MESTIZO
Jefferson Scanlon se enjugó el sudor de la frente y tomó aliento. Alargó un dedo tembloroso hacia el interruptor… y cambió de idea. Su último modelo, que representaba más de tres meses de ininterrumpido trabajo, era casi su última esperanza. Una buena parte de los quince mil dólares que le habían prestado estaba en él. Y ahora la presión sobre un interruptor demostraría si ganaba o perdía.
Scanlon se llamó a sí mismo cobarde y asió firmemente el interruptor. Lo bajó con un chasquido y volvió a subirlo con un rápido movimiento. Y no ocurrió nada… Sus ojos, por más que se esforzaron, no vislumbraron ninguna chispa de energía. Se le contrajo la boca del estómago, y volvió a cerrar el interruptor, salvajemente, y lo dejó cerrado. No ocurrió nada: la máquina era, de nuevo, un fracaso.
Enterró su doliente cabeza entre las manos, y gimió:
—¡Oh, Dios mío! Debía funcionar…, debía. Los cálculos son correctos y he producido los campos que quería. Por todas las leyes de la ciencia, esos campos tenían que romper el átomo. —Se levantó, abriendo el inútil interruptor, y paseó por la habitación sumido en sus pensamientos.
Su teoría era correcta. Su equipo estaba cortado exactamente sobre el patrón de las ecuaciones que había desarrollado. Si la teoría era correcta, el equipo debía estar equivocado. Pero el equipo era perfecto, así que la teoría debía…
—Me voy de aquí antes de volverme loco —dijo a las cuatro paredes.
Arrancó el sombrero y el abrigo del gancho que había detrás de la puerta y al cabo de un momento, dando un portazo tras sí en un arrebato de cólera estuvo fuera de la casa.
¡Energía atómica! ¡Energía atómica! ¡Energía atómica!
Las dos palabras se repetían una y otra vez, cantando una monótona y enloquecedora melodía en su cerebro. ¡Una sirena! Le estaba induciendo a la destrucción. Por aquel sueño había abandonado un seguro y cómodo cargo de profesor en el M.I.T. Por él, se había convertido en un hombre mayor a los treinta años —el primer ardor de la juventud ya hacía tiempo que había desaparecido—, en un aparente fracaso.
Y ahora su dinero se desvanecía rápidamente. Si el amor al dinero es la causa de todos los males, la necesidad del mismo es, con mucha más seguridad, la raíz de todas las desesperaciones. Scanlon sonrió ante esta idea… bastante cierta.
Naturalmente, existían hermosas perspectivas en depósito si algún día lograba cruzar el vacío que había encontrado entre la teoría y la práctica. El mundo entero sería suyo… Marte también, e incluso los planetas no visitados. Todo suyo. Todo lo que tenía que hacer era averiguar dónde residía la equivocación en los cálculos… No, ya lo había comprobado; era en el equipo. Aunque… Gimió en voz alta de nuevo.
El sombrío curso de sus pensamientos fue interrumpido al darse cuenta súbitamente de que, no lejos de allí, había un tumulto de gritos juveniles. Scanlon frunció el ceño. Odiaba el ruido, y de modo especial cuando estaba deprimido.
Los gritos aumentaron de intensidad y se disolvieron en fragmentos de palabras: «¡Cógele, Johnny!» «¡Atiza…, mira cómo corre!»
Una docena de muchachos salieron disparados detrás de un gran edificio de madera, a menos de doscientos metros de distancia, y corrieron desordenadamente en dirección a Scanlon.
A pesar suyo, Scanlon observó al ruidoso grupo con curiosidad. Perseguían a algo o a alguien, con la cruel alegría de la infancia. En la oscuridad no distinguió exactamente de qué se trataba: Se protegió los ojos y los entrecerró. Con un movimiento repentino, una figura solitaria se separó de la multitud y corrió frenéticamente.
Scanlon casi dejó caer su reconfortante pipa a causa del asombro, pues el fugitivo era un híbrido, un mestizo de terrícola y marciano. Aquel penacho de cabello fuerte y blanco que se levantaba con rigidez en todas direcciones como púas de puerco espín no dejaba lugar a dudas. Scanlon se maravilló… ¿Qué hacía una de aquellas cosas fuera de un asilo?
Los muchachos habían vuelto a atrapar al híbrido, y el fugitivo se perdió de vista. Los chillidos aumentaron de volumen y Scanlon, sobresaltado, vio cómo se levantaba una tabla y caía con un golpe sordo. Le acometió un profundo sentido de la enormidad de sus propias acciones al permanecer allí ociosamente, mientras una criatura indefensa era acosada por una pandilla de muchachos, y antes de que se diera cuenta de ello, estaba sobre ellos, blandiendo amenazadoramente los puños.
—¡Largaos, salvajes! Alejaos de aquí antes de que… —la punta de su zapato entró en violento contacto con el trasero del rufián más cercano, y sus brazos hicieron desplomar a otros dos.
La llegada de la nueva fuerza cambió considerablemente la situación. Los muchachos, a pesar de su superioridad numérica, tienen un miedo instintivo a los adultos…, sobre todo a un adulto tan cruel y feroz como parecía ser Scanlon. En menos tiempo del que éste necesitó para darse cuenta, desaparecieron, dejándolo solo con el híbrido, que yacía boca abajo, y que entre jadeantes sollozos lanzaba temerosas e inciertas miradas hacia su salvador.
—¿Te han hecho daño? —preguntó ásperamente Scanlon.
—No, señor. —El híbrido se levantó tambaleándose, con la cresta de cabello plateado oscilando con incongruencia—. Me he torcido un poco el tobillo, pero puedo andar. Me voy. Muchas gracias por ayudarme.
—¡No te vayas! ¡Espera! —La voz de Scanlon se dulcificó, pues se dio cuenta de que el híbrido, aunque desarrollado casi por completo, estaba increíblemente delgado; su traje era una masa de sucios jirones y había una mirada de completo cansancio en su rostro enjuto, que ablandaba el corazón—. Ven —dijo, cuando el híbrido se volvió de nuevo hacia él—. ¿Tienes hambre?
El rostro del híbrido se contrajo como si estuviera dirimiendo una batalla en su interior. Cuando habló, lo hizo en voz baja y avergonzada.
—Sí…, un poco.
—Ya me lo parecía. Ven conmigo a mi casa. —Dejó caer el pulgar sobre su hombro—. Tienes que comer. Me parece que tampoco te iría mal un baño y un cambio de traje. —Se volvió y abrió la marcha.
Permaneció en silencio hasta que hubo abierto la puerta principal de su casa y entrado en el vestíbulo.
—Creo que será mejor que primero tomes un baño, muchacho. Allí está el cuarto de baño. Date prisa en entrar y cierra la puerta antes de que Beulah te vea.
Su advertencia llegó demasiado tarde. Una súbita exclamación de sorpresa hizo que Scanlon girara en redorado, con expresión de culpabilidad, y que el híbrido retrocediera para esconderse detrás de un perchero.
Beulah, el ama de llaves de Scanlon, corrió hacia ellos, con su dulce rostro encendido de indignación y el rollizo cuerpo rezumando exasperación por todos sus poros.
—¡Jefferson Scanlon! ¡Jefferson! —Contempló al híbrido con evidente desagrado—. ¡Cómo puedes traer una cosa así a esta casa! ¿Has perdido el sentido de la moral?
El pobre híbrido se asustó ante el repentino acceso de cólera, pero Scanlon, tras su momentáneo pánico inicial, se recobró.
—Vamos, vamos, Beulah. Esto no es propio de ti. Aquí tenemos a una pobre criatura, muerta de hambre, cansada, golpeada por un grupo de muchachos, y no tienes compasión de ella. La verdad es que me has decepcionado, Beulah.
—¡Decepcionado! —jadeó el ama de llaves, tocada en su punto flaco—. A causa de esa cosa vergonzosa. ¡Tendría que estar en una de esas instituciones donde tienen a los monstruos como él!
—Muy bien, ya hablaremos de ello luego. Vamos, muchacho, ve a bañarte. Y, Beulah, mira a ver si encuentras alguno de mis trajes viejos.
Con una última mirada de desaprobación, Beulah salió airadamente de la estancia.
—No le hagas caso, muchacho —dijo Scanlon cuando se hubo marchado—. Fue mi niñera y todavía tiene hacia mí una especie de interés de propietario. No te hará daño. Ve a bañarte.
El híbrido era una persona muy distinta cuando finalmente se sentó a la mesa del comedor. Ahora que la capa de suciedad había desaparecido, su delgado rostro mostraba una cierta belleza y la frente grande y clara le confería un aspecto marcadamente intelectual. Continuaba teniendo el cabello levantado, a una altura de treinta centímetros, a pesar de toda el agua que había recibido. A la luz, su brillante blancura adquiría una imponente dignidad, y a Scanlon le pareció que había perdido toda su fealdad.
—¿Te gusta el pollo frío? —preguntó Scanlon.
—¡Oh, sí! —respondió entusiásticamente.
—Entonces empieza a comer. Y cuando lo acabes, puedes tomar más. Coge de todo lo que hay en la mesa.
Los ojos del híbrido centellearon al tiempo que sus mandíbulas se ponían en movimiento; y, entre los dos, vaciaron la mesa a los pocos minutos.
—Muy bien —exclamó Scanlon cuando terminaron de comer—, creo que ahora podrías responderme a unas cuantas preguntas. ¿Cómo te llamas?
—Me llamaban Max.
—¡Ah! ¿Y tu apellido?
El híbrido se encogió de hombros.
—Nunca me dieron otro nombre más que Max… cuando me hablaban para algo. Creo que un mestizo no necesita apellido. —No había error posible en cuanto a la amargura de su voz.
—Pero ¿qué hacías corriendo como un loco por las calles? ¿Por qué no estás donde vives habitualmente?
—Estaba en casa. Cualquier cosa es mejor que estar en una casa… incluso el mundo de fuera, que no he visto nunca. Sobre todo desde que Tom murió.
—¿Quién era Tom, Max? —inquirió dulcemente Scanlon.
—Era el único que había igual que yo. Era más joven, quince años, pero murió. —Levantó la vista de la mesa, con la ira reflejada en sus ojos—. Ellos le mataron, señor Scanlon. ¡Era tan joven y tan amigable! No podía resistir la soledad como yo. Necesitaba amigos y diversión, y… no tenía a nadie más que a mí. Y cuando murió yo tampoco pude resistirlo más. Me fui.
—Ellos querían ser amables, Max. No tendrías que haber hecho eso. Vosotros no sois como las demás personas; no os comprenden. Y deben de haber hecho algo por vosotros. Tú hablas como si fueras una persona instruida.
—Podía asistir a las clases, es verdad —asintió él, sombríamente—. Pero tenía que sentarme en un rincón, lejos de los demás. Aunque me dejaban leer todo lo que quería y eso es algo que les agradezco.
—Bueno, Max. No te trataban tan mal, ¿verdad?
Max levantó la cabeza y miró fijamente al otro con desconfianza.
—No me hará volver, ¿verdad? —y se incorporó, como si estuviera dispuesto a echar a correr.
Scanlon tosió con desasosiego.
—Desde luego, si tú no quieres volver, yo no te obligaré. Pero sería lo mejor para ti.
—No lo sería —gritó Max con vehemencia.
—Bueno, ésta es tu opinión. De cualquier modo, creo que ahora es preferible que te vayas a dormir. Lo necesitas. Ya hablaremos por la mañana.
Condujo al todavía desconfiado híbrido a la segunda planta, y señaló un reducido dormitorio.
—Será el tuyo durante esta noche. Yo estaré en la habitación contigua más tarde, y si necesitas algo no tienes más que gritar. —Se volvió para marcharse, y entonces se le ocurrió una idea—. Pero recuerda, no debes tratar de escaparte durante la noche.
—Palabra de honor. No lo haré.
Scanlon se retiró pensativamente a la habitación que le servía de estudio. Encendió una lámpara de luz mortecina y se sentó en un gastado sillón. Estuvo diez minutos sin moverse, y por primera vez en seis años pensó en algo distinto a su sueño de energía atómica.
Se oyó un discreto golpe en la puerta, y tras su gruñido de asentimiento entró Beulah. Tenía el ceño fruncido y se mordía los labios. Se plantó firmemente delante de él.
—¡Oh, Jefferson! ¡Pensar que ibas a hacer una cosa así! Si tu pobre madre supiera…
—Siéntate, Beulah —Scanlon señaló otro sillón—, y no te preocupes de mi madre. No le hubiera importado.
—No. Tu padre también era un bobo de buen corazón. Tú eres como él, Jefferson. Primero gastas todo tu dinero en estúpidas máquinas que cualquier día harán estallar la casa… y ahora recoges a esa horrible criatura de la calle… Dime, Jefferson —hubo una pausa solemne y temerosa—, ¿piensas quedártelo?
Scanlon sonrió malhumoradamente.
—Creo que sí, Beulah. No puedo hacer otra cosa.
Una semana más tarde, Scanlon se encontraba en su laboratorio. Durante la última noche, su cerebro, descansado por el cambio en la monotonía aportado por la presencia de Max, había pensado en una posible solución al misterio del fallo de su máquina. Quizá algunas piezas estuvieran defectuosas. La más pequeña imperfección en cualquiera de ellas podía ser la causa de su ineficacia.
Se concentró en el trabajo con entusiasmo. Al cabo de media hora la máquina estaba desmontada sobre su mesa de trabajo, y Scanlon la miraba con desconsuelo desde el alto taburete donde se hallaba sentado.
Apenas oyó cómo se abría y cerraba la puerta con suavidad. Hasta que el intruso hubo tosido dos veces, el absorto inventor no se dio cuenta de su presencia.
—Oh… eres tú, Max —su abstraída mirada le reconoció—. ¿Querías verme?
—Si está ocupado, puedo esperar, señor Scanlon. —Aquella semana no había eliminado su timidez—. Pero había muchos libros en mi habitación.
—¿Libros? Oh, haré que los saquen, si no los quieres. Supongo que no te interesarán… Son libros de texto en su mayoría, si no recuerdo mal. Quizá demasiado adelantados para ti.
—Oh, no son muy difíciles —le aseguró Max. Señaló un libro que llevaba—. Sólo quería que me explicara una cosa de la mecánica cuántica. Hay unas operaciones del cálculo integral que no acabo de entender. Me preocupa. Aquí…, espere a que lo encuentre.
Pasó rápidamente algunas páginas, pero se detuvo de repente al fijarse en lo que le rodeaba.
—Oh, dígame…, ¿está desmontando su invento?
La pregunta recordó de nuevo a Scanlon todas sus dificultades. Sonrió con amargura.
—No, aún no. Pensé que podía haber alguna equivocación en el aislamiento o las conexiones que le impidiera funcionar. No la hay… he cometido un error en alguna parte.
—¡Qué lástima, señor Scanlon! —La suave frente del híbrido se frunció tristemente.
—Lo peor de todo es que no se me ocurre qué es lo que está mal. Estoy seguro de que la teoría es perfecta… lo he comprobado de todas las formas posibles. He repasado los cálculos matemáticos una y otra vez, y siempre da el mismo resultado. Unos campos con una distorsión espacial de tanta intensidad, reducirían el átomo a añicos. Pero no ocurre así.
—¿Puedo ver las ecuaciones?
Scanlon miró irónicamente a su pupilo, pero no vio en su rostro más que el más profundo interés. Se encogió de hombros.
—Están allí… debajo de aquel montón de hojas amarillas que hay sobre la mesa. Pero no sé si podrás leerlas. No he tenido ganas de mecanografiarlas, y mi escritura es muy mala.
Max las estudió cuidadosamente y volvió las páginas una a una.
—Me parece que son demasiado complicadas para mí.
El inventor esbozó una sonrisa.
—Ya me lo parecía, Max.
Scanlon paseó una mirada por la iluminada estancia, y le acometió un súbito acceso de ira. ¿Por qué no funcionaba aquello? Se levantó violentamente y descolgó el abrigo.
—Voy a salir, Max —dijo—. Di a Beulah que no me haga nada caliente para comer. Estaría frío antes de que yo hubiera vuelto.
Era por la tarde cuando abrió la puerta principal, y el hambre que sentía no era lo bastante aguda cómo para impedir que se diera cuenta, con un sobresalto de asombro, de que había alguien trabajando en su laboratorio. Llegó a sus oídos un penetrante zumbido seguido por un momentáneo silencio y después otra vez el zumbido, que ahora se convirtió en un crujido que duró un instante y desapareció.
Atravesó el vestíbulo en dos zancadas y abrió de par en par la puerta del laboratorio. La imagen que vieron sus ojos le sumió en una actitud del más puro asombro…, de la más aturdida incomprensión.
Lentamente, entendió el mensaje de sus sentidos. Su precioso motor atómico había vuelto a ser montado, pero esta vez de forma tan extraña que era absurdo, pues ni siquiera sus diestros ojos veían una relación razonable entre las diversas partes.
Se preguntó estúpidamente si era una pesadilla o una broma, y entonces todo se le aclaró de pronto, pues en el otro extremo de la habitación estaba la inconfundible imagen de una mata de cabello plateado que sobresalía de un banco, oscilando lentamente de un lado a otro, a medida que su oculto propietario se movía.
—¡Max! —gritó el aturdido inventor, dominado por la telera. Evidentemente, el inconsciente muchacho había permitido que su interés le indujera a realizar inútiles y peligrosos experimentos.
Al oírlo, Max levantó un rostro pálido que, a la vista de su tutor, se volvió rojo oscuro. Se acercó a Scanlon con pasos reacios.
—¿Qué has hecho? —gritó Scanlon, contemplándole con furia—. ¿Sabes con lo que has estado jugando? Hay bastante potencial en este aparato como para electrocutarte en un segundo.
—Lo siento, señor Scanlon. Tuve una idea bastante tonta cuando miré las ecuaciones, pero no me atreví a decir nada porque usted sabe mucho más que yo. Cuando se fue, no pude resistir la tentación de intentarlo, aunque no pretendía llegar hasta tan lejos. Creí que volvería a tenerlo desmontado cuando usted regresara.
Hubo un silencio que duró largo rato. Cuando Scanlon habló de nuevo, su voz era curiosamente dulce:
—Bueno, ¿qué has hecho?
—¿No se enfadará?
—Es un poco tarde para eso. De cualquier modo, no podías haberlo hecho mucho peor.
—Pues, en sus ecuaciones, me he fijado —extrajo una hoja y después otra y señaló— que siempre que aparece la expresión representante de los campos de distorsión espacial, se refiere a una función de x2 + y2 + z2. Ya que los campos, por lo que he podido ver, siempre aparecían como constantes, eso le proporcionaría la ecuación de una esfera.
Scanlon asintió.
—Ya me había fijado en eso, pero no tiene nada que ver con el problema.
—Bueno, yo pensé que eso podía indicar el arreglo necesario de los campos individuales, así que he desconectado los distorsionadores y los he vuelto a fijar en una esfera.
El inventor estaba con la boca abierta. La misteriosa disposición de su invento ya le parecía clara… y lo que es más, eminentemente sensata.
—¿Funciona? —preguntó.
—No estoy completamente seguro. Las piezas no han sido hechas para esta disposición, así que esto sólo es un burdo arreglo. Además, hay el error de la constante…
—Pero ¿funciona? ¡Cierra el interruptor, maldita sea! —Scanlon volvía a ser fuego e impaciencia.
—Muy bien, retroceda. Disminuiré la energía a un décimo de la normal para que no tengamos más potencia de salida de la que podemos soportar.
Cerró el interruptor con lentitud, y en el momento del contacto, una brillante bola de fuego blancoazulada surgió de las profundidades de la cámara central de cuarzo. Scanlon entornó automáticamente los ojos, y consultó el indicador de la potencia. La aguja subía continuamente y no se detuvo hasta llegar al límite superior. La llama seguía ardiendo, aparentemente sin desprender calor, aunque junto a su luz, de intensidad más brillante que un destello de magnesio, las luces eléctricas se convirtieron en un mortecino resplandor amarillento.
Max volvió a abrir el interruptor y la bola de fuego enrojeció y se apagó, sumiendo la estancia en una luz comparativamente oscura y roja. El indicador de potencia volvió a descender a cero y Scanlon sintió que le fallaban las rodillas al dejarse caer en una silla.
Contempló fijamente al confundido híbrido y en su mirada había respeto y admiración, y también algo más, pues reflejaba temor. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que el híbrido no era de la Tierra ni de Marte, sino de una raza aparte. Entonces se fijó en la diferencia, pero no en los casi imperceptibles cambios físicos, sino en el profundo abismo mental que sólo ahora comprendía.
—¡Energía atómica! —exclamó roncamente—. Y resuelta por un muchacho que aún no tiene veinte años.
La confusión de Max era penosa.
—Usted ha hecho todo el trabajo, señor Scanlon, durante años y años. Yo sólo me he fijado en un pequeño detalle que usted mismo podría haber visto cualquier día. —Su voz se desvaneció ante la mirada fija y resuelta del inventor.
—Energía atómica… el mayor descubrimiento del hombre hasta nuestros días, y la tenemos nosotros dos.
Ambos —tutor y pupilo— parecían atemorizados ante la grandeza y poder de lo que habían creado.
Y en aquel momento… la era de la electricidad terminó.
Jefferson Scanlon chupó su pipa con satisfacción. Fuera, caía la nieve y el frío del invierno llenaba el aire, pero en el interior de la casa, envuelto en un calor confortable, Scanlon fumaba y sonreía para sí. Enfrente, Beulah, con la misma felicidad tranquila, tarareaba en voz baja al tiempo que chasqueaba las agujas de tejer, deteniéndose sólo ocasionalmente cuando sus dedos tropezaban con una porción de dibujo insólitamente complicada. Max estaba sentado en el rincón próximo a la ventana, ocupado en su habitual pasatiempo de la lectura, y Scanlon reflexionaba con vaga sorpresa que, últimamente, Max había limitado sus lecturas a novelas intrascendentes.
Habían ocurrido muchas cosas desde aquel día de grata memoria de hacía un año. En primer lugar, Scanlon era ahora famoso en todo el mundo y un científico adorado por todos, y hubiera sido muy raro que no fuera lo bastante humano como para sentirse orgulloso de ello. En segundo lugar, e igualmente importante, la energía atómica estaba transformando el mundo.
Scanlon daba gracias, una y otra vez, de que la guerra fuera algo que había terminado hacía dos siglos, pues, de lo contrario, la energía atómica hubiera significado la ruina final de la civilización. De hecho, la coalición de energía mundial que ahora controlaba la gran fuerza de la energía atómica se reveló como una verdadera bendición y la introducía en la vida del hombre en las etapas lentas y graduales necesarias para prevenir un cataclismo económico.
Los viajes interplanetarios ya habían sido revolucionados. De peligrosos riesgos, los viajes a Marte y Venus se habían convertido en paseos de vacaciones que se llevaban a cabo en un tercio del tiempo precedente, y los viajes a los planetas exteriores por lo menos eran factibles.
Scanlon se recostó más en el sillón, y ponderó una vez más el único punto que estropeaba todo el maravilloso encanto del que estaba rodeado. Max había rehusado cualquier honor. Tempestuosa y violentamente, se negó incluso a que su nombre fuera mencionado. La injusticia que ello suponía irritaba a Scanlon, pero aparte de una vaga mención a «inteligentes ayudantes» no había dicho nada; y pensarlo todavía le hacía sentirse como un sinvergüenza.
Un ruido penetrante y explosivo le despertó de su ensoñación y dirigió hacia Max una mirada sorprendida, viendo que éste había cerrado súbitamente el libro con un golpe de mal humor.
—Pero —exclamó Scanlon— ¿qué sucede ahora?
Max lanzó el libro hacia un lado y se levantó, con el labio inferior fruncido.
—Estoy solo, eso es todo.
Scanlon bajó la cabeza, y se concentró en una incómoda búsqueda de palabras.
—Te comprendo, Max —dijo dulcemente, al cabo de un rato—. Lo siento por ti, pero las condiciones… son tan…
Max se aplacó, y animándose, colocó cariñosamente un brazo sobre el hombro de su padre adoptivo.
—Ya sabes que no me refería a eso. Es que… bueno, no sé cómo decirlo, pero es que… llegas a desear tener a alguien de tu edad con quien hablar…, alguien de tu misma clase.
Beulah levantó la vista y fijó una penetrante mirada en el joven híbrido, pero no dijo nada.
Scanlon reflexionó.
—Tienes razón, hijo, en cierto modo. Un amigo y compañero es lo mejor que puede tener un muchacho, y temo que Beulah y yo no sirvamos en este aspecto. Alguien de tu clase, como tú dices, sería la solución ideal, pero es difícil. —Se rascó la nariz con un dedo y miró pensativamente al techo.
Max abrió la boca como si quisiera decir algo más, pero cambió de opinión y se ruborizó sin ninguna razón evidente. Entonces murmuró, no lo bastante alto como para que Scanlon le oyera:
—¡Me he portado como un tonto!
Dando bruscamente media vuelta salió de la habitación, propinando un fuerte portazo al marcharse.
Scanlon le contempló con manifiesta sorpresa.
—¡Vamos! ¡Qué manera tan rara de actuar! Pero ¿qué le ha dado últimamente?
Beulah detuvo las agujas, que se movían ágilmente, el tiempo suficiente para decir:
—Los hombres habéis nacido ciegos, y tontos, por si fuera poco.
—¿De verdad? —fue la irritada respuesta—. ¿Y sabes lo que le pasa?
—Claro que lo sé. Es tan evidente como horrible la corbata que llevas. Ya hace meses que me he dado cuenta. ¡Pobre muchacho!
Scanlon movió la cabeza.
—Hablas en clave, Beulah.
El ama de llaves dejó su labor a un lado y miró al inventor con paciencia.
—Es muy sencillo. El muchacho tiene veinte años. Necesita compañía.
—Pero eso es justo lo que él ha dicho. ¿Es ésta tu maravillosa penetración?
—Dios mío, Jefferson. ¿Tanto tiempo ha transcurrido desde que tú mismo tuviste veinte años? ¿Sinceramente quieres decir que crees que se refiere a una compañía masculina?
—Oh —dijo Scanlon, y entonces se le iluminó súbitamente el rostro—. ¡Oh! —Se rió de manera tonta.
—Bueno, ¿qué piensas hacer para remediarlo?
—Pues… pues, nada. ¿Qué se puede hacer?
—Ésa sí que es una bonita manera de hablar de tu pupilo, siendo lo bastante rico como para comprar quinientos orfanatos desde los cimientos hasta el tejado y no darte ni cuenta del gasto. Sería lo más fácil del mundo encontrar a una atractiva señorita híbrida que le hiciera compañía.
Scanlon la miró fijamente, con una expresión de intenso horror en la cara.
—¿Hablas en serio, Beulah? ¿Tratas de sugerirme que vaya a escoger a un híbrido hembra para Max? Pero… pero si yo no sé nada de mujeres…, especialmente de mujeres híbridas. No conozco sus patrones. Estoy expuesto a elegir a una que él considere una bruja horrible.
—No inventes objeciones tontas, Jefferson. Aparte del cabello, tienen el mismo aspecto que nosotros, y estoy segura de que sabrás escoger a una guapa. Nunca ha existido un soltero lo bastante viejo y huraño como para no poder hacer eso.
—¡No! No lo haré. De todas las ideas horribles…
—¡Jefferson! Eres su tutor. Se lo debes a Max.
Estas palabras impresionaron fuertemente al inventor.
—Se lo debo a Max —repitió—. En eso tienes razón, más razón de la que crees —suspiró—. Supongo que debo hacerlo.
Scanlon cambiaba desasosegadamente el peso de su cuerpo de un pie al otro, bajo la penetrante mirada de un oficial de rostro avinagrado cuya tarjeta proclamaba en grandes letras: Señorita Martin, superintendente.
—Siéntese, señor —dijo agriamente—. ¿Qué desea?
Scanlon se aclaró la garganta. Había perdido la cuenta de los asilos visitados hasta el momento y la tarea se le hacía cada vez más pesada. Hizo la promesa solemne de que éste sería el último… O tenían un híbrido del sexo apropiado, la edad y el aspecto que buscaba, o abandonaría todo el proyecto.
—He venido a ver —empezó, en un discurso cuidadosamente preparado, aunque balbuceante— si tienen algún híbri…, algún mestizo marciano en este asilo. Es…
—Tenemos tres —interrumpió vivamente la superintendente.
—¿Alguna hembra? —preguntó Scanlon con ansiedad.
—Todas hembras —replicó ella, y sus ojos brillaron con desaprobadora sospecha.
—Oh, estupendo. ¿Le importa que las vea? Es…
La fría mirada de la señorita Martin no vaciló.
—Perdóneme, pero antes de ir más lejos, quisiera saber si piensa adoptar a un mestizo.
—Me gustaría conseguir los documentos de tutela si se me autoriza a hacerlo. ¿Es algo tan insólito?
—Desde luego que sí —fue la rápida contestación—. Comprenderá usted que en un caso así, primero debemos realizar una concienzuda investigación del estado de la familia, tanto financiera como social. El Gobierno opina que estas criaturas están mejor cuidadas bajo la supervisión del estado, y adoptarlas es bastante difícil.
—Lo sé, señorita, lo sé. Hace unos quince meses he pasado por una experiencia práctica sobre esta cuestión. Creo que puedo satisfacerla en cuanto a mi condición financiera y social sin demasiadas dificultades. Me llamo Jefferson Scanlon…
—¡Jefferson Scanlon! —su exclamación fue casi un chillido. En un abrir y cerrar de ojos, su rostro se iluminó con una sonrisa servil—. Desde luego, tendría que haberle reconocido por todos los retratos suyos que he visto. ¡Qué tonta he sido! Le ruego que no se moleste en darme más referencias. Estoy segura de que en su caso —dijo esto con una entonación particularmente amable— no es necesario ningún expediente.
Hizo sonar furiosamente una campanilla.
—Traiga a Madeline y las otras dos pequeñas lo más rápidamente que pueda —ordenó a la asustada criada que apareció—. Que estén limpias y adviértales que se porten lo mejor posible.
Después, se volvió hacia el visitante.
—No tardarán mucho, señor Scanlon. Es un gran honor tenerle aquí con nosotros, y me avergüenzo del desagradable trato que le he dado antes. Al principio no le había reconocido, aunque comprendí inmediatamente que era alguien importante.
Si Scanlon se había enfadado por el severo desdén inicial de la superintendente, ahora estaba completamente desconcertado por su efusiva amabilidad. Se enjugó una y otra vez la frente, que le transpiraba con profusión, y respondió con incoherentes monosílabos a las vivaces preguntas que le formulaban. Justo cuando había llegado a la decisión de volver sobre sus talones y escapar volando de aquel dragón hecho mujer, la criada anunció a las tres híbridas y salvó la situación.
Scanlon inspeccionó a las tres mestizas con interés y súbita satisfacción. Dos no eran más que niñas, de unos diez años de edad, pero la tercera, que debía tener unos dieciocho, era elegible desde todos los puntos de vista.
Su esbelta figura era ágil y graciosa incluso en la discreta actitud que había asumido, y Scanlon, «solterón acérrimo y apergaminado» como se consideraba, no pudo reprimir un ligero asentimiento de aprobación.
Su cara era ciertamente lo que Beulah llamaría «atractiva», y sus ojos, ahora dirigidos hacia el suelo en tímida confusión, eran de un color azul oscuro que gustó mucho a Scanlon.
Incluso su extraño cabello era bonito. Sólo era moderadamente alto, mucho más bajo que la espléndida cresta masculina de Max, y su sedoso brillo blanco atraía los rayos del sol y los despedía en relucientes fulgores.
Las dos pequeñas agarraban con firmeza la falda de su compañera de más edad y miraban a los dos adultos con el miedo reflejado en sus ojos, que aumentó a medida que el tiempo transcurría.
—Me parece, señorita Martin, que la muchacha servirá —observó Scanlon—. Es exactamente lo que quería. ¿Puede decirme cuánto tardarán en estar preparados los documentos de tutela?
—Estarán mañana, señor Scanlon. En un caso tan poco corriente como el suyo, puedo hacer fácilmente unos arreglos especiales.
—Gracias. Entonces volveré… —fue interrumpido por un fuerte sollozo. Una de las pequeñas híbridas, sin poder resistir más, había empezado a llorar, seguida pronto por la otra.
—Madeline —gritó la señorita Martín a la mayor de las tres muchachas—. Haz el favor de hacer que Rose y Blanche se callen. Esto es una exhibición abominable.
Scanlon intervino. Le pareció que Madeline estaba muy pálida y, aunque sonreía y calmaba a las pequeñas, estaba seguro de que tenía lágrimas en los ojos.
—Es posible —sugirió— que la señorita no desee abandonar la institución. Naturalmente, no tengo intención de llevármela más que sobre una base puramente voluntaria.
La señorita Martin sonrió con desdén.
—No causará ningún problema. —Se dirigió a la joven—. Has oído hablar del gran Jefferson Scanlon, ¿verdad?
—Sí, señorita Martin —contestó la chica, en voz baja.
—Déjeme arreglar esto, señorita Martin —apremió Scanlon—. Dime, ¿prefieres realmente quedarte aquí?
—Oh, no —replicó ella con viveza—, me gustaría mucho irme, aunque —con una mirada de aprensión a la señorita Martin, continuó— me han tratado muy bien aquí. Pero verá…, ¿qué será de las dos pequeñas? Yo soy todo lo que tienen, y si yo me voy, ellas… ellas…
Perdió toda su resistencia y las abrazó con un súbito y firme apretón.
—¡No quiero dejarlas, señor! —Las besó dulcemente—. No lloréis, niñas. No os abandonaré. No se me llevarán.
Scanlon tragó saliva con dificultad y buscó un pañuelo para sonarse. La señorita Martin contemplaba la escena con desaprobadora altivez.
—No haga caso a esta tonta, señor Scanlon —dijo—. Creo que lo tendré todo dispuesto mañana al mediodía.
—Prepare documentos de tutela para las tres —fue el gruñido que recibió como respuesta.
—¿Qué? ¿Las tres? ¿Habla en serio?
—Desde luego. Puedo hacerlo si lo deseo, ¿verdad? —gritó.
—Bueno, naturalmente, pero…
Scanlon se marchó enseguida, dejando petrificadas a Madeline y a la señorita Martin, esta última completamente estupefacta, la primera con un súbito acceso de felicidad. Incluso las niñas de diez años percibieron el cambio de situación y cesaron en sus sollozos.
La sorpresa de Beulah cuando los recibió en el aeropuerto y vio a tres híbridas cuando sólo esperaba una, no puede describirse. Pero, en conjunto, la sorpresa fue agradable, pues las pequeñas Rose y Blanche conquistaron inmediatamente a la anciana ama de llaves. Su primer saludo consistió en estampar unos grandes y húmedos besos en las arrugadas mejillas de Beulah, a los que ésta correspondió con alegría y nuevos besos.
Con Madeline estuvo encantada y susurró a Scanlon que sabía bastante más de aquellos asuntos de lo que él pretendía.
—Si tuviera un cabello decente —murmuró Scanlon al responderle—, me casaría yo mismo con ella. Eso es lo que haría —y sonrió muy satisfecho de sí mismo.
La llegada a casa a media tarde ocasionó una gran satisfacción a los dos mayores. Scanlon convenció a Max para que le acompañara a dar un largo paseo por el bosque, y cuando el confiado Max se fue, sorprendido pero encantado, Beulah se afanó en instalar cómodamente a las tres recién llegadas.
Visitaron la casa de arriba abajo y vieron las habitaciones que les habían sido asignadas. Beulah charlaba sin cesar, bromeando y riendo, hasta que las híbridas perdieron toda su timidez y se sintieron como si la hubiesen conocido toda la vida.
Después, ya que la tarde invernal era corta, se volvió hacia Madeline bruscamente y dijo:
—Se hace tarde. ¿Quieres acompañarme abajo y ayudarme a preparar la cena para los hombres?
Madeline fue cogida por sorpresa.
—¿Los hombres? ¿Así que hay alguien además del señor Scanlon?
—Oh, sí. Está Max. Todavía no le has visto.
—¿Es Max un pariente suyo?
—No, pequeña. Es otro de los pupilos del señor Scanlon.
—Oh, comprendo. —Se ruborizó, llevándose involuntariamente una mano al cabello.
Beulah adivinó enseguida los pensamientos que pasaban por su cabeza y añadió en voz más baja:
—No te preocupes, querida. No le importará que seas híbrida. Estará muy contento de verte.
Sin embargo, «contento» se reveló como un adjetivo completamente inadecuado para aplicarlo a la emoción de Max al ver por primera vez a Madeline.
Entró en la casa antes que Scanlon, quitándose el abrigo y pisoteando con fuerza al mismo tiempo para sacarse la nieve de los zapatos.
—Oh, chico —gritó al inventor que, medio helado, llegaba detrás de él—, no sé por qué tenías tantas ganas de dar un paseo en un día tan frío como hoy. —Olfateó el aire apreciativamente—. ¡Ah, me parece que huelo a chuletas de cordero! y se dirigió hacia el comedor a toda prisa.
Estaba en el umbral cuando se detuvo súbitamente, y jadeó como si se hallara a punto de ahogarse. Scanlon pasó junto a él y se sentó.
—Vamos —dijo, disfrutando al ver su rostro rojo como la grana—, siéntate. Hoy tenemos compañía. Ésta es Madeline, ésta es Rose y ésta, Blanche. Y él —se dirigió a las chicas, ya sentadas, y reparó con satisfacción en que la ruborizada Madeline había fijado una mirada llena de confusión en el plato que tenía delante— es mi pupilo, Max.
—¿Qué tal? —murmuró Max, con los ojos como platos—. Me alegro de conoceros.
Rose y Blanche prorrumpieron en alegres saludos como respuesta, pero Madeline sólo levantó fugazmente los ojos y volvió a bajarlos.
La comida fue singularmente tranquila. Max, a pesar de que había pasado toda la tarde quejándose de estar hambriento, dejó que sus chuletas y puré de patata se enfriaran frente a él, mientras Madeline jugaba con su comida como si no supiera para qué servía. Scanlon y Beulah comieron bien y en silencio, intercambiando furtivas miradas entre bocado y bocado.
Scanlon se escabulló después de la cena, pues pensó, muy acertadamente, que en estas cuestiones se necesitaba el toque lleno de delicadeza de una mujer, y cuando Beulah se reunió con él en el estudio varias horas después, comprendió con una sola mirada que había acertado.
—He roto el hielo —dijo ella alegremente—, ahora se están contando la historia de su vida y se llevan muy bien. Sin embargo, siguen asustados el uno del otro e insisten en sentarse en extremos opuestos de la habitación, pero esto pasará… y bastante pronto, por cierto.
—Hacen una pareja estupenda, ¿verdad, Beulah?
—La mejor que he visto. Y las pequeñas Rose y Blanche son unos ángeles. Acabo de meterlas en la cama.
Hubo un corto silencio, y después Beulah continuó en voz baja:
—Aquélla fue la única ocasión en que tú tuviste razón y yo no, cuando trajiste a Max a casa y yo me opuse; pero aquella única vez vale por todo lo demás. Eres digno de tu querida madre, Jefferson.
Scanlon asintió con seriedad.
—Me gustaría poder hacer igualmente felices a todos los híbridos de la Tierra. ¡Sería algo tan sencillo! Si los tratáramos como humanos, en vez de como criminales, y les proporcionáramos hogares especialmente construidos para ellos y calculados para su felicidad…
—Pues, ¿por qué, no lo haces tú? —interrumpió Beulah.
Scanlon miró con emoción a la vieja ama de llaves.
—Ahí es exactamente adonde quería ir a parar. —Su voz se convirtió en un murmullo soñador—. Piensa en ello. Una ciudad de híbridos, dirigida por ellos y para ellos, con sus propios funcionarios gubernativos, sus propias escuelas, y sus propios servicios públicos. Un pequeño mundo dentro de un mundo donde los híbridos pudieran considerarse como seres humanos… en vez de monstruos cercados y mal mirados por enormes multitudes de pura sangre.
Cogió su pipa y la llenó lentamente.
—El mundo tiene una deuda con un híbrido que nunca podrá ser pagada… y yo también la tengo. Voy a hacerlo. Voy a crear Ciudad Híbrida.
Aquella noche no se acostó. Las estrellas giraron en sus amplios círculos y por fin palidecieron. El alba se insinuó y afirmó, pero Scanlon siguió inmóvil… soñando y planeando.
A los ochenta años, Jefferson Scanlon se conservaba bien. Su paso había perdido agilidad, y los hombros, su firmeza; pero su robusta salud no le fallaba, y la mente, bajo su mata de cabello, ahora tan blanco como el de cualquier híbrido, seguía trabajando con el mismo vigor.
Una vida feliz no envejece, y desde hacía cuarenta años, Scanlon había visto crecer Ciudad Híbrida, y en la contemplación, había encontrado la felicidad.
Ahora podía verla frente a sí, como un gran y hermoso cuadro, al mirar por la ventana Una ciudad como una joya, con una población de poco más de mil habitantes, viviendo en quinientos kilómetros cuadrados de la fértil tierra de Ohio.
Casas pulcras y bien construidas, calles anchas y limpias, parques, teatros, colegios, almacenes… una ciudad modelo, reveladora de décadas de inteligente esfuerzo y cooperación.
La puerta se abrió a su espalda y reconoció los suaves pasos sin necesidad de volverse.
—¿Eres tú, Madeline?
—Sí, padre —pues ningún habitante de Ciudad Híbrida le conocía por otro nombre—. Max regresa con el señor Johanson.
—Estupendo. —Contempló a Madeline con ternura—. Hemos visto crecer a Ciudad Híbrida desde aquellas lejanas épocas, ¿verdad?
Madeline asintió y suspiró.
—No suspires, querida. Los años que le hemos dedicado han valido la pena. ¡Si Beulah hubiera vivido para verla ahora!
Movió la cabeza al pensar en la vieja ama de llaves, que había muerto hacía un cuarto de siglo.
—No pienses en cosas tan tristes —aconsejó Madeline por su parte—. Aquí llega el señor Johanson. Acuérdate de que es el cuadragésimo aniversario y un día feliz, no triste.
Charles B. Johanson era lo que se conoce como un hombre «musaraña». Es decir, era una persona inteligente, previsora, comparativamente bien versada en ciencias, pero que solía poner en práctica estas buenas cualidades sólo para mejorar sus propios intereses. Por consiguiente, llegó lejos en política y fue la primera persona designada para el recién creado Gabinete de Ciencia y Tecnología.
Su primer acto oficial era visitar al mayor científico e inventor del mundo, Jefferson Scanlon, que, a su avanzada edad, no tenía igual en los numerosos y útiles inventos que cada año presentaba al Gobierno. Ciudad Híbrida supuso una considerable sorpresa para él. En el mundo exterior se sabía bastante vagamente que la ciudad existía, y se consideraba como un hobby del anciano científico, una excentricidad inofensiva. Johanson encontró que era un proyecto muy bien realizado de siniestras implicaciones.
Sin embargo, cuando entró en la habitación de Scanlon en compañía de su antiguo guía, Max, su actitud fue de franca cordialidad y ocultó muy bien ciertos pensamientos que pasaban por su mente.
—Ah, Johanson —saludó Scanlon—, ha vuelto. ¿Qué opina de todo esto? —Dibujó una amplia curva con el brazo.
—Es sorprendente…, algo maravilloso de ver —le aseguró Johanson.
Scanlon soltó una risita.
—Me alegro de oírlo. Actualmente tenemos una población de 1.154 habitantes, que aumenta cada día. Ya ha visto lo que hemos hecho hasta ahora, pero eso no es nada comparado con lo que haremos en el futuro… incluso después de mi muerte. Sin embargo, hay una cosa que deseo ver realizada antes de morir y para eso necesito su ayuda.
—¿De qué se trata? —Inquirió cautelosamente el secretario del Gabinete de Ciencia y Tecnología.
—Sólo esto. Que usted garantice medidas que proporcionen a estos híbridos, a estos mestizos despreciados desde hace demasiado tiempo, una completa igualdad, política, legal, económica y social, con los terrícolas y los marcianos.
Johanson vaciló.
—Sería algo muy difícil. Existe una cierta cantidad de prejuicios, quizá comprensibles; contra ellos, y hasta que podamos convencer a la Tierra de que los híbridos se merecen la igualdad… —movió la cabeza dubitativamente.
—¡Se la merecen! —exclamó Scanlon con vehemencia—. Se merecen mucho más. Soy moderado en mis peticiones.
Al oír estas palabras, Max, sentado silenciosamente en un rincón, levantó la mirada y se mordió el labio, pero no dijo nada y Scanlon continuó:
—Ustedes no conocen el verdadero valor de estos híbridos. Reúnen lo mejor de la Tierra y lo mejor de Marte. Poseen el poder racional frío y analítico de los marcianos, junto con el instinto emocional y la inagotable energía de los terrícolas. En cuanto a su inteligencia se refiere, son superiores a usted y a mí, todos y cada uno de ellos. Yo sólo pido igualdad.
El secretario sonrió de forma conciliadora.
—Es posible que su celo le engañe, mi querido Scanlon.
—No me engaña. ¿Cómo cree que he inventado tantos aparatos de éxito…, como el campo gravitacional que creé hace unos años? ¿Cree que hubiera podido hacerlo sin mis ayudantes híbridos? Fue Max, aquí presente —Max bajó los ojos ante la repentina mirada penetrante del miembro del gabinete—, el que dio el último toque a mi descubrimiento de la energía atómica.
Scanlon olvidó toda cautela, a medida que se iba excitando.
—Pregúnteselo al profesor Whitsun de Stanford y se lo dirá. Es una autoridad mundial en psicología y sabe lo que se dice. Estudió a los híbridos y le dirá que ellos son la raza futura del sistema solar, destinada a arrebatarnos la supremacía a los pura sangre con la misma seguridad que la noche sucede al día ¿No cree usted que se merecen igualdad en ese caso?
—Sí, sí que lo creo… definitivamente —replicó Johanson. Había un extraño brillo en sus ojos y una sonrisa torcida en sus labios—. Esto tiene gran importancia, Scanlon. Me ocuparé de ello inmediatamente. Tan inmediatamente, de hecho, que me parece preferible irme dentro de media hora, para alcanzar el estratocoche de las 2.10.
Apenas se había ido Johanson, cuando Max se aproximó a Scanlon y exclamó sin ningún preámbulo:
—Hay algo que quiero enseñarte, padre…, algo que no has sabido hasta ahora.
Scanlon le contempló con sorpresa.
—¿A qué te refieres?
—Ven conmigo, por favor, padre. Te lo explicaré. —Su grave expresión era casi atemorizadora.
Madeline se unió a ellos en la puerta y, a un signo de Max, pareció hacerse cargo de la situación. No dijo nada, pero sus ojos se volvieron tristes y las aneas de su frente parecieron hacerse más profundas.
En el más completo silencio, los tres entraron en el cohecoche que les esperaba y atravesaron velozmente la ciudad en dirección a la Colina de los Bosques. Cuando se encontraron sobre el lago Clare, descendieron de nuevo hasta el pie de la colina.
Un híbrido alto y corpulento se cuadró al ver aterrizar el automóvil, y se sobresaltó al ver a Scanlon.
—Buenas tardes, padre —murmuró respetuosamente, y dirigió una interrogadora mirada a Max al hacerlo.
—Buenas tardes, Emmanuel —contestó con distracción Scanlon. De pronto se fijó en una abertura sabiamente disimulada que conducía al interior de la colina.
Max le hizo señas de que le siguiera y entró en un pasadizo que, al cabo de cien metros, se abría en una caverna hecha por el hombre. Scanlon se detuvo con estupefacción, pues ante él se hallaban tres gigantescas naves espaciales, de un reluciente blanco-plateado y equipadas, tal como observó fácilmente, con los últimos adelantos de la energía atómica.
—Lamento, padre —dijo Max—, que todo esto se haya hecho sin estar tú enterado. Es el único caso en la historia de Ciudad Híbrida. —Scanlon parecía oírle apenas; estaba completamente aturdido, y Max prosiguió—: La del centro es la nave capitana… la Jefferson Scanlon; la de la derecha es la Beulah Goodkin, y la de la izquierda, la Madeline.
Scanlon se recobró de su estupefacción.
—Pero ¿qué significa todo esto y por qué tanto secreto?
—Estas naves se encuentran preparadas desde hace cinco años, completamente aprovisionadas y llenas de combustible, listas para una partida inmediata. Esta noche, dejaremos la ladera de la colina y nos dirigiremos a Venus… No te lo habíamos dicho hasta ahora porque no queríamos perturbar tu paz de espíritu con una calamidad que consideramos inevitable desde hace tiempo. Pensamos que quizá —su voz se hizo casi inaudible— fuera posible posponer su realización hasta que tú ya no estuvieras con nosotros.
—Explícate —gritó de repente Scanlon—. Quiero saber todos los detalles. ¿Por qué os vais cuando estoy seguro de obtener una completa igualdad para vosotros?
—Exactamente —contestó Max con tristeza—. Tus palabras a Johanson han precipitado los acontecimientos. Mientras los terrícolas y los marcianos nos consideraban diferentes e inferiores, nos despreciaban y toleraban, tú has dicho a Johanson que éramos superiores y que pronto superaríamos a la humanidad. Ahora no tienen otra alternativa más que odiarnos. Ya no habrá más tolerancia; esto puedo asegurártelo. Nos vamos antes de que estalle la tormenta.
Los ojos del anciano se fueron agrandando a medida que la verdad de las afirmaciones de Max se le hacía evidente.
—Comprendo. He de ponerme en contacto con Johanson. Quizá podamos reparar esta horrible equivocación. —Se dio una palmada en la frente.
—Oh, Max —intervino Madeline, llorando—, ¿por qué no vas al grano? Queremos que vengas con nosotros, padre. En Venus, que está tan escasamente poblado, encontraremos un lugar donde podamos vivir en paz durante un tiempo ilimitado. Estableceremos nuestra nación, libre y exenta de trabas, poderosa en nuestro propio derecho, y sin depender más de…
Su voz se desvaneció y miró ansiosamente el rostro de Scanlon, que ahora estaba demacrado y macilento.
—No —murmuró—, ¡no! Mi lugar está aquí, con los míos. Id, hijos míos, y estableced vuestra nación. Al final, vuestros descendientes regirán el sistema. Pero yo…, yo me quedaré aquí.
—Entonces yo también me quedaré —insistió Max—. Tú eres viejo y alguien ha de cuidarte. Te debo mi vida más de una docena de veces.
Scanlon movió la cabeza firmemente.
—No necesitaré a nadie. Dayton no está lejos. Ya me cuidarán bien allí o en cualquier otro sitio donde vaya. Tu raza te necesita, Max. Eres su líder. ¡Marchaos!
Scanlon vagaba sin rumbo por las calles desiertas de Ciudad Híbrida y trataba de dominarse. Era duro. Ayer, había celebrado el cuadragésimo aniversario de su fundación… estaba en la cima de su prosperidad. Hoy, era una ciudad abandonada.
Sin embargo, cosa extraña, se sentía lleno de júbilo. Su sueño había sido destrozado… pero sólo para dar paso a un sueño más brillante. Había recogido a unos niños abandonados y elevado a una raza en su juventud, y por ello algún día se le reconocería como el fundador de la super-raza.
Su creación dominaría algún día el sistema. La energía atómica, los anuladores de la gravedad, todo le pareció insignificante. Ésta era su verdadera aportación al universo.
Así, pensó, era como debían sentirse los dioses.
Igual que en Un arma demasiado horrible para emplear, el relato trataba de los prejuicios raciales a escala interplanetaria. He insistido frecuentemente sobre este tema… algo nada sorprendente en un judío que vivía en la era de Hitler.
Una vez más, se revela mi ingenuidad, puesto que no sólo sostenía la existencia de una raza inteligente en Marte, donde tal cosa es completamente inverosímil, y más en 1939, sino que los marcianos se parecían lo bastante a los terrícolas como para hacer posible un cruce entre ambos. (Sólo puedo sacudir la cabeza con fatiga. Sabía más en 1939; realmente sabía más. Pero me limité a adoptar los gastados clichés de la ciencia ficción, eso es todo. Eventualmente, cesé de hacerlo.)
Mi tratamiento de la energía atómica también fue primitivo en extremo, y también sabía más que todo esto, a pesar de que cuando escribí el relato, la fisión del uranio aún no había sido descubierta. La misteriosa referencia del híbrido a «una función de x2 + y2 + z2» sólo significa que, poco tiempo antes, había estudiado geometría analítica en Columbia y alardeaba de saber la ecuación de la esfera.
Éste fue el primer relato en el que traté de introducir el elemento romántico, aunque con moderación. Tenía que ser un fracaso. Cuando escribí esta historia, aún no había salido nunca con una chica.
Y no obstante, la mayor confusión, en un relato lleno de ellas, fue la siguiente línea en el séptimo párrafo: «… Por él, se había convertido en un hombre mayor a los treinta años —el primer ardor de la juventud ya hacía tiempo que había desaparecido—…»
Bueno, lo escribí a los diecinueve años. Entonces creía que el primer ardor de la juventud desaparecía al llegar a los treinta. Desde luego, ahora pienso de otra forma, pues, más de treinta años después, creo que aún estoy en el primer ardor de la juventud.
Sin embargo, existía una razón para felicitarme a mí mismo en relación con Mestizo. Mi cuarto relato publicado, fue el más largo que había aparecido hasta entonces. Con una extensión de nueve mil palabras, constó en el índice como una «novela corta», mí primer relato de esta clase que fue publicado.
Mi nombre también apareció en la portada de la revista. Era la primera vez que eso ocurría.
Casi inmediatamente de terminar Mestizo, empecé El sentido secreto, sometiéndolo a John Campbell el 21 de junio de 1939, y volviéndolo a recibir el 28. Pohl tampoco pudo venderlo.
Sin embargo, hacia finales de 1940, aparecieron un par de revistas gemelas, Cosmic Stories y Stirring Science Stories, con Don Wollheim, un futurista, como editor. No obstante, las revistas empezaban con un presupuesto muy reducido y el único modo de sacarlas adelante era consiguiendo relatos gratis… por lo menos en los primeros números. Para ello, Wollheim apeló a los futuristas y salió del trance. Los primeros números consistieron enteramente (me parece) en relatos escritos por futuristas, bajo sus propios nombres o seudónimos.
También fue solicitada mi ayuda, y como en aquel tiempo estaba convencido de que no lograría vender El sentido secreto en ningún sitio, se lo regalé a Wollheim, que lo aceptó enseguida.
Eso fue todo, a excepción de que, en aquellos días, aún aparecería otra revista, Comet Stories, dirigida por F. Orlin Tremaine, que había sido el predecesor de Campbell en Astounding.
Fui a ver a Tremaine varias veces, pues pensé que podría venderle uno o dos relatos. En la segunda visita, el 5 de diciembre de 1940, Tremaine habló con cierto acaloramiento sobre las revistas de Wollheim. Mientras él pagaba elevados precios, dijo, Wollheim conseguía relatos gratis y con ellos publicaría unas revistas que robarían lectores a las que pagaban. Cualquier autor que donara relatos a Wollheim, y por lo tanto contribuyera a la destrucción de revistas rivales que pagaban, pasarían a formar parte de una lista negra de la especialidad.
Lo oí con horror, sabiendo que yo había donado un relato gratis. Pensé que aquella narración no valía nada, pero no se me ocurrió que estaba socavando a otros autores al establecer una competencia desleal.
No tuve el valor de decir a Tremaine que yo era uno de los culpables, pero en cuanto llegué a casa, escribí a Wollheim pidiéndole que aceptara una de estas dos alternativas: o publicaba el relato bajo un seudónimo para que mi culpabilidad permaneciera oculta, o, si insistía en usar mi nombre, tenía que pagarme cinco dólares a fin de que, si algún día surgía la cuestión, yo pudiera negar honestamente que había dado el relato gratis.
Wollheim decidió usar mi nombre y me envió un cheque de cinco dólares, pero lo hizo con notables malos modos (y que conste que en aquellos días no se le conocía por la suavidad de su carácter). Acompañó el cheque con una airada carta en la que, en parte, decía que me pagaba un enorme precio por palabra, pues mi nombre era lo único que tenía valor y por él recibía 2.50 dólares por palabra. Es posible que tuviera razón. En tal caso, el precio por palabra fue realmente un récord, que no he superado hasta la fecha. Por otro lado, el pago total también estableció un récord. Por ningún otro relato he cobrado un precio tan bajo.
Años más tarde, el conocido historiador de la ciencia ficción Sam Moskowitz escribió una corta biografía mía, que apareció en el Amazing de abril de 1962. En ella describe una versión de los sucesos antes relatados y declara equivocadamente que fue John Campbell el que se encolerizó a causa de la donación de relatos gratis y que fue él quien me amenazó con la lista negra.
¡No fue así!
Campbell no tuvo nada que ver con ello y, lo que es más, hubiera sido incapaz de hacer una amenaza. Si hubiera sabido con anticipación que yo quería donar un relato gratis a la publicación rival, me hubiera hecho ver mi estupidez de forma totalmente amistosa y la cuestión hubiera terminado ahí.
De hecho, aunque traté de ocultar mi culpabilidad a Tremaine, no intenté hacerlo con Campbell. En la próxima visita que le hice, el 16 de diciembre de 1940, se lo confesé todo, y él no concedió ninguna importancia a lo ocurrido.
Me imagino que Campbell estaba seguro de que ninguna revista que dependiera de donaciones gratis podría durar mucho, puesto que los relatos así conseguidos ya habían sido rechazados por todas las demás. Y tenía razón. Cosmic Stories sólo publicó tres números, y Stirring Science Stories, cuatro. El sentido secreto fue el único relato mío que publicaron.
En cuanto a Comet Stories, publicó cinco números, y aunque Tremaine estuvo a punto de aceptar un par de mis relatos, no llegó a comprarme ninguno.