6

FRAILE NEGRO DE LA LLAMA

Los ojos de Russell Tymball estaban llenos de lóbrega satisfacción, mientras contemplaban las ruinas ennegrecidas de lo que unas cuantas horas antes había sido un crucero de la flota lasiniana. Las vigas maestras retorcidas, diseminadas por todas direcciones, atestiguaban ampliamente la extraordinaria fuerza de la caída.

El gordinflón terrícola volvió a entrar en su propio y bruñido estrato-cohete y aguardó. Sus dedos retorcieron distraídamente un largo cigarro durante unos minutos antes de encenderlo. A través del humo ascendente, sus ojos se entrecerraron y permaneció sumido en sus pensamientos.

Se levantó al oír una cautelosa llamada. Dos hombres entraron apresuradamente lanzando una última y fugitiva mirada hacia atrás. La puerta se cerró sin ruido, y uno se dirigió inmediatamente hacia los controles. El desolado paisaje desértico apareció muy por debajo de ellos casi en seguida, y la proa plateada del estrato-cohete apuntó hacia la antigua metrópoli de Nueva York.

Pasaron unos minutos antes de que Tymball hablara.

—¿Todo claro?

El hombre que estaba en los controles asintió.

—Ni una sola nave tiránica a la vista. Es evidente que el Grahul no ha podido solicitar ayuda por radio.

—¿Tienen el mensaje? —preguntó ansiosamente el otro.

—Lo encontramos con bastante facilidad. Está intacto.

—También encontramos —dijo el segundo hombre, con amargura— otra cosa…, el último informe de Sidi Peller.

Por un momento, la redonda cara de Tymball se dulcificó y algo parecido al dolor se adueñó de su expresión. Y después volvió a endurecerse.

—¡Murió! Pero fue por la Tierra, y por lo tanto no fue muerte. ¡Fue martirio!

Calló un momento y después dijo tristemente:

—Déjeme ver el informe, Petri.

Cogió la única y doblada hoja que le alargaron y la sostuvo ante sí. Lentamente, leyó en voz alta:

«El 4 de setiembre, entrada con éxito en el crucero Grahul de la flota tiránica. Me mantuve escondido durante el viaje de Plutón a la Tierra. El 5 de setiembre, localicé el mensaje en cuestión y me apropié de él. Acabo de cerrar los reactores, del cohete. Cierro este informe junto con el mensaje. ¡Larga vida a la Tierra!»

La voz de Tymball sonaba curiosamente emocionada al leer la última palabra.

—Los tiranos lasinianos nunca han inmolado a un hombre tan grande como Sidi Peller. Pero nos lo cobraremos, y con interés. La raza humana aún no está en completa decadencia.

Petri contemplaba el exterior por la ventana.

—¿Cómo pudo Peller hacer todo eso? Un hombre… que viaja de polizón en un crucero de la flota sin ser descubierto y roba el mensaje en las narices de toda la tripulación y destroza la nave. ¿Cómo lo hizo? Y nunca lo sabremos; a excepción de los escasos hechos de su informe.

—Tenía sus órdenes —dijo Willums, bloqueando los controles y dando media vuelta—. Yo mismo se las llevé a Plutón. ¡Consiga el mensaje! ¡Destruya el Grahul en el Gobi! ¡Lo hizo! ¡Eso es todo! —se encogió de hombros con cansancio.

La atmósfera de depresión se hizo más intensa hasta que el propio Tymball la rompió con un gruñido:

—Olvidémoslo. ¿Se han ocupado de todo en la nave destruida?

Los otros dos asintieron a la vez. La voz de Petri reflejó su espíritu práctico:

—Se eliminaron todas las pistas de Peller y fueron atomizadas. Nunca detectarán la presencia de un ser humano entre las ruinas. El mismo documento se remplazó por la copia que teníamos preparada, y se quemó cuidadosamente para evitar cualquier sospecha. Incluso fue impregnada con la cantidad exacta de sales de plata que contiene el sello oficial del emperador tirano. Me jugaría la cabeza a que ningún lasiniano sospechará que la caída no fue un accidente o que el mensaje no fue destruido a causa de ella.

—¡Bien! Por lo menos tardarán veinticuatro horas en localizar la nave siniestrada. Es un trabajo difícil. Ahora denme el mensaje.

Cogió la funda metaloide casi con reverencia. Estaba ennegrecida y doblada, todavía un poco caliente. Y entonces, con un salvaje movimiento de la muñeca, rompió la tapa.

El documento que extrajo se desenrolló con un sonido crujiente. En la esquina inferior izquierda estaba el enorme sello de plata del propio emperador lasiniano —el tirano que, desde Vega, regía una tercera parte de la galaxia—. Iba dirigido al virrey del Sol.

Los tres terrícolas contemplaron solemnemente la fina letra impresa. La desagradablemente angular escritura lasiniana brillaba con luz roja bajo los rayos del sol poniente.

—¿Ven como yo tenía razón? —susurró Tymball.

—Como siempre —asintió Petri.

La noche no llegó completamente. El color negro-púrpura del cielo se intensificó ligeramente y las estrellas brillaron imperceptiblemente, pero aparte de eso la estratosfera no se diferenciaba entre la ausencia y la presencia del Sol.

—¿Ha decidido cuál será el próximo paso? —preguntó Willums, vacilante.

—Sí…, hace mucho tiempo. Mañana iré a visitar a Paul Kane, con esto.

—¡El loara Paul Kane! —gritó Petri.

—¡Ese… ese loarista! —exclamó simultáneamente Willums.

—El loarista —convino Tymball—. ¡Es nuestro hombre!

—Diga mejor que es el lacayo de los lasinianos —gruñó Willums—. Kane, el jefe del loarismo, es por consiguiente el jefe de los traidores humanos que predican sumisión a los lasinianos.

—Así es. —Petri estaba pálido, pero más calmado—. Los lasinianos son nuestros enemigos declarados y debemos enfrentarnos a ellos en una lucha limpia…, pero los loaristas son sabandijas. ¡Gran espacio! Preferiría encontrarme a la merced del tirano virrey en persona que tener cualquier cosa que ver con esos repugnantes estudiantes de la historia antigua, que ensalzan la pasada gloria de la Tierra y son culpables de su degradación presente.

—Les juzga con demasiada severidad. —Había una sombra de sonrisa en los labios de Tymball—. Ya he tenido tratos con este dirigente del loarismo con anterioridad. Oh… —contuvo las exclamaciones de sorprendida consternación que siguieron—, fui muy discreto en cuanto a ello. Ni siquiera ustedes dos lo supieron, y, como ven, Kane todavía no me ha delatado. Entonces no tuve éxito, pero aprendí un poco. ¡Escúchenme!

Petri y Willums se acercaron, y Tymball prosiguió con entonación tajante y desapasionada.

—La primera campaña galáctica de los lasinianos concluyó hace dos mil años, inmediatamente después de la conquista de la Tierra. Desde entonces, no se ha reanudado la agresión, y los planetas humanos independientes de la galaxia están muy satisfechos con el mantenimiento del statu quo. Ellos mismos están demasiado divididos como para desear una nueva lucha. El loarismo sólo está interesado en su propia supervivencia ante las intromisiones de nuevas corrientes de pensamiento, y para ellos no tiene mucha importancia que sean los lasinianos o los humanos los que gobiernen la Tierra, siempre que el loarismo prospere. En realidad, nosotros —los nacionalistas— quizá representemos para ellos un peligro mucho mayor en este aspecto que los lasinianos.

Willums sonrió tétricamente.

—No hay duda de que así es.

—Entonces, admitiendo esto, es natural que el loarismo asuma el papel de pacificador. Sin embargo, si conviniera a sus intereses, se unirían a nosotros en un abrir y cerrar de ojos. Y esto —golpeó el documento que tenía delante— es lo que les convencerá de dónde residen sus intereses.

Los otros dos guardaron silencio.

Tymball continuó:

—Disponemos de poco tiempo. No más de tres años, quizá no más de dos. Y sin embargo ya saben las posibilidades de éxito que hoy día tendría una rebelión.

—Lo lograríamos —rezongó Petri, y prosiguió en tono apagado—, si los únicos lasinianos con los que tuviéramos que enfrentarnos fueran los de la Tierra.

—Exactamente. Pero pueden pedir ayuda a Vega, y nosotros no podemos pedirla a nadie. Ninguno de los planetas humanos acudiría en nuestra defensa, tal como ocurrió hace quinientos años. Y ésa es la razón por la que debemos tener al loarismo de nuestra parte.

—¿Y qué hicieron los loaristas hace quinientos años durante la Rebelión Sangrienta? —preguntó Willums, con un odio amargo reflejado en la voz—. Nos abandonaron para salvar su precioso pellejo.

—No nos encontramos en una posición adecuada para recordar aquello —dijo Tymball—. Tendremos su ayuda ahora… y después, cuando todo haya concluido, nuestras cuentas con ellos…

Willums volvió a los controles.

—¡Nueva York dentro de quince minutos! —Y después—: Pero sigue sin gustarme. ¿Qué pueden hacer esos asquerosos loaristas? ¡Las cáscaras desecadas no sirven más que para traiciones y trivialidades!

—Constituyen la última fuerza unificadora de la humanidad —replicó Tymball—. Bastantes débiles e indefensos, pero la única oportunidad de la Tierra.

Ahora estaban penetrando en la más espesa atmósfera inferior, y el silbido de aire que provocaban se hizo más estridente. Willums conectó los cohetes de frenaje al atravesar una capa de nubes grises. Allí, en el horizonte, se veía el gran resplandor difuso de la ciudad de Nueva York.

—Comprueben que sus pases estén en perfecto orden para la inspección lasiniana y oculten el documento. De todos modos, no nos registrarán.

El loara Paul Kane se recostó en su ornamentado sillón. Los delgados dedos de una de sus manos jugaban con un pisapapeles de marfil que había sobre su mesa. Sus ojos evitaban los del hombre más bajo y grueso que tenía delante, y su voz, mientras hablaba, adquiría inflexiones solemnes.

—No puedo seguir protegiéndole, Tymball. Hasta ahora lo he hecho por el lazo de una humanidad común que hay entre nosotros, pero… —Su voz se desvaneció.

—¿Pero? —apremió Tymball.

Los dedos de Kane seguían manoseando el pisapapeles.

—Este último año los lasinianos se han vuelto más duros. Se muestran casi arrogantes. —De repente levantó la vista—. Usted ya sabe que no soy un agente completamente libre, y no poseo la influencia y el poder que usted parece creer que tengo.

Volvió a bajar los ojos, y una nota de preocupación se adueñó de su voz.

—Los lasinianos sospechan. Están empezando a vislumbrar los trabajos de una conspiración clandestina bien organizada, y nosotros no podemos permitirnos el lujo de vernos envueltos en ella.

—Lo sé. En caso de necesidad, están dispuestos a sacrificarnos del mismo modo que sus predecesores sacrificaron a los patriotas de hace cinco siglos. Una vez más, el loarismo representará su noble papel.

—¿Hasta qué punto son buenas sus rebeliones? —fue la cansada repuesta—. ¿Acaso los lasinianos son mucho peores que la oligarquía de humanos que dirige Santanni o el dictador que gobierna Trántor? Si los lasinianos no son humanos, por lo menos son inteligentes. El loarismo puede vivir en paz con sus gobernantes.

Y ahora Tymball sonrió. No había nada humorístico en ello, más bien una ironía burlona. Extrajo una pequeña carta de su manga.

—Lo cree así, ¿verdad? Tenga, lea esto. Es una copia fotostática reducida de… No, no la toque…, léala mientras yo la sostengo, y…

Sus demás comentarios se vieron ahogados por el súbito alarido del otro. El rostro de Kane se contrajo alarmantemente convirtiéndose en una máscara de horror, mientras trataba de agarrar el duplicado que mantenían fuera de su alcance.

—¿Dónde lo ha conseguido? —Apenas reconoció su propia voz.

—¿Qué importa eso? Lo tengo, ¿verdad? Y ha costado la vida de un hombre valiente, y una nave de la escuadra de Su Reptilesca Eminencia. Creo que no puede usted abrigar ninguna duda en cuanto a su autenticidad.

—¡No…, no! —Kane se llevó una temblorosa mano a la frente—. Es la firma y el sello del emperador. Es imposible falsificarlos.

—Ya ve, Excelencia —había sarcasmo en el tratamiento—, la renovación de la campaña galáctica es una cuestión de dos años, o tres, a partir de ahora. El primer paso de la campaña se dará en el curso de este mismo año… y a causa de este primer paso —su voz adquirió una dulzura venenosa—, se ha enviado esta orden al virrey.

—Déjeme pensar un momento. Déjeme pensar. —Kane se derrumbó en el sillón.

—¿Acaso tiene necesidad de hacerlo? —gritó Tymball, despiadadamente—. Esto no es más que la constatación de lo que le predije hace seis meses, y a lo que usted no prestó atención. La Tierra, como mundo humano, será destruida; su población, diseminada por grupos en las porciones lasinianas de la galaxia; cualquier resto de ocupación humana, destruida.

—¡Pero la Tierra! La Tierra, el hogar de la raza humana; el principio de nuestra civilización…

—¡Exactamente! El loarismo se muere y la destrucción de la Tierra lo matará. Y una vez desaparecido el loarismo la última fuerza unificadora habrá sido destruida, y los planetas humanos, invencibles si estuvieran unidos, serán borrados, uno por uno, en la segunda campaña galáctica. A menos que…

La voz del otro era monótona.

—Sé lo que va a decirme.

—No más de lo que le dije antes. La humanidad debe unirse, y sólo puede hacerlo alrededor del loarismo. Necesita una causa por la que luchar, y esa causa debe ser la liberación de la Tierra. Yo encenderé la chispa aquí en la Tierra y usted ha de convertir a la porción humana de la galaxia en un polvorín.

—Usted desea una guerra total…, una cruzada galáctica. —Kane hablaba en un susurro—. Pero nadie sabe mejor que yo que una guerra total ha sido imposible durante estos miles de años. —Se echó a reír súbitamente, con amargura—. ¿Sabe lo débil que es hoy el loarismo?

—No hay nada tan débil que no pueda reforzarse. Aunque el loarismo se ha debilitado desde sus grandes días, durante la primera campaña galáctica, sigue teniendo su organización y su disciplina; las mejores de la galaxia. Y sus dirigentes son, en general, hombres capaces, y lo digo por usted. Un grupo de hombres inteligentes concienzudamente centralizado, que trabaje a fondo, puede hacer mucho. Debe hacer mucho, pues no tiene elección.

—Déjeme —dijo Kane, débilmente—, ahora no puedo hacer más. He de pensar. —Su voz se desvaneció, pero uno de sus dedos señalaba hacia la puerta.

—¿Para qué sirven sus pensamientos? —gritó Tymball irritado—. ¡Necesitamos hechos!

Y con esto, se fue.

La noche había sido horrible para Kane. Su rostro estaba pálido y deshecho; sus ojos, vacíos y brillantes de fiebre. Sin embargo, habló en voz alta y firme.

—Somos aliados, Tymball.

Tymball sonrió sombríamente, estrechó durante un momento la mano que Kane le tendía, y la soltó.

—Sólo por necesidad, Excelencia. Yo no soy amigo suyo.

—Yo tampoco lo soy suyo. Pero hemos de trabajar juntos. Ya he dado las órdenes iniciales y el Consejo Central las ratificará. En esta dirección, por lo menos, no preveo dificultades.

—¿Cuándo se producirán los resultados?

—¿Quién sabe? El loarismo aún dispone de sus medios de propaganda. Todavía hay quienes escucharán por respeto, y otros por temor, e incluso algunos por la mera fuerza de la propaganda. Pero ¿quién puede decirlo? La humanidad se ha dormido y el loarismo también. Hay poco sentido antilasiniano, y será difícil levantarlo de la nada.

—El odio nunca es difícil de levantar —y el mofletudo rostro de Tymball pareció extrañamente severo—. ¡Emocionalismo! ¡Propaganda! E incluso en su estado de debilidad, el loarismo es rico. Las masas pueden corromperse con palabras, pero los que ocupan puestos importantes requerirán un poco de metal amarillo.

Kane levantó una mano con cansancio.

—No dice nada nuevo. Esa línea de deshonor era la política humana ya en el confuso amanecer de la historia, cuando sólo esta pobre Tierra era humana y aun así se dividió en segmentos opuestos. —Después, amargamente—: ¡Pensar que hemos de volver a las tácticas de aquella bárbara edad!

El conspirador se encogió cínicamente de hombros.

—¿Conoce alguna mejor?

—E incluso así, con toda esa vileza, podemos fracasar.

—No, si nuestros planes están bien hechos.

El loara Paul Kane se puso en pie de un salto y cerró las manos frente a él.

—¡Loco! ¡Usted y sus planes! ¡Sus sutiles, secretos, solapados y tortuosos planes! ¿Acaso cree que conspiración es rebelión, o rebelión, victoria? ¿Qué puede hacer usted? Puede descubrir información y llegar secretamente a las raíces, pero no puede dirigir una rebelión. Yo puedo organizar y preparar, pero no puedo dirigir una rebelión.

Tymball parpadeó.

—Preparación…, una preparación perfecta…

—… No es nada se lo digo yo. Se pueden tener todos los ingredientes químicos necesarios, y todas las condiciones adecuadas, y sin embargo es posible que no haya reacción. En psicología, particularmente psicología del vulgo, como en química, es necesario tener un catalizador.

—Por todos los espacios, ¿qué quiere decir?

—¿Puede usted dirigir una rebelión? —gritó Kane—. Una cruzada es una guerra de emoción. ¿Puede usted controlar las emociones? Usted, un conspirador, no mantendría el fuego de una contienda abierta ni un sólo instante. ¿Puedo yo dirigir la rebelión? ¿Yo, un viejo y un hombre de paz? Entonces, ¿quién ha de ser el líder, el catalizador psicológico, que tome la inservible arcilla de su preciosa «preparación» y le insufle vida?

Los músculos de la barbilla de Russel Tymball temblaron.

—¡Derrotismo! ¿Tan pronto?

La respuesta fue cruel:

—¡No! ¡Realismo!

Hubo un silencio airado y Tymball giró sobre sus talones y se fue.

Era medianoche, hora local de la astronave, y las festividades nocturnas alcanzaban su punto máximo. El gran salón del trasatlántico Flaming Nova estaba lleno de figuras que danzaban, reían y brillaban, volviéndose más joviales a medida que la noche transcurría.

—Esto me recuerda los asuntos triplemente malditos de los que me hará ocupar mi mujer cuando vuelva a Lacto —murmuró Sammel Maronni a su compañero—. Creí que me escaparía de alguno, por lo menos aquí en el hiperespacio, pero evidentemente no ha sido así. —Dio un sordo gruñido y contempló a la concurrencia con una mirada de débil desaprobación.

Maronni iba vestido a la última moda, desde la cinta púrpura de la cabeza hasta las sandalias azul cielo, y parecía sumamente incómodo. Su corpulenta figura estaba enfundada en una túnica de color rojo brillante demasiado ajustada y los ocasionales tirones a su ancho cinturón demostraban que era consciente de su mal aspecto.

Su compañero, más alto y delgado, llevaba el inmaculado uniforme blanco con la soltura que da una larga experiencia, y su imponente figura contrastaba fuertemente con el aspecto algo ridículo de Sammel Maronni.

El exportador lactoniano era consciente de este hecho.

—Maldito sea, Drake, tiene un buen empleo. Se viste como una persona importante y no hace nada más que sonreír y contestar a los saludos. ¿Cuánto le pagan por ello?

—No lo bastante. —El capitán Drake levantó una de sus cejas grises y miró irónicamente al lactoniano—. Me gustaría que usted tuviera mi empleo por una semana más o menos. Al cabo de ese tiempo ya estaría harto. Si cree que cuidar a gordas damiselas viudas y esnobs de cabello rizado es un lecho de rosas, le invito a que lo pruebe —murmuró malhumoradamente para sí durante un momento, y después se inclinó cortésmente hacia una enjoyada vieja regañona que le sonreía—. Es lo que ha encanecido mis cabellos y surcado de arrugas mi cara, ¡por Rigel!

Maronni sacó un largo cigarro «Karen» de la bolsa que colgaba de su cintura y lo encendió con placer. Lanzó una nube de humo verde manzana al rostro del capitán y sonrió pícaramente.

—Aún no he conocido a ningún hombre que hablara bien de su trabajo, aunque éste sea una ganga como el suyo, viejo pillo. Ah, si no me equivoco, la encantadora Ylen Surat va a caer sobre nosotros.

—¡Oh, diablos rosas de Sirio! Casi no me atrevo a mirar. ¿Es esa vieja bruja que viene en nuestra dirección?

—Exactamente… ¡y vaya suerte que tiene usted! Es una de las mujeres más ricas de Santanni, y viuda, también. El uniforme las subyuga, supongo. ¡Lástima que yo esté casado!

El capitán Drake contrajo el rostro en una mueca horrible.

—Ojalá se le cayera una lámpara encima.

Y con esto se volvió, trocando su expresión por una de dulce satisfacción en sólo un instante.

—Pero, señora Surat, creía que nunca tendría el placer de saludarla.

Ylen Surat, que ya hacía años había pasado de los sesenta, se rió como una niña.

—Repórtese, viejo galanteador, o me hará olvidar que he venido a regañarle.

—Espero que no esté nada mal. —A Drake le dio un vuelco el corazón. No era la primera vez que soportaba las quejas de la señora Surat. Normalmente, todo solía estar mal.

—Hay muchas cosas que están mal. Acaban de decirme que dentro de cincuenta horas aterrizaremos en la Tierra…, si así es como se pronuncia.

—Totalmente correcto —dijo el capitán Drake, algo más tranquilo.

—Pero es una escala que no estaba prevista cuando embarcamos.

—No, no lo estaba. Pero luego… verá, es cuestión de rutina. Nos iremos diez horas después del aterrizaje.

—Pero esto es insoportable. Me retrasará un día completo. He de llegar a Santanni esta misma semana, y los días son preciosos. Además, nunca he oído hablar de la Tierra. Mi guía —extrajo un libro con tapas de piel de su bolso y lo hojeó furiosamente— ni siquiera la menciona. Estoy segura de que nadie tiene interés en parar ahí. Si usted persiste en malgastar el tiempo de los pasajeros en una escala totalmente inútil, tendré que hablar de ello con el presidente de la línea. Le recuerdo que tengo algo de influencia en casa.

El capitán Drake suspiró imperceptiblemente. No era la primera vez que le recordaban el «algo de influencia» de Ylen Surat.

—Mi querida señora, tiene usted razón, toda la razón, absolutamente toda… pero no puedo hacer nada. Todas las naves de las líneas Sirio, Alpha Centauri y Cygni 61 deben detenerse en la Tierra. Es un acuerdo interestelar, y ni siquiera el presidente de la línea, por mucho que lamentara su protesta, podría cambiar la ruta.

—Además —interrumpió Maronni, que creyó llegado el momento de acudir en ayuda del acosado capitán—, creo que llevamos dos pasajeros que se dirigen a la Tierra.

—Así es. Lo había olvidado. —El rostro del capitán Drake se animó un poco—. ¡Ahí tiene! Resulta que tenemos una razón concreta para esta escala.

—¡Dos pasajeros entre más de mil quinientos! ¡Vaya una razón!

—Es usted injusta —dijo Maronni con sutileza—. Al fin y al cabo, la raza humana proviene de la Tierra. Supongo que ya lo sabía, ¿verdad?

Ylen Surat enarcó unas cejas evidentemente postizas.

—¿Sí?

La desconcertada expresión de su rostro se trocó en otra de desprecio.

—Oh, bueno, eso fue hace miles y miles de años. Ahora ya no tiene importancia.

—La tiene para el loarismo y los dos pasajeros que desean aterrizar son loaristas.

—¿Pretende decirme —se burló la viuda— que, en esta era ilustrada, aún hay gente que estudia «nuestra cultura antigua»? ¿No es de eso de lo que siempre hablan?

—De eso es de lo que Filip Sanat siempre habla —se rió Maronni—. Hace pocos días me lanzó un sermón sobre este mismo tema. Y fue interesante. La mayor parte de lo que dijo era verdad.

Asintió con ligereza y continuó:

—Es muy inteligente, ese Filip Sanat. Hubiera podido ser un buen científico u hombre de negocios.

—Habla de meteoros y se los oye zumbar —dijo el capitán, de repente, e hizo una inclinación de cabeza hacia la derecha.

—¡Bueno! —balbuceó Maronni—. Allí está. Pero… pero ¿qué diablos está haciendo aquí?

Realmente, Filip Sanat tenía un aspecto bastante, incongruente mientras permanecía enmarcado en el umbral más distante. Su túnica larga y oscura —característica de los loaristas— era una mancha tétrica en un escenario alegre. Sus melancólicos ojos se volvieron hacia Maronni y levantó inmediatamente la mano en señal de reconocimiento.

Los asombrados bailarines, le abrieron paso automáticamente, siguiéndole con una mirada larga y curiosa. Se podía oír la estela de susurros que dejaba tras de sí. Sin embargo, Filip Sanat no se dio cuenta de ello. Con los ojos inflexiblemente fijos delante de él y una expresión impasible, llegó junto al capitán Drake, Sammel Maronni e Ylen Surat.

Filip Sanat saludó calurosamente a los dos hombres y después, en respuesta a una presentación, se inclinó gravemente ante la viuda, que le contemplaba con sorpresa y manifiesto desprecio.

—Perdóneme por molestarle, capitán Drake —dijo el joven en voz baja—. Sólo quería saber a qué hora saldremos del hiperespacio.

El capitán extrajo de su bolsillo un cronómetro.

—Una hora a partir de este momento.

—¿Y entonces estaremos…?

—Fuera de la órbita del planeta IX.

—Es decir, Plutón. Así que el Sol estará a la vista cuando entremos en el espacio normal, ¿verdad?

—Así será, si mira en la dirección correcta… hacia la proa de la nave.

—Gracias.

Filip Sanat hizo ademán de alejarse, pero Maronni le detuvo.

—Quédate, Filip. No pensarás abandonarnos, ¿verdad? Estoy seguro de que la señora Surat está ansiosa por hacerte unas cuantas preguntas. Ha demostrado gran interés por el loarismo. —En los ojos del lactoniano se observaba una mirada maliciosa.

Filip Sanat se volvió atentamente hacia la viuda, que, sorprendida por el momento, permanecía muda, y entonces se recobró.

—Dígame, joven —exclamó—, ¿quedan realmente personas como usted? Loaristas, quiero decir.

Filip Sanat se sobresaltó y observó con bastante rudeza a su interlocutora, pero no perdió el don de la palabra. Con tranquila claridad, dijo:

—Todavía quedan personas que tratan de mantener la cultura y la forma de vida de la antigua Tierra.

El capitán Drake no pudo evitar un comentario irónico:

—¿Incluso bajo el dominio de la cultura de los maestros lasinianos?

Ylen Surat lanzó un grito ahogado.

—¿Quiere decir que la Tierra es un mundo lasiniano? ¿Lo es? ¿Lo es? —Su voz se convirtió en un chillido asustado.

—Naturalmente —contestó el asombrado capitán, arrepentido de haber hablado—. ¿No lo sabía?

—Capitán —había histerismo en la voz de la mujer—, no debe usted aterrizar. Si lo hace, le crearé dificultades… muchas dificultades. No me expondré a las hordas de esos horribles lasinianos… esos espantosos reptiles de Vega.

—No tiene nada que temer, señora Surat —observó Filip Sanat, fríamente—. La inmensa mayoría de la población terrestre es humana. Sólo el uno por ciento, que gobierna, es lasiniano.

—Oh… —hizo una pausa, y después, de forma hiriente, dijo—: Bueno, no creo que la Tierra sea tan importante, si ni siquiera está gobernada por humanos. ¡El loarismo! ¡Una estúpida pérdida de tiempo es como yo lo llamo!

El rostro de Sanat enrojeció súbitamente, y por un momento pareció luchar en vano por hablar. Cuando lo hizo, fue en un tono de gran agitación:

—Tiene usted un punto de vista muy superficial. El hecho de que los lasinianos controlen la Tierra no tiene nada que ver con el problema fundamental del loarismo, que…

Giró sobre los talones y se fue.

Sammel Maronni lanzó un largo suspiro mientras contemplaba a la figura que se alejaba.

—Le ha dado en un punto doloroso, señora Surat, nunca le había visto renunciar de este modo a discutir o intentar explicar algo.

—No tiene mal aspecto —dijo el capitán Drake.

Maronni se rió entre dientes.

—Ni por asomo. Ese joven y yo somos del mismo planeta. Es un típico lactoniano, como yo.

La viuda se aclaró la garganta con mal humor.

—Oh, cambiemos de tema. Ese hombre parece haber lanzado una sombra sobre toda la habitación. ¿Por qué llevan esas horribles túnicas de color púrpura? ¡Tan poco elegantes!

El loara Broos Porin levantó la vista al entrar su joven acólito.

—¿Bien?

—Dentro de menos de cuarenta y cinco minutos, loara Broos.

Y dejándose caer en un sillón, Sanat apoyó su rostro congestionado y ceñudo en un puño cerrado.

Porin contempló al otro con una afectuosa sonrisa.

—¿Has vuelto a discutir con Sammel Maronni, Filip?

—No, no exactamente. —Se enderezó de un salto—. Pero ¿para qué sirve, loara Broos? Allí, en el nivel superior, hay cientos de humanos, irreflexivos, vestidos alegremente, riendo, divirtiéndose; y ahí afuera está la Tierra, abandonada. Entre todos los viajeros de la nave, sólo nosotros dos vamos allí para ver el mundo de nuestros antiguos días.

Sus ojos evitaron los del hombre de más edad y su voz adquirió un matiz de amargura.

—Y hubo un tiempo en que miles de humanos, procedentes de todos los rincones de la galaxia, aterrizaban cada día en la Tierra. Los grandes días del loarismo se han acabado.

El loara Broos se echó a reír. Nadie hubiera pensado que su ceñuda figura abrigara una risa tan enérgica.

—Esta debe ser por lo menos la centésima vez que te oigo decir esto. ¡Tonto! Llegará un día en que la Tierra volverá a ser recordada. La gente aún volverá a acudir en tropel. Vendrán por miles y millones.

—¡No! ¡Se ha acabado!

—¡Bah! Los agoreros profetas de la fatalidad han dicho eso una y otra vez a lo largo de la historia. Pero todavía no se ha demostrado que estuvieran en lo cierto.

—Esta vez se demostrará. —Los ojos de Sanat brillaron súbitamente—. ¿Sabe por qué? Porque la Tierra ha sido profanada por los conquistadores reptiles. Una mujer acaba de decirme, una mujer insustancial, estúpida y vacía, que no cree que la Tierra sea tan importante si ni siquiera está gobernada por humanos. Ha dicho lo que millones deben decir inconscientemente, y yo no he tenido palabras para refutárselo. Ha sido un argumento que no podía refutar.

—¿Y cuál sería tu solución, Filip? Vamos, ¿la has pensado?

—¡Expulsarlos de la Tierra! ¡Convertirla una vez más en un planeta humano! Hace dos mil años luchamos con ellos durante la primera campaña galáctica, y los detuvimos cuando parecía que iban a absorber la galaxia. Hagamos una segunda campaña y les enviaremos de regreso a Vega.

Porin suspiró y movió la cabeza.

—¡Vaya un exaltado que eres! Ningún loarista ha dejado de serlo al hablar de este tema. El tiempo te curará y te apaciguará. ¡Mira, muchacho! —el loara Broos se levantó y agarró al otro por los hombros—. El hombre y el lasiniano son inteligentes, y son las dos únicas razas inteligentes de la galaxia. Son hermanas en mente y en espíritu. Estad en paz con ellos. No odiéis, pues el odio es la emoción más irracional. En lugar de eso, esforzaos en comprender.

Filip Sanat miraba fijamente al suelo y no dio muestras de haber oído. Su mentor chasqueó la lengua en señal de amable reprobación.

—Bueno, cuando seas más viejo lo entenderás. Ahora, olvídate de todo esto, Filip. Recuerda que estás a punto de realizar la ambición de todos los loaristas verdaderos. Dentro de dos días llegaremos a la Tierra y su suelo estará bajo nuestros pies. ¿No es bastante para que te sientas feliz? ¡Piénsalo! Cuando regreses, serás recompensado con el título de «loara». Serás alguien que ha visitado la Tierra. Te prenderán el sol dorado en el hombro.

La mano de Porin se deslizó hacia el llamativo círculo amarillo que llevaba sobre su propia túnica, mudo testigo de sus tres visitas anteriores a la Tierra.

—Loara Filip Sanat —dijo lentamente Sanat, con los ojos brillantes—. Loara Filip Sanat. Suena bien, ¿verdad? Y ya está muy cerca.

—Veo que te sientes mejor. Pero ven, dentro de pocos momentos dejaremos el hiperespacio y veremos el Sol.

Mientras hablaba, la gruesa capa de hipermateria que se adhería con tanta fuerza a los costados del Flaming Nova ya experimentaba los curiosos cambios que marcaban el comienzo de la entrada en el espacio normal. La oscuridad se aclaró un poco y anillos concéntricos de diversas tonalidades de gris se persiguieron unos a otros con velocidad creciente. Era una fantástica y hermosa ilusión óptica que la ciencia no había podido explicar.

Porin apagó la luz de la habitación, y los dos permanecieron inmóviles en la oscuridad, contemplando la débil fosforescencia de las veloces ondas que desaparecían con gran rapidez. Después, con una precipitación terroríficamente silenciosa, toda la estructura de hipermateria pareció arder en un torbellino de brillantes colores. Y entonces todo volvió a ser paz. Las estrellas centelleaban mudamente contra el curvado telón de fondo del espacio normal.

Y sobre el extremo de la portilla refulgía el resplandor más brillante del cielo con una luminosa llama amarilla que iluminó los rostros de los dos hombres, transformándolos en pálidas máscaras de cera. ¡Era el Sol!

La estrella de nacimiento del hombre estaba tan distante que no era más que un disco perceptible, aunque no se veía otro objeto tan brillante. Iluminados por su débil luz amarilla, los dos permanecieron en reflexión silenciosa, y Filip Sanat se calmó gradualmente.

Al cabo de dos días, el Flaming Nova aterrizaba en la Tierra.

Filip Sanat olvidó la deliciosa emoción que le había embargado en el momento que sus sandalias entraron por primera vez en contacto con la firme hierba de la Tierra al distinguir a un oficial lasiniano.

En realidad parecían humanos… o humanoides, por lo menos.

A primera vista, las predominantes características humanas borraban todo lo demás. El esquema del cuerpo no difería esencialmente del de los hombres. El cuerpo bípedo y de cuatro extremidades, los bien proporcionados brazos y piernas, el cuello bien definido, eran pruebas patentes. Sólo al cabo de unos minutos los pequeños detalles que marcaban la diferencia entre las dos razas se hacían evidentes.

El principal era las escamas que les cubrían la cabeza y una gruesa línea en la espina dorsal, a medio camino de las caderas. La propia cara, con la nariz plana, ancha y ligeramente escamosa y los ojos sin párpados, era bastante repulsiva, pero de ningún modo bestial.

Porin observó la sorpresa de Sanat ante esta primera visión de los reptiles de Vega con grandes signos de satisfacción.

—Ves —comentó—, su aspecto no es monstruoso en absoluto. Entonces, ¿por qué debería existir el odio entre los humanos y los lasinianos?

Sanat no contestó. Naturalmente, su viejo amigo tenía razón. La palabra «lasiniano» había estado tanto tiempo asociada en su mente a las de «extranjero» y «monstruo» que, contra todo conocimiento y razón, en su subconsciente había esperado ver alguna fantástica forma de vida.

No obstante, aunque trató de sofocar el absurdo sentimiento que causaba esta suposición, siguió experimentando el mismo odio persistente, que llegó a furia cuando pasaron la inspección ante un altivo lasiniano que hablaba inglés.

A la mañana siguiente, los dos salieron hacia Nueva York, la ciudad más grande del planeta. La histórica visita a la increíblemente antigua metrópoli hizo olvidar a Sanat las dificultades de la galaxia, durante todo un día. Fue un gran momento para él cuando finalmente se encontró ante una altísima estructura y se dijo: «Esto es el Memorial.»

El Memorial era el mayor monumento de la Tierra, dedicado al lugar de origen de la raza humana, y era el miércoles, el día de la semana que dos hombres «guardaban la Llama». Dos hombres, solos en el Memorial, vigilaban el vacilante fuego amarillo que simbolizaba el valor y la iniciativa humana… y Porin ya se las había arreglado para que aquel día la elección recayera sobre él y Sanat, en su calidad de loaristas recién llegados.

Así pues, a la débil luz del crepúsculo, los dos se encontraron solos en la espaciosa estancia de la llama del Memorial. En la sombría semioscuridad, iluminada tan sólo por el vacilante fulgor de una incierta llama amarilla, una gran calma descendió sobre ellos.

Había algo en la especial atmósfera del lugar que borraba toda alteración mental. Las vacilantes sombras que se abrían paso a través de los pilares de la larga columnata que había en ambos lados, creaban una fascinación hipnótica.

Gradualmente, Filip Sanat sintió sueño, y con los ojos adormilados miró la llama intensamente, hasta que se convirtió en un ser viviente de luz que alzaba su mortecina y silenciosa figura junto a su débil resplandor.

Pero los sonidos más insignificantes son suficientes para interrumpir una ensoñación, en especial cuando se oyen después de un silencio profundo. Sanat se puso súbitamente rígido, y agarró el codo de Porin con fuerza.

—Escuche —murmuró con cautela.

Porin se despertó sobresaltado de un pacífico ensueño, contempló a su joven compañero con intranquila intensidad, y después, sin pronunciar una sola palabra, tendió el oído. El silencio era más profundo que nunca…, como una capa tangible. Después, el ruido más débil posible de unas pisadas sobre mármol, a lo lejos. Un susurro, casi imposible de oír, y otra vez el silencio.

—¿Qué es? —preguntó sorprendido al ver a Sanat, que ya se había puesto en pie.

—¡Lasiniano! —exclamó Sanat, con el rostro convertido en una máscara de indignación llena de odio.

—¡Imposible! —Porin hizo un esfuerzo por mantener la voz serena, pero le tembló a pesar de él—. Sería un hecho inaudito. Lo que pasa es que estamos imaginándonos cosas. Nuestros nervios están excitados por este silencio, eso es todo. Quizá sea algún oficial del Memorial.

—¿Después de la puesta del sol, un miércoles? —dijo Sanat con voz estridente—. Sería tan ilegal como la entrada de esos lagartos lasinianos, y mucho más improbable. Como guardián de la Llama, tengo el deber de investigarlo.

Hizo ademán de dirigirse a la puerta en sombras, y Porin le agarró temerosamente por la muñeca.

—No lo hagas, Filip. Olvidémonos de eso hasta el amanecer. Nunca puede saberse lo que ocurrirá. ¿Qué puedes hacer tú, incluso suponiendo que los lasinianos hayan entrado en el Memorial? Si tú…

Pero Sanat había dejado de escucharle. Rudamente, se desasió del desesperado apretón del otro.

—¡Quédese aquí! Alguien ha de vigilar la Llama. Volveré pronto.

Ya se encontraba a medio camino del espacioso vestíbulo de suelo de mármol. Se acercó con precaución a la puerta de cristal que daba a la oscura escalera de caracol que, medio en penumbras, conducía al desierto rincón de la torre.

Quitándose las sandalias, trepó por las escaleras, lanzando una última mirada hacia la blanda suavidad de la Llama, y hacia la nerviosa y asustada figura que permanecía junto a ella.

Los dos lasinianos estaban frente a la nacarada luz de la lámpara atómica.

—Vaya un lugar viejo y melancólico —dijo Threg Ban Sola. La cámara que llevaba en la muñeca chasqueó tres veces—. Baja algunos de esos libros que hay en las paredes. Servirán como prueba adicional.

—¿Crees que es prudente? —preguntó Cor Wen Hasta—. Esos monos humanos pueden echarlos de menos.

—¡Qué importa! —fue la helada respuesta—. ¿Qué pueden hacer ellos? —Lanzó una apresurada mirada a su cronómetro—. Ganaremos cincuenta créditos por cada minuto que permanezcamos aquí, así que también podemos hacer un buen montón para distraernos durante un rato.

—Pirat For está loco. ¿Por qué pensó que no aceptaríamos la apuesta?

—Creo —dijo Ban Sola— que oyó hablar del soldado que el año pasado despedazaron por saquear un museo europeo. A los humanos no les gusta eso, aunque Vega sabe que el loarismo está podrido a causa del dinero. Los humanos fueron castigados, desde luego, pero el soldado estaba muerto. Sea como fuere, lo que Pirat For no sabe es que el Memorial está desierto los miércoles. Esto va a costarle caro.

—Cincuenta créditos por minuto. Y ahora hace siete minutos.

—Trescientos cincuenta créditos. Siéntate. Jugaremos a cartas y veremos cómo aumenta nuestro dinero.

Threg Ban Sola sacó de su bolsillo un desgastado paquete de cartas que, aunque eran típica y esencialmente lasinianas, mostraban trazas inequívocas de su derivación humana.

—Pon la lámpara atómica sobre la mesa y yo me sentaré entre ella y la ventana —continuó perentoriamente, barajando las cartas mientras hablaba—. Te garantizo que no hay ningún lasiniano que haya jugado alguna vez en una atmósfera parecida.

Bueno, eso triplicará el aliciente del juego.

Cor Wen Hasta se sentó, y después volvió a levantarse.

—¿No has oído algo? —contempló las sombras que había detrás de la puerta medio abierta.

—No. —Ban Sola frunció el ceño y siguió barajando—. No estarás poniéndote nervioso, ¿verdad?

—Claro que no. Aun así, si nos atraparan aquí, en esta maldita torre, no sería nada agradable.

—Eso es imposible. Las sombras te vuelven aprensivo. —Dio las cartas.

—Sabes —dijo Wen Hasta, estudiando cuidadosamente sus cartas—, tampoco sería nada divertido que el virrey llegara a enterarse de esto. Me imagino que no trataría ligeramente a los ofensores de los loaristas, por cuestión de política. Allí en Sirio, donde serví antes de que me trasladaran, la escoria…

—Escoria, desde luego —gruñó Ban Sola—. Se reproducen como moscas y luchan unos con otros como toros locos. ¡Mira qué criaturas! —Volvió las cartas hacia abajo y continuó argumentando—: Quiero decir, mirándolos científica e imparcialmente, ¿qué son? ¡Sólo mamíferos! Mamíferos que pueden pensar, en cierto modo; pero mamíferos igualmente. Eso es todo.

—Lo sé. ¿Has visitado alguna vez uno de los mundos humanos? Ban Sola sonrió.

—Lo haré, dentro de muy poco.

—¿De permiso? —Wen Hasta mostró un educado asombro.

—¡De permiso! ¡Con mi nave! ¡Y con las pistolas disparando!

—¿Qué quieres decir? —Hubo un súbito destello en los ojos de Wen Hasta.

La sonrisa de Ban Sola se hizo más misteriosa.

—Suponen que no lo sabemos, ni siquiera los oficiales, pero ya sabes cómo corren las noticias.

Wen Hasta asintió.

—Lo sé. —Ambos habían bajado la voz instintivamente.

—Bueno. La Segunda Campaña puede comenzar en cualquier momento.

—¡No!

—¡Seguro! Y vamos a empezarla aquí mismo. Por Vega, en el palacio virreinal no se habla de otra cosa. Algunos oficiales incluso hemos empezado una apuesta acerca de la fecha exacta del primer movimiento. Yo mismo he jugado cien créditos al veinte por uno, pero sólo a la semana próxima. Tú puedes apostar ciento cincuenta por uno, si eres lo bastante valiente como para escoger un día en particular.

—Pero ¿por qué en este planeta olvidado de la galaxia?

—Estrategia del Ministerio del Interior. —Ban Sola se inclinó hacia delante—. Nuestra posición actual nos enfrenta a un enemigo numéricamente superior, pero demasiado dividido. Si podemos mantenerlos así, los conquistaremos uno por uno. Los mundos humanos perecerían antes que cooperar unos con otros.

Wen Hasta sonrió, asintiendo.

—Es una conducta típicamente mamífera. La evolución debió burlarse al conceder inteligencia a un mono.

—Pero la Tierra tiene un significado especial. Es el centro del loarismo, porque los humanos se originaron aquí. Corresponde al mismo sistema de riega.

—¿Lo dices en serio? ¡No puede ser! ¿Esta diminuta mancha de dos por cuatro?

—Es lo que ellos dicen. Yo no estaba aquí en aquella época, de modo que no lo sé. Pero sea como fuere, si podemos destruir la Tierra, acabaremos con el loarismo, que tiene aquí su centro vital. Los historiadores dicen que fue el loarismo lo que unió a los mundos en contra nuestra al final de la Primera Campaña. Sin el loarismo, el último temor a la unificación del enemigo desaparece, y la victoria es sencilla.

—¡Muy inteligente! ¿Qué plan seguiremos?

—Bueno, se dice que buscarán hasta el último humano sobre la Tierra y los diseminarán por los mundos dominados. Entonces podremos destruir todas las demás cosas de la Tierra que huelan a mamíferos y convertir el planeta en un mundo totalmente lasiniano.

—Pero ¿cuándo?

—No lo sabemos; de ahí la existencia de la apuesta. Pero nadie se ha arriesgado más allá de un período de dos años.

—¡Hurra por Vega! Te apuesto dos a uno a que acribillo un crucero humano antes que tú, cuando llegue el momento.

—Hecho —exclamó Ban Sola—. Pongo cincuenta créditos.

Se levantaron para unir sus puños en señal de acuerdo y Wen Hasta sonrió al consultar su cronómetro.

—Otro minuto y dispondremos de mil créditos. Pobre Pirat For. Protestará. Vayámonos ya; más, sería extorsionarle.

Se oyó una risa ahogada mientras los dos lasinianos se marchaban, arrastrando suavemente la capa tras de sí. No se fijaron en la sombra ligeramente más oscura que estaba adosada a la pared del descansillo, a pesar de que casi la rozaron al pasar. Tampoco sintieron sus llameantes ojos, fijos sobre ellos mientras descendían en silencio.

El loara Broos Porin se puso en pie de un salto con un sollozo de alivio, al ver avanzar hacia él, con paso vacilante, a Filip Sanat. Corrió ansiosamente hacia el joven, agarrándole las manos con fuerza.

—¿Qué te ha demorado, Filip? No sabes todos los terribles pensamientos que se me han ocurrido durante esta última hora. Si hubieras tardado cinco minutos más, me hubiera vuelto loco de ansiedad e incertidumbre. Pero ¿qué te ocurre?

El aliviado loara Broos tardó unos momentos en serenarse lo suficiente como para percatarse de las manos temblorosas del otro, su cabello revuelto, sus ojos brillantes de fiebre; pero cuando lo hizo, todos sus temores renacieron.

Miraba a Sanat con consternación, sin atreverse apenas a repetir su pregunta por miedo a la contestación. Pero Sanat no necesitaba que le apremiasen. En cortas y espasmódicas frases relató la conversación que había oído y sus últimas palabras se perdieron en un desesperado silencio.

La palidez del loara Broos era casi alarmante, y por dos veces trató de hablar sin emitir más que unos roncos sonidos entrecortados. Después, finalmente:

—¡Pero eso será la muerte del loarismo! ¿Qué vamos a hacer?

Filip Sanat se echó a reír, como ríen los hombres cuando por fin se convencen de que no queda nada digno de risa.

—¿Qué podemos hacer? ¿Podemos informar al Consejo Central? Usted sabe muy bien lo débiles que están. ¿A los diversos gobiernos humanos? Ya puede imaginarse lo efectivos que serían esos locos divididos.

—¡Pero no puede ser verdad! ¡No puede serlo!

Sanat permaneció silencioso unos momentos, y entonces su rostro se contrajo agónicamente y con voz preñada de pasión, gritó:

—¡No lo permitiré! ¿Me oye? ¡No lo permitiré! ¡Les detendré!

Era fácil comprender que había perdido el control de sí mismo; aquella violenta emoción era la causa. Porin, que tenía la frente perlada de sudor, le rodeó la cintura con un brazo.

—¡Siéntate, Filip, siéntate! ¿Vas a volverte loco?

—¡No! —Con un súbito empujón, hizo que Porin se tambaleara hacia atrás hasta caer sentado, mientras la Llama oscilaba y flameaba locamente con la corriente de aire—. Voy a volverme sensato. ¡El tiempo del idealismo, el compromiso y el servilismo ha pasado! ¡Ha llegado el momento de la fuerza! ¡Lucharemos y, por el espacio, venceremos!

Abandonaba la habitación a paso lento.

Porin cojeó tras de él.

—¡Filip! ¡Filip! —Se detuvo en el umbral con asustada desesperación. No podía ir más allá. Aunque los cielos se hundieran, alguien tenía que guardar la Llama.

Pero…, pero ¿qué iba a hacer Filip Sanat? Y por la torturada mente de Porin pasaron visiones de una cierta noche, quinientos años antes, cuando una palabra descuidada, un golpe, un disparo, había encendido un fuego sobre la Tierra que finalmente fue apagado con sangre humana.

El loara Paul Kane estaba solo aquella noche. La oficina interior se encontraba vacía; la mortecina luz azul que había sobre la mesa, de una severa sencillez, era la única iluminación del cuarto. Tenía el rostro bañado por la pálida luz, y la barbilla sepultada meditativamente entre las manos.

Y entonces hubo una crujiente interrupción, cuando la puerta se abrió de súbito y un despeinado Russell Tymball apartó las amenazadoras manos de media docena de hombres y se precipitó en el interior. Kane se volvió consternado ante la intrusión y se llevó una mano a la garganta mientras sus ojos se agrandaban por la aprensión. Su rostro era una asustada y muda interrogación.

Tymball levantó el brazo en un gesto tranquilizador.

—Está bien. Deje que recupere el aliento. —Jadeó un poco y se sentó lentamente antes de continuar—: Ha aparecido su catalizador, loara Paul…, y adivine dónde. ¡Aquí en la Tierra! ¡Aquí en Nueva York! ¡A menos de un kilómetro de donde estamos ahora!

El loara Paul Kane contempló minuciosamente a Tymball.

—¿Se ha vuelto loco?

—No tanto como para que usted lo note. Se lo contaré, si no le importa encender una o dos luces. Parece un fantasma en el cielo. —La habitación se emblanqueció bajo el brillo de una luz atómica, y Tymball prosiguió—: Ferni y yo volvíamos de la reunión. Pasábamos ante el Memorial cuando ocurrió, y puede usted dar gracias al destino por la afortunada coincidencia que nos condujo al lugar adecuado en el momento oportuno.

»Mientras pasábamos, una figura salió precipitadamente por la puerta lateral, saltó los escalones de mármol y gritó: “¡Hombres de la Tierra!” Todos se volvieron a mirarle, ya sabe lo concurrido que está el sector del Memorial a las once, y al cabo de dos segundos, le rodeaba una verdadera multitud.

—¿Quién era el que hablaba, y qué hacía dentro del Memorial? Es miércoles por la noche, ya sabe.

—Pues —Tymball hizo una pausa para reflexionar—, ahora que usted lo menciona, debía de ser uno de los dos guardianes. Era un loarista… la túnica lo indicaba claramente. ¡Pero no era un terrícola!

—¿Llevaba el círculo amarillo?

—No.

—Entonces ya sé quién era: el joven amigo de Porin. Siga.

—¡Allí estaba! —Tymball se excedía en su entusiasmo—. Se encontraba a unos cinco metros sobre el nivel de la calle. No tiene ni idea de lo impresionante que estaba con el fulgor de las luxitas iluminándole la cara. Era hermoso, pero no del tipo atlético o musculoso. Pertenecía al tipo ascético, si comprende a lo que me refiero. Pálido, de rostro delgado, ojos llameantes, cabello largo y castaño.

»¡Y cuando habló! Es inútil describirlo; para apreciarlo verdaderamente, tendría usted que haberle oído. Empezó explicando los propósitos lasinianos a la multitud; gritando lo que yo había estado murmurando. Era evidente que lo sabía de buena fuente, pues entró en detalles… ¡y cómo los contó! Hizo que sonaran reales y aterradores. Me asustó a mí con ellos; hizo que me quedara a escucharle muerto de miedo. Y en cuanto a la multitud, después de la segunda frase, estaba hipnotizada. A todos y cada uno de ellos se les había inculcado la “amenaza lasiniana” constantemente, pero ésta era la primera vez que escuchaban… que en realidad escuchaban.

»Entonces empezó a maldecir a los lasinianos. Agotó todas las formas posibles de su bestialidad, su perfidia, su criminalidad… no tenía más que un vocabulario que les sumía en el barro más profundo del océano venusiano. Y cada vez que soltaba un epíteto, la multitud se levantaba sobre sus patas traseras y prorrumpía en aullidos. Ya parecía una especie de catecismo. “¿Permitiremos que esto continúe?”, gritaba él. “¡Nunca!”, respondía el gentío. “¿Debemos rendirnos?” “¡Nunca!” “¿Resistiremos?” “¡Hasta el final!” “¡Abajo los lasinianos!”, gritaba. “Matémosles”, chillaban los demás.

»Yo grité tanto como cualquiera de ellos… me olvidé enteramente de mí mismo.

»No sé cuánto tiempo pasó antes de que aparecieran unos guardias lasinianos. La multitud se volvió hacia ellos, mientras el loarista les apremiaba. ¿Ha oído alguna vez el grito de sangre de las turbas? ¿No? Es el sonido más horrible que pueda imaginarse. Los guardias también lo consideraron así, pues una mirada a lo que tenían delante les hizo dar la vuelta y correr para salvar el pellejo, a pesar de que iban armados. Para entonces, la multitud había aumentado y ya eran miles y miles.

»Pero al cabo de dos minutos, sonó la sirena de alarma… por primera vez en cien años. Volví a mis cabales y corrí hacia el loarista, que no había interrumpido su diatriba ni un momento. Era evidente que no podíamos permitir que cayera en manos de los lasinianos.

»El resto fue una confusión tremenda. Escuadrones de policía motorizada cargaban sobre nosotros, pero de algún modo, Ferni y yo logramos coger al loarista entre los dos, escabullimos, y traerle aquí. Lo tengo en la habitación de afuera, amordazado y atado, para que se esté quieto.

Durante la última parte de la narración, Kane había estado golpeando nerviosamente el suelo con el pie, deteniéndose de vez en cuando para reflexionar. Pequeñas gotas de sangre aparecieron en su labio inferior.

—¿No cree —preguntó— que el motín será incontenible? Una explosión prematura…

Tymball sacudió vigorosamente la cabeza.

—Ya debe estar sofocado. Una vez desapareció el joven, la multitud perdió su valor, de todos modos.

—Habrá muchos muertos y heridos, pero… bueno, haga entrar al joven revolucionario. —Kane se sentó detrás de la mesa y dio a su rostro una apariencia de tranquilidad.

Filip Sanat tenía un triste aspecto cuando se arrodilló ante su superior. Su túnica estaba hecha trizas y su rostro, arañado y sanguinolento, pero el fuego de la determinación brillaba con la misma impetuosidad de siempre en sus ardientes ojos. Russell Tymball le miraba sin aliento, como si la magia de las horas precedentes todavía subsistiera.

Kane extendió amablemente la mano.

—Estoy al corriente de tu explosión de violencia, hijo mío. ¿Qué fue lo que te impulsó a realizar un acto tan imprudente? Podría muy bien haberte costado la vida, por no hablar de las vidas de miles de otros.

Por segunda vez aquella noche, Sanat repitió la conversación que había oído…, dramáticamente y con los mínimos detalles.

—Perfecto, perfecto —dijo Kane, con una torva sonrisa, al concluir el relato—, ¿y pensaste que no sabíamos nada de todo esto? Durante largo tiempo nos hemos preparado contra este peligro, y tú has aparecido para trastornar todos nuestros planes, tan cuidadosamente trazados. Por tu apelación prematura, puedes haber causado un mal irreparable a nuestra causa.

Filip Sanat enrojeció.

—Perdone mi entusiasmo inexperto…

—Exactamente —exclamó Kane—. Sin embargo, dirigido adecuadamente, puedes ser de gran utilidad para nosotros. Tu oratoria y el fuego de tu juventud pueden obrar maravillas si están bien manejados. ¿Estás dispuesto a dedicarte a la tarea?

Los ojos de Sanat brillaron.

—¿Necesita preguntarlo?

El loara Paul Kane se echó a reír y lanzó una alborozada mirada de soslayo a Russell Tymball.

—Lo estás. Dentro de dos días, irás hacia las estrellas exteriores. Contigo irán varios de mis hombres. Y ahora, debes de estar cansado. Te llevarán donde puedas lavarte y curarte las heridas. Después, será mejor que duermas; pues necesitarás toda tu energía en los días venideros.

—¿Pero… pero el loara Broos Porin… mi compañero ante la Llama?

—Enviaré inmediatamente un mensajero al Memorial. Dirá al loara Broos que estás a salvo y servirá como segundo guardián durante el resto de la noche. ¡Ahora, vete!

Pero cuando Sanat, aliviado y locamente feliz, se levantaba para irse, Russell Tymball saltó de la silla y agarró la muñeca del loarista de más edad con un apretón convulsivo.

—¡Gran espacio! ¡Escuche!

El agudo y penetrante gemido que llegó hasta el santuario interior del despacho de Kane contó su propia historia. El rostro de Kane adquirió una palidez macilenta.

—¡Es la ley marcial!

La sangre había huido de los labios de Tymball.

—Después de todo, hemos sido derrotados. Aprovechan el desorden de esta noche para dar el primer golpe. Persiguen a Sanat, y le atraparán. Ni un ratón podría pasar a través del cordón que ahora van a tender alrededor de la ciudad.

—Pero no deben atraparle. —Los ojos de Kane centellearon—. Le llevaremos al Memorial por el pasadizo. No se atreverán a violar el Memorial.

—Ya lo han hecho una vez —dijo Sanat con voz apasionada—. No me ocultaré de esos lagartos. Déjenos luchar.

—Silencio —dijo Kane—, y sígueme sin hacer ruido.

Se había abierto un panel en la pared, y Kane se dirigió hacia él.

Y mientras el panel se cerraba silenciosamente detrás de ellos, sumiéndolos en el frío resplandor de una lámpara atómica de bolsillo, Tymball murmuró para sí:

—Si están dispuestos, ni siquiera el Memorial constituirá un buen refugio.

Nueva York estaba en efervescencia. La guarnición lasiniana había desplegado todas sus fuerzas y había puesto la ciudad en estado de sitio. Nadie podía entrar ni salir. En las avenidas principales, rodaban los carros del ejército, mientras que por encima se cernían los estratocoches que guardaban las vías aéreas.

La población humana se agitaba nerviosamente. Se infiltraban en las calles, uniéndose en pequeños grupos que se deshacían al acercarse los lasinianos. La revelación de Sanat se extendió, y aquí y allí hombres ceñudos intercambiaban furiosos susurros.

La atmósfera estaba llena de tensión.

El virrey de Nueva York se dio cuenta de ello mientras estaba sentado ante su mesa del palacio, que levantaba sus verjas sobre Washington Heights. Se asomó a la ventana para contemplar el río Hudson, que fluía oscuramente, e interpeló al lasiniano uniformado que había ante él.

—Debe haber una acción positiva, capitán. En eso tiene usted razón. Y sin embargo si es posible, debe evitarse una ruptura completa. Lamentablemente, disponemos de muy pocos hombres y no tenemos más que cinco navíos de guerra de tercera clase en todo el planeta.

—No es nuestra fuerza sino su propio miedo lo que les debilita, Excelencia. Su valor ha sido minado a conciencia durante estos últimos siglos. El populacho se rendiría ante una sola unidad de guardias. Precisamente, ésta es la razón de que ahora debamos atacar con fuerza. La población ha retrocedido y deben sentir el látigo enseguida. La Segunda Campaña muy bien podría empezar esta noche.

—Sí —el virrey sonrió con ironía—. Estamos en un callejón sin salida, pero el… el… agitador debe servir como ejemplo. Le han cogido, naturalmente.

El capitán sonrió de modo tétrico.

—No. El perro humano tiene poderosos amigos. Es loarista, ya sabe. Kane…

—¿Acaso Kane está contra nosotros? —Dos manchas rojas brillaron en los ojos del virrey—. ¡Y el muy loro se atreve! Las tropas arrestarán al rebelde a pesar suyo… y a él también, si se opone.

—¡Excelencia! —La voz del capitán sonó metálicamente—. Tenemos razones para creer que los rebeldes pueden estar escondidos en el Memorial.

El virrey casi se puso en pie. Frunció el ceño con indecisión y volvió a sentarse.

—¡En el Memorial! ¡Eso presenta dificultades!

—¡No necesariamente!

—Hay ciertas cosas que esos humanos no tolerarían. —Su voz se desvaneció vacilantemente.

El capitán habló con decisión:

—La ortiga, cogida con fuerza, no pica. Hecho con rapidez… podría sacarse a un criminal hasta de la misma sala de la Llama… y borramos el loarismo de un sólo golpe. Es imposible que haya lucha después de este supremo desafío.

—¡Por Vega! Que me cuelguen si no tiene usted razón. ¡Perfecto! ¡Asalten el Memorial!

El capitán se inclinó ceremoniosamente, giró sobre sus talones y salió del palacio.

Filip Sanat volvió a entrar en la sala de la Llama, con su rostro delgado alterado por la cólera.

—Todo el sector está controlado por los lagartos. Han cortado todas las avenidas que conducen al Memorial.

Russell Tymball se frotó la barbilla.

—Oh, no son tontos. Nos han arrinconado, y el Memorial no les detendrá. De hecho, pueden haber decidido que éste sea el Día.

Filip frunció el ceño y su voz revelaba toda la furia que sentía.

—Y nosotros tenemos que esperar aquí, ¿verdad? Es mejor morir luchando que escondiéndose.

—Es mejor no morir de ningún modo, Filip —respondió Tymball con calma.

Hubo un momento de silencio. El loara Paul Kane se contemplaba los dedos.

Finalmente, dijo:

—Si ahora diera la señal de atacar, Tymball, ¿cuánto tiempo resistiría?

—Hasta que llegaran refuerzos lasinianos en número suficiente como para aplastarnos. La guarnición terrestre, incluyendo toda la patrulla solar, no es bastante para detenernos. Sin ayuda exterior, podemos luchar eficazmente durante seis meses como mínimo. Por desgracia, éste no es el caso. —Su compostura era serena.

—¿Por qué no es el caso?

Su rostro enrojeció de pronto, mientras se ponía furiosamente en pie.

—Porque no es cuestión de apretar unos botones. Los lasinianos son débiles. Mis hombres lo saben, pero la Tierra no. Los lagartos poseen un arma, ¡el miedo! No podemos vencerlos, a menos que el pueblo esté con nosotros, aunque sólo sea pasivamente. —Contrajo la boca—. Usted no sabe las dificultades prácticas que hay. Hace diez años que planeo, trabajo, lo intento. Pero ¿de qué serviría? Tengo un ejército; y una flota respetable en los Apalaches. Podría poner simultáneamente en marcha las ruedas en los cinco continentes. Pero ¿de qué serviría? Sería inútil. Si tuviera Nueva York, es decir… si fuera capaz de demostrar al resto de la Tierra que los lasinianos no son invencibles…

—¿Si yo pudiera disipar el miedo que hay en el corazón de los humanos? —dijo Kane suavemente.

—Tendría Nueva York al amanecer. Pero sería necesario un milagro.

—¡Quizá! ¿Cree que podrá atravesar el cordón y reunirse con sus hombres?

—Lo haré. ¿Qué hará usted ahora?

—Lo sabrá cuando ocurra —Kane sonreía con fiereza—. Y cuando ocurra, ¡ataque!

De repente, apareció una pistola de tonita entre las manos de Tymball, mientras se alejaba. Su rostro gordinflón no era nada amable.

—Correré el riesgo, Kane. ¡Adiós!

El capitán subió arrogantemente los desiertos escalones de mármol del Memorial. Iba acompañado por dos ayudantes armados.

Se detuvo un instante ante la enorme puerta doble que se levantaba ante él y contempló los esbeltos pilares que se elevaban graciosamente a ambos lados.

Había algo de sarcasmo en su sonrisa.

—Todo es muy impresionante, ¿verdad?

—¡Sí, capitán! —fue la respuesta.

—Y misteriosamente oscuro también, a excepción del mortecino amarillo de su Llama. ¿Ven su luz? —señaló hacia los vitrales inferiores, que brillaban con un fulgor vacilante.

—¡Sí, capitán!

—Es oscuro, misterioso e impresionante… y está a punto de caer en ruinas. —Se echó a reír, y de repente golpeó las tallas de metal con la culata de su pistola produciendo un estrepitoso sonido.

Repercutió en el interior vacío y sonó sordamente en la noche, pero no hubo respuesta.

El ayudante de su izquierda se llevó un receptor a la oreja y escuchó las vagas palabras que salían de él. Saludó.

—Capitán, los humanos están entrando en el sector.

El capitán hizo un ademán despectivo.

—¡Déjenlos! Ordene que preparen las armas y que apunten a lo largo de las avenidas. Cualquier humano que intente atravesar el cordón, debe ser irradiado sin compasión.

Su orden fue murmurada en el transmisor, y unos cien metros más allá los guardias lasinianos dispusieron sus armas y apuntaron cuidadosamente. Un murmullo bajo e incipiente se convirtió en una manifestación de miedo. Los hombres retrocedieron un poco.

—Si no se abre la puerta —dijo el capitán, sombríamente—, tendremos que tirarla abajo. —Volvió a levantar la pistola y de nuevo se oyó el ruido de metal sobre metal.

Lenta y silenciosamente, la puerta se abrió de par en par, y el capitán reconoció a la austera figura vestida de púrpura que tenía ante sí.

—¿Quién perturba el Memorial la noche de la custodia de la Llama? —preguntó el loara Paul Kane, solemnemente.

—Muy dramático, Kane. ¡Apártese!

—¡Atrás! —Las palabras sonaban firme y claramente—. Los lasinianos no pueden entrar en el Memorial.

—Entréguenos a nuestro prisionero, y nos iremos. Si se niega, nos lo llevaremos por la fuerza.

—El Memorial no entregará a nadie. Es inviolable. Ustedes no pueden entrar.

—¡Abra paso!

—¡Retrocedan!

El lasiniano gruñó roncamente y percibió un débil bramido. Las calles que le rodeaban estaban vacías, pero a una manzana de distancia en todas las direcciones se extendía la delgada línea de las tropas lasinianas, con sus armas dispuestas, y detrás estaban los humanos. Se hallaban apretujados en una masa ruidosa, y la blancura de sus rostros brillaba pálidamente bajo la iluminación nocturna.

—Vamos —el capitán hizo rechinar los dientes—, ¿y aún siguen gritando? —La áspera piel que cubría sus mandíbulas se arrugó y las escamas de su cabeza se encresparon agudamente. Se volvió hacia el ayudante del transmisor—. Ordene una salva sobre sus cabezas.

La noche fue partida en dos por las púrpuras descargas de energía y los lasinianos rieron estrepitosamente ante el silencio que siguió.

El capitán se volvió a Kane, que permanecía en el umbral.

—Ya ve que si espera ayuda por parte de su gente, se verá decepcionado. La próxima salva se disparará a nivel de cabeza. ¡Si cree que le engaño, compruébelo!

Sus dientes rechinaron con un sonido agudo.

—¡Abra paso! —Tenía una tonita en la mano, y el pulgar se apoyaba firmemente sobre el gatillo.

El loara Paul Kane retrocedió lentamente, con los ojos fijos en el arma. El capitán le siguió. Y al hacerlo, la puerta interior de la antesala se abrió y la sala de la Llama apareció al descubierto. Con la súbita corriente de aire, la Llama osciló y, al verla, los distantes espectadores lanzaron un enorme grito.

Kane se volvió hacia ella, con el rostro levantado. El movimiento de una de sus manos fue casi imperceptible.

Y la Llama cambió súbitamente. Se elevó hacia el techo abovedado, como un brillante haz de luz de quince metros de altura. La mano del loara Paul Kane volvió a moverse, y, al hacerlo, la Llama adquirió una tonalidad carmesí. El color se hizo más intenso y la rojiza luz de aquel pilar ardiente invadió la ciudad y convirtió las ventanas del Memorial en ojos sanguinolentos.

Pasaron largos segundos y el capitán quedó inmovilizado por el asombro. Mientras, la distante masa de seres humanos guardaba un reverente silencio.

Y después se oyó un murmullo confuso, que se reforzó y aumentó hasta convertirse en un vasto grito.

—¡Abajo los lasinianos!

Se vio el destello púrpura de una tonita procedente de algún lugar en lo alto, y el capitán se dio cuenta un instante demasiado tarde. Cogido por sorpresa, se inclinó lentamente herido de muerte; con su frío rostro reptil convertido en una máscara de desprecio hasta el final.

Russell Tymball bajó la pistola y sonrió sardónicamente.

—Un blanco perfecto contra la luz. ¡Bien por Kane! La transformación de la Llama era precisamente la conmoción que necesitábamos. ¡Adelante!

Desde el tejado de la morada de Kane, apuntó al lasiniano que había debajo. Y al hacerlo, todo el infierno hizo erupción. Parecía que los hombres brotaran del mismo suelo, con las armas en la mano. Las tonitas disparaban desde todos los lados, antes de que los aturdidos lasinianos pudieran apretar el gatillo.

Y cuando lo hicieron, era demasiado tarde, pues la multitud, dominada por una creciente cólera, rompió sus ataduras. Alguien gritó: «¡Muerte a los lagartos!», y el grito se convirtió en un aullido sordo que se elevó hasta el cielo.

Como un monstruo de muchas cabezas, la riada de seres humanos avanzó, sin armas. Cientos de ellos sucumbieron bajo la tardía furia de las armas defensivas, y muchos miles gatearon sobre los cadáveres, cargando hacia las mismas armas.

Los lasinianos no vacilaron. Sus filas disminuyeron continuamente bajo la mortífera puntería de los timbalistas, y los que quedaron fueron atrapados por el torrente de humanos que cayó sobre ellos y les infligió una muerte horrible.

El sector del Memorial brillaba a la luz rojiza de la sangrienta Llama y resonaban los gritos de agonía de los moribundos, y la estrepitosa furia de los triunfadores.

Fue la primera batalla de la Gran Rebelión, pero en realidad no fue una batalla, ni siquiera una locura. Fue una anarquía concentrada.

Por toda la ciudad, desde el extremo de Long Island hasta las llanuras del centro de Jersey, los rebeldes surgieron de todas partes y los lasinianos encontraron la muerte. Y con la misma rapidez que se extendían las órdenes de Tymball para levantar a los francotiradores, así corrió de boca en boca la noticia de la transformación de la Llama y aumentó de importancia al difundirse. Todo Nueva York se levantó, y unió sus vidas separadas en el único crisol gigante de la «multitud».

Era incontrolable, incontestable, irresistible. Los timbalistas fueron con impotencia adonde conducía, concentrando todos sus esfuerzos, inútiles desde el principio.

Como un poderoso río, siguió su curso a través de la metrópoli, y por donde pasaba no quedaba ningún lasiniano con vida.

El sol de aquella fatídica mañana se levantó para ver a los dueños de la Tierra ocupando un reducido círculo al norte de Manhattan. Con el frío valor de soldados natos, enlazaron los brazos y resistieron la carga, cayendo muchos. Lentamente, retrocedieron; en cada edificio, una escaramuza; en cada manzana, una batalla desesperada. Se dividieron en grupos aislados; defendiendo primero un edificio, y después sus pisos superiores, y finalmente su tejado.

Bajo el ardiente sol de mediodía, sólo quedaba el mismo palacio. Su última posición desesperada mantenía a los humanos a raya. El débil círculo de fuego que lo rodeaba sembraba el suelo de cuerpos ennegrecidos. El virrey en persona dirigía la defensa desde su sala del trono, mientras su propio dedo apretaba el gatillo de una semiportátil.

Y entonces, cuando la multitud hizo finalmente una pausa, Tymball agarró su oportunidad al vuelo y tomó el mando. Armas pesadas fueron arrastradas hasta el frente. Unidades atómicas y rayos delta, procedentes del almacén rebelde y de los arsenales capturados la noche anterior, apuntaban sus mortíferos cañones hacia el palacio.

Un disparo contestaba a otro, y la primera batalla organizada de máquinas transcurrió con desesperada furia. Tymball era una figura omnipresente. Gritaba, dirigía, se trasladaba desde un emplazamiento a otro, disparando su propia tonita de mano, desafiantemente, hacia el palacio.

Bajo una barrera de apretado fuego, los humanos cargaron de nuevo y atravesaron los muros, mientras los defensores caían. Un proyectil atómico impidió su camino hacia la torre central y hubo un súbito infierno de fuego.

Aquel incendio fue la pira funeraria de los últimos lasinianos de Nueva York. Las ennegrecidas paredes del palacio se desmoronaron con gran estrépito; pero hasta el mismo final, mientras la habitación ardía en torno suyo, con el rostro horriblemente herido, el virrey se mantuvo firme, apuntando, al grueso de la fuerza sitiadora. Y cuando su semiportátil gastó el último vestigio de energía y expiró, la lanzó por la ventana en un postrer e inútil gesto de desafío y se arrojó al ardiente infierno que había a su espalda.

A la puesta del sol, sobre el terreno del palacio, que aún seguía en llamas, ondeaba la bandera verde de la Tierra independiente.

Nueva York volvía a ser humana.

Russell Tymball tenía un aspecto lamentable cuando aquella noche entró de nuevo en el Memorial Con la ropa hecha jirones, y chorreando sangre de la cabeza a los pies a causa de una herida que tenía en la mejilla, contempló con ojos cansados el espectáculo sangriento que le rodeaba.

Equipos de voluntarios, ocupados en sacar a los muertos y curar a los heridos, aún no habían logrado hacer gran cosa en el mortal trabajo de la rebelión.

El Memorial se transformó en un hospital improvisado. Había pocos heridos, pues las armas de energía causaban la muerte; y de esos pocos, casi ninguno presentaba heridas superficiales. Era una escena de indescriptible confusión, y los gemidos de los heridos y moribundos se mezclaban horriblemente con los distantes gritos de los supervivientes que celebraban la victoria.

El loara Paul Kane se abrió paso entre los numerosos ayudantes en dirección a Tymball.

—Dígame, ¿ya se ha terminado? —Su rostro estaba demacrado.

—El principio, sí. La bandera terrestre ondea sobre las ruinas del palacio.

—¡Ha sido horrible! El día ha… ha… —Se estremeció y cerró los ojos—. Si lo hubiera sabido con anticipación, casi hubiera preferido ver deshumanizada a la Tierra y el loarismo destruido.

—Sí, ha sido desastroso. Pero el resultado podía haber sido mucho peor. ¿Dónde está Sanat?

—En el patio… ayudando a curar a los heridos. Todos lo hacemos. Es… es… —La voz volvió, a fallarle.

Había impaciencia en los ojos de Tymball, y se encogió de hombros con cansancio.

—No es que yo sea un monstruo insensible, pero tenía que hacerse, y esto no es más que el principio. Los acontecimientos de hoy significan poca cosa. El levantamiento ha tenido lugar en la mayor parte de la Tierra, pero sin el fanático entusiasmo de la rebelión de Nueva York. Los lasinianos no están vencidos, ni siquiera próximos a estarlo. No lo olvide. En este mismo momento la guardia solar se dirige hacia la Tierra, y las fuerzas de los planetas exteriores reciben llamamientos de ayuda. Dentro de muy poco, todo el imperio lasiniano convergerá sobre la Tierra y la revancha será terrible y sangrienta. ¡Debemos conseguir ayuda!

Agarró a Kane por los hombros y le sacudió violentamente.

—¿Lo entiende? ¡Debemos conseguir ayuda! Incluso aquí, en Nueva York, el primer ardor de la victoria puede desvanecerse mañana. ¡Debemos conseguir ayuda!

—Lo sé —dijo Kane sin entonación alguna—. Llamaré a Sanat y podrá irse hoy mismo. —Suspiró—. Si la acción de hoy era una prueba de su poder como catalizador, podemos esperar grandes acontecimientos.

Sanat subió al pequeño crucero de dos plazas media hora más tarde y tomó asiento junto a Petri, en los mandos.

Extendió la mano a Kane por última vez.

—Cuando regrese, será con una flota detrás de mí.

Kane estrechó fuertemente la mano del joven.

—Dependemos de ti, Filip. —Hizo una pausa y dijo lentamente—: ¡Buena suerte, loara Filip Sanat!

Sanat enrojeció de placer al oír el título, mientras tomaba asiento de nuevo. Petri hizo un ademán de despedida y Tymball gritó:

—¡Cuidado con la guardia solar!

La escotilla se cerró con un ruido seco, y después, con un trepidante rugido, el diminuto crucero despegó hacia los cielos.

Tymball lo siguió hasta que se convirtió en una mota, y aun menos, y entonces se volvió hacia Kane.

—Ahora todo está en manos del destino. Kane, ¿cómo se las arregló para transformar la Llama? No me diga que la Llama se volvió roja por sí misma.

Kane movió lentamente la cabeza.

—¡No! Aquella llamarada carmesí se obtuvo al abrir una cavidad secreta llena de sales de estroncito, instalada originalmente allí para impresionar a los lasinianos en caso de necesidad. El resto fue química.

Tymball se echó a reír sombríamente.

—¿Quiere decir que el resto fue psicología popular? Y me parece que los lasinianos quedaron impresionados… ¡y hasta qué punto!

El espacio no dio ninguna advertencia, pero el detector de masas zumbó y lo hizo perentoria e insistentemente. Petri se enderezó en su asiento y dijo:

—No estamos en ninguna zona meteórica.

Filip Sanat contuvo el aliento mientras el otro manipulaba la manivela que hacía girar el perirrotor. El campo estelar fue sucediéndose en el visor con lenta dignidad, y entonces lo vieron.

Brillaba a la luz del sol como una diminuta pelota de fútbol de color naranja, y Petri gruñó:

—Si nos han localizado, estamos perdidos.

—¿Una nave lasiniana?

—¿Una nave? ¡Eso no es ninguna nave! ¡Es un crucero de batalla de cincuenta mil toneladas! No sé qué está haciendo aquí. Tymball dijo que la patrulla se dirigía hacia la Tierra.

La voz de Sanat era tranquila.

—Ése no lo ha hecho. ¿Podemos despistarle?

—¡Ni en sueños! —el puño de Petri apretaba fuertemente la barra de gravedad—. Están acercándose.

Estas palabras fueron como una señal. El audiómetro se movió y la áspera voz lasiniana empezó en un susurro y subió de tono hasta la estridencia, a medida que la emisión de la radio se agudizaba: «¡Conecten motores posteriores y prepárense para el abordaje!»

Petri soltó los mandos y lanzó una mirada a Sanat.

—Yo no soy más que el chófer. ¿Qué quieres hacer? Tenemos menos probabilidades que un meteoro contra el Sol… pero si quieres correr el riesgo…

—Bueno —dijo Sanat, simplemente—, no vamos a rendirnos, ¿verdad?

El otro sonrió entre dientes, mientras desconectaba los cohetes de aceleración.

—¡No está mal para un loarista! ¿Sabes disparar una tonita armada?

—¡Nunca lo he hecho!

—Bien, pues aprende. Coge la ruedecilla de aquí arriba y pon el ojo en el visor de encima. ¿Ves algo?

La velocidad seguía disminuyendo y la nave enemiga se aproximaba.

—¡Sólo estrellas!

—Muy bien, haz girar la rueda… Adelante, más lejos. Intenta por la otra dirección. ¿Ves la nave ahora?

—¡Sí! Allí está.

—¡Perfecto! Ahora céntrala. Sitúala donde se cruzan las rayitas y, por el Sol, mantenla ahí. Ahora voy a dirigirme hacia esos asquerosos lagartos —los cohetes laterales se pusieron en marcha mientras hablaba— y tú la mantienes centrada.

La nave lasiniana aumentaba de tamaño rápidamente, y la voz de Petri se convirtió en un tenso murmullo:

—Bajaré la pantalla y arremeteré contra ella. Si están suficientemente aturdidos, es posible que bajen su pantalla y disparen; y si lo hacen con prisas, pueden fallar.

Sanat asintió en silencio.

—En cuanto veas el destello púrpura de la tonita, haz retroceder la rueda. Hazlo con fuerza; y de prisa. Si te retrasas un poco, estamos perdidos. —Se encogió de hombros—. Hemos de correr el riesgo.

Entonces, apretó hacia delante la palanca de la gravedad y gritó:

—¡Mantenla centrada!

La aceleración empujó a Sanat hacia atrás, y la rueda que sostenía en sus manos llenas de sudor respondió de mala gana a la presión. La pelota de fútbol naranja se tambaleó en el centro del visor. Se dio cuenta de que las manos le temblaban, y eso no le ayudó nada. La tensión le hizo parpadear.

La nave lasiniana ya se veía enormemente grande, y entonces, un destello púrpura se dirigió hacia ella. Sanat cerró los ojos y se echó hacia atrás.

No oyó ningún ruido y permaneció así un rato, hasta que escuchó la risa de Petri a su lado.

—La suerte propia de un principiante —rió Petri—. Nunca había usado un arma con anterioridad y deja fuera de combate a un crucero pesado con una perfección que no había visto en la vida.

—¿Di en el blanco? —balbuceó Sanat.

—No exactamente, pero lo has incapacitado. Es suficiente. Y ahora, en cuanto nos alejemos lo bastante del Sol, entraremos en el hiperespacio.

La alta figura vestida de púrpura que estaba junto a la portilla central contemplaba pensativamente el silencioso globo que se divisaba a través de ella. Era la Tierra, enorme, redonda, gloriosa.

Quizá sus pensamientos fueran un poco amargos al considerar el período de seis meses que acababa de transcurrir. Había comenzado con un nuevo esplendor. El entusiasmo prendió como una llamarada y se extendió, atravesando las simas estelares de un planeta a otro, con la misma rapidez que un rayo hiperatómico. Los gobiernos, enfrentados súbitamente con el exaltado clamor de sus pueblos, equiparon flotas. Enemigos de siglos firmaron repentinamente la paz y volaron bajo la misma bandera verde de la Tierra.

Quizá hubiera sido demasiado optimista esperar que esta amistad continuara. Mientras fue así, los humanos se mostraron irresistibles. Una de las flotas no se encontraba a más de dos parsecs de la misma Vega; otra había capturado la Luna y se cernía a escasa distancia de la Tierra, donde los andrajosos revolucionarios de Tymball seguían manteniéndose tenazmente firmes.

Filip Sanat suspiró y se volvió al oír el ruido de unos pasos. El canoso Ion Smitt, del contingente lactoniano, entró.

—Su rostro refleja lo ocurrido —dijo Sanat.

Smitt movió la cabeza.

—Parece imposible.

Sanat volvió a alejarse.

—¿Sabe que hoy hemos recibido noticias de Tymball? Continúan luchando contra los lasinianos. Los lagartos han tomado Buenos Aires y, al parecer, toda Sudamérica está en su poder. Los timbalistas están descorazonados y disgustados, igual que yo. —Dio media vuelta súbitamente—. Usted dice que nuestras nuevas nave aguja aseguran la victoria. Entonces, ¿por qué no atacamos?

—Pues por una razón —el canoso soldado colocó una pierna embotada sobre la silla más cercana—; los refuerzos de Santanni no vienen.

Sanat se sobresaltó.

—Pensaba que ya estaban en camino. ¿Qué ha sucedido?

—El gobierno de Santanni ha decidido que su flota es necesaria para la defensa de su propio planeta. —Una sonrisa irónica acompañó estas palabras.

—¿Qué defensa? ¡Pero si los lasinianos están a quinientos parsecs de ellos!

Smitt se encogió de hombros.

—Una excusa es una excusa y no hace falta que tenga sentido. No he dicho que ésa fuera la verdadera razón.

Sanat se mesó los cabellos y sus dedos acariciaron el sol amarillo que había sobre su hombro.

—¡Aun así! Todavía podemos luchar, con más de cien naves. El enemigo es dos veces más numeroso que nosotros, pero con las naves-aguja, la base lunar respaldándonos y los rebeldes hostigándolos por retaguardia… —Se sumió en una ensoñación profunda.

—No querrán luchar, Filip. El escuadrón trantoriano desea retirarse. —Su voz adquirió un tono violento—. De toda la flota, sólo puedo confiar en las veinte naves de mi propio escuadrón… el lactoniano. Oh, Filip, no sabes la bajeza que hay en todo esto… nunca lo has sabido. Has ganado al pueblo para la causa, pero no has ganado a los gobiernos. La opinión popular les ha forzado a entrar, pero ahora que lo han hecho, sólo se quedan por los beneficios que puedan obtener.

—No puedo creerlo, Smitt. Con la victoria en la mano…

—¿Victoria? ¿Victoria para quién? Sobre este punto, exactamente, los planetas no logran ponerse de acuerdo. En una convención secreta de las naciones, Santanni exigió el control de todos los mundos lasinianos del sector de Sirio, ninguno de los cuales ha sido reconocido todavía como tal, y se lo rehusaron. Ah, no lo sabías. En consecuencia, decide que ha de cuidarse de la defensa de su planeta, y retira diversos escuadrones.

Filip Sanat se alejó con pena, pero la voz de Ion Smitt siguió golpeándole, con fuerza despiadadamente.

—Y entonces Trántor se da cuenta de que odia y teme a Santanni mucho más que a los lasinianos y cualquier día de estos retirará su flota para evitar que la destrocen, mientras las naves de su enemigo están a salvo y tranquilas en puerto. Las naciones humanas se están desgarrando —el puño del soldado cayó sobre la mesa— como un traje apolillado. Creer que los idiotas egoístas podían unirse durante largo tiempo para un fin que valiera la pena, era un sueño de locos.

Los ojos de Sanat se convirtieron súbitamente en un par de calculadoras rendijas.

—¡Espere un poco! Todo saldrá bien, si logramos conservar el control de la Tierra. La Tierra es la clave de toda esta situación. —Sus dedos tamborilearon en el borde de la mesa—. Su captura nos proporcionaría la chispa vital. Levantaría el entusiasmo humano, ahora dormido, hasta el punto de ebullición y los gobiernos… Bueno, tendrían que dejarse llevar por la corriente o ser destrozados.

—Lo sé. Si ahora lucháramos, te doy mi palabra de soldado de que mañana estaríamos en la Tierra. Ellos también lo saben, pero no lucharán.

—Entonces…, entonces debemos obligarlos a luchar. Y la única manera de hacerlo es no dejarles ninguna alternativa. Ahora no lucharían, porque pueden retirarse siempre que así lo deseen, pero si…

De pronto levantó la vista, con el rostro radiante.

—Sabe, hace años que no me quito la túnica loarista. ¿Cree que su ropa me irá bien?

Ion Smitt examinó sus amplias dimensiones y sonrió.

—Bueno, es posible que no te vaya a la medida, pero por lo menos te cubrirá bien. ¿Qué piensas hacer?

—Se lo diré. Es un gran riesgo, pero… Envíe inmediatamente las siguientes órdenes a la guarnición de la base lunar…

El almirante del escuadrón lunar lasiniano era un veterano endurecido por la guerra que odiaba dos cosas por encima de todo: a los humanos y a los civiles. La unión de ambas, en la persona del alto y esbelto humano, cubierto por ropas que le sentaban mal, le hizo fruncir el ceño con disgusto.

Sanat se retorcía entre las garras de dos soldados lasinianos.

—Dígales que me suelten —gritó en la lengua de Vega—. No voy armado.

—Hable —ordenó el almirante en inglés—. No entienden su idioma.

Después, en lasiniano, se dirigió a los soldados:

—Disparen cuando dé la orden.

Sanat se serenó.

—He venido para discutir las condiciones.

—Así lo imaginé cuando vi que enarbolaba la bandera blanca. Sin embargo, viene en un crucero individual y a escondidas de su propia flota, como un fugitivo. Seguramente, no puede hablar por su flota.

—Hablo por mí mismo.

—Entonces le concedo un minuto. Si al final de este tiempo no estoy interesado, le matarán. —Su expresión era dura.

Sanat intentó liberarse de nuevo, pero con poco éxito. Sus captores le agarraron con más fuerza.

—Su situación —dijo el terrícola— es ésta. No pueden atacar al escuadrón humano mientras controlen la base lunar, sin serio peligro para su propia flota, y no puede usted arriesgarse a eso teniendo una Tierra hostil a sus espaldas. Al mismo tiempo, me he enterado de que las órdenes de Vega son conducir a los humanos fuera del sistema solar a cualquier precio, y que al emperador no le gustan los fracasos.

—Le quedan diez segundos —dijo el almirante, pero delatoras manchitas rojas aparecieron encima de sus ojos.

—Muy bien, pues —fue la apresurada respuesta—. ¿Qué le parece si me ofrezco a capturar a toda la flota humana en una trampa?

Hubo un silencio. Sanat prosiguió:

—¿Y si le muestro cómo puede tomar la base lunar y rodear a los humanos?

—¡Continúe! —Fue el primer signo de interés que el almirante se permitió.

—Estoy al mando de uno de los escuadrones y tengo ciertos poderes. Si acepta nuestras condiciones, podemos tener la base desierta dentro de doce horas. Dos naves —el humano levantó dos dedos impresionantemente— la conquistarían.

—Interesante —dijo el lasiniano con lentitud—; pero ¿y sus motivos? ¿Por qué hace esto?

Sanat sacó un arrogante labio inferior.

—Eso no le interesaría. He sido maltratado y me han privado de mis derechos. Además —sus ojos brillaron—, la humanidad es una causa perdida, de cualquier modo. Por esto espero dinero… mucho dinero. Júremelo, y la flota es suya.

El almirante expresó su desprecio con la mirada.

—Hay un proverbio lasiniano: «El humano no es constante mas que en la traición.» Disponga la suya, y yo le pagaré. Lo juro por la palabra de un soldado lasiniano. Puede regresar junto a sus naves.

Con un ademán, despidió a los soldados y después los detuvo en el umbral.

—Pero recuérdelo, arriesgo dos naves. Significan poco en lo referente al poderío de mi flota, pero, sin embargo, si la traición humana hace daño a uno sólo de mis hombres… —Las escamas de su cabeza estaban totalmente erectas, y Sanat bajó los ojos ante la fría mirada del otro.

Durante mucho rato, el almirante permaneció solo e inmóvil. Después escupió.

—¡Esta carroña humana! ¡Incluso luchar contra ellos es una deshonra!

La nave capitana de la flota humana volaba a unos ciento cincuenta kilómetros sobre la Luna, y en su interior, los capitanes de los escuadrones estaban sentados alrededor de la mesa y escuchaban las acusaciones que les gritaba Ion Smitt.

—… Les digo que sus acciones llegan a la traición. La batalla contra Vega progresa, y si los lasinianos ganan, su escuadrón solar será reforzado hasta tal punto que nosotros tendremos que retroceder. Y si los humanos vencen, esta traición nuestra pone su flanco en peligro y hace la victoria inútil. Podemos ganar, se lo digo yo. Con esas nuevas naves-aguja…

El adormilado líder trantoriano intervino:

—Las naves-aguja todavía no han sido probadas. No podemos arriesgar una batalla importante en un experimento, cuando las probabilidades están en contra nuestra.

—Éste no era su punto de vista original, Porcut. Usted, sí, y el resto de ustedes también, son unos cobardes traidores. ¡Cobardes! ¡Pusilánimes!

Una silla fue lanzada hacia atrás cuando uno de ellos se levantó impulsado por la rabia y otros le siguieron. El loara Filip Sanat, desde su posición ventajosa junto a la portilla central, a través de la cual contemplaba el desolado paisaje lunar con fervorosa concentración, se volvió con alarma. Pero Jem Porcut alzó una mano de protuberantes nudillos para imponer orden.

—Dejémonos de evasivas —dijo—. Yo represento a Trántor, y sólo obedezco órdenes de allí. Tenemos once naves aquí, y el espacio sabe cuántas hay en Vega. ¿Cuántas tiene Santanni? ¡Ninguna! ¿Por qué las conserva en casa? Quizá para aprovecharse de la preocupación de Trántor. ¿Hay alguien que ignore sus propósitos contra nosotros? No vamos a destruir nuestras naves aquí para beneficio suyo. ¡Trántor no luchará! ¡Mi división parte mañana! Bajo las actuales circunstancias, los lasinianos se alegrarán de dejarnos marchar en paz.

Otro tomó la palabra:

—Y Poritta, también. El tratado de Draconis nos ha presionado sin compasión durante estos veinte años. Los planetas imperialistas rechazan una revisión, y no lucharemos en una guerra que sólo conviene a sus intereses.

Uno tras otro, repitieron insistentemente el mismo refrán:

—¡Nuestros intereses son contrarios a ella! ¡No lucharemos!

Y, súbitamente, el loara Filip Sanat sonrió. Había vuelto la espalda a la Luna y se reía de los gruñones argumentadores.

—Caballeros —dijo—, nadie se irá.

Ion Smitt suspiró con alivio y volvió a apoyarse en su silla.

—¿Quién nos detendrá? —preguntó Porcut con desprecio.

—¡Los lasinianos! Acaban de tomar la base lunar y estamos rodeados.

Un murmullo de consternación recorrió la estancia. Los gritos y la confusión aumentaban y una voz ahogó a las otras:

—¿Qué hay de la guarnición?

—La guarnición ha destruido las fortificaciones horas antes que los lasinianos llegaran. El enemigo no encontró resistencia.

El silencio que siguió fue mucho más terrorífico que los gritos que lo habían precedido.

—Traición —murmuró alguien.

—¿Quién está detrás de todo esto?

Uno a uno se acercaron a Sanat. Los puños se cerraron. Los rostros enrojecieron.

—¿Quién lo hizo?

—Yo lo hice —dijo Sanat, tranquilamente.

Hubo un momento de pasmada incredulidad.

—¡Perro! ¡Cerdo loarista! ¡Cortémosle el cuello!

Y entonces todos retrocedieron ante el par de pistolas de tonita que aparecieron en manos de Ion Smitt. El corpulento lactoniano se colocó frente al joven.

—Yo también estoy metido en esto —gruñó—. Ahora tendrán que luchar. A veces es necesario combatir el fuego con fuego, y Sanat combatió la traición con la traición.

Jem Porcut contempló pensativamente sus nudillos y de pronto emitió una risa ahogada.

—Bueno, ahora no podemos escaparnos, así que no nos queda más remedio que luchar. Excepto por las órdenes, no me importaría asestar un buen golpe a esos malditos lagartos.

La renuente pausa fue seguida por tímidos gritos, prueba positiva de la aceptación de los demás.

Al cabo de dos horas, la exigencia de capitulación lasiniana fue desdeñosamente rechazada y las cien naves de la escuadra humana se extendieron sobre la dilatada superficie de una esfera imaginaria —la formación de defensa estándar de una flota rodeada— y la batalla por la Tierra comenzó.

Una batalla espacial entre fuerzas aproximadamente iguales se parece en casi todos los detalles a un encuentro de esgrima, en el que rayos controlados de mortal radiación son los floretes e impermeables paredes de radiación etérea son los escudos.

Las dos fuerzas avanzan para entrar en batalla y maniobran para situarse. Entonces, el haz púrpura de una tonita se dirige con una llamarada de ira hacia la pantalla de una nave enemiga, y al hacerlo así, su propia pantalla se despliega. Durante este único instante es vulnerable y constituye un blanco perfecto para un rayo enemigo, el cual, al ser lanzado, expone a su nave a un ataque por el momento. Se extiende en círculos cada vez más grandes. Cada unidad de la flota, combinando la velocidad del mecanismo con la velocidad de la reacción humana, intenta introducirse en el momento crucial para mantener su propia seguridad.

El loara Filip Sanat sabía esto y mucho más. Desde su encuentro con el crucero de batalla al salir de la Tierra, había estudiado la guerra espacial, y ahora, mientras las flotas de batalla formaban en línea, sintió que sus dedos se crispaban para entrar en acción.

Se volvió y dijo a Smitt:

—Iré abajo con las armas pesadas.

Smitt tenía el ojo puesto sobre el visor grande y la mano sobre el emisor de ondas.

—Ve, si quieres, pero no te entrometas.

Sanat sonrió. El ascensor particular del capitán le llevó a los niveles de armas, y desde allí ciento cincuenta metros de una disciplinada multitud de artilleros e ingenieros controlaban la tonita número 1. El espacio es muy difícil de conseguir en una nave de batalla. Sanat observó la estrechez de la habitación en la que la tripulación realizaba cuidadosamente su trabajo en aquella gigantesca máquina que era un acorazado gigante.

Subió los seis empinados escalones que conducían a la tonita número 1 y despidió al artillero. Éste vaciló; su mirada cayó sobre la túnica púrpura, y entonces saludó y bajó de mala gana los escalones.

Sanat se volvió hacia el coordinador que estaba frente a la visiplaca del arma.

—¿Le importa trabajar conmigo? Mi velocidad de reacción ha sido probada y clasificada en el grupo 1-A. Tengo mi tarjeta de clasificación, si quiere verla.

El coordinador enrojeció y balbució:

—¡No, señor! Es un honor trabajar con usted, señor.

El sistema de altavoces tronó: «¡A sus puestos!», y se hizo un profundo silencio, en el cual el frío zumbido de la maquinaria puso su ominosa nota.

Sanat se dirigió al coordinador en un susurro:

—Este arma cubre un cuadrante de espacio completo, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Bien, vea si puede localizar un acorazado con la insignia de un sol doble en eclipse parcial.

Hubo un largo silencio. Las sensibles manos del coordinador manipulaban la rueda, haciéndola girar hacia ambos lados con delicada presión, para que el campo visible en la visiplaca se desplazara. Unos ojos penetrantes escrutaban la ordenada formación de las naves enemigas.

—Ahí está —dijo—. ¡Pero si es la nave capitana!

—¡Exactamente! ¡Centre esa nave!

A medida que la rueda giraba, el campo espacial daba vueltas, y la nave capitana enemiga se tambaleó hasta el punto donde las líneas se cruzaban. La presión de los dedos del coordinador se hizo más ligera y experta.

—¡Centrada! —dijo.

El reducido globo ovalado se encontraba justo donde las líneas se cruzaban.

—¡Manténgala ahí! —ordenó Sanat, sombríamente—. No la pierda ni un segundo mientras esté en nuestro cuadrante. El almirante enemigo está en esa nave y nosotros vamos a eliminarlo, usted y yo.

Las naves pronto se hallarían en línea de tiro y Sanat estaba tenso. Sabía que iba a ser un combate reñido… muy reñido. Los humanos llevaban ventaja en la velocidad, pero los lasinianos eran dos veces más numerosos.

Dispararon un rayo, otro, diez más.

¡Hubo un repentino y cegador destello de purpúrea intensidad!

—Primer acierto —jadeó Sanat. Se relajó.

Una de las naves enemigas perdió el rumbo y se alejó impotentemente, con la popa convertida en una masa de metal fundido e incandescente.

Las naves oponentes no estaban muy cerca unas de otras. Los disparos se intercambiaban a velocidad cegadora. Por dos veces, se vio un rayo púrpura dentro de los límites de la visiplaca y Sanat comprendió, mientras un extraño escalofrío le recorría la espina dorsal, que era una de las tonitas adyacentes de su propia nave la que estaba disparando.

El combate de esgrima se aproximaba a su punto álgido. Dos ráfagas centellearon casi simultáneamente, y Sanat gruñó. Una de ellas había sido una nave humana. Y por tres veces se oyó el inquietante zumbido de los motores atómicos del nivel inferior que aumentaban su velocidad… y eso significaba que un rayo enemigo, dirigido hacia su propia nave, había sido detenido por la pantalla.

Y, siempre, el coordinador mantuvo centrada la nave capitana enemiga. Pasó una hora; una hora en la que fueron destruidas seis naves lasinianas y cuatro humanas; una hora en la que la rueda giró fracciones de grado hacia un lado y otro; en la que dio vueltas sobre su eje universal en media docena de direcciones.

El sudor cubría la frente del coordinador y le entraba en los ojos; sus dedos casi habían perdido toda sensación, pero aquella nave capitana no abandonó ni un momento el lugar donde se cruzaban las líneas.

Y Sanat observaba; con el dedo sobre el gatillo… observaba… y esperaba.

Por dos veces, la nave capitana había brillado con luminosidad púrpura, mientras sus armas disparaban y su pantalla defensiva bajaba; y por dos veces, el dedo de Sanat había vibrado sobre el gatillo y se había refrenado. No fue lo bastante rápido.

Y entonces Sanat lo apretó y se puso en pie violentamente. El coordinador lanzó un grito y soltó la rueda.

En una gigantesca pira funeraria de energía color púrpura la nave capitana, con el almirante lasiniano dentro, había dejado de existir.

Sanat se echó a reír. Extendió la mano, y el coordinador se acercó para estrecharla con un firme apretón de triunfo.

Pero este éxito no duró lo bastante como para que el coordinador pronunciara las primeras palabras de júbilo que le atenazaban la garganta pues la visiplaca se convirtió en una bomba púrpura al tiempo que cinco naves humanas explotaban simultáneamente al ser alcanzadas por mortíferos rayos de energía.

Los altavoces tronaron: «¡Arriba las pantallas! ¡Alto el fuego! ¡En formación de aguja!»

Sanat sintió que una mortal incertidumbre se apoderaba de él. Sabía lo que acababa de suceder. Los lasinianos finalmente habían logrado montar sus armas pesadas sobre la base lunar; armas pesadas con tres veces el alcance de las armas más poderosas que había en las naves… armas pesadas que podían atacar a las naves humanas sin temor a represalias.

Y así concluyó el combate de esgrima, y comenzó la verdadera batalla. Pero sería una batalla de un tipo completamente nuevo, y Sanat sabía que éste era el pensamiento que ocupaba las mentes de todos los hombres. Lo observaba en sus expresiones sombrías y lo notaba en su silencio.

¡Podía dar resultado! ¡Y podía no darlo!

El escuadrón terrestre había vuelto a su formación esférica y se ensanchaba lentamente hacia afuera. Los lasinianos se introdujeron en ella para el ataque final. Aislados de todo suministro de fuerza como estaban los terrícolas, e incapaces de desquitarse con las armas gigantescas de las baterías lunares que dominaban el espacio vecino, sólo parecía una cuestión de tiempo su rendición o su aniquilación.

Los rayos de las tonitas enemigas eran lanzados en continuas ráfagas de energía y las deterioradas pantallas de las naves humanas despedían chispas y rayos de luz fluorescente bajo los crueles latigazos de la radiación.

Sanat oía aumentar el zumbido de los motores atómicos hasta convertirse en un chillido de protesta. En contra de su voluntad, sus ojos convergieron sobre el marcador de energía, y la oscilante aguja bajó mientras miraba, bajando el cuadrante a una perceptible velocidad.

El coordinador se lamió los labios resecos.

—¿Cree que lo conseguiremos, señor?

—¡Naturalmente! —Sanat estaba lejos de sentir la confianza que aparentaba—. Tenemos que aguantar una hora… siempre que no se retiren.

Y los lasinianos no lo hicieron. Retirarse hubiera significado un debilitamiento de las líneas, con una posible brecha y escapatoria por parte de los humanos.

Las naves humanas avanzaban a paso de tortuga… apenas a ciento cincuenta kilómetros por hora. A esta velocidad, aumentaron lentamente los rayos de energía, mientras la imaginaria esfera crecía de tamaño y la distancia entre las fuerzas oponentes seguía disminuyendo.

Pero en el interior de la nave, la aguja del marcador bajaba rápidamente, y el corazón de Sanat se hundía con ella. Atravesó el nivel de las armas hasta el lugar donde aguerridos soldados aguardaban ante una gigantesca y reluciente palanca, en espera de la orden que llegaría pronto… o nunca.

La distancia que separaba a las fuerzas enemigas era mínima, no más de dos o cuatro kilómetros —casi contacto desde el punto de vista de una guerra espacial— y entonces aquella orden se extendió sobre los reforzados haces etéreos de una nave a otra.

Retumbó en el nivel de las armas:

«¡Fuera las agujas!»

Una veintena de manos se alargaron hacia la palanca, las de Sanat entre ellas y saltó hacia abajo. Majestuosamente, la palanca se inclinó hasta el suelo en un curvado arco, y entonces se oyó un gran estruendo y un ruido sordo que sacudió la nave.

¡El acorazado se había convertido en una «nave-aguja»!

En la proa, una sección de la plancha de blindaje se deslizó hacia un lado y una lanza de metal surgió violentamente hacia delante. De treinta metros de largo, se adelgazaba graciosamente a partir de una base de tres metros de diámetro hasta convertirse en una punta afilada y aguda como la de un diamante. A la luz del sol, el cromo-acero de la lanza brillaba con llameante esplendor.

Y todas las demás naves del escuadrón humano estaban igualmente equipadas. Cada una de ellas se había convertido en un poderoso florete de diez, quince, veinte, cincuenta mil toneladas.

¡Peces espada del espacio!

En algún lugar de la flota lasiniana, debieron darse frenéticas órdenes. Contra este veterano de todas las tácticas navales —veterano incluso en el sombrío amanecer de la historia, cuando trirremes rivales maniobraron y se atacaron unas a otras con sus puntiagudas proas— el equipo supermoderno de una flota espacial no tenía defensa.

Sanat se apresuró a llegar a la visiplaca y se sujetó con correas a un asiento preparado contra la aceleración, sintiendo que los muelles absorbían el impulso hacia atrás que había provocado la nave al acelerar súbitamente.

Sin embargo, no le importó. ¡Quería contemplar la batalla! Allí no había nadie, ni tampoco en ningún lugar de la galaxia, que arriesgara lo que él. Ellos no arriesgaban más que su vida; y él arriesgaba un sueño que, casi sin ayuda, había creado de la nada.

Había convencido a una apática galaxia y la había inducido a rebelarse contra los reptiles. Había conocido una Tierra a punto de ser destruida y la había apartado del precipicio, casi por sí solo. Una victoria humana sería un triunfo para el loara Filip Sanat y para nadie más.

Él, la Tierra, y la galaxia no eran ahora más que uno solo y se encontraban en el momento decisivo. Y tenían en contra el resultado de esta última batalla, una batalla desesperadamente perdida por su propia traición, a menos que las agujas vencieran.

Y si perdían, la gigantesca derrota —la ruina de la humanidad— también sería la suya.

Las naves lasinianas saltaban hacia los lados, pero no con la suficiente rapidez. Mientras reunían lentamente ímpetu y se alejaban, las naves humanas acortaron la distancia en tres cuartos. Sobre la pantalla, una nave lasiniana había aumentado de tamaño hasta alcanzar colosales proporciones. Su látigo púrpura de energía había desaparecido al concentrar toda la potencia en una rápida aceleración.

Y, sin embargo, su imagen aumentó y el punto brillante que se distinguía en el extremo inferior de la pantalla apuntaba a su corazón como una reluciente jabalina.

Sanat creyó que no podría soportar la tensión. ¡Cinco minutos y ocuparía su lugar como el héroe más grande de la galaxia… o el más abominable traidor! Los latidos de la sangre que se agolpaba en sus sienes eran terribles e inaguantables.

Entonces ocurrió.

¡¡Contacto!!

La pantalla se volvió loca en una furia caótica de metal retorcido. Los asientos contra la aceleración chirriaron mientras los muelles absorbían el choque. Pero todo se fue aclarando lentamente. La imagen de la pantalla osciló con violencia mientras la nave recuperaba su equilibrio poco a poco. La aguja de la nave se había roto, el resto estaba torcido, pero la nave enemiga que había traspasado estaba destrozada.

Sanat aguantó la respiración mientras recorría el espacio con la mirada. Era un vasto mar de naves destrozadas, y, a lo lejos, volaban los restos del enemigo, con las naves humanas en su persecución.

Oyó un sonido de colosal animación a sus espaldas y sintió un par de enérgicas manos sobre los hombros.

Se volvió. Era Smitt… Smitt, el veterano de cinco guerras con lágrimas en los ojos.

—Filip —dijo—, hemos ganado. Acabamos de recibir un mensaje de Vega. La flota lasiniana ha sido aniquilada… y también con las agujas. La guerra ha terminado, y nosotros hemos ganado. ¡Tú has ganado, Filip! ¡Tú!

Su apretón le hacía daño, pero al loara Filip Sanat no le importó.

¡La Tierra era libre! ¡La humanidad estaba salvada!

Por alguna razón, posiblemente a causa del horrible título, por el cual declino enfáticamente toda responsabilidad, Fraile negro de la Llama está considerado como la quintaesencia de mi incompetencia primitiva. Por lo menos, aficionados que se hallan en posesión de algún ejemplar creen que pueden avergonzarme al referirse a él.

Bueno, no es bueno, lo admito, pero tiene sus puntos interesantes.

En un aspecto, es un evidente precursor de mi famosa serie «Fundación». En Fraile negro de la Llama, como en la serie «Fundación», los seres humanos ocupan muchos planetas; y dos mundos mencionados en el primero, Trántor y Santanni, también juegan un papel importante en el segundo. (En realidad, el primer relato de la serie «Fundación» aparecería sólo un par de meses después de Fraile negro de la Llama, gracias al retraso en la venta de este último.)

Además, en Fraile negro de la Llama también existe una acentuada similitud con mi primera novela larga, Un guijarro en el cielo, que aparecería ocho años más tarde. En ambos, la situación en que coloqué a la Tierra estaba inspirada en la de Judea bajo los romanos. Sin embargo, la batalla decisiva del primer relato está inspirada en la batalla de Salamina, la gran victoria de los griegos sobre los persas. (En los relatos de historia futura siempre he considerado mejor guiarme por la historia pasada. Esto también reza para la serie «Fundación.»)

Fraile negro de la Llama me curó para siempre de hacer repetidas revisiones. Puede muy bien existir una conexión entre el hecho de que el relato es bastante pobre y la circunstancia de que lo revisé seis veces. Sé que hay escritores que revisan, revisan y revisan, puliéndolo todo hasta conseguir un brillo completo, pero yo no puedo hacerlo.

Ahora tengo la costumbre de mecanografiar un primer bosquejo sin haber escrito ningún borrador. Compongo libremente ante la máquina de escribir, aunque con frecuencia soy interrogado sobre esto por lectores que creen que un bosquejo inicial sólo puede escribirse a lápiz. La verdad es que escribir a mano me produce dolor en la muñeca al cabo de unos quince minutos de hacerlo, es muy lento, y difícil de leer. Por el contrario, mecanografío noventa palabras por minuto y puedo hacerlo durante horas sin ninguna dificultad. En cuanto a los borradores, una vez traté de hacer uno y fue desastroso, como intentar tocar el piano metido en una camisa de fuerza.

Una vez he concluido el primer bosquejo, lo leo y corrijo con pluma. Entonces vuelvo a mecanografiarlo todo por última vez. No vuelvo a repasarlo, por mi propia voluntad. Si algún editor me pide que haga una revisión claramente definida y de naturaleza menor, con cuya filosofía estoy de acuerdo, accedo. La solicitud de una corrección mayor del principio al final, o una segunda revisión después de la primera, es una cuestión muy distinta. Entonces rehúso.

Esto no se debe a arrogancia o temperamento. Sólo se debe a que una corrección demasiado amplia, o demasiadas revisiones, indican que el relato es un fracaso. En el tiempo que necesitaría para salvar tal fracaso, podría escribir una nueva obra y divertirme infinitamente más en el proceso. (Hacer una revisión es, a veces, como mascar un chicle usado.) Por lo tanto, los fracasos se ponen a un lado y aguardan una posible venta en otra parte… pues lo que es un fracaso para un editor, no lo es necesariamente para otro.

En la época que escribía Fraile negro de la Llama me vi envuelto en actividades de aficionado. Me había unido a una organización llamada Los Futuristas, que incluía a un grupo de ardientes lectores de ciencia ficción, casi todos llamados a sobresalir en este campo como escritores o editores, o ambas cosas. Entre ellos se contaban Frederik Pohl, Donald A. Woltheim, Cyril Kornbluth, Richard Wilson, Damon Knight, y otros.

Tal como he tenido ocasión de decir antes, me hice particularmente amigo de Pohl. Durante la primavera y el verano de 1939, vino a verme periódicamente, leyó mis manuscritos y anunció que tenía «el mejor puñado de relatos rechazados» que había visto en su vida.

Empezó a insinuarse la posibilidad de que fuera mi agente. No era mayor que yo, pero tenía mucha más experiencia práctica con los editores y sabía mucho más acerca del tema. Me sentí tentado, pero tuve miedo de que eso significara no volver a ver a Campbell, y yo valoraba demasiado mis visitas mensuales para arriesgarme.

En mayo de 1939 escribí un relato llamado Robbie, y el 23 de aquel mes lo presenté a Campbell. Era mi primer relato de robots y contenía el germen de lo que más tarde se conocería como las Tres leyes de la robótica. Fred leyó la copia que yo tenía y dijo enseguida que era un buen relato, pero que Campbell lo rechazaría porque tenía un final débil y otras deficiencias. Campbell lo rechazó el 6 de junio, por las mismas razones que Pohl me había apuntado.

Esto me impresionó, y todas las vacilaciones que tenía respecto a que me representara se desvanecieron, pero especifiqué que su representación abarcaría a todos los editores menos a Campbell.

Le entregué Robbie después del rechazo, pero él tampoco logró venderlo, aunque incluso lo ofreció a una revista de ciencia ficción inglesa (algo que a mí nunca se me hubiera ocurrido hacer). Sin embargo, en octubre de 1939, se convirtió en director de Astonishing Stories y de Super Science Stories, y por lo tanto dejó de ser mi agente[7].

No obstante, el 15 de marzo de 1940, hizo como editor lo que no pudo hacer como agente. Colocó el relato… aceptándolo él mismo.

Apareció en Super Science Stories bajo un título distinto (Pohl siempre cambiaba los títulos). Denominó el relato Extraño compañero de juegos, una infeliz elección, a mi entender. La historia fue eventualmente incluida como la primera de las nueve series de «robots positrónicos» que constituyeron mi libro Yo, robot. En el libro, volví a darle su título original, Robbie, y desde entonces ha aparecido con este nombre todas las veces que ha sido publicado.

Quince años más tarde, tuve una hija. Se llamaba Robyn y yo la llamo Robbie. Me han preguntado más de una vez si existe alguna conexión. ¿Le puse deliberadamente un nombre parecido a «robot» a causa del éxito obtenido por mis relatos de robots? La respuesta es negativa. No es más que una pura coincidencia.

Otra cosa… En el curso de mi encuentro con Campbell el 6 de junio de 1939 (durante el cual rechazó Robbie), conocí a un escritor de ciencia ficción bastante famoso por entonces, L. Sprague de Camp. Allí empezó una buena amistad —quizá la mejor dentro de la fraternidad de la ciencia ficción—, que ha continuado hasta hoy.

En junio de 1939 escribí Mestizo y decidí dar una buena oportunidad a Fred Pohl. No lo presenté a Campbell, sino que se lo di directamente a Pohl para ver lo que lograba hacer con él. Lo ofreció a Amazing, que lo rechazó. Así que volví a tomarlo y lo presenté a Campbell en la forma directa acostumbrada. Campbell también lo rechazó.

Sin embargo, cuando Pohl se convirtió en editor, me lo anunció (el 27 de octubre de 1939) diciendo que aceptaba Mestizo. En meses posteriores también aceptó Robbie y después La amenaza de Calixto. En total, me compró siete relatos durante su ejercicio como editor.