OPINIÓN PÚBLICA
Aquel día, John Harman estaba sentado ante su mesa, cavilando, cuando entré en su despacho. Para entonces, ya era un espectáculo normal verle contemplando el Hudson, con la cabeza apoyada en una mano, su rostro contraído por una expresión ceñuda… todo demasiado normal. No parecía justo que aquel pequeño gallo de pelea se corroyera así el corazón día tras día, cuando por derecho debería estar recibiendo las alabanzas y adulaciones del mundo.
Me dejé caer en una silla
—¿Ha visto el editorial del Clarion de hoy, jefe?
Volvió hacia mí unos ojos cansados e inyectados de sangre.
—No, no lo he visto. ¿Qué dicen? ¿Vuelven a pedir que la venganza de Dios caiga sobre mí? —su voz rezumaba un amargo sarcasmo.
—Ahora van un poco más lejos, jefe —contesté—. Escuche esto:
«Mañana es el día en que John Harman intentará profanar los cielos. Mañana, desafiando la opinión y la conciencia mundial, este hombre desafiará a Dios.
»El hombre no puede ir dondequiera que la ambición y el deseo le conduzcan. Hay cosas que siempre le serán vedadas, y subir a las estrellas es una de ellas. Como Eva, John Harman desea comer del fruto prohibido, y como ella sufrirá un merecido castigo.
»Pero este simple comentario no es suficiente. Si permitimos que incurra en las iras de Dios, el pecado será del género humano y no de Harman solo. Al permitirle que lleve a cabo sus diabólicos planes, nos hacemos cómplices del crimen, y la venganza de Dios caerá de igual modo sobre todos nosotros.
»Por lo tanto, es esencial que se tomen medidas inmediatas para evitar que mañana Harman despegue en su llamada nave espacial. El Gobierno, al negarse a tomar tales medidas, puede originar una acción violenta. Si no hace nada para confiscar la nave espacial, o apresar a Harman, nuestros furiosos ciudadanos tendrán que intervenir…»
Harman saltó de su silla con ira y, arrebatándome el periódico de las manos, lo arrojó furiosamente a un rincón.
—Es un llamamiento abierto para que me linchen —bramó—. ¡Mire esto!
Lanzó cinco o seis sobres en mi dirección. Una mirada me bastó para saber lo que eran.
—¿Más amenazas de muerte? —pregunté.
—Sí, exactamente eso. He tenido que solicitar un aumento de la protección policíaca del edificio y una escolta de policía motorizada para cuando cruce el río en dirección al campo de pruebas mañana.
Paseó arriba y abajo de la habitación a grandes zancadas.
—No sé qué hacer, Clifford. He trabajado casi diez años en el Prometeo. Me he esclavizado, he gastado una fortuna, renunciado a todo lo que vale la pena en la vida… ¿y para qué? Para que un puñado de predicadores locos excite la opinión pública en contra mía hasta que peligre mi misma vida.
—Usted se ha adelantado a nuestra época, jefe.
Me encogí de hombros con un gesto de resignación que le impulsó a volverse furiosamente hacia mí.
—¿Qué quiere decir que me he adelantado a nuestra época? Estamos en 1973. Ya hace medio siglo que el mundo está preparado para los viajes espaciales. Hace cincuenta años, la gente hablaba, soñaba con el día en que el hombre podría liberarse de la Tierra y explorar la profundidad del espacio. Durante cincuenta años, la ciencia ha avanzado centímetro a centímetro hacia esta meta, y ahora… ahora yo la he alcanzado, y ¡mira por dónde!, usted dice que el mundo no está preparado para mí.
—Los años 20 y 30 fueron años de anarquía, decadencia y confusión, si recuerda su historia —le recordé amablemente—. No puede aceptarlos como criterio.
—Lo sé, lo sé. Va a hablarme de la Primera Guerra de 1914 y de la Segunda de 1940. Para mí es una historia vieja. Mi padre luchó en la segunda y mi abuelo en la primera. Sin embargo, ésos eran los días en que florecía la ciencia. Entonces los hombres no tenían miedo; soñaron y tuvieron el valor suficiente. No existía el conservadurismo en cuanto se refería a cuestiones mecánicas y científicas. No había ninguna teoría que fuera demasiado radical como para exponerse, ningún descubrimiento demasiado revolucionario para publicarse. Hoy día, la corrupción se ha adueñado del mundo y una gran aventura, como los viajes espaciales, se define como «desafío a Dios».
Bajó lentamente la cabeza, y se alejó para ocultar el temblor de sus labios y las lágrimas de sus ojos. Después se repuso de modo súbito y sus ojos brillaron.
—Pero yo les enseñaré. Seguiré adelante, a pesar del infierno, el cielo y la Tierra. He invertido demasiado en ello para abandonarlo ahora.
—Tómeselo con calma, jefe —le aconsejé—. Esto no va a hacerle ningún bien mañana, cuando esté en aquella nave. Sus posibilidades de salir con vida no son muchas, así que ¿en qué se convertirán si tiene los nervios destrozados por las preocupaciones?
—Tiene razón. No pensemos más en ello. ¿Dónde está Shelton?
—En el Instituto, disponiendo las placas fotográficas especiales que deben enviarnos.
—Hace mucho rato que se ha ido, ¿verdad?
—No demasiado; pero escuche, jefe, hay algo raro en él. No me gusta.
—¡Tonterías! Ha pasado dos años conmigo, y no tengo quejas de él.
—Muy bien —extendí las manos con resignación—. Si no quiere escucharme, no lo haga. Pero le sorprendí leyendo uno de esos panfletos infernales que Otis Eldredge puso en circulación. Ya sabe de qué tratan: «Prepárate, oh género humano, porque el juicio se acerca. El castigo por tus pecados es inminente. Arrepentíos y os salvaréis.» Y todo el resto de disparates tradicionales.
Harman se rió con desprecio.
—¡Predicadores de pacotilla! Supongo que el mundo nunca dejará de escucharles…, no, mientras existan suficientes retrasados mentales. Sin embargo, no puede condenar a Shelton sólo porque lea sus folletos. Yo mismo lo hice en cierta ocasión.
—Él dice que lo recogió de la acera y que lo leyó por «mera curiosidad», pero yo estoy completamente seguro de que lo sacó de su cartera. Además, va a la iglesia todos los domingos.
—¿Es eso un crimen? ¡Todo el mundo lo hace, hoy en día!
—Sí, pero no todos van a la Sociedad Evangélica del Siglo Veinte. Es la de Eldredge.
Eso trastornó a Harman. Evidentemente, era la primera vez que oía algo por el estilo.
—Eso sí es significativo. Entonces, tendremos que vigilarle.
Pero, después de eso, los acontecimientos se sucedieron, y nos olvidamos completamente de Shelton… hasta que fue demasiado tarde.
Apenas quedaba nada por hacer aquel último día antes de la prueba, y yo me paseaba por la habitación vecina, donde repasaba el informe final de Harman al Instituto. Yo debía corregir cualquier error o equivocación que hubiera, pero temo que no fui muy concienzudo. En honor a la verdad, no podía concentrarme. A menudo caía en un ensimismamiento profundo.
Resultaban extrañas todas aquellas protestas acerca de los viajes espaciales. Cuando Harman anunció por primera vez la cercana puesta a punto del Prometeo, unos seis meses antes, los círculos científicos se mostraron entusiasmados. Naturalmente, fueron cautelosos en sus declaraciones y moderados en todo lo que dijeron, pero existía un entusiasmo real.
Sin embargo, las masas no lo tomaron así. Quizá les parezca extraño, a ustedes, hombres del siglo veintiuno, pero quizá debimos haberlo imaginado en aquellos días del año 1973. Entonces, la gente no era muy progresista. Durante años había habido una vuelta hacia la religión, y cuando las iglesias se pronunciaron unánimemente contra el cohete de Harman… bueno, he aquí lo que ocurrió:
Al principio, la oposición se limitó a las iglesias y nosotros pensamos que esto terminaría pronto. Pero no fue así. Los periódicos se hicieron cargo de ella, y literalmente difundieron el evangelio. El pobre Harman se convirtió en poco tiempo en un anatema del mundo, y entonces comenzaron sus dificultades.
Recibió amenazas de muerte, y advertencias diarias de venganza divina. No podía caminar tranquilamente por la calle. Docenas de sectas, a ninguna de las cuales pertenecía —era uno de los escasísimos librepensadores de la época, lo que constituía otro cargo contra él—, le excomulgaron y le colocaron en especial entredicho. Y, lo peor de todo, Otis Eldredge y su Sociedad Evangélica comenzaron a agitar a la población.
Eldredge era un tipo extraño… uno de esos genios, a su manera, que surgen de vez en cuando. Dotado de una lengua locuaz y un vocabulario de azufre, hipnotizaba fácilmente a la multitud. Veinte mil personas eran tan maleables en sus manos, que le bastaba con que le oyeran hablar. Y durante cuatro meses, tronó contra Harman; durante cuatro meses, un inacabable chorro de acusaciones vibró con frenesí oratorio. Y durante este tiempo, la cólera del mundo aumentó.
Pero Harman no se dejó atemorizar. En su reducido cuerpo de un metro sesenta de estatura, tenía toda la energía de cinco hombres de un metro noventa. Cuanto más aullaban los lobos, más firme se mantenía, Con obstinación casi divina —decían diabólicamente sus enemigos—, se negó a retroceder ni un sólo centímetro. Sin embargo, su firmeza exterior era para mí, que le conocía, un encubrimiento imperfecto de la gran pena y amarga decepción que le acosaban.
En aquel punto, el timbre de la puerta interrumpió mis pensamientos y me hizo levantar con sorpresa. Los visitantes eran muy escasos en aquellos días.
Miré por la ventana y vi a una figura alta y corpulenta que hablaba con el sargento de policía Cassidy. La reconocí inmediatamente como a Howard Winstead, director del Instituto. Harman se apresuraba a saludarle, y tras un corto intercambio de frases, los dos entraron en el despacho. Yo les seguí al interior, movido por la curiosidad de saber lo que habría motivado la visita de Winstead, que era más político que científico.
Al principio, Winstead no se sintió muy cómodo; no mostraba su naturaleza amable de siempre. Evitó los ojos de Harman de una manera embarazosa y murmuró ciertas consideraciones convencionales acerca del clima. Después fue derecho al grano, con brusquedad directa y poco diplomática.
—John —dijo—, ¿y si pospusiéramos el intento durante algún tiempo?
—En realidad te refieres a abandonarlo indefinidamente, ¿verdad? Pues no lo haré, y es mi última palabra.
Winstead levantó la mano.
—Espera, John, no te excites. Déjame exponer el caso. Sé que el Instituto convino en darte carta blanca, y sé que tú has costeado por lo menos la mitad de los gastos de tu propio bolsillo, pero… no puedes seguir adelante.
—¿De verdad, no puedo? —dijo irónicamente Harman.
—Escucha, John, conoces tu ciencia, pero no conoces tu naturaleza humana, y yo sí. Éste no es el mundo de los «años locos», te des cuenta o no. Se han producido profundos cambios desde 1940.
Se sumergió en lo que evidentemente era un discurso preparado con cuidado.
—Después de la Primera Guerra Mundial —prosiguió—, ya sabes que el mundo entero se apartó de la religión para caer en una total anarquía libre de convencionalismos. La gente estaba disgustada y desilusionada, eran cínicos y sofisticados. Eldredge los llama «malvados y pecadores» A pesar de eso, la ciencia floreció… algunos dicen que siempre prospera más en períodos tan poco convencionales. Desde su punto de vista fue una «Edad de Oro».
»Sin embargo, conoces la historia política y económica de la época. Fue un tiempo de caos político y anarquía internacional; un período suicida, insensato e insano… y culminó en la Segunda Guerra Mundial. Así como la primera había conducido a una época de sofisticación, la de 1940 inició un retorno a la religión.
»La gente no estaba satisfecha de las “décadas locas”. Ya habían tenido bastante, y temían, antes que cualquier otra cosa, una vuelta a ellas. Para eliminar esta posibilidad, desecharon las costumbres de aquellos tiempos. Ya ves que sus motivos fueron comprensibles y loables. Toda la libertad, la sofisticación, la falta de convencionalismo desaparecieron… fueron barridos por completo. Ahora vivimos en una segunda época victoriana; y de manera natural, porque la historia humana avanza con movimientos de péndulo y atravesamos un período de religión y convencionalismos.
»Sólo queda una cosa de aquellos lejanos días: el respeto de la humanidad por la ciencia. Tenemos prohibiciones: las mujeres que fuman están fuera de la ley, los cosméticos están prohibidos, los vestidos y las faldas cortas son inauditos, el divorcio no está bien visto. Pero la ciencia no ha sido confinada… todavía.
»Así pues, a la ciencia le conviene mostrarse circunspecta, para evitar que la gente se alce contra ella. Sería muy fácil hacerles creer, y Otis Eldredge se ha acercado peligrosamente a ello en alguno de sus sermones, que fue la ciencia la que provocó los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Dirán que la ciencia aventajó a la cultura, la tecnología a la sociología, y que fue este desequilibrio lo que estuvo a punto de destruir el mundo. En cierto modo, me siento inclinado a creer que no están tan equivocados en eso.
»Pero ¿sabes lo que ocurriría si llegáramos a eso? La investigación científica podría ser prohibida; o, si no llegan tan lejos, no hay duda de que estaría tan estrictamente regulada que se ahogaría en su propia decadencia. Sería una calamidad de la que la humanidad tardaría un milenio en recobrarse.
»Y tu vuelo de prueba es lo que puede precipitar todo esto. Estás soliviantando al público hasta un nivel en que será muy difícil calmarlo. Te lo advierto, John. Las consecuencias caerán sobre tu conciencia.
Durante unos momentos reinó un silencio absoluto y después Harman esbozó una sonrisa forzada.
—Vamos, Howard, te estás dejando asustar por sombras reflejadas en una pared. ¿Tratas de decirme que crees seriamente que el mundo entero va a hundirse en una segunda Edad Media? Al fin y al cabo, los hombres inteligentes están del lado de la ciencia, ¿verdad?
—Si lo están, no quedan demasiados por lo que veo. —Winstead sacó una pipa del bolsillo y la llenó lentamente mientras proseguía—: Eldredge formó una Liga de los Justos hace dos meses (la llaman la L. J.) y ha aumentado de forma increíble. Veinte millones de socios sólo en Estados Unidos. Eldredge alardea de que, después de la próxima elección, el Congreso será suyo; y hay más verdad que fanfarronada en ello. Ya ha habido una enérgica solicitud en favor de una ley que prohíba los experimentos espaciales, y leyes de este tipo se han aprobado en Polonia, Portugal y Rumanía. Sí, John, corremos el peligro de provocar una persecución de la ciencia. —Ahora fumaba en rápidas y nerviosas bocanadas.
—Pero si tengo éxito, Howard, ¡si tengo éxito! ¿Qué pasaría entonces?
—¡Bah! Ya sabes las posibilidades que hay. Tú mismo has estimado que sólo tienes una posibilidad sobre diez de salir de esto con vida.
—¿Qué significa eso? El próximo científico aprenderá gracias a mis equivocaciones, y las posibilidades aumentarán. Éste es el método científico.
—El populacho no sabe nada del método científico; y no quiere saber. Bueno, ¿qué decides? ¿Lo pospones? Harman se puso en pie de un salto, derrumbando la silla en su arrebato.
—¿Sabes lo que pides? ¿Quieres que abandone el trabajo de toda mi vida, mi sueño, como si nada? ¿Crees que voy a sentarme a esperar que tu querido público se vuelva benevolente? ¿Crees que cambiarán de opinión mientras yo viva?
»Ésta es mi respuesta: tengo el derecho inalienable de incrementar los conocimientos actuales. La ciencia debe progresar y desarrollarse sin interferencias. El mundo, al oponerse a mí, se equivoca. Yo tengo razón. Las cosas pueden empeorar aún más; pero yo no abandonaré mis derechos.
Winstead movió tristemente la cabeza.
—Estás equivocado, John, al hablar de derechos «inalienables». Lo que tú llamas un derecho no es más que un privilegio reconocido por todos. Lo que la sociedad acepta está bien; lo que no acepta, no lo está.
—¿Estaría de acuerdo tu amigo Eldredge con tal definición de la «rectitud»?
—No, no lo estaría, pero eso es improcedente. Observa el caso de esas tribus africanas que eran caníbales. Fueron educados así, tenían una larga tradición de canibalismo, y su sociedad aceptaba dicha práctica. Para ellos, esa costumbre estaba bien, ¿por qué no debería estarlo? Así que ya ves lo relativa que es toda la concepción, y lo necia que es tu idea de los derechos «inalienables» de realizar experimentos.
—Sabes, Howard, equivocaste tu camino al no dedicarte a la abogacía. —Harman se ponía furioso por momentos—. Has expuesto todos los argumentos más anticuados que se te han ocurrido. Por el amor de Dios, hombre, ¿tratas de decirme que es un crimen negarse a seguir la corriente? ¿Eres partidario de la absoluta uniformidad, ordinariez, ortodoxia y trivialidad? La ciencia sucumbiría mucho antes bajo el programa que tú esbozas que bajo la prohibición gubernamental.
Harman se puso en pie y apuntó al otro con un dedo acusador.
—Estás traicionando a la ciencia y la tradición de estos gloriosos rebeldes: Galileo, Darwin, Einstein y otros por el estilo. Mi cohete partirá mañana, tal como está programado, a pesar tuyo y de cualquier otra persona de Estados Unidos. Así es, y me niego a seguir escuchándote. De modo que ya puedes largarte.
El director del Instituto, con el rostro congestionado, se volvió hacia mí.
—Usted es testigo, joven, de que he advertido a este obstinado papanatas, a este… este estúpido fanático. —Tartamudeó un poco, y después salió precipitadamente de la habitación, dominado por una fiera indignación.
Harman se volvió hacia mí cuando se hubo ido.
—Bueno, ¿qué es lo que usted piensa? Supongo que está de acuerdo con él.
No existía más que una respuesta posible y fue la que di:
—Usted me paga para que obedezca órdenes, jefe. Le apoyaré.
En aquel momento entró Shelton, y Harman nos mandó a los dos que calculáramos la órbita de vuelo por enésima vez, mientras él se iba a dormir.
Al día siguiente, el 15 de julio, amaneció con un esplendor incomparable, y Harman, Shelton y yo estábamos casi alegres mientras atravesábamos el Hudson hacia el lugar donde se hallaba el Prometeo —rodeado por suficientes policías de guardia—, que relucía con magnificencia.
A su alrededor, acordonada a una distancia aparentemente segura, se agitaba una multitud de gigantescas proporciones. La mayoría se mostraba hostil, ásperamente hostil. De hecho, durante un fugaz momento, mientras la policía motorizada que nos escoltaba nos abría paso entre el gentío, los gritos e imprecaciones que llegaron a nuestros oídos casi me convencieron de que tendríamos que haber escuchado a Winstead.
Pero Harman no les hizo ningún caso y respondió con un altanero ademán despectivo al grito de: «Ahí va John Harman, hijo de Satanás.» Serenamente, nos hizo realizar nuestra tarea de inspección. Yo comprobé las gruesa paredes exteriores y las esclusas de aire en busca de alguna posible grieta, y después me aseguré de que el purificador de aire funcionara. Shelton comprobó la pantalla repelente y los depósitos de combustible. Finalmente, Harman se probó el incómodo traje espacial, lo encontró satisfactorio y anunció que ya estaba listo.
La multitud se agitó. Sobre una plataforma de tablones de madera rápidamente erigida por alguien de la masa, se elevó una impresionante figura. Alto y enjuto, con aspecto ascético, ojos hundidos y ardientes, penetrantes y medio cerrados y una espesa cabellera blanca cubriéndolo todo… era Otis Eldredge. La multitud le reconoció inmediatamente y muchos aplaudieron. El entusiasmo aumentó y pronto toda la turbulenta muchedumbre le aclamó con todas sus fuerzas.
Levantó una mano pidiendo silencio, se volvió hacia Harman, que le contemplaba con asombro y aversión, y le señaló con un dedo largo y huesudo:
—John Harman, hijo del diablo, engendro de Satanás, estás aquí para llevar a cabo una empresa diabólica. Te dispones a realizar un intento blasfemo para descorrer el velo que los hombres tenemos prohibido traspasar. Estás probando el fruto, prohibido del Edén, pero no intentes comerlo.
El gentío prorrumpió en aplausos y él prosiguió:
—El dedo de Dios te señala, John Harman. No permitirá que sus dominios sean profanados. Hoy morirás, John Harman. —Su voz aumentó de intensidad y las últimas palabras fueron pronunciadas con fervor verdaderamente profético.
Harman dio media vuelta con desprecio. Con voz alta y clara se dirigió al sargento de policía:
—¿Hay algún medio, oficial, de alejar a estos espectadores? El vuelo de prueba puede provocar alguna destrucción a causa de las explosiones del cohete, y están demasiado cerca.
El policía respondió en un tono tajante y poco amigable:
—Si lo que teme es que le linchen, dígalo, señor Harman. Sin embargo, no debe preocuparse, les contendremos. Y en cuanto al peligro… de ese artefacto… —husmeó fuertemente en dirección al Prometeo, provocando un torrente de burlas y alaridos.
Harman no dijo nada más, sino que subió a la nave en silencio. Y al hacerlo, una especie de extraña inmovilidad se apoderó de la multitud; una tensión palpable. No intentaron correr hacia la nave, cosa que yo había creído inevitable. Por el contrario, el mismo Otis Eldredge les gritó que retrocedieran.
—Dejad al pecador con sus pecados —gritó—. «Mía es la venganza», dijo el Señor.
Cuando se acercaba el momento crítico, Shelton me dio un codazo.
—Vayámonos de aquí —murmuró con voz forzada—. Esas explosiones del cohete son veneno…
No bien lo hubo dicho, rompió a correr, haciéndome ansiosas señas para que le siguiera.
Todavía no habíamos alcanzado los límites de la multitud cuando, a mi espalda, hubo un tremendo estruendo. Una oleada de aire caliente me rodeó. Se oyó el alarmante silbido de un objeto que pasaba a toda velocidad junto a mi oído, y caí violentamente al suelo. Permanecí aturdido unos momentos, mientras los oídos me zumbaban y la cabeza me daba vueltas.
Cuando volví a ponerme vacilantemente en pie, contemplé un espectáculo horrible. Al parecer, todo el abastecimiento de combustible del Prometeo había explotado a la vez, y donde se erguía la nave hacía un momento, ahora no había más que un enorme agujero. El suelo estaba lleno de despojos. Los gritos de los heridos eran desconsoladores, y los cuerpos mutilados… pero no trataré de describirlos.
Un débil gemido a mis pies atrajo mi atención. Miré hacia allí y lancé un grito de horror, pues era Shelton, con la parte posterior de la cabeza convertida en una masa sanguinolenta.
—Yo lo he hecho. —Su voz era ronca y triunfante, pero sin embargo tan baja que apenas podía oírla—. Yo lo he hecho. He abierto los compartimentos del oxígeno líquido y cuando la chispa alcanzó la mezcla de acetileno, todo el maldito aparato explotó. —Se quedó sin aliento y trató de moverse, pero no lo logró—. Alguna pieza debe haberme golpeado, pero no me importa. Moriré sabiendo que…
Su voz no era más que un chirrido, y en su rostro se veía la extática mirada del mártir. Entonces falleció, y mi corazón no tuvo el valor de condenarle.
Entonces fue cuando pensé en Harman. Había muchas ambulancias de Manhattan y Jersey City y una de ellas acudió a un bosquecillo a unos quinientos metros de distancia, donde, aprisionado en las copas de los árboles, se distinguía un fragmento destrozado del compartimento anterior del Prometeo. Me arrastré hacia allí lo más rápidamente que pude, pero extrajeron a Harman y se alejaron haciendo sonar la sirena mucho antes de que yo lograra alcanzarles.
Después de eso, no permanecí allí. La multitud desorganizada ahora no pensaba más que en los muertos y heridos, pero cuando se recobraran, y sus pensamientos se decantaran hacia la venganza, mi vida no valdría nada. Seguí los dictados de la mejor parte del valor y desaparecí silenciosamente.
La semana que siguió fue muy agitada para mí. Durante ese tiempo, permanecí escondido en casa de un amigo, pues hubiera sido demasiado arriesgado exponerme a que me vieran y reconocieran. Harman, por su parte, estaba en un hospital de Jersey City. No sufría nada más que cortes superficiales y contusiones… gracias a la fuerza trasera de la explosión y al oportuno grupo de árboles que amortiguó la caída del Prometeo. Sobre él caía el peso de la ira del mundo.
Nueva York, y también el resto del mundo, enloqueció. Todos los periódicos de última hora de la ciudad salían con gigantescos titulares: «Veintiocho muertos, setenta y tres heridos… el precio del pecado», impresos en letras rojas como la sangre. Los editoriales reclamaban la vida de Harman, solicitando que fuera arrestado y procesado por asesinato en primer grado.
El horrible grito de «¡Linchémosle!» se alzaba por doquier, y miles de personas cruzaron el río y se reunieron en Jersey City. A la cabeza de todas ellas estaba Otis Eldredge, con las dos piernas entablilladas, dirigiéndose a la multitud desde un automóvil descubierto mientras marchaba. Era un verdadero ejército.
Carson, el alcalde de Jersey City, movilizó a todos los policías disponibles y telefoneó frenéticamente a Trenton en demanda de la milicia del estado. Se cerraron todos los puentes y túneles que salían de Nueva York… pero no hasta que miles de personas hubieron salido de la ciudad.
Hubo batallas campales en la costa de Jersey City aquel 16 de julio. La policía, con gran desventaja numérica hizo uso de sus porras indiscriminadamente, pero fue rechazada poco a poco. La policía montada trató de detener implacablemente a la multitud, pero fue frenada y vencida por la fuerza de ésta. Hasta que recurrieron a los gases lacrimógenos, la muchedumbre no se detuvo y ni siquiera entonces retrocedió.
Al día siguiente se declaró la ley marcial y la milicia del estado entró en Jersey City. Esto significó el fin para los linchadores. Eldredge tuvo que conferenciar con el alcalde, y después de la entrevista ordenó a sus seguidores que se dispersaran.
En una declaración a los periódicos, el alcalde Carson dijo: «John Harman debe purgar su crimen, pero es necesario que lo haga legalmente. La justicia debe seguir su curso, y el estado de Nueva Jersey tomará todas las medidas necesarias.»
A finales de semana, se había restablecido la normalidad y Harman dejó de ser el centro de la atención pública. Dos semanas más tarde apenas se le nombraba en los periódicos, exceptuando algunas referencias casuales a su persona en la discusión del nuevo proyecto de ley anticohetes de Zittman, que acababa de lograr unánimes votos en ambas cámaras del Congreso.
Sin embargo, Harman continuaba en el hospital. No se había iniciado ninguna acción legal contra él, pero parecía que una especie de reclusión indefinida «para su propia protección» sería su destino eventual. Por lo tanto, decidí ponerme en acción.
El hospital del Temple está situado en un solitario barrio a las afueras de Jersey City, y en una noche oscura y sin luna no me resultó nada difícil penetrar subrepticiamente en el edificio. Con una facilidad que me sorprendió, me introduje por una ventana de la planta baja, reduje a un adormilado interno a la inconsciencia y me dirigí a la habitación 15E, que en el registro constaba como la de Harman.
—¿Quién está ahí? —La sorprendida exclamación de Harman sonó como música en mis oídos.
—¡Shh! ¡Silencio! Soy yo, Cliff McKenny.
—¡Usted! ¿Qué está haciendo aquí?
—Tratar de sacarle de este lugar. Si no lo hago, es posible que se quede aquí el resto de su vida. Vamos, marchémonos.
Le fui poniendo rápidamente su ropa mientras hablábamos, y en un abrir y cerrar de ojos nos encontramos en el pasillo. Estuvimos a salvo en mi coche antes de que Harman recobrara totalmente sus cinco sentidos para empezar a hacer preguntas.
—¿Qué ha ocurrido desde aquel día? —fue la primera pregunta—. No recuerdo nada de lo que sucedió después de conectar los arranques del cohete y hasta que me desperté en el hospital.
—¿No le dijeron nada?
—Ni una maldita palabra —exclamó—. Y eso que pregunté hasta volverme afónico.
Así que le conté toda la historia desde la explosión en adelante. Sus ojos se agrandaron con desagradable sorpresa cuando le hablé de los muertos y heridos, llenándose de salvaje ira al enterarse de la traición de Shelton. El relato de los disturbios y la tentativa de linchamiento provocó un ahogado juramento por su parte.
—Naturalmente, los periódicos hablaban de «asesinato» —concluí—, pero no pueden acusarle de eso. Quieren procesarle por homicidio impremeditado, pero había demasiados testigos presenciales que oyeron su solicitud de que apartaran a la gente y la absoluta negativa del sargento de policía a hacerlo. Esto, desde luego, le absolvió de toda culpa. El mismo sargento de policía murió en la explosión, y no pudieron hacérselo pagar.
»Así y todo, con Eldredge aullando por su pellejo, usted sigue sin estar seguro. Sería mejor alejarnos mientras podamos.
Harman hizo un gesto de aquiescencia con la cabeza.
—Eldredge sobrevivió a la explosión, ¿verdad?
—Sí, mala suerte. Se rompió las dos piernas, pero se necesita más que eso para hacerle callar.
Transcurrió otra semana antes de que encontrara nuestro futuro refugio —la granja de mi tío en Minnesota—. Allí, en una comunidad rural solitaria y apartada, permanecimos mientras el escándalo provocado por la desaparición de Harman se extinguía gradualmente y se abandonaba la búsqueda. Por cierto que ésta fue realmente corta, pues las autoridades parecían más aliviadas que preocupadas por la desaparición.
La paz y la tranquilidad obraron maravillas en Harman. Al cabo de seis meses parecía un hombre nuevo… completamente dispuesto a hacer un segundo intento de viaje espacial. Al parecer, no había calamidad en el mundo que pudiera detenerle, cuando se proponía una cosa.
—La primera vez, mi equivocación —me dijo un día de invierno— consistió en anunciar el experimento. Debería haber tomado en cuenta la opinión pública, tal como dijo Winstead. Sin embargo, esta vez —se frotó las manos y miró pensativamente hacia lo lejos— voy a ganarles con astucia. El experimento se realizará en secreto… absoluto secreto.
Yo me eché a reír sombríamente.
—Así tendrá que ser. ¿Sabe que todo futuro experimento de naves espaciales, incluidas las investigaciones completamente teóricas, es un crimen punible con la muerte?
—¿Así que tiene miedo?
—Claro que no, jefe. Me limito a exponer un hecho. Y hay otra cosa muy clara: ya sabe que no podemos construir una nave por nuestros propios medios.
—He pensado en eso y se me ha ocurrido una solución, Cliff. Lo que es más, también puedo ocuparme de la cuestión monetaria. Sin embargo, usted tendrá que viajar un poco.
»Primero, tendrá que ir a Chicago, negociar con la casa Roberts & Scranton y retirar todo lo que quede de la herencia de mi padre, que —añadió en un triste aparte— en su mayor parte fue empleada en la primera nave. Después, localizará a todos los antiguos colaboradores que pueda: Harry Jenkins, Joe O’Brien, Neil Stanton… todos ellos. Y regresen lo antes posible. Estoy cansado de esperar.
Dos días después, partí hacia Chicago. Obtener el consentimiento de mi tío para todo el asunto fue muy sencillo.
—Tanto pueden colgarme por mil como por mil quinientos —gruñó—, así que adelante. Ya estoy metido en un buen lío y supongo que un poco más no importa.
Necesité viajar mucho más y utilizar toda mi persuasión y facilidad de palabra para convencer a cuatro hombres: los tres mencionados por Harman y otro, un tal Saúl Simonoff. Con esta dotación básica y el medio millón que aún quedaba a Harman de los muchos millones que le dejó su padre, empezamos a trabajar.
La construcción del Nuevo Prometeo es una historia aparte… una larga historia de cinco años de desaliento e inseguridad. Poco a poco, comprando vigas maestras en Chicago, placas de berilo-acero en Nueva York, una célula de vanadio en San Francisco y diversos artículos en distantes rincones de la nación, construimos la nave gemela del desafortunado Prometeo.
Las dificultades que encontramos en nuestro camino fueron casi insuperables. Para no levantar sospechas sobre nosotros, tuvimos que espaciar mucho nuestras compras, y para lograrlo, también tuvimos que formular los pedidos desde diversos lugares. Para ello requerimos la cooperación de varios amigos que, para mayor seguridad, no sabían exactamente para qué se emplearían las compras.
Tuvimos que sintetizar nuestro propio combustible, diez toneladas, y ésta fue quizá la tarea más difícil de todas; por lo menos la que requirió más tiempo. Y finalmente, a medida que el dinero de Harman se consumía, nos enfrentamos con nuestro mayor problema: la necesidad de ahorrar. Desde el principio supimos que no podríamos hacer el Nuevo Prometeo tan grande ni tan perfecto como lo fuera la primera nave; pero pronto nos dimos cuenta de que deberíamos reducir su aprovisionamiento a un punto peligrosamente cercano a la línea de gran riesgo. La pantalla repelente apenas era satisfactoria y todas las tentativas para lograr una comunicación radiofónica tuvieron que ser abandonadas.
Y mientras avanzábamos penosamente a través de los años, allí en las remotas regiones del norte de Minnesota, el mundo progresaba, y las profecías de Winstead se revelaron como asombrosamente acertadas.
Los sucesos de aquellos cinco años —desde 1973 hasta 1978— son bien conocidos por todos los escolares de hoy, ya que el período alcanzó el clímax de lo que ahora llamamos la «Edad Neovictoriana». Los acontecimientos de aquellos años parecen poco menos que increíbles cuando ahora volvemos la vista atrás.
La ley que prohibía toda investigación espacial fue promulgada al principio, pero no tuvo importancia comparada con las medidas anticientíficas que se tomaron en los años siguientes. Las siguientes elecciones del Congreso, las de 1974, dieron a Eldredge el control de la Cámara y el equilibrio del poder en el Senado.
Desde entonces no se perdió el tiempo. En la primera sesión del nonagésimo tercer Congreso, se aprobó el famoso proyecto de ley Stonely-Carter. Establecía la Agencia Federal Investigadora de Experimentación Científica —la AFIEC—, que poseía amplios poderes para legalizar todas las investigaciones del país. Todos los laboratorios, industriales o escolásticos, tenían la obligación de informar a la nueva agencia sobre cualquier investigación que tuvieran programada, con determinado tiempo de antelación, y la agencia podía prohibir, y lo hizo, absolutamente todo lo que desaprobara.
La inevitable apelación al Tribunal Supremo tuvo lugar el 9 de noviembre de 1974, en el caso de Westley contra Simmons, en la cual Joseph Westley, de Stanford, defendió su derecho a proseguir sus investigaciones sobre la fuerza atómica sobre la base de que la ley Stonely-Carter era anticonstitucional.
¡Cómo seguimos el caso nosotros cinco, aislados en medio de las ventisqueras del Oeste Medio! Nos enviaban todos los periódicos de Minneápolis y St. Paul —siempre llegaban con dos días de retraso— y devorábamos cualquier cosa que se dijera sobre él. Durante los dos meses de mayor ansiedad, el trabajo en el Nuevo Prometeo cesó completamente.
Al principio se rumoreó que el tribunal declararía la ley anticonstitucional, y se organizaron monstruosas manifestaciones en todas las ciudades en contra de esta eventualidad. La Liga de los Justos ejerció toda su poderosa influencia… e incluso el Tribunal Supremo se sometió. La votación fue de cinco a cuatro por la constitucionalidad. La ciencia se vio estrangulada por el voto de un solo hombre.
Y no hay duda de que fue estrangulada. Los miembros de la agencia eran hombres de Eldredge, en cuerpo y alma, y no se aprobaba nada que no tuviera un uso industrial inmediato.
—La ciencia ha ido demasiado lejos —dijo Eldredge en un famoso discurso pronunciado en aquella época—. Debemos detenerla indefinidamente, y permitir que el mundo le dé alcance. Sólo así, y confiando en Dios, podemos esperar el logro de una prosperidad universal y permanente.
Pero ésta fue una de las últimas declaraciones de Eldredge. No logró recuperarse totalmente de la fractura de sus piernas en aquel fatídico día de julio de 1973 y, desde entonces, su agitada vida había perjudicado considerablemente su salud. El 2 de febrero de 1976 falleció en medio de una explosión de duelo nunca igualada desde el asesinato de Lincoln.
Su muerte no tuvo un efecto inmediato en el curso de los acontecimientos. De hecho, las normas de la AFIEC ganaron en severidad a medida que pasaban los años. La ciencia llegó a tal grado de decadencia y represión que las universidades se vieron forzadas a reinstaurar la filosofía y los clásicos como estudios principales… y así, el estudiantado cayó en el punto más bajo desde el comienzo del siglo XX.
Estas condiciones prevalecieron más o menos en todo el mundo civilizado, alcanzando incluso hasta el último rincón de Inglaterra, y encontrando quizá mayor dificultad en Alemania, que fue el último país en caer bajo la influencia «neovictoriana».
El nadir de la ciencia tuvo lugar durante la primavera de 1978, apenas un mes antes de la terminación del Nuevo Prometeo, con la aprobación del «Edicto Pascual» —fue publicado el día antes de Pascua—. Por él, toda investigación o experimento independiente estaba absolutamente prohibido. En adelante, la AFIEC se reservó el derecho de autorizar sólo las investigaciones que ella solicitaba específicamente.
John Harman y yo estábamos frente al brillante metal del Nuevo Prometeo aquel domingo de Pascua; yo, completamente abatido, y él, de un humor casi jovial.
—Bueno, Clifford, muchacho —dijo—, la última tonelada de combustible, los últimos toques, y estaré preparado para mi segundo intento. Esta vez no habrá ningún Shelton entre nosotros.
Tarareó un himno. Era lo único que transmitía la radio aquellos días, e incluso les rebeldes como nosotros los cantábamos por la fuerza de su continua repetición.
Gruñí sombríamente:
—Es inútil, jefe. Tiene diez posibilidades contra una de acabar en algún lugar del espacio, e incluso, si regresa, lo más probable es que le cuelguen. No podemos vencer. —Moví tristemente la cabeza de un lado a otro.
—¡Bah! Este estado de cosas no puede durar, Cliff.
—Creo que sí. Winstead tenía razón. El péndulo oscila, y desde 1945 ha oscilado contra nosotros. Nos hemos adelantado al tiempo… o quizá hemos llegado tarde.
—No hable de ese loco. Está cometiendo él mismo error que él. Las corrientes de opinión pública son cosa de siglos y milenios, no de años o décadas. Durante quinientos años nos hemos decantado hacia la ciencia. No se puede destruir eso en treinta años.
—Así que, ¿qué vamos a hacer? —pregunté yo con sarcasmo.
—Estamos atravesando una reacción momentánea provocada por una época de locura. En la época del romanticismo se produjo una reacción similar —el primer periodo victoriano—, provocada por la anticipada Edad de la Razón del siglo XVIII.
—¿Realmente lo cree así? —me sentí impresionado por su confianza en sí mismo.
—Claro que sí. Este período tiene una analogía perfecta en los espasmódicos «renacimientos» que solían florecer en las pequeñas ciudades eminentemente religiosas de América hace más o menos un siglo. Durante una semana, era posible que todos practicaran la religión, y la virtud reinaba triunfante. Después, uno por uno, iban reincidiendo en el pecado y el diablo reanudaba su dominio.
»De hecho, incluso ahora hay síntomas de reincidencia. La L. J. se ha permitido una disputa tras otra desde la muerte de Eldredge Ya ha habido media docena de cismas Las mismas medidas extremas que se toman desde el poder nos están ayudando, pues el país empieza a cansarse de todo esto.
Y eso dio fin a la discusión… Yo, totalmente derrotado, como de costumbre.
Un mes más tarde, el Nuevo Prometeo estaba terminado. No era, ni con mucho, tan reluciente y bonito como el original, y ostentaba muchas trazas de una mano de obra amateur, pero nosotros estábamos orgullosos de él… orgullosos y triunfantes.
—Voy a hacer una nueva tentativa, compañeros —la voz de Harman era ronca, y su pequeño cuerpo vibraba de felicidad—, y aunque es posible que fracase, no me importa. —Sus ojos brillaban con la perspectiva—. Por fin hendiré el espacio, y el sueño de la humanidad se realizará. Daré una vuelta alrededor de la Luna y regresaré; seré el primero en ver la otra cara de nuestro satélite. Vale la pena intentarlo.
—No tendrá bastante combustible como para aterrizar en la Luna, jefe, lo cual es una pena —le dije.
Mi comentario provocó un susurro de pesimismo en el reducido grupo que le rodeaba, pero él no le prestó atención.
—Adiós —dijo—. Hasta pronto.
Y con una alegre sonrisa subió a la nave.
Quince minutos después, nosotros cinco estábamos sentados alrededor de la mesa del salón, con el ceño fruncido, sumidos en nuestros pensamientos, con los ojos fijos en el lugar donde un trozo de tierra quemada marcaba el sitio donde se hallaba el Nuevo Prometeo unos minutos antes.
Simonoff expresó en palabras el pensamiento de todos:
—Quizá sea mejor para él que no vuelva. Me parece que no le tratarían muy bien si lo hiciera.
Y todos asentimos con sombría aquiescencia.
¡Qué absurda me parece ahora esta predicción, desde la perspectiva de tres décadas!
El resto de la historia no es realmente mía, pues no volví a ver a Harman hasta un mes después de que su memorable viaje concluyera en un seguro aterrizaje:
Casi treinta y seis horas después del despegue, un estridente proyectil pasó por encima de Washington y fue a enterrarse en el lodo del Potomac.
Había investigadores en el lugar del aterrizaje al cabo de quince minutos, y después de otros quince llegó la policía, pues se averiguó que el proyectil era una nave espacial. Contemplaron con involuntaria admiración al hombre despeinado y cansado que salió tambaleándose y a punto de desmayarse.
Reinó un silencio absoluto mientras levantaba un puño hacia los sorprendidos espectadores y gritaba:
—Adelante, ahórquenme, locos. Pero he llegado a la Luna y eso no pueden evitarlo. Avisen a la AFIEC. Quizá declaren el vuelo ilegal y, por lo tanto, inexistente. —Se echó a reír débilmente y de súbito perdió el conocimiento.
Alguien gritó:
—Llévenle al hospital. No está bien.
Totalmente inconsciente, Harman fue trasladado en un coche de la policía mientras ésta formaba guardia junto al cohete.
Llegaron oficiales del Gobierno e investigaron la nave, leyeron el diario, inspeccionaron los dibujos y fotografías de la Luna y finalmente se marcharon en silencio. La multitud aumentó y corrió la voz de que un hombre había llegado a la Luna.
Cosa curiosa, el hecho no provocó su cólera. Los hombres estaban impresionados y llenos de admiración; la multitud susurraba y lanzaba inquisitivas miradas hacia la mortecina luna en cuarto creciente, apenas visible bajo la radiante luz del sol. Y dominándolo todo, una nube de silencio intranquilo, el silencio de la indecisión.
Después, en el hospital, Harman reveló su identidad, y la veleidosa humanidad se volvió loca. Incluso el mismo Harman quedó profundamente sorprendido ante el rápido cambio operado en la opinión del mundo. Parecía casi increíble, y sin embargo era cierto. Un descontento secreto, combinado con el heroico relato del hombre que lucha contra una fuerza superior abrumadora —la clase de relato que ha conmovido el alma del hombre desde el comienzo de los tiempos— sirvió para sumir a todo el mundo en una exaltada corriente de antivictorianismo. Eldredge estaba muerto… y nadie más podía reemplazarle.
Vi a Harman en el hospital poco tiempo después. Estaba recostado y medio enterrado entre periódicos, telegramas y cartas. Me sonrió e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Bueno, Cliff —murmuró—, el péndulo ha vuelto a oscilar hacia el otro lado.
En realidad, a pesar de que Opinión pública fue el segundo relato que vendí, fue el tercero en publicarse. Se le adelantaron no sólo Abandonados cerca de Vesta, sino otro relato (que pronto mencionaré) que fue escrito y vendido después de Opinión pública, pero que se imprimió antes. Sin embargo, ambos relatos fueron publicados en Amazing y, de algún modo, me cuesta incluirlos aquí. Para mí, el primer relato que vendí a Campbell y fue publicado en Astounding es mi primer relato importante editado. Es algo bastante ingrato por mi parte hacia Amazing, pero no puedo evitarlo.
El ejemplar de Astounding de julio de 1939 ha sido considerado por algunos aficionados posteriores como el comienzo de la llamada Edad de Oro de la ciencia ficción, un período que tuvo lugar entre 1940 y 1950. Durante dicho período, los puntos de vista de Campbell dominaban la revista, y los autores que adiestró y desarrolló escribían con todo el ardor de la juventud. Me gustaría poder decir que Opinión pública fue lo que marcó el comienzo de esa Edad de Oro, pero no puedo. Su inclusión en aquel ejemplar fue pura coincidencia.
Lo que realmente contó fue la novela corta principal del ejemplar de julio de 1939, Destructor negro, escrita por A. E. van Vogt, un primer relato de un autor nuevo, mientras que en el siguiente ejemplar, el de agosto de 1939, fue un relato corto, Línea vital, escrito por Robert A. Heinlein, otro primer relato de un novel.
Más adelante, Van Vogt, Heinlein y yo seríamos universalmente considerados como los mejores autores de la Edad de Oro, pero Van Vogt y Heinlein lo fueron desde el principio. Ellos brillaron como primeras estrellas desde el momento en que apareció su primer relato, y su status nunca decayó durante todo el resto de la Edad de Oro. Yo, por otra parte (no es falsa modestia), sólo progresé gradualmente. Pasé casi desapercibido durante cierto tiempo y llegué a ser considerado un buen autor por etapas tan graduales que a pesar de la considerable porción de vanidad que poseo, fui el último en saberlo.
Opinión pública es un relato divertido en algunos aspectos. Se ajusta a los primeros vuelos espaciales a la Luna de los años setenta. En aquel tiempo creí aventurarme mucho, pero resulta que retrasé toda una década la realidad eventual, puesto que lo que describí tuvo lugar, y con una sofisticación mucho mayor, en los años sesenta. Mi descripción de los primeros intentos de vuelo espacial fue, desde luego, increíblemente ingenua, vista desde ahora.
Sin embargo, en un aspecto, el relato es poco corriente. Hace pocos años, Phil Klass (un escritor de ciencia ficción que publica bajo el seudónimo de William Tenn) me hizo observar que éste fue el primer relato de la historia que predijo una resistencia de cualquier clase a la idea de la exploración espacial. En todos los demás relatos, el público en general se mostraba indiferente o entusiasmado. Esto me hace parecer extraordinaria y singularmente clarividente, pero habiendo explicado la naturaleza del libro que estaba pasando a máquina para la NYA, no puedo atribuirme el mérito de la brillantez. (¡Diablos!)
También hay que reparar en la referencia a la Segunda Guerra Mundial de 1940. Recuerden que el relato fue escrito dos meses después de la capitulación de Munich. En aquel tiempo yo no creía que eso significara «paz en nuestro tiempo», como Neville Chamberlain había sostenido. Estimé que habría guerra al cabo de un año y medio, y en eso también fui demasiado conservador.
Incidentalmente, Opinión pública es uno de los pocos relatos que he escrito en primera persona, y el narrador se llama Clifford McKenny. (Nunca he logrado averiguar el porqué de mi afición a los apellidos irlandeses en aquella época.) Sin embargo, detrás del nombre propio existe una historia.
Después de mi susto de mayo de 1938 sobre la desaparición de Astounding, empecé a enviar cartas mensuales a la revista, justipreciando cuidadosamente los relatos. (Dejé de hacerlo cuando yo mismo empecé a vender relatos.) Todas fueron publicadas, y, de hecho, envié una carta a Astounding que fue publicada ya en 1935. Dos consagrados escritores de ciencia ficción me escribieron personalmente en respuesta a las observaciones que hice sobre sus relatos. Eran Russell R. Winterbotham y Clifford D. Simak.
Con ambos mantuve correspondencia, bastante regular al principio, y con largos intervalos años más tarde. La amistad que resultó, a pesar de la considerable distancia, perduró. No vi personalmente a Russ Winterbotham más que una vez, y eso durante la Convención Mundial de Ciencia Ficción que tuvo lugar en Cleveland en 1966. Él falleció en 1971. He visto tres veces a Cliff Simak, la última en la Convención Mundial de Ciencia Ficción de Boston en 1971, en la cual fue huésped de honor.
La primera carta que me dirigió Simak fue en respuesta a una mía, editada en Astounding, que daba una evaluación baja a su relato Regla 18, aparecido en el número de julio de 1938. Simak me escribió para pedirme detalles que le permitieran examinar mis críticas y quizá beneficiarse de ellas. (¡Me gustaría poder reaccionar tan amable y racionalmente ante críticas adversas!)
Volví a leer el relato para contestar de manera adecuada y encontré, sorprendido, que no había absolutamente nada que estuviera mal. Lo que había hecho Simak era escribir el relato en escenas separadas sin pasajes de transición explícitos entre ellas. Yo no estaba habituado a esta técnica, así que el relato me pareció discontinuo e incoherente. La segunda vez que lo leí, comprendí lo que estaba haciendo y me di cuenta de que no sólo el relato no era nada incoherente, sino que transcurría con una hábil velocidad que hubiera resultado imposible si todas las aburridas y prosaicas transiciones hubieran sido incluidas.
Escribí a Simak para explicárselo, y adopté la misma técnica en mis propios relatos. Además, intenté, en la medida de lo posible, hacer uso de algo similar al estilo frío y simple de Simak.
A veces he oído hablar a escritores de ciencia ficción sobre la influencia que en su estilo han tenido figuras literarias de tan alto prestigio como Kafka, Proust y Joyce. Puede ser pose o realidad, pero, en mi caso, no sostengo tal afirmación. Aprendí a escribir ciencia ficción gracias a una atenta lectura de obras de este género, y entre las mayores influencias que acusó mi estilo está la de Clifford Simak.
Simak fue particularmente alentador en aquellos meses de ansiedad en los que intentaba vender un relato. El día que realicé mi primera venta, tenía una carta, cerrada, dirigida y timbrada, lista para enviarle. La abrí para añadir la noticia, y destruir un sobre con sellos, lo que representaba una clara pérdida de varios centavos, no era algo que yo hiciera con ligereza en aquellos días.
Por lo tanto, siempre me ha gustado que mi primera venta a Campbell tuviera, como su narrador en primera persona, a un personaje con el nombre en honor de Clifford Simak.
Otro detalle sobre Opinión pública…
En mis primeras sesiones con Campbell, éste había señalado ocasionalmente la importancia de tener un nombre que no fuera raro ni difícil de pronunciar, y sugirió el uso de un nombre corriente anglosajón como seudónimo. Sobre este punto, demostré una clara intransigencia. Mi nombre era mi nombre y constaría en mis relatos.
Cuando vendí Opinión pública, me fortifiqué para lo que creía iba a ser una discusión con Campbell que incluso podría costarme mi preciosa venta. Nunca ocurrió. Quizá fuera porque mi nombre ya había aparecido en dos relatos de Amazing, o quizá Campbell comprendiera que yo nunca me avendría al uso de un seudónimo; pero la cuestión es que no volvió a mencionar la cuestión.
Tal como ocurrió, mi aversión a un seudónimo fue bastante afortunada, pues el nombre de Isaac Asimov resultó altamente visible. Nadie podía ver el nombre por primera vez sin sonreír ante su rareza; y cualquiera que lo viera por segunda vez se acordaría instantáneamente de él. Estoy convencido de que por lo menos una parte de mi eventual popularidad se debe a que los lectores reconocían rápidamente el nombre y se fijaban en mis relatos como un conjunto.
En realidad, las cosas volvieron al punto de partida. Al cabo de los años, he conocido frecuentemente a lectores que estaban convencidos de que el nombre era un seudónimo concebido para lograr mayor ostensibilidad y que mi nombre verdadero debía ser algo así como John Smith. A veces era difícil desengañarles.
Mientras corregía Opinión pública para Campbell, también trabajaba en otro relato, Un arma demasiado terrible para emplear. Éste no se lo presenté a él. Es posible que no quisiera presionarle demasiado inmediatamente después de haberle hecho una venta, o que pensara que el relato no era bastante bueno para él y no quisiera estropear la impresión que Opinión pública le había causado. En cualquier caso (y realmente no me acuerdo del motivo) decidí presentarlo a Amazing primero. También pagaban un centavo por palabra y quizá pensara que les debía otra oportunidad, ahora que había logrado hacer una venta a Campbell.
El 6 de febrero de 1939 envié Un arma demasiado terrible para emplear a Amazing, y el 20 de febrero recibí una carta de aceptación. Es posible que Amazing lo comprara porque necesitara rápidamente un relato, pues apareció en el número de mayo, que llegó a los quioscos sólo tres semanas después de la venta. Esto lo convirtió en mi segundo relato publicado, pues apareció dos meses antes que Opinión pública.