cargo.

—¿Tan diferentes son vuestros Siete Reinos? En Poniente no hay paz, no hay justicia, no hay fe… Y pronto no habrá tampoco comida. Cuando el pueblo tiene hambre y miedo, busca un salvador.

—Puede que lo busque, pero si lo único que encuentra es a Stannis…

—No me refiero a Stannis. No me refiero a Myrcella. —La sonrisa amarillenta se hizo aún más amplia—. Hablo de alguien diferente. Más fuerte que Tommen, más afable que Stannis, con más derechos que Myrcella. El salvador llegará desde el otro lado del mar para limpiar la sangre de Poniente.

—Hermosas palabras. —Tyrion no parecía nada impresionado—. Pero las palabras se las lleva el viento. ¿Quién será ese salvador?

—Un dragón. —El quesero vio su expresión atónita y se echó a reír de buena gana—. Un dragón con tres cabezas.